Todavía quedan en el aire rescoldos del verano que ha sido largo y caluroso. No te quedes aquí, decía Juana, vente unos días con nosotros. Estaban invitados a una casa en el norte. El verano pasado fueron al Mediterráneo y al final no me decidí a acompañarlos. Ahora vuelven al norte. Ya verás, me decía Sergio, está en el límite entre Asturias y Galicia. Es un pueblo de pescadores. Salimos en barca todos los días y volvemos siempre con algo. ¿Al mar yo?, ¿en barco yo?, le replico. Me ha tocado vivir en tierra adentro y el mar me da miedo. Sólo desde la orilla…
Recuerdo cuando fui hasta Puerto Vallarta con Octavio. Fue después de Soledad, después de la desaparición de Soledad. Desde el ventanal del hotel se veía el iracundo Pacífico. Me gustaba mirarlo, contemplarlo durante horas, pero no acercarme a él, no ponerme al alcance de sus olas vertiginosas. Un día fuimos hasta un rincón tranquilo, una especie de bahía cerrada, como un lago. Allí conocí el tacto de aquellas aguas cálidas. Comimos en una hermosa terraza llena de flores, frente a frente los dos. Una brisa suave llegaba del mar. Octavio me miraba, me observaba, y en un momento del almuerzo me cogió de las dos manos. Las retiré con cierta brusquedad. Una nube oscura cubrió el sol y en unos minutos estaba lloviendo con la violencia irresistible del trópico. El agua atravesó la débil protección de palma trenzada y nos empapó en unos segundos. Corrimos hacia el interior abandonando la mesa, la comida y la conversación. Dentro, Octavio pasó su mano por mis hombros y me acercó a su cuerpo en silencio. Algo se empezó a diluir en mi interior. Más que el baño en el mar, más que el suntuoso contacto con las aguas templadas, la lluvia fue un alivio pasajero para mis desazones.
Antonia llega tarde; abre la puerta al perro, sube a mi habitación. ¿Le sirvo el desayuno? Suelo quedarme un rato reposando mis sueños o mis desvelos nocturnos. Los analizo, les doy vueltas. Retraso la hora de enfrentarme con la realidad cotidiana. Desayuno en la cama, me baño luego. Ante mí se extiende un día vacío. ¿Lo he elegido, de verdad, yo? Ya nadie necesita mi ayuda sobre la tierra. Tampoco tengo fuerzas para emprender tareas nuevas.
Es un intervalo inquietante éste que vivo, entre la inutilidad total que aún no ha llegado y la ausencia de actividad de una persona todavía eficaz en el trabajo. ¿Cómo he llegado a este punto? ¿Por qué he vuelto? Dé algún modo, esta pregunta que me hago muchas veces resume todas las demás. En la Hacienda seguía abierta la escuela para los niños de los trabajadores. Aquel empeño que ocupó tantas horas de mi vida seguía en pie. Con más ayuda que antes, pero bajo mi guía y con mi participación directa. Hasta el día que decidí volver. ¿Por qué y adónde? Un ramalazo de nostalgia permanente me atraía hacia aquí, hacia Juana y mi nieto, los únicos, los principales hilos que me atan a la vida. Era fácil decir: Regresaré cuando Franco muera. Era un compromiso conmigo misma, algo repetido a lo largo de los años. Pero si Juana hubiese seguido en México, si no se hubiera divorciado de Alejandro, aún seguiríamos allí. Ellos moviéndose por el país, estudiando a sus indios, investigando orígenes, costumbres, registrando injusticias. Yo con mis niños, iguales todos, los de Guinea, los de la mina, los inditos. Trabajando hasta el fin, hasta que un día no pudiera moverme, ni discurrir, ni hablar. He vuelto a mi país. ¿Qué hay mío aquí? Juana y Miguel, se lo dije a Merceditas, se lo dije a todos. Pero aparte de ellos, no he encontrado nada mío. Lo que dejé ha desaparecido. No puedo volver a encontrarme con mi escuela, mi pueblo, mi juventud. He vuelto tarde o quizás demasiado pronto. Tarde para el trabajo. Pronto para el descanso. ¿Dónde encontraré la esperanza? Crazy, totalmente despierto, me mira y mueve la cola. De alguna manera, me pide que abandone la butaca y me ponga en marcha. Antonia llega con una lista de cosas que hay que comprar. ¿Va usted o voy yo?, interroga imperativa. Voy yo, le digo. Crazy me entiende, se dirige a la puerta. Salgo tras él. Al pasar delante de El Paraíso, la casa continúa cerrada. Hay un cartel que dice: Se vende, y un número de teléfono. Una ligera opresión se instala en mi pecho. La casa se vende. Su propietario ¿habrá muerto?, ¿estará enfermo? ¿Seré yo capaz de marcar ese número, pedir datos, informes, precios, preguntar hábilmente por el dueño?… Crazy, no te alejes, no corras, ¿me oyes? Aunque no pronuncie palabra, Crazy se detiene. Aquí, justo al lado, está la tienda. El breve diálogo convencional. Buenos días. Un poco frescos. Mejor. El verano se ha prolongado tanto… Un viento no muy fuerte arranca las hojas de los árboles. Algunas tienen una capa de verdor. Otras son amarillas. Dentro de poco la colonia entera estará sumergida en dorados y rojos; el esplendor maduro del otoño.
Es la familia que vive al otro lado de la calle. Claro que la conoce usted. Mire: son el matrimonio y cinco hijos. Tres de ella y dos de él. Los de ella pasan el fin de semana con el padre, que ya tiene otra familia. Los de él, al revés, pasan la semana con la madre y el fin de semana ahí, en la casa. O sea que los chiquillos nunca se encuentran. Bueno, pues el pequeño de él, que tiene unos tres años, se perdió anoche, ¿usted lo entiende? Los habían dejado solos y el mayor, de siete años, no se vaya usted a creer que tan mayor, se distrajo. El pequeño cogió la calle y hala, a explorar. Menos mal que coches hay pocos y todo el que vive aquí entra despacio en la colonia. Pero imagínese usted qué susto. El crío hubo un momento que no sabía para dónde tirar. Menos mal que llegaba un vecino de tres calles más allá y lo vio y le sonó aquella carita y llamando a distintas casas acabaron localizando la suya por medio de otro vecino. Usted, que ha sido maestra en otros tiempos, ¿qué opina? Esta juventud de hoy ¡cómo vive! Eso sí, venga hijos. Y luego a separarlos de los padres para mezclarlos con otros nuevos. El disloque, oiga, ¡qué abandonados viven los pobrecitos míos!…
Mi hija era mi angustia y mi alegría. Una obsesión. Ni un momento podía dejarla sola. Siempre tuve cerca de mí mujeres que me echaban una mano, pero Juana iba conmigo a todas partes. Mientras vivió mi madre, qué mejor compañía. Y luego, cuando ella murió y nos quedamos solas las dos, yo me pasaba el día maquinando: ¿adonde nos vamos?, ¿qué hago para no tener que separarme de ella? Era el final de la guerra y ella tenía ocho años cuando comprendí que la derrota era total y que nadie iba a ayudarnos nunca más en aquel nuevo país que se nos venía encima…
En México jamás la dejé sola. Santa Remedios, cómo la cuidaba.
Pero, así y todo, yo sabía que tenía celos de Octavio. Se veía, se notaba, aunque Octavio fue una persona maravillosa con ella. Pero Juana tenía celos. Eso es lo malo de haber vivido solas y juntas tanto tiempo. Octavio nunca se las dio de padre, eso no. Pero la quería, la cuidaba, se ocupaba de ella con toda la sensibilidad y la atención del mundo… Yo creo que Juana le empezó a tomar manía cuando ocurrió lo de Soledad. Ella tenía una edad mala y además quería mucho a Soledad y de pronto ver aquel fallo de Octavio, aquella huida, aquel abandono de todas nosotras. ¿Qué pensaría Merceditas? Adoraba a su padre y nunca dijo nada. Pero aquella niña sin madre, solos también los dos, el padre y ella, hasta que entramos nosotras en su vida… Creo yo que Juana descubrió demasiado pronto las debilidades que llevan a los hombres y a las mujeres a traicionarlo todo; a dejar a un lado obligaciones, deberes, qué sé yo. Y pienso tantas veces en la propia Juana ya mujer, cómo pudo marcharse a España y dejarme con Miguel, niño todavía. Romper con su marido, con su vida, de la que parecía satisfecha, y volver a Madrid. Yo creo que a buscar otra vez a aquel muchacho que le había hecho tanto daño. Para ella era una cuenta pendiente, un fracaso que no podía soportar. O estaría verdaderamente atada a aquella primera experiencia amorosa. El caso es que cortó por lo sano, me dejó al niño, me dejó también á Alejandro, que venía a verme cada dos por tres desde su piso de Ciudad de México. Yo tuve con él toda la comprensión y el cariño posibles. Cuando Juana venía alguna vez, pocas, a ver al niño, me decía: Mamá, tú no has digerido mi divorcio. Yo lo negaba, pero era verdad. No digería el abandono de Alejandro y su repercusión en el niño, mi nieto. Todo esto antes de saber nada del reencuentro con Sergio. Sergio me gusta, me tiene que gustar a la fuerza, porque conmigo es un muchacho estupendo. Pero hay algo en él, debe de ser su familia, su casta. Aunque él sea distinto, ¡qué difícil es arrancar las raíces! Ya sé que lo que cuenta es la formación personal, la forma de pensar y de vivir, y veo que ellos se quieren y en casi todo están de acuerdo. Pero hay algo que no desaparece. Las experiencias de la infancia no se olvidan. Yo, por ejemplo, después de tantos años de comer en buenas vajillas, siempre bien servida, rodeada de personas que me lo hacían todo, allá en la Hacienda, ahora que estoy sola vuelvo sin darme cuenta a las costumbres del pasado. A comer en la cocina con el menor aparato posible. Todo a mano, siempre el mismo plato, el mismo cubierto.
¿Le dejo la mesa preparada en el comedor?, me preguntaba Antonia al principio. Y yo: No se moleste. No. Porque en el fondo buscaba las costumbres de mi infancia. Estoy segura de que la madre de Sergio, aquella mujer implacable, soberbia, autoritaria, que exigía la perfección en los modales, en las formas, en lo superficial, nunca habría renunciado a la complicada presencia de los ritos, aunque estuviera sola. No son mi gente. Por eso yo tampoco podría, aunque quisiese, vivir con ellos.
Detrás de Sergio veo la sombra de aquella madre que le dominaba y le impidió en su momento continuar con mi hija. La madre ya no vive, pero viven el padre y los hermanos, la familia. Tanta dificultad cuando los dos eran libres y ahora tienen que aceptar a Juana si no quieren perderle a él. Sergio tardó en liberarse de la moral familiar, mucho más que de la ideología familiar. Y las niñas de Sergio, siempre con su madre. Que es la mujer soñada por la madre de Sergio…
Anoche soñé con mi madre, que, si viviera, tendría ya cien años. Soñé que la llevaba a París. Ya había muerto Octavio y con la ilógica temporal de los sueños yo le decía: Con el dinero que ha dejado Octavio vamos las dos a París. Mi madre me miraba tristísima y me hablaba sin voz. Creí leer en sus labios: Mejor será que lleves a Juana. Juana va a París muchas veces con Sergio, mamá. También fue cuando se casó con Alejandro. El sueño me despierta un sabor amargo. Tengo una deuda con mi madre. Nunca le di más que trabajo. Le pedí ayuda, compañía. Pero no le devolví nada alegre a cambio, una fiesta, un viaje. En la nebulosa de la duermevela pienso: Me gustaría tanto poder llevar de verdad a mi madre a París. Una inmensa tristeza me despertó por completo para comprobar la realidad irreversible del pasado.
Trato de volver a la luz de la consciencia. Ahora sólo me gustaría viajar con una persona, con Miguel. Miguel joven y fuerte, venciendo para mí todos los obstáculos. Podría ir a cualquier lugar si él me llevara. Mi último amor. Recuerdo que cuando conocí a Octavio pensé: Podría dar con él la vuelta al mundo. Sólo lo he pensado de él y de Miguel.
Vuelvo a dormir y me despierto por la mañana con la cabeza muy pesada. Llueve. Las primeras lluvias que se llevarán los restos del verano. Me doy cuenta de que vivo pendiente de la meteorología. Espero, ávida, las noticias del tiempo en la televisión. Como si fuera a hacer una excursión, una travesía de montaña, una navegación. Reflexiono sobre ello, me asombro.
¿Por qué el clima? Es lo único de lo que no debo preocuparme. Tengo calefacción, chimenea, una casa sólida, ninguna obligación de salir a la calle. ¿Por qué esa preocupación cotidiana por la previsión del tiempo? Creo que dependo físicamente de las fuerzas de la naturaleza: viento, lluvia, frío, calor. Mi bienestar físico depende del clima. Eso debe de ser. La vejez me acerca cada vez más a los mundos primarios. Como los animales y las plantas, como la tierra, dependo del clima para mi equilibrio. Por otra parte, cada vez me preocupa más el bienestar elemental: que no me duela nada, que no me falle nada, que la máquina funcione. Que el cuerpo frágil, efímero, perecedero, aguante.
Hay un artículo de Sergio en el periódico de hoy. Están en plena lucha política. Atacan desde los escaños de la oposición, desde la prensa, desde las conferencias y los debates. Es el momento, dice Juana. Estamos tan cerca de conseguir lo que queremos… Miguel está en Grecia. Sergio le ha conseguido, al fin, un puesto en la parte gráfica de una revista que acaba de salir. Será un aprendizaje de la técnica y de la vida del reportero. Su sueño es África. Allí no hay más que guerras y disturbios, le digo. Se ríe. ¿Te vienes conmigo?, dice. Me río.
La vejez alberga resplandores aislados. Pequeñas hogueras que no se han extinguido y quedan detenidas en un recodo del camino. Iluminan momentos fugaces, dan un calor de rescoldo que se reaviva al moverlo. Esos relámpagos, esos débiles fuegos corresponden al presente. Son restos de un incendio prolongado que más allá de lo previsto brotan de pronto, ponen en marcha circuitos oxidados, activan las funciones del cerebro, aceleran el recorrido de la sangre. Son residuos de un vigor biológico que, hasta el final, reaparecen con una rebeldía indestructible. Así se explica por qué, algunos días, siento todavía que todo o una parte del todo aún es posible. Empezar a vivir otra vez. Mantener abiertos los ojos ya cansados; someter el oído a una gimnasia de atención, a una disciplina que nos obligue a suplir con la experiencia el sonido perdido que no hemos alcanzado a recoger. Es un esfuerzo consciente y voluntario. Al poner en juego las reservas dormidas, avivamos todo un entramado de asociaciones laberínticas. El proceso adquiere un ritmo casi normal durante un tiempo, hasta que el cansancio nos invade de nuevo y nos dejamos llevar por la inercia salvadora. Otra vez el reposo, la relativa indiferencia, la renuncia.
Hoy he vivido durante unas horas la intensidad de ese proceso efímero.
El atardecer se anunciaba glorioso después de un día claro, cielo brillante sin una nube en el azul. Y una brisa sosegada que apenas movía las últimas hojas de los árboles. Crazy sabía que era un día de paseo rápido, paso ligero sin el freno de las piernas pesadas por el bochorno y la presión aplastante de las nubes. Olfatea el aire y respira hondo. Me mira y averigua que estoy bien.
Detrás de mí marcha a buen paso, se detiene de vez en cuando, olisquea aquí y allá, contempla aparentemente el vuelo bajo de los pájaros; suspira y continúa. Dando una pequeña vuelta pasaremos delante de El Paraíso. La verja del jardín está abierta. Me detengo un instante. Ha desaparecido el cartel que anuncia la venta de la casa. Las ventanas del piso alto están abiertas. La imagen de alguien inidentificable cruza apresuradamente la ventana. Empiezo a andar. Segundos después una voz reclama: Señora. Miro hacia atrás y allí está erguido, el pelo blanco aureolando su noble cabeza, las manos levantadas en un saludo, él, el anciano, el dueño desaparecido de El Paraíso. La chaqueta beige de punto, la camisa de cuadros con el cuello abierto le dan un aire juvenil. Me detengo dubitativa y pienso, al mismo tiempo, que debería haberme puesto otro traje, otros zapatos. Recuerdo que no me miré en el espejo y no sé si mi pelo está revuelto o si los mechones se me agrupan ordenadamente alrededor de la cara, Juana me lo repite: Mamá, debes estar siempre preparada a que pueda llegar una visita inesperadamente… Absurda suposición, suelo pensar. Pero ahora… El anciano avanza decidido hacia mí. Coge mi mano con las dos suyas: Qué alegría, dice. ¿Ha vuelto?, le pregunto. He vendido la casa al fin, contesta. Y se cree obligado a aclarar algo más. No podía seguir aquí solo por más tiempo… ¿Y usted?, añade. Siempre con sus paseos y su perro… También yo siento la necesidad de dar explicaciones: Paseo hasta la loma cuando hace buen tiempo. Me gusta ver la puesta de sol desde aquel alto… Miro hacia arriba inquieta. Hoy va a ser maravillosa. Él me contempla un momento en silencio y luego añade: La alcanzo. Voy a cerrar la puerta y en seguida la alcanzo. Crazy se ha deslizado en el jardín desde el comienzo de la conversación. Le llamo: Vámonos, Crazy. Y acude en seguida a mi lado. Estoy absurdamente turbada. Acelero el paso y noto una opresión en el pecho que me obliga a ir más despacio. Respiro hondo. Calma, me digo, calma. Oigo pasos a mi espalda, pero no vuelvo la cabeza. Una sombra se coloca a mi lado. Va usted a buen ritmo. Pasear es una gran cosa. Hace usted muy bien. Yo también doy paseos. Vivo cerca del Botánico y hasta allá me voy todos los días. Me gusta ese jardín… No lo conozco, digo. ¿No lo conoce? Pues tiene que ir un día hasta allí. Es uno de los lugares más hermosos de Madrid. Está casi vacío. Va poca gente. ¿Quién tiene tiempo para pasear en las grandes ciudades? Hay árboles maravillosos, ejemplares magníficos. Y en primavera, las flores… Me gusta en todas las estaciones. Hasta en invierno es una belleza. Ahora, en otoño, los colores son inimaginables. Qué gamas de tostados, amarillos, verdes… Vaya usted un día. Yo suelo estar por allí hacia las doce y le advierto que soy un buen guía…
En lo alto de la loma el sol inicia su descenso. Por un momento callamos los dos. A lo lejos, en el comienzo de la sierra, entre dos montañas, se va sumergiendo el sol rojo, perfectamente redondo. Luego, queda en el cielo el recuerdo de su luz. Un rosa fuerte tiñe el horizonte. Hacia el oeste, hacia Portugal, todavía estará visible el sol entero. Pienso en los atardeceres que Octavio y yo vivimos en Lisboa, mientras las niñas jugaban cerca. El recuerdo de Octavio y el frío de la tarde sin sol me estremecen.
¿Nos vamos?, pregunto. Y descendemos juntos, dos amigos ancianos y un perro. El anciano me mira y sonríe. Ha sido un buen encuentro, asegura. Yo también sonrío. A eso le llamo yo los restos de, las pequeñas hogueras. Si se lo contara a Juana, se reiría de mí y me diría, una vez más, que no puedo estar sola. O me urgiría, con humor, a trasladarme a Madrid para poder pasear con mi amigo por el Jardín Botánico. El amigo, de quien no sé ni el nombre, se despide de mí, besa mi mano con elegancia ¿y un punto de coquetería?
He cenado con apetito. He abierto la ventana y he contemplado la noche fresca, cuajada de estrellas. Luego, he buscado música en la radio y la he dejado puesta en la mesa al lado de mi cama.
No he podido encontrar ningún programa de ópera. Me he detenido en Mozart. Sinfonía n.° 41, Júpiter. Creo que estoy empezando a dormirme.
El clima de Madrid y de su sierra cercana me gusta. Se parece a los climas de mi infancia y mi juventud. Meseta y montaña. Hoy, por ejemplo, huele a verano todavía. O a comienzos del verano. Llega del monte cercano un aroma de tomillo y romero absolutamente mío. Me trae recuerdos más intensos que la imagen visual o el timbre de una voz. Son mensajes profundos, mensajes adormecidos en lo más hondo de mi memoria. El tomillo es la fiesta de San Juan en el pueblo de mis padres. La noche de San Juan, la hoguera, el chocolate que tomábamos niños y jóvenes al amanecer. Había que ir muy abrigado; hasta en junio la montaña es fría. Era el único día del año en que pasábamos la noche fuera de casa. Todas mis amigas tenían hermanos mayores. Nos cuidaban, nos vigilaban. Cuando el sueño nos vencía, nos instalaban en refugios naturales excavados en la peña. Llevábamos mantas tejidas por las mujeres del pueblo en las largas noches de invierno. Después de la escalada hasta lo alto, hasta la ladera que coronaba la montaña rocosa, después de la hoguera y los cantos y las risas, estábamos exhaustas. Pronto amanecería y era entonces el momento más importante de la fiesta. Cuando la hoguera que habíamos saltado y adorado se iba volviendo brasa y había que preparar el chocolate, el gran desayuno.
Sueño muchas veces con la casa de mis padres. Sueños en los que mezclo presente y diferentes tramos del pasado. En ocasiones Octavio está allí. Yo le voy mostrando cada rincón, la sala, la cocina, los dormitorios, el emparrado, el banco de piedra donde he pasado tantas horas de mi infancia leyendo novelas de aventuras, y más tarde, en la adolescencia, las primeras novelas de amor. Recuerdo que en aquella época, cuando yo tenía doce o trece años, en los pueblos solían meter por debajo de la puerta un folleto con el comienzo de una novela. Los títulos eran misteriosos y tentadores. Rosa, la hija del amor o De madre soltera a reina del hogar. Las portadas ofrecían dibujos realistas, de trazos fuertes y gruesos. Perfiles angelicales o rostros avejentados por el sufrimiento. Yo me apropiaba inmediatamente de los cuadernillos y los leía a escondidas, pero me quedaba con la miel en los labios. Después de cuatro o cinco páginas se acababa la historia. Continuará. Pero había que suscribirse, pagar una cantidad para recibir todas las semanas las novelas por entregas. Nunca conseguí convencer a mi madre de semejante trato, y sólo una, Amor y pecado, pude leerla completa, porque me la prestó una amiga afortunada. Los mundos apasionados y terribles que las novelas reflejaban, los abismos de vicio a que se veían expuestas muchachitas imprudentes me dejaban impresionada. La honra, el desengaño, el rechazo paterno a las jóvenes perdidas no acababa de comprenderlos del todo. Pero avivaban mi imaginación y me turbaban con el deseo de saber más, de descubrir más acerca de esa vida peligrosa y abocada al desastre que describían minuciosamente los autores de la narración… En las noches de invierno, las mujeres de la casa se reunían en las cocinas del pueblo. Una leía y las otras escuchaban y luego surgían los comentarios, las interpretaciones, los juicios morales. Recuerdo un día insólito en que mi madre mié dejó dormir en casa de una amiga por alguna razón que no logro rememorar y pude participar en el rito narrativo. La escasa luz, el fuego del hogar a ras del suelo, en el que hervía algo en el puchero colgado de un gancho, impregnaban el recinto de una atmósfera fantástica, de cuento de brujas y maleficios. Sin embargo, lo que atraía a aquellas mujeres, lo he comprendido más tarde, no era lo mágico que yo imaginaba sino lo humano de las situaciones, con las que sin duda se identificaban unas y se atemorizaban otras. Cuando se agotaban los comentarios, se producía un silencio pensativo entre las reunidas. Hasta que la mayor, madre o abuela, levantaba la sesión y dirigiéndose a las jóvenes alertaba de la hora, el sueño, el descanso. Mientras, los hombres ya llevaban mucho tiempo dormidos. Llegaban de la calle cansados del trabajo y la taberna, cenaban frugalmente y se despedían con un murmullo ininteligible, entre queja y gruñido. De todo esto le había hablado a Octavio en las noches cálidas de la Hacienda, cuando salíamos al porche o nos quedábamos en el patio, con el cielo por techo y el perfume del jazmín envolviéndonos por completo. Era un buen momento para las confidencias del día o el regreso al pasado. Generalmente era yo la que hablaba en mi afán de mostrarme como era para que me conociera más y me comprendiera mejor. Cuando en mis sueños transporto a Octavio a los lugares de mi infancia, continúo aún dominada por ese empeño de hacerle partícipe de los pasos perdidos, las experiencias lejanas, todo lo que pudiera darle nuevas facetas de mí misma. Él hablaba poco de su pasado. Resúmenes escuetos, datos sueltos que surgían al hilo de la conversación. Pero rara vez un intento de contar algo que tuviera que ver con los afectos de la infancia, el amor y la pasión de los años jóvenes. Yo le había hablado de Ezequiel, de nuestro matrimonio y de mi convicción de que la nuestra había sido una unión basada en el cariño y el compañerismo más amistoso, pero muy alejado de lo que yo entendía por amor. A Octavio no le gustaba que hablara de ello. No sé si era por celos retrospectivos o por una especie de crítica furiosa a lo que él llamaba mi increíble frialdad: ser capaz de casarme sin estar enamorada, de tener una hija y de vivir con Ezequiel hasta su muerte. Si yo le preguntaba por la madre de Merceditas, me contestaba taciturno: la adoraba. Lo cual me encogía el corazón, porque sabía que nunca borraría aquella huella del amor vivido con otra mujer. Los dos guardábamos silencio y él se levantaba con energía, me cogía de la mano y me conducía al dormitorio sin palabras. Del patio ascendía el aroma mareante del galán de noche que Octavio mandó plantar bajo nuestra ventana. En las noches cálidas el perfume nos trastornaba. Las flores pequeñas, los racimos de flores que permanecían cerrados por el día se abrían al anochecer y desprendían un olor dulce y sensual. Al cerrar la puerta, Octavio me abrazaba con fuerza, me besaba y me decía: No hables siempre del pasado. Estamos vivos los dos y nos queremos con locura. Con locura, nos amábamos hasta la madrugada. Mis angustias se evaporaban y me sentía mujer completa, arrebatada por la vehemencia de Octavio y el ardor de mi propio delirio. Yo siempre había creído que el segundo hombre, el segundo marido, sería una experiencia tranquila, una compañía y un afecto profundo. Pero en mi caso fue todo lo contrario. Al volver del viaje de novios yo pensaba: ¿He estado casada alguna vez?
Hace tiempo, ¿un mes?, que no voy a comer a casa de Juana. Hablo con ella por teléfono todos los días. Sé que están muy ocupados, Sergio anda metido en la redacción provisional de la Constitución. Un gran trabajo de grupo, con gente de diferentes partidos políticos. Hay dificultades, pero tienen la esperanza de resolver los problemas que se presentan. España necesita una Constitución para poder hablar de democracia. Juana sigue orientando su actividad hacia los problemas de relación con la América española. Me parece muy bien. Es su carrera, sabe de eso. Y lo ha vivido. Paso a paso, Juana va construyendo su destino, enérgica y decidida. Como ella es. El destino depende de uno mismo, de la manera de ser y también de las circunstancias, desde luego. Pero sobre todo de uno mismo. Parece que las vidas se van desarrollando regidas por la casualidad y no es así. El destino es como una cadena de actitudes, de hechos que llevan a una consecuencia final. Parece casual pero es el resultado de un plan, de un programa inconsciente en parte y en parte elaborado. Por eso, nadie escapa a su destino, porque nadie escapa a su carácter. Yo misma estoy donde ahora estoy por mi carácter. Si nunca hubiera querido moverme, si no hubiera creído en lo que nos espera lejos y fuera de nuestro mundo, nunca hubiera arriesgado mi esperanza de una buena plaza en una escuela cercana a mi familia. Tampoco hubiera ido a México si no hubiera creído en lo que creo: que el mundo está esperándonos para que lo veamos y lo toquemos. Y eso que yo bien pocas ocasiones tuve en aquellos años duros y difíciles de mi juventud. Hay que ver a Juana y, todavía más, hay que ver a Miguel. Va y viene por el mundo a sus años y no se limita para nada a las posibilidades que le ofrece este país ni el otro. Qué poco se decide a regresar con su padre. De sobra sabe que la libertad de viajar depende sólo de él, de lo que haga, no de lo que le digan los demás. No quiere estar atado a nadie y hace bien. Joven y libre, ciudadano del mundo y preocupado de los problemas de ese mundo. Comprendo su interés por las gentes de países que viven en la miseria más absoluta. Él me dice: Gabriela, por qué sólo vamos a preocupamos de nuestros problemas. Hay tantos en el mundo. Sí, le respondo. Eso sentí en Guinea cuando comprobé que mi trabajo allí era igual de útil o más útil aún que el que hacía en España. Y lo volví a sentir en México, en la escuela de la Hacienda. Sí, le dije. Si yo fuera joven ahora como tú, si yo hubiera podido elegir un camino más ancho en el mismo sentido de ayuda a los demás, me hubiera gustado ser investigadora de enfermedades tropicales o médico en la selva americana, no sé… Miguel me comprende y yo comprendo a Miguel. De algún modo, los dos soñamos los mismos sueños.
Debería usted ir al médico, me dice Antonia. Porque me ha visto contemplar mis manos, la una dando masaje a los dedos de la otra y seguramente con un gesto de inquietud. Ella ha observado, lo mismo que yo, que mis dedos se van deformando a golpes. Primero, los pulgares. Se ensancharon los nudillos con dolor, parecía que de un día a otro se me habían ensanchado los huesos. Luego se detuvo el dolor, pero la inflamación no desapareció. Los dedos se quedaron para siempre más anchos. La articulación se volvió menos flexible. Es difícil doblar completamente el dedo en estas condiciones. Luego, aisladamente, todos fueron cambiando. Algunos sin dolor, sin darme cuenta. Extiendo las manos, me contemplo los dedos y los comparo. En general, la derecha está peor. Pasa el tiempo y un día el anular izquierdo empieza a doler. Casi lo veo crecer, aumentar el hueso. ¿Por qué esta deformación que produce la vejez? ¿Por qué la vejez no debería limitarse a la debilidad?
Hay que encender la calefacción todos los días. Ya no es suficiente con la chimenea al atardecer. Me da pereza salir. Muchos días no me asomo ni al jardín. Crazy me mira asombrado. ¿No damos el paseo hasta la loma? No, Crazy. Estoy cansada. El otoño es duro para mí. Luego, cuando el invierno llega, ya está el cuerpo acostumbrado al encogimiento del frío, a las piernas entumecidas. Cuando yo abandoné las heladas de Castilla, el frío de Castilla fue como volver a nacer… Cuando llegué a México yo me decía: Va a ser lo mismo este calor, estos olores, esta tierra… Es verdad que también me decía otras cosas a mí misma: Va a ser lo mismo el amor en el trópico que en los montes pelados y quemados por el hielo, en el polvo negro de la mina que se respira a todas horas. Va a ser lo mismo el placer de abrazar este cuerpo de hombre suave y vibrante, este fuego, este dejarse ir, este morder la almohada para ahogar los quejidos del placer… La verdadera Gabriela es la de México, Juana, debería decirle a mi hija, que siempre me ha tenido por austera, sacrificada, dura. Juana, no me conoces. Es difícil ser en cada momento como realmente somos. Si yo adopto una postura exagerada ante un acontecimiento o me visto de un modo que me parece excéntrico o como y bebo más de la cuenta, tengo remordimientos. Eso es lo heredado, lo respirado en mi infancia. Lo que mi madre me inculcó. Lo que mi padre entendía por recto y acertado. Y sin embargo yo, íntimamente, siempre he querido ser exagerada, excéntrica, excesiva. Siempre he querido vivir intensamente. Como tú dices, Juana: Sólo tenemos los momentos alegres. Tienes razón, pero yo lucho entre las dos Gabrielas que hay en mí, la que tú crees que soy y la que yo, en el fondo, quiero ser y he sido a veces. La que no soy ahora, por ejemplo. Si no, estaría en la ciudad, viendo pasar los coches desde la ventana, observando la calle, sintiendo el rumor de la vida afuera. Saliendo a comprobar que todo palpita, sucede, cambia. Sin embargo, me limito a contemplar desde esta ventana el jardín inmóvil, la cercanía del invierno que llega poco a poco, con su aliento frío y su rastro destructor.
He recibido carta de México, de Adela, la hermana de Octavio. La pobre está desconsolada con la noticia que me da: Ramón, el solterón eterno, el bondadoso Ramón que tanto ha cuidado de su hermana y de su sobrina Rosalía, se va a casar. Lo leo dos veces. Imposible. Pienso en el Ramón plácido un poco tímido, un poco apagado que conocí. Siempre presente, pero a la vez lejano a todo. Me lo imagino en su butaca, adormilado después de comer, sin intervenir nunca en los asuntos familiares a no ser para ocuparse de problemas prácticos derivados de la administración del patrimonio. Ramón, que se había convertido en una especie de compañero fiel para su hermana desde que ella enviudó, Ramón, el padrino-tío de Rosalía… Y ahora, ¿se va a casar? Lo que no hizo ni a los treinta ni a los cuarenta lo va a hacer a los sesenta. Señor, dice Adela, ¿por qué me mandas esta cruz? Sigo leyendo, me pregunto: ¿Quién es ella? Y al saberlo, no me parece tanto disparate. Ella es una mujer de cincuenta años, conocida, viuda, sin hijos, amiga de la familia, buena persona, que vive muy sola.
Empezó a venir a visitamos, no sé por qué, con más frecuencia de la acostumbrada. Al principio Ramón no se inmutaba. Sólo la cortesía de siempre que ya conoces. Luisa, ¿una taza de té?, Luisa, ¿te acompaño a casa que no son horas?, Luisa, ¿vienes a almorzar el domingo? Pero todo sin salirse de lo educado, de lo social, de la amistad sin más. Un día ya me chocó, escribe Adela, porque me dijo Ramón: Adela, ¿qué te parece que me ponga, que voy a salir con Luisa? Me chocó, pero no me preocupé porque, al fin y al cabo, que salieran los dos en buen plan, dos solitarios mayorcitos, respetables, ¿cómo iba a inquietarme? Pero hija mía, Gabriela, ésta fue la primera vez y en varias semanas se repitió la cita muchas veces. Y Ramón: No ando bien de ropa, Adela. Vamos a ir al teatro o vamos a ir a visitar a unas amigas de Luisa. Hasta que un día me planté delante de él y le dije: Ramón, tú vas a explicarme ahorita mismo lo que te ocurre. Porque no es natural tanta salida los dos solos, tanto Luisa y tanto arreglarte y tanto espabilarte, tú, que antes te pasabas las tardes adormilado… Y ahí le tienes que se me encrespa y me dice: No te metas en mis cosas, Adelita, que ya va siendo hora de que viva mi vida. Jesús, Jesús, si Octavio levantara la cabeza… Yo no volví a decirle nada y ahí convivimos sin apenas hablamos, con un enfado de esos de hermanos cuando aún vives en la casa de los padres. Un enfado juvenil, quiero decir. Hasta que una tarde se me acerca y me pasa el brazo por los hombros, yo de espaldas sentada en mi butaca y haciendo crochet. Y él que me aprieta los hombros, tal como me tenía, medio abrazada, y me dice: Atiéndeme Adelita, que tenemos que hablar… El corazón me empezó a latir a toda velocidad. De sobra sabía yo que allí iba a suceder algo grave. Y así fue. Sin más presentación me lo soltó: que él y Luisa pensaban casarse, que la vida es corta y no hay que dejarla pasar, que ellos se habían tratado ya bastante y estaban muy de acuerdo en todo y, dado que ella no tenía hijos ni él obligaciones, qué mejor cosa que vivir juntos pasando por la sacristía como es natural… La carta de Adela me entristeció y me hizo sonreír al mismo tiempo. Pobre Ramón, encerrado en su indolencia, su indecisión y su comodidad. Sin más futuro que el de sus sobrinas Rosalía y Merceditas y su hermana gruñona y maternal, protectora y protegida. El dolor de Adela tenía que ver con la soledad. Su hija lejos, en Estados Unidos desde hace años, siguiendo el rumbo de los negocios de su marido. Visitándoles y siendo visitada en fechas clave, Navidad, cumpleaños, aniversarios. Adela, sola ya, pero con Ramón en casa… Gabriela, cómo te echo de menos. Tú eres serena y me tranquilizarías mucho. Sé que no vendrás, pero quiero que sepas que para Ramón sería la alegría mayor tenerte con nosotros para estas fechas a ti y a Juana y al marido de Juana, aunque no le conozcamos. Miguel pasó hace poco por aquí, vino a Puebla desde Ciudad de México, donde estaba con su padre. Él nos ha prometido que vendrá. Y me temo que será el único de esta cortísima familia española, tan querida.
Hablé con Juana por teléfono y se echó a reír. No lo puedo creer, decía. Es imposible… Pero yo estaba aquejada de un ataque de melancolía. Pobre Ramón, pensaba. Y, al mismo tiempo, dichoso Ramón, que ha encontrado tarde, pero aún a tiempo, su compañía. Y Adela sola. No sabes lo que es esta soledad, me explica. No quiero contestarle: Sí lo sé. Tú has tenido a Ramón hasta hace unos días sólo para ti. Yo vivo sola por elección desde hace años. Tu hija está en Chicago, lejos, es verdad. La mía está a pocos kilómetros, pero su lejanía es para mí igualmente real. Porque ella está en sus asuntos. Y yo languidezco en esta especie de limbo del que no puedo salir porque no encuentro la puerta por mucho que me esfuerce en buscarla.
La soledad. Unos la buscan, la necesitan, la eligen. Otros se consumen en ella. Está empezando a llover. Una lluvia suave y fina. De esas que nos cala sin notarla. Necesito salir. El impermeable, la capucha, el paraguas. Nos vamos, Crazy, a respirar aire puro. Hoy no hay sol ni puesta de sol, pero podemos subir hasta la loma de todos modos. Esta lluvia no molesta. No es la lluvia de México que cae de golpe y lo arrolla todo, es violenta y descontrolada. Y luego sale el sol. Pero ésta no es lluvia seria. Cae despacio, resbala sobre el paraguas, sobre el impermeable, sobre tu piel. No golpea, acaricia la lluvia. Estamos en otoño. Hay que estar preparados para la tristeza.
Cuando yo era niña la lluvia era una tortura, un impedimento importante, porque con la lluvia no se podía salir de casa, no se podía jugar fuera, en la huerta o en la pradera cercana al río. No se podía buscar a las amigas de las casas vecinas para correr y saltar o estar sentadas charlando sobre el muro de piedra de la carretera. La lluvia era un enemigo de los niños. Los pastores se colocaban mantas por la cabeza o gorras y sombreros viejos y aguantaban la lluvia si no había cerca un refugio o una cueva protectora. Pero los niños no necesitaban salir. Al terminar la escuela, envueltos en mantones de lana, había que regresar a casa y quedarse allí hasta la hora de dormir. Mi madre temía los catarros, las pulmonías, las graves consecuencias de una mojadura en aquel tiempo sin impermeables ni penicilina. Más tarde,'cuando Juana nació, yo puse en práctica la norma de mi madre: Si llueve, no se puede salir. Juana me miraba reclamando justicia y comprensión, pero yo había heredado con la meticulosa pasión por los cuidados de mi hija las rotundas manías de mi madre. Hoy, solía decirme, a no ser por verdadera necesidad no se debe salir a la calle. La necesidad se presentó un día lluvioso, en forma de un arrebato de campanas que llamaba a concejo a los vecinos. Algo grave ocurría. Mi madre se lanzó a la calle para averiguarlo. Mi padre no estaba en casa. Me quedé sola y mi primera reacción fue salir desabrigada como estaba y ponerme en medio de la calle desierta a recibir el agua con los brazos abiertos. Con la cara mirando al cielo, me bañaba en la lluvia prohibida. Nunca, nunca disfruté más del agua. La norma transgredida, la desobediencia liberadora se unía al placer físico del agua fría sobre mi ropa empapada. Mi cuerpo chorreaba; el pelo, como un pequeño paraguas, desprendía, de cada mechón, hilos de agua que caían en círculo sobre mis hombros. Al poco tiempo empecé a tiritar, entré en casa, me cambié de ropa y me acerqué al fuego de la cocina encendida. Cuando llegó mi madre todavía tenía el pelo húmedo pero ella no se fijó. Venía muy seria. ¿Qué ha ocurrido?, le pregunté. Me miró fijamente, como volviendo de una honda preocupación y me dijo: Ha desaparecido la hija del cartero, la pequeña, la de los tirabuzones rubios. La están buscando los hombres por el monte y el río… Apareció dos días más tarde, flotando en el agua, un pueblo más abajo, con el cuerpo hinchado y los tirabuzones deshechos.
Todas las noches leo un rato antes de dormir. La lectura me serena, me da ocasión de sumergirme en otras vidas, otros ambientes, otros paisajes. Viajando en el libro, página a página me llega la paz. Muchas noches me duermo con la luz encendida y me despierto al cabo de unas horas, herida por el resplandor de la lámpara. Hoy estoy distraída y no me concentro en lo que leo. Cierro el libro, apago la luz. Pienso en la carta de Adela. Conversaciones, escenas, situaciones en las que aparece Ramón, el Ramón que yo conocí. Trato de adecuarlo a este Ramón que va a empezar una nueva vida a su edad. Tiene algo de conmovedor y estimulante esta decisión de un hombre ya mayor. Quiere decir que nunca es tarde para vivir. Esa capacidad para incorporarse a proyectos aparentemente absurdos a partir de una edad, me parece alentadora. ¿Acaso yo no acaricio de tarde en tarde planes fantásticos que encierran una nueva posibilidad?
Un coche se detiene en la calle. El vecino de al lado. La puerta del garaje se cierra de golpe. Estoy completamente desvelada pero no enciendo la luz. Me deslizo por un tobogán de divagaciones. Si toco fondo me dormiré. Vuelvo otra vez a Ramón. Qué extraños somos los seres humanos. Toda la vida quieto, Ramón, toda la vida ajeno a lo que para la mayoría es habitual: encontrar la compañía de alguien para compartir la vida. Pero él no, él era diferente, no reaccionaba a las tentaciones e impulsos de los otros. Y ahora, a la vejez, se encuentra con la mujer que había estado siempre cerca y en la que él nunca se había fijado. Si la hubiera encontrado de pronto en un lugar nuevo, si hubiera sido una mujer exótica en algún sentido, lo entendería mejor. Pero Luisa es la mujer de la puerta de al lado, el paisaje de tan conocido ignorado, no apreciado, no tenido en cuenta de tan próximo y familiar. Si hubiera sido una mujer como Soledad, atractiva, brillante, llena de vida… Pero no fue Soledad la que conquistó a Ramón. Soledad conquistó a Octavio, el hermano que se había movido en círculos sociales interesantes entre gentes aficionadas a la música, al arte, a la cultura. Ésa era la sociedad que había frecuentado Octavio y en la que se debía de sentir a gusto. De todos modos, es curioso que en ninguno de sus dos matrimonios actuó Octavio con lógica. Su primera mujer, la madre de Merceditas, vivía aislada en la Hacienda de su padre. Era la única hija de un matrimonio español afincado en México. El padre, un labrador de un pueblo entre León y Galicia, un hombre pobre que luchó mucho y llegó a tener una apreciable fortuna. Octavio conoció a aquella niña, a aquella adolescente, y se casó con ella. La encerró en la Hacienda y se despidió de su vida en la ciudad. ¿Por qué?, le pregunté un día. Se me quedó mirando y yo creo que no fue del todo sincero cuando dijo: Por hastío de esa vida que frecuenté en los años de estudiante y en los primeros en que ejercí de abogado… Pienso que no era sincero porque luego sucedió lo de Soledad, que encajaba muy bien en aquel mundo entre poderoso y bohemio al que él había renunciado. Cuando murió la madre de Merceditas, Octavio enloqueció. Fue dando tumbos por países y ciudades, siempre con su ñiñita al lado, hasta que llegó a España y decidió ir al encuentro de los abuelos de la niña. Los encontró escondidos en su pueblo natal, viviendo en el abandono más total, ajenos a su dinero, a la fortuna que habían dejado en México. Ni siquiera la nieta les sirvió de consuelo. Nunca se recuperaron de la muerte de su hija. Regresaron a España para vivir en la locura. En cierto modo lo entiendo. Miguel es maravilloso en sí mismo, pero mi pasión es Juana. Yo adoro a Miguel porque es el hijo de Juana, su prolongación, su consecuencia. Hay un cordón umbilical que no he cortado nunca y que nos une a los tres, Juana y Miguel y Gabriela. Y que un día me unirá, sin que yo llegue a verlo, a los hijos y a los nietos de Miguel. En esa cadena de seres que me pertenecen y a los que yo pertenezco, quiero creer que iré dejando pedazos de mí misma. Una forma especial dé sonreír, un gesto, el color de los ojos, la manera de andar y la angustia que me invade cada atardecer de un día definitivamente ido.
Con la inseguridad del exiliado me pregunto con frecuencia: ¿Dónde está el núcleo de mi vida? ¿En los treinta y ocho años de España o en los treinta y tres de México? ¿Pertenezco a aquí o a allí? En uno de los dos sitios debo de estar de paso, pero no he logrado averiguar en cuál de los dos. El espacio que yo ocupaba en México, el hueco que yo llenaba de modo natural, se ha cerrado sobre sí mismo. Todo ha vuelto a quedar como antes de aparecer yo en escena. Y, al regresar aquí, el hueco que dejé al irme también se ha desvanecido. Se han borrado los límites que daban forma a mi cuerpo, a mi presencia. Y el vacío de mí se ha diluido en el vacío general. He regresado a un país irreal. ¿Por qué he vuelto? Ni una sola de las experiencias que viví tiene que ver con lo que ahora vivo. Aquellos pueblos, aquellas escuelas, la República, la revolución de octubre, la guerra civil, han desaparecido. La historia ha seguido su curso y treinta y tantos años han cambiado la faz de esta tierra. Me he instalado en Madrid, o, mejor dicho, en sus alrededores. Vivo una vida aislada en un país que me da poco y al que yo no doy nada. He vuelto demasiado tarde para incorporarme a la vida activa, para compartir con los jóvenes la aventura de la libertad. Les oigo hablar, entusiasmarse, proyectar un futuro sin errores. Hay un nuevo dios en las ideologías: la economía. Derechas, izquierdas, centro: economía. Sé que eso es importante, pero insisto machaconamente con Juana y sus amigos. ¿Creéis que ha habido nunca un país libre sin un sólido cimiento cultural? Educad a los niños. Educadlos en la tolerancia, en la solidaridad. Transmitidles lo más importante que tenemos: la herencia cultural… Se me quedan mirando con respeto, momentáneamente distraídos de su sueño económico. Es verdad, asienten, ya lo sabemos. Luego citan a Machado, a Hernández, a Alberti y a Picasso. Lo sabemos, no te preocupes, pero antes que nada, lo primero es que la gente coma mejor, reciba asistencia sanitaria, enseñanza gratuita. Llegamos a ese punto de acuerdo que nos une y nos identifica. Pero tengo miedo a la historia. A la historia vivida y a la aprendida en los libros. Siempre me lleva al mismo final: un final desastroso. Si me hubiera quedado en México, ¿habría acertado? Sin Juana, no. Ella, lejana y ocupada como está, sigue siendo la principal razón de mi existencia. Prefiero este aislamiento elegido, este lugar ajeno a mi vida pasada, pero teóricamente mío, a la prolongación del exilio en la abundancia que me proporcionó la boda con Octavio. Mientras duró, fue hermoso. Pero no hubiera podido seguir. No desde que Juana nos abandonó. No sin Juana. Y sin Octavio.
Me despierto con la primera luz de la mañana. Una luz fría, grisácea. Una opresión angustiosa me sube del pecho a la garganta. Entre brumas somnolientas se reavivan las imágenes de un sueño que he tenido hace un momento. En el sueño, alguien llama a mi puerta aquí, en esta casita en que vivo y duermo. Bajo las escaleras. Abro la puerta sin preguntar quién es. En el umbral está Soledad, pálida, delgada, envejecida. Me atenaza el mismo dolor que me ha despertado, la misma tensión. Soledad no habla. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Yo apenas puedo articular palabra, con esta torpeza para moverse o expresarse que sobreviene en los sueños. Trabajosamente pronuncio tres palabras: Octavio no está. Ella parece no creerme. Mira a su alrededor. Se acerca a una mesa cercana a la chimenea, toca levemente los marcos de los portarretratos: las fotografías son todas de Miguel. Miguel niño, Miguel adolescente, Miguel. Gira en redondo buscando con la mirada un rastro, una huella de Octavio. Yo muevo la cabeza, negando la presencia del hombre que ella busca. Soledad lleva el mismo traje del día en que se fue para siempre, cuando Octavio la acompañó hasta la frontera con Guatemala. Como entonces, ella se dirige a la puerta y me dice: Adiós.
El despertar coincide con el golpe de la puerta al cerrarse tras ella. Me levanto de la cama y bajo las escaleras. Necesito comprobar que no ha sido real el portazo del sueño. El motor de un coche alborota la silenciosa mañana. El vecino. La puerta del garaje. Es su hora de salir. La última oscuridad se confunde todavía con la luz de la mañana. Crazy ha bajado detrás de mí y espera que le abra la puerta de la cocina para salir al jardín de la parte de atrás de la casa. Vuelve en seguida, huyendo de la humedad y el frío. Cuando Antonia llegue, lo sacará a la calle para dar su paseo matinal. Espera que me prepare el desayuno. Se sienta cerca de mí y sigue mis movimientos con sus ojos castaños. Las orejas color miel, tiesas, atentas al menor sonido, latiguean imperceptiblemente cuando mueve la cabeza. Cuando al fin me instalo en la mesa, mueve el rabo y la boca semiabierta se dispone a recibir una galleta. Es el rito cotidiano. La mañana transcurre dentro de esa atmósfera oprimente que ha creado mi sueño. Seguramente sólo recuerdo el final, pero hubo algo, antes, que hizo aflorar del subconsciente a esa Soledad desconocida. Porque, en la realidad, Soledad nunca hubiera llorado. Entró en casa sonriente y cuando se marchó para siempre, cuando me dijo adiós, estaba seria. Pero llorar, no. Llorar, nunca. Durante el tiempo que estuvo en la Hacienda, Soledad era la viva imagen de la alegría. Los inditos de la escuela la adoraban. Cada día le traían pequeños regalos. Una fruta, flores de colores hechas de papel de seda, pulseras trenzadas con lanas rojas, amarillas, azules. Desde que llegó me di cuenta de que era la ayudante perfecta para mi trabajo. Pintaba con los niños, bailaba, cantaba. Hacía todo lo que yo soñaba para la escuela, lo que yo sola no podía hacer con los alumnos aumentando día a día. Soledad nos fascinó a todos. Juana la buscaba para hacerle confidencias, para pedirle opinión en sus problemas de adolescente. Remedios reía en la cocina cuando Soledad entraba y le reclamaba o le regalaba recetas. Contaba historias, pedía información de las gentes que nos rodeaban en las casas dependientes de la Hacienda. Soledad era alegre, arrolladora. Su atractivo físico alcanzaba a todos, se extendía hasta el último rincón de la Hacienda. A su paso todo se volvía luminoso. Sí, Soledad irradiaba un resplandor especial. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de los efectos devastadores de su presencia, sobre Octavio y, en consecuencia, sobre nuestra vida…
Antonia me encuentra dormida. Me zarandea un poco. Señora, señora. Qué susto verla así, dormida en la butaca. Y luego la puerta abierta y el perro tumbado a la entrada, bien atravesado, eso sí, para que no entre nadie. Me ha dado un vuelco el corazón. He pensado: A doña Gabriela le pasa algo… No, Antonia, no me pasa nada, le digo. No puedo explicarle que me ha despertado un sueño. Un sueño de última hora de la noche que se ha cruzado con los primeros ruidos de la mañana y ha sido tan intenso que me ha llevado a revivir, con los ojos cerrados y la mente confusa, sensaciones intensas del pasado. Se ve que no he convencido a Antonia porque al mediodía llama Juana entre alarmada y molesta: ¿Qué es eso de madrugar más de la cuenta y quedarte dormida en la cocina con la puerta abierta? Mamá, mamá, no vivo tranquila con esta situación que te has buscado…
Pobre Juana. No puede soportar el peso de la responsabilidad que tiene conmigo. Quisiera convencerla de que no le reclamo nada, ni me arrepiento de haber vuelto, ni de vivir sola. Tímidamente, la conozco, me dice: La próxima semana nos vamos a París… Sí, un grupo de compañeros… Tenemos que encontrarnos con algunos líderes europeos… Mamá, nos hemos convertido en el primer partido de la oposición, en el único partido importante de la izquierda… Luego se dedica a hablarme de Europa, de lo importante que es Europa para nosotros… La interrumpo: Juana, no habrás olvidado que cuando terminaste tu carrera aquí, en Madrid, yo te animaba a ir a París, a continuar allí tu formación. Pero te empeñaste en regresar a México… Se lo digo con cierto tono de reproche, no lo puedo evitar. Pero ella sabe que tengo razón. Cuando quiso venir a estudiar en España yo lo acepté y tuve miedo. Pensé: Ahora se quedará allí para siempre. La perderé, tendré que renunciar a Juana. Cuando ella se vino a España, Octavio todavía no estaba enfermo, pero se había vuelto melancólico y tierno después del episodio de Soledad. Yo me sentía en paz conmigo misma y con los que me rodeaban. Las cartas de Juana llegaban periódicamente. Me contaba muchas cosas. Pero yo tenía miedo a que se metiera demasiado de lleno en la vida política de los estudiantes. Pensaba que no podía resistir otro revolucionario en la familia. El recuerdo de Ezequiel, su detención después de la revolución de octubre, sus meses de cárcel y, al poco tiempo de salir libre, la terrible injusticia de su muerte, me obsesionaban. Juana sólo vino una vez a visitamos. Durante aquellos años era difícil viajar, pero cuando supo que la enfermedad de Octavio era grave, apareció en la Hacienda y pasó unas vacaciones con nosotros. A los pocos meses de regresar a Madrid murió Octavio. Cuando, al poco tiempo, me anunció que volvía a México con su título de licenciada bajo el brazo y su nostalgia de todos nosotros, tuve miedo y la animé a quedarse en Europa. Así somos los humanos de contradictorios. Yo quería que volviera y que no volviera. Quería tenerla a mi lado y al mismo tiempo estaba asustada por una intuición que me hacía temer que el regreso de Juana fuera un espejismo después del desencanto sufrido en Madrid con aquel Sergio joven e inmaduro. Y así fue, porque el encuentro con Alejandro, su entusiasmo por el indigenismo que él le transmitió, era una reacción contra aquella patria primera y una aceptación furiosa de México. Ese nuevo encuentro amoroso, en apariencia dichoso y acertado, dio paso lentamente a un enfrentamiento y a un enconado desacuerdo. Yo sabía que los años de España habían sido decisivos y no me extrañó nada que un día Juana viniera a la Hacienda a verme y a explicarme que necesitaba alejarse de Alejandro y marcharse por algún tiempo a España. No sólo con el fin de serenarse sino también con la intención dé ver por sí misma los cambios que, poco a poco, iban apareciendo en el país. Mi país, había dicho Juana, está renaciendo, está entrando en una etapa de apertura al mundo, se mueve. Y yo quiero estar allí…
Miguel se quedó conmigo. ¡Tantas veces me lo habían dejado! En la Hacienda, Miguel era feliz. En mi escuela había aprendido a jugar, a leer, a contar. Ahora volvería a tenerlo para mí, probablemente por un tiempo largo. Y fui la abuela más radiante que imaginarse pueda.
Hacia mediodía levanta el sol. Juana ha dicho que vendrá a verme mañana. Y me ha obligado a prometerle que iré a comer el domingo. El sol de septiembre me reanima. Cojo la correa y Crazy entiende al momento mi mensaje. Salimos los dos a paso ligero, damos nuestra pequeña vuelta que se ha convertido en habitual para pasar ante El Paraíso. Un enorme cartel sobre la fachada anuncia que va a abrirse una residencia de ancianos en aquel edificio. Un breve sobresalto acelera los latidos de mi corazón. Se acabó El Paraíso, pienso. Se acabó el viejo. El Paraíso se llenará de ancianos huérfanos. Volveremos a nuestro antiguo camino. No quiero ver la cara aterradora de la vejez en esos futuros huéspedes de El Paraíso. Me saludarán, me mirarán admirados de mi libertad. Creerán con razón que soy una afortunada, una liberta a quien sus dueños, sin pedir nada a cambio, han regalado una forma de vida absolutamente envidiable. ¿Y el anciano?, me pregunto. ¿Habrá encontrado un sitio propio o habrá sido depositado a su vez en otra institución más cercana y cómoda, pagada con el producto de este Paraíso vendido y perdido para siempre? Le cuento a Juana la historia de la nueva residencia y los pobres viejos. Se lo debo de contar de una forma entristecida y cómica porque se echa a reír y dice: Te advierto que hay residencias muy elegantes. Hay una cerca de El Escorial, donde está la madre de un amigo nuestro, que es una auténtica cinco estrellas…
Cuando Juana era niña ya tenía afición a los collares, las pulseras, los trajes bonitos. Al ver mi asombro mi madre trataba de explicarme que Juana era completamente distinta a mí y que tenía que aceptarlo. Juana siempre fue alegre, soñadora, imaginativa. Proyectaba constantemente historias fantásticas, viajes deslumbrantes. Sus dibujos estaban llenos de hadas, princesas, palacios. Le atraía lo nuevo, lo exótico, lo fastuoso. No sé de dónde le venía ese instinto. No era de mí ni de su padre. La austeridad y la autodisciplina presidieron nuestra vida en común los años que duró. Sólo cuando encontré a Octavio empecé a percibir yo, casi sin darme cuenta, el valor de los objetos hermosos. No como jactancia, no como símbolo de una clase social superior, sino los objetos como poseedores en sí mismos de gracia, armonía, belleza. Juana valoraba desde muy niña la calidad de una tela, el brillo apagado de la madera noble, el contraste de la línea arriesgada en un diseño moderno al lado de la difícil sencillez de una creación clásica. La percepción de la belleza del mundo, un paisaje, una flor, un animal, un árbol, la transformaban. La fuerza violenta de la belleza tenía para ella, desde muy pronto, un valor excepcional. Éramos diferentes, como mi madre adivinaba. Más sabia que yo, mejor observadora, lo que yo tomaba por un frívolo juego de imitación era, ya en los años de su infancia, un despertar de la sensibilidad estética. Desde aquella cocina que hacía las veces de comedor, sala de trabajo, sala de estar y de vivir, desde la pobreza forzosa de su infancia, ella huía a mundos más alegres con la imaginación y la lectura. Y, con su intuición para seleccionar, Juana encontró en su amiga Amelia, que le abrió su casa confortable, decorada con el buen gusto y la sencillez de las personas refinadas, una forma de vida que ella andaba buscando, alegre y rica y plena de posibilidades. Allí, en aquella casa, conocí un día a un amigo de los padres de Amelia: Octavio. De modo que fue Juana, el instinto de Juana para distinguir lo mejor, el que nos llevó a cambiar el giro de nuestra vida.
Cambió Juana, cambié yo, cambió nuestra relación. Al principio seguíamos pendientes y dependientes la una de la otra. Aquellos primeros años en la Hacienda yo miraba a Juana y me daba cuenta de que, a veces, sufría. Aunque todos la recibieron muy bien y fue desde el principio una tierna amiga de Merceditas, aunque Remedios la adoptó al instante y la colmaba de cariño, Juana sufría. Creo que era inevitable. Octavio se había interpuesto entre las dos de un modo físico evidente. Una puerta se cerraba todas las noches tras nosotros. ¿Qué pensaría Juana? ¿Temía que ya nunca volveríamos a estar juntas como antes? No hablábamos de nuestros sentimientos, a pesar de que el día era largo y había muchas ocasiones para la confidencia. Pero esas formas de comunicación nunca habían sido las nuestras. Sin palabras, sin expresiones cariñosas ni protestas de incondicionalidad, yo mostraba de mil maneras a Juana que todo seguía igual, que nada ni nadie cambiaría nuestra profunda unión. Más tarde, en la adolescencia, fue ella la que empezó a mostrarse reservada y un poco lejana. La llegada de Soledad contribuyó a esa nueva situación. En Soledad había encontrado la amiga, la interlocutora ideal. Joven, pero mayor que ella. Mayor, pero suficientemente joven para ponerse en el lugar de Juana, aconsejarla, animarla y servirle de guía. No pensé en ningún momento que esa influencia fuera negativa. Soledad era inteligente, había vivido ambientes interesantes, había viajado mucho. Vibraba, se entusiasmaba con todo. La razón de su retirada a nuestra Hacienda tenía que ver, al parecer, con un amor frustrado que había vivido con un hombre muy conocido en los medios influyentes de México. Soledad era para Juana una heroína de novela y también un norte que me había sustituido, en parte, en esa etapa de su vida. Si las cosas no se hubieran torcido, si el rumbo de los acontecimientos no nos hubiera alejado a todos, unos de otros, quizás Soledad hubiera sido también esa hermana mayor admirada y un poco inaccesible, el ejemplo y la meta de Juana.
Aquí se lo traigo, dijo Antonia. Apareció ante mí con un niño agarrado de la mano. El fugitivo, como el de la tele. El que se escapó… Se lo conté, ¿no se acuerda? El niño miraba a su alrededor. Se retorcía girando en redondo pero sin soltar la mano de Antonia. Examinaba el salón, los objetos de la librería, los muebles, el cesto de la leña cortada junto a la chimenea. Crazy, sentado a mis pies, apenas se movió. Levantó la cabeza al oír a Antonia, miró fijamente al niño y debió encontrarlo tan inofensivo que siguió dormitando. Antonia, implacable, seguía dando explicaciones. Me lo encontré en la tienda con la señora que les ayuda en la casa. Estaban peleando los dos y éste se vino hacia mí, se agarró a mi falda y no me soltaba. Yo vi a la pobre mujer tan agobiada que me lo traje a dar un paseo hasta aquí. Para ver si se le pasa la furia, porque el angelito debe de tener mucho carácter… En medio de lo absurdo de la situación, hacerse cargo de un niño medio desconocido y traérmelo para una visita tan inadecuada, no pude menos de sonreír. El niño escuchaba a Antonia y me miraba a mí con una mirada traviesa de complicidad y seducción. Algo dormido mucho tiempo se removió en mi interior. ¿Cómo te llamas?, le pregunté. Y él, bajando la cabeza con fingida timidez, casi en un susurro contestó: Juan Pablo. Dos nombres, exclamé, dos nombres muy bonitos… ¡Como los nombres no cuestan dinero!, rezongó Antonia, que había soltado la mano del niño y se había ido a la cocina a organizar la cena. Hacía mucho tiempo que no tenía a un niño frente a mí. Reflejos perdidos, instintos olvidados me hicieron tenderle la mano y decirle: Acércate, no tengas miedo. Miraba a Crazy de reojo, pero se acercó y se dejó acariciar el pelo revuelto, entre castaño y pelirrojo. Juan Pablo tenía cuatro años, me dijo. Casi cinco, informó Antonia. Y la criatura se aburre. Como aquí con su padre sólo está los fines de semana, ¿qué va a hacer el hombre? ¿Te cuento un cuento?, le pregunté, y él asintió con un enérgico movimiento de cabeza. Se sentó en el suelo, a mi lado, sobre la alfombra mullida, y se dispuso a escuchar al mismo tiempo que Crazy levantaba la cabeza, molesto. Del fondo de la memoria empezó a surgir la historia que le gustaba a Miguel, una historia que yo había inventado para él y que hablaba de aventuras en pueblos lejanos, rodeados de montañas y ríos y bosques llenos de animales. De leñadores que se encontraban con lobos, de águilas con la pata herida que buscaban ayuda, de rebaños de ovejas perdidos en el monte. Juan Pablo no respiraba, suspiraba de vez en cuando, absorto en el ritmo de la narración. La historia podía alargarse o acortarse y siempre era distinta. Los cuentos de mis niños en la escuela: una actividad inagotable que me acercaba a su mundo, me estimulaba y me incitaba a seguir inventando. La escena actual debía de ser digna de una ilustración tópica: abuela y nieto. La hora del cuento. Una vez más tenía delante un niño que me necesitaba, a quien yo tenía que enseñar algo, o curar de algo o entretener de alguna forma. El viejo instinto resucitaba y volvía a encontrarme en el mundo insustituible de los niños. El tiempo había ido pasando sin sentirlo. Antonia se acercó y me dijo: Voy a llevarme al niño a su casa, no vayan a preocuparse…, aunque no creo, porque incordia lo suyo el pobrecito. Como nadie le hace maldito caso… Sin yo decirle nada, Juan Pablo me dio un beso y se fue dócilmente de la mano de Antonia hacia la puerta. De vez en cuando miraba hacia atrás y me decía adiós con la mano libre.
A la tarde llamó Juana, como siempre. Debió de encontrar alegre mi tono de voz porque me dijo: ¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo maravilloso? Sí, le dije, he estado contando un cuento a un niño vecino. Se me ocurre que podías buscarme un trabajo así: contadora de cuentos. Juana rió, contenta: No creas que es tan difícil. Todo puede intentarse. Luego me hizo, como siempre, un resumen de su día, a quién había visto, con quién había almorzado, qué proyectos les ocupaban. Hay que preparar el futuro, dice al final de su informe.
El futuro, Crazy, ¿conoces esa palabra? Sólo existe el presente. Este calor de la chimenea encendida, este atardecer fresco, de otoño, tu presencia aquí, tus orejas doradas, tu lomo negro, tus patas canela. La llamada de Juana hace un momento, su voz en el teléfono… El futuro es el anuncio de la noche que llega en la que quizás no pueda dormir. Pero, en cualquier caso, mi futuro no va más allá de esos momentos que se acercan inevitablemente. El otro futuro, el que planea mi hija, el que prepara con sus compañeros, no me pertenece. Sólo el pasado es mío. El pasado y este presente fugaz. Mi futuro sólo puede encerrar cansancio, enfermedad, vejez y destrucción final. Juana, con tu alusión al futuro has borrado la alegría de hace un momento, cuando te decía que un niño me visitó y que juntos habíamos vivido un buen rato iluminados por el resplandor de un cuento.
Al poco tiempo de casamos, Octavio quiso adoptar a Juana legalmente. Es conveniente, quiero que tenga siempre mi protección económica y social. Yo reaccioné mal. Reconozco que fui injusta con él. Le dije: De ninguna manera. Juana tiene un padre y un apellido. Un apellido noble. Tardé muchos años en contarle a Juana lo del intento de adopción. Ella estuvo de acuerdo conmigo pero me dijo: Estoy segura de que al pobre Octavio le contestaste mal, enfadada, furiosa. Lo reconozco. Reconozco que esas respuestas ásperas tienen que ver con el roce de un punto sensible que alguien provoca sin pretenderlo. Por ejemplo: un día, al poco tiempo de instalarme aquí, en esta casa, todavía vivíamos todos juntos en la colonia, vino a almorzar el padre de Sergio, aquel amigo de amigos de Octavio a quien venía recomendada Juana cuando llegó a la universidad. Quería conocerme y Juana me dijo: Es un hombre inteligente, de una derecha civilizada y liberal; ya lo verás. La madre era mucho más intransigente en todo… No sé por qué, temí que el encuentro no iba a terminar bien. Al principio todo fue correcto y hasta agradable. Pero fue inevitable que surgiera la política en la conversación. Eran días de efervescencia. Los cambios que se avecinaban, la puja de las fuerzas opuestas, los pactos, los compromisos. Y un deseo generalizado de que todo saliera bien. El país entero hervía de opiniones, suposiciones, debates. En nuestra sobremesa surgió el nombre: Franco. Franco y el recuerdo de tantos años bajo su poder. De un modo relajado y natural, el padre de Sergio dijo: Franco somos todos, un pedacito de cada uno de nosotros… Y yo afirmé tajante: No. Él insistió: Aunque usted no quiera, sí. Franco no existe. Es la corporeización, la plasmación de algo que vamos arrastrando a través de la historia. Franco es nuestro miedo, nuestra ignorancia, nuestra inseguridad como país… No estoy de acuerdo, dije, rotunda, y luego guardé silencio. Hábilmente, Sergio fue desviando la conversación. Al despedirse, el padre de Sergio me miró a los ojos, estrechó mi mano y me dijo: Gabriela, el retrato que tenía de usted era muy desvaído. Usted es mucho más de lo que expresa ese retrato.
Juana se enfadó y me dijo que había sido despectiva, incontrolada y no sé cuántas cosas más. Pero no me arrepentí como el día en que me negué a aceptar la propuesta de Octavio sobre la adopción de mi hija. En esas situaciones, poco frecuentes, en que yo salgo de mi moderación habitual, me acuerdo de mi padre, y del mensaje ético que presidía su vida. La rectitud, la honestidad y la justicia. Por cegadora que sea la verdad, por arrasadora y terrible que sea, hay que aceptarla y defenderla. Él hablaba de verdades que volvía científicas, objetivas y demostrables. Porque estaba en contra de creer lo que no vemos. Ezequiel, ¿podía haber sido un padre así para Juana? Quizá sí. Quizá Juana hubiera necesitado a Ezequiel como faro en ese navegar un poco incierto de su vida. Una luz más segura, más convincente que la mía. Porque yo comprendía que, a pesar de no haber traicionado ningún principio de mi padre, había en mí un fondo de escepticismo que en muchos aspectos me hacía más libre y menos intransigente, pero más insegura.
¿Cómo hubieran juzgado mi padre y Ezequiel la conducta de Octavio? Octavio débil, Octavio vulnerable, que no supo resistir la turbadora seducción de Soledad. Que no pensó en el daño que nos hacía a todas: a su hija, a la mía, a mí. Estoy segura de que, en circunstancias parecidas, mi padre habría luchado y triunfado sobre el cautivador encanto de aquella mujer, sólo por no causarme sufrimiento. En cuanto a Ezequiel, menos exigente con las situaciones personales y mucho más con las políticas, habría sucumbido para luego someterse al castigo de su propia conciencia. Octavio era distinto. Sensible, vehemente, resistía la fuerza de la pasión, y al regresar del arrebato, más que arrepentirse, se mostraba desesperado y tierno, deseoso de recuperar los amores abandonados.
Un vendaval del noroeste ha venido arrastrándose y descendiendo hasta el centro. El cielo está oscuro. La tristeza del día atrae una ráfaga de recuerdos tristes… No sé cuándo brotó la chispa. No sé cuándo ambos comprendieron que se estaba extendiendo la hoguera. Yo notaba los cambios. Sin querer, adivinaba algo que pasaba inadvertido a los demás pero que yo percibía. Soledad no miraba a los ojos a Octavio, no utilizaba técnicas descaradas de acercamiento. Pero todo lo que hacía, lo hacía para brindárselo a él. Cantaba, reía, bailaba, se movía por la casa llena de vida y alegría. Y él la veía y se sentía fascinado. Soledad llenaba los espacios sin estridencias. Y no descuidaba a nadie. Se dirigía a todos los habitantes de la casa con la misma atención y delicadeza. La presencia de Soledad nos embriagaba y ella quería conseguir una entrega total como respuesta a su embrujo. Nos conducía a su campo de atracción para hacemos girar dentro de un círculo hechizado. Nos quería conquistar y le fue fácil conseguirlo. Pero todo lo hacía por Octavio. O al menos fue Octavio la principal y más rápida de sus conquistas. Sin palabras, sin dirigirse a ella directamente, Octavio vibraba en su presencia. Y yo era la única que lo notaba. Advertía sus esfuerzos para evitar que trascendiera su embelesamiento, su arrobo, su deseo de gritar y arrastrarla fuera de la Hacienda, lejos de todos nosotros. Durante mucho tiempo, ellos sólo se veían en los puntos de encuentro habituales de la casa: el comedor, la sala, el patio. No se encontraban a solas, no tenían ocasión de acercamiento, de intercambiar una palabra o un gesto sin testigos. La Hacienda estaba organizada de tal manera que, a pesar de su tamaño y de las numerosas dependencias que la rodeaban, había un horario y unas normas no escritas que regían la vida de nuestra familia y de las personas que la compartían. De modo que era impensable que Soledad irrumpiera en el despacho de Octavio, situado en el centro de la zona de trabajo, rodeado de almacenes y oficinas. Era muy difícil tener un pretexto para llegar allí, a ese territorio de hombres y trabajo: el administrador, los capataces, los peones. Luego estaba la escuela, con su exigencia permanente, su horario, su cercanía a la casa principal, a la cual se acercaban las mujeres de los peones, las madres de los niños a quienes yo reclamaba muchas veces para hablarles de sus hijos y ayudarles a comprender lo que tratábamos de hacer. Los espacios estaban delimitados por la costumbre y por la propia estructura de la Hacienda. Así que coincidíamos todos en la casa familiar para comer y descansar por la tarde, refugiados en nuestras respectivas habitaciones, lugares reservados y acondicionados de modo que cada uno encontrase un pequeño territorio privado en sus momentos de retiro y tranquilidad. Soledad tenía un cuarto espléndido situado al otro extremo del ala que ocupábamos las niñas y nosotros. Juana tenía la costumbre de visitar a veces a Soledad, en esas horas tranquilas tras el almuerzo. En ese momento Octavio se encerraba en la sala. Leía o trabajaba en algún asunto que requería aislamiento y calma. Yo solía estar fuera, en el patio, dedicada a leer o a preparar trabajos para los niños de la escuela. Luego, al final de la tarde, dedicaba mi tiempo a explicar a Juana y Merceditas algo que no entendían en las clases de Puebla y que debían ver claro para hacer un trabajo especial o un ejercicio complicado. En general, trabajaban solas cada día, después de regresar de la ciudad y de su pequeña escuela regida por una pareja de exiliados amigos. Soledad solía estar cerca en esas sesiones de ayuda y me pedía que la dejara intervenir, de modo que ella se ocupaba de una niña y yo de la otra, ya que, por edad, no coincidían en el mismo grupo las dos. Como consecuencia de nuestra forma de vida, había un control no intencional que impedía a Soledad y Octavio encontrarse a solas. Eso fue el comienzo de mis observaciones y sospechas, cuando todavía me asaltaban las dudas. ¿Acaso mi amor por Octavio me inclinaba a exagerar las diferencias que en él notaba, los cambios sutiles en su actitud conmigo? Al principio cabían dudas, pero luego las cosas se precipitaron. Un día hubo que trasladar a Merceditas a una clínica en Puebla con una apendicitis aguda. La organización de la casa se vino abajo por ese motivo y el campo quedó libre para que Soledad y Octavio se encontraran todas las veces que quisieran. El coche iba y venía abajo y arriba, de la Hacienda a Puebla, de Puebla a la Hacienda. Yo pasaba los días con la niña, y cuando empezó a mejorar y Soledad se ofreció a quedarse con ella, era Octavio quien la recogía, quien desaparecía de casa a cada instante llevado por el ritmo de la convalecencia de Merceditas y el desorden de la vida cotidiana. Entonces todo se hizo evidente para mí. Octavio parecía presa de un frenesí desacostumbrado que podía achacarse fácilmente a la enfermedad de su hija. Pero yo sabía que eso no era todo. No era por Merceditas por lo que abandonaba oficina, cuentas, consultas del administrador. No era por la niña por lo que desaparecía días enteros a caballo y regresaba agotado y se dormía después de cenar, reclinado en su butaca. Algo estaba torturándole, algo que necesitaba compensar con una actividad desmedida, horas de ausencia y una lejanía que yo sufría sin poder hacer nada. Acepté las explicaciones breves y contundentes de Octavio: No me pasa nada. La enfermedad de Merceditas ha sido un duro golpe… Había que creer en esa causa de su desasosiego. Y aceptar que nunca, en esos días, se derrumbara en mis brazos, se desahogara conmigo en la intimidad de nuestro dormitorio. Yo no le llamaba ni reclamaba su presencia en ningún momento. Cuando él se metía en la cama, avanzada la madrugada, yo seguía despierta pero no me movía, no hablaba, no intentaba provocar un encuentro ni, mucho menos, una discusión.
Estoy cansada. Muchos días no puedo dar mi paseo porque llueve sin cesar. El otoño se acerca y mi torpeza aumenta. Las piernas me pesan y me duelen. Me muevo por la casa. Paseo de un extremo a otro del salón. Paseo erguida, la espalda recta, no puedo dejarme vencer. Está oscureciendo y sólo son las cinco de la tarde. Suena el timbre. ¿Quién es?, pregunto. Pero nadie responde. Crazy despierta de su somnolencia y viene a mi lado moviendo el rabo. Recuerdo las advertencias continuas de Juana: No abras nunca sin saber a quién abres. Miro por la mirilla y sólo alcanzo a ver la manga de un impermeable verde. Tengo puesta la cadena de seguridad. Me arriesgo a entreabrir la puerta. Crazy lanza un ladrido corto y sonoro y sigue moviendo la cola. Una figura alta y esbelta está de pie tratando de refugiarse bajo el tejadillo. ¿Cómo ha podido entrar en el jardín?, me pregunto, porque la llave está escondida en un hueco secreto de la tapia conocido sólo por los más cercanos: ¡Miguel!, exclamo. ¡Miguel!, y él, terminado el engaño, la sorpresa que preparaba, grita a su vez: Gabriela. Apenas acierto a soltar la cadena con la prisa y los nervios. Miguel me levanta en brazos. Le gusta tanto ser el fuerte, el protector. Suavemente me deposita en el suelo. Le miro con arrobo. Todavía has crecido un poco más. ¡Cuánto tiempo! ¿Por qué no me avisaste? Se me agolpan las palabras, las preguntas, las quejas. Si hubiera sabido que venías… Pienso en cenas maravillosas, en una tarta que le gusta. Pero él llega siempre sin avisar, sin que nadie le espere. He llegado esta mañana, me dice, pero quería venir a verte así, de golpe, sin que tuvieras que prepararme nada. Trae una bolsa grande en la mano. Ábrelo, me dice. Es un poncho rojo, con dibujos geométricos en blanco. Póntelo, me ordena. Me lo pongo y me mira con gesto de exagerada admiración: Estás guapísima. Vienes de México, ¿verdad? Verás, me dice, no pensaba ir, pero California estaba tan cerca, que no tuve más remedio que acercarme… Se viene a mi lado, me da un beso. En este momento soy absolutamente feliz. Al pensarlo, al formularme esta afirmación rotunda y verdadera, las lágrimas asoman a mis ojos, pero no quiero llorar. No ahora que soy feliz. Vamos, Gabriela…, dice Miguel, que lo ve todo, que lo observa todo. Gabriela, cuéntame algo. ¿Qué tal mi madre y Sergio? No había nadie en casa cuando llegué. Dormí varias horas y nadie apareció. El portero me ha dicho que están de viaje. Me imagino que tiene que ver con la política, ¿no? No me atrevo a decirle: Quédate aquí esta noche, conmigo. Por favor. Pero es él quien lo dice: Tengo mi bolsa en el coche. Y me quedo aquí a dormir contigo. Como en los viejos tiempos. Quiere decir hace tres años. Cuando llegué de México y él me esperaba en el aeropuerto con un ramo de rosas rojas. Fue el primero que me saludó, antes que Juana. Me estrechó fuerte y dijo: Qué alegría tenerte aquí, con nosotros, Gabriela…
Antonia entra excitadísima. Viene a darme noticias, ella, la gran informadora: ¿No se ha enterado usted? ¿A que no? Están sacando los muebles de al lado. Se van. Se reparten todo porque se han separado. Él se queda aquí pero con poca cosa. Casi todo se lo lleva ella. Los hijos han intervenido, porque si no, yo creo que se matan. Oiga usted, ¿cómo se pueden odiar de esa manera después de tantos años, dos hijos, tanta vida juntos? Ella se va a un apartamento, que yo, en el tiempo que trabajo por aquí, siempre he oído que eso es lo que ella quería, que ella no aguantaba la colonia. Él no quiere ni oír hablar de moverse, se queda solo. Él es más callado pero, me parece a mí, más pacífico, más razonador. Pero espere usted, verá lo que tarda en llenar la jaula otra vez. Los hombres, ya se sabe…
Apenas escucho el relato de Antonia. Miguel se acaba de ir y estoy triste. Soy injusta con él. Miguel me quiere. Me viene a ver siempre que puede. ¿De dónde he sacado yo esta necesidad de tenerlo a mi lado para siempre? Miguel no es mío ni de sus padres. Miguel es él, libre y desligado de nosotros, destrabado de las necesidades de su infancia: cuéntame un cuento, llévame al zoo, cómprame un acuario. Miguel nos quiere pero no nos pertenece.
Ha salido el sol y voy a dar un paseo largo con Crazy. Calzo mis botas de goma. El suelo estará lleno de charcos. Me miro en el espejo, sonrío y las arrugas desaparecen. La impasibilidad las señala. La acritud y el enfado las acentúan. Al sonreír, engaño durante un segundo a la vejez. La mañana es templada y el sol brilla radiante en este mediodía de otoño. Cogemos el rumbo de la puesta de sol aunque el sol esté alto todavía sobre nuestras cabezas. Al alcanzar la cima de la colina no miro hacia el oeste de los atardeceres. Miro hacia el este, hacia Madrid que se adivina a lo lejos. Una línea desigual de edificios rosados, diminutos por la distancia. Allí andará Miguel buscando a sus amigos. Allí llegarán Juana y Sergio, mañana.
Como todos los sábados aparece Juan Pablo de la mano de Antonia. Viene a verme, a que continúe contándole nuevas aventuras de una historia que ya considera suya. Juana me advierte: No te obligues, no te comprometas a ocuparte del niño con esa asiduidad. ¿Te han llamado los padres? ¿Te han dado las gracias por tu atención?… No necesito que nadie me dé las gracias. Además, no me molesta el niño. Al contrario, me distrae. Es una pequeña obligación, una cita fija en la semana vacía de horarios. Juan Pablo ha venido y, después de nuestra hora del cuento, no tiene ganas de irse. Juega con Crazy, que ha vencido la reserva inicial y le recibe con entusiasmo. Curiosea por el salón. Me pregunta por cada objeto que le interesa: ¿Qué es esto? ¿Quién te lo dio? En un cajón encuentra un cochecito de Miguel. Tenía muchos y se los llevó a la nueva casa con cierta timidez. Ya soy mayor, Gabriela, pero los quiero tener cerca. Yo sabía que los coches habían sido sus juguetes preferidos. Algunos venían de México. No quiso separarse de ellos. El cochecito olvidado entusiasmó a Juan Pablo. Se tiró al suelo y empezó a empujarlo deprisa. Corría debajo de las butacas, de la mesa. Lo sacaba y lo volvía a lanzar por nuevas rutas. Antonia lo llamó para devolverlo a su casa. Es la hora de comer, advirtió. Se quedó mirando el coche y pensé en dárselo, pero luego le dije: Mejor está aquí porque así, cuando vengas, sabes que tienes algo para jugar. Asintió, razonable. Antonia se asombraba. No sabe usted qué diferencia de cómo se porta aquí a cómo se porta en aquella casa… Salieron y cerré la puerta tras ellos. Luego me dirigí a la cocina y en aquel momento tropecé con el cochecito abandonado, que se movió bajo la presión de mi pie. No llegué a caerme pero hice un movimiento brusco al tratar de recuperar el equilibrio. Un dolor intenso fue la consecuencia. Me derrumbé en la butaca más cercana y allí me encontró Antonia a su regreso. A pesar del hielo que me colocó como pudo, el pie se inflamó. Tuve que llamar a Juana: Un accidente estúpido, me retorcí el pie y el tobillo me duele… Juana suspiró y dijo: Voy en seguida. No te muevas del sillón.
Vendada, escayolada, inmóvil, la autoridad de Juana se impuso: Traeré una enfermera mientras dure esto. Que llegue cuando se vaya Antonia cada día y que se quede hasta que vuelva al día siguiente. Puede dormir en el cuarto de Miguel…
Sé que se trata de un accidente vulgar y no tiene que ver con la vejez, pero me irrita la dependencia de otras personas. Juana lo nota y se pone seria. Lo haces todo difícil, mamá. ¿Por qué no vienes de una vez con nosotros? Tienes un cuarto para ti desde el primer momento. Ahora dos, porque Miguel se va a cambiar a un apartamento… Lo dice con naturalidad, con aparente indiferencia, pero yo sé que le duele porque esa señal de independencia del hijo quiere decir que está empezando a perderlo. Miguel tiene trabajo, gana ya suficiente dinero. Y no la necesita… Pero la quiero, abuela, os quiero a todos, me dice muy serio en la primera ocasión, en la primera visita que me hace para animarme y gastarme bromas con la pierna en alto y mi mal humor. Me ha traído un montón de revistas de las que a él le gustan y de otras que piensa que me pueden gustar a mí. Mi madre se ha quedado asombrada. Pero ¿qué quiere? Ya no soy un niño. Y, además, ellos tienen su vida en aquella casa llena de gente o vacía del todo… Tienes que venir a ver mi refugio: un ático en el Rastro, muy pequeño pero muy bien rehabilitado. Y una vista sobre los tejados de Madrid extraordinaria. Ya te traeré fotos…
Tiene razón Miguel. La tienen todos. Porque Juana acaba de entender en carne propia el significado de un cuarto vacío, un espacio imposible de transformar, de dedicar a otra persona, otro uso. Tiene a Sergio, no está sola, pero está empezando a sufrir el sabor ácido, el tacto helado de la soledad.
Previsora, Juana decide que me traslade al dormitorio de abajo, el principal y más grande, el que ocupaban ellos cuando vivían aquí. Así no tendrás que subir y bajar las escaleras… Gobiernas muy bien, bromeo, tienes gran capacidad de organización y sabes luchar contra los obstáculos. Serías una buena gestora política… Se ríe y yo también me río. Esta inmovilidad provocada por mi tobillo nos ha acercado otra vez, como en los tiempos en los que lo compartíamos todo. Le pregunto por Miguel y noto que la reacción a mi pregunta no tiene nada de humorístico. Miguel muy bien, me dice. Creo que se va un día de éstos. Y cambia de conversación. A primeros de diciembre la Constitución se va a someter a la aprobación del país. Espero que estés lista para ir a votar. Yo también lo espero. Y si no, ya vendrá Miguel a llevarme en brazos, digo sonriente. Juana también sonríe. Se ablanda, se sincera. Espera que le vaya bien con esta decisión que ha tomado. De todos modos, en casa tendrá siempre su cuarto y la nevera llena…
Inesperadamente aparece Sergio. No ha podido venir antes, se disculpa… Me conmueve la mirada que le dirige Juana. Es una mirada de agradecimiento, con un asomo de ternura. Le quita la cazadora húmeda. Le pregunta: ¿Una copa? Él no contesta, distraído por la información que ha empezado a darme. Ya tenemos Constitución, Gabriela. Ya tenemos Estado Democrático. Todos, todos los partidos estamos de acuerdo. El país tiene un alto grado de madurez. Ya verás como todo el mundo apoya este avance milagroso que hemos dado… Juana viene con la copa. Mucho hielo, un poco de whisky. Agua. La bebida preferida de Sergio.
Libertad, justicia, igualdad, respeto al pluralismo político. Sergio sigue hablando enardecido. Han trabajado tanto… Ahora pueden descansar. ¿Pueden? No. Tienen mucho que trabajar para que la Constitución funcione y sea la base del futuro soñado.
El traslado a la habitación del piso bajo supone mayor comodidad, pero me ha dado pena dejar la mía. Sobre todo por la luz. Desde mi cuarto, arriba, veo la calle, las copas de los árboles. Voy siguiendo en ellas el paso de las estaciones. El verde tierno de las hojas cuando brotan en primavera. El esplendoroso follaje del verano. El color del otoño, que se extiende dorado, para convertirse luego en un castaño claro y finalmente transformarse en marrón. Hojas arrugadas, viejas, que caen al suelo y dejan desnudas las ramas para recibir al invierno. Arriba, desde mi cuarto, veo el cielo sobre los árboles. Azul o blanco o gris; el anuncio de lo que va a ser ese día. Y de noche, entre las estrellas, hay luces que se mueven deprisa y un lejano rumor de motores que me acerca a un viaje remoto. Desde una ventana un rayo de luz, un olor, un sonido pueden recrear el mundo.
Abajo, en el cuarto de Juana y Sergio, desde este lugar en el que escondo mi nueva soledad, ya no oigo los coches de la calle cuando llegan los vecinos. La ventana da al pequeño jardín que se extiende en la parte posterior de la casa. El silencio es total. Estoy cada vez más hundida en la tierra, más cercana a la tierra. Estoy en una cueva. Sólo veo una pared cubierta de yedra. La pared del jardín. La yedra se vuelve roja día a día como todos los otoños. No sé cómo Juana y Sergio podían estar a gusto aquí. Reflexiono sobre mi estúpida apreciación. ¿Necesitaban ellos paisajes, luz, a través de la ventana? No. Sólo sus cuerpos estrechamente unidos, su preferencia mutua, su amor impetuoso. Si yo tuviera en tomo a mi cuerpo unos brazos queridos. Si tuviera una boca prendida a la mía, ¿para qué el horizonte y el sol? ¿Para qué la ventana? Sólo mi amado y yo, prisioneros de amor en este pozo, abismados en nuestra prodigiosa compañía.
Crazy no me abandona. Ha aprendido en seguida el camino de mi nuevo recinto. Duerme en su alfombra al lado de mi cama. Repite los conocidos ritos. Los traslada con facilidad de un sitio a otro siguiendo la huella de su dueña. ¿Cómo he podido vivir sin un perro tanto tiempo? Me he pasado la vida rechazando ocasiones de gozo y alegría…
En esta quietud forzosa en que vivo siento el impulso de organizar papeles y fotografías. Antes de que se retire a su cuarto, pido a la enfermera que me ayude, que baje de mi armario carpetas y cajas. No sé por dónde empezar. Los papeles conservan cierto orden. Documentos, cartas importantes, certificados de nacimiento, bodas, defunciones. La historia de mi vida en forma de acta. Doy fe… Con todo esto, Juana podrá saber cuando me muera lo que tengo, lo que tuve, lo que perdí. Los papeles atestiguan fríamente la exactitud de la historia. Repaso uno por uno los documentos archivados. Cambio alguno de sitio, agrupo otros. Me detengo un momento antes de abrir la caja de las fotografías. Hace días que quiero buscar una, muy concreta, para regalársela a Miguel. La descubro en seguida. Es una foto en la que estamos él y yo, los dos juntos y sonrientes. Yo estoy de pie, a la puerta de la Hacienda. Una buganvilla morada forma un arco frondoso sobre el dintel. Miguel está a mi lado, subido al poyo blanco. Debe de tener cuatro o cinco años. Desde la altura en que se ha encaramado, su cabeza alcanza la mía. Satisfecho por ese crecimiento ficticio, me pasa un brazo por los hombros. Su brazo no abarca mi espalda y me obliga a inclinarme hacia él, que me mira con satisfacción…
Ha sido un error hacer esto de noche. No voy a continuar barajando las cartulinas sepias, blancas y negras. Me dispongo a cerrar la caja y veo al fondo, en el desorden de rectángulos grandes y pequeños, el borde superior de una fotografía en la que aparece el rostro de Soledad. La saco del revuelto conjunto y, con dos dedos, como si me quemara, la acerco a mis ojos. La recuerdo perfectamente. Es la fotografía de un Año Nuevo en la Hacienda. Soledad se empeñó en que nos la hicieran. En ella, los personajes están colocados en distintos niveles. Octavio y yo sentados en un sofá. Merceditas y Juana en el suelo, y arriba, de pie, sola, detrás de nosotros, Soledad. Su cuerpo sobresale del grupo. La familia feliz y el hada protectora que extiende sus alas sobre nosotros. La noche anterior, la Nochevieja, Soledad había animado la fiesta. Bailó con Damián, el administrador, y con las niñas; nos sacó a bailar a Octavio y a mí, pero yo me negué y los dejé abrazados siguiendo el ritmo de un bolero o un tango. Los dos giraban desenfadados y risueños y nadie podría haber detectado el menor signo de un sentimiento que no fuera debido a la ocasional euforia de la fiesta. Pero yo sabía por entonces demasiado. Había sorprendido miradas sostenidas un instante, del uno al otro. Gestos mínimos captados sin quererlo, aunque esa percepción fuera el resultado del permanente estado de alerta en que vivía. A mí no me engañaba la soltura en el baile, la distendida forma en que reían, estimulando al resto de los invitados a la danza… Cuando la fiesta terminó, nos besamos todos. Sentí los labios de Soledad ardiendo sobre mi mejilla, apenas un roce suave y rápido que me dejó la huella de su quemadura. Y los labios huidizos de Octavio, repentinamente fríos al descansar sobre los míos. Nos despedimos y cada cual se retiró a su habitación. Octavio se refugió, como solía últimamente, en la salita que se abría al fondo de nuestro dormitorio y que era a la vez despacho íntimo, lugar de retiro y reflexión y, en los tiempos recientes, cobijo para la ensoñación amorosa.
Yo los observaba y esperaba que, un día, aquello que crecía entre los dos saliera a la superficie para que todos lo viéramos. Por entonces empezaron los paseos a caballo. Soledad quería conocer los límites de las fincas cercanas y Octavio no tuvo inconveniente en enseñárselos. Los paseos terminaron un día. Era sábado y al llegar la noche no habían regresado. Hasta el amanecer hubo batidas con el capataz al frente y la ayuda de los hombres de la Hacienda. Yo creí que nunca volverían. Se han marchado para siempre, me decía, y esta seguridad me producía una sensación de paz momentánea entre el desconcierto y el temor a un accidente que mostraban los demás. La intuición del verdadero desastre me permitía aparentar una serenidad que todos admiraban. Los encontraron ya de día. Aparecieron rodeados de una corte de jinetes polvorientos, subiendo la colina del fondo. Iban juntos en el caballo de Octavio. Vimos primero sus cabezas y luego los cuerpos y las siluetas de los caballos cansados. Al verlos comprendí que era peor la confirmación de su presencia física que la incertidumbre de su desaparición. Toda mi frialdad se vino abajo y entré deprisa en la casa, dando la espalda a las mujeres que me acompañaban y a la comitiva que se aproximaba. Me encerré en mi cuarto y no quise salir a pesar de los requerimientos afectuosos de Remedios y del convencimiento de que estaba actuando de modo inadecuado frente a aquella gente que me respetaba y me quería. Sabía que estaba dando pie, con mi actitud, a toda clase de comentarios que quizás se hubieran evitado si yo hubiera demostrado alegría, comprensión y alivio ante el regreso de los perdidos. Pero no pude fingir. Y tampoco quise hacerlo. Me dirigí hacia la cocina para dar las instrucciones del día a Remedios. Mientras, se oían fuera los cascos de los caballos, los murmullos de los trabajadores que se disponían a encerrarlos, las recomendaciones del capataz. Poco a poco el silencio se fue extendiendo sobre la Hacienda. Soledad se había deslizado hacia su dormitorio. Octavio, hacia el nuestro, después de ofrecer una somera explicación de los hechos: Nos perdimos, se hizo la noche, los caballos cansados, el de Soledad con una pata rota… Pero eso a mí no me servía. No era ésa la noticia que yo esperaba. No intenté ir a buscarle para pedirle explicaciones. Quise dejar la puerta abierta a sus disculpas en el momento en que él lo considerara oportuno. Quise, también, esperar la ocasión de desahogar en él mi furia, mi humillación, mi rabia. Durmieron todo el día. Por un momento, me asaltó un temor. Recordé la pistola que Octavio guardaba en su buró. ¿Será capaz?, pensé. Pero fue un instante. Es un cobarde, me dije. Un hombre cobarde. Como todos los hombres cuando se trata de traiciones amorosas. Hay otras causas más importantes que les pueden llevar al suicidio. El amor y la culpa en el amor, no.
El día transcurrió cansinamente. Sonámbula, realicé mis tareas habituales. La escuela, el almuerzo, el reposo en la mecedora del patio fingiéndome dormida. Remedios iba y venía, revoloteaba en tomo a mí deseosa de hablarme, de consolarme, de solidarizarse conmigo. Pero no la dejé. Hasta la hora de la cena no se hizo visible Octavio. Dijo: Lo siento mucho. Soledad continuó encerrada en su cuarto. Cenamos los tres, Merceditas, Octavio y yo, en silencio. Por entonces, Juana estaba en Ciudad de México con sus estudios de bachillerato. Aquella noche me fui a dormir al cuarto de Juana. Esperé horas despierta pero Octavio no apareció. El sueño de dos noches me rindió al fin y no desperté hasta que la luz del día me golpeó la cara. Estaba desayunando cuando entró en el comedor Soledad. Llevaba en la mano una maleta. Se quedó mirándome un instante y esperé que se disculpara de alguna manera. Pero no fue así. Salió de mi casa con un lacónico: Adiós. Como una ladrona, pensé, y me dio vergüenza de mí misma. Nadie roba lo que se le ha regalado. Octavio no entró en el comedor. Por la ventana abierta vi que le decía al administrador: Me voy a acompañarla hasta la frontera. Se marcha a Guatemala… Por la carretera de la Hacienda desapareció el coche. Dejé de verlo al descender por la primera curva de la colina…
La enfermera me sacude suavemente. Tiene usted que tomar su pastilla. Y desayunar… He dormido tan poco que el despertar forzado me pone de mal humor. Llueve. Una lluvia persistente y serena. Antonia llega y la enfermera se despide hasta la tarde. Llama Juana como todas las mañanas desde mi caída. Nota mi malestar. ¿Qué ocurre?, ¿no has dormido bien? No puedo ocultarlo, tengo que reconocer que no, que la noche se me ha hecho larga, insoportable, que la postura es incómoda. De vez en cuando Juana guarda silencio. Me doy cuenta de que mis quejas deben de sonarle a terrible cantinela. Trato de reaccionar: Es la lluvia, Juana. Es un invierno tan lluvioso… Ya sabes que no puedo soportar la lluvia y el cielo oscuro. No me importa el frío si hace sol, pero… Juana no me deja continuar: Cuídate, y en Navidades, si quieres, haremos una escapada al sol… México, pienso. Pero sé que es imposible. Juana ya no volverá a México. Y yo tampoco. El ciclo de la luz y el calor; el ciclo de las pasiones ardientes se ha cerrado.
Crazy levanta los ojos hacia mí. Su mirada es triste. Apenas sale de casa. La fidelidad de Crazy, su adhesión a mi forzosa inmovilidad, me conmueven. Tiene razón Miguel. La tuvo cuando me advirtió al traerlo: Crazy será el mejor compañero de tu soledad.
Sergio suele traerme libros que tienen relación con la política y la historia de España. Los hojeo pero pocas veces los leo completos. No es falta de interés, le digo cuando me pregunta. Es que me desvelan demasiado y luego me cuesta trabajo dormir. Sobre todo ahora que estoy tan quieta por necesidad. Aprovecho para decirle: He vivido parte de esa historia…
Cuando viene y se queda a acompañarme un rato, le cuento cómo era la vida en los pueblos españoles durante los años veinte y treinta. Y la llegada de la República, el mismo día que Juana vino al mundo. Predestinada, dice Sergio. Yo nací un año antes. Tú naciste monárquico, bromeo. El rey está muy bien, Gabriela, te lo aseguro… Ojalá, le contesto.
Sorprendentemente, Sergio me visita con frecuencia desde que estoy sometida a esta invalidez pasajera. ¿Te aburres?, me pregunta. No, le digo. No me aburro. Me atormento… No pregunta: ¿Por qué? Ni me consuela, ni me aconseja. Le agradezco que no intente indagar en mis fantasmas. Me atormento, podría decirle, porque estoy siempre dándole vueltas al recuerdo. Mientras que no falle la cabeza, mientras que yo pueda tirar del hilo que quiera, destapar la caja de los truenos a mi gusto: ahora Soledad, ahora la guerra, el divorcio de Juana después. Rebusco entre las tempestades que arrasaron mi vida. Me atormento a mi gusto con el pasado lejano, el pasado cercano y el pasado inmediato, el que ha adquirido, hace un instante, la categoría de pasado. Por ejemplo, la visita de Sergio hace unas horas, sin Juana, que hoy terminará tarde porque viene gente importante y hay que atenderla. Yo he quedado para cenar con ellos después. Vienen muchos de fuera a ver cómo nos van las cosas. Quieren que les expliques la respuesta de este pueblo a la dictadura que se va, a la democracia que empieza…
Esta noche me atormentaré con la ausencia de Miguel. Está lejos, en uno de sus largos viajes. ¿Cumpliré el último deseo de mi vida? ¿Daré la vuelta al mundo con él?
La casa de enfrente, la casa de la cantante india, ya se ha ocupado. Una pareja joven ha descargado en ella sus muebles, sus bártulos, sus maletas, todo nuevo. Un bagaje breve todavía que se irá acrecentando con los años. No así en mi caso. Salí de España sin otra cosa que la ropa y los objetos personales. El equipaje imprescindible para un largo viaje. Y cuando volví a España las maletas tenían la misma apariencia. Nunca tuve muebles que mereciera la pena conservar. Cuando emigré, dejé las modestas pertenencias que me ayudaron a vivir: sillas, camas, una mesa, los platos, los cubiertos. En México entré a vivir en una casa ricamente amueblada, sobrada de enseres. Al regreso a España, mi hija me instaló en esta casa y al trasladarse ella a la ciudad lo dejó todo, como si el cambio fuera provisional y pensara volver un día. Lo que hay aquí no es mío. Si yo tuviera que abandonar este cobijo, emprendería el viaje, una vez más, sólo con mi maleta, hacia el nuevo destino.
Los nuevos vecinos se han instalado con la decisión clara de asentarse. Llegan pertrechados de suficientes objetos que irán aumentando, cambiando, mejorando hasta convertir la casa en un hogar perfectamente alhajado. Hasta ahora, me dice ella, hemos vivido en un piso amueblado. Coincidimos al salir a la calle, ella dispuesta a acercarse a la tienda, yo preparada para dar un paseo con la enfermera y Crazy. Es el primer día que salgo más allá del jardín. Me manejo con un solo bastón y en poco tiempo, ha dicho el doctor, podrá usted pasear todo lo que quiera.
Los nuevos vecinos son agradables, pacíficos. No puedo evitar una punzada de tristeza al pensar en el final de la cantante. La mujer nos acompaña durante un trecho y habla sin cesar con una abrumadora sinceridad. Quiero tener un hijo pronto. No quiero esperar más. Pero mi marido dice que mejor esperar un poco a reponernos de tanto gasto…
Pienso en el primer matrimonio de Juana, en el apartamento que instalamos entre las dos en Ciudad de México. Un apartamento que estaba vacío con frecuencia dado su constante nomadismo. Cuando Miguel nació, se detuvieron por un tiempo, el suficiente para que el niño fuera medianamente autónomo y pudieran dejármelo en la Hacienda. Es curioso. No puedo recordar qué opinaba Alejandro, qué decía en aquella época. Si estaba de acuerdo con la separación del niño, si le parecía bien o no que yo lo educara. Alejandro se ha convertido para mí en una sombra. Sobre todo desde que he llegado a España. Lo he sustituido por Sergio, y sólo cuando Miguel nombra a su padre hago un esfuerzo por traerlo a la memoria. Y siento un remordimiento pasajero y una pasajera nostalgia de aquel tiempo perdido.
También Ezequiel ha quedado escondido, albergado en un rincón de la memoria. Cuando le necesito, si tengo que aludir a él, o evocarlo o hablarle a Miguel, como a veces me pide, del abuelo, tengo que cavar hondo en ese pozo profundísimo donde yace dormido el fulgor de los días pasados. A veces las imágenes brotan nítidas, las escenas se reproducen ante mis ojos cerrados con toda la autenticidad del momento real. Otras veces, bancos de niebla difuminan el suceso y emborronan el sentimiento. Y puede suceder que la capa de hielo levantada un día para aislar el recuerdo se derrita, y el jirón de vida recordado fluya libre, arrastrado por brisas de melancolía. Es difícil enterrar para siempre episodios completos de nuestra vida. Con frecuencia, sin saber por qué, sin pretenderlo ni buscarlo, saltan a primer plano con la tersura vivida de lo que acaba de suceder. Así, la historia de Octavio y Soledad que iba a cambiar irremediablemente nuestra relación…
Nada volvió a ser lo mismo desde que Soledad se fue. Primero, transcurrieron los cinco días que Octavio estuvo fuera sin dar señales de vida. En la angustia de la espera, tuve tiempo de analizar lo ocurrido y de prepararme a afrontar lo que quedaba por venir. En medio de mi pesadumbre una cosa aparecía muy clara: lo ocurrido era lo más natural del mundo. Soledad era hermosa, inteligente, apasionada. Joven. Si a todos nos había conquistado, ¿cómo iba Octavio a escapar a su encanto? No había en mi dolor ni una sombra de acusación o crítica moral. Sólo ocurría que, una vez más, mi mundo se había derrumbado y no sabía si iba a ser capaz de reconstruirlo.
Entre la incertidumbre y la congoja esperé el regreso de Octavio. Cuando le vi aparecer en su coche, suspiré aliviada. Le acompañaba Merceditas, que se había quedado los días anteriores con su tía en Puebla, después de la llegada de Juana para pasar las vacaciones de Semana Santa. Almorzamos los cuatro en una apariencia de naturalidad que no impidió el silencio casi total de cada uno de nosotros. Después de almorzar, Octavio se encerró conmigo en nuestras habitaciones advirtiendo: Tengo que hablar contigo. Caía la tarde cuando abandonamos la estancia. Habían sido horas de afirmaciones, retractaciones. Un largo monólogo de Octavio que intentaba justificar las causas últimas del vértigo vivido. Por mi parte, me aferré desde el principio a una sola pregunta: ¿La quieres? Él trataba de hacerme partícipe de sus vacilaciones: No ha sido amor, decía, ha sido el sentimiento del amor depositado por un tiempo en ella… Luego vinieron largas disertaciones sobre el dolor que había marcado el destino de Soledad. Su bondad última, su generosidad, su decisión de retirarse para que nuestras vidas volvieran a su cauce. Las contradicciones se sucedían y mi única pregunta seguía siendo: ¿La quieres? Escondió la cabeza entre las manos y dijo: Sí. Pero ten paciencia. Espera. ¿Y si vuelve?, pregunté. Octavio levantó la cabeza y dijo: No volverá nunca. Ella está comprometida en asuntos más graves. Su estancia entre nosotros fue sólo un paréntesis. Ahora va a incorporarse a una lucha noble y peligrosa… No necesité pedir más detalles. Recordé las cartas sin remite y los paquetes de cartas que de vez en cuando le enviaba a la Hacienda su amiga, la profesora de las niñas en Puebla. La lucha de que Octavio hablaba tenía que ver, con toda seguridad, con la revolución que fermentaba en Guatemala.
Salí, le dejé solo, sumido en su confuso laberinto de dudas y seguridades. Era de noche cuando salió de su habitación. Le miré por primera vez a la cara y me di cuenta de su delgadez, de los profundos surcos de su frente, de los pómulos salientes y las ojeras hundidas. Sobre su rostro se dibujaban las consecuencias de su angustioso duelo interior. Nuestros ojos se encontraron y yo traté de sonreír. Las niñas vieron mi sonrisa y se miraron buscando una mutua certeza. Nuestras hijas despertaron en mí el primer sentimiento de aceptación.
Nada volvió a ser como antes. Juana regresó a Ciudad de México, pasada la Pascua, después de unas vacaciones demasiado prolongadas. Nos quedamos solos los tres, nosotros dos y Merceditas yendo y viniendo a sus clases de Puebla. Al terminar el curso regresó Juana. Pero estaba de paso. Había llegado el momento de pensar en sus estudios superiores y ella lo tenía ya decidido: se iría a España. Así que Juana me abandonó en un período negro de mi vida. Me dejó dolorida y convaleciente de un desengaño quizás irremediable. Octavio trataba de recuperar su actividad habitual, pero la tristeza emergía de pronto en su rostro. Una tristeza que se adueñaba de él por completo, con los síntomas de una enfermedad. Palidecía, se desmoronaba, cerraba los ojos y se sumergía en el silencio y la inmovilidad más absolutos. Esto ocurría aunque estuviera Merceditas a su lado. Ella reclinaba la cabeza sobre el pecho del padre y trataba de devolverle la energía vital con su contacto. Pero él no despertaba de su inercia hasta que recuperaba el control de una batalla en la cual había sido momentáneamente derrotado. La cara de terror de la niña cuando estos ataques de inacción sobrevenían me impresionaba y trataba de distraerla invitándola a seguirme, lejos del padre y de su desfallecimiento. Le pedía ayuda en cualquier pequeña tarea y aprovechaba para hablar de Juana y contarle sus impresiones de Madrid y de la universidad. Añadía a propósito en las conversaciones algún matiz frívolo, para que viera que yo no estaba preocupada y que debíamos tomar como algo pasajero el estado de ánimo de Octavio. Está cansado, le explicaba, déjale descansar. Verás que pronto se despierta y nos llama. Aunque yo sabía y ella sabía que no era sueño ni siquiera pesadilla el desmayado estado del padre, que a mí me parecía un síntoma de la desgana de vivir que le embargaba.
Es difícil enterrar para siempre episodios completos de nuestra vida. La memoria reconstruye, paso a paso, capítulos encadenados de una historia real. El esfuerzo de concentración me agota. Tengo que suspender el proceso para descansar. Juego con Crazy. El hueso de goma va y viene de mi butaca a la puerta del salón, de la puerta del salón a la butaca. Crazy es incansable. Reclamo la presencia de Antonia, que me distrae con su charla. El pretexto puede ser insignificante. Nos han dado una mermelada con una capa de moho. ¿Qué le parece a usted? Esa mujer, mucho rezar y darse golpes de pecho y ahí tiene usted la honradez: a ver si cuela. Recuerdo que ya el año pasado… Las protestas de Antonia son históricas. Se extienden a meses y años. Una acumulación de pequeñas injusticias inolvidables que, de algún modo, desemboca en el recuerdo de las grandes injusticias. Los abusos, los pobres y los ricos, las trampas, los engaños… Antonia necesita poner remedio urgente a su última queja. Voy ahora mismo. Me llevo a Crazy para que dé una vuelta. El pobre Crazy, aburrido de mis horas de encierro, se dirige a la puerta sin dudarlo. Por el tono de voz conoce el sentido de la frase: Vamos a la calle…
El daño existía. El dolor de Octavio era sincero. Y también parecía auténtico su regreso a la vida. Al despejarse las nieblas de su angustia, como si despertara de un sueño, Octavio sonreía, nos hablaba, nos acercaba a su cuerpo. Acariciaba la cabeza de Merceditas y sujetaba mi cintura, que se volvía tensa y hostil bajo la presión de su brazo, aunque en mi rostro apareciese una sonrisa y yo tratara de mostrarle mi alegría por su retomo. Dispuso de mi cuerpo muchas noches, pero yo no podía fingir raptos apasionados, pruebas de un amor que parecía irrecuperable. Y así, nuestro nuevo vínculo se apoyaba en la comprensión y la ternura que Octavio me inspiraba, más que en la unión física que él quería resucitar.
Recuerdo frases hirientes y otras apagadas o pesarosas. Rememoro resplandores aislados de la armonía perdida. Pero no puedo revivir lo que yo sentía, lo que pensaba, lo que me hacía seguir adelante, al lado de Octavio, tratando de curarle de su decaimiento. He tachado de mi memoria el dolor de la experiencia y he acumulado datos externos de los que puedo deducir mi verdadero estado de ánimo. Lo que no podría es reproducir la aflicción que destilaba cada intento fallido de renacer la pasión vivida, de cuya existencia llegaba a dudar en el páramo sombrío que por entonces habitaba.
Me he despertado muy temprano después de un sueño fragmentado y escaso. Apenas ha amanecido. Doy la luz y al pulsar el interruptor lo primero que he visto, como siempre, es el retrato de mi nieto al lado de la lámpara. De pronto un vacío aterrador se ha instalado en mi mente. No puedo recordar el nombre de mi nieto. Una catástrofe interior me trastorna por completo. Es un anuncio, me digo, del deterioro total. He olvidado lo que más amo. Recuerdo sin embargo que discutían mucho sobre el nombre. Sé que decían: Pablo como Neruda, como Picasso, como Casals. Pero había otros nombres que también recordaban a personas dignas de reverencia y homenaje. He perdido a mi nieto y no puedo confesárselo a nadie. Veo el asombro, la pena, si yo llamara a Juana para decirle: He olvidado el nombre de tu hijo. Se quedaría sin habla. Luego esbozaría torpes explicaciones: Duermes poco, mamá. También a mí me pasa con los nombres. El otro día se me borró el de la secretaria más cercana del despacho, la que tengo a mi lado para todo. No eres tú sola… Sí, Juana, pero yo soy la única que olvida el nombre de su nieto. Y cualquier día me olvidaré también de que te llamas Juana, como tu abuela paterna, y que fui yo la que quiso registrarte con ese nombre. No llamo a Juana porque tengo que descubrir yo sola esa palabra que ha huido de mi mente. Tengo a mano una agenda que tiene un santoral. Iré mirando desde el uno de enero hasta diciembre y encontraré ese nombre cuya ausencia me hunde en la oscuridad. Si no puedo recuperar el nombre de quien amo estaré dando un paso hacia el olvido total. San Gregorio… San Raimundo… Vamos, doña Gabriela, despierte, que la llaman por teléfono. Se ha quedado dormida con la luz encendida. Santo Dios. Si no duerme de noche, ¿cómo va a estar despierta por el día? Cojo el teléfono. ¿Será Miguel? Me quedo inmóvil. Miguel. Miguel. El nombre ha vuelto a mi memoria. Miguel como Cervantes, como Unamuno, como Hernández. Miguel… Eres tú, Juana… Creí que era Miguel. Me he despertado hace un momento. Temo las noches, sí, porque no duermo, y luego, cuando llega el día, ya ves… Ha sido un sueño, pienso, el olvido del nombre. Estoy segura. En sueños todo sucede al revés. De mis manos se desliza un libro y cae al suelo. Me inclino a recogerlo y lo alcanzo con facilidad. No es un libro. Es la agenda. La agenda no es un sueño. La agenda para buscar entre los santos el nombre olvidado de Miguel. No ha sido un sueño.
Antonia me acompaña a votar. Crazy quiere venir también. Se resiste a quedarse encerrado. Sus ladridos exasperados, furiosos, nos acompañan hasta el final de la calle. Camino bien, pero todos tienen miedo de que pueda caerme. No obstante, la enfermera viene sólo de noche. Me he negado a tenerla todo el día como sugería Juana. La mañana es de Antonia, y cuando ella se va, después de recoger la mesa del almuerzo, disfruto de unas horas de soledad. Nada puede ocurrirme por el día, y a las nueve de la noche ya está aquí la eficiente cuidadora, seria, correcta, amable. He ido con Antonia a votar el referéndum de la Constitución. No puedo evitar el recuerdo de un día lejano: el día que se proclamó la República. Juana nació ese día y nuestra esperanza tuvo un doble significado, el nacimiento de nuestra hija y el nacimiento de una nueva etapa histórica. Nunca olvidaré el voltear de las campanas que se acompasaba al ritmo de mis dolores. Y el llanto vigoroso de Juana al salir a la luz. Y la llegada de Ezequiel a casa gritando: Ya tenemos República, al tiempo que descubría la presencia de su hija en manos de la partera. La alegría de Ezequiel me alcanzó en medio de una somnolencia invencible. Pero no pude dormirme. El llanto de Juana seguía sonando en mis oídos y comprendí en ese momento que mi vida quedaba encadenada para siempre a ese llanto, a ese ligero peso, a ese calor de mi hija que Ezequiel depositaba suavemente sobre mi cuerpo.
A las nueve de la noche los avances de las noticias parecen muy positivos. Se puede asegurar ya, se puede pronosticar con toda certeza, que la Constitución ha recibido la aprobación de los españoles. Juana me llama cuando ya estoy en la cama, escuchando la radio. Está entusiasmada. El resultado ha sido arrollador. Una nueva esperanza acaba de nacer con esta Constitución. Desde mi soledad y mi cansancio y el temor al insomnio, quiero abrazar también esa esperanza.
Desde que estuve inmovilizada con el esguince he perdido agilidad. No podré volver a despedir el sol desde lo alto de la colina. ¿Despedir el sol en diciembre? Mejor será esperar a la primavera. Tengo que hacer ejercicios de rehabilitación. Los empiezo con la enfermera que duerme en casa. A las ocho de la mañana, antes de que ella se vaya, antes de que llegue Antonia. Antonia es pesimista en cuanto a esos ejercicios. Le digo yo, asegura, que eso no sirve de nada. Ande usted por su cuenta y pierda el miedo. Mire, si tuviera necesidad de trabajar como yo, vería como se mejoraba. Que ya lo sé, doña Gabriela, que usted ha trabajado mucho en su vida. Pero fíjese: le ha perjudicado lo de venir aquí a España y quedarse aislada de todos en esta casa. Todo fue bien cuando vivían aquí sus hijos y su nieto. Pero ahora menudo plan…, sola todo el día con el perro…
Antonia es más joven que yo y lo encuentra todo fácil. Trata de animarme, de estimularme con un instinto rápido y acertado de lo que me conviene en cada momento. La enfermera habla poco. Se limita a cumplir con su trabajo, pero no se entrega como Antonia a divagaciones sin fin. Antonia me recuerda a otras muchas mujeres que han vivido a mi lado a lo largo del tiempo, que me han ayudado y han sido para mí mujeres-hermanas, mujeres-madres. Cuántas me vienen a la cabeza. Regina en el pueblo de Tierra de Campos, Marcelina en el pueblo minero, Remedios en la Hacienda. Y esta Antonia, que es mi único vínculo con el mundo exterior. Por ella sé qué ocurre en las casas cercanas de la colonia. Me cuenta que mi último alumno, el niño que indirectamente me llevó a la inmovilidad, quiere venir y no le dejan. Más adelante, cuando la primavera llegue, le haré venir. La joven vecina de enfrente le ha preguntado a Antonia por mí. Y le ha contado sus dificultades para adaptarse a la soledad de la colonia. ¿Por qué no trabaja?, le ha preguntado Antonia. Y ella le explica que su marido no quiere, y que ella misma está tan poco preparada… Por eso sueña con tener ese hijo que el marido le obliga a retrasar hasta que hayan pagado la casa y los muebles, el coche y la televisión. Recuerdo los comienzos de mi matrimonio con Ezequiel. Vivíamos sin preocupamos del dinero, en la más absoluta austeridad. Tuve a mi hija sin tener que esperar a pagar nada. Es verdad que eran tiempos en que no había muchas cosas materiales que desear y nuestros proyectos, nuestros deseos, iban por otros rumbos. Y luego en México, cuando viví vida de rica, la riqueza no me dio mayor felicidad. La felicidad no me la dio el dinero de Octavio sino el amor de Octavio y su compañía y el apoyo que prestó a mi hija y el que me dio a mí con la escuela para los indios de la Hacienda. Nunca me preocupó el dinero. Trabajé siempre, y el trabajo es lo único que añoro en esta etapa última de mi vida.
Con la enfermedad de Octavio, me ocupaba de todas sus cosas. Cuentas, cartas, pedidos, entregas. De la marcha de los cultivos se encargaba Damián, y Ramón me guiaba en las cosas que yo no entendía. Al morir Octavio estaba ya muy entrenada en las responsabilidades de aquella empresa a medias entre el siglo XIX y el XX. La Hacienda era de Merceditas, pero Octavio había dejado claro en el testamento que yo viviría allí y disfrutaría de libertad total para dirigirla. Me asignaba una discreta renta vitalicia, lo único a lo que yo accedí, que me permitía vivir independiente y hasta ahorrar dinero. Si paso revista a los errores cometidos en mi vida encuentro sólo uno de importancia: mi regreso a España en busca de mi hija. Estaba bien venir a visitarles, pasar una larga temporada con ellos, pero debí haber seguido con todo lo que me ocupaba la vida: la escuela, que era mi estímulo y mi alegría; la Hacienda, que era el legado de trabajo que Octavio me dejó. Y la compañía de Merceditas, que subía todos los fines de semana desde Puebla. Al llegar aquí me he ido encogiendo, disminuyendo. Sin darme cuenta he venido a caer en la vejez. Una vejez triste, porque las circunstancias me han conducido a este vacío, esta inacción, el constante buceo en los recuerdos que me ahogan a veces. Me pregunto: ¿Soy víctima de mi destino individual o de un destino colectivo? Si la República no hubiera sido derrotada, yo no me habría quedado viuda y nunca habría ido a México. Juana no se habría casado con Alejandro. Miguel no habría nacido. Y Octavio no habría existido para mí. No quiero seguir con mis dudas. El destino histórico depende de todos nosotros, es reflejo de la conducta colectiva. Pero mi destino personal depende sólo de mí. ¿Por qué no me quedé y luché con todos para que al fin llegara este respiro de libertad, la Constitución, la democracia? Estoy cansada de darle vueltas al destino. He llegado a este punto de mi vida porque he nacido en un país y en una época que me han obligado a elegir. Pero yo soy mi destino.
Merceditas me escribe y me anuncia la muerte de Damián. La desaparición de este hombre bueno, testigo de tantos años en la Hacienda, me afecta de modo excesivo. Quizás sin detenerme a pensarlo creía que él siempre estaría allí, entregado a la Hacienda con energía y generosidad. Lo vivo muere, dijo Remedios una vez, con su sabiduría infinita. Sólo las piedras duran eternamente. Sólo lo que nunca ha vivido, perdura. Poco a poco irán desapareciendo los personajes que habitaron la Hacienda. Algunos ya se han ido. Octavio. Y ahora Damián. Y yo, con mi huida, he anticipado mi muerte real. Sólo la Hacienda perdurará. Las piedras de la Hacienda, la torre, el patio, las columnas, el corredor del primer piso que se extiende por las cuatro alas del edificio. Pero una nueva vida se despierta. Merceditas me anuncia que se traslada con su familia a vivir allí. No quiere renunciar a las raíces. Algo de sus padres alienta todavía entre los muros de la Hacienda. Algo, también, mío. Sus hijos alegrarán la casa ahora solitaria. Ha convencido a su marido y me promete que ella se encargará directamente de la escuela. Todo va bien, escribe, pero yo estaba notando que tu espíritu se desvanecía y no quiero que la escuela sea sólo un lugar en el que se enseñe a leer y a escribir, sino el lugar que tú creaste, lleno de vida, de entusiasmo. Quiero que los niños canten y pinten y tengan curiosidad por lo que pasa fuera y lejos de su mundo. Que aprendan a conocer mejor lo que tienen cerca para cuidarlo y conservarlo y, en lo que sea posible, mejorarlo. Y que aprendan a ser personas libres, justas y responsables. El final de la carta de Merceditas encierra un mensaje de optimismo. He sembrado algo que merece la pena, algo que ha fructificado y mi viejo sueño sigue adelante. Educar, enseñar, transmitir a los niños todo lo mejor que el hombre ha hecho sobre la tierra.
La enfermera ya no se irá nunca. Juana me ha dado a elegir: o irme a vivir con ellos o la enfermera me acompañará todas las noches. Desde la caída, absurda y casual como fue, Juana parece asustada. A veces viene a verme y se me queda mirando fijamente, como si no me conociera. Trata de cambiar mi aspecto, me acompaña a la peluquería de la colonia. Un día le dije: Juana, ¿recuerdas los últimos tiempos de la abuela? Sí, contestó un poco sorprendida. Rememoro para ella los cuidados que las dos le prestábamos. Juana se entristece. Lo recuerdo todo, no te molestes. Recuerdo aquel cuarto y su olor y los cuentos de la abuela. Todo… Mi madre se fue apagando lentamente. No perdió la razón, ni la memoria. Fue una larga despedida. Yo la cuidé hasta el fin. Murió en mis brazos; por eso la recuerdo sin angustia. Mi orfandad fue real porque necesitaba todavía su presencia, su ayuda. Probablemente, si no la hubiera necesitado, si ella no me hubiera dado más que el dolor de su decadencia y las molestias de su cuidado, su muerte habría sido un alivio. Espero, le dije a Juana, que yo te dé tan poco trabajo como la abuela me dio a mí. Juana me mira extrañada. ¿De qué hablas, mamá? Aún eres joven, ¿por qué hablas como una anciana? Trato de sonreír. ¿Pocos, setenta y cinco? Puede que tengas razón…
Juana me ha llevado a la consulta médica para un examen rutinario. Dice el doctor que todo va bien, pero que mi corazón es un corazón de bajo voltaje. Como las bombillas de mi juventud que colgaban del techo sin pantalla y daban poca luz. Siempre he tenido un corazón vivo, rápido, latidor. Pero ahora no. Ahora hay que ponerlo en marcha. Andar, caminar todos los días una hora. Daré vueltas a las callecitas de la colonia. Me detendré un momento en la casa del viejo desertor. Si él estuviera, puede que mi corazón volviera a latir con fuerza, con energía. Quizá subiría el voltaje y la bombilla volvería a brillar con otra luz. Pero asomarán los ancianos que habitan la residencia. Me mirarán con sus miradas mortecinas, momentáneamente iluminadas por el rencor. Pasearé. Necesito mantener a buen ritmo el corazón.
Me dormí con la preocupación de los paseos y tuve un sueño raro. Fue un sueño y ahora quieren convencerme de lo contrario. Dice Antonia que fue verdad, que ocurrió de verdad. Yo estoy segura de que fue un sueño. Estaba dormida y soñé que hacía un día espléndido, un día muy apropiado para hacer una excursión hasta lo alto dé la colina para ver la puesta de sol. Hace tanto tiempo que no puedo llegar hasta allí. El ocaso me angustia sobremanera. Me parece que el día que se va puede ser el último. Lo siento así desde la adolescencia. No me resigno a la muerte del día. Y al mismo tiempo me atrae el sol que se sumerge entre los montes dejando un trazo grueso de luz que marca el perfil rojo de la montaña. El resplandor permanece algún tiempo. Luego, la luz rosada, blanca, se convierte en un azul dudoso que se desvanece lentamente hasta convertirse en negro azulado. En mi sueño yo quería volver a sentir la deslumbrante belleza del sol cuando se va. Sin decírselo a Antonia, abrí la puerta de la calle y salí al jardín. Como suele suceder en los sueños, no era el atardecer. El sol asomaba sobre las torres de Madrid. Faltaban muchas horas para su retirada. Pero el aire fresco de la calle vacía invitaba a andar. Crazy venía detrás de mí. Me seguía, vigilando mis pasos. Respiré con fuerza. El aire entraba en mis pulmones con facilidad. Estaba alegre. Andaba con soltura. Qué bien se anda en los sueños, pensé, qué bien se anda y se nada y se vuela. Me di cuenta de que no estaba vestida con la ropa apropiada. Llevaba todavía el camisón y la bata, que cerré con fuerza sobre mi cuerpo. Retrocedí por una callecita que no tenía salida. Luego encontré una calle ancha y entré por ella. Una casa en construcción me desorientó. ¿Dónde estaba? Busco la casa de mi amigo. Está cerrada. Hay sillas vacías en el jardín. Arriba, en la ventana del estudio, asoma una cabeza blanca, un cuerpo delgado que me saluda con la mano. Pero no es él. Es una mujer. No importa. El anciano habrá salido y esa señora será su madre. ¿Es posible que ese viejo tenga todavía una madre viva? Volveré más tarde y él estará sentado en el jardín como otras veces. Es un sueño agotador. Me canso mucho pero tengo que seguir si quiero llegar a la puesta de sol. Retrocedo; paso delante de la tienda. Está cerrada. Al final de la calle se ven muchos coches. Sin saber cómo, había desembocado en la carretera. Me dolían las piernas y no había nadie en los alrededores. Apoyada en la pared, descansé unos instantes. En los sueños todo es posible. Sólo en los sueños aparece la salvación en un momento crítico. Por eso, en mi laberinto apareció Antonia con los brazos en alto al descubrirme, gritando: ¿Pero qué hace usted aquí, doña Gabriela? Antonia, que me cogió del brazo, me riñó cariñosa y me arrastró por nuevos caminos hasta casa. En seguida estuvimos ante la puerta abierta del jardín. En algún punto del trayecto había perdido a Crazy. Pero Crazy estaba allí, a mi lado…
Dice Antonia que no fue un sueño, que fue verdad. Me lo dice cuando me despierto y me da el desayuno y se va rezongando: Esto se lo tengo que contar a su hija… La enfermera dormida todavía y ella que se escapa así, como estaba, medio desnuda, a esa hora de la mañana… Señor, señor, qué pesadilla. Dice Juana que tiene razón Antonia, que gracias a que Crazy la fue a buscar al autobús y esperó a que llegara, y ella, asustada, siguió al animalito hasta la tapia en que yo me apoyaba después de tanto andar. Yo digo que es un sueño. Pero ¿cómo sabía Antonia lo que ocurrió en mi sueño? Estoy terriblemente cansada. Quiero dormir un poco más, Antonia. Deja de murmurar y cierra la ventana para que no entre el calor del mediodía. Me duermo en seguida. Sueño. Octavio está sentado en una butaca a mi lado y me dice en voz baja: Cuando llegue la hora, iremos los dos juntos a ver la puesta de sol…