4. EN YÁSNAIA POLIANA

Poco después de haberla conocido, fue a visitar a Tolstói, quien le llevó de caza. Le pusieron en el mejor puesto, por encima del cual solían pasar agachadizas. Pero aquel día el cielo, para él, estuvo vacío. De cuando en cuando, sonaba un disparo procedente del puesto de Tolstói; luego otro, y otro más. Todas las aves volaban hacia la escopeta de Tolstói. Parecía normal. Él, por su parte, disparó a una sola pieza que los perros no pudieron encontrar.

Tolstói le consideraba incompetente, titubeante, poco viril, un hombre de mundo frívolo y un despreciable amante de Occidente; lo abrazaba, lo aborrecía, pasó una semana con él en Dijon, se peleaba con él, lo perdonaba, lo valoraba, le visitaba, le retó a un duelo, lo abrazó, lo desdeñó. Así expresó Tolstói su compasión cuando su amigo agonizaba en Francia: «La noticia de tu enfermedad me ha entristecido mucho, sobre todo cuando me aseguraron que era grave. Comprendí lo mucho que te aprecio. Sentí que me apenaría mucho que murieses antes que yo.»

En aquella época, Tosltói menospreciaba el gusto por la renuncia. Más adelante empezó a despotricar contra las lascivias de la carne y a idealizar una cristiana simplicidad campesina. Sus tentativas de castidad fracasaban con cómica frecuencia. ¿Era un farsante, un falso renunciador, o era más bien que no tenía aptitudes y su cuerpo rechazaba la renuncia? Tres decenios más tarde murió en una estación de tren. Sus últimas palabras no fueron: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» ¿El que logró renunciar envidiaba a su homólogo fallido? Hay ex fumadores que rechazan el cigarrillo que les ofrecen, pero dicen: «Expulsa el humo hacia mí.»

Ella viajaba; trabajaba; se casó. Él le pidió que le enviara un molde de yeso de su mano. Había besado la de verdad tantas veces que besaba una versión imaginaria de la mano real casi en cada carta que le escribía. Ahora podía depositar sus labios en una versión de yeso. ¿Está el yeso más cerca de la piel que el aire? ¿O el yeso convirtió en un recordatorio el amor de él y la piel de ella? Hay una ironía en la petición que hizo: lo normal es que el molde sea el de la mano creativa del escritor; y cuando el molde se hace suele estar ya muerto.

Así se adentraba poco a poco en la vejez, a sabiendas de que ella era —había sido ya— su último amor. Y puesto que se ocupaba de la forma, ¿recordó en esta época a su primer amor? Era un especialista en la materia. ¿Reflexionó que el primer amor modela una vida para siempre? O bien te empuja a repetir el mismo tipo de amor y fetichiza sus componentes; o bien actúa como una advertencia, una trampa, un ejemplo negativo.

Su primer amor lo había vivido cincuenta años antes. Ella había sido una princesa llamada Shajóvskaia. Él tenía catorce años, ella más de veinte; él la adoraba, ella le trataba como a un niño. Esto le tuvo perplejo hasta el día en que descubrió por qué. Ella era ya la amante de su padre.

Al año siguiente de la partida de caza con Tosltói, visitó de nuevo Yásnaia Poliana. Era el cumpleaños de Sonia Tolstói y la casa estaba llena de invitados. Él propuso que cada uno refiriese el momento más feliz de su vida. Cuando le llegó su turno en el juego, anunció, con un aire exaltado y una familiar sonrisa melancólica: «El momento más feliz de mi vida es, por supuesto, el del amor. Es el momento en que tu mirada se cruza con los ojos de la mujer que amas e intuyes que ella te ama también. Me ha ocurrido una vez, quizá dos.» A Tosltói esta respuesta le pareció irritante.

Más tarde, cuando los jóvenes insistieron en bailar, él hizo una demostración de lo que estaba de moda en París. Se quitó la chaqueta, insertó los pulgares en las sisas del chaleco y empezó a dar brincos, levantando las piernas, moviendo la cabeza, y el pelo blanco se le alborotaba mientras todo el mundo daba palmadas y aplaudía; él jadeaba, brincaba, jadeaba, brincaba, hasta que se cayó y se desplomó sobre una butaca. Fue un gran éxito. Tolstói escribió en su diario: «El cancán de Turguéniev. Triste.»

«Una vez, quizá dos veces.» ¿Fue ella la «quizá dos»? Quizá. En su penúltima carta, le besa las manos. En la última, escrita con un trazo trémulo, no le ofrece besos. Escribe, en cambio: «Mis afectos no cambian… y conservaré exactamente el mismo sentimiento por ti hasta el fin.»

El fin llegó seis meses después. El molde de yeso de su mano se encuentra hoy en el Museo del Teatro de San Petersburgo, la ciudad donde él besó por primera vez la original.