NUEVE
 

Todos los días, al volver a casa, me preguntaba si el tío César habría tomado ya la decisión de romper su noviazgo con Gloria. Pero el hombre regresaba de sus correrías burocráticas sin dar señal alguna de estar dispuesto a cambiar el rumbo de las cosas. Cada vez se le veía más ajeno y ausente, y, en la mesa, cuando alguien le hacía una pregunta, siempre sonreía desorientado, igual que si su alma estuviese muy lejos, tal vez en cierta droguería de cierta ciudad castellana... Por otro lado, yo no entendía cómo no se animaba a hacerle otra visita a su antigua novia. Bien es verdad que no le iba a ser muy fácil justificarle a Gloria un nuevo viaje a Valladolid. En realidad, estaba tan controlado por aquella temible enfermera como si trabajara en su mismo hospital. Se veían todas las tardes, y ella le llamaba a menudo por teléfono para darle instrucciones sobre el lugar exacto donde debía ir a esperarla. Yo sentía escalofríos al pensar que aquella mujer podía llegar un día a formar parte de mi familia y no comprendía por qué mi tío tardaba tanto tiempo en contarle toda la verdad. Ahora se me ocurre que tal vez lo retenían algunos encantos de aquel cuerpo severo y escurrido... Pero probablemente ni siquiera hubo nada de eso, y sólo era que Gloria lo tenía dominado, del mismo modo que algunos hombres dominan y atemorizan a sus mujeres creando una situación de la que no resulta muy fácil escapar.

Las cosas comenzaron a cambiar cuando decidió contárselo todo a mi madre. Yo no estuve presente, claro —los chicos no debíamos conocer ciertos secretos familiares—, pero ella me lo contó a su vez unos meses más tarde, cuando supo que también yo había tenido cierto protagonismo en aquella dolorosa y romántica historia. Lo único que puedo recordar de ese encuentro entre los dos hermanos es que eran casi las doce de la noche y el tío César recorría nerviosamente el pasillo esperando a que mi madre se decidiera a salir del cuarto de baño. Cuando por fin lo hizo, mi tío la condujo al comedor, cerró la puerta y en dos palabras le dijo lo que le ocurría. Ella se puso pálida y se desplomó en una butaca. Imagino que tenía la cara brillante por aquella crema que siempre se aplicaba en el cutis antes de acostarse y que miraba a su hermano como si le acabara de confesar un robo o un asesinato.

Al principio se enfadó muchísimo, desde luego, y le dijo a César que era un tenorio y un libertino, y que ni siquiera tenía agallas para confesarlo. Mi tío aguantó la soflama a pie firme, sin despegar los labios. Luego, le aseguró que lamentaba de veras que el asunto hubiera llegado tan lejos, pero que era como si todo se hubiese ido enredando a su alrededor y él no hubiera podido hacer nada para evitarlo. Mi madre dijo que cuando uno se echaba novia no debía ir por ahí mirando a las demás. Entonces, el tío César le contó que había estado toda la vida enamorado de Amalia y que, después de recibir aquella primera carta, había intentado no pensar en ella, pero que, al llegar a Valladolid, no había podido resistirlo y la había llamado por teléfono. Esa tarde, al oír su voz, comprendió que estaba perdido y que jamás podría escapar.

Según mi madre, los dos se quedaron después en silencio, sin mirarse a los ojos, y luego ella le preguntó a su hermano qué pensaba hacer. El tío César respondió que no lo sabía, y que cada vez que intentaba hablar del tema con Gloria le temblaban las piernas y era incapaz de decir una palabra.

—¿Pero quieres o no romper con ella? —le preguntó mi madre en un tono que no es difícil imaginar.

El tío César asintió varias veces, y entonces mi madre le advirtió que, si le había contado todo aquello para que se lo transmitiese a Gloria, se había equivocado de persona, ya que no estaba dispuesta a darle ese disgusto a su amiga por nada del mundo. Mi tío dijo que no se lo había contado por eso y que ya sabía que era un asunto muy delicado, un asunto que nadie podía resolver por él, pero estaba tan angustiado que necesitaba decírselo a alguien si no quería volverse loco. Mi madre le aconsejó que no esperase ni un día más para poner en claro las cosas, y que, si tenía miedo de Gloria, que se lo hubiera pensado antes.

—A fin de cuentas —añadió—, lo más que puede hacer es darte una buena bofetada, pero esa te la tienes bien merecida.

Mi tío dijo que ya sabía que se tenía bien merecida la bofetada y que estaba dispuesto a aceptarla sin rechistar, pero que también le asustaban las maldades que Gloria podía decirle, porque era muy lista y sabía herir allí donde más daño hacía, así que, después de todo, a lo mejor era él quien acababa dándole esa bofetada. Mi madre le replicó que sólo faltaba que ahora se pusiera chulito y que lo que procedía era soportar en silencio todo lo que su amiga pudiese decirle porque también ella tenía derecho a desahogarse. Luego le hizo prometer que acabaría con aquello en un par de días y le aseguró que, hasta que llegara ese momento, ella no iba a atreverse a llamar a Gloria. Mi tío dijo que había pensado escribirle una carta, pero mi madre le replicó que iba a ser una cobardía imperdonable y que esas cosas había que decirlas frente a frente.

Al salir del comedor, mi madre le dijo a su hermano que le acababa de dar un disgusto tremendo y que, sólo al recordar cómo Gloria y ella se habían pasado una tarde entera eligiendo el traje de novia, le entraban unos sofocos horribles y tenía ganas de llorar. Mi tío le rogó que no le hablase de aquello a su marido para no complicar las cosas, y ella dijo que no lo haría, pero que, de todas formas, se iba a acabar enterando.

A partir de ese día ya éramos dos los miembros de la familia que esperábamos acontecimientos. El tío César me había contado que mi madre estaba al corriente de todo, pero que aún no sabía que también yo participaba en el gran secreto. Por las noches, al volver a casa, el hombre se la encontraba siempre en el vestíbulo, esperándole.

—¿Se lo has dicho? —le preguntaba ella en un cuchicheo, y cuando él respondía que no, mi madre se daba la vuelta y se pasaba toda la cena sin dirigirle la palabra.

Mi padre, como siempre, no se enteraba de nada y seguía hablando del tiempo, y de sus clientes, y de que no iba a tener más remedio que dar una mano de pintura a las paredes de la gestoría. En cambio, mi hermana comenzaba a sospechar que aquellos silencios no eran normales. Miraba a mi madre y al tío César y les preguntaba si por casualidad no estaban enfadados. Ellos se apresuraban a negarlo, pero Celia no se quedaba tranquila y espiaba cada gesto, cada palabra. Al final, insistía en que allí pasaba algo muy raro, y entonces mi padre alzaba las cejas y le decía que qué iba a pasar y que parecía tonta. Durante los minutos siguientes nadie abría la boca. Sólo se oía ruido de cucharas y tenedores, y a veces también el de la dentadura postiza de mi tío que chasqueaba de un modo inconfundible.

Después de la cena, cuando mi madre y su hermano se cruzaban por el pasillo, casi podía oírse ese zumbido sordo y latente que producen los cables de alta tensión. La casa entera parecía a punto de estallar. Se diría que la más leve vibración originada por uno de aquellos estruendosos trenes que cruzaban la plaza podría hacer pedazos el edificio.

Así pasaron cuatro o cinco días. Mi madre estaba de un humor de perros, y el tío César se deslizaba furtivamente por las habitaciones y se hacía cada vez más huidizo e invisible. (Claro que eso de la invisibilidad era algo que se le daba muy bien a mi tío.) De cuando en cuando anunciaba que no tenía hambre y se metía en su cuarto nada más volver de sus paseos con Gloria, sin duda sólo por no tener que soportar las miradas de mi madre.

Un domingo, las cosas se precipitaron bruscamente. Debían de ser las cinco o las cinco y cuarto de la tarde y recuerdo que yo estaba en mi habitación intentando escribir un cuentecillo acerca de dos tipos que presenciaban estremecidos los cataclismos del Apocalipsis. Mi padre había ido al fútbol a animar al equipo local (que aquel año tenía algunas posibilidades de ascender a segunda división), y el tío César se había encerrado en su cuarto porque ese día Gloria estaba de guardia. Hacia las cinco, pues, se oyó un pequeño escándalo en la casa. Al parecer, mi madre había entrado en la habitación de su hermano y le hablaba en un tono enfurecido y violento. Celia y yo acudimos rápidamente, convencidos de que sucedía algo muy grave. Mi tío estaba sentado en la cama, con todos los pelos del cogote revueltos, y mi madre le decía que había que terminar con aquello de una vez. Yo nunca la había visto enfadada de ese modo. Ni siquiera cuando le gritaba a mi hermana que dejara de contemplarse en el espejo del cuarto de baño y abriese inmediatamente la puerta se ponía tan furiosa. Recuerdo que nos quedamos los dos en el pasillo, mirando, y que lo que más me sorprendió fue que mi madre no nos echase de allí. Seguramente pensaba que, de todas formas, acabaríamos enterándonos de lo que ocurría. Y lo que ocurría era que mi madre se había empeñado en que su hermano (al que llamaba una y otra vez gallina y fragilón) comenzase a escribir una carta.

Al principio, el tío César intentó oponer alguna resistencia, pero mi madre lo cogió del brazo y lo arrastró hasta la mesita que había junto a la cómoda, donde ella misma había dejado unos folios en blanco y un sobre. El hombre parecía un poco molesto al verse tratado sin ningún miramiento por su hermana, aunque creo que lo que más le abochornaba era que Celia y yo presenciáramos la escena. Ahora pienso que, en el fondo, mi madre estaba encantada de que nos hallásemos allí, contemplando los extravíos de nuestro tío César. Para ella debíamos ser la mirada acusadora de la inocencia o algo por el estilo. Un minuto después, mi madre salió de la habitación dejando a su hermano sentado a la mesa con un bolígrafo en la mano y el pánico pintado en el rostro.

—¡Avísame cuando hayas terminado! —le gritó justo antes de cerrar la puerta. Después se volvió hacia nosotros. Parecía la heroína de un drama romántico estremecida por algún misterioso arrebato.

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó Celia.

—Ocurre que tu tío se marcha hoy mismo de esta casa —dijo mi madre masticando cada palabra.

—¿Y adónde se va?

—A Valladolid.

Mi hermana se quedó callada. No sé cómo lo hizo, pero, al cabo de unos segundos, un lagrimón le resbaló por las mejillas y se estrelló contra las baldosas del pasillo. Mi madre la abrazó con una sonrisa, le acarició las trenzas y dijo que no había por qué preocuparse, que el tío César había encontrado un trabajo estupendo en Valladolid.

—¿Y para quién es la carta? —preguntó mi hermana.

—Para Gloria —dijo mi madre—. Es para explicárselo todo.

Desde luego que no parecía muy sensato que el tío César le escribiera a su novia para contarle que se iba a vivir a otra ciudad, pero yo no dije nada y Celia se quedó satisfecha con aquellas palabras. Después, mi madre nos anunció que, en cuanto su hermano terminase la carta, le ayudaríamos a hacer las maletas y le acompañaríamos a la estación.

Cuando regresé a mi cuarto, me fue imposible seguir con mi historia. Por primera vez comprendí que el tío César se marchaba de verdad y que ya nunca podríamos hablar por la noches en su habitación, ni vería de nuevo en sus ojos la mirada divertida y atenta con que siempre leía mis historias, ni volvería a oír todos aquellos comentarios elogiosos y estimulantes. (Tal vez, en el fondo de mi alma, yo escribía sólo para él, sólo para vivir aquellos deliciosos momentos en que entraba en su cuarto con uno de mis cuentos bajo el brazo.) Ese día, tuve que hacer un gran esfuerzo para no dejar caer también unas lágrimas que hubieran emborronado aquel relato sobre el Juicio Final.

Media hora más tarde, el tío César se asomó al pasillo y dijo que ya había terminado la carta. Todos corrimos hacia allí. El hombre tenía el rostro enrojecido y sudoroso, como si se hubiera pasado todo ese tiempo levantando pesas y haciendo gimnasia. Bien se veía que llenar los dos folios que estaban sobre la mesa le había costado un esfuerzo terrible. Mi madre los dobló delicadamente, los metió en el sobre y se guardó la carta en el bolsillo. Luego se remangó la blusa y le dijo a su hermano que ahora le ayudaríamos a hacer el equipaje porque el tren para Valladolid salía a las siete y media. El tío César la miraba impotente, como si ya no tuviera fuerzas ni para aplastarse los pelos del cogote. Fue ella quien cogió la maleta que estaba en lo alto del armario, y quien sacó de debajo de la cama aquella otra donde mi tío guardaba las novelas. Lo demás transcurrió de una manera dolorosa y febril. Mi hermana y yo vaciábamos los cajones y envolvíamos los zapatos en papel de periódico para que mi madre lo fuese metiendo todo en las maletas. El tío César nos miraba en silencio y sólo de cuando en cuando se movía un poco para doblar su gabardina o para guardar en una bolsa los objetos que había en aquella bandejita que estaba sobre la cómoda: las dos alianzas de oro, los llaveros de propaganda, los calendarios de bolsillo... En la maleta de las novelas pusimos las cartas que Amalia le había escrito, y mi madre las miró de un modo rarísimo, como si estuvieran contaminadas. Mientras Celia y yo terminábamos de sacar las camisas del armario, comprendí que estábamos echando de casa al tío César (no sé de qué otra manera llamar a lo que hacíamos), y entonces sí que me entraron ganas de llorar y tuve que salir unos minutos de la habitación con la excusa de que debía ir al retrete.

Al volver, mi tío le estaba diciendo a mi madre que lo que más le molestaba era dejar de aquel modo su trabajo en la gestoría y que qué iba a decir Julio, es decir, mi padre. Mi madre le aseguró que de eso se ocupaba ella y que no tenía por qué inquietarse: su marido había vivido quince años sin ayuda de nadie y podía vivir otros quince de la misma manera. Además, si de veras le hacía falta una persona, ya se la buscaría él solito. Después, mi tío quiso saber lo que iba a hacer mi madre con la carta, y ella le dijo que se la entregaría a Gloria lo antes posible, pero que no estaría de más que esa misma noche, al llegar a Valladolid, él la llamase por teléfono al hospital. Mi tío dijo que trataría de hacerlo, pero en un tono tan poco convincente que mi madre se lo hizo prometer y jurar. A mí me parecía bastante indelicado y humillante aquel modo de terminar un noviazgo, pero, naturalmente, era mucho mejor que ver a mi tío casado con una bruja.

A las siete salimos camino de la estación. El tío César iba el primero, llevando la pesada maleta de las novelas, y yo le seguía con la otra, la que contenía su ropa y sus zapatos. Detrás venían mi hermana y mi madre, cargadas con aquel maletín repelado y una bolsa llena de bocadillos. Para llegar antes, en lugar de dar un rodeo y tomar la avenida arbolada que conducía a la estación, decidimos seguir las vías del tren, que a esas horas brillaban a la tétrica luz de los postes del alumbrado. Aunque viviera cien años, no podría olvidar la estampa que formábamos los cuatro, arrastrando los maletones del tío César y caminando en silencio por aquellos parajes solitarios. Nunca hubiera imaginado que esas últimas semanas cargadas de emoción terminarían de aquella manera, con todo el mundo trotando hacia la estación como una de aquellas familias de emigrantes que por esos años partían hacia el norte de Europa.

En el andén, me di cuenta de que la expresión de mi tío ya no era la misma. Su rostro se había animado un poco y ahora asomaba a sus labios una tímida pero indisimulada sonrisa. Creo que, después de todo, estaba encantado con el formidable empujón que le había dado mi madre. Antes de subirse al tren, nos abrazó con fuerza y nos dio las gracias por todo lo que habíamos hecho por él. Mi madre le recordó que había prometido llamar a Gloria esa misma noche, y el tío César dijo que lo haría, pero que no estaba muy seguro de cómo iba a terminar la conversación. Yo le pedí que me enviase una carta de cuando en cuando, aunque sabía lo poco que le gustaba escribir. Por supuesto, mi hermana no se privó de soltar otra lagrimita.

Entre todos le ayudamos a subir las maletas, y el hombre se instaló en aquel vagón tronado y sombrío al que parecían traer sin cuidado los problemas de la gente que se sentaba en su interior. Yo pensé entonces en las decenas de trenes que cruzaban cada día la ciudad y en los cientos de historias que, como la del tío César, concluirían también allí, en un solitario andén de la estación.

Regresamos a casa en silencio, dando un rodeo por el paseo del Empecinado. Seguramente, mi hermana también iba pensando que nuestro hogar ya no sería el mismo sin la apacible presencia del tío César. Mi madre no. Mi madre tenía aún un montón de problemas que resolver, y el que más debía de inquietarla era sin duda cómo contarle todo aquello a su amiga Gloria. Tal vez estaba tratando de imaginar su reacción o buscaba unas palabras de consuelo para el momento en que le entregase la carta. Supongo que no confiaba demasiado en que su hermano la llamara por teléfono. Una cosa que no podía decirse de mi tío es que fuera un tipo valiente y decidido, de esos que siempre asumen las consecuencias de sus actos.

Aquella noche, mi padre llegó a casa exultante: el equipo local había ganado el partido y, al parecer, seguían aumentando las posibilidades de conseguir un ascenso a segunda división. Cuando se sentó a la mesa, estuvo un rato hablando del frío que hacía en el campo y de los imperdonables errores del árbitro, sin advertir la desolación que reinaba en todos nosotros. Mi madre tenía los ojos clavados en el puré de patata y mi hermana y yo sólo esperábamos el momento en que el hincha del Burgos C. F. se diera cuenta de la ausencia de su cuñado. Eso no sucedió hasta que ya estábamos en el segundo plato.

—¿Y César? —dijo mi padre mojando un enorme pedazo de pan en su huevo frito.

—César se ha marchado esta tarde —respondió mi madre.

—¿Con Gloria? —preguntó él en un tono ligero, justo antes de meterse el pan en la boca.

—No, no. César se ha marchado a Valladolid.

Mi padre estuvo a punto de atragantarse. Luego bebió un poco de agua y paseó la mirada a su alrededor.

—¿Cómo que se ha marchado a Valladolid? —dijo.

—Ya te lo explicaré —respondió mi madre, que no quería entrar en detalles delante de nosotros.

—Pero ¿qué es lo que me tienes que explicar? —insistió él sacudiendo la cabeza como si todos los aposentos de su cerebro se negasen a acoger una idea tan descabellada.

—Lo del viaje, hombre —dijo mi madre.

Mi padre dejó la servilleta sobre la mesa y se encaró con su mujer.

—Vamos a ver —comenzó en el tono de quien se propone hacer gala de una paciencia infinita—, ¿estará o no estará tu hermano en la gestoría mañana por la mañana?

—No estará —dijo mi madre.

A esas alturas, Celia y yo habíamos olvidado nuestros huevos fritos y contemplábamos la escena con cierta aprensión.

—¿Cómo que no estará? —preguntó mi padre.

—Pues eso, que se ha ido a Valladolid y que no estará aquí ni mañana ni pasado mañana —respondió ella.

—¡O sea, que se marcha sin avisar y piensa que voy a andar esperando a que se digne incorporarse al trabajo! ¡Mira, ya le puedes ir diciendo que no se moleste en volver! —vociferó mi padre sin comprender aún de qué diablos iba todo aquello.

—Es que no va a volver —dijo mi madre en un tono muy suave—. Se ha ido a vivir a Valladolid.

Mi padre resopló un par de veces, tal vez sólo para dejar que la noticia consiguiera por fin hacerse un lugar en su cabeza.

—¡Pero, bueno, ese hombre es tonto! ¡Le ofrezco un empleo en la gestoría y decide marcharse a otra ciudad! —exclamó después, alzando las cejas.

—Es que ya tiene otro empleo —dijo mi madre.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde, si puede saberse?

—En una droguería de Valladolid —respondió mi madre sin mirarle a los ojos.

—¡De modo que deja la gestoría para irse a vender escobas y... pastillas de jabón! —dijo mi padre, cada vez más desorientado.

(Era evidente que, en todo aquello, faltaba un dato importante, un dato que mi madre se resistía a revelar delante de nosotros.)

—Lo que no entiendo es cómo se ha marchado así, de pronto, dejando un montón de trabajo pendiente.

—¡No me digas que le vas a echar de menos! —exclamó mi madre—. ¡Durante un mes estuvimos suplicándote que lo metieras en la gestoría y ahora resulta que es indispensable!

—¡Pero es que uno ya no puede confiar ni en su familia! —replicó mi padre, cada vez más irritado.

Mi madre no dijo nada. Terminó de rebañar su huevo frito y luego se levantó para traer el postre. Probablemente sólo quería dejar pasar el tiempo. Cuando salió del cuarto de estar, mi hermana dijo que esa tarde los tres habíamos acompañado al tío César a la estación y que tenía unas maletas pesadísimas.

—¡Hum! —gruñó mi padre por toda respuesta.

Yo le di a Celia una patada por debajo de la mesa para que no echase más leña al fuego, y así seguimos, en un tenso silencio, hasta que mi madre llegó con una fuente donde se alzaba una enorme pirámide de naranjas.

—La verdad es que no te entiendo, Julio —dijo al entrar—. Te has pasado un año y medio deseando que mi hermano se marchara de esta casa y ahora que se ha ido te pones hecho una fiera.

—¡Pero es que así no se hacen las cosas, coño! —dijo mi padre cogiendo una de las naranjas que servía de base a la pirámide y originando una verdadera catástrofe.

Mi hermana y yo perseguimos a las frutas fugitivas y logramos restablecer el orden.

—De todas formas, supongo que César te escribirá una carta o te llamará para agradecerte lo que has hecho por él —dijo mi madre en un tono conciliador.

—¡Hum! —gruñó de nuevo mi padre.

Entonces sonó el teléfono. Era Gloria, por supuesto, que acababa de recibir la llamada de su ex-novio y que tampoco comprendía lo que estaba pasando. Al parecer, el tío César le había hablado de una carta que había dejado para ella en nuestra casa. Mi madre intentó calmarla y le dijo que no se preocupara y que al día siguiente se lo explicaría todo... Sí, sí, claro que tenía la carta de César, pero de ningún modo podía leérsela en esos momentos: era una carta confidencial y ella no quería meter la nariz en la vida privada de los demás... Pues no, tampoco podía decirle lo que estaba pasando... En realidad, no lo sabía muy bien... No, no, ella no pensaba que César se hubiera marchado para no tener que vivir en casa de su madre... Bueno, lo mejor era que se viesen al día siguiente por la mañana... Sí, sí, le parecía muy bien a las diez...

Cuando mi madre colgó el teléfono, mi padre comenzaba a atar cabos y a preguntarse cosas. Enseguida quiso saber si, por casualidad, César no había reñido con Gloria.

—Más o menos —respondió mi madre.

—Oye, ¿no será que tiene otra novia en Valladolid? —preguntó después, haciendo gala de aquella diabólica intuición.

Mi madre no dijo ni sí ni no. Sólo lo miró en silencio, abriendo mucho los ojos, como si aquel fuese un tema del que no debía hablarse en la mesa. Pero mi padre acababa de adivinar lo que latía en el fondo de todo aquel embrollo.

—¡Ya decía yo que tu hermano era un pájaro de cuenta! —exclamó esbozando una sonrisita.

Naturalmente, no me fue posible asistir a la conversación que Gloria y mi madre mantuvieron a las diez de la mañana siguiente. A esas horas, yo estaba en una de las aulas del instituto, tomando notas sobre el pensamiento de no recuerdo qué filósofo de la Ilustración. Claro que, de haberme hallado en casa, lo más seguro es que no me hubieran dejado estar presente. Todo cuanto sé de esa entrevista me lo contó mi madre unos meses después, cuando ya no era un secreto para nadie que el tío César había reanudado las relaciones con su antigua novia y andaba haciendo planes para casarse. Al parecer, en su carta de despedida, mi tío sólo aducía un par de nebulosas razones para justificar aquella fuga inesperada: un invencible miedo al matrimonio y un magnífico trabajo en Valladolid. En ningún momento hablaba de Amalia. Estoy seguro de que, a más de cien kilómetros de distancia, seguía teniendo miedo de aquella furibunda enfermera. Al final, desde luego, le pedía perdón varias veces por no haber tenido el valor de contárselo todo a su debido tiempo.

Uno hubiera pensado que, tras leer la carta de su ex-novio, Gloria se pasaría toda la mañana llorando, pero lo cierto es que, en lugar de eso, se puso hecha una fiera y comenzó a decir horrores del tío César. Mi madre sufrió en silencio que le llamase miserable, paleto y muerto de hambre. A fin de cuentas, estaba allí para soportar todo lo que Gloria hubiera debido decirle personalmente a su hermano. Creo que lo que más irritaba a su amiga no era que el noviazgo se hubiese roto, sino cómo se iban a reír de ella sus compañeras de trabajo, todas las enfermeras del hospital. César la había dejado con el culo al aire, decía, y eso no se lo perdonaría aunque viniera a ponerse de rodillas a sus pies. Mi madre trató de consolarla asegurándole que, pasados unos meses, todo el mundo habría olvidado el asunto, y recordándole que, a lo mejor, en el fondo, también ella tenía un poco de culpa por haber querido precipitar las cosas, por empeñarse en fijar cuanto antes la fecha de la boda. Gloria dijo que, al llegar a cierta edad, no se podía esperar eternamente, y luego le confesó a mi madre que en las últimas semanas le venía notando a César algo raro. Era como si tuviese la cabeza en otra parte. Varias veces había intentado averiguar lo que le ocurría, pero el muy ingrato respondía siempre que nada y cambiaba de conversación. ¡A saber cuánto tiempo habría estado madurando aquella infamia!, murmuró apretando los labios.

Mi madre intentó justificar la fuga de su hermano asegurando que le habían llamado urgentemente de Valladolid y que ni siquiera Julio se había enterado a tiempo de su marcha. Pero ella no comprendía cómo podía nadie irse de aquel modo, a no ser que llevara semanas o meses dándole vueltas en la cabeza. Por supuesto, mi madre evitó contarle cuál había sido su verdadero papel en la historia, porque probablemente su amiga no hubiese vuelto a dirigirle la palabra. Es más, en un piadoso intento de suavizar los hechos, llegó incluso a decirle que a lo mejor, al cabo de algún tiempo, César se arrepentía de haber emprendido aquella huida vergonzosa y le rogaba que reanudaran su relación. Pero Gloria le replicó que a ella no se la jugaban dos veces y que, si un día su hermano decidía regresar, ya podía buscarse otra novia porque lo suyo había terminado para siempre. Al final, se marchó de casa profiriendo nuevos insultos contra el tío César y hasta amenazó con ir una tarde a Valladolid a partirle los dientes.