CAPITULO XII
Henry Kilmer recogió también su sombrero, perdido igualmente durante la pelea, y se lo encasquetó.
—¿Te gusta mi sombrero nuevo, Carla?
—Desde luego —sonrió ella—. ¿Compraste también los trajes?
—No.
—¿Por qué?
—Los que tenían no me gustaban, pero van a recibir más dentro de un par de días.
—Me parece que lo que no te gusta a ti es ponerte un traje —adivinó Carla Wallin.
Kilmer mostró también su sonrisa.
—Me siento más cómodo con estas ropas, ya te lo dije. Pero, con tal de complacerte, me compraré un par de trajes cuando reciban más. Y ahora, toma los dos mil dólares que me entregó el sheriff Dreyffus —dijo, sacando el dinero y dejándolo sobre la mesa.
—¿Cómo sigue su muela?
—Mucho mejor. Le ha desaparecido casi totalmente la inflamación. Seguramente el doctor podrá arrancársela esta tarde.
—Me alegro.
Kilmer rodeó la mesa y levantó el sillón de Carla, dejándolo en posición normal.
—Bueno, creo que ya está todo en orden. Si no me necesitas para nada, bajaré al saloon.
—De acuerdo.
Kilmer caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, se volvió y dijo:
—Gracias por el beso, Carla.
—No hay de qué —respondió ella, sonriendo.
—Me ha encantado, de verdad.
—También a mí me ha gustado mucho, Henry —confesó Carla.
Kilmer hizo un gesto con la mano y salió del despacho.
Lo abandonó con precaución, por si acaso Lyon Copeman le estaba esperando en el corredor, para dispararle cobardemente. Pero su cautela no era necesaria, porque el ranchero había dejado ya Stafford City.
* * *
El resto del día transcurrió con absoluta normalidad.
Y por la noche, el sheriff Dreyffus era un hombre feliz, porque el doctor Kerr le había extraído ya la dichosa muela y no volvería a sentir dolor por su causa.
El Loro Rojo se hallaba tan concurrido como la noche anterior y Henry Kilmer empezaba a ser conocido por todos los clientes. Se sabía que era el socio de Carla Wallin, que poseía una zurda relampagueante a la hora de tirar del revólver y que manejaba los puños extraordinariamente bien.
Se comentaban sus enfrentamientos con Burt Corday y Teo Askew, los dos peligrosos pistoleros que maltrataran a Molly y Raquel, y con Randolph Hart, el duro capataz de Lyon Copeman.
Y quienes habían visto salir aquella mañana a Lyon Copeman de El Loro Rojo, con el rostro ensangrentado, intuían que el ranchero había medido también sus puños con Henry Kilmer, saliendo claramente derrotado.
Por todo ello, el socio de Carla Wallin era admirado y respetado, lo que ayudaba y no poco a que la paz reinara en el saloon. Nadie osaba excederse con las chicas y mucho menos provocar una pelea, hallándose presente Henry Kilmer.
Molly y Raquel, muy mejoradas de las salvajes dentelladas de Corday y Askew, se habían reintegrado aquella noche a su trabajo. Lo primero que hicieron al bajar al saloon, fue agradecerle a Henry Kilmer el que saliera en su defensa la tarde anterior.
Carla Wallin, que se hallaba junto a Henry Kilmer, esperó a que las dos empleadas se alejaran y entonces dijo:
—Molly y Raquel querrán también pasar un rato contigo, Henry.
—Confío en que no me encuentren —repuso él, poniendo una cara que invitaba a reírse.
—No te imagino huyendo de las mujeres.
—¡Es que aquí hay catorce!
—Quince, incluyéndome a mí.
—Bueno, pero de ti no tengo necesidad de huir, Carla.
—¿Estás seguro? —preguntó ella, con malévola sonrisa.
—No me asustes, que me voy a dormir al hotel —amenazó Kilmer.
Carla empezó a reír.
—¿No te atreves a pasar la noche en mi habitación?
—Pensaba que allí estaría a salvo, pero empiezo a tener mis dudas.
—A dormir al hotel, pues.
—No, me arriesgaré a dormir en tu habitación.
—Como prefieras.
Kilmer se quedó mirándola, porque aquella noche Carla lucía un vestido dorado, brillante, tan sugestivo como el que exhibiera la noche anterior, y estaba sencillamente radiante.
—¿En qué estás pensando, Henry? —preguntó ella.
—En que no he conocido jamás una mujer tan hermosa como tú, Carla.
—Muy galante.
—No, lo digo de verdad. No me extraña que Lyon Copeman esté loco por ti.
Carla Wallin entristeció ligeramente el semblante.
—Me asusta lo que pueda hacer Lyon, Henry.
—Yo no le temo, ya lo sabes.
—Pero él sí te teme a ti, lo demostró al no tirar del revólver cuando se recobró. Creo que es la primera vez que Lyon Copeman evita un duelo. Sin embargo, antes de marcharse te lanzó una amenaza, dejando bien claro que desea tu muerte. Temo que intente acabar contigo a traición, Henry.
Kilmer alargó el brazo y le cogió la mano, oprimiéndosela cálidamente.
—Lo intente como lo intente, seré yo quien acabe con él, puedes estar tranquila. No te quedarás sin socio, Carla.
—Lo lamentaría profundamente, créeme.
—Pues imagínate yo... —repuso Kilmer, haciéndola sonreír de nuevo.
* * *
El Loro Rojo había cerrado ya sus puertas.
Henry Kilmer pensaba que Carla Wallin le iba a poner alguna excusa en el último momento, para no permitirle pasar la noche en su habitación, pero se equivocó.
Ella le dejó entrar y preguntó:
—¿El sillón o la alfombra?
—¿Qué?
—Te pregunto que dónde quieres dormir, en el sillón o echado en la alfombra.
Kilmer carraspeó.
—Si paso toda la noche sentado en el sillón, me levantaré por la mañana con el cuerpo en forma de «cuatro». Prefiero tumbarme sobre la alfombra.
—De acuerdo, allí la tienes —indicó Carla—. Ya te puedes ir quitando la ropa.
—¿La ropa? —respingó Kilmer.
Carla Wallin exhibió una irónica sonrisa.
—¿Tú sueles dormir vestido, Henry?
—Por supuesto que no.
—¿Entonces...?
Kilmer carraspeó de nuevo y procedió a desvestirse, conservando únicamente los calzones. Entretanto, Carla se ocultó tras un biombo y, cuando apareció nuevamente, llevaba puesto un corto y sugestivo camisón amarillo.
Se abrió una boca de par en par en la habitación.
La de Henry Kilmer, naturalmente.
Y es que no podía creer que Carla Wallin se exhibiese así ante él, en camisoncito, mostrando sus maravillosas piernas y permitiendo vislumbrar todo lo demás, que no era menos sensacional.
—¿No te acuestas, Henry? —le preguntó tranquilamente ella.
Kilmer engulló saliva con dificultad.
—¿Acostarme? —preguntó, haciendo un cómico gallo con la voz.
—Sí, en la alfombra —señaló Carla, reprimiendo a duras penas la risa.
—Oh, sí, la alfombra —repitió quedamente él, y caminó hacia allí, sentándose en ella.
Carla se acostó en la cama.
—No me cubro con la sábana porque hace calor —explicó, levantando una rodilla.
—Sí, es verdad —murmuró Kilmer, con los ojos clavados en la escultural pierna.
—Buenas noches, Henry.
—Buenas noches, Carla —respondió él, y se echó sobre la alfombra, sin poder apartar de sus retinas todo lo que acababa de contemplar.
—Que duermas bien.
—Difícil lo veo —rezongó Kilmer.
—¿Cómo dices?
—El suelo está muy duro, Carla.
—Es de madera, Henry, no de mazapán —repuso ella, emitiendo una risita.
Kilmer irguió su desnudo torso.
—Tu cama es muy amplia, Carla.
—Sí, se duerme a gusto en ella.
—¿Por qué no me cedes un lado de la cama?
Carla Wallin pareció vacilar.
—¿Seguro que no intentarás nada conmigo, Henry?
—Para intentar algo estoy yo, después de lo ocurrido la noche pasada... —suspiró Kilmer, poniendo cara de acabar de descargar cincuenta sacos de trigo.
—Está bien, sube —accedió Carla, desplazándose hacia un lado de la cama.
Kilmer ocupó rápidamente el otro lado, dejando un palmo entre su cuerpo y el de ella.
—No sabes cómo te lo agradezco, Carla.
—Anda, duérmete ya —sonrió ella, cerrando los ojos.
Seguía con una rodilla levantada.
Kilmer posó su mirada en la excitante pierna y sintió unos enormes deseos de alargar un poco su mano y acariciarla, pero se reprimió, aunque resultó más difícil que saltar un barranco de cinco metros a caballo.
—Carla... —musitó.
—¿Qué?
—Me temo que no voy a poder dormir.
Ella abrió los ojos y le miró.
—¿También encuentras dura la cama, Henry?
—No, pero te encuentro a ti irresistible.
Carla sonrió burlonamente.
—¿No dijiste que tardarías varios días en sentir deseos de acercarte a una mujer...?
—Eso pensaba yo, pero...
—No estás en condiciones de tomarme en tus brazos, Henry.
—¿Qué te apuestas? —repuso él, haciendo girar su cuerpo y quedando prácticamente sobre ella.
—¡Henry! —exclamó Carla, aunque no le rechazó.
—Te mentí, ¿sabes?
—¿Que me mentiste...?
—Roxana no estuvo en mi habitación. Ni Adela. Ni Alicia.
—Tampoco estuve en el cuarto de Claudia. Y para justificarme con ella, le dije que me había enamorado de ti y que no deseaba estar con ninguna otra mujer.
—¿Y por qué me contaste todas esas mentiras...?
—Para que me permitieras pasar la noche en tu habitación. Porque no fue sólo una excusa lo que le dije a Claudia, es verdad que estoy enamorado de ti, Carla.
Ella se echó a reír.
—¿No me crees? —preguntó Kilmer.
Carla le pasó los brazos por el cuello y confesó:
—Sabía que me habías engañado, Henry.
—¿Qué?
—Si hubiera sido verdad que habías estado con esas cuatro mujeres, sólo le habrías hecho cosquillas a Lyon Copeman con tus puños, no hubieras tenido fuerzas para más. Cuando te vi pelear con él, adiviné que me habías mentido. Y la propia Claudia me lo confirmó más tarde, cuando la interrogué, lo mismo que a Roxana, Adela y Alicia. Por eso te permití pasar la noche en mi habitación. Por eso, y porque yo también me he enamorado de ti.
Kilmer exhaló un hondo suspiro de alivio.
—Qué mal rato me has hecho pasar, Carla. Desde que saliste de detrás del biombo con ese camisoncito...
Ella no y dijo:
—Ahora podemos pasarlo mejor, Henry.
—Seguro que sí —sonrió él, y la besó con ardor, al tiempo que sus manos recorrían expertamente el maravilloso cuerpo de la mujer que amaba.
Y como Carla sentía lo mismo por él, la noche prometía ser sencillamente inolvidable.