6.

ESTA mañana cuando me estaba afeitando pensé en un amigo mío que vive en Madrid y al que hace quince años que no veo. Observando mi cara en el espejo, me pregunté si, después de tanto tiempo, nos reconoceríamos de inmediato en caso de encontrarnos por casualidad en la calle. Me imaginé que nos encontrábamos en Madrid y empecé a elucubrar sobre lo que él sentiría. Es un amigo al que aprecio de verdad, pero sólo tengo noticias suyas una o dos veces al año y no ocupa un lugar constante en mis pensamientos. Después de afeitarme, bajé al buzón y encontré una carta suya de diez páginas.

Este tipo de «coincidencias» no son infrecuentes y a todo el mundo le suceden de cuando en cuando. Nos dan una idea de cuán aproximativa y arbitraria es nuestra manera de leer el tiempo. Los calendarios y los relojes son nuestros inventos imperfectos. Nuestras mentes están construidas de tal forma que por lo general se nos suele escapar la verdadera naturaleza del tiempo. Sin embargo, sabemos que es algo misterioso. Como los de un objeto desconocido en la oscuridad, percibimos al tacto algunos de sus contornos. Pero no lo hemos identificado.

La forma en que mi imaginación me obliga a escribir esta historia viene determinada por lo que me sugiere sobre ciertos aspectos del tiempo que he tocado, pero nunca identificado. Escribo este libro en la misma oscuridad.

La situación de las mujeres

Hasta entonces, la presencia social de una mujer había sido diferente de la del hombre. La presencia del hombre dependía de la promesa de poder que encarnaba. Si la promesa era grande y creíble, su presencia era arrolladora. Si era pequeña o increíble, se decía que apenas tenía presencia. Había hombres, incluso muchos hombres, que carecían totalmente de presencia. El poder prometido podía ser moral, físico, temperamental, económico, social, sexual: pero su objeto era siempre exterior a él. La presencia de un hombre sugería lo que era capaz de hacer en tu favor o en tu contra.

Por el contrario, la presencia de la mujer expresaba su propia actitud con ella misma y definía lo que se le podía o no se le podía hacer. Ninguna mujer carecía totalmente de presencia. Su presencia se manifestaba en los gestos, la voz, las opiniones, las expresiones, las ropas, el ambiente que la rodeaba: en realidad, no había nada que hiciera que no contribuyera a su presencia.

Nacer mujer significaba nacer en un espacio asignado y limitado, que controlaba el hombre. La presencia de la mujer era una destilación de su ingenio para vivir bajo ese control en una constreñida celda. Amueblaba la celda, como si dijéramos, con su presencia, no esencialmente para hacérsela más agradable, sino con la esperanza de convencer a otros de que entraran.

La presencia de la mujer era el resultado de la división en dos de su persona y de la interiorización de su energía. Una mujer siempre estaba acompañada —salvo cuando estaba sola— por su imagen de sí misma. Cuando cruzaba una habitación o lloraba junto al lecho de muerte de su padre no podía evitar imaginarse a sí misma andando o llorando. Desde la primera infancia se le había enseñado a vigilarse continuamente, y lo hacía convencida. Y de esta forma llegó a considerar que la parte vigilante y la parte vigilada dentro de ella eran los dos elementos constitutivos, aunque siempre diferentes, de su identidad como mujer.

Una mujer tenía que examinar todo lo que era y todo lo que hacía porque la forma en que aparecía ante los otros, y esencialmente la forma en que aparecía ante el hombre, tenía una importancia crucial para su realización personal. Su sentido de ser en sí misma había sido sustituido por el de ser apreciada por el otro o los otros como ella misma. Sólo cuando pasaba a ser el contenido de la experiencia de otro parecían adquirir para ella pleno sentido su propia vida y su propia experiencia. Para vivir tenía que instalarse en la vida de otro.

Los hombres examinaban a las mujeres antes de tratarlas. Por consiguiente, la forma en que una mujer aparecía ante un hombre determinaba la forma en que sería tratada. A fin de hacerse con algún control en este proceso, las mujeres tenían que contenerlo, y de ahí que lo interiorizaran. La parte vigilante de la mujer trataba a la parte vigilada de tal manera que sirviera de ejemplo para los otros de cómo debía ser tratado su ser completo. Y este tratamiento ejemplar de sí misma constituía su presencia. Todos sus actos, fuera cual fuera su objetivo directo, eran al mismo tiempo una indicación de cómo había de ser tratada.

Si una mujer tiraba un vaso al suelo, era un ejemplo de cómo trataba su propia cólera y, por consiguiente, de cómo deseaba que ésta fuera tratada por los otros. Si un hombre hiciera lo mismo, su acto habría sido sólo la expresión de su cólera. Si una mujer hacía buen pan, era un ejemplo de cómo trataba a la cocinera que había en ella y, por ende, de cómo debía ser tratada por los otros esa cocinera. Sólo un hombre podía hacer buen pan por el placer de hacerlo.

Este mundo subjetivo de la mujer, este reino de su presencia, garantizaba que ninguna acción realizada en él podía ser totalmente íntegra; en todas ellas había una ambigüedad que correspondía a la ambigüedad existente en el ser, dividido entre vigilante y vigilado. La llamada duplicidad de la mujer era el resultado del monolítico dominio del hombre.

La presencia de la mujer ofrecía un ejemplo a los otros de cómo le gustaría ser tratada: de cómo deseaba que los otros la siguieran y la trataran de la manera en que ella se trataba a sí misma. Nunca podía dejar de ofrecer este ejemplo, pues ésa era la función de su presencia. No obstante, cuando la convención social o la lógica de los acontecimientos exigía que se comportara de una forma que contradecía el ejemplo que deseaba dar, se decía que era coqueta. La convención social recalca que debe aparentar que rechaza lo que un hombre acaba de decirle. Se vuelve aparentemente airada, pero al mismo tiempo juguetea con el collar, dejándolo caer una y otra vez sobre el pecho con tanta ternura como la de su mirada.

Cuando está sola y segura de estar sola en su cuarto, puede que la mujer saque la lengua ante el espejo. Esto la hace reír y, en ciertos casos, llorar.

Era de la presencia de la mujer de lo que se enamoraban los hombres. La parte sumisa del hombre quedaba hipnotizada por la atención que la mujer se dedicaba a sí misma y soñaba con que le prestara a él esa misma atención. Imaginaba que su propio cuerpo pasaba a sustituir al de ella, en el reino de ella. Éste era un tema constante en los poemas románticos de amor no correspondido. La parte dominadora del hombre soñaba con poseer, no su cuerpo —a eso le llamaba lujuria—, sino el cambiante misterio de su presencia.

La presencia de una mujer enamorada podía ser muy elocuente. Su forma de mirar o de correr o de hablar o de volverse para recibir a su amante podía contener la cualidad quintaesencial de la poesía. Y era obvio no sólo para el hombre amado, sino para cualquier espectador desinteresado. ¿Por qué? Porque la parte vigilante y la vigilada dentro de ella misma se unían momentáneamente, y esta rara unidad producía en ella una absoluta franqueza. La parte vigilante había dejado de vigilar. Su actitud para con ella misma se volvía tan espontánea como espontánea esperaba que fuera la de su amante con ella. Su ejemplo era por fin el de renunciar a todo ejemplo. Sólo en esos momentos podía una mujer sentirse completa.

El estado de enamoramiento era por lo general breve, salvo en aquellos desgraciados casos de amor no correspondido. Mucho más breve de lo que la insistencia del Romanticismo en dicho estado nos pudiera hacer creer. Puede que la pasión sexual haya variado muy poco a lo largo de la historia documentada. Pero lo que uno se cuenta a sí mismo con respecto a su propio enamoramiento está siempre inspirado y modificado por la cultura específica y las relaciones sociales de la época.

Para la clase media europea del siglo XIX, el estado de enamoramiento se caracterizaba por una sensación de incertidumbre excesiva en un mundo que por lo demás era del todo predecible. Era un estado al margen de la promesa de progreso. Su incertidumbre característica era el resultado de considerar al ser amado como si fuera un ser libre. No se podía dar por supuesto nada que expresara los deseos del ser amado. Ninguna decisión garantizaba la siguiente. Todos los gestos tenían que ser leídos con un significado nuevo en cada ocasión. Toda alianza era susceptible de cambio hasta que no hubiera tenido lugar. La duda producía su propia forma de estímulo erótico: el amante se convertía en el objeto de la elección plenamente libre del amado. O así parecía a la pareja enamorada. En realidad, ese otorgar al otro una libertad tal, ese suponer que el otro era tan libre, formaba parte del proceso general de idealización de la persona amada y de su conversión en algo único.

Cada uno de los amantes creía que era el objeto complaciente de la libertad sin límites del otro y, al mismo tiempo, que su propia libertad, hasta entonces tan restringida, quedaba por fin garantizada en los términos de la adoración del otro. De este modo, los dos se convencían de que casarse era liberarse. Pero en cuanto se convencía de esto (lo que podría suceder mucho antes de prometerse formalmente), la mujer dejaba de ser espontánea, dejaba de ser una persona completa. Entonces tenía que vigilarse como la futura prometida, la futura esposa, la futura madre de los hijos de X.

Para una mujer, el estado de enamoramiento era un interregno alucinatorio entre dos amos: el esposo que ocupaba el lugar del padre, o, tal vez, más tarde, un amante que ocupaba el lugar del esposo.

La parte vigilante no tardaba en identificarse con el nuevo amo. Empezaba a vigilarse a sí misma como si fuera él. ¿Qué diría Maurice, se preguntaba, si su esposa (es decir, yo) hiciera tal cosa? Mírame, le dirá al espejo, mira cómo es la mujer de Maurice. La parte vigilante se convertía en agente del nuevo amo. (Una relación que encerraba a veces el mismo tipo de engaño o argucia que se suele encontrar entre propietario y agente.)

La parte vigilada se convertía en la criatura del propietario y del agente, y a ambos debía enorgullecer. Ella, la vigilada, se convertía en su marioneta social y en su objeto sexual. La parte vigilante hacía que la marioneta hablara durante la cena como una buena esposa. Y cuando le parecía conveniente, metía a la vigilada en la cama para el disfrute del propietario. Uno pensaría que cuando una mujer concebía y daba a luz, la parte vigilante y la vigilada se unían temporalmente. Tal vez, esto sucedía a veces. Pero el nacimiento estuvo siempre tan acompañado de superstición y de horror que la mayoría de las mujeres se sometían a él, gritando, confusas o inconscientes, como si fuera un castigo por su duplicidad intrínseca. Cuando acaba el sufrimiento y tomaban al niño en sus brazos descubrían que entonces eran también las agentes de la amorosa madre del hijo de sus maridos.

Espero que la explicación ofrecida en estas páginas sirva para aclarar de algún modo la historia que voy a contar y sobre todo la insistencia de G. en que Camille era una «solitaria» (es decir, que no estaba vigilada por su propio agente).

Karl Marx ha sido relegado al desván

Giolitti, en 1911

Ésta es la primera vez que G. vuelve a Italia desde la muerte de su padre, en 1908. Ciertos abogados de Livorno se encargaron de solucionar los problemas relativos a su herencia; posee tres fábricas, dos buques de carga y quince casas junto al centro de la ciudad.

La neblina de la tarde sobre el lago Mayor hace que todo parezca el decorado de una escena teatral. Las islas parecen pintadas. En la colina que se alza detrás de Stresa se encuentran las grandes villas de los ricos. La mayoría de ellas fueron construidas en el siglo XIX. Los marcos de puertas y ventanas están pintados con guirnaldas de hojas de vid, naranjas y pájaros. En una de las villas más grandes, que cuenta con una imitación de una torre vigía renacentista, han sido invitados a cenar Weymann y G.

¿Por qué se estrelló?

Aunque había cientos de testigos, los informes sobre lo que sucedió en realidad varían considerablemente, al igual que las explicaciones. En la mesa se lanzan varias teorías.

Chávez había mantenido el dominio de la máquina y estaba a punto de realizar un aterrizaje perfecto. Pero, desgraciadamente, a consecuencia del rigor del vuelo y de las sacudidas del viento, una de las alas se plegó segundos antes de que las ruedas tocaran tierra. Esto provocó inmediatamente que el morro del aeroplano se desequilibrara, hincando el motor en la tierra.

Esta teoría la propone y defiende con gran autoridad Monsieur Hennequin, a quien todos escuchan con respeto, pues como ingeniero que es de la Peugeot era en cierto modo el representante de la firma en la competición. Tiene la costumbre de detenerse a mitad de una frase para meterse un bocado en la boca y mantener así la atención de quienes lo escuchan. Mueve, envarado, sus grandes manos, como si fueran puertas de madera que se abrieran y se cerraran para dejar salir a sus palabras e impedir la entrada de otras en la casa de su argumento.

No habría sido un aterrizaje perfecto. Chávez calculó mal la velocidad. Estaba intentando aterrizar a noventa kilómetros por hora, en lugar de a sesenta. Lo que causó el accidente, sin embargo, no fue un ala, sino las dos, que se plegaron ambas como las de una mariposa cuando se posa.

Ésta es la opinión del anfitrión italiano, un directivo de la fábrica de neumáticos Pirelli de Milán, que ha hecho grandes donaciones al aeroclub y cree, al igual que lord Northcliffe, que la aviación tiene un gran futuro militar y comercial. Por lo general, modula su voz de tal forma que expresa la bondad de la razón. La situación de su villa, sus frescos, la idea de cenar a la luz de linternas chinas en la plataforma abierta de la torre vigía de imitación, los flamencos vivos abajo, en el jardín, la nueva fábrica abierta, todo ello demuestra, piensa él, que su opinión no puede ser más razonable. Cree que hay que fomentar el sindicalismo y ofrecer incentivos a los obreros. Cuántas veces habrá citado las palabras del gran primer ministro Giolitti a otros colegas suyos menos afortunados y más beligerantes:

«El movimiento ascendente de las clases populares se acelera de día en día, y es un movimiento invencible, porque es común a todos los países civilizados y está basado en el principio de la igualdad de todos los hombres. Que nadie se engañe a sí mismo pensando que puede impedir que las clases populares conquisten su participación en la vida política y económica. Depende principalmente de nosotros, de la actitud que adopten los partidos constitucionales en sus relaciones con las clases populares, el que la emergencia de éstas constituya una nueva fuerza conservadora, un nuevo elemento de grandeza y prosperidad o, por el contrario, sea un remolino que arrastre a la ruina a las fortunas de nuestra nación».

Sólo en última instancia pensaría el anfitrión en términos parecidos a los de su tío: ¡La Caballería! ¡Sin más demora! ¡La ley marcial y la Caballería! Y aún así, tampoco gritaría tales palabras en un hotel de Milán; cogería tranquilamente el teléfono.

Su mujer pregunta si no habría sido más seguro aterrizar en el lago.

A consecuencia del frío sufrido durante la travesía, el piloto tenía las manos tan heladas y entumecidas que ya no podía manejar los mandos.

Ésta es la sugerencia de la condesa R., que es una gran mecenas de la Ópera de Milán.

La condesa alza la mano con sus flexibles dedos apuntando juntos hacia un mismo punto. Es el gesto típico de una bailarina para imitar una flor a punto de abrirse; también es el gesto de un niño intentando sacar algo de un tarro. De pronto, al pronunciar la palabra «heladas», separa los dedos y los deja así estirados, rígidos, mientras con la otra mano roza leve, tentativamente, ésta, la supuestamente congelada, para indicar cuán gélida debía de estar su superficie.

¡Qué inteligencia!, susurra un hombre a la joven dama sentada a su lado, ¡qué inteligencia bajo los grises cabellos! Para Navidad, contesta la joven, se habrá recuperado de la pérdida de Gino y sus cabellos volverán a ser tan negros como hace cinco años.

¿Por qué no le pregunta nadie a Monsieur Chávez? La que habla es una mujer de unos treinta años. Su voz es ligeramente ronca, como si se la hubiera dañado irreparablemente en algún ataque de risa demoníaca. ¿No se manejan con los pies la mayor parte de los mandos?

¿Cómo se llama?

Madame Hennequin. ¿No te han presentado?

Quiero decir ella.

No sé su apellido de soltera.

Su prénom.

¡Ah! Lo siento. Camille.

Geo no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar la garganta de Gondo.

¡Pobre Geo!

La anfitriona, que lleva una pulsera de oro cuya forma imita la de una etrusca antigua, extiende el brazo invitando a Weymann a hablar. Monsieur Weymann (Weymann es amigo de Maurice Hennequin, de ahí la invitación), usted que es piloto y nuestro invitado de honor, díganos su opinión.

Weymann sonríe, pero responde escuetamente en inglés: No te puedes fiar de una avión de ésos. ¿Sabe de qué son las alas? De algodón y madera.

Chávez sufrió una especie de euforia. Creía que había realizado una hazaña y que había dejado atrás lo peor; perdió la prudencia en el último momento.

Ésta es la teoría de Harry Schuwey, un industrial belga.

Una mujer que acababa de sonreír a Camille Hennequin, con quien parecía bromear, dice: No me parece muy convincente, Harry. Su manera de dirigirse a él indica que puede ser su amante.

¿Y ésta?

Mathilde. Mathilde Le Diraison.

Mi querida Mathilde, contesta el belga, eso es porque no tienes ninguna imaginación. Un joven de veinticuatro años que acaba de sobrevolar los Alpes por primera vez en la historia cree que es inmortal, le parece que el mundo yace a sus pies (el belga suelta una risita), créeme, los momentos de éxito son los más peligrosos.

Pero es inmortal, dice Madame Hennequin, los niños aprenderán su nombre en la escuela.

Si no fuera tan bien vestida, se la podría confundir con una maestra. Sus rasgos y su figura poseen una angulosidad que sugiere una clara independencia mental, por limitada que sea.

Eso dependerá, dice su marido, de lo que haga en sus futuras hazañas. (La elección de la palabra «hazañas» por parte de Monsieur Hennequin implica cierta condescendencia inconsciente, resultado de sus celos.) Ha realizado una gran proeza, sería el último en negarlo, pero en los años venideros habrá muchas más, y más espectaculares incluso. ¿No es así? Se dirige a su anfitrión; tiene la certeza de que estará de acuerdo con él.

Dentro de diez años, alguien cruzará el Atlántico, dice el anfitrión.

¡El primer hombre que dé la vuelta al mundo volando!, dice su mujer, con tono de cansancio.

¿Volará alguien hasta la luna algún día?, pregunta Madame Hennequin.

Monsieur Hennequin sonríe indulgente a su esposa y dice con orgullo: Es una extremista, mi Camille, una soñadora.

Ella me interesa casi tanto como a G. La describiré tal como la veo ahora. Es delgada. Da la impresión de que tiene unos huesos demasiado grandes para su piel; un efecto no muy diferente del de un niño vestido con ropa que se le ha quedado pequeña. Sus movimientos son muy delicados, como si también fueran demasiado pequeños para ella y tuviera que tener cuidado para no deshacerlos. Le brilla la cara, y sus ojos son suaves y translúcidos, como unas aguas muy claras en las que se refleja la piel de un animal.

Advierte que G. la mira. Cuando se quedan mirando a una desconocida que los atrae, la mayoría de los hombres han empezado ya en su imaginación el proceso de seducirla y desnudarla; la ven ya en ciertas posturas y con ciertas expresiones en el rostro. Ya han empezado a soñar con ella. Por eso, cuando la mujer intercepta la mirada, sucede una de estas dos cosas: o bien la siguen mirando impasibles porque la existencia real de la mujer no perturba su ensoñación; o bien la mujer en cuestión leerá un destello de vergüenza en sus ojos, expresada en forma de una vacilación momentánea, a la que ella se verá obligada a responder ya sea alentándola o desalentándola.

La mira sin recato ni insolencia. En su imaginación todavía no la ha tocado. Su objetivo es presentarse como es. Todo lo demás vendrá solo. Es como si se imaginara desnudo ante ella. Y ella es consciente de esto. Reconoce que el hombre que la mira tiene una confianza profunda en que no tiene nada que ocultar, en que no necesita recurrir al engaño o la simulación. ¿Cómo va a responder ella a semejante imprudencia? Esta vez no se trata de elegir entre alentar o desalentar. Si baja los ojos o mira hacia otro lado, será lo mismo que admitir que ha apreciado su temeridad; volverse equivaldrá a admitir que lo ha visto como es. (Lo guardará para sí, guardará el recuerdo de su magnífica imprudencia.) La respuesta más pudorosa es mantenerle la mirada, devolvérsela abiertamente, fingiendo que no se ha dado cuenta de nada. Esto es lo que hace. Y, sin embargo, cuanto más tiempo se miran, más consciente es ella de que es a ella exclusivamente y sin reserva alguna a quien él se está dirigiendo. Aunque están rodeados de observadores y aunque él está a varios metros y todavía no sabe cómo se llama, el simple acto de mirarse se transforma en su primer encuentro secreto.

¿Cómo eran esos maravillosos versos de Mallarmé que me recitaste esta mañana?, le pregunta Monsieur Hennequin a su esposa.

Una bailarina, recita ella despacio, pronunciando claramente las palabras, no es una mujer que baila, pues no es en absoluto una mujer y no baila.

El belga mueve lentamente el vino en su copa.

Es muy hermoso, dice la condesa, y es cierto. Un gran artista es algo más que un hombre o una mujer; un gran artista es un dios.

En mi opinión, Mallarmé intenta destruir el lenguaje, dice Monsieur Hennequin, quería negarles a las palabras su significado, y supongo que era una meditada venganza.

¿Venganza? No le sigo, dice el anfitrión, mirando las palmeras recortadas en el lago y jugueteando en el fondo de sus pensamientos con la idea de instalar un generador para iluminar con luz eléctrica la casa y los jardines.

Una venganza contra su público, el público que no lo apreciaba como él quería que lo apreciaran.

Es hermoso, repite la condesa, una bailarina no es una bailarina, un cantante no es un cantante. Qué cierto es. A veces, yo misma me pregunto quién soy.

Tengo unos conocidos en Bruselas, dice el belga, que no estarían de acuerdo con usted en esto. Tienen experiencia de primera mano, si así se puede decir, con un buen número de bailarinas. Sólo Mathilde se ríe, y el belga inclina la cabeza en un gesto de fingido agradecimiento. (Detenta poder. Sienta sus inmensas posaderas sobre todo lo que pueda hacerle dudar de lo que dice o hace.)

¿No acepta, entonces, la genialidad de su Mallarmé, Maurice?, pregunta el anfitrión. Le agrada que se hable de poesía en esta casa, sobre el jardín, y anima la conversación.

Puede que Mallarmé haya sido un genio, no me encuentro capacitado para juzgarlo. Pero era un oscurantista, y yo creo en la claridad. Como ingeniero que soy, es casi un artículo de fe profesional. Sencillamente, no puede haber máquinas confusas.

Mallarmé era un genio, era inmortal, dijo Madame Hennequin; se adelantó a su tiempo.

Si pudiéramos vivir mil años, dice G., todos seríamos considerados geniales al menos una vez durante nuestra vida. No por lo avanzado de la edad, sino porque uno de nuestros dones o actitudes, por pequeño que fuera, coincidiría con lo que el mundo consideraría en ese momento la marca de la genialidad.

¡No cree usted en la genialidad!, dijo la condesa, escandalizada.

No. Creo que es una patraña.

Varios invitados se han levantado de la mesa para contemplar los jardines iluminados por la luna desde la baranda. G. ve una estatua, blanca, sinuosa y de contornos difusos. Sin embargo, la forma en que está dispuesta la convierte en una parte más de la geometría del jardín, con sus rectos senderos, escaleras de piedra y fuentes poligonales. En el lago parpadean las luces de las islas, pero aparte de esto, todo está tan quieto, tan silencioso, como el pasado.

Un silencio histórico de esta suerte no puede durar.

G. se vuelve y se dirige a Monsieur Hennequin: sé poco de Mallarmé. No leo poesía, pero, ¿le parece de verdad confusa la máxima de Mallarmé que Madame tuvo la bondad de recitarnos? Ciertas experiencias son indescriptibles, pero no por ello dejan de ser reales. ¿Puede usted, por ejemplo, Monsieur Hennequin, describir el tono y la calidad de la voz de su esposa? Estoy seguro, sin embargo, de que podría reconocerla donde quiera que fuese, igual que yo, Madame Hennequin.

Madame Hennequin observa a su marido para ver cómo va a responder al extraño joven que se ha fijado en ella.

Hablamos de la misteriosa tragedia del accidente de Chávez, dice G., cientos de personas lo presenciaron, y, sin embargo, nadie puede describir exactamente lo que vio. ¿Por qué? Porque era inesperado. Lo inesperado suele ser indescriptible.

Mira a Camille. Decide llamarla Camomille.

Lo que dice Mallarmé, continúa G., es que cuando una mujer baila puede transformarse. Ya no sirven las palabras que antes se le dedicaban. Incluso puede hacerse necesario llamarla por otro nombre.

Monsieur Hennequin se coloca entre el joven y su esposa. Para su edad, Monsieur Hennequin conserva una figura esbelta, pero tiene unos muslos grandes, pesados. Las mujeres son mujeres, dice, levantando las manos para impedir que nadie entre en su razonamiento, ya estén bailando, vistiéndose, recibiendo a nuestros invitados, cuidando de nuestros hijos o haciéndonos felices. Y demos gracias por ello.

Nuestras hermosas damas, dice al anfitrión, deben de estar empezando a sentir el aire frío que sube del lago. Entremos.

Hablan de atracción y magnetismo; estas nociones sugieren una fuerza que actúa entre dos cuerpos determinados. Lo que no se tiene en cuenta es el profundo cambio que parecen sufrir esos cuerpos: dejan de ser los cuerpos determinados. Los ha modificado ese hecho, el de ser cuerpos determinados.

No se trata de que la veas de otra manera; lo que sucede es que enmarca un mundo diferente. La forma de la nariz no cambia. Su contorno es el mismo. Pero todo lo que percibes dentro de esos contornos es diferente. Es como una isla, cuya línea costera sigue siendo tal cual aparece en el mapa, pero en la que ahora vives, te rodea. El sonido del mar en todas sus playas —a menos que aceptes la dictadura de tu inteligencia— es lo único que finalmente puedes oponer a la muerte.

La arena refresca las contusiones y es como seda al tacto. Pero es áspera e inflama las heridas, y todos y cada uno de los granos contribuyen al dolor.

Mas la metáfora abstracta me distancia de mi percepción personal de ella.

La yema de sus dedos, con las uñas comidas, es tan expresiva como un ojo mirándome. Recorro cada dedo, desde la yema hasta la unión con la mano, sin olvidar los nudillos. Su mano es extrañamente fina e ineficaz. Parece que hubiera sido rechazada como objeto. Si quiero, la imagino o la adivino diferente. Puede acariciarme. Puede golpearme la espalda. Puede presentarse ante mi boca como una ubre con cinco pezones para que yo chupe cada uno de sus dedos. Nada de esto tiene importancia, sin embargo. Sucede que me fijé en la mano. Pero podría haber sido otra parte de ella. Su codo. Afilado: el hueso estira la piel, que se torna blanca, fría. ¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Aíslo las partes a fin de seguir fielmente a mis ojos, segundo a segundo. Pero mis ojos se mueven leyéndola a una velocidad increíble. La evidencia inmediata de cada parte, de cada nueva visión de su cuerpo, contribuye a mi percepción de ella en su totalidad, y hace que esta totalidad se mueva y lata continuamente, como un corazón, como mi propio corazón.

¿Qué me promete? ¿Su futuro amor? Pero eso todavía no se ha cumplido. Si hago el amor con ella, completaría, pondría fin a algo que ya nos ha sucedido. Cuando se describe algo, cuando se le da un nombre, se lo separa de uno mismo. O hasta cierto punto. Fornicar es nombrar lo que ha sucedido en el único lenguaje que lo expresa adecuadamente. (Sólo cuando no ha pasado nada se puede separar el sexo del amor.) Todos los actos de amor físico son anticipatorios y retrospectivos. De ahí su peculiar significación.

Mis ojos casi la tocan, pero no de la misma forma en que lo harían mis manos. Si la tocara, si tocara su piel, la superficie de su cuerpo, una sensación contradictoria acompañaría a mi sentido del tacto. Tendría la sensación de que lo que estaba tocando me envolvía asimismo: de modo que esa superficie externa (que es su piel, con sus variados poros, sus grados de suavidad y calor y sus diferentes olores) sería al mismo tiempo, conforme a otro modo de experiencia, una superficie interna. No hablo simbólicamente: me estoy refiriendo a la sensación misma. Tocarla desde fuera me haría consciente de estar dentro.

Miro sus dedos como si estuviera a punto de habitar cada uno de ellos, como si pudiera convertirme en el contenido de su forma. Yo y sus falanges. Absurdo. Pero, ¿cuál es el absurdo? Sólo un momento de incoherencia entre dos sistemas diferentes de pensamiento. Hablo de sus dedos, la carne y los huesos de otra persona, y hablo también de mi imaginación. Pero mi imaginación no es separable de mi propio cuerpo; ni tampoco del suyo.

La luz que al caer sobre ella la revela es como la luz que cae sobre las ciudades y los océanos, revelándolos. Los hechos de su existencia física son los sucesos del mundo, el espacio en el que se mueve es el espacio del universo, no porque nada salvo ella me importe, sino porque estoy dispuesto a arriesgar todo lo que no es ella por todo lo que es.

Su manera de poner los pies en el suelo, la longitud exacta de su espalda, el tono de su voz ronca (que él dijo reconocer dondequiera que estuviera): éstas y todas las demás cualidades que veo en ella tienen la significación de un milagro. Lo que ofrece no tiene límites: es infinito. Y no me estoy engañando. La deseo obsesivamente. Lo que estoy dispuesto a arriesgar por ella determinará para ambos el valor de todo lo que hay en ella, el significado del más mínimo de sus movimientos, la fuerza de lo que la diferencia del resto de las mujeres. Y lo que estoy dispuesto a arriesgar es el mundo. Por eso, ella adquirirá el valor del mundo: contendrá, en lo que a los dos respecta, todo lo que está fuera de ella, incluido yo mismo. Me envolverá. Pero seré libre, porque habré escogido estar ahí, como no he escogido estar aquí, en el mundo y la vida que estoy dispuesto a abandonar por ella.

Je t’aime, Camomille, comment je t’aime. Eso es lo que debe decir.

Los invitados entraron en el gran salón; el mobiliario era oscuro y pesado y las lámparas reflejaban brillantes círculos de luz, como esos escenarios iluminados de las mesas en las conferencias en las que era típico representar a los hombres de estado firmando tratados. La decoración de la estancia sugería que era un lugar sobre todo utilizado por los políticos y empresarios milaneses para trazar sus planes de acción sin que nadie los molestara: ofrecía comodidad sin distracción; era una habitación masculina, como la sala de recepción privada de un ministro en el parlamento. No había nada en ella (salvo ahora los brazos desnudos de las mujeres) que equivaliera a los flamencos en el jardín. Cuando los invitados entraron en esta sobria pero confortable habitación por la gran doble puerta sobre la que colgaba un retrato de Giolitti, G. observó a Madame Hennequin hablando con su amiga Mathilde Le Diraison, y había algo en la relación entre las dos mujeres que lo intrigó. Se veía en ellas esa connivencia apenas disimulada que a veces se conserva entre hermanas, incluso de mayores y con los padres fallecidos.

En el pasillo, Madame Hennequin había pasado ante un gran espejo en forma de sol, y en este espejo se había sorprendido a sí misma intentando ver la mantilla que cubría sus hombros y el mechón de pelo sobre la frente tal como los vería él. A través de sus ojos, se encontró agraciada.

Ya en la habitación lo comparó con su esposo. Formaban una pareja desigual. Monsieur Hennequin era más fuerte y tenía un aire de mayor autoridad. Era como un padre; en casa, cuando hablaba con sus dos hijos solía referirse a él como Papá; era un hombre que entendía el mundo. Su discreción con sus amantes —incluso eso— era un ejemplo de lo bien que lo entendía. Mientras que el otro, que hablaba mal francés y que no leía poesía, podía explicar a Mallarmé: Mallarmé, cuya poesía le gustaba a ella tanto porque era inexplicable; el otro era imprudente y descuidado. Pero dado que eran tan distintos, se podía permitir sonreírle. A su manera, circunspecta y distante, y sin perder nunca a su marido como punto de referencia para que pudiera rescatarla en cualquier momento de las consecuencias de esta niñería, deseaba coquetear durante el transcurso de la velada con aquel amigo del aviador americano: pretender que había una relación entre ellos, cuando en realidad no la había.

Le preguntó qué tipo de hombre era Chávez. Él contestó que sólo había hablado con él una o dos veces, pero que era un hombre nervioso y tal vez también un poco desesperado. No obstante, dirigió la respuesta tanto a Monsieur Hennequin como a Madame Hennequin. Parecía que se había percatado de que ella había estado comparándolos y de las conclusiones que había sacado. Una vez que había despertado su interés, ahora prefería que los dos se concentraran en el marido, el amo.

En una mesa baja junto a la que estaban sentados había un cisne de cristal, de color rosa y montado sobre un pedestal de plata giratorio. No era una obra de arte ni un juguete; era un adorno que denotaba riqueza. Madame Hennequin, mirándolo a él directamente, puso la mano en el cuello del cisne y susurró los famosos versos de Mallarmé:

Un cygne d’autrefois se souvient que c’est lui

Magnifique mais qui san espoir se délivre...

El cristal rosa chillón tornaba translúcida, lechosa, la piel de su mano delgada.

¿Y cómo sigue?, preguntó Monsieur Hennequin. Se había dado cuenta de que el amigo del aviador americano había despertado el interés de su mujer, y él odiaba a Mallarmé, pero quería demostrar su tolerancia.

Sigue así, dijo Madame Hennequin, pero no trates de entenderlo, sólo escucha el sonido de lo que digo.

Recitó los cuatro versos de esta estrofa y la siguiente, y su voz transformó la nostalgia del poema en una especie de anhelo. El poema trata de las oportunidades perdidas, pero por el hecho mismo de decirlo en voz alta, ella atrapaba una. Aquellos versos le daban la oportunidad de dejar que el sonido de las palabras expresara cómo se sentía siendo independiente, no formando parte de los cálculos de su marido aunque estuviera bajo su protección. Era como un árbol, pensaba, que crecía en el suelo del jardín de su esposo, pero cuyas hojas se movían libres en el viento.

Mientras ella recitaba, Monsieur Hennequin, recostado en el sillón, sonreía mirando las guirnaldas del techo. Se felicitaba a sí mismo pensando que era su espiritualidad lo que hacía de ella una madre tan buena, aunque también explicaba su reticencia, su excesivo pudor con él. La ropa le comprimía y formaba arrugas en los macizos muslos y en el vientre. Le faltaba ardor, concluyó, pero por otro lado, siempre sería inocente.

G. se contuvo de mirarla.

Tiene voz de poeta, dijo el anfitrión, y luego repitió en italiano las dos últimas palabras para que sonaran más poéticas.

La condesa entabló enseguida conversación con quienes estaban a su lado.

G. se adelantó y empujó el cisne de cristal de modo que el pedestal de plata empezó a girar. En ese momento dejó de parecer un cisne para convertirse en una botella de vino rosado, una de esas garrafas talladas de cuello largo.

El cisne se ha emborrachado, dijo un joven.

G. se volvió hacia Monsieur Hennequin y dijo: Hay algo en lo que me fijo a veces y que no acabo de entender. Creo que usted me lo podría explicar.

Haré todo lo que pueda.

¿Ha tenido la ocasión de ir por las ferias?

¿Se refiere a las ferias comerciales?

No. Las ferias de la calle, esas donde hay puestos de tiro al blanco y tiovivos y pulgas amaestradas y montañas rusas y cinematógrafos...

Sí, las he visto de lejos.

Yo suelo ir mucho. Me fascinan.

¿Por qué le fascinan?, interrumpió Madame Hennequin.

Están llenas de juegos para adultos y hay muy pocos sitios donde puedas ver a adultos jugando.

Simplones, dijo Monsieur Hennequin. Los que frecuentan esas ferias no suelen tener un nivel intelectual muy alto.

Tiene usted toda la razón, Monsieur Hennequin. Alguna habrá tenido que visitar para conocerlas tan bien como parece. Pero para centrarnos en mi pregunta: ¿Cree usted que girar y girar volando, como en algunos tiovivos, podría dañar temporalmente el cerebro? ¿Hay razones fisiológicas?

Puede provocar una sensación de mareo...

Algo más que eso. ¿Podría producir un cambio pasajero de carácter?

Explíquese usted mejor, por favor, dijo Monsieur Hennequin. ¿Qué quiere decir?

En esas ferias hay un tipo especial de tiovivo, una combinación del tradicional con columpios. Los asientos cuelgan de unas cadenas y cuando empiezan a girar...

Entra en juego una fuerza centrífuga, dijo Monsieur Hennequin, que los lanza hacia fuera. He visto esa modalidad de la que habla. Nosotros la llamamos les petites chaises.

Bien. Entonces hasta cierto punto se puede controlar la intensidad y la dirección del balanceo. Sólo se trata de echarse más o menos hacia atrás, de levantar más o menos los pies, de mecer más o menos los hombros y de tirar más o menos de las cadenas con los brazos. No es muy diferente de lo que todas las niñas aprenden a hacer en los columpios normales.

Sí, claro, dijo Madame Hennequin.

Pero en cuanto el tiovivo empieza a girar la mayoría de la gente juega a intentar llegar lo más cerca posible de la persona que está en el columpio anterior o posterior al suyo para darle la mano y luego, agarrando las cadenas del otro, columpiarse juntos, como una pareja. Pero no es fácil conseguirlo; por lo general, no pasan de rozarse con los dedos...

Los asientos están distanciados, interrumpió Monsieur Hennequin, de forma que sea muy difícil que se toquen, porque de lo contrario sería peligroso.

Exactamente. Pero todo el que se monta en este tipo de tiovivo se transforma. No bien empieza a girar y ellos empiezan a ganar altura y a verse expelidos hacia fuera, sus rostros y sus expresiones se modifican. Dejan la tierra tras ellos, alzan la cara y suben los pies hacia el cielo. Dudo que lleguen a oír la música que suena. Todos tratan de agarrar el brazo que tienen delante; gritan entusiasmados conforme ganan velocidad y cuanto más rápido van, más libres juegan, subiendo y bajando, separándose y convergiendo. Las parejas que logran darse la mano vuelan más recto y más alto que el resto. He observado el fenómeno muchas veces y nadie se escapa a la transformación. Los tímidos se vuelven atrevidos. Los torpes, gráciles. Luego, cuando el tiovivo se detiene, vuelven a su antiguo ser. En cuanto ponen los pies en el suelo, sus expresiones vuelven a ser desconfiadas, cerradas o resignadas. Y cuando se alejan del tiovivo parece imposible creer que sean los mismos hombres y mujeres que hace un instante eran tan libres y confiados en el aire.

Madame Hennequin empujó el cisne, como él había hecho antes.

Pues bien, lo que me gustaría preguntarle, Monsieur Hennequin, es si usted cree que esta transformación podría ser el resultado del efecto que puede tener sobre el sistema nervioso la modificación de la gravedad por una fuerza centrífuga.

Más probablemente es el resultado de la escasa capacidad mental de la clase de gente que va a esos lugares. En su mayoría son como niños.

¿No cree usted que podría tener el mismo efecto en nosotros?

Lo dudo mucho.

Pero, ¿acaso no ha sido siempre un sueño volar? ¿Es algo tan infantil?, preguntó Madame Hennequin.

Me temo, querida, que tu imaginación obvia demasiadas cosas, dijo Monsieur Hennequin. Uno de esos artilugios de feria no tiene nada que ver con volar. Pregúntale a Monsieur Weymann.

La conversación cambió. Alguien apuntó al retrato del Giolitti. El anfitrión se rió y dijo que el pintor debía de ser un opositor político. ¿Saben cómo llaman a Giolitti sus enemigos? Lo llaman Salchicha de Bolonia, porque, según ellos, era mitad pollino mitad puerco.

Yo entendía que usted lo admirara.

En Bolonia puerco puede ser una palabra cariñosa, dijo Mathilde Le Diraison.

Sí, lo admiro, dijo el anfitrión. Es el creador de la Italia moderna. Ha estado muchas veces aquí, en esta habitación. Fue él quien hizo ese comentario sobre el retrato, ¡añadiendo que el pintor debía de ser de Bolonia! Así son los grandes hombres. Sabe lo poco que importan las opiniones personales. Lo que importa es la organización. La organización y la capacidad de convencer.

La conversación derivó a la política y luego hacia Alemania y las noticias de los constantes disturbios de Berlín. Monsieur Hennequin temía que la revolución se extendiera rápidamente por Europa si llegaba a estallar en algún país. Monsieur Hennequin estaba continuamente oscilando entre la confianza suprema y el temor súbito.

Su anfitrión movió la cabeza con un gesto tranquilizador. No habría revolución en Europa; el peligro había pasado, y la razón era muy sencilla. Los dirigentes de las masas trabajadoras no querían el poder. Sólo querían mejoras. Han aprendido las técnicas de la negociación. Tienen que fingir que piden más de lo que quieren para recibir lo que quieren. De vez en cuando sacan a relucir la palabra socialismo. Esta palabra equivale a la ruptura temporal de las negociaciones, pero siempre con la intención de reiniciarlas. Si formamos adecuadamente a la gente, si aprovechamos la ciencia moderna, si refrenamos el poder de la monarquía y confiamos en el gobierno parlamentario, no hay razón alguna para pensar que el orden social actual vaya a cambiar violentamente.

El anfitrión se acercó, se quedó detrás de Monsieur Hennequin y le puso una mano en el hombro. Es usted un escéptico, continuó, venga, le voy a mostrar una fotografía reciente de Turati y los diputados socialistas en Roma. Es una fotografía curiosa. Y muy tranquilizadora.

Monsieur Hennequin se levantó. Madame Hennequin empezó a decir algo, pero fue interrumpida...

Qué hermosa es usted. Lo dice todo con los ojos. Y tiene voz de grulla.

Ella se ríe. ¡De grulla! ¿Es eso un cumplido?

La quiero. Cómo la quiero. He de verla mañana.

En 1910, que no fue un año excepcional a este respecto, más de medio millón de italianos se vieron obligados a emigrar a fin de encontrar trabajo y no morirse de hambre.

La naturaleza del parecido

Al escribir sobre Camille no consigo aproximarme suficientemente a ella.

¿Quién me dibuja

entre lápiz y papel?

Un día juzgaré el parecido

pero la que juzgue

no será la mujer que ahora

posa expectante.

Soy lo que soy.

Soy como tú me ves.

Domodossola, al igual que Brig, está atestada de periodistas y aficionados a la aviación. Es una ciudad pequeña, de callejuelas empedradas. Los tejados son toscas lajas de piedra irregulares de un color rojo ennegrecido, parecido al de las rocas del Gondo. Vista desde el aire, los sobresalientes aleros ocultan las calles, y toda la ciudad parece un montón de trozos de esquisto desparramados, el resultado de un corrimiento de tierras.

El alcalde había ordenado poner una gran pizarra en la Piazza Mercato. En ella se escribían con tiza y en letra clara los últimos boletines médicos de Chávez.

Al ser domingo por la mañana había mercado, y la plaza y las calles contiguas estaban abarrotadas. Durante la noche había cambiado el tiempo y era difícil creer que hubieran cenado a tan sólo treinta kilómetros de allí, al aire libre, en la torre sobre el lago Mayor. Se dirigía sin prisas hacia el hospital. Cuando vio a Camille caminando delante suyo, no se sorprendió.

Llevaba un trotteur color lila pálido. El corte y el color de la prenda la hacían más decidida de lo que le había parecido vestida de noche. Caminaba ligera y resuelta. Iba tocada con un sombrero bajo, adornado de flores blancas y ligeramente caído sobre la frente. El cabello castaño estaba recogido en un moño en la nuca. Calculó que esa cuidada elegancia matutina en una pequeña ciudad provinciana significaba que había dormido poco o mal.

La temperatura del cabello al tacto varía considerablemente de una persona a otra, sea cual sea la temperatura ambiente. Hay matas de pelo que siempre tienden a estar frías; otras parecen generar su propio calor aun en el frío más extremo. Pese al fresco aire de la mañana y a que todavía no era consciente de su presencia, unos metros detrás de ella, sospechó que el cabello de Camille sería cálido como pocos.

Camille se detuvo en un escaparate de guantes y pieles. Él la agarró por el brazo bruscamente, desde atrás. Ella se volvió en redondo dando un gritito y con los puños cerrados de rabia. Cuando vio que era él y no un desconocido, no pudo evitar una expresión de alivio. Siguió frunciendo el ceño, pero en su boca titubeó una sonrisa.

Él le preguntó por su marido y dijo que quería proponerle que si el tiempo no empeoraba por la tarde le acompañaran, junto con Monsieur Schuwey y Madame Le Diraison, en una excursión en auto a Santa Maria Maggiore.

Durante la noche, Camille se había preguntado repetidamente sobre aquella absurda declaración de amor. ¿Por qué no le había dado la espalda? ¿Por qué no había protestado? Se decía a sí misma que se había quedado demasiado sorprendida. Pero tendría que haber estado sobre aviso. Después de todo, había fomentado su evidente interés en ella. Pero lo que no podía haber previsto, lo que todavía la confundía, era la forma en la que de pronto, por un claro acto de voluntad, la abordó en la habitación, como si estuvieran solos, como si hubiera caído del cielo o surgido del fondo de la tierra, exactamente a su lado, sin tener que interrumpir o cruzar el territorio de quienes la rodeaban. No protestó porque no parecía haber nadie a quien protestar; nadie podía haberlo visto. De haber hecho una escena, habría sido sobre algo que ya había dejado de existir. En un momento de la noche se despertó convencida de que él estaba junto a la ventana. Por la misma razón, no pudo gritar.

Le estaba contando que había perdido un par de guantes en el tren al venir de París. Él le dijo que podía acompañarla si quería. Ella dudó. Él le aseguró que no había otra tienda en la ciudad y que estaría encantado de servirle de intérprete.

Por la mañana veía el incidente de otra manera. Lo que había sucedido (misteriosamente) había sucedido; pero no tenía consecuencias gracias al orden y la rutina de su vida cotidiana. Estaba en Domodossola con su esposo. Dentro de cuatro o cinco días regresaría a París y a sus hijos. Ese hombre (con el que estaba en una tienda explicándole que quería unos guantes blancos largos) se había aprovechado de un momento en una cena, un momento que no volvería a darse. El incidente había terminado antes de empezar.

La mujer que los atendió no paró de hablar sobre el heroísmo de Chávez. Geo Chávez, le tradujo él a Camille, había vencido a las montañas, era un conquistador, cuyos presentes sufrimientos la dependienta velaría gustosa toda la noche y de cuyos más mínimos deseos estaría orgullosa de convertirse en esclava. Hablaba como una madre, aunque para su gran pesar no había tenido hijos varones. Una de sus hijas trabajaba en Milán; la segunda la ayudaba en la tienda.

Los guantes que Camille quiso probarse eran de un cuero blanco finísimo que se ceñía perfectamente a la mano. La mujer, que estaba orgullosa de vivir en la ciudad que estaba ocupándose del restablecimiento de Chávez, se llevó uno de los guantes a la boca y sopló dentro de él antes de dárselo a Camille por encima del mostrador. Si seguía siendo difícil ponérselo, le explicó, le daría polvos de talco.

Cuando la memoria conecta una experiencia con otra, la naturaleza de la conexión puede variar grandemente. Hay conexiones que funcionan por el contraste; otras que lo hacen por la similitud, la metáfora sensual, la secuencia lógica, etcétera. La relación entre las dos experiencias puede ser a veces de comentario o explicación recíproca. En este caso la conexión es multiforme y compleja. Sin embargo, aunque sea muy precisa, dicha explicación se parece a un acorde musical y, por ende, no se puede verbalizar. La experiencia de ver a la tendera italiana soplando dentro del guante le evocó y explicó en su memoria la misteriosa calidez que antaño encontrara en las ropas de la señorita Helen, la última de sus institutrices. Del mismo modo, su memoria explicó su experiencia presente. La explicación, sin embargo, no puede formularse por escrito.

La mujer italiana sopló en el segundo guante antes de pasárselo a Camille. Lleno con su aliento, el guante tomó la forma de una mano que asustó de pronto a Camille, y mucho. Era una mano lánguida, sin estructura ósea; una mano sin voluntad, que flotaba en el aire como un pez muerto panza arriba. Era una mano que no quería. Era una mano que no se cerraba. Era una mano que no servía para acariciar, que no acariciaría, se retiraría. En ese momento supo lo que él le estaba ofreciendo. Le estaba ofreciendo la posibilidad de ser lo que ella pretendía ser. Le estaba proponiendo que convirtiera las palabras de Mallarmé en mañanas y tardes vividas. Pero no tardó en sacarse ese conocimiento de la cabeza, rechazando por poco seria a la parte de su ser que lo reconocía. Todo lo que tenía que hacer para mantenerse a salvo, se dijo, era tener cuidado con no ser realista.

Los guantes se ajustaban perfectamente. El cuero se tensaba tanto en los nudillos, sus pequeños y marcados nudillos, que brillaba como si estuviera mojado.

Cójase una mano con la otra, le dijo él.

Ella lo hizo.

Se da cuenta, dijo él, se agarra usted la mano izquierda con la derecha.

¿Es eso raro?, preguntó.

No, respondió él, pero significa que tiene usted confianza en sí misma, que es la dueña de su destino.

Ella se echó a reír, tranquilizada de que él lo reconociera. Me siento bastante satisfecha, dijo.

Puede sentirse satisfecha y ser una esclava. La satisfacción tiene muy poco que ver con eso. ¿Por qué ha dicho satisfecha?

Pensó que era mejor no contestar. Pero me asusto con facilidad, dijo, como hace un momento en la calle.

¡Asustada, dice! Si se volvió con la furia de una arpía defendiendo su honor, y cuando me reconoció me dedicó un saludo de lo más atrevido.

Camille, irritada, se quitó los guantes, los dejó en el mostrador y se volvió hacia la puerta. Él le preguntó el precio a la dependienta.

No los quiero, dijo Camille.

Él los pagó. La dependienta los envolvió en papel de seda malva. Camille se quedó parada frente a la puerta. Él la agarró por los codos, desde atrás.

(¿Qué puedo imaginar en el codo? Nada significativo. Mas lo percibo de la misma forma que la mano. Recibo la misma promesa, y al igual cumple su promesa. Tiene sus codos en las manos.)

Confíe en mí. Nadie más sabe por qué se agarra la mano izquierda con la derecha. No la compromete.

No quiero esos guantes, dijo ella.

Tampoco la comprometerán, respondió él, no cabe duda de que usted los habría comprado. Y yo se los regalo, Madame Hennequin, sólo como un modesto homenaje a su elegancia hoy por la mañana.

La formalidad con la que hablaba la confundía. Era imposible saber si la falsedad era deliberada o el resultado de su conocimiento imperfecto de la lengua. En cualquier caso resaltaba lo indiscreta que había sido ella al mostrar su enfado.

Es demasiado pronto para disentir, dijo él, y le alargó los guantes con una inclinación de cabeza.

Ella los cogió.

Je t’aime, Camille, dijo él abriendo la puerta de la tienda.

El hospital está cerca del centro. Es un edificio amarillo, cuadrado, que parece una villa clásica del XIX, con jardín propio. La puerta principal está flanqueada por unas camelias. En el umbral hay una mesa con una libreta abierta. La libreta es para que escriban sus mensajes o sus tributos aquellos viandantes o visitantes que no quieran molestar al aviador. A algunos, sin embargo, les parece un siniestro presagio, pues en ciertas partes del Mediterráneo se pone un cuaderno semejante a éste en el portal cuando ha fallecido alguien en la casa; y en él firman los vecinos y los conocidos que van a dar el pésame.

Weymann lo espera en lo alto de las escaleras.

Dice que no recuerda nada de lo que pasó después de cruzar el Gondo, le susurra Weymann.

¿Qué aspecto tiene?

Muy abatido y confuso.

¿Qué piensan los médicos?

Sus heridas no son graves. No tiene conmoción. No hay nada que le impida recobrarse totalmente.

¿Salvo...?

No he dicho salvo.

Pero, ¿salvo?

Está demasiado nervioso, dijo Weymann.

Entraron en la habitación, en donde ya había media docena de hombres. Se encontraban entre ellos Christiaens y Duray, el amigo íntimo de Chávez. En la pared opuesta a la cama están clavados los telegramas llegados desde todo el mundo en número suficiente para cubrirla por entero.

Para el hombre herido, esa pared podría haber representado una ventana transparente sobre la visión que de su hazaña tenía el mundo, pero no lo es; sigue siendo una pared claveteada con unos confusos rectángulos de papel sin sentido alguno. Algunos de ellos se mueven ligeramente al abrir la puerta. No tiene mucha fiebre. Está lúcido de cabeza. Repasa una y otra vez en su imaginación la irreversibilidad de los acontecimientos desde el momento en que anunció «voy ahora». Esa irreversibilidad lo persigue como el farallón de roca que aparece cada vez que mueve la cabeza o gira la vista. Por mucho que se eleve, por temerariamente que rompa el muro del viento de poniente, sigue ahí, frente a sus ojos y sobre sus labios hinchados. Los repasa una y otra vez, pero la geología de los acontecimientos no cambia nunca. Mientras tanto, este constante repaso, silencioso y privado, hace que todo lo que se dice o todo lo que ve en el cuarto parezca tan distante como las palabras que no puede leer en los telegramas.

Lo encontraron entre los restos del aeroplano con la cara hundida en la tierra. No había perdido el conocimiento.

G. estrecha la mano de Chávez y lo felicita. No está acostumbrado a encontrar misterioso a un hombre; el misterio, para él, es una prerrogativa de las mujeres. Sobre los hombres sólo hace preguntas que tienen un número limitado de respuestas, como quien pregunta la hora. Fija la vista en los oscuros ojos de Chávez, cuya expresión es recelosa, en sus labios hinchados que, aunque sin heridas, aparecían absurdamente curvados y gruesos, en el dorso de las manos, y ve la apariencia entera de aquel joven bajito, inesperadamente forzado a permanecer en la cama de un hospital, en un jardín de Domodossola, como si fuera una cubierta externa no menos arbitraria y opaca que los deformes cilindros de escayola que envuelven sus piernas. Una mano sobre un pecho de mujer conjura el mismo misterio. Bajo lo tangible se extiende la enormidad de lo intangible e invisible. Un médico puede quitarle la escayola de las piernas. Pero un cirujano que practicara una incisión en su carne y abriera los órganos no desvelaría el misterio. El misterio reside en la magnitud del sistema por el cual, mientras viva, Chávez constituye el mundo en el que está viviendo (que incluye tu mano al saludarle) como una experiencia propia e intransferible.

Esta mañana fui a una tienda de guantes, y la dependienta que me atendió hablaba de usted como de un santo, un santo con el valor de un héroe.

Ya sé, lo interrumpió Chávez, que piensan eso de mí. Tal vez tengan razón o tal vez no. En cualquier caso, la cuestión nunca quedará resuelta porque, mientras tanto, yo me muero.

El tiempo mejoró. G. sugirió que Monsieur Hennequin manejara el automóvil. Por la tarde atravesaron en coche un bosque de abetos, sobre el lago. Madame Hennequin quiso que pararan para caminar un rato por el bosque.

La luz entra en el bosque casi horizontal. Entre los árboles, en las profundidades del bosque, esta luz adquiere una exagerada calidad estereoscópica. Los árboles que están a contraluz parecen totalmente negros. Los troncos de los árboles iluminados tienen un color miel grisáceo. La misma luz ilumina los vestidos de tafetán y seda de las dos mujeres, que son perlados y luminosos. Al caminar, sus botines pisaban con tiento en la espesa alfombra de agujas de pino, piñas podridas, musgo y pétalos de flores. Todas las superficies parecen más vívidas de lo normal, pero en el bosque todo pierde un poco de sustancialidad.

Con Camille G. no ha sido más que formalmente educado, a fin de realzar la profundidad y la seriedad de la conspiración que ahora los une. Ha concentrado su atención en Monsieur Hennequin y Harry Schuwey. Anima a este último a hablar sobre los recursos naturales del Congo. Aparenta escucharlo interesado; de vez en cuando le hace alguna pregunta suplementaria o un alentador gesto de aprobación. Y, sin embargo, pese a que da la impresión de lo contrario, apenas está escuchando lo que se dice. En un lenguaje mixto, en el que las palabras son un medio expresivo más —un lenguaje que no es muy diferente en esencia de aquel con el que se interrogaba de niño, pero que ahora contiene una gama más amplia de referencias— habla para sus adentros con los dos hombres entre los que camina.

¿Por qué las escogisteis? Las escogisteis por las mismas razones por las que habríais escogido cualquier otra mujer. Los hombres de vuestra posición social han de tener lo mejor. Lo mejor no es un absoluto, sin embargo. Los hombres de vuestra posición deben tener lo mejor para los hombres de vuestra posición. Si escogéis una mujer sin tener en cuenta esto, podríais poner en peligro vuestra posición y poner en peligro vuestra posición os haría infelices y, por consiguiente, haría infeliz a la mujer. Corta la tela conforme al bolsillo y elige al modelo conforme al corte. Pero además de tener una posición tenéis un pene.

A su izquierda, el terreno sube en una empinada pendiente, de modo que las raíces de los árboles más distantes están al mismo nivel que las copas de los más próximos. Entre los árboles que están más arriba, más lejos, hay rocas de formas puntiagudas, pero cubiertas de musgo. A su derecha, cuando hay un claro lo bastante recto para mirar, ven abajo la superficie del lago, brillante como la mica.

Y vuestro pene es dado a idealizar. El pene quiere lo mejor posible —pues, ¡a paseo la posición!—. ¿Cómo podéis satisfacer a ambos, pene y posición, al mismo tiempo?

Un bosque no es incontrovertible como una montaña. Es tolerante, como el mar, con todo lo que ocurre en él.

No podéis. Pero podéis protegeros o intentar protegeros de las peores consecuencias de esta brecha abierta. Y esto es lo que lleváis haciendo desde el momento en que alcanzasteis la edad de la responsabilidad, con la ayuda de vuestros colegas, vuestros amigos, la iglesia, vuestros profesores, vuestros novelistas, vuestros sastres, vuestros comediantes, vuestros abogados, vuestras fuerzas del orden, vuestros hombres públicos y, por supuesto, vuestras mujeres.

Monsieur Hennequin se pregunta para sus adentros si lo que está diciendo su amigo podría interesar a la Peugeot. Todo lo que pueda necesitarse en la fabricación de los automóviles debería interesar a la firma. Le gustaría ir al Congo. Ha estado en Argelia, pero piensa que eso no es del todo África. África empieza en la selva. Coge un palo del camino y golpea suavemente al pasar los troncos de los árboles.

Teníais que encontrar un tercer valor, un tercer interés, que pudieran reconocer como árbitro el idealismo de vuestro pene y vuestra ambición social, la cual, a diferencia de la ambición pura, ha de disfrazarse siempre de conformismo. Y este tercer valor era la propiedad. El tercer interés era el interés en poseer. No se trata de un remoto interés económico, sino de un interés apasionado que os espolea físicamente, que se convierte en un sentido tan agudizado como el tacto. Y os habéis preocupado de verdad de que vuestro hijos aprendan a no tocar lo que no es suyo, ni una flor, ni un animal, ni la mano de un desconocido. Tocar es reivindicar la propiedad de algo. Follar es poseer. Y vosotros tomáis posesión de las cosas ya sea pagando un alquiler o comprándolo directamente.

Las mujeres caminan detrás de los hombres. Harry Schuwey está explicando que, aunque el marfil se ha convertido en una materia prima de lujo, con el desarrollo de la industria automovilística, el caucho se está haciendo esencial y que por ello tal vez el futuro del Congo está en el caucho. El bosque está en calma, aparte del grupo que avanza por el camino. De vez en cuando, entre las ramas más altas, un pájaro entona unas notas y luego se calla.

¿Nadie os ha hablado de vuestras casas? Yo lo descubrí hace tiempo. Daos una vuelta sin prisas por un barrio acomodado de cualquier ciudad de Europa, por la calle en la que están vuestras casas o vuestros pisos.

Los árboles son abetos o alerces. El liquen crece más en los primeros. Muchas ramas muertas están festoneadas con flecos verde pálido mate, parecidos a algas secas. En otras ramas hay líquenes pegados como filas de botones de plata blanca sin lustre.

Los marcos de las ventanas y contraventanas están recién pintados, pero su color es apenas diferente del de las fachadas, que absorben la luz, pero despiden un ligero centelleo, como las servilletas de lino almidonadas. Mirad las ventanas, cuyas inmóviles cortinas podrían estar esculpidas en la piedra, las barandillas de hierro forjado en forma de plantas de los balcones, los motivos ornamentales que hacen referencia a otras ciudades y otras épocas; pasad ante los portones de madera barnizada con llamadores y placas de bronce. El silencio de la calle consiste en el ruido apenas perceptible de una multitud lejana, una multitud formada por tanta gente tan lejana que la fatiga individual, la inspiración y la expiración de cada cual se combinan en un sonido de respiración ininterrumpido, suave como la brisa; este silencio que no es enteramente un silencio, recibe y contiene el ruido de un portal al ser cerrado por una doncella o el ladrido de un perro entre muebles tapizados y espesas alfombras, como una caja de cubiertos forrada de felpa verde recibe los cuchillos y los tenedores que se depositan en ella. Todo es apacible y acogedor. Y entonces, de pronto, os dais cuenta con horror de que todas y cada una de las viviendas, aunque estáticas, están en cueros, están totalmente desnudas. Y lo que es aún peor es su actitud: ¡se exhiben sin vergüenza a todo el que pasa!

A medida que avanza, el grupo ve cómo cambian de forma y color los espacios entre las ramas. El color y la forma pueden conspirar para sugerir la presencia, allí mismo, entre dos árboles, de un ciervo.

¡Mira!, susurra Mathilde.

El proceso es el anverso al del camuflaje natural, en el cual los animales se confunden con el entorno; el conocimiento de que los ciervos viven en el bosque ha llevado a Mathilde a inventarse un animal donde no lo hay.

Ha deducido por la forma en que Mathilde le sonríe que Camille le ha hecho confidencias. Muestra esa curiosidad sincera, esa franqueza que las mujeres sólo se permiten con el nuevo amante o pretendiente de una amiga íntima.

De verdad creí que era un ciervo, dice Mathilde.

El camino lleva hasta un claro, una pradera de hierba muy crecida en la que la luz horizontal hace que cada hoja se presente definida y separada del resto. La inundan la serenidad y la calma de los primeros días de otoño, cuando parece que todo progreso ha quedado en suspenso, todas las consecuencias indefinidamente aplazadas. Monsieur Hennequin, haciendo caso omiso de lo que Harry Schuwey explica en ese momento, se agacha para coger unas reinas de los prados, que ofrece a su esposa. Ese momento le recordó el año en que la había cortejado.

Escogiste esta mujer al tiempo que te la apropiaste. El grado de convicción a la hora de elegir dependió de la estimación de hasta qué punto te pertenecía en exclusiva. Acabó por pertenecerte enteramente, y entonces pudiste decir: la he elegido.

Camille coge las flores con su mano enguantada. Y Mathilde se las prende en la blusa.

Hay que creer que lo que uno elige para sí es bueno. Pero una parte de ti mismo —esa parte astuta que escuchó a otros hombres y que sabía desde la infancia que la vida favorece a quienes se favorecen a sí mismos— permaneció escéptica. Al casarte con ella, perderías la oportunidad de casarte con otra. Al poseerla, limitarías tus posibles poderes de posesión. Cierto es que todavía podías escoger una amante. Pero al fin y al cabo, lo mismo podría decirse de la elección de ésta. Y así tu parte escéptica se preguntó: ¿Es ella lo bastante deseable para convencerme consistentemente de mi buen sentido al hacerla mía? ¿Es tan deseable que pueda consolarme por haberla encontrado deseable precisamente a ella y no a cualquier otra?

Camille se ríe de un chiste de Mathilde. Monsieur Hennequin camina entre la hierba crecida como un hombre entrando en el agua. Harry Schuwey está explicando por qué será beneficiosa para el comercio la anexión oficial del Congo, que tuvo lugar hace dos años.

De haber sido No la respuesta, la habrías dejado, como si hubiera dejado de existir.

Nunca había visto mariposas tan grandes, grita Monsieur Hennequin y, alejándose corriendo, intenta cazar una con el sombrero.

A fin de consolarte por la pérdida de todas o casi todas las mujeres del mundo, ella tenía que convertirse en un ideal. Colaboró contigo en la elección de las cualidades que habrían de idealizarse. Tú escogiste la inocencia, la delicadeza, el instinto maternal, la espiritualidad de Camille. Ella las realzó para ti. Suprimió todos aquellos aspectos de su personalidad que pudieran contradecirlas. Se convirtió en tu mito. El único mito que era enteramente tuyo.

Schuwey está explicando que los métodos coloniales del rey Leopoldo y su particular Estado Libre del Congo se habían considerado eficaces hace veinte años y que era una hipocresía por parte de las potencias europeas condenar el uso de los trabajos forzados y de las duras medidas represivas cuando ellas mismas habían utilizado métodos similares, aunque menos eficazmente. No obstante, dice Schuwey, es cierto que los reyes hacen malos negocios porque siempre dan más importancia a las rentas que a la inversión.

Y tú, tú has idealizado otras cualidades distintas en Mathilde. Ella tiene un temperamento diferente y todavía no es tu esposa, sino tu amante. Dices que tiene el cuello más bonito del mundo. Crees que es perezosa como sólo pueden serlo las mujeres que aman el placer. Te enorgulleces de que es diabólicamente atractiva para los hombres. Idealizar esta última cualidad resulta extraordinariamente gratificante, siempre que vaya acompañada de una segunda proposición —sobre la que te sientes menos seguro—: y a mí no me engaña.

Cuando penséis en abandonar a Camille, cuando consideréis que, después de todo, Mathilde es demasiado extravagante y voluble, no será porque no estéis satisfechos con lo que son, sino porque ya no serán capaces de compensaros por lo que no son.

Os odio. No tenéis el poder por vuestras riquezas, sino porque la mayoría de los hombres os obedecen. Aprenden a envidiaros, y la envidia lleva a la obediencia. Quieren ser como vosotros. Por eso se atienen a las mismas leyes, y al final escogen la obediencia por su propio bien.

Vuestro poder es miserable. Vuestros ojos tienen la mirada fija de los muertos que se ponen en las ventanas para hacer creer a la multitud abajo que está siendo observada. Las orejas, que son las facciones más inocentes, más receptivas del rostro, se convierten a ambos lados de vuestra cabeza en unos apéndices inútiles, vestigios de una era anterior, como los inútiles pezones que tenéis en el pecho. ¿Dónde vivís? ¿En las yemas de los dedos? ¿En el corazón? ¿En el fondo de vuestros sueños? ¿Entre los hombros?

Vivís en el espacio mal iluminado, mal ventilado, entre la última capa de piel y la ropa. Vivís en el entresuelo por el que deambuláis. Vuestras pasiones parecen sarpullidos.

Oigo la alondra, dice Camille, pero no la veo.

No podéis amenazarme. Vuestra existencia me reconcilia con la muerte.

No quiero vivir para siempre en un mundo dominado por vosotros; la vida en él ha de ser breve. La vida escogería la muerte antes que vuestra compañía. E incluso la muerte se muestra reacia a llevaros con ella. Viviréis mucho.

Monsieur Hennequin se acerca al grupo parado en una esquina de la pradera. Lleva las manos juntas por delante del cuerpo. Parece que ha cazado la mariposa.

Déjala ir, dice Camille, eres peor que un chiquillo.

No le habrías dicho lo mismo a Linneo, contesta Monsieur Hennequin.

¿Quién era ése?, pregunta Schuwey.

Monsieur Hennequin agita la mano en el aire, por encima de su cabeza, y la abre. No hay mariposa. Se ríe estrepitosamente.

Cuando os reís, os reís como locos (resoplando, momentáneamente aliviados) de esa persona que podríais haber sido y que la broma ha venido a recordaros por un momento.

No bien desaparece uno de vosotros, ya ha ocupado otro su puesto, y el número de puestos va en aumento. Habrá escasez de todo en el mundo antes que de gente como vosotros.

Después de la pradera, el camino conduce a un punto desde el que se divisa un amplio panorama de la llanura y las primeras estribaciones meridionales de los Alpes. Cuando se callan, el silencio, la extensión del lago, la nieve en una sola de las cumbres alpinas, la prolongación de la tarde otoñal, se combinan en una amalgama que es como una lente para la imaginación, incluso la de los que no suelen ser imaginativos: la lente les permite echar un vistazo al espacio en torno a sus vidas.

¿Por qué iba a temeros? Sois vosotros los que habláis del futuro y creéis en él. Utilizáis el futuro para consolaros de la juventud que nunca tuvisteis. Yo no. No me alcanzará vuestra continuidad monstruosa y ridícula; me iré, como se ha ido Geo Chávez. Estaré muerto, ¿por qué iba a tener miedo?

Ahora temo la idea: la idea de vuestra inmortalidad, la idea de la eternidad que imponéis sobre los vivos antes de su muerte.

El camino de vuelta al coche vuelve a hacerlo en compañía de los dos hombres, afable. El bosque está más oscuro y más frío. El olor a pino es más fuerte. En la penumbra de los árboles, la unidad de éstos es más pronunciada. Pequeñas protuberancias sobresalen a lo largo de una vara de alerce. Cuando la vara era más pequeña, cada una de ellas era una aguja. Cuando la vara se convierte en rama, éstas se transforman en ramitas. Y las ramas salen del tronco de la misma manera. El bosque es el resultado de la misma puntada interminablemente repetida.

Al ayudar a Camille a subir al automóvil, le pasa un nota. Ella la leerá después. Dice: Grulla mía, mi pequeña, la más deseada, tengo algo que decirle a solas. Reúnase conmigo mañana por la tarde. Mañana por la tarde la espero en un automóvil delante de la estación de Stresa.

Monsieur Hennequin descubrió la nota aquella misma noche. Camille la había dejado entre las páginas de las Poésies de Mallarmé, que por aquellos días llevaba siempre consigo. La lámpara de aceite del escritorio empezó a echar humo; llamó a su marido, que estaba en la habitación contigua, y le pidió que la ajustara. (En su casa de París ya tenían electricidad.) Monsieur Hennequin dejó caer el libro sin querer. La nota revoloteó y cayó separada al suelo. Se agachó para recoger el libro y la nota. El trozo de papel doblado lo intrigó: se preguntó si Camille habría empezado a escribir poesía. Lo desdobló. La nota estaba firmada. La volvió a meter en el libro, besó a Camille y salió de la habitación como si nada hubiera ocurrido.

Camille, ajena a todo, ordenó a la camarera que le preparara un baño. Había decidido ignorar la nota. Pero no podía dejar de hacerse la misma pregunta, intentando encontrarle una respuesta: ¿qué tengo yo que lo hace tan insistente y alocado?

Un cuarto de hora después, Monsieur Hennequin había evaluado en toda su magnitud la ofensa de la que había sido objeto, y entró en el cuarto de su mujer sin llamar y como si acabara de descubrir su infidelidad. La puerta se golpeó contra la pared. Camille se había deshecho el moño y estaba en bata. Monsieur Hennequin no alzó la voz. Habló entre dientes, desabrido.

Camille, debes de estar loca. ¿Puedes darme una explicación?

Ella lo miró sorprendida.

Abre ese libro, ya sabes lo que hay dentro. Hay una nota... una nota con una cita dirigida a ti. ¿De quién es?

No tienes ningún derecho a espiarme. Es humillante para los dos.

¿De quién es?

Puesto que la has leído y está firmada, debes de saberlo.

¿De quién es?

Pues dímelo tú, y dime también de paso cuántas cartas he recibido del mismo caballero. Te estás comportando como un estúpido, Maurice.

¿De quién es?

Estaba de pie delante de ella, envarado, con los puños cerrados y la cabeza ligeramente caída, de forma que veía el lugar en el que la había besado antes de salir de la habitación para decidir qué debía hacer. Ella, sentada, o bien tenía que levantar la cabeza, de forma que parecía que se retiraba acobardada, o bien observaba la cadena del reloj de su marido, a unos centímetros de su cara. Se quedó mirando la cadena del reloj.

No tengo nada de qué avergonzarme, dijo. No tenía intención de contestar a esa nota, que he encontrado muy alocada y no he hecho nada que lo animara a esto. Tienes que creerme.

¿De quién es?

¿Es que no puedes decir otra cosa, Maurice? ¿Por qué no me preguntas a mí lo que ha sucedido antes de lanzarte a sacar conclusiones?

¿De quién es?

Dios mío, ¿qué te pasa?

Quiero oírte decir su nombre.

Pues no pienso darte el gusto.

Exactamente. Porque sabes tan bien como yo que tu voz te traicionaría. No serías capaz de reprimir tus sentimientos, si así se les puede llamar; no serías capaz de impedir que tu voz te delatara. Dime su nombre.

Me niego. Esto es absurdo.

Te niegas. Claro que te niegas; os he visto juntos. Estaba ciego. Cegado por mi confianza en ti. Pero ahora puedo ver. Desde el momento en que lo viste empezaste a coquetear con él, te pusiste a su lado, mirándolo con los ojos en blanco, murmurándole cosas al oído...

Te has vuelto loco. No tienes ningún derecho a decirme esas cosas. No he hecho nada.

¡Que no has hecho nada, dices! En dos días no has tenido tiempo de hacer nada, como tienes la delicadeza de asegurar. Pero te hubiera gustado, y le has interesado, como... como una prostituta.

Ella intentó alejarlo con las manos. Entonces bajó la cabeza y se echó a llorar.

Regresaremos a París mañana por la tarde, dijo él. Puedes decirle a Yvonne que prepare el equipaje. Se acercó a la puerta y se volvió a mirarla. Lo vergonzoso de todo esto, lo que me repugna, es la vulgaridad, continuó. ¡En dos días, delante de mis ojos y en un pueblo en el que por necesidad teníamos que tropezarnos unos con otros!

¡Tropezarnos!, dijo ella entre lágrimas, pero enfadada.

Mañana le advertiré que si vuelvo a verlo contigo, le dispararé... y no habrá tribunal en Francia que no esté de mi lado. Le dispararé como a...

¿No sería más honorable retarlo a duelo?

Me parece que te crees una de esas grandes cortesanas. Pero no tienes ni el tacto ni el encanto necesarios. Y además vives en el siglo XX.

Te suplico que no hables con él.

¡Él!

Veía sus senos blancos, altos, por el escote de la bata.

Vayámonos a París si eso te satisface, pero no le hables.

Evidentemente, Camille, tienes miedo de lo que pueda enterarme por él.

Muy bien.

Sacó la llave de la puerta y salió de la habitación. Cogió la llave para que ella no pudiera encerrarse. Ya lo había hecho en otras ocasiones después de una pelea; y tal vez, más tarde, aquella noche —lo sabía ahora— decidiera follarla como a una prostituta.

Camille durmió sobresaltada. Se levantó a las seis. Su marido no estaba en su cuarto, y al parecer no había dormido allí. Abrió las contraventanas. El cielo estaba azul, totalmente despejado. El día todavía no había cogido su propio ritmo; el tiempo, como la calle casi vacía, parecía alargarse. La extensión del día y la profundidad del cielo azul constituían un escenario cuyas proporciones le dieron un repentino escalofrío. Desde la ventana se veía la estación de ferrocarril.

Esperó inquieta a que se hiciera una hora decente para enviar a Yvonne con un recado a Mathilde, pidiéndole que se reuniera con ella lo antes posible porque necesitaba su ayuda.

Mientras esperaba pidió café.

Desde la ventana, vio un gato cruzar el patio con esa fugacidad decidida que caracteriza a los gatos cuando tienen acceso directo a lo que quieren. El gato había oído el ruido del molinillo de café en la cocina. Una joven camarera, sentada en una banqueta, le daba vueltas sujetándolo entre las rodillas. Para el gato este ruido significaba leche. Cuando terminara de moler el café, se dirigiría a la alacena y sacaría una gran jarra de cremosa leche. Luego la pasaría a unas jarritas de plata, y si el gato se frotaba contra su pierna, también le echaría un poco en un plato azul y blanco desportillado y se lo pondría junto a la puerta del patio.

Pasó revista al armario varias veces para decidir lo que se iba a poner ese día. Cogerían el tren hacia París. Se la llevaban de vuelta a su casa y a sus niños como si también ella fuera una niña que se había portado mal. Tenía un traje de lino oscuro forrado de satén estampado que era muy apropiado para viajar. No obstante, decidió que se pondría el trotteur color lila. La hacían regresar a casa a la fuerza.

No necesitaba a Mathilde para que la aconsejara, sino para que la ayudara. Mathilde era una persona, pensaba Camille, con unos principios muy diferentes a los suyos y con un gusto mucho más dado al lujo. Mathilde entendía los contratos y, como los entendía, podía cumplirlos. Cuando se casó con Monsieur Le Diraison, quien tenía a la sazón sesenta y cuatro años, ella se comprometió a hacerle feliz lo que le quedaba de vida a cambio de la herencia que recibiría a su muerte. Y durante cinco años había mimado como a un niño a aquel viejo enfermo. Ella, Camille, habría sido incapaz de llevar a cabo un trato semejante; creía que la vida debería ser mejor que eso. Creía en una justicia cuya esencia era espiritual, no material. Le gustaba la parábola de los vendimiadores, en la que el último en ser contratado, que sólo había trabajado una hora, recibió la misma cantidad que aquellos que habían soportado la fatiga y el calor de todo el día.

Necesitaba el auxilio de Mathilde precisamente porque quería remediar una injusticia. Si su marido había hablado con él, como había amenazado de hacerlo (y su ausencia confirmaba que ése debía de ser el caso), quería ir al pueblo aquella mañana acompañada de Mathilde con la esperanza de encontrarlo. No deseaba volver a verlo, pero quería que supiera que por impropia, imprudente y equivocada que hubiera sido su manera de perseguirla, ni por un instante ella había pensado que fuera una bajeza.

Suponía que Mathilde rechazaría su plan por quijotesco e infantil. Pero sabía que haría lo que le pidiera: en parte, por amistad, y más aún porque le horrorizaba el aburrimiento.

¿A qué esperamos en esta horrible ciudad?, había preguntado Mathilde ayer por la mañana. ¿Sabes lo que creo yo, querida? Pues creo que estamos esperando a la muerte del héroe.

Cuando el tren de cercanías entró en la estación de Domodossola, Monsieur Hennequin abrió la puerta del vagón, preparado para saltar al andén. No estaba impaciente y sabía que tenía tiempo para matar, pero cuanto más deprisa actuara, más seguro estaba de lo acertado de su decisión. Algunos trabajadores se bajaron del mismo tren, pero en lugar de dirigirse hacia la salida, cruzaron las vías, camino de las vías muertas. No había taxis a la entrada de la estación y sólo se veía una persona en el extremo opuesto del Corso.

Se pasó la mano por el bolsillo lateral para convencerse una vez más de que la pistola automática seguía estando allí. Había tenido que hacer un tedioso viaje nocturno para conseguirla. Su volumen, al igual que la rapidez de sus acciones, era una confirmación de su buen obrar; era como oír decir a un conocido: Maurice actuó con calma y firmeza.

Al pasar delante del hotel, alzó la vista a la ventana de su cuarto y recordó el sarcasmo de Camille con el duelo. Era el momento del día en que tradicionalmente tenían lugar los duelos y las ejecuciones. Se dijo que después de una noche en vela, de madrugada, antes de que el día haya comenzado para la mayor parte de la gente, uno tiene un sentido más fuerte de su propio destino.

Caminó hacia el centro de la ciudad, en donde hay una piazza de forma irregular con soportales. Por si llovía durante la noche, habían metido bajo los soportales la pizarra con el boletín médico de Chávez emitido la noche anterior. Estaba medio borrado en una esquina. La inestabilidad e irregularidad de las funciones cardíacas del paciente le producen una ansiedad constante...

Grandes postigos de madera cerraban los escaparates de las tiendas bajo las arcadas. Estaban pintados de verde, pero como habían sido pintados en momentos diferentes, cada uno tenía un tono distinto y definido. Sobre los postigos se leían los letreros. Varios apellidos se repetían más de una vez en tiendas distintas. Cuando éstas estaban abiertas, era evidente, por lo que exhibían en sus escaparates, que eran poco más que puestos no muy bien surtidos en una remota ciudad provinciana. Pero con los postigos cerrados parecían diferentes. Era posible imaginar que eran tiendas repletas de artículos extraños. Monsieur Hennequin rodeó varias veces la plaza.

Le hubiera gustado que Camille presenciara el inminente encuentro. Vería cómo quedaba desenmascarado aquel joven y salía a relucir lo que era: un cínico galanteador, un vulgar delincuente. Y también sabría lo lejos que estaba dispuesto a ir él, su marido, a fin de protegerla.

Ya no culpaba a Camille por lo que había sucedido. La noche pasada había entrevisto en ella a la puta que, según Monsieur Hennequin, hay en toda mujer, pero que sólo aparece si se la priva del control que requiere su naturaleza. Había pasado por alto la advertencia implícita en la pasión de su esposa por Mallarmé: aquella poesía había exacerbado su gusto por lo ilimitado, lo infinito. Pero terminó convenciéndose de que su mujer no era culpable: era inocente. Su debilidad era la debilidad de su sexo.

Al protegerla de esta debilidad, al poner fin a las felonías de aquel joven lascivo, obraba en nombre de todos los maridos y en favor de todas las esposas. Otras mujeres mucho más astutas que Camille, mucho más aptas para defender sus intereses, tenían la misma debilidad: la debilidad de sucumbir a la primera impresión, que en ellas siempre era falsa. Mujeres capaces de hacer bailar a varios hombres en las yemas de los dedos se volvían tan impresionables como una niña de once años ante alguien a quien todavía no conocían. Las mujeres podían ser calculadoras, podían trazar complicados planes estratégicos y tácticos, podían ser pacientes y persistentes, podían ser despiadadas y generosas, pero sus primeras impresiones eran invariablemente erróneas. No veían lo que tenían delante de las narices. Por eso los galanteadores, mientras sus tratos fueran con mujeres, no tenían que disimular ni que hacerse notar.

Monsieur Hennequin llegó a pensar que lo que se proponía hacer era un deber que le imponían la debilidad y la inferioridad de los otros. No era consciente de que tenía que defender sus propios intereses o de que tenía que intentar escapar a la soledad impuesta. Salió de los soportales y dejó atrás las tiendas cerradas.

Monsieur Hennequin se detuvo en el umbral de la habitación. No creo que se sorprenda de verme, dijo y cerró la puerta tras él. Los caballeros no somos esos estúpidos por los que usted nos toma, continuó, y sabemos exactamente cómo tratar a los tipos de su calaña.

El cuarto era modesto, de suelo de madera basta. En la cama, en lugar de mantas, había un gran edredón con una cubierta blanca. Las almohadas no estaban rellenas de plumas, sino de paja. Era el hotel en el que solían alojarse los conductores del correo del Simplon. G. estaba todavía en la cama, pero se incorporó y se apoyó en el codo.

En cuanto cerró la puerta, Monsieur Hennequin apuntó con la pistola al hombre recostado en la cama. O termina usted con esto o lo mato.

El hombre miró la pistola desde la cama. (¿Puede la simple visión del metal de una pistola recordarle tan intensamente el olor de la armería de su infancia?) Continuó oyendo la voz de Monsieur Hennequin como si estuviera en el cuarto de al lado.

Si lo vuelvo a ver en compañía de mi mujer, aquí o donde sea, lo dejo en el sitio.

Monsieur Hennequin era del todo consciente de hacia dónde apuntaba el arma que tenía en la mano —no era su vida la que corría peligro—. Además, desde el momento en que la descubrió, sabía que la nota era una prueba que le garantizaba que no recibiría más que una sentencia puramente nominal aun en el caso de matar al hombre acostado en la cama. No había nada amenazando en su vida y estaba poniendo fin a algo que más adelante se podría convertir en un serio peligro. Pero la invocación, el uso de la amenaza de muerte puede tener a veces un efecto más amplio del pretendido. Una vez que se ha invocado la muerte, la elección de quién debe morir puede parecer extrañamente arbitraria. En cualquier caso, Monsieur Hennequin empezó a temblar.

No estaba asustado, pero sentía que ese momento estaba justificando toda su vida. Era como si ahora estuviera dispuesto a escoger su propia muerte antes que negociar o negar el sentido de su vida. Lo importante era la elección de la muerte; quien fuera a morir —sin dejar de apuntar al hombre que tenía frente a él, acostado en la cama— carecía de importancia. Ya no importaba que Camille presenciara o no la escena. Amenazar la vida de un enemigo reconocido o quitársela equivalía a realzar la suya. El descubrimiento de un nuevo poder lo excitaba.

Si llego a tener el menor motivo para sospechar que la ha visto, le dispararé como a un perro, mientras duerme.

G. se echó a reír. El espectáculo había terminado, y la verdad que se revelaba le era absurdamente conocida. La verdad era Monsieur Hennequin con una pistola en la mano, temblando visiblemente y escupiendo sus palabras acompañadas de extraños gritos de placer.

Si lo veo acercarse a la mujer de cualquier colega o conocido mío, le dispararé no bien se aparte del grupo.

A menudo le habían preguntado: ¿por qué te ríes, cariño?

Tras días de intriga y esperanza y maquinaciones, tras dudas y escrúpulos, tras osadía y timidez y más osadía, ¿qué verdad se descubre? Sus pantalones estaban colgados en una silla, la bata de la mujer tirada a un lado o el cubrecamas retirado: aparecen dos triángulos definidos de vello oscuro y en ellos esas partes cuya forma exacta aprenden a reconocer los estudiantes de primero de medicina como características de toda la especie humana. No hay posibilidad de confundirlos, y en esta carencia total de ambigüedad hay una banalidad verdaderamente cómica. Cuanto más tiempo se lleve la máscara, cuanto más tiempo se oculte lo conocido, más cómica será la revelación, pues más atónitos se supone que se quedarán ambos ante lo que siempre han sabido.

Intentó aprovecharse de la inocencia de mi mujer, de la misma manera que estoy seguro que se aprovechó de Dios sabe cuántas desafortunadas. Pero esta vez, a Dios gracias, no es demasiado tarde.

Cuando Beatrice se tendió en la cama riéndose, ya no se reía del absurdo hombrecillo de negro montado en el cabriolé, sino de lo que sabía que se haría entonces palpable en su cama, bajo el retrato de su padre, conforme a una libertad que le había dado al parecer una picadura de avispa.

Cállese. Deje de reír. O le atravesaré el pecho con una bala ahora mismo.

Continuó riéndose porque por fin se encontraba cara a cara con la normalidad. Era en parte una risa de alivio, como si, contra toda razón, hubiera temido que el otro pudiera ser excepcional en esto. Y en parte también se reía de que la primera gran broma del lugar común fuera inexorable, como la erección del pene.

Monsieur Hennequin pensó que su risa era la de un loco solo en la celda. Y la idea de que aquel hombre lujurioso acostado en la cama pudiera estar loco lo perturbó y lo desanimó, porque creía que, aunque los locos tuvieran que ser enérgicamente reprimidos y en ciertos casos exterminados, la locura en sí, era, sin embargo, autoderrotista y, por consiguiente, su enemigo declarado representaría una amenaza menos sustancial que aquella a la que él estaba resuelto a poner fin sin vacilación ni medias tintas.

Es usted un loco, dijo. Pero loco o cuerdo, no le avisaré una segunda vez.

Monsieur Hennequin se aproximó de espaldas hasta la puerta, prolongando hasta el último momento la excitación (que la risa alocada había rebajado en gran medida) que le producía apuntar con un arma al hombre que había intentado seducir a su mujer.

Madame Hennequin y Mathilde Le Diraison avanzan en un destartalado carruaje, con la capota toda agujereada y un cochero con sombrero de paja, por la Via al Calvario, hacia la iglesia de San Quirico, que se encuentra al sur de la ciudad, a diez minutos del centro de Domodossola.

Se encontraron con G. en la Piazza Mercato. Él las saludó rápidamente y, mirando a Camille, dijo: Su marido, armado con una pistola, acaba de amenazarme con pegarme un tiro si volvía a hablar con usted. Debo volver a hablar con usted. La esperaré en la iglesia de San Quirico. No podemos hablar aquí. Venga en cuanto pueda. Luego, sin darles tiempo a contestar, dio un paso atrás y desapareció en los soportales.

Tu amigo es algo más que dramático, observó Mathilde.

¿Crees que es verdad?

Que Maurice lo ha amenazado, sí.

No tiene una pistola.

Todos los hombres tienen un amigo que tiene una pistola.

¿Crees que Maurice es capaz de matarlo?

¡Por ti, querida, los hombres harían cualquier cosa! Mathilde se ríe.

No bromees, por favor.

¿Estás de verdad hablando en serio?

Cuando Camille oyó que su marido lo había amenazado con una pistola, recordó el día de su boda. Su cólera ante la injusticia de semejante acto, su vergüenza por él, su resentimiento por el hecho de que hubiera ignorado sus protestas y sus súplicas, la hacían plenamente consciente de que era su esposa, o, para ser más exactos, de que se había convertido en su esposa por su propia voluntad. Hasta ese momento, ser Madame Hennequin le había parecido una parte natural de su vida; su matrimonio era una parte de la misma continuidad que la había llevado desde la infancia al momento actual, pasando por la juventud. Había habido malos entendidos y disputas entre ella y su marido, pero nunca había sentido que su vida se escapara a su control, que lo que estaba sucediendo no fuera connatural a ella. Recordó que en su boda, Maurice y ella se habían arrodillado —aislados, solos, delante de toda la congregación, pero juntos, de forma que ella sentía su calor—, para recibir la comunión. Él se había arrodillado con timidez y con lo que ella entonces consideró verdadera humildad. Pero ahora lo imaginó poniéndose en pie con una pistola en la mano y una expresión de insensibilidad total en el rostro.

De pronto, su furia se cambió en sorpresa con un pensamiento que le devolvió un poco de su identidad natural, que sugería que no estaba del todo desamparada y que confirmaba la sensación de que su esposo la estaba tratando injustamente. Este pensamiento era: Ese hombre sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro, porque me ve como soy.

No, no hablo en serio, dice Camille.

Deberías convencerlos para que se retaran en duelo.

Eso es lo que le dije a Maurice. Dijo que no era moderno.

No entiendo qué tiene que ver en esto la modernidad. Los hombres no cambian a ese respecto.

¿Tú crees que nosotras sí?

Tú estás cambiando. Te has transformado. Eres una persona diferente de la que eras hace dos días. Si pudieras verte ahora...

¿Qué vería?

Una mujer con dos hombres enamorados de ella.

Mathilde, por favor, prométeme una cosa: no me dejes sola con él bajo ningún concepto.

¿Ni siquiera si los dos insistís en ello?

Ahora estoy hablando en serio. No lo veré a no ser que me lo prometas.

Afortunadamente, Harry no es celoso. Bueno, es celoso, pero no hasta el punto de disparar a alguien o amenazarlo. Luego, a solas conmigo, puede hacerme una escena, pero eso lo resuelvo rápido.

De ello depende su vida, dice Camille. Prométemelo, por favor.

Creo que Harry es el tipo de hombre que podría suicidarse en según qué circunstancias, pero nunca dispararía a nadie. ¿Qué crees que haría él, Mathilde señala con la cabeza hacia el lugar al que se dirigen, si tuviera razones para estar celoso?

¿Celoso de mí?

Sí, dice Mathilde sonriendo.

Cuando pensó «sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro», su visión de él se modificó. La modificación fue también retrospectiva. Ahora se ilumina lo que había notado pero no recordado. Cientos de detalles se unen para formar a ese hombre completo ante ella. Todo lo que le había visto hacer la atraía hacia él. Sus propias impresiones se precipitaron hacia su persona, se pegaron a él, como magnetizadas, y recubriéndola se convirtieron en sus características. Su cabeza se dirigía hacia ella. Vio dentro de ella. Era una cabeza más grande de lo normal. Parecía embestir al hablar. Grandes rizos le caían sobre la nuca. La parte superior de sus orejas estaba tapada por otras espesuras. Las manos, con las que gesticulaba continuamente, eran más pequeñas de lo normal. Y tenían las venas muy pronunciadas. Cuando abría la boca, los dientes partidos la hacían parecer más grande de lo que era. Miraba fijamente. Sus pies, al igual que sus manos, eran pequeños. Caminaba con paso ligero y delicado, pese a que era cargado de hombros y echaba la cabeza por delante. Le pareció que cada una de estas características era un aspecto elocuente de su naturaleza, como una madre adivina las características de su hijo antes de que éste empiece a hablar o pueda sostenerse solo.

Creo que me mataría y luego se suicidaría, dice Camille riéndose.

¿Dónde vive? Sería una suerte que fuera en París.

No lo sé. Dice que es medio inglés medio italiano.

Eso explica mucho, observa Mathilde.

Por favor, prométemelo, dice Camille.

¿Te ha contado cómo se partió los dientes?

Mathilde, escúchame, esto podría ser una cuestión de vida o muerte.

Tiene una expresión que sólo he visto en otro hombre.

¿Quién?, pregunta Camille.

Era un amigo de mi marido, una armenio que se enamoró de mí.

La desesperación inunda de lágrimas los ojos de Camille. Mathilde baja la voz y le susurra: Camille, puedes fiarte de mí. Pero eres muy ingenua con estas situaciones. El peligro es Maurice, y ahí puedes contar conmigo.

Camille reclina la cabeza en la polvorienta tapicería de cuero y reposa su mano enguantada en el brazo de Mathilde.

¡Qué calor hace hoy!, dice Mathilde. Hay días en los que sencillamente no son posibles las grandes pasiones. ¡El tiempo es el mejor amigo de la mujer!

Vamos a llegar demasiado pronto. No quiero tener que esperar por él. Mathilde, dile que vaya más despacio.

Camille se toca la frente y al hacerlo repara en su mano. Le parece extremadamente pequeña y fina, al igual que las muñecas y los antebrazos. Quiere aparecer tan fresca y tan intrincada como el encaje blanco (recuerda un cuadro que vio una vez de una niña columpiándose en un jardín de Montpellier cuyas enaguas estaban rematadas con encaje blanco). Así quiere aparecer, en este remoto paisaje verde y espeso, durante los pocos minutos que le quedan antes de regresar a París, donde hay más ropas que árboles y las calles parecen habitaciones.

El carruaje se para junto a la iglesia. El mismo Fiat en el que hicieron la excursión a Santa Maria Maggiore está aparcado a la sombra de un plátano. No se ve a nadie. Ordenan al cochero que espere. Él asiente con la cabeza, se baja y se tumba en la hierba al lado de la carretera. Uno de los faros de bronce del Fiat refulge al sol. Camille baja la cabeza y, apuntando con ella al suelo, abre la sombrilla; Mathilde apunta al cielo al abrir la suya. Rodean la iglesia juntas.

Está sentado en un banco de piedra del lateral norte. Besa a Camille en la mano y luego toma a Mathilde por el brazo, y diciéndole «usted es su mejor amiga, ella le hace confidencias, de modo que no tengo que explicarle lo que nos ha sucedido», la conduce hacia un camino bordeado de sepulturas. Camille hace ademán de seguirlos. Él se vuelve. No, dice, espere, por favor. Siéntese en donde yo estaba.

No se oye un ruido. Las puertas de la iglesia están cerradas con llave. No hay nadie en la carretera. Es difícil creer que se encuentran sólo en las afueras de la ciudad. A Camille, ese silencio le parece anormal. Piensa que en las mañanas corrientes tiene que haber vehículos circulando por la carretera, niños jugando en las inmediaciones, algún cura rezando en la iglesia, campesinos trabajando en los campos. En el silencio oye los latidos de su corazón y la voz de él, pero no puede distinguir sus palabras.

Él le está diciendo a Mathilde que lo más seguro es que ellos dos vuelvan a encontrarse y que siempre estará en deuda con ella si lo ayuda a realizar su plan. Ama a Camille: nunca ha estado solo con ella; ya no puede escribirle; todo lo que le pide es que tome el carruaje y los espere junto al Colegio Rosmini —el cochero lo conocerá— donde él y Camille irán a reunirse con ella en el automóvil media hora después. Ése es el tiempo que necesita para explicar sus sentimientos a la mujer de la que está desesperadamente enamorado. Habla con cierta frivolidad, como si no necesitara convencer a Mathilde o como si supiera que es inútil intentarlo.

Mientras suplica a Mathilde estas cosas, no pierde de vista a Camille y se las ingenia para hablarle a Mathilde al oído, para hacerla reír una o dos veces, para no soltarle el brazo y para dar a su connivencia la impresión de intimidad.

El tono con el que habla intriga a Mathilde. No la obliga a decidir si lo que dice es verdad o no. Si lo que dijera fuera demasiado creíble, estaría obligada, como amiga de Camille, a encontrarlo increíble. Si lo que dijera fuera obviamente falso, estaría obligada a decírselo a él. Pero tal como suena, no llega a plantearse la cuestión de si es verdad lo que dice, porque en su forma de hablar él está suponiendo que ella ya sabe la verdad. Pero no la sabe. Y el hecho de que no la sabe despierta en ella una gran curiosidad. Si ella no puede descubrir la verdad directamente, entonces la tendrá que descubrir Camille y contársela. La verdad, piensa, no debe de ser tan terrible, porque si lo fuera, él no habría supuesto tan fácil y naturalmente que ella ya la sabía. Enseguida se fía de él porque no le da ninguna razón por la que hacerlo. Es de Maurice de quien Mathilde no se fía. Y a fin de convencerse de que no está siendo imprudente en nombre de su amiga, se imagina que podrá pedirle a Harry, quien está en una posición que le permite ejercer cierta presión profesional sobre Maurice, que lo persuada para que sea más razonable. Dice que llevará el carruaje hasta el colegio si Camille está de acuerdo.

Camille los ve pasear de arriba abajo detrás de las sepulturas, que, viejas y erosionadas, tienen la forma de una galleta a medio comer. La anomalía de la situación enfada e impacienta a Camille. Se pregunta por qué, después de todos los riesgos que ha corrido, tiene que quedarse ella ahí sentada mientras Mathilde bromea con él. Decide que tiene que hablarle a solas.

Unos minutos después, el cochero se levanta frotándose las rodillas. Mathilde se sube al carruaje y le dice adiós a Camille con la mano. ¡No tardes!, le grita, ¡no puedo hacer milagros! Cuando el carruaje, que tiene torcido el eje trasero, se aleja por la desierta carretera, Camille piensa: Mathilde piensa que en París me convertiré en la amante de este hombre con el que acabo de permitir que me dejen sola.

Hay una mirada que puede asomar en los ojos de una mujer (y en los de un hombre, pero muy raramente) que no encierra ni orgullo ni disculpa, que no pide nada, que no promete aventura alguna. Esta expresión de los ojos puede ser interceptada por otro, pero no se dirige, en el sentido más común de la palabra, a otro: no tiene en cuenta al receptor. No es una mirada que pueda aparecer en los ojos de un niño porque los niños no tienen conciencia de sí mismos; tampoco en los de la mayoría de los hombres porque son demasiado cautelosos; ni tampoco en los de los animales porque no son conscientes del paso del tiempo. Los poetas románticos veían en esa mirada un camino que los llevaba directamente al alma de una mujer. Pero eso significaba tratarla como si fuera transparente, cuando de hecho no hay nada menos transparente en el mundo. Es una mirada que se declara a sí misma como es; no se parece a ninguna otra. De poderse comparar con algo, es comparable con el color de una flor. Es como un girasol que resultara ser azul. En compañía de otros, esta mirada se apaga pronto porque no anima ni a la conversación ni al intercambio. Constituye una ausencia social.

Su deseo, su único objetivo, era estar a solas con una mujer. Nada más que eso. Pero tenían que estar deliberadamente solos, no solos por casualidad. No bastaba con quedarse solos en una habitación porque fueran los últimos en irse. Tenía que ser por propia elección. Tenían que haberse encontrado con el fin de estar solos. Lo que seguía entonces era una consecuencia de estar solos, no la realización de un plan trazado de antemano.

En la compañía de otras personas las mujeres siempre le parecían más o menos desenfocadas. No porque no fuera capaz de concentrarse en ellas, sino porque no paraban de cambiar con respecto a sí mismas conforme tenían que adaptarse a las expectativas o las coacciones de quienes las rodeaban.

Estaba a solas con Camille, retornando al lateral norte de la iglesia, que estaba en la sombra. La agarró por el brazo. Sintió en los dedos que éste estaba más cálido por dentro que por fuera. Lo inundó una sensación de extraordinaria inevitabilidad. Esta sensación no lo sorprendió. Sabía que llegaría, pero no podía invocarla a su voluntad. Sintió la imposibilidad absoluta de que Camille fuera en modo alguno, en el rasgo más insignificante, distinta de lo que era; sintió que todo lo que la había precedido en el tiempo y todo lo que estaba separado de ella en el espacio la enfocaban; el lugar que siempre había estado reservado para ella en el mundo era ni más ni menos su cuerpo exacto, su naturaleza exacta: los ojos en tierno contraste con la boca, los pechos pequeños, las manos finas como rastrillos, las uñas comidas, su forma de caminar con las piernas extrañamente rígidas, el extraño calor de su cabello, su voz ronca, sus versos favoritos de Mallarmé, la regularidad de su pequeñez, la palidez de... Con esta concentración de significado, que él experimentaba como una sensación de inevitabilidad, empezó a aparecer el deseo sexual.

Quería decirle, dijo ella...

Tiene también voz de cigarra, la interrumpió él, no sólo de grulla. ¿Sabe lo que cuentan de las cigarras? Dicen que son el alma de los poetas que no pueden estar callados porque no pudieron escribir en vida los poemas que querían escribir.

Quería decirle, repitió ella, que quiero mucho a mi marido. Es el centro de mi vida y soy la madre de sus hijos. Creo que estaba equivocado al amenazarlo a usted, y quiero que sepa que yo no le di ningún motivo, ninguno, para que creyera que tenía que amenazarlo. Descubrió la imprudente nota que usted me escribió...

¿Imprudente? Nos hemos reunido, estamos solos, estamos hablando, y eso es todo lo que le pedía. ¿Por qué era imprudente?

Era imprudente emplear las palabras que usted empleaba, era imprudente escribir una nota.

¿Cuáles eran las palabras imprudentes?

Camille fijó la vista en un ciprés impenetrable. El silencio seguía siendo anormal. No las recuerdo, dijo en un susurro ronco. Y al decirlo recordó un verso de Mallarmé:

... vous mentez, ô fleur nue

De mes lèvres.

Le decía que era mi más deseada, la llamaba grulla mía.

Eso era imprudente.

Pero usted lo es.

La mayor parte de las inscripciones de las sepulturas eran ilegibles. Las letras formadas con trazos curvos (como la U o la G) parecían haberse borrado antes que las compuestas con trazos rectos (N o T).

Entonces debe usted irse. Por favor, váyase.

El calor de la mañana hacía que todo lo que estaba fuera del alcance o de la vista pareciera muy lejano.

No se equivocaba su marido al amenazarme, dijo él, no le faltan razones para estar celoso.

¡No tiene ninguna! Soy su mujer y lo quiero. Y no soy responsable de lo que usted sienta. Se equivoca, eso es todo... se equivoca conmigo. Usted no es vil. Creo en la nobleza de sus sentimientos. Y eso es lo que quería decirle, no animé a mi marido para que me protegiera de usted, porque no necesito ninguna protección. Hace dos días que lo conozco. ¿De verdad cree usted que se puede ganar el afecto de una mujer en tan corto espacio de tiempo? En dos semanas o en dos meses, tal vez. Pero, ¡en dos días! Se equivoca. Me da la impresión de que usted cree que la vida es como ese tiovivo del que hablaba. Y no lo es. Ya estamos corriendo un riesgo absurdo simplemente por hablar aquí. No ganamos nada con ello. Por favor, lléveme a reunirme con mi amiga en el carruaje. Mi marido y yo partimos hacia París esta tarde.

Camille hablaba con dificultad. Ya no le resultaba fácil decir esas cosas. Pero las decía sinceramente. Consideraba que renunciar era la única manera digna de poner fin a la situación actual y de reparar la injusticia y la indignidad de las amenazas de su marido. Aquello a lo que renunciaba todavía no tenía mucha importancia. Pero creía en el destino. No había habido nada en su vida que la llevara a creer que era enteramente dueña de su suerte. No pensaba que el futuro careciera de misterio, que fuera del todo predecible conforme a la decisión tomada hoy. Quería poder mirar atrás, a este momento de renuncia verdadera porque consideraba que era necesaria. Sin embargo, no se sentía obligada a responder por las consecuencias, esperadas o inesperadas, que pudieran derivarse de este momento. Podrían escaparse a su control y lo reconocía con modestia, con esperanza y con recelo.

¡Entonces la encontraré en París!, dijo él

Lo matará.

No si usted no me traiciona.

¡Traición!

Cometió una tontería guardando la nota. En París tiene que ser más cauta.

En París me negaré a verlo.

Si no tuviéramos nada en contra, dijo él, nunca descubriríamos lo que somos capaces de hacer.

Usted no sabe, no puede saber, de lo que soy capaz. Nadie lo sabrá nunca. Por favor, lléveme de vuelta.

Creo que he soñado con usted toda mi vida sin saber que usted existía. Incluso puedo adivinar lo que va a decir ahora. Va a decir: se equivoca.

¡Se equivoca!, repitió ella, incapaz de contenerse y de contener la risa.

Y era usted, Camomille.

Junto al coche le explicó lo que tenía que hacer con los pedales mientras él arrancaba el motor con la manivela. Le gustó hacer lo que le había indicado, pues le ofrecía la oportunidad de mostrarle de lo que era capaz, que su renuncia no era una forma de disimular la incapacidad.

En el extremo del capó veía su cabeza enérgica y sus hombros embistiendo a un lado y otro conforme hacia girar la manivela. Tenía los brazos delgados. La frente le brillaba con el sudor. Tras varias vueltas sin resultado, el motor arrancó. Todo el vehículo empezó a temblar, y sus manos enguantadas apoyadas en el volante temblaban al unísono con el motor. Él gritó algo que ella no oyó. Tenía la impresión de que si se bajaba del automóvil sería como saltar de la trepidación del vehículo a la inmovilidad del polvo de la carretera y las paredes de la iglesia. Saltó. Él le dio la mano para ayudarla a subir por el otro lado, en el asiento para el pasajero. Cuando se había sentado, él le subió el brazo, que quedó colgando sobre la puerta, y entonces lo besó entre el guante y la manga del vestido. Ella miró su cabeza gacha. Vio como su otra mano se posaba sobre el cabello del hombre.

Volveremos por la carretera pequeña que atraviesa el valle del Viezzo, dijo él, son sólo tres o cuatro kilómetros más.

Si tu veux nous nous aimerons avec tes lèvres sans le dire

Mallarmé

La moralidad no tiene misterios. Por eso no hay hechos morales, sino sólo juicios morales. Los juicios morales requieren hechos continuos y predecibles. La moralidad no puede acomodar un hecho nuevo y profundamente sorprendente. Puede ser ignorado o suprimido; pero una vez que se reconoce su existencia, se vuelve impenetrable a todo juicio moral porque es inexplicable.

Sabe que el hombre que la lleva en el coche es indiferente al caos que está creando en el orden de su vida. Por eso, en razón de esta indiferencia, quiere verlo como a un enemigo. Es indiferente a la forma en que ella lo ha defendido de su esposo. Es indiferente al esfuerzo que ha tenido que hacer para renunciar a él. Es indiferente a la felicidad con la que la han colmado. Todas las razones que se le ocurren para llamarlo enemigo le parecen buenas, y se da cuenta de que con cada una de ellas se vuelve más crítica y más consciente de su propia vida.

El automóvil descapotable produce su propia brisa, fresca. A Camille le parece que hay una correspondencia entre el aire fresco que sopla contra su cara y su cuello y sus brazos y el color plateado del envés de las hojas que parecen moverse sin cesar en las ramas de los árboles que dejan a su paso. Entre los árboles hay verdes lomas cubiertas de hierba. El paisaje tiene todos los detalles para ser el escenario de una conspiración: la de estar juntos, a solas.

Ella compara su indiferencia con el amor que le profesan su marido, sus hijos, su propia familia. Los oye llamarla por su nombre. No hay distinción entre el nombre que dicen y lo que esperan de ella. Camille no es Camille, sino la vida de Camille.

Camomille, dice él. Un compañero de clase solía hacer la misma broma en la escuela. Sólo una sílaba más.

¿Qué es lo que ama en mí?, pregunta ella.

Sus sueños, sus codos, la duda en las cuatro esquinas de su certeza, el extraño calor de su cabello, todo lo que desea pero teme, la pequeñez de...

No hay nada en mí que me cause temor y usted no sabe nada de mí.

¿Nada? Sé todo lo que he escrito sobre usted.

¿Quien habla?

No le importa lo que me suceda, insiste ella.

¿Por qué me pregunta, entonces?

Porque siento curiosidad por verme a través de sus ojos. Me pregunto qué es lo que le ha hecho equivocarse.

Nada me ha equivocado. Toda mi vida me ha llevado hasta usted.

Está usted tan loco como él.

¿Quién?

Maurice y usted están los dos locos.

Pero no usted y yo.

Lo matará en París.

Él para el automóvil después de un puente, en un lugar en el que parece que hay un camino que conduce hasta el arroyo.

Dentro de ocho días estaré en París, dice él.

Camille salta desde el estribo del automóvil a la quietud de la hierba y la tierra. Se posa en sus rígidas piernas y, volviéndose hacia él, lo mira con enfado. Luego da unas zancadas hasta llegar a unas acacias silvestres. Parece haberse olvidado de todo lo que aprendió sobre el porte femenino, de esa forma de moverse que tenía interiorizada como mujer. Se mueve como un niño torpón o como un adulto abatido por la pena.

Y si... y si dijera..., grita con su voz ronca al tiempo que agita los brazos convulsamente, ¡y si esto fuera París dentro de una semana! ¡Si lo hago!

Se echa a correr, tambaleándose un poco, entre los árboles.

Corre tras ella. Al oírlo, se vuelve en redondo y corre hacia él. Hay cerca un emparrado de madera abandonado por el que trepa una gruesa vid casi en estado silvestre.

Quédese donde está, le grita, y desaparece tras el emparrado y los árboles.

Al verse sola, se detiene. Empieza a desnudarse sin prisas, parándose de vez en cuando a mirar alrededor. Sobre los árboles, sobre las colinas circundantes cubiertas de bosque, que parecen puños poblados de pelo verde, ve improbables cumbres nevadas. Baja la vista para desabrocharse el corsé.

No soy yo quien se entrega a ti. No es mi yo. Ni tampoco, de ser yo tú —y créeme que ahora mismo me resulta tan fácil de imaginar como volver arriba y abajo la palma de la mano—, sería tu yo. Si quieres enumerar todas las partes de mi cuerpo, seré como cualquier otra, pues nadie ha encontrado quien pueda juzgarlas; nadie ha encontrado un pezón que juzgue al pecho, una ceja que mida la luz de los ojos, una oreja que decida la nota de la forma, la única forma, en la que podría caminar hacia ti entre los árboles. Fragmentada en todas mis partes, soy una mujer que se desnuda en un claro del bosque, junto a un arroyo, cual si lo hiciera en una habitación, escondida y expectante; la misma mujer que hace unos minutos renunciaba a ti, la misma que volverá a París y a sus hijos esta noche y que no puede imaginarse a sí misma diferente de la fiel esposa de su marido; la misma que nunca ha sido lo que soy ahora. Pero no soy la suma de mis partes. Mírame en mi totalidad, al igual que te exige a ti que te veas esa vida que tanto aprecias. Tengo tantos pelillos en la nuca como maneras puedes tener tú de acariciarme. No soy yo quien se entrega a ti; lo que te ofrezco es nuestro encuentro. Tú me ofreces la oportunidad de ofrecértelo. Y yo te lo ofrezco. Te lo ofrezco.

Le grita: te estoy esperando.

La incoherencia de su tono de voz no lo sorprende. (Parece que lo estuviera llamando un poco impaciente desde la puerta del tocador.) Las palabras empleadas en tales momentos sólo pueden ser incoherentes.

Está sentada en la hierba. El cabello suelto sobre los hombros. Tiene la blusa desabrochada. La falda y la chaqueta lila están dobladas sobre la hierba junto con otras prendas.

Como Camille ha escogido un escenario que le recuerda ciertas pinturas renacentistas de faunos y ninfas, tendemos a imaginar que tiene el cuerpo de las diosas pintadas por Ticiano. Lo que no es en absoluto el caso. Tiene los brazos delgados, el cuello tenso y anguloso; tan escasa es la carne que cubre el interior de sus muslos que éstos apenas llegarían a tocarse si estuviera levantada, con los pies juntos.

Ella lo aguarda como él esperaba. Pero no se sorprende. Esta combinación de sorpresa y de expectativas cumplidas exactamente es exclusiva de los momentos de pasión sexual y constituye uno de los factores que los apartan del paso normal del tiempo. Puede que en algún momento antes de nacer, en un nivel todavía desconocido para nosotros, hayamos percibido así toda nuestra vida. Antes de tocarla sabe lo que le revelará el hacerlo. Cuando la toque comprobará lo sola que está. Desnudándose se despojaba de los intereses de aquellos que constituyen el interés de su vida. Junto con sus ropas se desprendía de los hombres que él odia. Su cuerpo desnudo es la prueba de su soledad. Y esta soledad —sólo esta soledad— es la que él reconoce y desea. La ha sacado del dormitorio conyugal, el piso abarrotado de muebles, la calle en la que las ventanas tienen unas cortinas que de tan inmóviles podrían estar esculpidas en la piedra, las páginas de Mallarmé leídas y releídas, las ropas que encarga a su modisto y que paga su esposo, los espejos falsamente imparciales con marido y mujer, alejándola más y más lejos del lugar al que pertenece, hasta que está sola con ella misma. Ahora pueden partir, desde esta soledad de ella y desde la de él. Andiamo.

Mientras él la mira fijamente, con una intensidad que nunca había imaginado, ella se ve como una dríada, hasta tal punto alerta que es más animal que humana, rápida, sensible, veloz, cameladora, descarada. Los ve, a él y a la dríada, como una pareja, y la visión la llena de ternura. La dríada le desabrocha la camisa. Imagina a la dríada ofreciéndosele a cuatro patas, mirando al suelo, y él montándola como si fuera una cabra. Se arrastra a cuatro patas hasta quedar frente a su cara y entonces lo besa en los ojos desde arriba.

Camomille.

Inundada de ternura, a Camille le resulta imposible distanciarse de nada; la idea de la dríada queda momentáneamente borrada. Poco a poco esos momentos se van haciendo más largos hasta que la dríada desaparece, para no volver, en el olor de la hierba aplastada y en el silencio circundante, y Camille se concentra en el acto de seguir con la lengua esa costura que recorre el pene del hombre en cuyo muslo reclina la cabeza.

Está allí, bajo ella, sobre ella, junto a ella. No le puede exigir nada; nada le ha exigido. Está allí como el tupido emparrado. Está allí como una pared contra la que ella se golpeará repetidamente la cabeza. Está allí, fuera de ella, como el resto del mundo exterior que no ha reivindicado una segunda residencia en su conciencia. Ella no se ha dicho a sí misma que lo ama. Él la ha convencido de una única cosa. A diferencia de los demás hombres que ha conocido, éste la ha convencido de que su deseo de ella —de ella sola— es absoluto, de que es la existencia de ella la que ha dado vida al deseo. Antes, se había percatado de que los hombres querían elegirla para satisfacer unos deseos que ya estaban arraigados en ellos; a ella y no a otra, porque entre las mujeres disponibles, era ella la que más se aproximaba a lo que necesitaban. Pero este hombre no parece necesitar nada. La ha convencido de que el pene que se bandea sobre su cara tiene ese tamaño, ese color y ese calor únicamente por lo que ha reconocido en ella. Piensa que cuando entre en ella, cuando ese quinto miembro suyo coronado en forma de ciclamen —inflamado de sangre, palpitante, sedoso— llegue tan cerca del centro de ella como le permita su pelvis, este hombre habrá regresado al origen de su deseo: ese centro. El sabor del prepucio y de la primera lágrima de semen transparente que ha asomado en la corona de ciclamen, suavizando aún más su superficie, es el de ella misma hecha carne en otro.

Que no se acabe nunca, susurra despacio y tranquila. Amor mío, amor mío.

Fornicaban en la hierba. Ambos sentían como si ya no estuvieran acostados, sino erguidos, caminando, mientras lo hacían; hacia el final, se echaron a correr entre las altas hojas de hierba húmeda. Él imaginaba además que alguien venía corriendo a su encuentro.

Están todas ahí. ¿Qué hago para abrir esas palabras y sacarles su significado original y, sin embargo, potencial? Están todas a su tiempo y al mismo tiempo. Me resulta de una indiferencia suprema el que la dulce garganta sea mía o tuya. Que la palabra suprema alcance aquí y ahora su supremacía. Carece de importancia de quién es cuál. Todas las partes son una. Están todas unidas. Todas, pese a todas sus diferencias, están juntas. Él se une a ellas. Ya no necesita nada. El deseo es ahí su propia satisfacción, o tal vez no se puede decir que exista ni deseo ni satisfacción, pues no se contradicen: ahí toda experiencia se convierte en la experiencia de la libertad; la libertad que excluye todo lo demás.

Él y Camille yacían uno al lado del otro, solos, desaliñados, en el desnivel junto al emparrado. Un campesino los descubrió al pasar desde la otra orilla del arroyo, aunque estaban muy quietos. Vio un brazo blanco, como el de una estatua, y un pie embutido en un calcetín. Le entró curiosidad y se agachó para ver si sucedía algo más.

¿A quién paseábamos?

Era yo una rodilla que quería el muslo de la otra pierna.

Los sonidos de mis palabras más tiernas estaban en tu ano.

Tus talones eran mis pulgares.

Las palmas de tus manos, mis nalgas.

Me escondí en una comisura de tu boca. Me buscaste con la lengua. No encontraste nada.

Con tu garganta hinchada, mis pies en la boca del estómago, cavando tus piernas, mi cabeza remolcando tu cuerpo, yo era tu pene.

Eras la luz que cayendo en los pétalos oscuros de tu vagina se volvía rosa.

El navío de sangre subió en la presa de tus flores.

Normalmente, un suceso de estas características —un hombre que hiere a otro de un balazo— acaecido en Domodossola habría aparecido sólo en la prensa local, pero como la villa estaba llena de periodistas de toda Europa, aguardando la muerte o la recuperación de Chávez, muchos periódicos dieron cuenta del incidente. Conforme a una vieja tradición, cuando se trataba de incidentes que afectaban a miembros respetables de la burguesía, los periódicos suizos omitían discretamente el nombre completo de los implicados.

«La pequeña villa de Domodossola fue ayer el escenario de un dramático crime passionnel. Monsieur H., un empresario de la industria automovilística francesa, se encontraba en la ciudad en relación con la reciente travesía de los Alpes realizada triunfalmente por el aviador Geo Chávez. Sobre las 3.30 de la tarde y en la abarrotada Piazza Mercato, Monsieur H. efectuó tres disparos con una pistola automática contra Monsieur G., un joven inglés, de quien se dice que es asimismo un entusiasta de la aviación. Monsieur G. acababa de salir de una frutería y caminaba por uno de los soportales de la pintoresca plaza. No se teme por la vida de la víctima, quien recibió heridas en el hombro y fue inmediatamente trasladado al mismo hospital en el que está siendo asistido el héroe de la aviación.

Después del incidente Monsieur H. no ofreció resistencia a la policía y declaró que su único error había sido disparar desde demasiado lejos. Afirmó que ya había advertido al joven inglés de que le dispararía si no desistía de molestar y perseguir a su mujer, Madame H. “Es una cuestión básica de honor”, dijo, “y estoy seguro de que cuando se esclarezcan los hechos, no habrá persona decente que pueda recriminar mi conducta”. El joven inglés declinó hacer declaraciones, aunque habla italiano correctamente».

En la fachada del antiguo hospital de Domodossola —posteriormente se construyó al lado uno nuevo y más grande— hay una placa con una inscripción en la que se rinde homenaje al heroísmo de Chávez y se indica el número de la habitación en la que falleció el 27 de septiembre de 1910.

Todas las crónicas de sus últimas horas sugieren que Chávez estaba obsesionado por el vuelo. No entendía qué era lo que lo separaba todavía de la vida que seguía a su alrededor: la vida en la que él deseaba volver a entrar con todo el ardor y la determinación de su juventud. Su hazaña, en la medida en la que podía separarla del desastre que le había acontecido, no hacía sino aumentar la ironía burlona con la que le atraía esta vida.

«Voy a ir ahora. Bajemos a Brig enseguida». Vive Chávez! Recordaba haber escrito esto en su propia pierna. ¿Qué había hecho mal? Para entonces su mente confusa ya no acertaba a distinguir si el error, la transgresión, había sido de orden técnico o moral. Intentaba recordar lo que había gritado al entrar en la garganta del Gondo. No podía. Y se temía que no iba a poder hasta que no saliera del Gondo. Todavía estaba allí.

No hay ninguna placa que indique la habitación, a tan sólo tres ventanas, a la que G. fue conducido al salir del quirófano, donde le extrajeron la bala. Una enfermera de mediana edad, con aspecto de napolitana, le lavaba la cara y el cuello.

Por primera vez desde el incidente, se encontraba relativamente tranquilo. Desde la cama veía el jardín del hospital. Las hojas estáticas de un sauce aparecían claramente definidas a la luz horizontal del atardecer. Pensaba en lo breves que son los momentos dramáticos; en lo pronto que vuelve a establecerse el orden. Esto le recordó el jardín de su padre en Livorno y el estanque con la perca. Y recordó con qué alborozo había descubierto en aquel jardín que lo que importa es no estar muerto. Suspiró profundamente.

Lo siento. ¿Le he hecho daño?

No, no. Estaba pensando algo. Hizo una pausa. Luego en un tono más suave dijo: Bueno, dígame la verdad, veo que es usted una mujer con experiencia, basta con mirarla, y no demasiado remilgada, pues bien, ¿diría usted que soy el demonio?

¡Chitón! No piense en esas cosas.

No me ha contestado.

Echó un vistazo rápido a la cara de aquel joven, maliciosa, con sus oscuros ojos fijos en ella, pensó en la historia del marido ultrajado que había intentado matarlo y dijo: No, a mí no me parece un demonio.

(Luego, cuando contó lo sucedido, fingió que había contestado así porque el deber de una enfermera es tranquilizar al paciente.)

Eso es lo que me llamó. Pero, imagínese, ¡intentar matar al demonio! ¿Sabe cuál es la única forma de librarse del demonio? Darle lo que pide. ¿Lo haría usted?

Al secarle la cara con la toalla, la enfermera intentó hacerlo callar tapándole la boca.

Pero contésteme, ¿le daría lo que le pidiera?, insistió. Es la única forma... aunque lo que le pida sea su alma.

No está bien blasfemar ni siquiera de broma. No debe hablar así.

¡Bah!, exclamó él.

(La enfermera confesaría luego que se había quedado tan sorprendida que se le escapó una carcajada.)

El rostro de su novia, que ha venido desde París y está sentada junto a la cama, era la extensión que separaba a Chávez del Gondo. Si estiraba el brazo para tocarla, tenía la impresión de que ese brazo, el suyo, era la manga del Gondo, de la que sólo podían salir las yemas de los dedos, que acariciaban los labios de la muchacha, pero no el resto de su cuerpo.

Su agonía mental era el resultado de la inexplicable revocación de una verdad axiomática en la que había creído toda su vida. Frente a su valor y a su supervivencia sin lesiones graves, Dios, la naturaleza y el mundo de los hombres deberían mostrarse de acuerdo. ¿Por qué no lo estaban? Había demostrado su derecho a triunfar y se había visto obligado a renunciar a él. El viento que tan equivocadamente había subestimado, las montañas, el traicionero aire helado, la tierra que había entrado en su boca y ahora en su sangre, su propio cuerpo se negaban a otorgarle el éxito que le pertenecía. ¿Por qué?

Durante la noche susurró sin cesar: Je suis catholique, je suis catholique.

G. se despertó y se encontró oyendo palabra por palabra lo que Camille le había dicho en el automóvil de vuelta a Domodossola.

Te escribiré. ¿Adónde puedo escribirte?

No, no escribas. En cuanto llegue a París te lo haré saber.

Te asombrarás de lo que soy capaz. Te voy a sorprender. Seré astuta. Seré tan astuta como un avocat. Me disfrazaré. ¿Me imaginas de panadera? Iré a verte disfrazada de panadera. O de vieja. (Suelta una risita.) Te espantarás... y entonces me quitaré el disfraz y verás a tu grulla. Si Maurice quiere matarme, puede hacerlo. No tengo miedo. Pero es a ti a quien intentará matar. Eres tú el que debes ponerte un disfraz. ¿Cuál te iría bien? Podrías disfrazarte de español. ¡De cura español! Tiene que ser algo que no vaya nada contigo, para que yo apenas pueda creer que eres tú... pero ahora sabría que eres tú cualquiera que fuera tu disfraz, te reconocería en cualquier parte, y Maurice lo sabría por el brillo de mis ojos al verte. Suponte que supieras que luego vas a morir y que yo lo supiera también. Ahora ya no intentaría detenerte. Ahora no lo haría. Antes lo habría hecho. Habría intentado salvar tu vida. Te habría rechazado. Puede que tuviera miedo. Ahora lo sé. Te recibiría con los brazos abiertos. Eso es lo que querrías. Y entonces, bajo la amenaza de muerte, me desearías más de lo que has deseado a cualquier otra mujer. Y luego moriría contigo... contenta.

Al día siguiente, las últimas palabras de Chávez, cuyo significado es imposible interpretar, fueron: Non, non je ne meurs pas... meurs pas.

Weymann entró en la habitación; su expresión era muy apenada. Saludó a G. fríamente y luego se acercó a la ventana y se quedó de pie, mirando como si abajo, en el jardín, estuviera sucediendo algo interesante.

El funeral es mañana, dijo Weymann.

Oigo todo lo que se dice en el pasillo. Los tabiques son muy finos aquí. Murió ayer a las tres de la tarde.

Toda la ciudad está de luto.

Si Hennequin tuviera mejor puntería, habríamos tenido dos funerales el mismo día.

Ésa es una observación de muy mal gusto.

Habría sido el mío, no el tuyo. ¿Por qué estás tan solemne?

Porque es una ocasión solemne y tus, tus —intentó encontrar la palabra apropiada y miró afuera, a los incidentes invisibles que tenían lugar en el jardín—, tus galanteos son totalmente impropios. Toda la ciudad está de luto. Las fábricas han cerrado.

Será como una ópera de Verdi. A los italianos les gustan las muertes. No la Muerte, sino las muertes. ¿No te habías dado cuenta?

Sienten que es un suceso trágico.

Dijiste que era un idiota.

Eso fue antes de saber que se estaba muriendo.

¿Y qué diferencia hay? Preguntó esto en un tono más suave, y Weymann, aplacado, se apartó de la ventana y se aproximó a la cama.

Se ha ido al cielo, dijo Weymann con la voz del cura al que se parecía a veces, a ese trocito de cielo que el resto de nosotros, los que todavía estamos vivos, llamamos el paraíso de los aviadores perdidos.

Esta noche saldré de aquí y podré ir también a presentarle mis últimos respetos. ¿Se han ido ya los Hennequin?

Debo decirte que todo ese asunto nos ha avergonzado bastante. Escenas como la que provocaste dan mala fama a la comunidad aeronáutica. Hacen que la gente crea que somos todos unos aventureros...

¿Y tú no lo eres?

Sabes exactamente a lo que me refiero.

Dime, ¿han vuelto a París?

Madame Hennequin tuvo un colapso, por si te satisface saberlo.

¿Y Monsieur?

Tuvieron que sujetarlo para que no viniera a buscarte al hospital. La segunda vez no fallaré, dijo.

Debisteis dejarle venir. Me habría gustado volver a verlo.

Weymann se enfadó de pronto. Su cara delgada enrojeció y sus ojos se salían de las órbitas mirando a la figura tendida en la cama: Sí, creo que deberíamos haberle dejado venir. ¿Qué haces? ¿A qué juegas? Déjame decirte algo. Esta ciudad está llena de hombres. Mañana habrá todavía más: hombres llegados de todo el mundo para rendir homenaje a la grandiosa contribución, al histórico valor de Geo. ¿Sabes que hay campesinos que han bajado hoy a la ciudad desde las montañas para dar su último adiós a un hombre que adoraban? Deberías ver sus caras. Tal vez aprenderías un poco de humildad. Verías lo que significa que te den esperanzas para tus hijos tras una vida de fatigas y sacrificios. Entenderías lo que es de verdad una proeza. Y entre esos hombres, esos hombres que llenan la ciudad como peregrinos y le prestan su propia dignidad, hay uno, ¡hay uno que... que no vale más que un renacuajo!

Se fue dando un portazo.

La multitud hacía que la ciudad pareciera una aldea. Figuras de negro se apretujaban contra las paredes de las callejuelas. En el umbral de una casa, las mujeres, con los brazos extendidos, rígidos, formaban una barrera para sujetar a los niños e impedir que salieran corriendo a la calle cuando pasara el cortejo, menoscabando con ello la solemnidad de un momento que había de pasar a la posteridad. De balcones y ventanas colgaban improvisados crespones y banderas tricolores con bandas negras. Lucía el sol. Las calles por las que no pasaba el cortejo estaban desiertas. Todas las tiendas y oficinas habían cerrado. Las campanas tocaban lentamente. La última nota de cada tañido se desvanecía casi por completo antes de que el siguiente llenara de nuevo el silencio. El sonido era de tal suerte que incluso dentro de los soportales, desde donde no se veían ni el cielo ni las montañas, algo te recordaba continuamente la soledad. La piazza olía a caballos y a cuero, pues habían llegado todo tipo de carros y carruajes desde los pueblos de los alrededores, y muchos habían sido dejados allí, sin vigilancia, mientras sus ocupantes, que habían venido para el entierro, seguían a pie el cortejo.

El jefe de estación, que llevaba una gorra con galones dorados y un gabán largo, se miró una vez más en las puertas de cristal de la sala de espera. En este momento, no se trataba de vanidad, sino de vocación; en la misma línea del actor que echa una rápida ojeada al espejo antes de salir a escena. En la sala de espera, los periodistas, venidos de toda Europa, se tropezaban, se empujaban en su intento de establecer comunicación telefónica con sus respectivas capitales.

La banda de la ciudad empezó a tocar una marcha fúnebre en la puerta del hospital. El cortejo se puso en marcha, lentamente al principio. Delante de los cuatro caballos de la carroza, unas chicas tocadas con velos blancos iban salpicando de nardos el polvoriento empedrado. Unos niños, a los que se veía ir y venir apresurados entre la cabeza del cortejo y las calles adyacentes, se encargaban de mantenerlas continuamente provistas con cestas llenas de flores. El alcalde había anunciado que el municipio correría con los gastos del funeral. Mientras estaban paradas, muy derechas, puede que alguna de las chicas sonriera tímidamente a una de sus compañeras; pero cuando se pusieron a arrojar las flores, ligeramente inclinadas, como si intentaran echar una red en medio de una presurosa corriente, tenían una expresión seria y concentrada; una de ellas se mordía el labio inferior.

Pegados a la carroza fúnebre avanzaban la abuela, el hermano y la novia del héroe y amigos de la familia. La novia llevaba la cabeza alta, cual esposa del herético que sigue a la carreta en la que conducen a su marido a la ejecución; desafiaba a las circunstancias, desafiaba a las fuerzas que lo habían matado. El hermano de Geo, un joven banquero, caminaba con la cabeza gacha, mirando la calle sembrada de flores, muchas de ellas todavía intactas. La abuela clavaba el bastón en el suelo al caminar. De tanto en tanto ensartaba una flor.

Detrás de la familia iban los representantes del cuerpo diplomático, los senadores, los pilotos compañeros de Chávez, el alcalde, los periodistas, los representantes de las empresas aeronáuticas y los ricos locales. A una discreta distancia, marchaba una procesión dispersa de miles de personas, la mayoría de las cuales habían visto aparecer a Chávez triunfante a este lado de la montaña, cuando se disponía a aterrizar en el campo que Duray había marcado con una cruz de tela blanca. A la vista de una victoria que parecía tan fácil, frente a la rápida transformación de lo imposible en posible, todos se habían regocijado. Habían leído, u oído leer, en los periódicos frases como: La gran utopía de ayer se ha hecho realidad. Y algunos se habían preguntado: ¿Por qué no hemos de alcanzar lo que deseamos? Quienes tenían la costumbre de contestar a este tipo de preguntas especulativas daban las respuestas habituales. Hay que derrocar a los ricos. La propiedad privada debe ser abolida. Otros sostenían que era necesaria la reunificación italiana, que Trieste debería pertenecerles, que deberían tener más colonias; sólo entonces los italianos verían cumplido su destino. A quienes preguntaban, todas las respuestas les parecían teóricas. Pero la pregunta seguía en pie.

Ahora la inesperada muerte de Chávez había venido a zanjar la cuestión. Era como siempre les habían dicho. Las grandes hazañas nunca son fáciles. Las osadías se pagan. Los verdaderos héroes están muertos. Cuando lo que se desea es inmoderado, te expones a la muerte. La elección está entre aceptar la vida como es o tener una muerte heroica.

Los discursos empezaron a la entrada del Duomo. La multitud escuchaba reconociendo y aceptando lo que se decía. Enfrentados a la consabida elección, los jóvenes escogían en su imaginación una muerte heroica. Sus mayores repasaban sus vidas, con la misma serenidad y ternura con la que podrían mirar a sus hijos, intentando encontrar en ellas una prueba de que cierto tipo de astucia y cierto tipo de humildad son los mejores medios para sacarle lo mejor a la vida. Esa vida que, cuando todo está dicho y hecho, es mejor que estar muerto, aunque el ingenuo valor del héroe fallecido les emocione profundamente, porque ellos también fueron ingenuos, y saben que las lecciones que les hicieron perder la ingenuidad no eran ideales, no eran lo que ellos habían deseado en tiempos. Los jóvenes celebraban el heroísmo de la muerte temprana; sus mayores recordaban el precio de la supervivencia.

El embajador peruano: Me enorgullezco de ser tu compatriota, Chávez, y estoy aquí para depositar sobre tu féretro el homenaje de tu pueblo. Dejemos a tus seres queridos la triste tarea de llorarte: las naciones fuertes no deben llorar ni lamentarse; sólo pueden exaltar y glorificar a los hijos que como tú mismo, Chávez, han sacrificado sus vidas por la brillante luz de un ideal...

Se produjo una conmoción en las primeras filas de la multitud que rodeaba en apretado semicírculo la carroza fúnebre y las escaleras del Duomo. Una docena de hombres se abrieron paso a empujones y subieron la escalinata. Iban vestidos de guías alpinos, y cada pareja transportaba un objeto parecido a unas parihuelas. Sobre éstas se amontonaban grandes ramos de flores silvestres: edelweiss, árnicas, nomeolvides y rododendros rojos. Los pusieron a ambos lados de la puerta de la iglesia. Al bajar, uno de ellos gritó: ¡Te veremos en el aire por encima de los cuatro mil metros! Luego se dio varios cachetes en la mejilla.

El embajador peruano: Desde tu más tierna infancia supiste dominar tus fuerzas, y tu muerte es una gloriosa lección para todos nosotros. Eras fuerte, eras grande; volaste con tu frágil máquina sobre las nieves perpetuas, entre las cumbres sublimes, una prueba de la audacia y del genio del hombre.

El alcalde anunció que dedicarían una calle en su honor.

Dentro del Duomo iba a tener lugar una breve ceremonia religiosa para la familia de Chávez y los visitantes extranjeros más notables. Permanecieron de pie, mirando al frente, en la media luz de la iglesia, en la que resaltaban, sin brillo, los objetos dorados. Sentían el frescor que desprendían las piedras. Es aquí, y no en las calles sembradas de flores, en donde el devoto intenta renunciar a la ciega voluntad de vivir.

El canónigo: Chávez, el joven intrépido y audaz que tuvo la fabulosa visión de los Alpes vencidos y huyendo de su mirada; el orgulloso y valiente joven que vimos elevarse en el aire sobre nosotros, cruzar nuestros valles más raudo que el águila; Chávez, que nos hizo temblar, entusiasmados, ante su inminente triunfo; Chávez, ya no está entre nosotros.

Entre las personas congregadas en la catedral, además de Monsieur Schuwey y Mathilde Le Diraison, se encontraba G. Sus pensamientos volaban hacia los Hennequin y París. Camille lo esperaba para convertirse en su amante. Dudaba que Monsieur Hennequin volviera a dispararle; no había podido evitar que su mujer lo engañara y había fracasado en su intento de vengarse: después de la primera vez, poco importaba ya el número de las veces siguientes. Si tenía en cuenta la determinación de Camille en el asunto, admitiría el derecho de su mujer a tener un amante, siempre que esto no le acarreara graves inconvenientes y siempre que ella se diera cuenta de que su tolerancia estaba condicionada a que estuviera dispuesta a reprimir sus gustos más extravagantes y a no hacerle nunca preguntas sobre sus propios asuntos. Camille, en un pronto de gratitud, descubriría que amaba a ambos, esposo y amante, de forma diferente. Se sometería a los ocasionales requerimientos conyugales de Monsieur Hennequin con la reserva mental de que sólo pertenecía realmente a su amante. Se entregaría a su esposo por el bien de su amante.

Encendieron gran cantidad de velas en honor de Chávez. Las llamas formaban sus propias corrientes de aire, de modo que cuando un grupo parpadeaba en una dirección, alteraba a otro grupo, haciendo que todas las velas del mismo se replegaran juntas, como si tuvieran pánico de coincidir, y entonces esta agitación provocaba que otras ardieran un poco más altas, lo que a su vez hacía que otras perdieran fuerza y ardieran, temblorosas, pegadas a la mecha, como boqueando en busca de aire.

Por el bien de su esposo pediría discreción a su amante, puntualidad y algún acuerdo económico de un tipo u otro. Dejaría de leer a Mallarmé, pues le recordaría demasiado vívidamente su aproximación a ese momento en que por primera y única vez en su vida se quedó sola, como él estaba solo. Tal vez pasaría a entusiasmarle otro poeta, más sobrio. El tiempo pasaría. Todo el mundo se acomodaría a la situación. Por aburrimiento o en un impulso sentimental, Camille se entregaría sin la reserva habitual a Monsieur Hennequin y luego sentiría que era a su marido a quien realmente pertenecía. Pero no bien se hubiera aposentado en ella tal sentimiento, correría a los brazos de su amante rogándole que volviera a hacerla suya e insistiendo en que sólo quería pertenecerle a él y a nadie más. Una vez convencida de que había vuelto a ser su amante, esperaría la oportunidad —una oportunidad que podría tardar meses, durante los cuales se ocuparía de la vida de sus hijos y amigos— de comprobar la fuerza de su afecto por él, ofreciéndose una vez más a su marido. Y así iría de uno a otro, cada oscilación marcada por una excitabilidad aparentemente inexplicable. Al principio, esperaría con más ansiedad que su amante volviera a poseerla que en el caso de Monsieur Hennequin. Pero poco a poco, a fin de sentir, como lo sentía en los días tranquilos, que no pertenecía a uno de los dos, sino a ambos y a sus hijos, ya crecidos, empezaría a recomendar a su amante que fuera más ingenioso y menos pasional. Con suerte, diez años después, podría hacerse con un segundo amante, y el primero pasaría a ocupar, con ciertas variaciones menores, el papel del primitivo esposo. Si era menos afortunada, concertaría encuentros entre Monsieur Hennequin, quien para entonces sería miembro de la junta directiva de Peugeot, y su amante, de modo que en los recuerdos y en la conversación les perteneciera a ambos. En la vejez, vería su imagen en el espejo, desprevenida, solitaria, sin dueño, pero entonces pensaría en la muerte: la muerte ante la cual la única elección es la propia soledad.

El canónigo: Ascendió al cielo y bajó habiendo logrado la victoria más espectacular hasta ahora alcanzada en el largo camino de la conquista de la civilización. Ha sido un pionero que ha contribuido al progreso del hombre. Imaginemos el futuro que nos abre esta gloriosa hazaña: una nación ya no estará separada de otra; las ventajas de la civilización llegarán hasta el último rincón de la tierra...

Mathilde Le Diraison lo vio de pie unos bancos más allá. Llevaba el brazo en un cabestrillo negro. Había hablado con Camille antes de su marcha a París. Habían decidido que era un Don Juan, que debía de haber habido cientos de mujeres en su vida. Pero eso da igual, había dicho Camille llorando, saberlo no cambia las cosas.

Mathilde Le Diraison se hizo dos preguntas. ¿Cuál era el secreto que había hecho sucumbir a Camille tan pronto? La segunda pregunta le concernía a ella. ¿Qué significaba que no hubiera intentado aproximarse a ella si era verdad que había amado a cientos de mujeres? Las dos preguntas estaban entrelazadas como las hebras del cordón de seda que colgaba en el extremo del banco y que ella no cesaba de columpiar con el dedo.

Por su cara podría pensarse que era estúpida. Era la cara de una persona demasiado torpe para ir más allá de lo inmediato, sin ningún deseo o talento para dejarse llevar por la fantasía o por una emoción profunda. Su cara declaraba en todo momento: LO QUE ESTÁ SUCEDIENDO ME ESTÁ SUCEDIENDO A MÍ, A MÍ, A MÍ.

G. reparó en el cordón de seda rojo en continuo vaivén. No tardó en trazar un plan. Iría a París, visitaría a los Hennequin, ignoraría deliberadamente a Camille, tranquilizaría al marido y acto seguido empezaría una aventura notoria y pública con Mathilde Le Diraison. De esta forma se vengaría de Hennequin haciendo que todo el incidente pareciera ridículo: un asunto de dudoso coqueteo por parte de su esposa, el cual, desgraciadamente para Hennequin, ésta no había sido capaz de proseguir; y desengañaría a Camille de la idea, profundamente arraigada en ella, de que la pasión se puede regular y de que un amante puede ser algo distinto a un segundo marido. Se aseguraría de que la aventura con Mathilde durara lo menos posible y luego desaparecería de su círculo. Lamentaba que entre Monsieur Schuwey y Mathilde Le Diraison no hubiera apenas más que una relación contractual. Pero suponía que incluso Schuwey debería de tener depositado parte de su orgullo en la mujer a la que pagaba por estar con él. Descubriría hasta dónde.

... Ha caído, pero ha caído como un héroe que ha llevado a cabo una gran hazaña, una hazaña que todos creían imposible y enloquecida. ¡Sea honrado y glorificado!

Conforme iban saliendo del Duomo, los asistentes entrecerraban los ojos y bajaban la cabeza, protegiéndose de la luz. Parecía que se hubieran enterado de un secreto que no podían compartir; tanto más cuanto que, para los que se habían quedado fuera, la ocasión empezaba a perder solemnidad. Los niños alcanzaron más cestas con nardos a las chicas de blanco. Algunas de ellas se reían. La banda empezó a tocar otra marcha fúnebre, y el cortejo emprendió lentamente camino hacia la estación.

Un maestro de la escuela explicaba que lo que había querido decir el guía de Formazza con aquellos cachetes en las mejillas era que el espíritu de Chávez viviría en el aire de la montaña; así que, allá arriba, los alpinistas sentirían este espíritu en sus caras, de la misma forma que se siente el viento o el calor del sol.

El tren esperaba en silencio. Era la segunda vez que un tren de esta línea paraba especialmente por Chávez. Los que portaban el féretro desde la carroza hasta el tren eran todos aviadores, Paulhan entre ellos. El jefe de estación saludó cuando pasaron. Los periodistas estaban ya telefoneando. Las chicas de los velos blancos se alinearon en el andén. La locomotora silbó de pronto: un pitido agudo y prolongado.

Volvió a pensar en Camille. No la Camille que vería en París, sino la Camille que le había desafiado a ir a París bajo amenaza de muerte, una amenaza en la que ya no creía, pero en la que en ese momento, antes de que su marido hubiera fallado el tiro disparándole a bocajarro, todavía podía creer. Le había ofrecido este desafío como una invitación, y al hacerlo le había hablado, como ninguna otra mujer lo había hecho hasta entonces, con la autoridad inconfundible, la distancia y la sorprendente familiaridad de una sibila. De haber estado ella en lo cierto, no sólo en cuanto a él, sino también en cuanto a su marido, habría aceptado al instante.

El silbato de la locomotora, dispuesto por el jefe de estación y el maquinista como una especie de saludo al héroe en su último viaje, era distinto de todos los sonidos que se habían oído aquella mañana. No resonaba, no tenía eco ni significado. Era un chillido sin alma, como el zumbido de una sierra. Seguía sonando mucho después de que todo el mundo empezara a desear que callara. Se llevaba con él todo pensamiento, salvo el más inmediato que anticipaba que aquello tenía que acabar ya. ¡Ahora! ¡Ahora!

La abuela de Chávez golpeaba el andén con el bastón, pero no era posible saber si lo hacía enfadada por la inapropiada iniciativa del maquinista o agitada por el intenso dolor.