Capítulo II
EL empleado que solía atender el mostrador se hallaba tan sorprendido como las chicas del saloon. Y, al igual que ellas, pensaba que el doctor Emerson había cometido una locura colocándose un revólver al cinto y presentándose en El Oso Borracho, sabiendo que Ramsey y su banda se encontraban allí.
Y si insólito era ver armado al médico, no lo era menos el verle allí, con los codos apoyados en el mostrador, pidiendo una copa, como si se tratara de un cliente más.
Todos sabían que el doctor Emerson no bebía whisky, lo cual era muy lógico, teniendo en cuenta su profesión. Un médico debía tener siempre la mente clara y el pulso firme, por lo que no podía empinar el codo ni poco ni mucho.
Por todo ello, el empleado no acertó a reaccionar.
—¿Es que no me has oído, Candy…? —preguntó Ronald— ¡Te he pedido una copa!
—¿De whisky?
—Claro. ¿De qué iba a ser? —preguntó Ronald.
El empleado tosió nerviosamente.
—Se la sirvo enseguida, doctor Emerson.
—Vale.
Lyon Ramsey y sus hombres se habían llevado una buena sorpresa al oír que Candy llamaba «doctor» al cliente, porque era lo que menos se esperaban.
El jefe de la banda emitió un carraspeo para hacerse notar y dijo:
—Eh, amigo.
Ronald ladeó la cabeza y lo miró.
—¿Es a mí?
—¿De verdad es usted médico?
—Sí.
—Jamás lo hubiera imaginado.
—¿No?
—Los médicos no suelen llevar revólver. Y usted lleva uno muy hermoso, doctor Emerson.
—Me lo regaló un amigo.
—¿No hubiera sido más lógico que le regalara un maletín de médico?
—Es que ya tenía uno,
—Bueno, pues alguna otra cosa relacionada con su profesión. La verdad es que un revólver a un médico le sienta como un sombrero de vaquero a un fraile.
Las palabras de Ramsey hicieron reír a sus hombres.
Ronald sonrió, replicando:
—Puede que el revólver no me siente muy bien, pero es bonito y me gusta llevarlo.
—Como adorno, ¿no? —comentó Quax.
—Bueno, a veces resulta útil —repuso Ronald.
—¿Es usted rápido desenfundando, doctor? —preguntó Clift, con ironía.
—Hombre, no soy una centella, desde luego. Lo mío es el estetoscopio, no el Colt, pero practico en los ratos libres para ver si mejoro.
—¡Apuesto a que se le ha caído el revólver más de una vez al suelo al intentar sacarlo con rapidez! —exclamó Akens.
—Oh, sí, varias —respondió Ronald—. Pero prefiero que se me caiga el revólver a que se me caiga el bisturí cuando estoy operando. Sería mucho peor, ¿no creen?
Ramsey y sus hombres volvieron a reír.
Bridges preguntó:
—¿Y qué tal anda de puntería, doctor Emerson?
—No es muy buena, debo reconocerlo. Si fallara tanto con el martillito de comprobar los reflejos, no se los encontraría a ninguno de mis pacientes.
Las carcajadas de los forajidos resonaron nuevamente en el local.
De haber sido otras las circunstancias, Candy y las chicas del saloon hubieran reído también las jocosas respuestas del médico, pero como seguían pensando que la vida de éste corría un grave peligro, ni siquiera sonrieron.
Candy le había servido ya la copa.
Ronald se percató de ello y se desentendió momentáneamente de los pistoleros. Cogió la copa, se la acercó a los labios, y la dejó por la mitad de un solo trago, depositándola de nuevo sobre el mostrador.
La había tomado con su mano izquierda porque quería tener la derecha libre en todo momento, pero los forajidos no cayeron en el detalle al no considerar en absoluto peligroso al médico.
Ramsey sugirió:
—Le gusta el whisky, ¿eh, doctor?
—Si es bueno, sí. Y éste lo es, no hay duda —respondió Ronald.
—La siguiente copa corre de mi cuenta.
—Gracias, pero con una tengo suficiente.
—¿Tiene miedo de emborracharse?
—No, pero soy médico y no debo abusar del alcohol, compréndalo.
El jefe de la banda no replicó, pero cuando Ronald apuró su copa de un segundo trago, ordenó:
—Llénala de nuevo, Candy.
El empleado tomó la botella con mano nerviosa y escanció nuevamente licor, susurrando:
—Le aconsejo que no les lleve la contraria, doctor.
Ronald no contestó.
Ramsey se dejó oír de nuevo:
—Vamos, doctor Emerson, beba a mi salud.
—No, lo siento. Ya dije que con una copa tengo suficiente.
—¿Desprecia mi invitación?
—Oh, no, no es ningún desprecio.
El gesto de Ramsey se tomó amenazante.
—Le ordeno que beba, doctor.
—Disculpe, pero usted no es nadie para darme órdenes a mí.
Ramsey brincó de la silla con furiosa expresión.
—¿Que no soy nadie…?
—No —repuso Ronald, muy sereno.
—¡Soy Lyon Ramsey!
—¿Y qué?
—¿Es que mi nombre no le dice nada…?
—¿Qué tendría que decirme?
—¡Soy uno de los hombres más peligrosos de Kansas!
—Yo no me sentiría orgulloso de eso.
La furia de Ramsey aumentó.
—¡Se va a beber usted esa copa, doctor Emerson! Y después se tomará otras cuatro, cada una de ellas a la salud de uno de mis hombres.
Ronald se tironeó la oreja izquierda.
—Cinco copas más en total, ¿eh?
—¡Eso es!
—¿No le parecen demasiadas, Ramsey…?
—¡Le va la vida en ello, doctor!
—Ah, ¿si…?
—¡Yo personalmente le incrustaré una bala entre los ojos si no obedece!
—Vaya puntería.
—¿Qué decide, doctor? —apremió Ramsey, con las manos muy cerca de sus revólveres,
—Acepto el desafío —respondió Ronald, y tiró velozmente del Colt.
Lyon Ramsey extrajo también sus revólveres con celeridad, pero no logró anticiparse a su rival, porque éste le había sorprendido con su rapidez y el pistolero reaccionó tarde.
Ronald le dio al gatillo solamente una vez, pero fue suficiente, ya que el proyectil se clavó en la frente del forajido, causándole una muerte instantánea.
Ramsey se desplomó ante la sorpresa de sus hombres, que no lograban explicarse cómo el médico de Hooker City había sido capaz de disparar primero y además alojarle la bala en los sesos.
Quax y Clift fueron los primeros en reaccionar, sacando sus armas velozmente, pero Ronald Emerson, que había vuelto su Colt hacia los hombres de Ramsey, gatilleó dos veces más con la rapidez y precisión de un consumado pistolero.
Los forajidos recibieron sendos balazos entre ceja y ceja y se fueron también al otro mundo sin decir ni pío, porque es difícil piar con los sesos destrozados.
Akens y Bridges se dieron mucha prisa en extraer sus revólveres, pero de poco les sirvió, porque Ronald puso en marcha otros dos proyectiles.
Y el médico siguió tirando a matar.
Tenía que hacerlo así, y no sólo porque los tipos se lo merecían, sino porque sólo disponía de seis balas y debía aprovecharlas bien.
Todavía le sobró una.
Sí, porque Akens y Bridges recibieron también los impactos en la frente y murieron en el acto, derrumbándose como muñecos.
Ronald mantuvo el Colt en la diestra unos segundos más, dejando que el humo acabara de salir por el cañón. Después, lo hizo girar con extraordinaria habilidad y lo devolvió a la pistolera, asombrando todavía más a Candy y a las chicas del saloon, que lo miraban con la boca abierta.
No podían creer lo que habían presenciado.
Sin embargo, allí estaban los cadáveres de Ramsey y sus hombres para demostrar que no lo habían soñado.
El doctor Emerson íes había hecho frente con valentía y los había liquidado a todos.
Cinco peligrosos forajidos abatidos por un solo hombre.
¡Por un solo revólver!
¡El del médico de Hooker City!
¡Y qué revólver…!
Cinco disparos, cinco seseras destrozadas.
Era increíble.
Lo nunca visto en Hooker City.
Ronald se volvió hacia el barman.
—¿Qué te debo, Candy?
El empleado sonrió.
—Invita la casa, Doctor Colt —respondió, creyendo que este nombre lo inventaba él, pero hacía ya mucho tiempo que Ronald Emerson había sido bautizado así.