Juntas dos cosas que no se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no. Pilâtre de Rozier, el primer hombre que voló en un globo de aire caliente, también proyectaba ser el primero en cruzar el Canal de la Mancha desde Francia a Inglaterra. Con este propósito construyó un nuevo tipo de aerostato, con un globo de hidrógeno en lo alto, para darle un mayor impulso, y un globo de aire caliente debajo, para obtener un mejor control. Juntó estas dos cosas y el 15 de junio de 1785, cuando los vientos parecieron favorables, hizo su ascensión desde el Pas-de-Calais. El nuevo y valiente artilugio se elevó rápidamente, pero antes de haber alcanzado la costa apareció una llama en lo alto del globo de hidrógeno y todo el prometedor aerostato, que ahora, para un observador, se asemejaba a una lámpara celestial de gas, cayó a tierra. El piloto y el copiloto fallecieron.

Juntas a dos personas que no se habían juntado antes; y a veces el mundo cambia y a veces no. Pueden estrellarse y arder, o arder y estrellarse. Pero hay veces que se hace algo nuevo y entonces el mundo cambia. Juntas, en esa primera exaltación, en esa primera elevación estruendosa, son más grandes que sus dos egos separados. Juntas ven más lejos y más claramente.

Por supuesto, en el amor no es posible un pie de igualdad; quizá rara vez sea así. Por decirlo de otro modo: ¿cómo obtenían contestación a sus cartas aquellos parisinos sitiados en 1870-1871? Puedes elevar un globo desde la place Saint-Pierre y dar por sentado que aterrizará en algún lugar de utilidad; pero difícilmente puedes esperar que los vientos, por patrióticos que sean, lo impulsen hasta Montmartre en el vuelo de regreso. Se propusieron diversas estratagemas: por ejemplo, colocar la correspondencia de retorno en grandes esferas de metal e introducirlas en la ciudad a merced de la corriente río abajo, para que allí las pescaran con redes. Las palomas mensajeras eran una idea más evidente, y un criador de Batignolles puso su palomar a disposición de las autoridades: con cada globo de asedio volaría un cesto lleno de palomas que volverían portando cartas. Pero si se compara la capacidad de carga de un globo aerostático con la de una paloma, es fácil imaginar el peso de la decepción. Según Nadar, la solución la aportó un ingeniero que trabajaba en la manufactura del azúcar. Las cartas dirigidas a París tenían que redactarse con una letra clara en un lado del papel y con el remite en la parte superior. Después, en el puesto de recogida, se colocarían sobre una gran pantalla centenares de ellas, unas junto a otras, para fotografiarlas. La imagen se reduciría lo máximo posible, las palomas mensajeras la transportarían a París y se ampliaría de nuevo hasta un tamaño legible. Las cartas revividas se metían luego dentro de unos sobres y se entregaban a sus destinatarios. Era mejor que nada; de hecho, fue un triunfo técnico. Pero imaginemos a un par de amantes, uno de los cuales podía escribir en privado y por extenso en ambas caras de la página, y encerrar dentro de un sobre las palabras más tiernas, y el otro forzado por la brevedad y la certeza de que sus sentimientos íntimos podrían ser objeto de pública inspección por parte de fotógrafos y carteros. Aunque ¿no es así como a veces se experimenta el amor, como funciona?

Sarah Bernhardt fue fotografiada por Nadar —primero el padre, después el hijo— a lo largo de su vida. La primera sesión tuvo lugar cuando ella tenía unos veinte años, por la época en que también Félix Tournachon estaba desarrollando una carrera tumultuosa, aunque más breve: la de Le Géant. Sarah no es todavía la Divina; es una desconocida ambiciosa; en los retratos, sin embargo, se muestra ya como una estrella. Posa con sencillez, con una capa de terciopelo o envuelta en un chal. Tiene los hombros desnudos; no lleva más joyas que un pequeño par de pendientes de camafeo; está prácticamente despeinada. Así es ella: hay más de un indicio de que debajo de esa capa o ese chal lleva poca cosa. Su expresión es contenida y por ello atrayente. Es, por supuesto, muy hermosa, quizá más para el ojo moderno que para el de la época. Parece encarnar la veracidad, la teatralidad y el misterio; y hace compatibles estas abstracciones. Nadar también fotografió un desnudo que algunos sostienen que es de ella. Muestra a una mujer desvestida hasta la cintura, jugando al escondite con un ojo oculto detrás de un abanico desplegado. Sea quien sea esa mujer, los retratos de Sarah con una capa y un chal son a todas luces más eróticos.

Su metro y medio escaso no se consideraba la estatura idónea para una actriz; además, era demasiado pálida y demasiado delgada. Parecía impulsiva y natural tanto en la vida como en el arte; rompió normas teatrales, a menudo se volvía hacia el fondo del escenario para declamar un parlamento. Se acostaba con todos los hombres importantes. Amaba la fama y hacerse publicidad; o, como expresó Henry James con suavidad, era «una figura admirablemente dotada para hacerse ver». Un crítico la comparó sucesivamente con una princesa rusa, una emperatriz bizantina y una begum de Mascate, y concluía diciendo: «Ante todo es tan eslava como se puede ser. Es mucho más eslava que todas la eslavas que he conocido». Con poco más de veinte años Sarah tuvo un hijo ilegítimo y lo llevaba con ella a todas partes, indiferente a la reprobación. Era judía en una Francia en gran medida antisemita, mientras que en la católica Montreal apedrearon su carruaje. Sarah era valiente y aguerrida.

Naturalmente, tenía enemigos. Su éxito, su sexo, su origen racial y sus despilfarros bohemios recordaban a los puritanos por qué a los actores solían enterrarlos en tierra no consagrada. Y a lo largo de las décadas su estilo dramático, en otro tiempo tan original, inevitablemente se quedó anticuado, ya que la naturalidad en escena no es más que otro artificio, como el naturalismo en la novela. Si bien la magia funcionaba siempre para algunos —Ellen Terry dijo de ella que era «transparente como una azalea», y comparó su presencia escénica con «humo de un papel que se quema»—, otros no eran tan amables. Turguéniev, aunque él mismo francófilo y dramaturgo, la encontraba «falsa, fría, afectada», y condenaba su «repulsivo chic parisino».

A Fred Burnaby con frecuencia lo calificaban de bohemio. Su biógrafo oficial escribió que vivía «al margen de todo, absolutamente indiferente a las convenciones». Y había conocido el exotismo del que Sarah Bernhardt simplemente se había apropiado. Un viajero podía facilitar informaciones al volver a París desde lejos; un dramaturgo las saqueaba en busca de temas y efectos; luego, un modisto y sastre de teatro perfeccionaba la ilusión en torno a Sarah. Burnaby había sido aquel viajero: se había adentrado en las profundidades de Rusia, había recorrido Asia Menor y Oriente Medio, Nilo arriba. Había atravesado la región de Fachoda, donde los dos sexos andaban desnudos y se teñían el pelo de un amarillo vivo. En anécdotas que se le atribuyen figuraban a menudo chicas circasianas, bailarinas zíngaras y bonitas viudas de Kirguistán.

Él afirmaba que descendía de Eduardo I, el rey conocido como el Zanquilargo, y demostraba virtudes de valentía y veracidad que los ingleses creen que sólo ellos poseen. Pero había algo turbador en él. Se decía que su padre era «melancólico como la lechuza que ululaba en su parque», y Fred, aunque vigoroso y extravertido, heredó este rasgo. Era sumamente fuerte, pero enfermaba a menudo, atormentado por el hígado y los dolores de estómago; «un catarro gástrico» le condujo una vez a un balneario extranjero. Y aunque «muy popular en Londres y París», y miembro del círculo del príncipe de Gales, el Dictionary of National Biography aseguraba que vivía «muy solo».

El conformista acepta cierto inconformismo que muchas veces le encanta; parece que Burnaby sobrepasó ese límite. Uno de sus más fieles amigos dijo de él que era «el granuja más desaliñado que ha existido», que se sentaba «como un saco de maíz sobre un caballo». Se consideraba que tenía aspecto extranjero, con «rasgos orientales» y una sonrisa mefistofélica. Para el DNB, su fisonomía era «judía e italiana», y señalaba que su apariencia «no inglesa» le indujo a «combatir tentativas de conseguir retratos de él».

Vivimos a ras de suelo, en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves. Podemos rebotar en el suelo con tal fuerza que se nos fractura una pierna y somos arrastrados hacia una vía férrea extranjera. Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos.

Entonces, ¿por qué aspiramos continuamente al amor? Porque el amor es el punto de encuentro entre la verdad y la magia. La verdad, como en la fotografía; la magia, como en los globos aerostáticos.

A pesar de la reticencia de Burnaby y lo antojadiza que era Bernhardt con los hechos, podemos establecer que se conocieron en París a mediados del decenio de 1870. No era difícil para un íntimo del príncipe de Gales obtener acceso a la divina Sarah. Le envió flores antes del encuentro, la vio en La Fille de Roland de Bornier, preparó sus palabras de elogio y después fue a verla. Esperaba encontrar en su camerino una cohue[1] de amanerados dandis parisinos, pero quizá se había efectuado una criba preliminar. Él era con mucho la persona más alta de las presentes y Sarah la más menuda. Cuando le saludó, no pudo menos de decirle que el escenario la agrandaba. Ella estaba acostumbrada a esta impresión.

—Y tan delgada —añadió ella— que puedo colarme entre las gotas de lluvia sin mojarme.

Fred hizo como si casi la creyera. Ella se rió un poco, pero sin ninguna burla. Él se sintió a gusto. Lo cierto es que se sentía a gusto en casi todas partes. Para empezar, era inglés; hablaba con excelencia siete idiomas; además, cualquier oficial habituado a impartir órdenes desde España al Turkestán ruso bien podía bandearse entre aquellos pretendientes, efusivos pero cordiales, que a él le pareció que sólo competían entre sí en vuelos verbales.

Estaban bebiendo champán, sin duda ofrecido por alguno de los admiradores. Fred era siempre comedido con el vino, y por lo tanto pudo observar las discretas retiradas hasta que, al parecer de repente, sólo una dueña llamada Madame Guérard le impedía quedarse a solas con Sarah.

—Entonces, mon capitaine

—Oh, por el amor de Dios, Madame. Fred. O Frederick. Cuando entro en su camerino no tengo galones. Soy… —vaciló—. Soy, cabría decir, un soldado raso.

Notó que ella, más que mirar, examinaba su atuendo de paseo: casaca y pantalón ecuestres, botas tobilleras, espuelas; una gorra sin distintivos, temporalmente abandonada encima de una mesita.

—¿Y cuál es su guerra? —preguntó ella, sonriente.

No supo qué contestar. Pensó en guerras en las que sólo participaban hombres. Pensó en asedios y en que los hombres supuestamente asediaban a mujeres hasta que ellas se rendían. Pero por una vez no tuvo ganas de fanfarronear, y a menudo se sentía incómodo con las metáforas. Al final respondió:

—No hace mucho, Madame, volvía yo de Odessa. Me llegó la noticia de que mi padre estaba enfermo. La ruta más rápida pasaba por París. Pero la Comuna se había apoderado de la ciudad. —Hizo una pausa y se preguntó qué opinaría la actriz de aquella pestilente banda de asesinos—. Sólo llevaba encima mi bolsa de viaje y la espada reglamentaria de caballería. Me advirtieron que todas las armas estaban prohibidas. Pero tengo las piernas largas y escondí la espada en la pernera del pantalón.

Hizo una pausa lo bastante larga para que ella pensara que era el final de la historia.

—Así que cojeaba. Y enseguida me arrestó un oficial de la Comuna, que con razón concibió sospechas a causa de mi pierna rígida. Me acusó de portar armas escondidas. Inmediatamente reconocí mi falta, pero le informé de que volvía para visitar a mi padre enfermo y que venía en son de paz. Para mi sorpresa, me permitió continuar viaje.

Ahora el relato parecía terminado, pero a ella se le escapaba su sentido.

—¿Y cómo estaba su padre?

—Oh, muy restablecido cuando llegué a Somerby. Gracias por su interés. El quid de la historia…, bueno, por repetir lo que le dije al hombre que me arrestó, es que en París sólo busco paz.

Ella miró a aquel inglés enorme, uniformado, bigotudo y francófono, cuya voz débil y penetrante emanaba extrañamente de un cuerpo voluminoso. Y como ella vivía entre la complicación y el artificio, la simplicidad siempre la conmovía.

—Estoy conmovida, capitaine Fred. Pero… ¿cómo expresarlo? Yo no estoy preparada todavía para una vida tranquila.

Ahora él estaba avergonzado. ¿Habría interpretado mal su comentario?

—Volverá mañana —dijo Sarah Bernhardt.

—Volveré, sí —respondió Fred Burnaby, procediendo a una despedida de su propia cosecha: un saludo militar combinado con una afanosa promesa bohemia de que volvería.

Las mujeres que ella encarnaba eran apasionadas, exóticas, operísticas: literalmente. Creó La dama de las camelias de Dumas antes de que Verdi la recreara; y fue la Tosca de Sardou, un papel del que ahora sólo se conoce la versión de Puccini. Era operística sin necesidad de música. Vivía rodeada de una colección de amantes y de un zoológico de animales salvajes. Al parecer los amantes se llevaban bien, quizá porque su número les daba seguridad; también porque ella sabía convertirlos en amigos. Una vez dijo que si moría prematuramente sus admiradores continuarían reuniéndose en su casa. Probablemente era cierto.

Había inaugurado su zoo doméstico muy modestamente, cuando era una muchacha, con un par de cabras y un mirlo. Más adelante, la fauna se volvió más salvaje. De gira por Inglaterra compró un guepardo, siete camaleones y un lobo en Liverpool. Poseía el mono Darwin, Hernani II, un cachorro de león y unos perros que se llamaban Cassis y Vermouth. En Nueva Orleans compró un caimán que murió a causa de la dieta francesa, a base de leche y champán. También tenía una boa constrictor que se comía los almohadones de los sofás y a la que la propia Sarah tuvo que matar de un tiro.

A Fred Burnaby no le incomodaba una criatura como aquélla.

La noche siguiente presenció su actuación, fue a su camerino y vio muchas caras conocidas. Se aseguró de prestar la debida atención a Madame Guérard: tras haber visitado cortes extranjeras, sabía reconocer al poder detrás del trono. Pronto —mucho antes de lo que habría imaginado su inquebrantable optimismo— ella fue a su encuentro, le enlazó del brazo y deseó buenas noches a su corte. Cuando se marcharon los tres que quedaban, los dandis rivales se cuidaron de no parecer contrariados. Bueno, tal vez no lo estaban.

Fueron en el carruaje de Sarah hasta su casa en la rue Fortuny. La mesa estaba puesta, el champán dentro del hielo, y a través de una ventana entreabierta Fred vislumbró un lecho enorme de bejuco. Madame Guérard se retiró. Si había sirvientes, él no los vio; si había por allí loros o cachorros de león no los oyó. Oyó únicamente la voz de Sarah, que poseía la claridad y los registros de un instrumento aún por inventar.

Fred le habló de sus viajes, de sus escaramuzas militares, de sus aventuras en globos aerostáticos. Le habló de su ambición de cruzar el Mare Germanicum[2].

—¿Por qué no el Canal? —preguntó ella, casi como si fuera una descortesía por su parte querer volar en una dirección que no fuese la de ella.

—También he tenido esa ambición. Pero el problema son los vientos, Madame.

—Sarah.

—Madame Sarah —prosiguió él, imperturbable—. El hecho es que si despegas de casi cualquier punto del sur de Inglaterra, por lo general acabas aterrizando en Essex.

—¿Dónde queda eso?

—No necesita saberlo. Essex no es exótico.

Ella le miró con desconcierto. ¿Era un hecho o una broma?

—Un viento meridional, de suroeste, te lleva a Essex. Hace falta un buen soplo, y constante, del oeste para cruzar el Mare Germanicum. Pero para llegar a Francia necesitarías un viento norte, que es más bien raro y poco fiable.

—¿O sea que no vendrá a visitarme en globo? —preguntó ella, coquetamente.

—Madame Sarah, la visitaría por todos los medios de transporte actuales o los que todavía no se han inventado, aunque usted estuviera en París o en Tombuctú. —Se sobresaltó a sí mismo con esta súbita ráfaga efusiva, y comió más faisán frío, como si fuera algo urgente—. Pero tengo una teoría —continuó, un poco más sosegado—. Estoy convencido de que los vientos no siempre soplan en la misma dirección a altitudes diferentes. Así que si te atrapara… un viento contrario…

—¿Un viento de Essex?

—Exactamente; si te atrapara, soltarías lastre y buscarías zonas más altas donde hubiera ese viento norte.

—¿Y en caso de no encontrarlo?

—Acabarías en el agua.

—Pero ¿usted sabe nadar?

—Sí, aunque me serviría de poco. Algunos aeronautas llevan chaquetas salvavidas de corcho por si caen al mar. Pero a mí me parece antideportivo. Creo que un hombre debe asumir sus riesgos.

Ella dejó flotar esa frase en el aire.

Al día siguiente, lo único que impidió a Fred sentirse plenamente exultante fue la pregunta: ¿había sido demasiado fácil? En Sevilla había dedicado muchas horas a aprender el lenguaje del abanico de una solemne señorita andaluza: lo que significaba realmente ese gesto, aquel ocultamiento, ese otro toque. Lo asimiló y practicó la galantería en más de un continente, y descubrió mucho encanto en la coquetería femenina. Lo que hasta entonces no había encontrado era aquella franqueza, la explícita confesión de apetito y la voluntad de no perder el tiempo. Sabía, por descontado, que no todo era totalmente franco. Fred Burnaby no era tan ingenuo como para imaginar que le agasajaban a causa de su mero atractivo personal. Comprendió que Madame Sarah no era distinta de otras actrices, y que esperaba obsequios. Y puesto que Madame Sarah era la más grande actriz de su época, los obsequios debían ser similarmente espléndidos.

Hasta entonces, Burnaby había ejercido un pleno control de sus flirteos: había que calmar a la chica, nerviosa ante el vasto uniforme que tenía delante. Ahora las cosas eran al revés, lo cual le dejaba perplejo y le excitaba a la vez. No había que andarse con rodeos para concertar una cita. Él la pedía y ella se la daba. A veces se veían en el teatro, a veces él iba derecho a la rue Fortuny, un lugar que —ahora que tenía tiempo para examinarlo— se le antojaba mitad mansión, mitad estudio de artista. Había paredes tapizadas de terciopelo, loros encaramados sobre bustos, jarrones tan grandes como garitas de guardia y tantas plantas erguidas y fláccidas como en el Jardín Botánico de Kew. Y entre semejante derroche y alarde había las cosas sencillas que el corazón deseaba: comida, cama, sueño y desayuno. Un hombre apenas se atrevía a pedir más. Se oía vivir a sí mismo.

Ella le habló de su vida pasada, de sus luchas, su ambición y su éxito. Y de la rivalidad y los celos que suscitaba el éxito.

—Dicen cosas horribles de mí, capitaine Fred. Dicen que mando asar gatos y que me como su piel. Que ceno colas de lagartos y sesos de pavo real salteados en mantequilla hecha con monos. Dicen que juego al cróquet con calaveras humanas envueltas en pelucas Luis XIV.

—No veo el deporte en eso —comentó Burnaby, frunciendo el ceño.

—Ya basta de hablar de mi vida. Hábleme más de sus globos —pidió ella.

Él caviló. Saca el as, pensó. Causa una buena impresión, cuenta la mejor historia.

—El año pasado —comenzó—, hice una ascensión desde el Crystal Palace con el señor Lucy y el capitán Colvile. El viento variaba entre sur y oeste. Estábamos encima de la nube y supusimos que probablemente estábamos cruzando el estuario del Támesis. Teníamos al sol de lleno encima y, como observó correctamente el capitán, nos estaba achicharrando. Así que me quité la chaqueta y la colgué en una uña del ancla, y le contesté que por lo menos era un alivio estar por encima de las nubes. Es decir, que un caballero podía estar en público en mangas de camisa.

Hizo una pausa y se rió, aguardando la risa de Sarah, como en Londres, pero ella esbozó una débil sonrisa y le dirigió una mirada interrogante. Fred prosiguió, alarmado por su silencio.

—Pero, entonces, verá, cuando estábamos allí sentados con tan poco viento que casi parecíamos inmóviles, miramos hacia abajo: bueno, miró uno de nosotros y alertó a los demás. Imagine la escena. Había debajo una vasta extensión de nubes de algodón que nos ocultaban la tierra o el estuario de abajo, y entonces vimos allí algo asombroso. El sol —levantó una mano para indicar la posición solar— proyectaba sobre la plana superficie de nubes la misma forma y sombra de nuestro globo. Vimos la bolsa de gas, las cuerdas, la barquilla y, lo más extraño de todo, nuestras tres cabezas claramente perfiladas. Era como si estuviéramos viendo una colosal fotografía de nosotros, de nuestra expedición.

—Impresionante —dijo ella.

—En efecto.

Pero Fred era consciente de que había embrollado la anécdota. La intensidad de la atención de Sarah le había producido pánico. Se sintió desanimado.

—Como nosotros dos. Yo soy imponente en el escenario, como usted mismo dijo. Y usted es impresionante por sí mismo.

Fred experimentó un tirón y un impulso anímicos. Había merecido un reproche y recibía una alabanza. Le gustaban los halagos tanto como a cualquier hombre, pero de nuevo las palabras de Sarah le parecieron simplemente una muestra de franqueza. Y ahí residía la paradoja de la situación. Con arreglo a los patrones de la sociedad convencional, los dos eran exóticos, y, sin embargo, cuando estaban juntos él no distinguía la obra, la interpretación ni el vestuario. Aunque estuviese con el uniforme de paseo de su regimiento y ella acabara de despojarse de las pieles y de un sombrero en cuyo interior parecía haberse posado un búho muerto. Él reconoció que estaba a medias confuso y, probablemente, tres cuartas partes enamorado.

—Si alguna vez vuelo en globo —dijo ella, con una sonrisa leve y ausente—, pensaré en usted. Se lo prometo. Y siempre cumplo mis promesas.

—¿Siempre?

—Siempre que me lo propongo. Naturalmente, hay promesas que no tengo intención de cumplir cuando las hago. Pero ésas no son promesas, ¿verdad?

—¿Entonces quizá me conceda el honor de prometerme que algún día hará una ascensión conmigo?

Ella hizo una pausa. ¿Habría ido él demasiado lejos? Pero ¿para qué servía la franqueza sino para decir lo que querías decir, lo que sentías?

—Pero, capitaine Fred, ¿no resultaría un poco difícil equilibrar la nave?

Era una buena observación práctica: él pesaba como mínimo el doble que ella. Tendrían que poner casi todo el lastre en el lado de Sarah, pero si luego él tenía que cruzar la barquilla para lanzarlo… Se imaginaba esta escena como si fuera real, y sólo más tarde empezó a preguntarse si estaría ella hablando de otras cosas. Claro que las metáforas le confundían a menudo.

No, no estaba tres cuartas partes enamorado.

«En cuerpo y alma», dijo a su reflejo uniformado en el espejo de cuerpo entero de su habitación de hotel. El oro mate del bastidor brillaba menos que el ribete de puntillas de su casaca. «En cuerpo y alma, capitán Fred».

Se había imaginado con frecuencia ese momento, intentaba compararlo con las anteriores veces que había estado enamorado sólo a medias: con un par de ojos, una sonrisa, el fulgor de un vestido. En tales ocasiones siempre había podido figurarse cómo serían los días siguientes, que a veces resultaron exactamente iguales a como los había previsto. Pero entonces la imaginación y la realidad se habían detenido; el sueño y el deseo se habían cumplido. Ahora, aunque el deseo, en un sentido, se había cumplido antes y de una forma más vertiginosa de lo que podría haber soñado, eso no hacía sino despertar un deseo mayor. El poco tiempo que había pasado con ella había suscitado el deseo de más tiempo, de todo el tiempo. El corto trayecto que habían recorrido desde el teatro a la rue Fortuny suscitó un deseo de recorrer mayores distancias: de viajar a todos los países a cuyos habitantes ella había interpretado en el escenario; y después a todos los demás países del mundo. El deseo de ir con ella a todas partes. Alguien le había señalado la belleza eslava de Sarah. Y por eso se imaginó que viajaba al este con ella y que comparaba sus facciones con las de quienes había alrededor hasta que Sarah se fundía totalmente en el paisaje fisonómico y no quedaba nada más que un mar de eslavos y el capitán Fred. Imaginaba a su lado su figura diminuta y ágil, a lomos de un caballo que ella montaría no a la mujeriega sino a horcajadas, en otro papel masculino. Vio a los dos compartiendo un caballo, él detrás, ella delante, rodeada por sus brazos mientras él empuñaba las riendas.

Vio a los dos como pareja, juntando cosas, ensamblando una vida. Siempre se imaginaba a los dos en movimiento. Fred volaba —volaban— alto.

Aunque bohemio, y mundano, Fred Burnaby no era sofisticado a la manera de los que se metían entre bambalinas cada noche y buscaban modos de aplaudir cada vez más refinados. Pero era inteligente y había viajado mucho. Así que, al cabo de una o dos semanas, intuyó cómo podrían ver los demás su posición; y se expresó a sí mismo en voz alta los juicios ajenos.

—Es una mujer. Es francesa. Es actriz. ¿Es sincera?

Sabía lo que dirían sus amigos y camaradas oficiales. Veía su sonrisita incluso en el momento en que él formulaba la pregunta. Pero en sus mentes habría generalidades, reputación, rumores. Ellos, por su parte, estaban a sus anchas persiguiendo durante una temporada a circasianas y a bonitas viudas de Kirguistán, amparados en la certeza de que regresarían a su patria para casarse con inglesas de buena familia, para quienes las cuestiones prácticas del corazón no eran más complicadas y misteriosas que las del huerto. Tarde por la noche, ante una copa de brandy con soda, tal vez sucumbieran a la nostalgia de una sonrisa distinta, una tez más oscura y unas palabras susurradas en un lenguaje comprendido a medias. Pero después, tras esta evocación, volverían diligentes al hogar familiar, achispadamente convencidos de que habían organizado su vida como se debía.

Fred Burnaby no era así. Y tampoco Madame Sarah. Ella no había utilizado la coquetería con él. O, mejor dicho, su coquetería no era un engaño ni una táctica, sino una promesa. Sus ojos y su sonrisa habían sido una proposición, un ofrecimiento que él había aceptado. El hecho de que Madame Guérard hubiese mencionado posteriormente un par de pendientes de los que Madame Sarah se había encaprichado, y de que él se los hubiera comprado, y de que ella hubiese expresado gratitud pero no sorpresa: esto también era franqueza. Y a sus burlones camaradas oficiales les respondería: pero vosotros ¿no les comprasteis también regalos a vuestras virginales y sonrosadas prometidas inglesas, y no los aceptaron ellas con un asombro fingido, tan lindo que os engañaron por completo? Por el contrario, Madame Sarah siempre había sido franca con él, a pesar de que ese «siempre» significaba sólo unas pocas semanas.

Ella no tenía una familia suspicaz con la que él habría tenido que congraciarse. Estaba Madame Guérard: vanguardia, retaguardia y état-major en una pieza. Fred reconocía y apreciaba la lealtad. Sarah y el capitán se entendían; y cuando los sucesos le inducían a ser generoso, ella aceptaba su dinero con tranquila gravedad. Por lo demás, sólo estaba el hijo de Madame Sarah, un muchacho amistoso al que se le podía enseñar con provecho deportes y juegos. Los continentales necesitaban todavía instruirse en estas materias. Se enorgullecieron de haber abatido en España el blanco fácil de una perdiz. En Pau una vez le habían invitado a participar en una cacería local. Habían soltado un zorro empapado en anís para facilitar su persecución a los perros con el olfato embotado; su caballo era tan bajo que a lomos de él arrastraba los talones por el suelo; y la partida de caza terminó en veinte minutos escasos.

De buen grado abandonaría Inglaterra. Allí había conocido un buen compañerismo, pero a su alma le atraían el calor y el polvo. Y si bien la pureza de su sangre inglesa se remontaba directamente hasta Eduardo el Zanquilargo, era consciente de que no siempre se veía. Sabía lo que algunos pensaban en privado, porque bebiendo casi se lo habían dicho a la cara. Cuando era un joven suboficial, circulaba por el comedor la broma de que parecía un barítono italiano: «Cántanos una canción, Burnaby», le gritaban los compañeros. Y él, una y otra vez, hasta que se cansaban, se levantaba y les cantaba no una opereta ni una canción obscena, sino una melodía sencilla y cadenciosa de los condados ingleses.

Y luego estaba aquel joven y altanero teniente llamado Dyer, que siempre insinuaba que Fred podría ser judío. No con estas palabras, desde luego, sino con las alusiones más claras. «¿Dinero? Vamos a preguntarle a Burnaby». Nada sutiles. Tras unos cuantos comentarios de este género, se había llevado aparte al teniente Dyer y le habló como si no vistieran uniforme. Y así se zanjó el asunto. Pero Burnaby lo recordaba.

Por tanto, el hecho de que Madame Sarah fuese judía de nacimiento no le preocupaba mucho. Nacida judía, se había convertido al catolicismo. Burnaby no se privaba de albergar aversiones a la hora de preferir una raza sobre otra, pero creía que en lo referente a los judíos los consideraba con mayor indulgencia que la mayoría de los franceses que había conocido. Así que en cierto modo se sentía objeto de este prejuicio, y Dyer, si quería, los tomaría a los dos por falsos judíos. Esto le aproximaba más a Madame Sarah.

De modo que, a medida que transcurrían las semanas, se imaginó su futuro con mayor claridad. Renunciaría a su rango en el ejército. Abandonaría Inglaterra y Sarah se iría de París. Ella, por descontado, seguiría maravillando al mundo, pero no debía dilapidar su genio día tras día y una noche tras otra. Actuaría aquí esta temporada y allí la siguiente, y entre una y otra viajarían a lugares donde todavía no era conocida. Su bohemia común engendraría una nueva conducta. El amor cambiaría a Sarah como le estaba cambiando a él. No sabía exactamente cómo.

Como tenía todo esto claro, debía plantearlo. No ahora, por supuesto, no entre la cena y la cama. Era una cuestión que se debía abordar por la mañana. Reconfortado, acometió el muslo de pato.

Capitaine Fred —empezó ella, y él pensó que su definición de la dicha sería oír estas dos palabras, con aquel acento francés, durante el resto de sus días—. Capitaine Fred, ¿qué futuro cree usted que tendrá el vuelo? ¿El vuelo humano, de seres humanos, hombres y mujeres, juntos en la atmósfera, allá arriba?

Él respondió a la pregunta que oía.

—La navegación aérea es una mera cuestión de ligereza y fuerza —contestó—. Las tentativas, incluidas las mías, de propulsar y dirigir globos han fracasado. Y probablemente seguirán fracasando. No hay duda de que el futuro pertenece a los vuelos más pesados que el aire.

—Entiendo. Todavía no he subido a un globo, pero me parece una lástima.

Él carraspeó.

—¿Puedo preguntarle por qué, querida?

—Claro, capitaine Fred. Los globos son la libertad, ¿no?

—Así es.

—Es flotar a merced del capricho de la naturaleza. También es peligroso.

—Lo es.

—Por el contrario, si tenemos que imaginar una maquinaria más pesada que el aire, estaría equipada con algún tipo de motor. Tendría mandos para gobernarla, controles para el ascenso y el descenso. Y sería menos peligroso.

—No cabe duda.

—¿No entiende lo que estoy diciendo?

Burnaby reflexionó. ¿No la comprendía porque era una mujer, porque era francesa o porque era actriz?

—Me temo que sigo en las nubes, Madame Sarah.

Ella sonrió de nuevo, y no fue una sonrisa de actriz; a no ser, pensó él de repente, que una actriz tuviera en su repertorio, como una parte normal de sus talentos, una sonrisa que no era de actriz.

—No digo que la guerra es preferible a la paz. No digo eso. Pero el peligro es preferible a la seguridad.

Ahora él pensó que vislumbraba lo que quería decir, y no le gustó la idea.

—Creo en el peligro tanto como usted. Es algo que nunca me abandonará. Iré siempre donde me llamen el peligro y la aventura. Siempre buscaré una escaramuza. Si mi país me necesita, responderé siempre.

—Me complace oír eso.

—Pero…

—¿Pero?

—Madame Sarah, el futuro pertenece a máquinas más pesadas que el aire. Por mucho que nosotros, los globonoicos, prefiramos que no.

—¿No hemos estado de acuerdo hablando de esto?

—Sí. Pero no era de esto de lo que yo quería hablar.

Hizo una pausa. Ella aguardó. Él sabía que ella sabía adónde quería ir a parar. Empezó de nuevo.

—Los dos somos bohemios. Los dos viajeros, y libres. Vivimos contra el curso normal de las cosas. No acatamos órdenes fácilmente.

Él hizo una pausa, ella aguardó.

—Oh, por el amor de Dios, Sarah. Sabe lo que voy a decir. Ya no puedo intercambiar más metáforas. No soy el primer hombre que se ha enamorado de usted a primera vista ni seré, me temo, el último. Pero estoy enamorado de usted como nunca lo he estado. Sé que somos almas gemelas.

La miró fijamente. Ella le devolvió la mirada con lo que a él le pareció una calma absoluta. Pero ¿eso significaba que estaba de acuerdo con él o no la conmovía lo que él le decía? Prosiguió.

—Los dos somos adultos. Conocemos el mundo. No soy un soldado de salón. Usted no es una ingénue. Cásese conmigo. Cásese conmigo. Rendiré mi espada a sus pies y también mi corazón. No se lo puedo decir más claramente.

Aguardó su respuesta. Pensó que a Sarah le brillaban los ojos. Ella le puso una mano en el brazo.

Mon cher capitaine Fred —contestó, pero su tono hizo que Fred se sintiera más como un colegial que como un oficial de la caballería—. Nunca le he tomado por un soldado de salón. Le concedo el honor de tomarle en serio. Y me siento muy halagada.

—¿Pero…?

—Pero. Sí, es una palabra que la vida nos fuerza a emplear con más frecuencia de lo que quisiéramos, más de lo que pensamos. Pero le honraré respondiendo a su franqueza con la mía. Pero… no estoy hecha para la felicidad.

—No puede decir, después de estas últimas semanas y meses…

—Oh, pero sí puedo. Y lo digo. Estoy hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Busco continuamente sensaciones y emociones nuevas. Y así seré mientras viva. Mi corazón desea más excitación de la que nadie, ninguna persona, puede darme.

Él apartó la vista de ella. Era más de lo que un hombre podía soportar.

—Tiene que comprenderlo —continuó Sarah—. No me casaré nunca. Se lo prometo. Siempre seré una globonoica, como usted lo llama. Nunca me subiré con nadie a esa máquina más pesada que el aire. ¿Qué puedo hacer? No debe enfadarse conmigo. Debe pensar que soy una persona incompleta.

Él hizo un último intento.

—Madame Sarah, todos somos incompletos. Yo lo soy tanto como usted. Por eso buscamos a otra persona. Para completarnos. Y yo tampoco he pensado en mi vida en casarme. No porque sea algo convencional. Sino porque antes no tuve el valor. Si quiere mi opinión, el matrimonio es un peligro más grande que un hatajo de infieles con lanzas. No tenga miedo, Madame Sarah. No permita que sus miedos gobiernen sus acciones. Es lo que me decía mi primer oficial superior.

—No es miedo, capitaine Fred —dijo ella, con suavidad—. Es conocimiento de mí misma. Y no se enfade conmigo.

—No estoy enfadado. Tiene usted un estilo que desarma totalmente el enfado. Si parezco enfadado es porque lo estoy con el universo que la ha creado a usted, nos ha creado a nosotros, de tal modo que eso… que por eso…

Capitaine Fred, es tarde y los dos estamos cansados. Venga a mi camerino mañana y quizá comprenda.

(Entre paréntesis, otra historia de amor. En 1893 —el mismo año en que visita a Nadar y a su mujer afásica en el bosque de Sénart—, Edmond de Goncourt cena con Sarah Bernhardt antes de que los actores hagan la lectura general de su obra La Faustin. Ella está todavía ensayando cuando él llega, y le hacen pasar al estudio donde Sarah recibe a sus invitados. El ojo de esteta de Edmond evalúa fríamente el tumultuoso decorado. Le parece un batiburrillo horrible de aparadores medievales y armarios de marquetería, figuritas chilenas e instrumentos musicales primitivos, y «chillones objetos de arte de negros». La única muestra de auténtico gusto personal es una serie de pieles de oso polar en el rincón donde a Bernhardt [que a menudo, como esta noche, viste de blanco] le gusta recibir a su corte. Entre tan artística prendería, Goncourt también repara en un pequeño pero intenso drama emocional. En medio del estudio hay una jaula que contiene un mono diminuto y un loro con un pico enorme. El mono es un torbellino, se sube y baja del trapecio y no para de atormentar al loro, le arranca las plumas y lo «martiriza». Y aunque el loro podría fácilmente partir en dos al mono con el pico, se limita a lanzar gritos quejumbrosos y desgarradores. Goncourt se apiada del pobre loro y comenta la vida espantosa que se ve obligado a soportar. Motivo por el cual le explican que el ave y el simio estuvieron separados un tiempo, pero que el loro estuvo a punto de morir de pena. Sólo se recuperó cuando volvieron a meterlo en la jaula con su verdugo).

Le envió flores. La vio encarnar a Adrienne Lecouvreur, aquella actriz de hacía un siglo, envenenada por una rival amorosa. Fue al camerino. Sarah estaba encantadora. Vio las caras habituales. Hablaron como solían, farfullaron las opiniones usuales. Él se sentó con Madame Guérard y la interrogó discretamente, intentando descubrir alguna táctica nueva, algún fulcro escondido…, cuando hubo un ligero «¡chitón!», y levantó la mirada. Vio a Sarah del brazo de un francés raquítico, con cara de simio y un bastón ridículo.

—Buenas noches, caballeros.

La respuesta fue un murmullo de complicidad sin sorpresa, exactamente como el que se había producido el día de la primera velada que Fred pasó con ella. Sarah miró hacia él y le saludó con la cabeza, y luego miró a otra parte, calmosamente. Madame Guérard se levantó y le dio las buenas noches. Él observó cómo se retiraba Madame Sarah. Ya había recibido su respuesta. El agua estaba helada y ni siquiera tenía una chaqueta salvavidas de corcho para protegerse.

No, no estaba enfadado. Y los dandis del camerino tuvieron al menos la buena educación de no comentar lo que había ocurrido ni de dar a entender que algo similar —no, justamente lo mismo— les había acontecido en ocasiones anteriores. Le ofrecieron más champán y le preguntaron cortésmente por le prince de Galles. Conservaron su compostura y respetaron la suya. Esto, por lo menos, no podía reprochárselo.

Pero nunca se uniría a ellos, nunca sería un miembro del séquito sonriente de antiguos amantes. Consideraba inmunda esta conducta, inmoral, de hecho. Se negó a que le transformaran en un amigo querido en lugar de un amante. No le interesaba aquella transición. Tampoco contribuiría junto con los demás del mismo rango a comprarle a Sarah algún regalo nuevo y exótico: quizá un leopardo de las nieves. Y no estaba enfadado. Pero, antes de que el dolor surgiera, tuvo tiempo de sentirse compungido. Había puesto toda la carne en el asador, lo mejor de sí mismo, y no había sido suficiente. Se había considerado un bohemio, pero ella se había revelado demasiado bohemia para él. Y no había comprendido la explicación de sí misma que ella le había dado.

El dolor duraría varios años. Lo alivió viajando y con escaramuzas. Nunca hablaba de su idilio. Si alguien le preguntaba por su pésimo humor, respondía que sufría la melancolía de la lechuza. Quien le interrogaba lo entendía y no preguntaba más.

¿Había sido ingenuo o demasiado ambicioso? Probablemente las dos cosas. En la vida podías ser un bohemio y un aventurero, pero también buscabas una pauta, un asidero que te ayudara a salir adelante, aun cuando te rebelaras. Los reglamentos del ejército cumplían esta función. Pero, en otros sitios, ¿cómo podía un hombre saber qué pauta era auténtica y cuál era falsa? Era una pregunta que le perseguía. Y había otra: ¿había sido sincera Sarah? ¿Había sido natural o su naturalidad era fingida? Constantemente repasaba el testimonio de sus recuerdos. Ella había dicho que siempre cumplía sus promesas, a no ser que de entrada se propusiera no cumplirlas. ¿Le había hecho promesas falsas? Ninguna, que él pudiera precisar. ¿Le había dicho que le amaba? Sí, por supuesto, muchas veces; pero era su imaginación —la voz del apuntador al oído— la que había añadido las palabras «para siempre». No le había preguntado qué quería decir ella cuando le decía que le amaba. ¿Qué amante lo pregunta? Esas palabras doradas y suntuosas rara vez parecen necesitar aclaración en su momento.

Y ahora cayó en la cuenta de que si se lo hubiera preguntado, ella le habría respondido: «Te amaré durante el tiempo en que te ame». ¿Qué amante podía pedir más? Y la voz del apuntador habría susurrado de nuevo: «Lo cual significa para siempre». Tal era el grado de la vanidad masculina. ¿Era el amor de ellos, entonces, una simple construcción de la fantasía de él? Ni creía ni podía creer eso. La había amado tanto como era capaz durante tres meses, y ella también le había amado; sólo que el amor de Sarah tenía incorporado un temporizador. Tampoco habría valido preguntarle por sus amantes anteriores y lo que habían durado. Porque el propio fracaso, la fugacidad de los precedentes, le habría parecido que era un augurio de éxito: es lo que cree cada amante.

No, concluyó Fred Burnaby, ella sí había sido sincera. Era él quien se había engañado. Pero si estar en tierra no te escudaba contra el dolor, quizá fuera mejor estar en las nubes.

No intentó restablecer el contacto con Madame Sarah. Cuando ella fue a Londres él encontró un motivo para ausentarse de la ciudad. Al cabo de un tiempo llegó a ser capaz de leer serenamente las reseñas sobre el último triunfo de Sarah. En general, podía rememorar todo el asunto como un hombre racional, recordarlo como algo que había sucedido, que no era culpa de nadie, que no entrañaba crueldad sino sólo un malentendido. Pero no siempre reunía tanta calma ni aceptaba estas explicaciones. Y entonces se consideraba el animal más estúpido de todos. Se sentía como la boa constrictor que se había aficionado a comer almohadones de sofá hasta que Madame Sarah la mató de un tiro con su propia mano. Se sentía así, abatido de un disparo.

Pero se casaría, a la avanzada edad de treinta y siete años. Ella se llamaba Elizabeth Hawkins-Whitshed y era hija de un baronet irlandés. Ahora bien, si buscaba o esperaba una pauta, le fue denegada de nuevo. Después de la boda, la novia contrajo tisis y trasladaron a un sanatorio suizo su luna de miel en el Norte de África. Once meses después, Elizabeth obsequió a Fred con un hijo, pero estuvo confinada en los Altos Alpes durante gran parte de su vida. El capitán Fred, ahora comandante y posteriormente coronel Fred, reanudó sus viajes y escaramuzas.

Y también su pasión por los globos. En 1882 despegó de la fábrica de gas de Dover rumbo a Francia. Al sobrevolar el Canal de la Mancha pensó inevitablemente en Madame Sarah. Estaba haciendo el viaje que siempre se había prometido hacer, pero ahora no viajaba hacia ella, como Sarah coquetamente le había propuesto. Aunque nunca había contado a nadie la relación que habían mantenido, algunos la sospechaban y, de vez en cuando —tras una partida de cartas en Pratt’s, seguida por una cena tardía de beicon, huevos y cerveza—, alguien le asestaba un codazo alusivo. Pero él nunca picaba el anzuelo. Ahora, suspendido en el cielo, en sus oídos sólo oía la voz de ella. Mon cher capitaine Fred. Todavía le dolía, al cabo de tantos años. Impetuosamente, encendió un puro. Fue un acto insensato, pero en aquel momento le tenía sin cuidado que explotara su vida entera. Su pensamiento se remontó a la rue Fortuny, a los ojos de Sarah, de un azul transparente, a su cabello como una zarza ardiente; a su gran lecho de bejuco. Luego recobró la cordura, arrojó algún lastre y ganó altura con la esperanza de pillar una brisa norte.

Cuando aterrizó cerca del Château de Montigny, los franceses se mostraron tan hospitalarios como siempre. Ni siquiera les importaron las pullas sobre la superioridad del sistema político británico. Se limitaron a alimentarle un poco más y le animaron a fumarse otro puro en las condiciones mucho más seguras que ofrecía el fuego del hogar.

Al volver a Inglaterra se sentó a escribir un libro. Su vuelo había tenido lugar el 23 de marzo. Trece días más tarde, el 5 de abril, Sampson Low publicó A Ride Across the Channel and Other Adventures In The Air.

La víspera, el 4 de abril de 1882, Sarah Bernhardt se había casado con Aristides Damala, un diplomático griego convertido en actor, un mujeriego notoriamente fatuo e insolente (amén de despilfarrador, jugador y morfinómano). Como él era ortodoxo griego y ella judía católica, el lugar más idóneo para casarse rápidamente era Londres: la iglesia protestante de Saint Andrew, en Wells Street. No se sabe si ella pudo comprar un ejemplar del libro de Fred Burnaby para leerlo en la luna de miel. El matrimonio fue un desastre.

Tres años después, tras haberse alistado ilícitamente en la expedición organizada por Lord Wolseley para acudir en auxilio del general Gordon en Jartum, Burnaby murió en la batalla de Abu Klea, con el cuello atravesado por la lanza de un soldado del Mahdi.

La señora Burnaby volvería a casarse; se consagró asimismo como una autora prolífica. Diez años después de la muerte de su primer marido, publicó un manual, inhallable desde hace mucho, titulado Hints on Snow Photography.