CAPITULO II

 

El Volkswagen «Golf GTI», modelo de tres puertas y cinco plazas, motor delantero transversal, capaz de alcanzar los 180 km/h., circulaba por una carretera estrecha y solitaria, con árboles a ambos márgenes

Al volante del vehículo, de color azul oscuro, iba Hans Klein, un tipo de cara simpática, pelo rubio, abundante y rizado y ojos azules.

Hans, que contaba veintisiete años de edad y vestía prendas deportivas, era fotógrafo profesional y poseía un estudio muy completo en Munich

Junto a él viajaba Carla Stecher, una preciosa joven de veintidós años, pelo castaño, largo, suave y brillante, ojos verdes, labios perfectamente dibujados, siempre húmedos e incitantes.

Carla, que poseía un cuerpo esbelto y armonioso, quería ser modelo publicitaria* y con ese fin había ido a ver a Hans Klein aquella mañana.

Hans pensó que Carla Stecher reunía las cualidades necesarias para lograr sus deseos y le propuso llevarla aquella tarde a un bonito lugar que él conocía, para hacerle unas cuantas fotos al aire libre.

Carla aceptó, naturalmente.

Y muy ilusionada, además.

Las cosas, sin embargo, no debían de haber ido demasiado bien, a juzgar por el ceñudo gesto que ahora, ya de noche cerrada y de regreso a Munich, se observaba en su bello rostro

Tampoco Hans Klein parecía muy contento que digamos

Los dos llevaban un buen rato sin hablar.

De pronto, Carla Stecher rompió el silencio, preguntando:

—¿Estás seguro de que esta carretera lleva a Munich, Hans?

—¿Crees Que si no lo estuviera, la hubiera tomado? —repuso el fotógrafo.

—Tú eres capuz de tomar cualquier cosa, con tal de no llegar esta noche a Munich.

—No empecemos otra vez. Carla

—Tú empezaste, no yo.

—¿Qué es lo que empecé yo?

—No me llevaste a aquel solitario y exótico lugar para hacerme fotos, sino para hacerme el amor

—Eso no es verdad.

—Me besaste y me acariciaste los senos.

—Para entonces ya había gastado contigo dos películas enteras.

—Para despistar. En tu mente no ha estado nunca el hacer de mí una de las más cotizadas modelos publicitarias de Alemania, gracias a tus fotos, sino una desgraciada.

—¡Carla!

—Es la verdad.

—Debería darte una bofetada.

—Atrévete y te arranco la mitad del pelo

—Eso, la mitad, porque la otra mitad me la arrancaste ya

—Aquello fue un tironcito de nada, comparado con el que te daría ahora si te atrevieras a abofetearme.

Hans Klein se tocó la cabeza.

—Todavía me escuece el cuero cabelludo — rezongó.

—Si no te hubieras echado sobre mí, aprovechando que me hallaba desnuda y tendida sobre la hierba, no te habría tirado del pelo —gruñó Carla Stecher.

—No me eché sobre, ti, tropecé en una piedra y me caí.

—En el suelo no había ninguna piedra, embustero.

—Pues tropezaría en un arbusto.

—Y caíste sobre mi busto.

—Qué gusto — sonrió levemente Hans, recordando escena.

Carla apretó los dientes.

—A mí no me dio gusto, me dio susto, porque adiviné tus intenciones en cuanto me besaste y deslizaste tus manos hacia mis pechos desnudos.

—Fue algo instintivo, créeme

—Que te voy a creer.

—Carla, soy fotógrafo profesional desde hace cinco años y he tenido ante mi cámara infinidad de mujeres jóvenes y hermosas y te aseguro que no tengo por costumbre arrojarme sobre ellas cuando se quitan la ropa. Estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas y sé controlarme perfectamente. Lo que me ocurrió contigo fue un accidente, te lo juro.

—Una amiga mía sufrió un accidente parecido, y ahora está embarazada de cuatro meses

—Por favor —sacudió la cabeza Hans.

—Está bien, supongamos que admito que no te caíste deliberadamente. ¿Por qué no te levantaste en seguida?—preguntó Caria.

—No lo sé.

—¿Por qué me besaste?

—Tampoco lo sé

—Qué chico tan torpe, no sabe nada—sonrió sarcásticamente la joven

—Debo recordarte que tú no rechazaste mi beso, Carla — masculló el fotógrafo.

—Al principio, no, es cierto; pero cuando tus manos entraron en acción

—Actuaron por instinto, ya te lo dije antes.

—También las mías, hacia tu pelo.

—No era necesario tirar de él con tanta fuerza.

—Tenía que apartarte de mí como fuera.

—Y casi me apartaste calvo.

—Sólo te arranqué un mechoncito, exagerado.

—¿Es que no te han besado y acariciado nunca?

—Solo cuando yo lo he deseado, no por sorpresa.

—Así no llegarás a ningún sitio.

—De momento, me conformo con llegar a Munich.

—Difícil está la cosa — rezongo Hans.

Carla Stecher se envaró.

—¿Por qué dices eso?

—¿No oyes el motor?

—¿Qué le pasa al motor?

—Hace ruido

—Claro, y las vacas hacen leche.

—¿Cómo?

—Que el motor hace ruido porque está en marcha. Todos los motores hacen ruido cuando están funcionando.

—Pero no así de raros.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—Que algo talla y temo que el motor se pare de un momento a otro.

Carla Stecher entrecerró los ojos.

—¿Seguro que no es un truco tuyo, Hans?

El fotógrafo la miró, realmente enfadado

—¿De veras me crees capaz de...?

—De todo

—Vete al diablo, Carla.

La aspirante a modelo publicitaria se calló y esperó a ver qué pasaba.

Pasó lo que Hans Klein temía; que el motor dejó de funcionar y el coche se paró.

—Hasta aquí hemos llegado, Carla — suspiró Hans.

—¿Dónde está el motel? — preguntó ella.

—¿Motel? ¿Qué motel?

—Ese al que piensas llevarme, para ver si logras que me deje seducir por ti.

Hans estuvo a punto de soltar un taco.

—¿Quieres ver cómo te mando aún más lejos que antes? — advirtió, los músculos faciales atirantados.

—Si es a un sitio que huele mal, guárdate mucho porque no consiento que nadie me mande allí.

—No soy tan grosero. Carla —gruñó Hans, tomando una lámpara eléctrica y saliendo del coche.

Carla Stecher también salió.

Vestía una bonita blusa, de manga larga, amplía y ligera y una falda larga, abierta por delante

Hans Klein levantó el capó y enfocó el motor con la lámpara.

—¿Qué le pasa? — preguntó Carla.

—Creo que es el hígado.

—¿El qué...?

—Que no tengo ni idea, mujer. Soy fotógrafo, no mecánico.

—Muy gracioso — masculló Carla—. Bien, ¿y qué vamos a hacer ahora?

—Esperar a que pase algún coche y quiera remolcarnos.

—No hemos visto ninguno desde que tomamos esta carretera.

—Sí, eso es verdad. Prefieren todos la general.

—Menos tú. Y sospecho por qué.

Hans la miró severamente.

—Me estoy hartando. Carla

—Pues toma bicarbonato. Harás mejor la digestión.

—Muy chistosa — gruñó Hans, bajando de golpe el capó.

—Cuidado no te pilles un dedo.

—Otra cosa te gustaría a ti que me pillara, estoy seguro.

—Bueno, confieso que me quedaría más tranquila —sonrió Carla, con un brillo pícaro en la mirada.

—Puedes estar tranquila de todos modos. Ahora que sé la opinión que tienes de mí, no te pondría la mano encima ni por un millón de marcos.

—Te animarías por bastante menos, estoy segura.

—Busca un pozo y tírate de cabeza a él, anda — rezongo Hans, dando la espalda a la muchacha.

Carla miró a su alrededor.

De pronto dio un respingo y exclamó:

—¡Eh, Hans!

—¿Encontraste ya el pozo?

—¡Una luz, eso es lo que encontré!

—¿Dónde?

—¡Allí a lo lejos!

Hans miró hacia donde le indicaba Carla.

—Debe ser una casa — murmuró.

—¿No será el motel, Hans...? —preguntó la joven, mirándolo nuevamente con desconfianza

—Debe ser tu padre, vestido de minero, que acaba de encender la luz de su casco — respondió el fotógrafo, las mandíbulas apretadas.

—¡Eh!, con mi padre no te metas tú

—¡Ni tú conmigo, maldita sea!

Carla Stecher, cosa rara, no replicó esta vez.

Hans Klein, furioso, apagó las luces del Volkswagen y cerró las puertas, echando a andar seguidamente hacia los árboles, iluminando el suelo con la lámpara eléctrica.

—¡Eh, Hans! —Respingó Carla, al verle alejarse— ¿Adónde vas?

—¡A la casa! ¡Puedes venir conmigo o quedarte aquí, haciendo compañía a los grillos! ¡Lo que más te plazca!

Carla no lo dudó.

—¡Espérame… Hans! — rogó, corriendo tras él.

Apenas salir de la carretera, tropezó con algo y se vino abajo cuan larga era

—¡Hans! — gritó.

El fotógrafo se detuvo y la buscó con la luz de la lámpara

—¿Qué haces tendida en el suelo?

—¡Me he caído!

—¿De veras...?

—¡He debido tropezar con una piedra o un arbusto!

—¿Seguro que no te has dejado caer?

—¡No seas idiota, Hans!

—Eso debí responderte yo a ti, cuando me acusaste de haberme echado sobre ti deliberadamente.

Carla se mordió los labios.

En tono mucho más suave, rogó:

—Ayúdame, Hans, por favor. Me duele mucho la rodilla...

—Lo haré, aunque no te lo mereces —rezongó el fotógrafo, regresando sobre sus pasos.

Ayudó a la muchacha a ponerse en pie.

Ella, con gesto de dolor, se abrió la falda.

—Enfócame Hans

El fotógrafo lo hizo.

—No tan arriba, descarado. Es la rodilla lo que me duele, no la ingle

Hans bajo la luz hasta las rodillas de la joven.

Ella elevó un poco la derecha, que era la que había recibido el fuerte golpe.

Hans se la observó.

—No tienes ninguna herida, Caria.

—Pues me duele terriblemente — se quejó la muchacha.

—¿Podrás caminar?

—Seguro que no.

—Entonces, tendré que llevarte en brazos.

—¿Podrás?

—Bueno, no soy Míster Universo, pero tampoco un fideo. Toma, lleva tú la lámpara.

Carla se hizo cargo de la lámpara eléctrica y Hans la tomó en brazos, sin tener que esforzarse demasiado, porque era un joven sano y fuerte.

—Gracias. Hans — dijo la muchacha, quedamente.

—De nada — gruñó el fotógrafo, y echó a andar hacia la luz que se veía a lo lejos

Pocos minutos después, descubrían la casa.

Una casa grande, enorme, muy antigua.

De aspecto un tanto siniestro.

Sí.

Se trataba de «La mansión de los mil y un horrores».