IX
IX
Bajamos del tren en la estación de Burdeos, haciendo cola con el resto de los viajeros. En cuanto pongo un pie en el andén, echo un vistazo alrededor y respiro aliviado al comprobar que no hay policía a la vista. Sin embargo, Yarelis, empieza a meterme prisa:
—Vamos, Touré —la miro extrañado, parece nerviosa—. Pero ¿por qué no te mueves? ¡Venga, dale pa’allá!
Me agarra de un brazo llevándome hacia la salida casi arrastras, y una vez fuera, sigue tirando de mí a buen paso hasta que giramos en la primera esquina. Continuamos unos metros más, hasta que la chica se detiene y me suelta, mirando cautelosamente a un lado y a otro. Entonces, como por arte de magia, se saca una billetera del bolsillo.
—¿Qué…? ¿Qué hostias haces? —tartamudeo sin salir de mi asombro mientras veo cómo se deshace de la cartera tirándola a una papelera después de sacar el dinero.
La joven vuelve a cogerme del brazo sin decir una palabra y seguimos caminando a buen ritmo, aunque no con la prisa de antes. A medida que nos alejamos de la estación, vamos aflojando el paso. Al final nos detenemos y ella propone que nos sentemos en un banco. Entonces suelta un suspiro y me pregunta, tan tranquila:
—Dime, Touré, ¿cuánto tú tienes aparte de la miseria que sacamos del puticlub?
—Lo que me ha dado Adama.
—Por lo tanto, en total… ¿unos doscientos euros?
—Bueno, a eso hay que restarle lo que hemos gastado en los billetes del tren.
—Entonces, ¿cuánto es que nos queda?
—No lo sé exactamente, porque no he contado todas las monedas del atraco. ¿Tú no tienes nada?
—Aún guardo los diez euros que os saqué en el club, y poco más. ¿Adónde tú crees que vamos a ir con esa pila de cuartos? —me mira a sabiendas de que no tengo respuesta—. ¡Pues menos mal que ese francés nos hizo un regalito!
En un primer momento me inquieta la naturalidad con que Yarelis ha levantado la cartera a ese tipo, aunque la realidad es que su razonamiento está cargado de lógica.
—No me esperaba lo que has hecho, por eso me he quedado a cuadros —le digo, más tranquilo—. No sabía que usabas tan bien esos dedos largos.
—Bueno, tengo un poquito de práctica.
—Pues ahora nos ha venido fenomenal esta habilidad tuya, pero, la verdad, no quisiera visitar el trullo nada más pisar Francia.
—Tranquilo, si tenemos cuidado, no podrán agarrarnos.
Las palabras de la chica resuenan en mi cabeza: “Adónde vamos”, “si tenemos cuidado”, “no podrán agarrarnos…”. Hemos hecho el viaje dormitando en el tren y aún no hemos hablado claramente sobre lo que haremos cada uno en un futuro inmediato.
—No sé qué es lo que vas a hacer tú —dice, como si me hubiera leído el pensamiento—, pero yo ya me quillé haciendo de puta y no pienso volver a esa vaina.
—Me parece muy bien —le respondo—. A mí tampoco me apetece seguir haciendo de perro pastor. Aún así, no sé…
—Loco, mira esto —me interrumpe con decisión—: Acá yo solo soy una fulana sudaca y tú un negro ilegal, no hay nadie en todo el país dispuesto a darnos un trabajo decente. Así que, de momento, vamos a tener que buscarnos otro modo de ganar dinero, dinero fácil, a ser posible, ¿me copiaste?
El discurso de Yarelis es tan crudo como claro, y me hace pensar que, en realidad, no tengo ningún plan alternativo. Desde que estoy en este que llaman “Primer Mundo”, solo he podido buscarme la vida en oficios de lo más extraño y variopinto: falso adivino, detective de pacotilla, gigoló, figurante de ópera, toro de fuego, cabezudo de fiestas… Y ninguno de estos trabajos me ha dado nunca lo suficiente para poder vivir dignamente. Como tampoco ninguno de los encargos que más tarde me he visto obligado a realizar: confidente de la policía, chivato, matón, sicario… Actividades que debía llevar a cargo simplemente para seguir vivo y en libertad. Y ahora, recién llegado a otro país, ¿qué tendría que hacer para comenzar una nueva vida? ¿Deambular por los barrios pobres hasta toparme con algún compatriota a quien mendigar un poco de compasión, un rincón en su casa de mierda hasta que encuentre algo? Tal vez haya llegado el momento de apartar las miserias y apuntar más alto, como sugiere Yarelis.
—Yo tengo algunas ideas —dice ella—. Si quieres, te cuento…
En ese momento pasa frente a nosotros un par de mujeres con pintas de ricachonas. No nos miran. En realidad nadie nos mira, ni siquiera nos ven, a pesar de que, en teoría, resultamos una pareja bastante llamativa.
—Entonces, ¿me estás diciendo que, de momento, quieres seguir junto a este desdichado africano? —pregunto a Yarelis en cuanto se alejan las señoras.
—Sí, si a ti te parece bien. Podemos probar, y según lo veamos, tomamos una decisión. ¿Qué es lo que tú piensas?
Hace solo un par de días ni se me hubiera pasado por la cabeza algo así. Cuando decidí largarme de Orbe me imaginaba solo en Francia, o quizás con Adama, o con Idoia… Pero las cosas no salen siempre como esperamos; en mi caso, casi nunca. Y, bien pensado, ¿por qué no probar con Yarelis? Me gustan su forma de ser, su espontaneidad, su inteligencia y… su cuerpo. No puedo evitar una sonrisa al responder:
—De acuerdo, probemos.
Llevamos ya unas semanas en Francia y Yarelis y yo seguimos juntos, socios en periodo de prueba, como quien dice. Comenzamos a experimentar nuestro nuevo oficio en Burdeos, pero al final decidimos seguir camino y continuamos viajando en ferrocarril, aprovechando varias escalas en el trayecto hacia París para hacer algún que otro trabajito. Y debo confesar que desde que llegamos a la capital me siento como nunca. Aquí no vivo en un ghetto, como en el San Francisco de Bilbao, ni en una cárcel sin paredes, como en Orbe. Nos hemos instalado en Château Rouge un barrio del distrito 18, donde me siento casi como en casa. En este lugar no llama la atención el tono oscuro de mi piel, al contrario, son los blancos los que parecen fuera de lugar. Hay un montón de comercios, e incluso un mercado, africanos, y las calles están llenas de colorido, no es extraño ver a las mujeres vestidas al modo tradicional, muchas con su bebé sujeto a la espalda con una tela. Miles de personas originarias de mi continente viven en este barrio y en áreas circundantes. Según dicen, hay más de un millón de negros en París.
En cuanto a nuestra forma de vida, por motivos de trabajo, hemos terminado aficionándonos a conciertos y todo tipo de eventos multitudinarios. Birlar carteras es nuestra especialidad. Yarelis me ha enseñado los secretos del oficio, la condenada es muy buena en lo que hace y creo que completamos el tándem perfecto. Algunas noches, cambiamos de táctica: elegimos una discoteca de moda y ella se deja ver a la entrada, desplegando todo su arsenal de encantos hasta que aparece algún pijo que traga el anzuelo, lo cual, tarde o temprano, siempre sucede. Para cuando el incauto quiere darse cuenta, el bomboncito ya le ha vaciado los bolsillos. Y ¿cuál es mi función? Normalmente todo va según lo planeado, pero si alguna vez se tuerce algo, para eso estoy yo, para dar un par de hostias al que se ponga tonto.
Jamás he tenido tanto dinero entre las manos. Nos sobra para pagar un piso de alquiler y tener bien llena la nevera. La verdad es que casi no nos privamos de nada. El signo más evidente de nuestro recién alcanzado estatus es la pedazo de Honda que ahora mismo tengo debajo del culo. Nunca me hubiera imaginado de esta guisa, enfundado en esta ropa de motero tan cara, con botas, guantes y todo, viendo el mundo desde el interior de un casco reluciente mientras aguardo en un céntrico cruce de París, expectante, inquieto, deseando ver en qué queda esta nueva experiencia a la que me enfrento.
Son muchos cambios, muchas emociones que aún no he compartido con nadie. Mientras espero, me acuerdo de un viejo amigo, y me digo: “¿Por qué no?”. Solo tengo que dar la orden a través del micrófono del manos libres: “Llamar a Adama”.
Hace días que vuelvo a tener operativo el móvil, desde mi llegada a Francia he ido recuperando la confianza, aquí me siento más seguro, y ya veía más inconvenientes que ventajas al hecho de permanecer desconectado.
El teléfono empieza a dar señal y siento un cosquilleo en el estómago. Mi último contacto con el senegalés fueron un par de breves mensajes por medio del teléfono de Yarelis, al poco de separarnos, donde confirmábamos que a todos nos iba bien, de momento.
—¡Touré, cuánto tiempo! —exclama mi colega—. ¿Qué tal?
—Bien, ¿y tú?
—No puedo quejarme, ¿dónde estás?
—Mejor que no te lo diga.
—¿Cuántos minutos? —oigo cómo se ríe—, o mejor, ¿cuántos segundos tenemos para hablar antes de que te localicen y envíen un comando en tu búsqueda?
—Anda, deja de cachondearte. ¿En serio estás bien? Bueno, si ahora estamos hablando por teléfono, quiere decir que, al menos, no estás en chirona.
—Pues no, sigo aquí, en la gasolinera.
—¿Sin más? ¿No has tenido ningún problema con eso que llaman justicia?
—En absoluto.
—Pero la policía habrá estado investigando las muertes de Orbe, ¿no?
—Claro que sí, pero eso no me ha supuesto ningún problema. Los maderos no encontraron apenas colaboración por parte del pueblo. Por un lado, porque los difuntos no caían bien a nadie; para que te hagas una idea, pasaron muchas horas hasta que alguien dio noticia de la aparición de los cuerpos. Y, por otro lado, porque aquí la pasma no es bienvenida. En Orbe siempre habrá broncas y desacuerdos entre los vecinos, pero todos coinciden en querer a la policía lo más lejos posible porque todos tienen trapos sucios que ocultar. En resumidas cuentas: la poli estuvo preguntando por acá y por allá, pero no pudieron encontrar nada, ninguna pista que incriminara a nadie.
—Increíble.
—Bah, no será este el primer caso en el que impera la ley del silencio. No es raro en pueblos tan pequeños y cerrados como Orbe. Imagino que la investigación sigue abierta, pero tiene pinta de no llegar a ninguna parte.
—¿Pero de verdad nadie ha intentado ni siquiera culpar a aquel africano que desapareció sin avisar?
—¡Qué va! Probablemente haya alguien que sospeche, pero yo creo que en el fondo se sienten aliviados por haberse librado de esos elementos y están hasta agradecidos.
Levanto la vista y compruebo que todo sigue con normalidad alrededor. No hay ni rastro de la policía, vamos bien.
—¿La rubia del puticlub tampoco se ha chivado? —pregunto.
—No ha dicho nada, ni del atraco ni de la desaparición de su compañera de trabajo.
—Mejor así.
—La verdad es que yo colaboré un poco en su decisión. Fui a hablar con ella en cuanto regresé, quería tantear qué intenciones tenía.
—¿Y?
—Sabía de sobra quién era Bugs Bunny, claro. La tía no es tonta y, además, se olía el resto, la implicación del colega del conejo y, tal vez, la de la chica desaparecida. Pero le dije que Bugs Bunny, al margen de su aspecto inocente, es un personaje muy peligroso que podría volver al club a tirar unos dardos cualquier día. Al fin y al cabo, ¿qué le suponían a ella un puñado de euros y una compañera menos en el club? Parece que enseguida captó el mensaje, y, además, y esto es lo verdaderamente decisivo, me dio la impresión de que en ese antro se mueven negocios más turbios que el de la prostitución. Ellos son los más interesados en no remover nada, no quieren levantar la liebre y terminar siendo ellos los investigados.
—No vas desencaminado, ¿sabes? La rubia tenía varios motivos de peso para cerrar el pico.
—¿Qué motivos?
—Por ejemplo, los encargos que les hacían el alguacil y el curita. Parece ser que, de vez en cuando, traían chicas muy jóvenes para ellos, demasiado jóvenes, ya me entiendes. Las dos eminencias de Orbe se lo montaban con niñas y redondeaban la fiesta con unas rayas de polvo blanco, también servicio de la casa. Normal que ahora no quieran verse involucrados ni de lejos. No les conviene que nadie meta las narices en sus asuntos.
—Joder, ¿cómo te has enterado de todo eso?
—Me lo ha contado Yarelis.
—¡Yarelis! ¿Qué sabes de ella?
—Sé mucho.
—¡No estará contigo todavía!
—Has acertado.
—¡Ostras!, ¡pues genial! —me sorprende que Adama se alegre tanto de repente, pero enseguida entiendo el por qué—. Yo también tengo algo que contarte sobre una chica de aquí, sobre Idoia.
Al oír ese nombre me acongojo un poco, quizás sea culpabilidad lo que siento.
—¿Está bien? —pregunto.
—Perfectamente, quería decirte que nos hemos hecho muy amigos —empieza a carraspear—. Yo no era el primer africano de su lista, ya lo sabes, pero como el otro tipo se esfumó…
—Tranquilo, Adama, me alegro mucho —no puedo evitar una sonrisa.
—Nosotros también nos alegraríamos de verte otra vez. Tal y como está todo, puedes volver tranquilamente cuando quieras.
—Muchas gracias, pero, de momento, no entra en mis planes.
Vuelvo a levantar la mirada, ahora vigilo a través del retrovisor: todo sigue tranquilo cincuenta metros a mi espalda, pero tanta tranquilidad casi me inquieta, ¿no se está alargando demasiado?
—¿Qué planes tienes con Yarelis? —me pregunta el senegalés.
—Bueno, nuestra relación es sobre todo profesional.
—¿Cómo? No te habrás convertido en su…
—¡Qué va! —no le dejo terminar la frase—. Hemos decidido olvidarnos de nuestro pasado y darnos una oportunidad haciendo algo diferente. Y he de decirte que formamos un buen equipo.
—¿Equipo?, ¿equipo de qué?
¡Por fin! Yarelis sale ahora de la joyería. Lleva la mochila a la espalda, parece nerviosa y viene casi corriendo, sin dejar de mirar hacia atrás.
—Perdona, Adama, tengo que dejarte, seguiremos en contacto —corto la llamada sin darle tiempo a protestar.
Aprieto el embrague y meto la marcha. El dueño de la tienda sale a la calle haciendo aspavientos. Hago rugir la máquina, el tipo empieza a gritar histérico apuntando con un dedo a la ladrona. Yarelis termina esprintando hasta la moto. Apenas pone el culo en el asiento de atrás, le paso el casco y doy gas para salir disparado.
—¿Todo bien? —le pregunto.
—Mejor imposible.