CUENTO PARA SUSANA
A mi hija Susana, con veinte años de retraso.
Cuando yo tenía tu edad, Susana, mi vida se parecía muy poco a la que tú vives ahora. Por eso creo que te gustará saber algunas historias que a mí me ocurrían y otras que yo me imaginaba que me ocurrían en aquella época.
Mi infancia fue muy diferente a la tuya. No fue ni mejor ni peor; no creo que fuera más alegre o más triste; pero sí fue completamente distinta.
Tú has nacido en una gran ciudad. Tú eres una niña madrileña que a tus ocho años has visto cine, teatro, ballet, has conocido a personas importantes, has viajado en avión...
Cuando yo tenía ocho años, vivía en una casa en el campo, una casa perdida en las montañas de León; la casa en que nací.
Para ti es imposible imaginar lo que supone esto: el aislamiento y la libertad, la dureza y la debilidad, la valentía y el miedo de los niños en el campo.
Yo vivía en la casa de mis abuelos maternos. Una casa grande, roja y blanca, rodeada de huerta, que estaba al lado de la carretera, del río y del ferrocarril. Sí, exactamente a la altura de nuestra casa corrían paralelas las tres vías: alta y negra la de hierro; gris y brillante la de asfalto; turbia y movediza la de agua.
La casa quedaba aprisionada entre la vía y la carretera y el río corría, más abajo que ésta, por entre un soto profundo y sombrío.
De noche, yo oía los trenes: el de las doce que pasaba hacia Asturias; el de las seis de la mañana que pasaba hacia Madrid. Me asomaba a la ventana y a través de los árboles veía los vagones pasar rápidos y traqueteantes, veía las ventanillas encendidas unas, apagadas las otras y oía el silbido agudo y quejoso de la máquina anunciando su entrada en la estación cercana.
Mirando los trenes yo pensaba en Madrid, en cómo debía ser Madrid. Tenía ideas muy vagas y complicadas de la ciudad. Sólo lo que veía en las revistas y periódicos que llegaban a la casa del abuelo. Imagínate qué difícil me hubiera sido adivinar que yo iba a vivir aquí y que aquí ibas a nacer tú y tantas cosas...
La casa, como te digo, estaba aislada. No pertenecía a ningún pueblo determinado porque la separaba la misma distancia de tres distintos: uno, en la carretera hacia Asturias, otro en la carretera hacia León y otro, el tercero, en un monte; este último era el que más me gustaba.
La casa era maravillosa para un niño. Estaba llena de rincones para jugar, para esconderse, para soñar.
La casa la había hecho el abuelo según sus ideas y resultaba rara y cómoda a la vez. Había habitaciones con baúles en los que se guardaban cosas viejas y estanterías llenas de revistas que me entusiasmaban: Alrededor del Mundo, La Ilustración Iberoamericana, Blanco y Negro.
Me gustaba encerrarme a mirar revistas en el cuarto de las manzanas. Durante muchos años aquel cuarto había estado dedicado a guardar fruta. Una cosecha enlazaba con la otra de modo que el olor permanecía en el aire y había llegado a penetrar en todos los objetos de la habitación.
El suelo era de madera, y sobre él se colocaban las manzanas en capas ordenadas. Se ordenaban por árboles, por clases, hasta por tamaños. Las reinetas del reguero, las de morro de liebre de junto a la casita, las repinaldo del sendero, las coloradas que dan a la carretera. En la huerta había también peras, ciruelas, uvas, fresas, grosellas, pero en menor cantidad. Las peras de donguindo y las de limón se consumían apenas vendimiadas y las de invierno se guardaban para Navidad. Con las ciruelas hacía la abuela mermelada que se guardaba en tarros de cristal para utilizarla como postre en las épocas de escasez de fruta fresca. Las uvas del emparrado, las fresas, las grosellas eran frutos frágiles que se recogían a su tiempo en cestos de mimbre y se distribuían en la mesa durante unos cuantos días. Pero las manzanas duraban. Su olor se extendía por la casa y se detenía en la ropa de las camas, en los visillos, en los cojines.
Me gustaba aquel olor. Tendida en el suelo, sobre una colchoneta que arrastraba desde el desván, solía pasar grandes ratos en aquella habitación. Cuando supe leer, me encerraba allí con los libros como antes me había encerrado con las revistas ilustradas. Leía cuidadosamente, tratando de interpretar cada frase. Leía los libros del abuelo, los que guardaba en un armario de su dormitorio: Las mil y una noches, Julio Verne, Alejandro Dumas, Victor Hugo... Yo no había ido nunca al cine, de modo que aquellos ratos de lectura eran para mí la única posibilidad de escapar del mundo real que me rodeaba, para huir a otro, imaginario, en el que sucedían aventuras espléndidas. A veces dejaba de leer y me dedicaba a pensar que era a mí a quien ocurrían aquellas cosas. El olor de las manzanas me producía una especie de adormecimiento y yo sentía que flotaba en el espacio, por encima de los árboles de la huerta o que estaba echada en un prado grande y perfumado. Volvía de mi viaje como de un sueño y seguía leyendo...
Otra pieza importante de la casa era la cocina. Grande, caliente, allí me refugiaba en el invierno. En la cocina había un escaño con un gran banco y una mesa que se subía y se bajaba. En el banco había almohadas de colores. También allí daba gusto leer.
La sala, sin embargo, era un lugar que rara vez pisábamos. Casi siempre estaba cerrada y olía a cera y a frutas y a algún licor largo tiempo guardado en el aparador. Tenía retratos de toda la familia, un camino de mesa de encaje, figurillas de porcelana, espejos con marco dorado, un frutero con flores pintadas. Por la ventana se filtraba una luz verde, tamizada a través de las hojas de la parra. En verano asomarse allí era una delicia, pero en invierno no se podía soportar el frío que hacía.
En el piso de arriba estaban los dormitorios. Camas de hierro con bolas doradas, colchas blancas, arcones oscuros, mucho frío. Del vestíbulo de este piso arrancaba una escalerita que conducía a un diminuto desván. Allí subían los gatos y allí tenían las gatitas sus crías. Algún mueble desechado, cajas llenas de objetos inútiles, era todo lo que había en el desván, pero me gustaba pensar que era el refugio preferido de duendes, hadas y personajes así, y pasaba muy deprisa delante de la escalera con un escalofrío de miedo. Por la ventana de mi cuarto se colaban arañas gordas del emparrado y, antes de acostarme, miraba cuidadosamente las paredes blancas para matar a la posible intrusa. A veces no veía ninguna, pero a la mañana siguiente aparecía con un párpado hinchado por la picadura traicionera de la araña.
Lo mejor era la huerta. En otoño, en invierno, en primavera y sobre todo en verano: la huerta. En realidad era un gran jardín con parterres perfectamente dibujados por el abuelo, cuajados de pensamientos amarillos, morados y bordeados de rosas y margaritas. Pero, como había muchos árboles frutales, nosotros le llamábamos la huerta. Allí sí que se podía jugar. Fíjate que había una casita para guardar las herramientas, justo de mi tamaño. En ella guardaba mis juguetes. Esta casita estaba al borde de un gran reguero que limitaba una parte de la huerta. El arroyo corría profundo y no se podía bajar hasta él, porque la ladera que descendía hasta el agua era una impenetrable maraña de espinos, arbustos y rosales silvestres que destrozaban las piernas.
De ese gran arroyo entraba en la huerta un arroyito pequeño que regaba las plantas y los árboles. En un recodo del arroyo yo tenía una tabla para lavar la ropa de mis muñecos.
Luego estaba el sendero de las grosellas, que era muy estrecho y terminaba en la cueva. Sí, una verdadera cueva excavada en un gran desmonte de tierra, que era otro de los límites de la huerta. La cueva estaba forrada de tablones de madera y el techo era de latón. Tenía un banco-cama con una colchoneta, y el abuelo la había hecho pensando atemorizar a los posibles ladrones de fruta en el verano. Creo que nunca durmió allí, pero le daba seguridad tener aquel refugio para una guardia imaginaria.
La cueva también era mía. Me creía las cosas que solía contarme María, una de mis tías jóvenes. Ella me decía:
—Dando tres golpes en esta pared, aparece una puerta que conduce a un palacio fabuloso. Si entras, nunca puedes volver a salir.
Nunca llamé, aunque me pasaba horas enteras mirando fascinada la pared de tierra. Tenía demasiado miedo a entrar en aquel refugio encantado, del que no se podía regresar.
Yo era feliz en aquella casa del valle estrecho y cerrado entre la carretera, el río y la vía del ferrocarril. Pero había otra: la casa de mis abuelos paternos. Estaba cerca y lejos. A pocos kilómetros, pero muy metida en la montaña. Se llegaba a ella por una carreterita serpenteante y abrupta que conducía al pueblo de mi padre. La casa era enorme, de color pardo y gris. Detrás de ella se extendía un hermoso prado con algunos árboles. Lo atravesaba un riachuelo que salía de la finca y se perdía en los prados cercanos. No había flores, pero había vacas y ovejas y perros. Era una casa de labradores, y todo lo que allí sucedía era áspero. Los animales mugían, balaban, ladraban. Su presencia y su comportamiento eran importantes en la vida cotidiana.
—Está triste la Pinta —decía el abuelo.
O:
—El potro no ha querido comer hoy.
Y también:
—Pepo, guarda las ovejas si ves que se acerca la tormenta.
Pepo era el niño que cuidaba los rebaños. Debía de tener doce o trece años. Había ido poco tiempo a la escuela y era hijo de uno de los hombres que trabajaban para el abuelo. Pepo se pasaba el día por el monte con sus perros y sus ovejas. Con las cañas huecas hacía flautas, con trozos de corteza blanda de los árboles tallaba esculturas de animales.
—Mira, ésta es la Mora y éste es el ternero que parió en mayo la Renca.
Pepo vivía historias reales. Pero no le gustaba imaginar sucesos imposibles. No le cabían en la cabeza. Yo trataba de hacerle entrar en mundos de fantasía. Le proponía juegos imaginarios. Por ejemplo: Si en lo alto del monte apareciera un día un ciervo con los cuernos de oro y te dijera: «Sígueme hasta el palacio...». Pepo no quería escuchar. Me cortaba enseguida, tajante y hosco.
—Los ciervos no hablan ni tienen cuernos de oro. En el monte, lo único que te puedes encontrar es un lobo...
Los lobos formaban parte, como la nieve, de la vida del pueblo. La nieve no es la nieve que tú conoces, la nieve para esquiar y jugar y deslizarse por ella con los trineos; la nieve domesticada por los hombres. Era una nieve enemiga, peligrosa, que aislaba a las gentes y ponía en riesgo sus vidas cuando era urgente sacar a un enfermo de allí. Por otra parte, la nieve de los pueblos de montaña es necesaria para poder subsistir. La nieve derretida en primavera llena los prados de riachuelos, facilita el riego de los cultivos («año de nieves, año de bienes»). Sólo la nieve resuelve la sequedad del fuego abrasador en los veranos de aquellos pueblos de mi tierra.
La nieve del invierno mantenía a la gente aislada y paralizada días y días. Los lobos merodeaban por los campos blancos, se atrevían a hollar las calles vacías, se detenían ante las casas silenciosas, cerradas a piedra y lodo. Sólo el humo estaba vivo, sólo se movía el humo que salía de las chimeneas y se perdía, negro, en el cielo gris. Cuando las grandes nevadas, los lobos bajaban al pueblo. Lo cercaban, lo vigilaban, olfateaban los ganados encerrados en sus cuadras. Los lobos arrastraban su hambre por las calles vacías, y los vecinos observaban tras los cristales empañados, sentados en lo alto de las trébedes, alrededor de la lumbre, que extendía el calor bajo los pies como una alfombra dura y confortable. Luego, en la primavera, con el deshielo florecían las historias aterradoras.
—Iba yo con la yegua camino de la Quinta y me cogió la nevada —contaba el abuelo—. Me alcanzó así de pronto, antes de darme cuenta, porque no lo parecía; estaba tan frío, que no parecía que se acercara la nieve. Llegué a la Quinta a comprobar el cierre de los establos y, mira por dónde, en un momento se cubrió todo de blanco. Por prisa que me quise dar, se me echó la noche encima, toda envuelta en la nieve, y yo azuzaba a la yegua, y la yegua resoplaba, y se le ponía el pelo de punta, y yo me dije: ya rondan los lobos...
El abuelo hacía una pausa para graduar la emoción del relato y yo sentía en la garganta el frío amenazante de la historia:
—Ya rondan los lobos, me dije, y arreaba a la yegua para llegar por lo menos a la ermita de Trasierra y refugiarme en ella, que siempre está abierta para acoger a los caminantes...
La abuela le reñía:
—No metas miedo a la niña.
Pero yo le escuchaba, fascinada y tranquila, porque su presencia viva adelantaba el final feliz de la aventura.
—Allí pasé la noche y, ya de amanecida, salieron los mozos del pueblo en mi busca con escopetas y perros, armando ruido y llamándome a gritos para ahuyentar a los lobos...
La abuela me cogía de la mano y me decía:
—Sube conmigo a buscar miel.
En la bohardilla, enormes tinajas de barro, imposibles de mover, contenían la miel espesa y dorada, clasificada por años, por cosechas. Olía fuerte, a flores y azúcar. La abuela llenaba un cuenco grande y lo bajaba a la cocina, porque la miel se utilizaba para muchas cosas: para extender en el pan, para endulzar la leche, para curar la garganta cuando el catarro la ponía áspera.
Los lobos del abuelo, la miel de la abuela, las tallas de Pepo, los perros, los caballos. Era un mundo recio y duro, y yo me alegraba cuando me devolvían a la casa del valle, la mía, la que albergaba mis fantasías y las historias inventadas por las tías, la que tenía rincones suaves para soñar y jugar, la que prometía tesoros escondidos y no ofrecía peligros inmediatos. Aquélla era mi casa, y tú sabes que aún lo sigue siendo, y has podido observar que permanece igual que cuando yo era niña. Sin embargo, la casa de los otros abuelos ha muerto. Nadie vive allí, está abandonada, no ha sido capaz de retener a ninguno.
El abuelo ya debía temerlo, porque a veces, contemplando las fincas que él y su padre habían reunido con tiempo y esfuerzo, se ponía serio y decía:
—Todo esto se irá a pique cuando yo falte.
Yo pensaba entonces que a nadie le gusta vivir en la amenaza de los lobos y la nieve de los largos inviernos, entre una gente que sólo cree lo que ve y toca y sufre. Más tarde comprendí que la huida de todos obedecía a otras miserias y dificultades, al deseo de alcanzar vidas más amplias, por caminos más anchos y frondosos.
Pero yo quería al abuelo, y ahora mismo, cuando te cuento estas cosas, me da un escalofrío, y me sube a la garganta un nudo de tristeza al recordar cómo me ponía la mano en la cabeza, cómo me preguntaba por mis cosas:
—Estudias, aprendes, sabes mucho...
Yo creo que en el fondo deseaba que yo también huyera de allí.
Con los abuelos maternos todo era diferente. La carretera general que pasaba ante la casa abría el camino del mundo, despertaba el anhelo de echar a andar rumbo hacia pueblos desconocidos, rumbo norte adelante, hacia el mar.
Yo era feliz en aquella casa. Durante el invierno iba a la escuela. Tenía que andar un kilómetro cuesta arriba por un camino que subía a un montecillo hasta llegar al pueblo. El pueblo tenía una gran plaza con un moral en el centro y una iglesia antigua con una torre medio derruida en la que hacían su nido las cigüeñas. Me gustaba la escuela y los trabajos que en ella hacíamos, pero sobre todo me gustaba el camino. Con lluvia o con sol claro, subir la cuesta era una verdadera excursión para mí. No iba sola. Me acompañaban dos niñas de la Venta.
Ahora te contaré dónde estaba la Venta y quiénes eran las niñas: Yo llevaba unas botas katiuskas y mis amigas llevaban madreñas, una especie de zuecos de madera que se calzaban sobre las zapatillas. Yo también tenía mis madreñas y las usaba en la huerta, pero no me dejaban que las llevara a la escuela por miedo a que me resbalara. La escuela era pobre y destartalada, pero a fuerza de cuidado de la maestra llegaba a estar cómoda. La maestra era joven y sabía muchas cosas y nos las explicaba tan bien que sentíamos terminar la clase. Había adornado las paredes con frisos de papeles pintados de colores y había colocado una gran estufa en el centro de la habitación. Todos los niños recogíamos leña para alimentarla. El pueblo era pequeño, de modo que en total asistíamos sólo unos veinte niños y niñas de todas las edades.
Cuando hacía mucho frío, las niñas de la Venta y yo llevábamos nuestra comida en una cesta y la calentábamos en la estufa, mientras los niños del pueblo iban a comer a sus casas. En las horas de la comida todo era nuestro. Libros, encerado, mesas y sillas. En la estufa tostábamos el pan, porque nos gustaba comerlo caliente y el olor que daba la miga quemada.
La maestra vivía en un piso encima de la escuela y nos regalaba muchas veces naranjas o castañas para asar. El frío y la nieve y el olor de las naranjas han quedado en mi recuerdo unidos a la escuela del pueblo.
Las niñas de la Venta eran Rosa y Patro. La Venta era una casa grande con patios y cuadras y muchas habitaciones; la única casa vecina a la del abuelo. En sus tiempos había sido eso, una venta, para caminantes y ganaderos que iban de Asturias a León. Ahora la habitaba una familia de labradores que tenía varios hijos. Mis dos amigas eran las más pequeñas de la casa.
Mi familia tenía buena amistad con los padres de Patro y Rosa. En las noches de invierno pasábamos a su cocina después de cenar y oíamos a la señora Candelas contar historias de osos y jabalíes hasta que se hacía muy tarde.
Recuerdo las veces que nos íbamos a jugar al pajar. El pajar tenía unas vigas que cruzaban a media altura de un lado a otro del recinto. Nosotras trepábamos hasta las vigas y desde allí nos dejábamos caer en la paja blanda, muelle, un colchón vegetal en el que nunca podíamos hundirnos bastante para tocar el fondo.
Un día jugábamos al escondite en la cuadra que estaba al lado del pajar, y a mí se me ocurrió esconderme en el pesebre de una vaca. Estaba allí caliente y oculta entre la hierba, cuando entraron las vacas que venían de pastar del prado. Yo no me moví por miedo a que descubrieran mi escondite. Ataron una vaca a mi lado y ésta se puso a comer hierba. Al verme, quizá sin querer, me enganchó el vestido con un cuerno y me lo rompió. Yo estaba aterrada, pero seguía sin atreverme a hablar, a moverme, hasta que entró el padre de mis amigas a buscar algo y me encontró allí. Todos se rieron mucho.
La Venta estaba al lado de nuestra casa, en la carretera. Un poco más lejos, y al otro lado, había un mesón en ruinas. Nadie vivía en él y sólo servía de refugio de una noche a gitanos y vagabundos. El mesón en ruinas estaba cubierto de musgo y, como te digo, se alzaba al otro lado de la carretera, sobre una roca que descendía hacia el río. Allí solíamos jugar a las casas, aprovechando las divisiones de las antiguas habitaciones. Se contaba una historia del mesón. La historia era ésta: Un ciego, hace mucho tiempo, tenía en el mesón su refugio. El ciego tocaba la guitarra y pedía limosna. Todo el mundo pensaba que era muy pobre, pero en realidad había llegado a reunir unas monedas de oro a lo largo de su existencia de pedigüeño. En algún rincón secreto del mesón guardaba sus monedas y de noche las sacaba y las contaba. Esto lo sabía la gente, porque una noche de luna llena un silencioso caminante que pasaba por allí había visto brillar, con fulgor extraño, unos objetos en la mano del ciego. «Eran monedas», dijo el caminante. Y todos le creyeron. Un invierno murió de frío el viejo ciego. Después de enterrarlo en el pueblo más cercano, que era el de la carretera hacia Asturias, se celebró una reunión de vecinos. Se trató de las monedas. ¿Existían? ¿No existían? Se registró todo el mesón de arriba abajo. De entre las piedras salieron lagartijas, ratones, trozos de botella, pero las monedas no aparecían por ninguna parte. La duda empezó a crecer entre los aldeanos. ¿Había sido todo una ilusión del caminante? ¿O estaban las monedas escondidas en otro sitio y no en el mesón? Algunos, más entusiastas o más crédulos, se dedicaron a buscar por su cuenta durante algún tiempo, pero nunca se encontró rastro de aquellas famosas monedas. Todo esto pasó antes de nacer yo, pero la leyenda persistía, y, cuando yo jugaba con mis amigas en aquellos alrededores, siempre pensaba que en cualquier momento, al remover un pedrusco, al escarbar en la tierra, al levantar una planta, podía aparecer el tesoro del ciego. Nunca lo encontramos, desde luego, y sospecho que no lo encontrará nadie, pero era divertido y emocionante poseer aquella pista, tener acceso a aquella isla de piedras ruinosas con su tesoro escondido. A ratos, dejábamos de jugar y hablábamos de lo que podíamos hacer con las monedas de oro.
—Si yo lo encuentro —decía Rosa—, se lo daré a mi padre para que compre vacas y prados.
—Si lo encuentro yo —decía Patro—, se lo daré a mi madre para que nos compre vestidos y juguetes.
Yo soñaba.
—Si un día lo descubro, lo emplearé en viajar.
Ya sabes que siempre hemos jugado a lo mismo papá y tú y yo. Tesoros para viajar. Para comprar un barco y recorrer mares. Para tomar aviones y volar a países lejanos...
Cuando llegaba la Navidad hacía mucho frío. No se podía salir de casa, y la compota, la sopa de almendras, las manzanas asadas eran la única fiesta. Sin embargo, yo no me resignaba. La Nochebuena tenía algo mágico para mí. Esperaba que sucediera algo sorprendente en cualquier momento.
La magia comenzaba en la cocina, cuando la abuela repartía las palmatorias, y era el momento de abandonar la pieza bien iluminada por la lámpara de petróleo. Había que encender la vela en la cocina y luego salir al portal, protegiendo la llama con la mano para que no se apagase.
Al subir las escaleras, yo miraba hacia atrás, a la ancha franja de luz que salía de la cocina, y sentía nostalgia del caliente rincón. En la habitación la magia crecía. Me metía en la cama de repente y movía las piernas deprisa para no sentir el frío de las sábanas. Mi tía María, mi gran amiga, apagaba la vela antes de acostarse, y todavía, al abrasado fulgor del pabilo, yo podía ver cómo apoyaba la cabeza en la almohada mirando hacia mi cama. Luego empezaba a hablar.
—La Navidad es triste y podía ser alegre —suspiraba—. Si por lo menos tuviéramos la suerte de encontrar el árbol...
—¿Qué árbol? —preguntaba yo.
María sonreía en la oscuridad.
—En Navidad —explicaba— hay árboles que florecen con unas flores preciosas, rojas y blancas y azules. También nacen entre las flores unas frutas extrañas como manzanas, con pinchos dorados y brillantes. Los pinchos son para que nadie se acerque a arrancar la fruta. Los pinchos sólo brillan para quien merece coger el árbol. Los demás no pueden ver más que unas bolas oscuras con pinchos aguzados, que les hieren las manos cuando intentan alcanzarlos. Estos árboles se encuentran muy pocas veces en el mundo. Cada muchos años aparece uno en un bosque, destinado a una persona que lo necesita mucho, que lo ha deseado mucho, que ha sido muy buena y lo merece de verdad...
—¿Y quién pone ese árbol en el bosque? —preguntaba yo.
Y entonces María tenía que callarse y pensarlo, para al poco rato decir:
—No lo sé.
Así, con frío y cuentos, pasaba la Navidad. Los Reyes dejaban regalos, pero no regalos como los que tú tienes. Eran cosas necesarias, que recibíamos con gran alegría. Para un niño de pueblo, en aquella época, unos zapatos, un vestido, podían convertirse en un magnífico regalo. También había juguetes algunas veces, pero pocos y por eso se cuidaban más y se trataban con más cariño. Recuerdo una muñeca que yo tenía entonces, rubia, con trenzas, de cara de trapo. Puede que la hayas visto en una fotografía de mi infancia en la que yo aparezco abrazada a ella, con una cara borrosa, desdibujada y, no sé por qué, triste. La muñeca se llamaba Ofelia. Tú no le hubieras hecho el menor caso, pero yo la adoraba. Le hacía trajes, la sentaba, la acunaba, dormía conmigo. Yo le hablaba y le contaba cosas. Durante años fue algo muy importante para mí. Pero no creas que la escasez de juguetes era una tragedia.
Nosotros teníamos otros juegos. Juegos de libertad, de exploración, de aventura. Con tu edad yo podía ir a muchos sitios sola. Por ejemplo, a lavar al río con alguna de mis tías o con las vecinas de la Venta, a cuidar las vacas con mi amiga Patro a un prado lejano, o al molino a comprar harina, o a los pueblos cercanos a hacer algún encargo, o simplemente de paseo. Todas esas cosas valían más que los juguetes.
En el prado, con Patro, yo lo pasaba muy bien. Llevábamos una manta para taparnos, una manta vieja que podía tirarse al suelo o servir de capa o de toldo. Llevábamos cestas de mimbre para recoger cosas porque en el campo siempre se encuentra algo que se puede llevar a casa: moras en septiembre, arándanos en verano, berros en primavera, cuando crecen frescos y violentos junto a las fuentes claras...
En la cesta se llevaba también la merienda. Patro llevaba algo que me gustaba más que nada para merendar: pan moreno con tocino cocido. Yo se lo cambiaba por mi merienda, que solía ser pan con chocolate o una manzana.
Buscábamos un refugio cuando hacía frío, un rincón soleado y protegido por un árbol grande o un arbusto espeso, y desde allí veíamos a las vacas pacer tranquilamente, melancólicamente. Luego merendábamos, corríamos, subíamos a los árboles o trepábamos a una roca. Era mucho mejor que los juguetes...
Delante del mesón estaba la era de los vecinos. En verano trillábamos. Yo me ponía un sombrero grande de paja y un pañuelo blanco para que no me entraran las pajillas por el cuello. Me sentaba en el trillo, al lado del botijo, y daba vueltas y vueltas sobre el tosco trineo de madera desgastada que avanzaba lento, pesado, machacando espigas, separando el grano de la paja. Hacía mucho calor y, después de trillar durante un rato, nos bañábamos en el río. Tú nunca te has bañado en un río, por eso no sabes lo divertido, lo arriesgado que es. Debajo de cada piedra pueden encontrarse sorpresas. Por ejemplo, un cangrejo torpón que se puede coger con cuidado para luego cocerlo en casa y esperar a que se ponga rojo. Y también hay culebras de agua, que no hacen nada pero que asustan, y tritones, y peces pequeños, cuyo nombre no sabíamos, y animales que están en sus dominios entre el cieno del fondo y las espadañas de la orilla y que se alteran cuando se les invade.
El soto de las orillas del río olía a madreselvas y a humedad. Era fresco, intensamente verde, y en él crecían lirios salvajes y zarzamoras. De vez en cuando aparecían babosas negras y brillantes en el agua que corría semioculta por la maleza. El río era el gran atractivo del verano.
Y las fiestas. En todos los pueblos había fiestas. Romerías a ermitas con santos patronos y patronas. Prados llenos de tenderetes, con rosquillas del santo, zarzaparrilla, gaseosa. Bailes al son del tamboril. La fiesta que más me gustaba era la de la noche de San Juan, el 24 de junio, una noche caliente y esplendorosa, que era como la verdadera inauguración del verano.
Cerca de nuestra casa estaba la Peña del Asno, una montaña rematada por una gran roca en forma de cabeza de asno. La víspera de San Juan, antes de amanecer, se encendían hogueras en los montes de los alrededores; las encendían los jóvenes y los niños de los pueblos cercanos. Nosotros hacíamos la nuestra en la Peña del Asno. Subíamos en las últimas horas de la noche, antes de salir el sol. Encendíamos la hoguera y recogíamos el trébol. Cantábamos:
A coger el trébole, el trébole, el trébole,
a coger el trébole la noche de San Juan.
Nuestra hoguera pertenecía a mis tíos y a los vecinos de la Venta; año tras año se encendía. Recuerdo el último San Juan. Y recuerdo muy bien el último verano.
Luego, cuando amanecía, entre cantos y risas, hacíamos el chocolate en la hoguera y lo repartíamos en las tazas que con esfuerzo habían transportado los mayores hasta la pradera en la cima de la peña.
Era julio y hacía mucho calor. Un día, cuando jugábamos en la huerta, oímos un ruido de motores de avión. Era domingo. Los aviones pasaron muy altos y se dirigían hacia Asturias. Se perdieron en el aire tras la Peña del Asno. Enseguida, empezó a pasar gente. Iban en grupos hablando agitadamente, manoteando, casi corriendo.
Salimos a la carretera y los contemplábamos en su marcha. El abuelo habló con algunos y entró en casa preocupado. Yo no sabía lo que estaba sucediendo, pero había algo grave y trágico en el rostro de todos.
Era difícil que me diera cuenta de que estaba asistiendo al final de mi infancia.
Al día siguiente oí muchas veces la palabra Revolución. No pude salir de casa, y al atardecer volvieron los aviones a cruzar sobre nuestras cabezas y a perderse a lo lejos hacia Asturias. Enseguida se oyeron, repetidos por el eco en las montañas, los primeros disparos. Había empezado una guerra.
Pero ésta es otra historia, que también te contaré algún día.