CAPÍTULO III

Teddy Ackland se volvió al oír el sonoro estallido de la bofetada.

El tipo grandote se había llevado la mano a la mejilla.

—¡Qué galleta me has dado, rubia!

—¡Por meter la mano donde no debía, sinvergüenza!

—¡Yo sólo quería sacar la aceituna!

—¿Aceituna…? —Respingó Paul Tilvern—. ¿Qué aceituna?

—¡La del martini! ¡Le cayó en el escote y desapareció entre sus senos!

—¿Es eso verdad, señorita Pennell…?

—¡No! —rugió Selina.

—¡Le vi caer con mis propios ojos, rubia! —insistió el tipo.

—¡Pues le aconsejo que vaya al oculista, porque está peor de la vista que mi abuela!

—¡Te demostraré que es cierto! —Ladró el grandullón, e intentó meter de nuevo la mano en el escote de la blusa.

Esta vez, sin embargo, utilizó la izquierda.

Selina también.

Y le arreó igual de fuerte que con la derecha.

La otra muela del juicio del grandullón peligró.

El tipo se agarró ese lado de la cara y relinchó:

—¡Me has vuelto a sacudir, rubia!

—¡De mí no se aprovecha nadie, amigo! ¡Y eso es lo que usted quiere, aprovecharse con la excusa de que la aceituna del martini me cayó entre los senos!

—¡No es verdad!

—¡Eche a este individuo a la calle, Paul!

El encargado, para no aumentar la furia de la sobrina de Milton Farmer, dijo:

—Le ruego que abandone el restaurante, señor.

El tipo lo agarró de la camisa.

—¿Se atreve a echarme, mamarracho…?

—Ha metido su mano en el escote de la blusa de la señorita Pennell, y eso…

—¡Buscaba la aceituna! —rugió, y le atizó con el puño derecho.

Paul Tilvern salió despedido, tropezó en una silla, y acabó en el suelo, debajo de una mesa.

El grandullón miró a Selina.

—¡Ahora te toca a ti, rubia!

La muchacha dio un salto hacia atrás.

—¡No se atreva a tocarme con sus puercas manos!

—¿Que no…? ¡Me voy a cobrar con creces los dos bofetones que me has dado! ¡Y encontraré la aceituna, aunque tenga que dejarte en cueros!

—¡Atrás, gorila! —gritó Selina, retrocediendo más.

—¡Déjela, amigo! —ordenó Teddy Ackland, que ya corría en defensa de la joven.

El tipo se volvió hacia él, con cara de querer comérselo crudo.

—¿Quieres que te sacuda también a ti, mequetrefe? —Ladró.

—¡Lo que quiero es que deje en paz a la señorita Pennell!

—¡Si das un paso más, te fracturo la mandíbula!

—¡Ya será menos, amigo!

—¡Toma! Teddy se agachó con rapidez al ver que el individuo soltaba el puño y burló limpiamente el golpe, respondiendo con un zurdazo al rostro del tipo.

El grandullón estuvo a punto de caer.

—¡Me has pegado, maldito!

—¿Qué creías, que no me iba a defender?

—¡Te voy a hacer pedazos! —bramó el tipo, y se arrojó sobre él.

Selina pensó que sí, que el grandullón iba a destrozar al camarero.

Y por haber salido en defensa de ella.

Había sido despedido por haberle arrojado el martini al pecho, de forma involuntaria, y no dudaba en arriesgar su físico por evitar que el tipo la maltratara.

Selina, después de esta reflexión, volvió a mirar con buenos ojos a Teddy Ackland y exclamó:

—¡Tenga cuidado, Teddy! ¡No deje que ese energúmeno le destroce a golpes!

—¡No tema, señorita Pennell! ¡Sé defenderme! —aseguró el joven.

Y demostró que era cierto.

El tipo abofeteado por Selina era más alto y más corpulento, pero Teddy era más ágil y más hábil con los puños, por lo que todos los golpes los daba él.

Los golpes efectivos, se entiende.

Los fallidos, los daba el grandullón.

Teddy, después de incrustarle la zurda en el hígado, le estrelló el puño derecho en el pómulo y lo envió al suelo.

—¡Bravo! —exclamó Selina, aplaudiendo.

Teddy la miró un instante y le sonrió.

Paul Tilvern se había incorporado, ayudado por el otro camarero, que no se había atrevido a intervenir en la pelea, impresionado por la corpulencia del tipo que se había empeñado en extraer la aceituna del martini de entre los senos de la sobrina de Milton Farmer.

El encargado se alegraba de que Teddy hubiera salido en defensa de Selina Pennell, pero, como no olvidaba que momentos antes le había arrojado el martini al pecho, poniéndole la blusa perdida, no se atrevía a animar al joven.

El tipo grandote se estaba levantando ya, colérico por los golpes recibidos y por la caída.

—¡Me las vas a pagar, niñato! Teddy le apuntó con el dedo.

—Será mejor que se largue, amigo.

—¡Cuando te haya sacado las tripas por la boca!

—¡Qué bestia! —exclamó Selina.

El tipo trotaba ya hacia el camarero.

Teddy volvió a defenderse con eficacia, aunque esta vez no pudo evitar que el grandullón le cazara con su puño izquierdo y lo mandara al suelo.

El joven fue a caer justamente a los pies de Selina.

—¡Teddy! —exclamó la muchacha, mirándole con pena.

El camarero le sonrió desde el suelo.

—No tema, señorita Pennell. Sólo ha sido un puñetazo.

—¡No ha sido un puñetazo! ¡Ha sido un coz!

—El tipo es una mula, tiene usted razón.

—¡Cuidado, ahí viene…! Chilló Selina.

Era cierto.

El grandullón venía hacia Teddy.

El joven intentó ponerse en pie, pero el tipo lo agarró, lo levantó sin demasiado esfuerzo por encima de su cabeza, y lo arrojó sobre una mesa.

Las patas de la mesa se quebraron y Teddy rodó por el suelo.

—¡Animal! ¡Cafre! ¡Salvaje! —gritó Selina.

—¡Voy por la aceituna, rubia! —dijo el tipo, dando un paso hacia ella.

Selina atrapó su bolso por la correa, porque pensaba utilizarlo como arma, e hizo frente con valentía al grandullón.

—¡Atrás, orangután de feria! —dijo, y la emprendió a bolsazos con él.

El tipo aulló cuando el bolso se estrelló en sus narices.

—¡Gata salvaje! —rugió, y saltó sobre la muchacha, atrapándola con sus musculosos brazos.

—¡Suélteme, simio! —gritó Selina, debatiéndose inútilmente, porque el individuo la tenía bien cogida.

—¡Cuando recupere la aceituna! —rió el tipo, y le introdujo la mano en el escote.

Selina chilló y pataleó cuando sintió la manaza del grandullón entre sus senos.

—¡Socorro…! ¡Líbrenme de este rinoceronte…!

Teddy Ackland, que ya estaba de nuevo en pie, corrió hacia ella.

—¡Voy en su ayuda, señorita Pennell!

—¿Otra vez, botarate…? —Ladró el tipo grandote.

—¡Suéltela, cerdo!

El individuo dejó a Selina para poder hacer frente al camarero.

Intentó agarrarle de nuevo, pero Teddy esquivó las garras del tipo y le golpeó con ambos puños, duramente, haciendo que se tambaleara.

El joven no le dio tregua.

Lo que le dio, fue un puñetazo en el hígado.

El tipo se dobló, dando un rugido de dolor.

Teddy le descargó el puño en la cabeza y el individuo aún se dobló más.

Estaba a punto de desplomarse, por lo que el camarero entrelazó sus manos y las descargó con fuerza sobre la nuca del tipo.

Fue un golpe tremendo.

Un auténtico hachazo.

El grandullón se desplomó y quedó tendido en el suelo, de bruces, absolutamente inmóvil.

Había perdido el conocimiento.

* * *

Teddy Ackland, jadeante todavía, miró a Selina Pennell.

No dijo nada.

Esperaba que fuese ella la que hablase.

Selina se le acercó, sonriente.

—¡Ha podido usted con él, Teddy!

—No ha sido fácil, señorita Pennell.

—¡Desde luego que no! ¡El tipo es un caballo!

—Ya no la molestara.

—Le estoy muy agradecida, Teddy.

El joven sonrió levemente.

—Ha sido un placer ayudarla, señorita Pennell —dijo, y echó a andar.

—¡Teddy! —le llamó Selina.

Ackland se volvió.

—¿Sí, señorita Pennell…?

—¿Adónde va?

—A casa. Estoy despedido.