CAPITULO IV
—Miedo de algo o de alguien... —repitió quedamente Howard Forrest.
—¿Fueron asesinados Florence y Allen entre las ocho y las nueve? —preguntó Alice Barton.
—Eso afirma el forense.
—¿Y cree usted, teniente, que lo que yo le he contado de los lobos, puede tener alguna relación con...?
—Sin lugar a dudas —asintió Forrest—. Los animales olfatean el peligro como nadie. Esos lobos adivinaron la proximidad de una fiera salvaje mucho más poderosa que ellos. Incluso puede que llegaran a verla. De ahí su nerviosismo y su temor.
Alice Barton parpadeó.
—¿Una fiera salvaje, mucho más poderosa que los lobos...?
Forrest cabeceó.
—Así es, Alice. No se lo he dicho antes para no aterrorizarla, pero Florence y Allen no fueron asesinados por un ser humano, ruin y desalmado, sino por una bestia de agudos colmillos y afiladas garras.
El color huyó nuevamente de las mejillas de la muchacha.
—¿Co... cómo lo sabe? —musitó.
—El estado de los cuerpos de Florence y Allen, totalmente destrozados, con desgarros tan profundos en la carne, que en algunos casos dejaban el hueso al descubierto, ya hacía sospechar que no había sido obra de un ser humano, sino de un animal salvaje, grande y poderoso. La posterior investigación confirmó nuestras sospechas. Entre los dedos de Allen y Florence, el forense encontró unos pelos tan fuertes que más parecían cerdas. Son de color pardo oscuro y no hay duda de que pertenecen a la bestia que les atacó y destrozó. El informe del laboratorio nos confirmará que esos pelos no pertenecen a un ser humano, estoy absolutamente seguro.
—¡Qué horror! —gimió Alice, cubriéndose el rostro con ambas manos.
Forrest se las retiró delicadamente.
—Haga un esfuerzo por sobreponerse, Alice. Tengo que hacerle más preguntas.
La joven, que había cerrado los ojos, los abrió y le miró.
—¿Más preguntas?
—Sí. Tenemos ya casi la certeza de que fue una fiera salvaje la que acabó con Florence y Allen, pero aún nos falta averiguar si esa fiera actuó por su cuenta o cumplía órdenes de alguien.
Alice abrió la boca.
—¿Ordenes de alguien...?
—Cuando Van Kennedy llegó a casa este mediodía, la puerta estaba cerrada, y ésta no presentaba señales de haber sido forzada. No tiene ni el más leve rasguño. Lo mismo ocurre con las ventanas. Resulta difícil creer que una bestia salvaje, por muy inteligente que sea, pueda abrir y cerrar la puerta de una casa como un ser humano, es decir, haciendo girar el pomo de la misma. Esto es lo que nos hace sospechar que la fiera llegara acompañada de su dueña, el cual le abrió la puerta para que pudiera entrar en la casa sin armar ruido y sorprender a las víctimas. Cuando la bestia concluyó su tarea, salió de la casa y su amo cerró la puerta, alejándose seguidamente los dos.
—¡Eso no es posible, teniente!
—¿Por qué?
—¡Es demasiado fantástico! Además, según su teoría, ¡Florence y Allen fueron asesinados deliberadamente!
—Sí.
—¿Quien iba a querer matar a Florence y a Allen?
—Según Van Kennedy, nadie. Por eso he venido a verla a usted.
—Yo le digo lo mismo que Van Kennedy, teniente. Nadie tenía motivos para asesinar a Florence y Allen.
—Quiero que me hable usted de Florence. Y de Allen, también. Lo que me dijo Van Kennedy sobre ellos, no concuerda con la realidad.
—¿Que fue lo que le dijo Van? —preguntó Alice.
—Según él, Allen Oland era un buen muchacho. Noble, educado, algo tímido...
—Bastante tímido. Especialmente, con las mujeres —puntualizó Alice—. Pero era una excelente persona, incapaz de molestar a nadie.
—Ya.
—¿Y qué le dijo Van de Florence?
—Que era una mujer encantadora. Hermosa, alegre, cariñosa...
—Es cierto, también —confirmó Alice.
—¿Cariñosa sólo con Van... o con alguien más?
El rostro de Alice Barton denotó asombro.
—¿Qué está insinuando?
—Que es muy posible que la encantadora Florence se la estuviese pegando a su marido, aprovechando las frecuentes ausencias de este.
—¡Teniente Forrest!
—¿Sabe cómo iba Florence, cuando la fiera salvaje les atacó?
—¿Cómo?
—En pantaloncitos y sujetador. Y Allen estaba con el torso desnudo.
El estupor de Alice era evidente.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, casi sin voz.
Forrest explicó:
—El suéter de lana, la corta falda, y las botas de Floren ce, yacían en el suelo, con algunas manchas de sangre, como casi todo, pero estaban intactos. En cambio, los pantaloncitos y el sujetador estaban hechos trizas. En cuanto a Allen, su jersey y su camiseta yacían igualmente en el suelo, manchadas de sangre, también, pero enteros. El pantalón y el «slip», en cambio, absolutamente desganados. Como verá, es fácil llegar a la conclusión de que los dos estaban semidesnudos cuando el animal irrumpió en el salón, pues sólo algunas de las prendas, las que conservaban, resultaron destrozadas por la bestia salvaje. Y no hace falta ser un lince para adivinar qué estaban haciendo, tan ligeros de ropa...
Alice bajó la mirada.
—Me cuesta creer que...
—Comprendo que le cueste admitirlo, porque Florence era su amiga, pero las evidencias son rotundas. Van Kennedy estaba en Oregon, y no volvería hasta hoy. Florence y Allen sabían que no podían ser sorprendidos por él, y decidieron pasarlo bien. Desgraciadamente para ellos, no lo pasaron bien, sino mal, terriblemente mal...
Alice miró al policía.
—¿Se lo dijo usted a Van?
—¿Lo de que su mujer y Allen...?
—Sí.
—No, no le he dicho nada.
—¿Porqué?
—¿No lo comprende, Alice? Si Van Kennedy sabía que su mujer le engallaba con Allen, ya tenía un motivo para desear matarlos a los dos.
—¡Oh, no! —Exclamó la joven, sacudiendo la cabeza con energía—. ¡Van no pudo cometer un acto tan monstruoso!
—Ya le he dicho antes que los crímenes los cometió una bestia salvaje, pero es posible que cumpliendo órdenes de su amo.
—¡Pero si Van no tiene ni siquiera un perro...!
—No estoy diciendo que Van Kennedy sea el amo de ese animal asesino, pero cabe la posibilidad de que él pagase a alguien para que asesinara a su fiel esposa y a su amante. Y, ese alguien, sí puede tener una bestia sanguinaria, que asesine por él...
Alice Barton se llevó las manos a las sienes.
—Mi cabeza va a estallar... —dijo, cerrando los ojos.
—Me hago cargo —repuso Forrest
—Me resisto a creer que Van sea el responsable de la horrible muerte de Florence y Allen.
—Bueno, tal vez no lo sea. Esto no es más que una hipótesis, y caben algunas más.
—¿Por ejemplo...?
—Que el amo de esa bestia criminal sea un perturbado mental, y la llevara a la casa de los Kennedy como pudo haberla traído aquí o a otra casa cualquiera.
Alice se estremeció.
—Me asusta usted, teniente...
—No era ésa mi intención, se lo aseguro. Usted me preguntó por otras hipótesis, y yo...
—Sí, claro.
—En cualquier caso, creo que lo más prudente es que usted se traslade a Salton Rock y se quede allí hasta que todo esto se aclare.
—¿Me pide que abandone mi casa...?
—Sólo por unos días.
Alice dijo que no con la cabeza.
—Yo me quedo aquí, teniente.
—Sea razonable, Alice.
—No, no abandonaré mi casa.
—Pero, es que vive usted sola, y...
—No se preocupe por mí, teniente Forrest. En cuanto se marche usted, echaré el cerrojo de la puerta y me aseguraré de que todas las ventanas están bien cerradas por dentro. Nadie podrá entrar en la casa. Dispongo, además, de una magnífica escopeta.
Era de mi padre. No es que yo sea una excelente tiradora, pero, llegado el caso, sabría usarla. Y no creo que fallara los disparos.
Howard Forrest sonrió.
—Me gustan las mujeres valientes, pero no tanto.
—¿Y por qué tengo que gustarle yo a usted? Con que le guste su esposa, ya es suficiente.
—Yo no tengo esposa.
—¿Es soltero? —pareció alegrarse Alice.
—Sí.
—Caramba, qué sorpresa...
—¿Qué tiene de sorprendente? Hay miles de hombres solteros en el mundo.
—Claro. Y de mujeres también. Más aún.
—Así es.
—Pero es que usted no tiene cara de soltero, teniente...
—¿Ah, no? ¿Y de qué tengo cara?
—De hombre amante del hogar, de la esposa, de los hijos...
Forrest volvió a sonreír.
—Lamento decepcionarla, Alice, pero no soy amante de nada de eso.
—No puedo creerlo.
—Pues es la pura verdad. Quizá se deba a mi profesión. O a que ninguna de las mujeres que he conocido hasta ahora me ha interesado lo suficiente como para pensar en hacerla mi esposa. El caso es que no me atrae el matrimonio.
—Lo segundo tiene sentido, pero no lo primero. También los policías se casan y tienen hijos.
—Sí, pero sus mujeres sufren más, porque ser policía entraña un riesgo, se corren muchos peligros, y las esposas de los policías no ganan para sustos, las pobres.
—Pues a mí no me importaría casarme con un policía.
—¿Es una indirecta?
—No sea presuntuoso, teniente. No es usted mi tipo.
—¿Cómo le gustan a usted los hombres, Alice?
—Rubios, delgados, y no tan altos como usted.
—Oiga, a lo mejor se casa con mi ayudante.
—¿Su ayudante?
—Sí, el sargento Bill Drescher. Es rubio, delgado, y mide ocho centímetros menos que yo.
—¿Y qué tal está de cara?
—La tiene bastante dura, pero agradable.
—Ya estoy deseando conocerle.
—Se lo presentaré, no se preocupe.
—¿Cuándo?
—Esta noche, si nos invita usted a tomar café.
—¿Y por qué no a cenar?
—No, eso me parece demasiada molestia, Alice.
—Ninguna, se lo aseguro. Y me hará mucho bien su compañía y la de su ayudante.
—En ese caso, vendremos con mucho gusto —sonrió Howard Forrest, y se levantó del sofá, siendo imitado por Alice Barton.
La joven le entregó el chaquetón.
Forrest se lo puso.
Alice le acompañó basta la puerta.
—No olvide echar el cerrojo y revisar todas las ventanas recordó el policía.
—Descuide —sonrió Alice.
Forrest se despidió de la muchacha y abandonó la casa.