Capítulo XI

ROBERT Sukman detuvo su «Chevrolet» en el lugar indicado por el tipo que minutos antes había hablado con él por teléfono.

Era una carretera de escaso tráfico.

Sukman apagó las luces y salió del coche, quedándose junto a él. Observó a su alrededor, pero no vio a nadie.

Cansinamente, extrajo sus cigarrillos, se llevó uno a la boca y lo encendió. Transcurrieron unos cinco minutos sin que nada ni nadie rompiese el silencio que reinaba en aquel solitario lugar.

De pronto, el fino oído del técnico de la NASA detectó el motor de un coche que se aproximaba.

Por la derecha. Sukman miró hacia allí.

No tardó en aparecer el automóvil. Un «Buick» negro.

Sí, era el coche de los tipos que se habían cargado a Mark Birney.

El «Buick» se detuvo a unos seis metros del morro del «Chevrolet» de Robert Sukman.

—¡Eh, Sukman! —llamó uno de los ocupantes del «Buick», cuya voz identificó el técnico de la NASA como la del tipo que le había llamado un rato antes por teléfono.

—¿Qué? —respondió Sukman, arrojando el resto del cigarrillo al suelo.

—Ponga las manos sobre su cabeza, Sukman obedeció.

Los dos individuos salieron del «Buick».

Esgrimiendo sendas pistolas automáticas, provistas de tubo silenciador.

—¿Viene sin armas, como le advertí? —inquirió el mismo tipo de antes, que era ligeramente más alto que el otro, aunque los dos tenían cara de pistoleros profesionales.

—Sí —respondió Sukman.

—No le importará que lo compruebe, ¿verdad?

—Hágalo, si quiere.

—Tenme esto un momento, Rick —dijo el sujeto, entregando su arma a su compañero.

—Lleva cuidado, Walter —aconsejó el tipo llamado Rick.

—Descuida —sonrió el otro. Walter se acercó a Sukman.

Lo hizo dando un rodeo, para situarse a su espalda.

Se aseguró de que el técnico de la NASA no llevaba arma alguna.

—Ha dicho la verdad, Rick —informó—. Va desarmado.

—Átale las manos a la espalda, Walter —indicó Rick.

—Ya lo oyó, Sukman —dijo Walter.

Robert Sukman bajó las manos y se las puso a la espalda.

Walter extrajo un pedazo de cuerda del bolsillo izquierdo de su chaqueta y ató fuertemente las manos del técnico de la NASA.

Seguidamente, y del bolsillo opuesto, sacó un capuchón negro, con el cual cubrió la cabeza de Sukman.

Tomando a éste del brazo, indicó:

—Camine, Sukman.

El técnico de la NASA movió las piernas.

Walter lo guió hasta el «Buick» y lo obligó a sentarse en el asiento de atrás. El otro tipo, Rick, ya se había sentado al volante.

Walter lo hizo al lado de Sukman.

—Mi «escupidera», Rick —pidió Walter. Se refería a su arma.

Rick se la devolvió.

Walter no guardó la pistola en la funda sobaquera, sino que la sostuvo en la mano, apuntando con ella al técnico de la NASA.

—Vámonos, Rick.

Este puso el coche en movimiento y el «Buick» se alejó rápidamente del lugar. Unos veinte minutos después, el vehículo se detuvo.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó Sukman, a través de la tela del capuchón.

—Sí —respondió Walter, abriendo la portezuela de su lado. Salió del coche y ordenó—: Abajo, Sukman.

El técnico de la NASÁ, con alguna dificultad, por tener las manos atadas a la espalda y los ojos cubiertos, salió del «Buick».

Rick también había salido ya.

Walter cogió del brazo a Sukman y le ordenó que caminara. Sukman obedeció.

Había dado unos seis pasos, cuando Walter advirtió:

—Cuidado ahora, Sukman. Hay dos escalones.

Sukman alargó el pie derecho, lentamente, hasta tocar con la punta del zapato el primero de los peldaños.

Los subió los dos. Eran de madera.

Sukman adivinó que se hallaba sobre el piso de una especie de porche.

—Siga caminando, Sukman —indicó Walter.

El técnico de la NASA supo que lo entraban a una casa.

Había oído abrirse una puerta.

Y poco después oyó cómo se cerraba a sus espaldas.

Casi enseguida, una voz ronca, como de tubo de escape, exclamó:

—¿Quién es ése…? Sí.

Era el elefante de Tom, que acababa de surgir por una puerta.

—Robert Sukman —respondió Walter.

—¿Robert Sukman…? —pestañeó Tom.

—Sí.

—¿Por qué lo habéis traído aquí…?

—Se niega rotundamente a sabotear el proyecto Astroom, si antes no se asegura personalmente de que su novia está bien —explicó Walter.

—¿Dónde está Birney?

—Birney ha muerto. Tom respingó.

—¿Muerto…?

—Sí.

—¿Quién lo mató?

—Yo.

Tom abrió su bocaza, incrédulo.

—¿Tú, Walter…?

—Sí.

—¿Por qué?

Walter se lo explicó.

Tom no hizo ningún comentario, pero se adivinaba por la expresión de su rostro que no aprobaba la drástica medida adoptada por Walter y Rick.

Este preguntó:

—¿Sientes la muerte de Birney, Tom?

—Sí…

—Pues no lo sientas, era un estúpido.

—La primera parte del plan la desarrolló a la perfección… —recordó Tom, refiriéndose a las fotos tomadas por Birney a Joyce Addison, mientras la muchacha se cambiaba en el probador de espejos especiales.

—Era para lo único que servía, para manejar una cámara fotográfica —rezongó Walter.

—Supo escoger a la chica adecúa…

—¡Cierra el pico, imbécil! —rugió Rick, dándole una sonora bofetada. El rostro de Tom se amorató de ira.

El gigante parecía dispuesto a saltar sobre Rick y pulverizarlo en unos segundos. Walter le apuntó con su arma.

—No cometas ninguna tontería, Tom, o me veré obligado a acabar también contigo. El grandullón contuvo sus evidentes deseos de convertir en una piltrafa a Rick.

Sabía que si lo intentaba, Walter apretaría el gatillo sin vacilar y le alojaría un par de onzas de plomo en el pecho.

Con ojos cargados de odio, masculló:

—Adviértele a Rick que no vuelva a ponerme la mano encima, Walter, o no sabré contenerme y…

—Rick hizo bien en pegarte, Tom —le interrumpió Walter—. Estabas a punto de meter la pata.

Tom no replicó.

Reconocía que Walter tenía razón.

Robert Sukman ignoraba que Joyce Addison había sido obligada por Mark Birney a enamorarle, y él casi se lo había revelado.

Si la oportuna bofetada de Rick no le hubiera cortado la frase… Al ver que el gigantón parecía calmarse, Rick dijo:

—Lamento haber tenido que pegarte, Tom. Este esbozó una sonrisa.

—Ya está olvidado, Rick. Rick también sonrió.

—Así me gusta, Tom.

Robert Sukman, que había escuchado con gran interés el diálogo mantenido por los tres personajes, intervino:

—¿Cuándo voy a ver a Joyce?

—Enseguida, Sukman —respondió Walter—. Vamos, camine. El técnico de la NASA se dejó conducir por Walter.

Este le hizo subir por una escalera.

Una vez arriba, Sukman oyó que el tipo hacía girar una llave. Luego, una puerta que se abría.

—Adentro, Sukman —indicó Walter, empujándolo suavemente.

—¡Robert! —oyó exclamar a Joyce Addison.

—¡Joyce! —exclamó a su vez Sukman, sintiendo que el corazón le latía con fuerza. Walter le despojó del capuchón.

Robert Sukman pudo ver entonces a la joven. Estaba de pie, junto a una silla.

Era lo único que había en aquella pequeña habitación, además de las cuatro paredes: una silla.

Joyce estaba muy pálida, tenía los ojos enrojecidos, y mantenía las manos a la espalda. Sukman adivinó que las tenía atadas, como él.

Con voz quebrada por la emoción, el técnico de la NASA le preguntó:

—¿Te encuentras bien, Joyce?

—Sí… —musitó ella.

—¿No te han hecho ningún daño?

—No…

—Gracias a Dios. Walter intervino:

—¿Ve cómo le dije la verdad, Sukman? La chica no tiene ni un rasguño. Sukman no respondió.

Siguió observando con fijeza a Joyce. La joven sollozaba silenciosamente.

Walter hizo ademán de cubrir nuevamente la cabeza del técnico de la NASA, pero éste se apartó, diciendo:

—Un momento, Walter.

—Ya ha comprobado que su novia está bien, ¿no? —gruñó el tipo.

—Quiero hablar un par de minutos con ella. Walter asintió con la cabeza.

—Muy bien, hable.

—A solas —pidió Sukman.

—De eso nada —denegó el individuo.

—¿Qué es lo que teme, Walter? Yo tengo las manos atadas a la espalda, ella también…

—He dicho que no, Sukman. Si quiere decirle algo a su novia, tendrá que hacerlo delante de mí. Y si desea darle algún besito, también. Solos no pienso dejarlos ni un segundo.

—No quiero besarla delante de usted.

—Pues no la bese. Eso es cosa suya. Sukman dio un suspiro de resignación.

—Espero que al menos tenga la delicadeza de desviar un poco la mirada… Walter sonrió.

—Bueno, eso sí. No quiero que se sientan cohibidos por mi presencia.

—Gracias —dijo Sukman, y se acercó a la muchacha.

Cuando estuvo junto a ella, miró significativamente a Walter.

Este, haciendo honor a su palabra, ladeó ligeramente la cabeza y empezó a rascarse la oreja con el extremo del tubo silenciador que permanecía enroscado al cañón de su pistola automática.

Sukman volvió a mirar a la joven.

—Joyce, cariño… —murmuró.

—Robert… —musitó ella.

Sukman la besó suavemente en los labios.

Joyce correspondió a la caricia, al tiempo que pegaba su trémulo cuerpo al de él. Sukman deslizó su boca por la húmeda mejilla de la muchacha, sin dejar de besarla. Mientras recorría con sus labios el rostro de la joven, Sukman, que intencionadamente había quedado casi de frente al tipo que los vigilaba, para que éste no le viera las manos, introdujo los dedos bajo el cinturón y buscó la hoja de afeitar que poco antes de salir de su casa había ocultado allí, contando de antemano con la posibilidad de que los individuos le atasen las manos.

En la parte delantera del cinturón llevaba otra, cerca de la hebilla, a la que hubiera recurrido en el caso de que le hubiesen atado las manos delante, en lugar de a la espalda.

Los dedos del técnico de la NASA encontraron la hoja de afeitar.

Con gran cuidado, la cogió y la aplicó a la cuerda que sujetaba sus manos. Empezó a cortarla, silenciosamente.