Capítulo III
BUCK NOLAN, absolutamente ignorante del peligro que corría junto a la resucitada Elizabeth Holmes, le cogió cariñosamente la mano y preguntó:
—¿Se encuentra mejor, Elizabeth?
—Sí, mucho mejor —respondió ella.
—Su mano está fría…
—No se preocupe por eso, yo siempre tengo las manos frías.
—Manos frías, corazón caliente.
—Eso dicen, sí —rio Elizabeth Holmes.
—¿Me deja que lo compruebe?
—¿Cómo, señor Nolan?
—Besándola.
—Oiga, pues es verdad que no es usted un hombre tímido.
—¿Puedo besarla o no?
—Puede —autorizó Elizabeth, ofreciéndole los labios.
Buck la besó, y el frío contacto de los labios femeninos le produjo una extraña y desagradable sensación, lo que le obligó a abreviar la caricia.
—Elizabeth…
—¿Qué?
—Sus labios también están fríos…
—¿De veras?
—Sí, muy fríos.
—Debe ser que todavía no he entrado en calor. Beberé un poco más de coñac —sonrió Elizabeth, y se llevó la copa a los pálidos labios.
Buck Nolan posó su mano sobre el muslo derecho de la mujer que había vuelto a la vida tras permanecer enterrada más de doscientos años, encontrándolo tan frío como su mano y sus labios.
Ella le miró con un brillo malicioso en las pupilas.
—¿Qué pretende, señor Nolan?
—Nada.
—Tiene la mano sobre mi muslo.
—Todo su cuerpo está frío, Elizabeth.
—Sí, lo sé.
—¿No se encuentra usted bien?
—Para todo lo que me ha pasado esta noche, todavía me encuentro demasiado bien. El susto que me dio ese degenerado con el que iba a pasar la noche, la lluvia, los relámpagos, los truenos ensordecedores…
—Yo creo que debería acostarse, Elizabeth.
—¿Me ofrece usted una cama, señor Nolan?
—Sí.
—¿La suya?
—Dispongo de varias.
—Yo quiero la suya. Y a usted en ella —pidió descaradamente Elizabeth Holmes.
—¿Está segura?
—Sí, necesito calor, señor Nolan.
—¿Sólo calor?
—Entre otras cosas —sonrió lascivamente Elizabeth, y ahora fue ella quien besó a Buck Nolan.
El escritor tuvo nuevamente aquella extraña y desagradable sensación, pero como el cuerpo de Elizabeth Holmes no tenía nada de desagradable, si se exceptuaba su frialdad, la abrazó con fuerza y le devolvió el beso.
Permanecieron casi dos minutos con las bocas unidas.
En ese tiempo, Buck acarició los muslos de Elizabeth, su cadera, y hasta se atrevió a oprimirle suavemente el seno izquierdo por encima de la camiseta, notando que ella se estremecía de placer entre sus brazos.
Elizabeth podía estar fría, pero, a menos que lo fingiera, en su interior ardía la llama del deseo y de la pasión.
Cuando separaron sus labios, Buck dijo:
—Vámonos a la cama, Elizabeth.
—Lo estoy deseando, señor Nolan.
—Llámame Buck. Y tuteémonos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —sonrió Elizabeth.
Se levantaron los dos del sofá.
Buck cogió el quinqué y tomó de la mano a Elizabeth, llevándola hacia la escalera.
Mientras subían los peldaños, Elizabeth preguntó:
—¿Es tuya esta casa, Buck?
—Sí, la compré no hace mucho.
—¿Vives siempre en ella?
—No, yo vivo en Londres; sólo paso aquí los fines de semana.
—¿Solo?
—¿Quieres saber si traigo mujeres aquí?
—Sí.
—No; hasta ahora, nunca las he traído. Tú vas a ser la primera mujer que duerma conmigo en esta casa.
—¡Que ilusión!
Rieron los dos.
Ya estaban en la planta superior.
Buck abrió la puerta de la habitación que él solía usar.
Una habitación espaciosa, con chimenea, que el escritor se apresuró a encender, después de dejar el quinqué sobre la mesilla de noche.
Mientras Buck Nolan prendía fuego a los leños, Elizabeth Holmes se despojó de la camiseta y así, totalmente desnuda, se metió en la amplia cama, tapándose hasta el cuello con las mantas.
—Te estoy esperando, Buck —dijo, en tono picarón.
El escritor, acuclillado delante de la chimenea, giró la cabeza y la miró.
—Estaré contigo en un minuto, preciosa.
—A ver si es verdad, que la cama está muy fría.
—Cuando yo me meta en ella, van a salir chispas.
Elizabeth rio alegremente, pero siempre con la precaución de no separar mucho los labios, para no delatar que era una mujer vampiro.
Buck acabó de encender los troncos, se irguió, se quitó la bata, sacó los pies de las zapatillas, y se introdujo inmediatamente en la cama.
Elizabeth se abrazó a él inmediatamente.
Buck casi dio un grito al entrar en contacto con el helado cuerpo de Elizabeth.
—¡Estás como un témpano de hielo! —exclamó, estremeciéndose.
Elizabeth rio y empezó a darle besitos por todo el rostro.
—Hazme entrar en calor, Buck.
—Sí, o de lo contrario voy a congelarme —rezongó el escritor, comenzando a friccionar vigorosamente el gélido cuerpo femenino, a apretarlo, a estrujarlo literalmente, alternando todo esto con suaves y expertas caricias a los puntos más sensibles de la mujer, para despertar su excitación.
Esto último no tuvo la menor duda de que lo había conseguido, pues Elizabeth suspiraba, gemía y se agitaba, pero su cuerpo, inexplicablemente para Buck, seguía frío.
El escritor pensó que tal vez, con el acto sexual, el cuerpo de Elizabeth entrara en calor, y la poseyó sin más demora, iniciando los movimientos copulatorios.
Elizabeth gozó como una loca, y él también gozó, alcanzando al unísono el placer supremo.
Sin embargo, Elizabeth Holmes continuó fría.
Plenamente satisfecha, pero helada.
Buck Nolan ya no sabía qué pensar.
Elizabeth Holmes sí estaba pensando en algo.
En clavarle los agudos colmillos en el cuello.
Lo tenía muy al alcance de ellos, pues el escritor seguía encima de ella, abrazándola muy quieto, relajado, tranquilo.
Elizabeth separó lentamente sus descoloridos labios y descubrió los afilados colmillos, acercándose al cuello de su víctima.
Llegó a rozarle la piel con ellos.
En el último instante, sin embargo, Elizabeth Holmes cambió de idea.
En realidad, aquella noche ya tenía bastante saciada su sed de sangre, pues había absorbido toda la que el vigilante nocturno del cementerio tenía en su cuerpo.
Buck Nolan aplacaría su sed de sangre la siguiente noche.
Y, mientras tanto, a gozar con sus vigorosos masajes, con sus besos, con sus hábiles caricias…
Sí.
Valía la pena esperar un día para chupar su sangre.