William Shakespeare no fue el único impresionado por la ballena. De inmediato, el pez se convirtió en el principal tema de conversación a bordo. Los miembros de la expedición diplomática competían en erudición contando historias sobre leviatanes. Se habló del Fastitocalón, la isla flotante que surgía de la nada y en la que navegantes ansiosos por pisar tierra firme largaban el ancla; a continuación la exploraban recogiendo frutos de la exótica vegetación que crecía en ella y, llegada la noche, al encender una hoguera para calentarse y en torno a la cual celebrar una misa de agradecimiento, sentían temblar el suelo y eran tragados por las aguas antes de saber cuál había sido su error. Se habló del miedo que el mismísimo Alejandro Magno había sufrido al toparse en el mar con un rebaño de ballenas, contra el que ordenó disponer su flota en orden de batalla. Se habló del esqueleto expuesto en Roma durante el edilato de Escauro, con una longitud de cuarenta pies, costillas más altas que las de los elefantes de la India y del que se afirmaba que eran los restos de Ceto, la criatura mitológica a la que se ofreció en sacrificio a la princesa Andrómeda, aunque en realidad se trataba del esqueleto de una ballena. Se habló de Porphyrios, la mítica ballena que acosó la ciudad de Constantinopla durante cincuenta años. Y se habló de oscuras tribus de Asia, célebres por mantener un vínculo ancestral con las ballenas, a las que ataviaban con guarniciones y jaeces gigantescos antes de subirse a ellas para cabalgarlas.
Estas historias las escuchó Shakespeare durante las comidas, uno de los pocos momentos en que se dignaba hacer vida en común con los miembros de la expedición. Algunas le eran familiares; la mayoría no. Pero cuando alguna le pareció útil para su obra y quiso averiguar más, se topó con un inconveniente. Los demás pasajeros rehuían sus preguntas e incluso su compañía. William Shakespeare no era bien visto a bordo.
La opinión negativa que tenían de él había nacido de ciertos pasajeros, envidiosos por motivos diversos, algunos tan prosaicos como que, gracias a la mediación del conde de Southampton, Shakespeare dispusiera de un camarote privado. La mayoría no habría tenido en cuenta esas opiniones si la autoridad al frente de la expedición, William Stanley, conde de Derby, no se hubiera sumado a ellas.
Stanley era un gran aficionado al teatro y admirador de Shakespeare. El sueño de una noche de verano había sido un encargo para amenizar su banquete de boda, y él mismo había escrito varias obras, que por el momento permanecían inéditas. La noticia de que el maestro William Shakespeare formaría parte de la expedición le había alegrado enormemente. Confiaba en que durante la travesía pudieran charlar «de autor a autor» e intercambiar consejos. Sin embargo, Shakespeare le ignoraba. En el muelle, antes de embarcar, lo había saludado fríamente, como si ni siquiera se acordara de él, y a bordo pasaba el tiempo ensimismado en sus pensamientos, que sólo compartía con Henry Wriothesley, por quien Stanley no sentía ningún aprecio.
Para indignación de Stanley, Shakespeare incluso buscaba la compañía de Wriothesley para orinar por encima de la borda. Horrorizado por las historias de marinos a los que en travesías prolongadas se les pudrían las encías y se les caían los dientes, Wriothesley había encargado una abundante provisión de verduras para su consumo personal. Las promesas de varios marinos expertos de que el viaje a Dinamarca no era tan largo como para que hubiera riesgo de escorbuto no le hicieron cambiar de parecer. Consumía sus verduras en la cena, compartiéndolas exclusivamente con Shakespeare. Poco después, de forma invariable, sentía ganas de orinar; según él, a causa del alto contenido en agua de su dieta. Llamaba a eso: «Mear la ensalada». Hacía una seña a su amigo y entonces los dos se asomaban a la borda, se bajaban las calzas y aliviaban las vejigas mientras paseaban un mondadientes de un lado a otro de la boca.
Stanley y otros miembros del pasaje habían hecho correr rumores de que Shakespeare era un advenedizo; de que por participar en la gestión de El Globo acumulaba importantes riquezas, a costa de los beneficios de los restantes socios; de que empleaba el teatro para ajustar cuentas con sus enemigos, sobre los que deslizaba humillantes referencias en cada obra; de que no pocas veces se había aprovechado del trabajo de sus colegas, adjudicándose sus ideas, como hacía poco y de modo especialmente ruin había sucedido con Hamlet; de que ansiaba la muerte de la reina Isabel, pues era bien sabido que el futuro sucesor, Jacobo de Escocia, pretendía asumir el mecenazgo de Los Hombres de Lord Chamberlain, lo que abultaría los ingresos y el reconocimiento de la compañía. Algunos lo criticaban por esquivo, otros por jactancioso y todos por altanero.
De nada le sirvió a Shakespeare negar la parte falsa de aquellos comentarios. Lo intentó, y no sin empeño, porque la actitud de sus compañeros de la misión diplomática le impedía obtener la información que deseaba. Porque las murmuraciones de los pasajeros no tardaron en propagarse entre la tripulación, siempre ávida de habladurías y desconfiada por naturaleza. Y la información de veras útil sobre la ballena se hallaba entre la tripulación.
A bordo del Nimrod viajaba un marinero de la isla de Man llamado Calhoun. Era un hombre robusto, cuyo cuerpo parecía tallado en madera y endurecido por las llamas de una hoguera. Tenía la frente plana y prominente, la mandíbula muy marcada y una expresión siempre tensa en la boca, como si unos ganchos le tiraran de las comisuras hacia atrás y hacia abajo.
Calhoun había embarcado aún más lacónico y malencarado de lo que en él era habitual. Los compañeros que se atrevieron a preguntarle si iba todo bien sólo recibieron gruñidos a modo de respuesta. No habían perdido Inglaterra de vista cuando, mientras trabajaba en cubierta ante numerosos testigos, Calhoun se tambaleó y cayó desmayado sobre un montón de cabos. El contramaestre le ordenó sin miramientos que se pusiera en pie. Al no obtener contestación, le palpó la frente, tras lo que declaró que estaba ardiendo. Ordenó que lo llevaran al sollado de la marinería, en el castillo de proa. Mientras otros dos marineros se alejaban cargando con el enfermo, el contramaestre lo siguió con la mirada. No era la primera vez que Calhoun recurría a argucias para eludir el trabajo. No le extrañaría que hubiera tomado alguna infusión, adquirida en las tabernas del puerto, para provocarse la fiebre.
Desde entonces Calhoun había yacido en su rincón del sollado, dormitando o con los ojos fijos en el techo, mientras absorbía cuanto se decía en el barco, como si las palabras llegaran hasta él filtrándose entre las tablas y resbalando por los clavos. Su indisposición provocaba reacciones encontradas en el Nimrod, desde la simpatía y la solidaridad, a la sospecha y el rechazo. Cuando había gente alrededor —en especial si lo visitaba el contramaestre— se agitaba farfullando incoherencias.
Pero con la aparición de la ballena Calhoun revivió brevemente. Cuando oyó los gritos y las carreras en cubierta, se levantó buscando cualquier cosa en que apoyarse. Pero en cuanto salió a la luz y supo la causa de la agitación, su mal se desvaneció. Mediante insultos y codazos se abrió camino hasta la borda. Presenció desde la primera fila el paso del cetáceo junto al galeón. Durante el revuelo que siguió, Calhoun se escabulló de regreso al castillo de proa. Su presencia en cubierta fue tan fugaz que ni siquiera los que lo vieron pudieron luego afirmar con certeza que hubiera estado allí; uno más entre los extraños sucesos del día. Cuando otro marinero bajó a contarle lo sucedido, lo encontró tumbado, con los ojos abiertos de par en par y moviendo los labios como si hablara solo, pero sin emitir sonido alguno.
Antes de enrolarse en la armada, Calhoun había pescado ballenas con los vascos. En sus infrecuentes arranques de locuacidad narraba cómo había navegado en varias ocasiones hasta Terranova. Para protegerse de los ataques franceses, los barcos iban provistos de gruesas piezas de artillería, además de ballestas, picas y rodelas. La tripulación se cubría con petos de cuero confeccionados por ellos mismos. Todo ello los hacía parecer más piratas que pescadores, guerreros balleneros. Una vez en Terranova tenían que hacer frente a los esquimales, seres envueltos en armaduras de cuero de foca y marfil de morsa, y armados con arcos y flechas. También luchaban contra las implacables tormentas de aquellas latitudes, que convertían las arboladuras en intrincadas esculturas de hielo y elevaban el centro de gravedad de los barcos, poniéndolos en grave riesgo de escorar. Y no había que olvidarse de los icebergs. Cuando conseguían una presa, los balleneros le cortaban la aleta dorsal y la caudal y las colocaban sobre la borda, a modo de parachoques contra los bloques flotantes de hielo.
La aparición de la ballena despertó en Calhoun las ganas de hablar. Esa tarde, bajo cubierta, los marineros libres de servicio formaron un corro a su alrededor, unos en pie, otros sentados en el suelo. Calhoun dijo que aquélla era la ballena más grande de la que había tenido noticia. Dijo que de ella podrían sacarse no menos de doscientos cincuenta barriles de aceite. Dijo que ballenas y otros seres marinos de gran tamaño solían avistarse en torno a los solsticios —como era el caso—, cuando las tempestades propias de esas fechas revuelven los mares hasta lo más hondo y empujan a los monstruos hacia la superficie. Claro que, añadió, eso ocurría especialmente en el Índico, del que estaban muy alejados. Pero alguien mencionó aquellas extrañas nubes y hubo asentimientos y luego un inquieto silencio.
De esa manera Calhoun demostró que era el único a bordo que podía considerarse una autoridad en ballenas. La noticia llegó a oídos de Shakespeare, pero los conocimientos del marinero le estaban vedados, como le dejaron claro los otros tripulantes a quienes preguntó por él. Aunque el maestro se hubiera enfrentado a la fetidez del castillo de proa, incluso llevando unas monedas para comprar información, se habría encontrado con un malencarado mutismo. Desde que zarparon de Londres, Calhoun había hecho suyo cuanto de malo se decía sobre Shakespeare, a quien detestaba como si hubiera sufrido una afrenta personal por parte del dramaturgo.