Traté de comprender que no debía quedarme a vivir en la casa de don Wenceslao pero no lo conseguí. Fue una imposición, un abuso de poder, una coacción. Acababa de entrar en la casa, empujada por la mujer que llevaba mi maleta, y ya se oía tras de nosotras un cloqueo de madreñas, repiqueteando sobre las piedras de la calle. «Pase, pase, adelante», me dijo Raimunda. Y me señalaba una puerta cerrada al fondo del portal. Fui hacia la puerta, la abrí y una sala luminosa y cálida apareció ante mis ojos. Las lámparas encendidas en varios puntos de la enorme habitación despedían un leve olor a petróleo quemado. Cerca de la chimenea encendida un anciano sentado en una butaca, más bien hundido en ella, me contemplaba. No hizo ademán de levantarse. «Acérquese», ordenó. Y su voz era firme y más joven que el cuerpo del que procedía. Me fui acercando y me extendió la mano. «Es usted una niña. ¡Vaya maestra!», dijo. Sostuvo mi mano entre las suyas por un instante. Luego me invitó a sentarme. «Nadie le quiere, ¿eh? La verdad es que no han tenido mucha suerte. La última maestra se pasaba la vida en su pueblo, no muy lejos de aquí…».

Tenía unos ojos vivos que me examinaron con un par de giros rápidos, de arriba abajo, de derecha a izquierda.

—¿Tú querrías quedarte con nosotros? La casa es grande y sobra sitio. Raimunda te la enseñará. No hay otra decente en este pueblo…

En el portal se oían voces. Hablaban varias personas a la vez. A poco Raimunda entró sin llamar:

—Don Wenceslao, dice el Alcalde que María la de la herrería se queda con ella. —Y me señalaba como si fuera un objeto en una subasta que ha encontrado, finalmente, comprador.

—Ya entiendo —dijo el anciano—. Nadie quería pero al fin ha surgido un voluntario… Haga lo que quiera. Si no le van bien las cosas esta casa está abierta para usted…

Cerró los ojos como dando por terminada la entrevista. Mi desconcierto iba en aumento. ¿Debía irme o quedarme? ¿Rechazaba el alojamiento o lo aceptaba sin discusión? Mi anfitrión no estaba dispuesto a intervenir. Me dejaba a solas con la decisión. Raimunda esperaba.

—Está bien. Iré. Buenas noches.

El anciano murmuró algo y con la mano hizo un gesto de despedida.

No había sido una elección. Genaro tenía razón: ellos habían decidido por mí que no me quedara en la casa que se me ofrecía.

—¿Y tú por qué crees que no querían? —pregunté a Genaro. Se quedó callado reflexionando. Buscaba las palabras porque no dudaba de lo que iba a decir sino de la forma de decirlo.

—Yo creo que les parece pecado, quedarse allí usted sola con ese hombre.

«Creo», me escribió mi padre «que lo hacen movidos por escrúpulos de moral. Son estrechos de mente e ignorantes, no lo olvides. Trata de que sus hijos se conviertan en algo diferente».

Como Genaro, mi padre opinaba que había razones éticas para impedir mi estancia en la casona de don Wenceslao. Era una forma de velar por mi buen nombre o un deseo de impedir que me convirtiera en un mal ejemplo. De todos modos, me parecía que aquellas razones tenían un punto de nobleza que no acababa de aceptar.

La verdadera causa de aquella imposición la fui descubriendo poco a poco. Tenía que ver con la amplitud de espíritu de don Wenceslao y con el miedo a que, si yo la compartía, ambos nos convirtiéramos en una fuerza peligrosa en el pueblo; la fuerza de la inteligencia.

Todos los días antes de acostarme, escribía a la luz de la vela mi Diario de Clase.

«He dividido a los niños en tres grupos. Los que no saben ni las letras. Los que están torpes de lectura y escritura pero ya van sabiendo dominar estos mecanismos y por último los que leen y escriben con cierta soltura. Mientras unos trabajan en cálculo y los otros hacen ejercicios de lenguaje, los más atrasados trabajan directamente conmigo. Estoy empleando el método de la lectura por la escritura y me da buenos resultados.

»Luego voy cambiando de actividad: enseño a contar a los últimos, hago leer en voz alta al grupo intermedio y los más adelantados escriben una redacción. Después del recreo, la última hora de la mañana hago una explicación para todos de temas muy elementales, un día de ciencias, otro de geografía, otro de historia.

»El estado de ignorancia es tan general que empleo el mismo vocabulario y los mismos recursos para los tres grupos.

»Nunca han oído estos niños una explicación sobre el lugar que ocupa la Tierra en el Universo, Europa en la Tierra, España en Europa. Creo que ni siquiera están seguros del punto de España en que se encuentran. Les entusiasma el descubrimiento de los movimientos de la Tierra, el paso del día a la noche, la marcha de las estaciones. He encargado a Lucas, el mandadero, el guía que me trajo, un globo terráqueo…».

Por Genaro me mandó don Wenceslao un recado: que no comprara el globo, que él tenía uno y que en el pueblo grande tampoco iba a encontrarlo. Que pasara a recogerlo cuando quisiera…

Era tarde y no pensé acercarme a la Casona, pero ya estaba María murmurando: «No son horas». Y luego me indicó haciéndome sitio entre los pucheros.

—Se prepare la cena, señora maestra.

Acerqué a la brasa el cazuelo desportillado que me había prestado para la leche y en el tazón de loza fueron cayendo las rebanadas finas de la hogaza que para mi tenía apartada.

—Hay miel —me había dicho—. Si quiere le aparto un pocillo para usted.

Yo tenía mi pan, mi miel, mi plato, mi cuchara. Todo aparte. Pagaría por todo a la mujer que me había acogido y que me advirtió desde el principio: «Usted me pide lo que yo tenga y yo se lo voy poniendo aparte y le llevo la cuenta en mi cabeza de lo que me debe».

Al atardecer me afligía una sombra de angustia. Yo venía de un pueblo, estaba acostumbrada a la vida tranquila y limitada de los pueblos. Pero el mío tenía una carretera importante, pasaban gentes, automóviles, carros, caballerías. Había Estación de ferrocarril y cuatro trenes diarios, dos hacia arriba, hacia el Norte, y dos hacia abajo, hacia Castilla.

Desde mi ventana yo veía pasar los trenes, los del día y los de la noche, y mi fantasía volaba tras el humo de la locomotora. Mi pueblo era alegre. Había un gran mercado todos los sábados. Venían las mujeres de los caseríos aislados en el monte. Traían pollos y conejos vivos, manojitos de cebollas, judías verdes, tomates. Los buhoneros, los ganaderos, los negociantes tomaban en la taberna de la estación su copa de orujo mañanero y se instalaban luego para el trato y el regateo y la venta que terminaba hacia el comienzo de la tarde.

Yo tenia amigas, parientes, conocidos y en la calle me saludaban sin cesar, se detenían conmigo, me hacían preguntas, me contaban sucesos y rumores. Mi pueblo estaba vivo pero yo siempre había imaginado que lo dejaría, que mis estudios y mi carrera me servirían para ensanchar horizontes, me llevarían a lugares más amplios y mejores, no a esta tristeza del anochecer en un lugar perdido entre los montes.

Trataba de hablar con María. Le hacía preguntas sobre el pueblo, sobre la gente, pero ella se resistía y sólo contestaba aquellas que exigían un si o un no concretos. Vivía sola, por eso me había aceptado. Era viuda del herrero y no tenía hijos. La herrería estaba en la misma casa. Tenía un yunque silencioso y un horno apagado. El yunque fue un día sonoro, y el hogar brillaría al rojo vivo. Pero María no sabía explicarme lo que había sido su vida y creo que tampoco era capaz de distinguir entre su soledad actual y la soledad de su hombre y ella, cuando dormían juntos y comían juntos y callaban juntos. Para subir a mi cuarto, por la noche, me daba una palmatoria con un cabo de vela. Yo quería una luz para leer pero nunca se lo dije. Con frecuencia encargaba velas a Lucas y era el momento en que María dejaba oír sus indescifrables murmullos, mezcla de gruñido animal y lenguaje humano propiamente dicho.

«…, más que un entierro…», lograba descifrar yo. Y sabía que se refería a las velas.

Entre la incapacidad de expresión oral y la poca necesidad de comunicación que tenían mis nuevos convecinos, transcurrían los días en un aislamiento parecido al de Robinsón Crusoe. Se me ocurrió que ése era un libro bueno para leer con los niños. Pero en seguida rechacé la idea y devolví el libro a don Wenceslao, mi proveedor. Porque me parecía imposible hacer llegar a mis alumnos la sensación de desgajamiento social que el náufrago literario había sentido al verse arrojado a la isla desierta. Sólo tratando de explicar mi propio destierro, acertaría a interesarles por una situación que tan lejana les era. Aunque ellos fueran, sin saberlo, auténticos robinsones en una tierra aislada de la civilización y del progreso.

—Señora maestra, a ver si usted sabe qué le pasa a la niña, que cada vez la veo más ruin, que se me va a morir…

La mujer plañía y se llevaba a los ojos secos un pañuelo de yerbas. Parecía una anciana, arrugada y sin dientes, y, sin embargo, la criatura que sostenía entre los brazos era suya. Me estaba esperando a la salida de la escuela y, ante mi estupor, me hacía una consulta médica. No supe qué decir pero miré a la niña que venía arrebujada en un mantón de lana negra. Era menuda y pálida y por su tamaño parecía tener muy pocos meses. «… la tengo siempre así, como dormida…».

—Mejor el médico —murmuré.

Y la mujer se revolvió furiosa.

—El médico nos tiene abandonados. Siete pueblos a su cargo y al nuestro nunca le toca —dijo chillando.

—¿Qué tiempo tiene la niña? —me encontré preguntando, atrapada en la farsa de mi sabiduría.

—Seis meses —dijo la madre. Se había puesto seria y se concentraba para contestar con repentino interés.

—¿Qué come? —pregunté invocando datos rudimentarios de mi libro de Puericultura.

—Pecho —me contestó señalando la planicie de su tronco escuálido.

—Tomaba pecho al principio, pero ahora ni eso. Ni fuerza para agarrarlo tiene…

—Hambre —dije—. Yo creo que puede tener hambre.

La palabra me pareció terrible. No era una acusación pero sonaba a tal y temí la reacción de la madre.

—Cinco he criado con la misma leche —dijo la mujer—. Y todos han medrado que hasta el año no les daba más…

Contestó en voz baja, pero no estaba ofendida. Se había apagado, desilusionada ante la escasez de mis conocimientos o decepcionada por la falta de ayuda.

—¿Por qué no prueba a darle leche de vaca hervida y aclarada con agua? Poco a poco, a ver si la va tomando…

Me volvió la espalda y se marchó con su niña sin contestarme. Le conté a María el encuentro y ella salió de su habitual silencio para decirme.

—Ha criado a cinco, es verdad, pero se le han muerto ya tres.

Hablaba con la misma indiferencia con que hablaría del ganado, con la misma frialdad.

—Vende la leche, la poca que ordeña de la vaca —me dijo Genaro, cuando traté de saber algo más de la mujer.

Y cuando llegué a don Wenceslao con mis preguntas, movió la cabeza con desaliento.

—Ignorancia —dijo— y el abandono en el que viven. Sólo el veterinario viene de vez en cuando por la cuenta que le tiene. Cobra una iguala por los animales de cada vecino. Pero el médico no, el médico no cobra igualas y viene cuando puede. Se pasa la vida montado en el caballo, de pueblo en pueblo por esos riscos. ¿Qué quiere usted? De no ser algo muy grave…

Un niño iba a morir y eso no era muy grave. ¿Hasta el propio don Wenceslao opinaba eso? Me dejó consternada y se dio cuenta.

—No se desanime, mujer. La niña saldrá adelante. Ya lo verá…

Lo vi. A los diez o doce días allí estaba la madre esperándome otra vez. Un esbozo de sonrisa se dibujaba en la boca desdentada.

—Que si, que sí, que la ha recetado muy bien. Que ya come y se revuelve…

Mi fama creció rápidamente y sin saber cómo, al mes de instalarme en la escuela, siempre había alguna mujer esperándome a la salida. Sus consultas eran variadas, no siempre de medicina. La mayor parte pude resolverlas con sentido común y buena voluntad. Se me ocurrió dar a la nueva situación una salida más eficaz. Fui a ver al Alcalde y le dije:

—Si no le parece mal pensaba organizar clases de adultos. Las mujeres vienen muchas veces a hacerme consultas y me parece mejor que cuenten con una hora fija. Les iré preparando charlas sobre lo que más les pueda interesar…

Su primitiva hostilidad no había desaparecido.

—Y qué tienen que aprender las mujeres —dijo—. Tarea les sobra con atender la casa y los animales.

No insistí. Estaba dispuesta a seguir adelante. El esperaba tener que rebatir mis argumentos y al ver que éstos no llegaban su reacción fue más suave.

—Haga lo que quiera. Siempre se tiene que salir con la suya…

Yo sabía que estaría informado de mi actuación y que si algo había en ella que no le gustara, me lo haría saber. De modo que un día a la semana, los jueves, reuní a las mujeres que quisieron venir. Empecé por la higiene doméstica. Al principio eran cuatro o cinco. Al cabo de un tiempo llegaron a diez.

A finales de octubre el tiempo empeoró. Los cielos azules del otoño se cubrieron de nubes y un cierzo helado azotó los montes y los valles. El día de Todos los Santos amaneció nevado. Abrí el portillo y vi pasar gentes aisladas que se dirigían al cementerio. Algunos llevaban en la mano manojitos de flores malvas y rosadas, flores silvestres que hasta hacía poco tiempo resistían en las praderas altas de la montaña. O geranios rojos, cultivados en macetas de lata, en un rincón abrigado del portal. Las campanas tocaron a muerto.

María se fue a la Iglesia con una vela. «Valdrá más que las flores», murmuró. Cerró la puerta al salir y desde fuera me dijo:

—Quítese de ahí que va a coger un pasmo.

Seguí su consejo y ajusté el portillo. La cocina estaba oscura y sólo las brasas del hogar difundían un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba y se encendía al consumirse la leña lentamente.

La amenaza del invierno ya estaba empezando a cumplirse. Se habían acabado los paseos a los bosques cercanos, la suavidad del sol de octubre que bruñe las hojas de los árboles. La primera nevada era el anuncio de muchos días grises, y era también el aislamiento definitivo. A veces, durante meses, ni las cartas llegaban al pueblo, inaccesible para los caballos y los hombres.

La escuela sería mi único recurso. Por entonces, ya empezaba a sentir esa profunda e incomparable plenitud, que produce la entrega al propio oficio. Me sumergía en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos. Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el mío.

Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba haciendo. Era consciente de que podía llenar mi vida sólo con mi escuela. Cerraba la puerta tras de mí al entrar en ella cada día. Y las miradas de los niños, las sonrisas, la atención contenida, la avidez que mostraban por los nuevos descubrimientos que juntos, íbamos a hacer, me trastornaban, me embriagaban. Leíamos, contábamos, jugábamos, pintábamos, nos asomábamos a mundos lejanos en el tiempo y el espacio; nos sumergíamos en mundos diminutos y cercanos que encerraban milagros naturales. Tras el descubrimiento de América, corría veloz el descubrimiento de la circulación de la sangre. Tras la solución de un problema aritmético, le reflexión sobre un poema. Y luego, por qué brillan las estrellas, por qué el hombre ha conseguido volar. Por qué, por qué…

Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta. Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos, las razones de los hechos históricos. Ese era el milagro de una profesión que estaba empezando a vivir y que me mantenía contenta a pesar de la nieve y la cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho que yo tenía que dar. O quizás por eso mismo. Una exaltación juvenil me trastornaba y un aura de heroína me rodeaba ante mis ojos. Tenía que pasar mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los niños valía más que todo lo que ellos recibían de mí.

El molino de Genaro estaba abajo, a la orilla del río. Una casita blanca unida a la aceña, que se veía desde la escuela. Un día pregunté al niño: «¿De dónde sacáis el trigo?».

—Del mercado del valle —me contestó—. El trigo se compra a los del llano y se cambia por cosas de madera que hacemos en el invierno. Venga usted al molino y mi padre se lo explica.

No me explicó mucho, pero la visita tuvo otro interés para mí. Al ver la casa de Genaro y al conocer al padre pude imaginar mejor lo que debía de ser su vida.

En la única pieza habitable había un camastro, una mesa y un escaño. Allí vivían los dos hombres, solos desde la muerte de la madre.

Genaro me quería obsequiar. Trajo un puñadito de arándanos y me los puso delante para que los probara.

—Los cojo en la braña del Oso cuando voy con las cabras…

El padre me pareció reservado, huraño. El niño parecía orgulloso de él, satisfecho de la facilidad con que cargaba los sacos de trigo.

—Puede con mucho peso —me dijo.

Había algo en Genaro que me había chocado desde el principio. En medio de la torpeza de expresión que mostraban mis alumnos sólo él hablaba con cierta fluidez. Conocía los nombres de las cosas, tenía un vocabulario aceptable, discurría con rapidez y agudeza y sabía contar historias.

«En este pueblo», me encontré reflexionando, «sólo se puede conversar con Genaro y con don Wenceslao».

La asociación de los dos personajes me reveló un descubrimiento que me pareció fascinante. Los dos tenían la misma mirada, parecida manera de adelantar la barbilla para escuchar, la misma sonrisa.

«Le imita», me dije. «Ha comprendido que don Wenceslao es la única persona digna de ser imitada…».

—El que no sale a la raza se le mata —fue el críptico comentario de María cuando le confié mi impresión. Solía buscar ocasiones de dirigirme a ella para tratar de romper su lejanía.

Yo estaba cogiendo el puchero de leche que se calentaba colgado de la plegancia.

—No entiendo —dije. Y ella:

—A buen entendedor…

Casi dejo caer el tazón al suelo. Las preguntas se me agolpaban en los labios: «Pero ¿cómo, cuándo, dónde…?».

—Ella trabajaba para él. El era un hombrón todavía. Todavía no se había sentado en el sillón que ahí se quedó clavado cuando ella murió y no se ha vuelto a levantar.

—¿Y el marido, el padre de Genaro?

—Se quedó con el niño. Tenía cuatro años cuando murió ella pero ni oír de dárselo al viejo. El viejo fue al molino y se encerraron a hablar y el otro no sé qué le diría pero el niño se quedó con él. Y con él sigue…

—¿Lo sabe Genaro? —pregunté.

María se encogió de hombros, agotada por el inusitado esfuerzo que había hecho. Se veía que la historia había despertado en ella la pasión de unos sucesos que conmovieron la vida del pueblo.

—Si no lo sabe, se enterará cuando él se muera y herede. Porque eso sí, la herencia no se la quita nadie, según dicen…

Habían pasado unos días desde mi visita al molino cuando me mandó recado el Alcalde: que fuera a su casa que estaba allí una señora Maestra que me quería conocer.

Entre perpleja y curiosa, me dirigí al Ayuntamiento, una habitación con silla, mesa y una carpeta con pocos papeles. El resto era la vivienda del Alcalde.

Atravesé el portal oscuro y llamé con los nudillos al portón. Abrió una vieja y me condujo sin palabras hasta el fondo de la casa. Allí, en un comedor húmedo, en torno a una mesa con restos de comida, estaban sentados el Alcalde y su mujer y otra persona, una mancha negra y gris, un cuerpo menudo vestido de luto y una cabeza con el pelo corto manchado de canas.

Me quedé de pie, esperando, pero nadie me invitó a sentarme.

—Aquí la tienes, Elisa, ésta es la nueva maestra.

Elisa me miró con sus ojillos sepultados bajo una maraña de cejas blanquinegras.

—Hola, muchacha —dijo—, ¿qué tal te va por el pueblo?

—Bien —contesté.

—Al principio te será difícil pero ya te irás acostumbrando. Los chicos son como animales pero hay que domarles. Y cuando no respondan, palo…

No contesté. Seguían sin invitarme a tomar asiento y me contemplaban con indiferencia como si no acabaran de decidirse a tenerme en cuenta pero tampoco a despedirme.

—Mi cuñada Elisa acaba de jubilarse y ha venido a visitarnos. Esta sí que ha sido buena maestra. En la escuela que estaba los chicos no se le movían. Y menudo respeto le tenían…

Era el Alcalde quien hablaba y me dirigió una media sonrisa socarrona e impertinente de modo que no dudara que la alabanza de la vieja cuñada iba dirigida a criticarme a mí.

—Si no me necesitan… —dije haciendo ademán de marcharme.

En aquel momento se oyeron voces fuera y la vieja que me había abierto la puerta apareció en el umbral. A sus espaldas se dibujaba la figura de una mujer con un bulto en los brazos.

—Se me murió la niña —gritó—. Se me murió —repitió dirigiéndose al Alcalde— y aquí la tienes. No me quisiste avisar al médico y ahora la entierras tú…

Pero no soltaba el cuerpo inerte, lo mantenía agarrado con fuerza ante los tres comensales, que no se movieron ni articularon palabra.

La mujer me vio y se dirigió a mí con el mismo tono violento y agudo.

—Ya no me tomaba la leche. Parecía que sí, pero en seguida volvió a amurriarse…

La cogí del brazo suavemente, la fui sacando afuera. Yo no quería mirar el cuerpo sin vida de la niña. La mujer insistió:

—Ya no tomaba la leche. Parecía que sí, al principio, pero luego…

La boca sin dientes de la madre se quedó abierta, sin emitir un sonido más. Me miraba en silencio, dolorida, y me pareció que me hacía una pregunta muda: ¿De qué me han servido tus consejos? Y además ¿quién eres tú para dar consejos?

De una casa cercana salió una mujer que se acercó a nosotras.

Un poco más lejos apareció otra y ya éramos un pequeño cortejo tras la madre con su liviana carga.

Al llegar a casa, María comentó:

—Ya le dije que ha enterrado a tres. Y ahora ésta. Pero seguirá teniendo más…

A María le enseñé a hacer diferentes clases de punto: liso, con dibujos, con calados. Tenía una manos torpes. En los dedos ásperos se le enganchaba la lana retorcida, hilada por ella en las veladas del invierno. Lana blanca de oveja que utilizaban las mujeres para tejer calcetines, escarpines, chalecos. Pero no sabían tricotar. A los pocos días vinieron dos vecinas, igualmente desmañadas y entusiastas, y a medida que los días disminuían y las tardes sombrías del otoño se desplomaban sobre el pueblo, mi pequeño grupo de alumnas aumentaba: «Enseñe a las niñas», me decían, «que esto les va a valer más que las letras». A Lucas tuve que encargarle varias agujas porque con las mías no era bastante. Y una tarde a la semana, en la escuela, inicié a las niñas mayores con una advertencia previa.

—Las letras y los números y las lecciones que hacemos son más importantes, pero también tenéis que saber estas cosas.

Los niños también querían aprender y no tuve inconveniente en enseñarles. A las pocas sesiones ya me llegó a través de Genaro la noticia: «Que dicen en la taberna que usted quiere hacer a los chicos, chicas, para que pierdan la fuerza y no trabajen en cosas de hombres…».

Fueron desapareciendo los muchachos y me quedé solo con mis niñas. Aproveché la ocasión para hacerles ver que, a pesar de todo lo que oyeran, el hombre y la mujer no son diferentes por la inteligencia ni la habilidad, sino por la fisiología. Se me quedaban mirando con asombro convencidas como estaban de la absoluta superioridad de sus hombres, que lo mismo cazaban jabalíes, que arrancaban los árboles a hachazos. La fuerza física es una cosa, les expliqué. Pero hay otra fuerza que es la que nos hace discurrir y resolver situaciones difíciles…

Estoy convencida de que lo entendían. Y aprendí una cosa más: que tan importantes eran esas lecciones como las otras, las oficiales, las obligadas por principio, porque todas guardaban relación entre sí, si pretendíamos educar de verdad a aquellos hombres y mujeres en ciernes.

A través de Genaro, don Wenceslao me enviaba constantemente pequeños obsequios para la escuela. El niño debía de contarle nuestras luchas con la falta de material escolar, nuestro ingenio para resolver esas carencias.

De vez en cuando, me invitaba a merendar. Raimunda nos servía chocolate y rebanadas de pan con mantequilla y la charla transcurría deliciosa hasta que se acercaba la hora de cenar. Yo me retiraba temprano porque temía las reticencias del Alcalde y los vecinos respecto a mi estancia en la casa de un hombre soltero.

Como yo era muy joven, me parecía que el señor de la Casona era un verdadero anciano. Pero a pesar del sillón y su permanente afincamiento en él, don Wenceslao pasaba poco de los sesenta años. «Ya sé que su padre será más joven», me decía Raimunda, «pero si usted quisiera, hija, si usted quisiera, se quedaba de señora en esta casa. Déjese de chiquillos y de escuelas. De señora la quería ver yo aquí…».

Yo me reía de los sueños de Raimunda que me parecían disparates de su rústica imaginación.

Un día que el señor se retiró pronto, Raimunda me retuvo y me contó su historia que yo apenas había entresacado de nuestras conversaciones.

Era así: Don Wenceslao venía de una familia del pueblo. Señores de horca y cuchillo, decía Raimunda, de cuando el pueblo era más importante que ahora y había ganados para vender en toda Castilla. «Si serían importantes que aquí ha dormido un Obispo en tiempos de la madre de don Wenceslao. El padre se había ido a Guinea llevado por no sé qué pariente lejano que tenía allí negocios y plantaciones de café. Cayó enfermo y no volvía y la madre llora que te llora y hasta que no mandó al hijo no paró. A don Wenceslao le había tenido interno en la capital y bien que lo había educado. Pues a Guinea lo mandó y cuando murió el padre, allá se quedó más años de los que ella pensaba, que no regresó hasta la muerte de ella. Para enterrarla vino y luego se quedó en la casa como perro sin amo, sin que nadie supiera si se volvía a las tierras aquellas o se quedaba aquí administrando el capital que tenía, que no era poco. Sólo en leña», se admiraba Raimunda, «los árboles que tiene esa familia… Y mira por donde se metió por medio la madre de Genaro, que era joven y guapa y mal casada porque con el marido no tenía hijos. Y se mete a servir aquí, que andaba aburrida en el molino y con poco que hacer… Y vino lo que vino, y pasó lo que pasó, aunque nadie lo puede demostrar… Pero usted dirá. De la noche a la mañana, ella aparece con la tripa y don Wenceslao más meloso que nadie con ella, que no trabaje, que venga otra y así fue el entrar yo por esa puerta…

»Cuando yo llegué, la madre de Genaro se fue con el marido, arrepentida o no, pero temerosa desde luego, porque para mí que el marido le dijo o te vienes o te mato. Y ella se fue como si todo hubiera sido de ley y como si al final su hombre hubiera cumplido y eso es imposible porque uno de aquí que le conoce bien y que hizo con él la mili dice que se quedó inútil de una cornada que le dio en sus partes un toro cuando era zagal…».

A veces don Wenceslao me contaba historias de Guinea. Me hablaba de aquellas tierras calurosas y un eco de melancolía le arrastraba la voz hacia selvas, mares, cielos redondos colmados de estrellas…

—Qué tierra aquella, Gabriela. Si algún día, qué raro sería, pero si algún día cae por allí, recuerde la hacienda de los Peñalba en el continente, atravesando una buena parte del bosque Fang, allá tiene su casa que la lleva mi buen Francisco Gómez, mi encargado y amigo…

Sólo un día renegó de Guinea. Estábamos charlando tranquilamente con nuestro chocolate por medio y una fuerte sacudida le conmovió. Se le cambió la cara que se le puso pálida y luego empezó a tiritar. Daba diente con diente y me dijo: «Llame a Raimunda, hija mía». Ella entró y me hizo una señal como de que me fuera y me explicó luego: «Es el ataque de las fiebres esas que trajo de África. Se pone mal y mal hasta que le hacen efecto sus medicamentos, pero eso le envejece y le asusta, el ataque de la fiebre…».

La escuela estaba limpia y arreglada. Además de pintar, habíamos colocado, en las cuatro esquinas, cuatro arbolitos del monte en unos cubos. Por la mañana los sacábamos al sol. Cuando empezaba a hacer frío los encerrábamos en la escuela y yo aprovechaba para explicarles la vida del reino vegetal, de la que ellos tenían conocimientos tan directos y tan poco científicos.

Para nuestras clases de trabajos manuales llegaban con las cosas más inesperadas. Trozos de soga, clavos, cortezas de árbol blandas para tallar con sus navajas; juncos del río con los que hacer cestos. Me enseñaban y les enseñaba y el intercambio de habilidades se convertía en un juego.

Decorábamos la clase con sus dibujos, con sus maderas, con los costureros que las niñas bordaban en el lienzo tejido por sus madres.

Inicié lo que apenas me atrevía a llamar una biblioteca. Sobre un banco íbamos colocando los libros y periódicos que podíamos conseguir. Pocos, muy pocos, pero ya tenían su lugar especial en la clase. Me conmovía profundamente cuando uno de mis niños decía: ¿Puedo usar la Biblioteca? Y le veía revisar ávidamente el montoncito de papel impreso que era un tesoro y sobre todo un símbolo de otros tesoros lejanos y difíciles de alcanzar.

Alguna tarde los llevaba de excursión. Pasado el pueblo, en lo alto de la peña más cercana había una pradera y desde allí se veía la cadena de montañas que se perdían en un horizonte neblinoso. Parecía imposible salir de aquella cordillera. Desde allí, desde lo alto, se hacía más evidente nuestro aislamiento. Al otro lado, la meseta prometía caminos despejados pero nosotros vivíamos encerrados en el circo de montañas, prisioneros de la geografía y la miseria.

No me marché del pueblo por cobardía ni por cansancio.

Fue un corte brusco, una decisión repentina tomada por mi padre cuando vino a verme y me encontró agotada, convaleciente de lo que debió de ser una pulmonía, aunque nadie la hubiera diagnosticado.

Todo empezó después de las vacaciones de Navidad. Yo regresaba de casa de mis padres y había caído una gran nevada que tenía al pueblo incomunicado. Tocaron a concejo y un grupo de vecinos me fue a rescatar al pueblo grande. Las caballerías pasaban con dificultad por las hoces, así que sólo llevaron una para mí y los hombres marchaban unos detrás y otros delante del animal, protegiéndome y cuidando de que no nos despeñáramos. Nos costó horas llegar y al alcanzar el pueblo sólo se veían columnitas de humo porque las casas habían desaparecido cubiertas por la fuerte nevada. Entramos por el tejado a la casa de María y bajamos hasta el primer piso por unos escalones hechos en la nieve casi helada. Todas las casas estaban sometidas al mismo enterramiento invernal.

Al día siguiente para ir a la escuela, los niños hicieron una cadena, cogidos de la mano, y tiraban de mí como un juego en el que todos patinábamos. Me habían regalado pieles de rebeco completas para mi cuarto y tiras de otras pieles de animales pequeños para que forrara con ellas las abarcas. Genaro me esperaba mustio y callado. «¿Qué pasa?», le pregunté. Y él: «Mi padre que está malo. Fue al monte y cayó rodando y se mancó la pierna y la espalda».

María regateaba el carburo. Me metía en la cama y tiritaba de frío aunque entraba forrada de jerséis de lana gruesa, con escarpines y una piedra envuelta en trapos que había calentado a la lumbre.

Una noche que tembló el techo y las vigas de roble gimieron, creí que había llegado el fin, que nos hundiríamos sepultados en la nieve. Pero no fue así. Habían llegado las lluvias —agua de Galicia, sentenció María—; y la nieve se fue deshaciendo aunque quedaban neveros sólidos en la umbría de la montaña.

Me fui a visitar a Genaro que no venía a la escuela ocupado en cuidar al padre y atender al molino y al ganado.

Encontré al niño silencioso y remoto, como si se hubiera alejado de mí, como si estuviera viviendo una experiencia no compartida con nadie. Esta vez no me ofreció arándanos ni asiento. El padre yacía en el camastro y emitió un gruñido de agradecimiento. Me fui en seguida y Genaro se quedó en la puerta del molino. Me vio trepar torpemente pero no acudió en mi ayuda.

Al llegar a casa sentí que tenía fiebre. Yo creo que aquello venía de antes, del día de mi llegada y el recorrido de horas a caballo, y entre la nieve. María me llevó a la cama leche caliente con miel y como tosía me puso cataplasmas y ungüentos que me abrasaron la piel.

Al día siguiente vino Raimunda y me trajo coñac «de parte del amo». El coñac me hizo sentirme estimulada y fuerte y, por un momento, entre la fiebre y el alcohol me creí curada. Pero no fue así. La fiebre cada vez era más alta y pasé un tiempo, nunca sabré cuánto, medio inconsciente e incorporada a medias en la cama para no ahogarme.

El primer día que tuve fuerzas para levantarme, cuando le anunciaba a María que pronto volvería, muy abrigada, a la escuela, se abrió la puerta y apareció mi padre avisado por no sé quién.

—Ya hablé con el Alcalde —me dijo.

Y me obligó a seguirle bien abrigada, sí, pero no a la escuela, sino al pueblo mayor desde donde regresaríamos a casa.

No me despedí de Genaro ni de don Wenceslao. Sólo de María que se quedó a la puerta de su casa, mientras Lucas se colocaba a un lado y mi padre a otro del caballo que me transportaba. Por las últimas revueltas de la calleja aparecieron niños. Me miraban marchar pero ninguno dijo una palabra. Yo les decía adiós con la mano. Tan débil estaba que apenas podía sostenerme en la grupa. La maleta sujeta a mis espaldas me servía de apoyo y, también, se me clavaba en las costillas a cada paso del animal. La convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo exagerado. «Pero hay que evitar la tuberculosis, porque ya sabe usted, usted no ignora», le decía a mi padre, «que la tuberculosis es la muerte inevitable».

Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a preparar oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y la vigilancia previsora de mis padres. Volví a Oviedo cuando llegó el momento. Me examiné y lo mismo que un día apareció mi nombre en la lista de final de carrera, también ahora lo vi brillar en otra lista: Gabriela López Pardo, Maestra en propiedad. Habían pasado pocos años entre las dos listas. Pero ya había llegado el momento de elegir, con todos los derechos, mi escuela.