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EN LA PLAYA

Por la tarde la playa estaba llena de sol color naranja y había nubes blancas y olía a tortilla de patata.

Y había cangrejos que se escondían entre las peñas y los niños éramos los encargados de enterrar las botellas de sidra entre la arena húmeda para que no se calentasen.

Y todos decían: «Qué tarde más preciosa», y los novios se sentaban apartados y cuando empezaba a oscurecer y todo estaba lila y morado estaban con las caras muy juntas sin hablar nada, como confesando.

Pero lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y luego verde más oscuro, y luego azul, y luego añil, y luego casi negro. Y el agua estaba caliente, caliente, y habían bandos de peces muy pequeñinos nadando entre las algas rojizas.

Y daba gusto bucear y pellizcar a las mujeres en las piernas para que gritasen. Y luego que papá y tío Arturo y el marido de tita Josefina nos subiesen sobre los hombros y nos dejaran tirarnos desde allí al agua. Y luego que cogiesen entre dos mayores a un niño y que nos lanzaran por el aire y dijeran: «Cae al agua como un gato», y las mujeres con todo el culo hinchado como un globo debajo del traje de baño de la pera dijesen: «No hagáis burradas con los niños.» Y entonces los hombres nos decían: «Vamos a darles un susto», y corríamos detrás de mamá y las tías y las demás señoras y ellas salían gritando del agua y escapaban por la playa hasta que las cogíamos y las llevábamos prisioneras hasta la orilla, y allí ellas se sentaban en la arena muertas de miedo, y tía Honorina casi lloraba diciendo a su marido: «No, no, por Dios, Arturín.» Y los niños nos retronchábamos de risa cuando decía «Arturín», y estuvimos llamando «Arturín» a tío Arturo lo menos una hora, hasta que nos cansamos. Pero luego nos cogíamos todos de la mano (y las manos de las mujeres temblaban) y entrábamos juntos corriendo en el agua y nos tirábamos a plongeon, pero las señoras no, sino que se sentaban y se quedaban donde no cubría tres dedos, riéndose como gallinas cluecas. Y como Albertito era tonto abría la boca y se le llenaba de agua y arena y después vomitaba y tenía siempre un resquemor amargo por dentro.

Y era divertidísimo ver las piernas de tita Josefina debajo del agua, que engordaban y adelgazaban y eran blancas y verdosas y daban asco como la panza de un sapo.

Y había una chica ya mayor recién llegada de Madrid, muy guapa, con los ojos muy grandes, muy tostada y oliendo a perfume que sentía uno no sé qué muy dentro.

Y tenía una voz muy clara y como triste y nos decía a los niños: «A ver quién es valiente y viene conmigo hasta el Camello», pero nunca se atrevía nadie: ni papá, ni tío Arturo, ni el marido de tita Josefina, ni nosotros, y entonces nadaba ella sola hasta el Camello, que estaba muy lejos, donde casi no se veía, y eso aunque hubiese mala mar e hiciese un día gris de esos que da miedo meterse. Y nadaba con las pulseras que siempre llevaba y se veía salir un brazo cada vez brillando con el agua y el reflejo del sol en las pulseras, y a los pies iba dejando una estela de espuma porque nadaba al crol.

Y había un señor alemán, calvo, con un pantalón de baño blanco que iba con dos perros y tenía la piel roja, casi negra, de pasarse el día al sol pescando y leyendo el periódico con una toalla blanca sobre los hombros. Y luego salíamos a merendar a la playa, y para los niños habían dejado bonito, tortilla y carne empanada que sobraba del mediodía, y de postre naranjas, manzanas, peras, uvas, ciruelas y melocotones a escoger. Y había también plátanos, que era muy divertido apretarlos por un lado para que saliese la chicha y enseñársela a los mayores y que todos los hombres se riesen, nadie sabía por qué.

Y los pedazos de tortilla y las chuletas estaban llenas de arena, y las niñas tenían el pelo mojado pegado a la cara y los ojos brillantes y gritaban, saltando entre los perros, que saltaban también y ladraban y corrían a coger las algas resecas que les tiraban, y luego les echaban lo que quedaba de la merienda, que era muchísimo: tortilla, carne empanada, bonito, y lamían las latas de sardinas en aceite hasta que las dejaban como espejos, y el King comía también, pero era el único, mondas de fruta.

Y como los hombres decían que no había que dejar ni un papel ni un desperdicio en la playa, «porque hay que enseñar a la gente con ejemplo», amontonábamos las bandejas de cartón y los papelorios aceitosos y las mondas y les prendíamos fuego y después enterrábamos las cenizas y latas que no quemaban.

Y después íbamos a vestirnos detrás de las rocas. Y allí la arena estaba muy fría y entraba un viento frío y los niños titiritábamos porque estaba oscureciendo.

Y luego cada cual cogía un bulto —menos las señoras— y volvíamos a casa. Y volvíamos por el camino cantando y cogiendo moras, que aún estaban calientes.

Y sentía uno la espalda pringosa y que resquemaba y empezaba a salir una luna muy grande.

Y cantaban las ranas y los sapos.

Y olía a tomillo.

Y después teníamos que pasar junto a los chigres y los merenderos, que estaban llenos de hombres bebiendo sidra y jugando a los bolos y a la llave.

Y daba gusto oír el golpe de la bola contra las maderas de la bolera o el «clin» de la chapa al pegar en la llave.

Y había un hombre cantando muy bien, y papá dijo que por qué no nos sentábamos en una mesa de aquéllas a descansar un poco, y pidió sidra para todos, los niños también, y sentimos un picor burbujeante por dentro al beberla.

Y ya era cuando empezaban las estrellas.

Y de vez en cuando se veía un trozo de mar muy oscuro que daba miedo pensar en estar nadando por allí solo, solo.

Y papá y tío Arturo pidieron a tita Josefina que cantase «Tengo tres cabritines», y ella se puso toda colorada y dijo que cómo iba a cantar delante de toda aquella gente, y todos se rieron.

Y de repente se acercó un hombre que apestaba a vino y dio una palmada a papá en la espalda y le dijo no sé qué.

Y papá lo miró como atravesado y en seguida pagó la cuenta y marchamos.

Y se oía la música que tocaba en un baile porque era domingo.

Y cuando llegamos a Gijón íbamos todos callados, como tristes.

Y las luces de las calles eran tristes.

Y en la playa se veía el Club de Regatas lleno de bombillas de colores.

Y había mucha gente en la calle y pasaba tocando una banda de música.

Y pasaban automóviles con ruedas blancas.

Y las calles estaban regadas y brillantes y negras.

Y olía a neumático caliente y a colonia y a mar. Porque estaba en Gijón el Príncipe de Asturias.