¿CÓMO HACEN EL AMOR LOS PATOS?
En Madrid conocí a Johnny P.
Johnny P. era un prófugo y yo un vagabundo.
Dos cubanos que huían del pasado, la mala suerte, la bella y solitaria noche europea.
No es importante saber nuestros verdaderos nombres. Ni él se llamaba Johnny P. ni yo, JAAD. Nuestra historia es lo único que cuenta. Nuestra historia es todo cuanto quiero relatar.
Cuatro días sin bañarme, cuarenta y ocho horas sin comer y mi fortuna no alcanzaba ni para un café. Andaba por España como invitado a un Congreso de Escritores. Pero me largué a las pocas horas de aquellas reuniones. Todo me parecía falso y ampuloso. Comidilla de oportunistas y pendejos. Y sin más me vi de pronto acostumbrándome a vivir en el Metro. Bajo tierra la soledad parece tener fin. Me apeé en La Puerta del Sol. Salí a la calle. Cuando vi la luna llena recordé que el universo es infinito.
Johnny P. huía de la policía y de un matón a quien llamaban el Italiano. «Me voy cuando yo quiera. Ni el Italiano va a sacarme de Madrid ni la policía me va a pillar. Yo me siento libre. Soy libre». Gesticulaba como un loco y no tenía miedo.
Johnny P. era respetado entre árabes, africanos y polacos. Tanto en Callao, Simancas o San Blas, los inmigrantes lo consideraban un tipo peligroso. Me gustaba decirle chico malo y él se reía. Yo deambulaba por los rincones de Madrid. Parecía un topo. A veces, una rata. Tenía que salvar mi pellejo hasta que decidiera si me iba a quedar o regresaría a Cuba. Mi amistad con él fue pura conveniencia.
En otras ocasiones habíamos compartido unos tragos, una noche de juerga, o el techo durante algún tiempo. Coincidimos en la iglesia de la calle Martínez Campos, en el albergue de San Juan de Dios, en Avenida de América, la mejor estación del Metro para dormir, en el comedor de Palos de la Frontera y en Moncloa, donde me invitó a una fiesta Punks y en medio de la borrachera me pidió que le escribiera una carta as u madre. «Tienes que hacerme ése favor, JAAD. Ustedes los escritores escriben cosas lindas.»
Después de dos semanas sin vernos nos encontrábamos aquella noche. Me invitó a una cerveza. Entramos en el primer bar que vimos.
—¿Qué piensas hacer, JAAD?
—Lo mismo de siempre. Buscar trabajo.
—¡Oye, JAAD! ¿Cuándo te vas a guiar por mí? En este país no vale la pena trabajar. Ni en Cuba ni aquí ni en ninguna otra parte.
Buscó en los bolsillos. Tiró dinero sobre la mesa.
—Mira lo que conseguí. Sin currar mucho y mira lo que tengo. Puedes tener la seguridad que cuando te guíes por mí te vas a convertir en un verdadero hombre.
Bebí whisky. Necesitaba algo caliente. Nos acomodamos para ver la televisión. Comenzaba La Rueda de la Fortuna.
—Me gusta ése programa. Es divertido ¿verdad, JAAD?
—Claro, la suerte siempre es un asunto divertido.
El conductor de La Rueda de la Fortuna también tenia sobrenombre excéntrico. Se llamaba Goyo, anunciaba el premio gordo y se reía. Parecía un hombre feliz.
—Mira esa sonrisa, Johnny P. La envidio. El programa se repite día por día y la risa de Goyo no parece fingida.
—JAAD, eres un tío raro. ¿Por qué te rompes la cabeza pensando tanto?
Brindamos. Él era pequeño y fornido. Casi pelado al rape. Sus ojos y sus manos imponían respeto. Comentó que Goyo se parecía al Italiano. Yo no lo conocía pero había escuchado hablar de él. Otro tipo duro. Dos muertos en su cuenta, guardaespaldas, cocaína y un negocio redondo: tráfico de inmigrantes. Le pregunté qué pasaba con el Italiano. «Una puta. Todo por una puta. Le caí a golpes y le corté la cara. Las mujeres no debían existir. Solamente la madre de uno. Todas son unas putas». Se quedó mirándome.
—Me prometiste que me ibas a escribir una carta. ¿Se te olvidó, JAAD?
—Claro que no.
—Procura que no se te olvide. Mi madre me enseñó que las promesas hay que cumplirlas. ¿Me estás escuchando, JAAD?
—Sí, te escucho.
—Miguel y yo nunca juramos por gusto ni prometíamos nada sino podíamos cumplirlo. La moral de un hombre empieza por ahí, no lo olvides.
—¿Quién es Miguel?
No contestó. Volví a preguntar. «No importa. No te importa». Y se quedó mirando hacia la calle. «Cuando me escribas la carta le dices a mi madre que Miguel y yo estamos bien ¿me estás escuchando, JAAD? Todo está bien, muy bien. Miguel y yo. Todo a pedir de boca». No pregunté nada más. Bebimos en silencio. Pensé que La Rueda de la Fortuna podía ser un buen título para una novela.
Salimos del bar.
Johnny P. no resistía estar mucho tiempo en un sitio. Me invitó a un Burguer King. Habló de Pamela. «La mejor puta de todo Madrid. La diversión sale gratis. Española, linda y con un culo grandísimo». Le había salvado la vida y ella debía agradecerlo en todo momento. Por su forma de hablar comprendí que la vagina de Pamela se había convertido en una tarjeta de créditos. Trabajaba con Ana. «Una dominicana muy loca que hace de todo en la cama. Vamos a pasarla en grande». Después me advirtió que Ana era de las putas de Sadam, el árabe que controlaba la venta ilegal en el Metro por las zonas de Sol, Callao, Gran Vía y Chueca. «Nada de golpes ¿me estás escuchando, JAAD? Gózala pero no la suenes. Pamela no tiene chulo pero Ana es otra historia. Ana es como las putas del Italiano».
—No te preocupes. No me gusta darle a las mujeres.
—Eres un niño, JAAD. Las putas dicen que no y lloran pero les encantan los golpes. ¿Cuándo te vas a guiar por mí?
Entramos en otro bar en la calle Arenal. «Las putas terminan de trabajar a medianoche. Otra cerveza. Whisky. Hay que matar el tiempo. Hay que matar al Italiano si sigue jodiendo. Ese hijo de puta no me puede sacar de Madrid ¿entiendes JAAD?»
Nos sentamos a beber. La suerte de un vagabundo no cambia con una borrachera pero al menos se olvida la vieja frase de Madrid al cielo.
Pensé en Pamela y Ana. Desde hacía dos meses no tocaba a una mujer. Para los vagabundos las mujeres son un sueño dentro de un sueño. Para las mujeres, los vagabundos son hombres castrados. Di un sorbo largo y encendí otro Camel.
—Necesito algo bien fuerte, Johnny P.
—Pues lo vas a tener, joder. Yo también necesito divertirme. Tengo que gozar con una puta para estar relajado. Mañana hay una operación con Sadam ¿entiendes? Hay que estar ready.
Operación con Sadam significaba dinero rápido, contante y sonante. Prendas de vestir, relojes, paraguas y todo lo que el árabe negociaba clandestinamente en su perímetro. El Gallego era el ayudante de Johnny P. en estas operaciones. La carga había que llevarla para el piso de Sadam. Los vendedores, la mayoría africanos, pasaban luego a recogerla.
—¿Y el Gallego? ¿Dónde está tu socio?
—Hace una semana que no lo veo.
Miró su reloj. Era un reloj de oro.
—Buen artefacto.
—Se lo quité a un pijo en la estación de Cuatro Caminos. El tío casi se muere cuando vio la pistola.
Dijo pistola y se tocó la cintura por encima del jersey. «Buena puntería es todo lo que necesita un hombre. Un solo tiro a la cabeza. No hay que malgastar balas ni palabras». Johnny P. tenía que cuidarse las espaldas. «Hay hombres que no dan la cara. Una pistola para matar a los cobardes».
La Rueda de la Fortuna había terminado y nosotros seguíamos rodando con la noche. Me habló de sus preferencias por las putas. Una sevillana se enamoró de él, pero Johnny P. no creía en el amor y mucho menos en el matrimonio. «Las mujeres sirven para una sola cosa y para eso están las putas». Prefería ir a La Montera y chantajear a las indocumentadas. «Las amenazas con la policía y te la maman un poco. Se te montan encima y liquidas el asunto en diez minutos». Vestían mal, eran feas y estaban enfermas pero con suerte podía uno encontrarse alguna princesita extraviada. Esas fueron sus palabras. Yo pensé: princesitas extraviadas en un castillo de hierro que ellas construyen en las nubes.
—Pamela trabajó en La Montera-continuó —. Pero ya tiene su piso. Ahora recibe a los clientes que la llaman por teléfono. Se anuncia hasta en los diarios.
Hablando con él aprendí que el camino de un tipo duro comienza con las putas. Un tipo duro tiene que saber disfrutar sin pagar un centavo. Después, el hurto, el atraco, el robo con fuerza, la marihuana, el haschich, el tráfico de inmigrantes y la pornografía. La consagración, llegaba con la droga fuerte. Un camino largo donde sobrevive el más inteligente. Golpes, navajazos o a tiro limpio. «Un tipo inteligente es un tipo que mata, su labia es la sangre».
Pidió otra cerveza. Yo prefería whisky.
Me contó su historia de balsero. Tres días y tres noches en altamar. El sol y la sed y muchos tiburones. «Dame la mano, Johnny P.» y muchos tiburones. «No me dejes solo, Johnny P.» y muchos tiburones. «Me ahogo, coño, me ahogo» y muchos tiburones. No dejó de beber mientras me contó la odisea. Cambió la expresión de su rostro, su gestos, su voz. Unico sobreviviente de un grupo de seis. Un portaaviones yanqui lo recogió. Diez días a bordo esperando que la embarcacióin se llenara con otros balseros para ir a la base militar de Guantánamo. Vio muchos muertos. «Como nunca en mi vida. Veinte, cincuenta, cien. No sé. Muchos, muchos muertos». El mar no era azul. El mar se tiñó de rojo. Johnny P. quería olvidar la sangre, los cuerpos mutilados, y sobretodo la última expresión de Miguel.
—¿Quién es Miguel?
Siguió hablando. Una cerveza tras otra y miraba su sombra en el suelo, en la pared, en el techo del bar. Tres meses en Guantánamo. Treinta mil cubanos en casas de campaña. El traslado a Panamá. Los mosquitos y el fango. Una aventura de un año para entrar en los Estados Unidos y la mala suerte de terminar en España.
—¿Tú nunca trataste de salir de Cuba en una balsa?
—Siempre tuve miedo.
—Yo también, JAAD. Pero hay una sola forma de no tener miedo. ¿Sabes cómo se quita?
Dije que no.
—El día que veas delante de ti a la muerte.
Pensé en la pistola de Johnny P.
Pensé en mi muerte.
Pensé en su muerte.
—¿Quién era Miguel?
—Los hombres no estamos hechos de carne y hueso. Eso es mentira. Los hombres estamos hechos de miedo.
—¿Quién era Miguel?
—¿Por qué no te callas, JAAD? ¿Tiene importancia saber quien fue Miguel? El pasado está muerto.
—Eres tú quien habla del pasado. Tal vez tú vivas todavía en ese pasado.
Nos miramos fijamente. El me respetaba por mi discreción y porque nunca andaba quejándome. Soporté el hambre, el frío y la falta de dinero sin rebajarme. Vio mis peleas con el polaco y el angolano en un albergue de Simancas. Terminé hecho polvo, sin un diente y con la cabeza partida, pero sin dar un paso atrás ni salir corriendo. Johnny P. no me consideraba un pendejo. Sin embargo, no debía olvidar que él no lo pensaba dos veces para rajarle el cráneo a cualquiera. Lo hizo en el barrio chino a un marroquí. Le partió dos costillas a un catalán en Sevilla. Le cortó la cara a otro cubano en Valencia. Yo tenía que ser cauteloso. Johnny P. no era un parlanchín.
—No vivo en el pasado, JAAD. Yo visito el pasado. Es diferente ¿entiendes? Visito el pasado como si visitara un cementerio.
Hizo una pausa. Me miró con ojos de animal indomable y agregó:
—Puedo oler el miedo. Soy como los perros. Puedo saber cuando tú o cualquiera tienen miedo.
Era preferible que me mantuviera en silencio.
—Oler el miedo es peor que la mierda, JAAD.
Se levantó y pidió la cuenta. Necesitaba entrar en acción.
—Lucha contra tu miedo y ríete. La risa es el mejor purgante contra el miedo y el dolor.
Salimos a la calle.
Nos esperaba la noche madrileña preñada de luces artificiales y oscuridad real.
Llegamos a casa de Pamela.
—¿Por qué no llamásteis antes de venir? —dijo ella de malhumor.
Entramos.
La dominicana estaba semidesnuda y acostada en el sofá. Tendría veinte años.
—Esperamos un cliente —dijo.
—No importa —dijo Johnny P.—. Tú te ocupas del tío que va a venir y Pamela me atiende a mí.
—No puedo —dijo Pamela.
—¿Cómo qué no puedes?
—No puedo. El tío quiere un completo con las dos. Un dúplex. De veras Johnny P. tenéis que irte.
—¿Que yo tengo que irme?
Johnny P. se acercó a la dominicana.
Sacó la pistola y la dejó sobre la mesa.
—Llevar un arma es como llevar una cruz —sentenció y se tumbó en el sofá.
Pamela se sentó a su lado.
—Okey. Puedo esperar. Cuando ustedes acaben con el tío empezamos nosotros cuatro. JAAD necesita limpiar su instrumento pero también puede esperar.
—Yo sí que me voy cuando termine con el cliente —dijo Ana.
—Tú también te quedas.
Ana se levantó y fue hasta la cocina.
—Déjala, Johnny P. Yo me quedo contigo y con tu amigo. Ana está cansada y la semana le ha ido fatal.
—¿Y a mi qué carajo me importa? Las putas no se pueden cansar. Pregúntale a JAAD. Las putas sólo se cansan en las novelas.
Pamela explicó que Ana tenía una deuda con Sadam y en los últimos días sólo había conseguido diez mil pelas. Cuando el árabe regresara de Barcelona había que liquidarle la pasta.
—¿Sadam está en Barcelona? —interrumpió Johnny P.
—Sí, anda con un portugués en un negocio.
—¿Con un portugués? ¿Qué tipo de negocio?
—No sé. No sé nada. ¿Cómo quieres que lo sepa?
Johnny P. me miró contrariado. Dijo que algo no marchaba bien.
—¿Cuándo regresa Sadam?
Pamela llamó a Ana.
La muchacha regresó con una cerveza y se sentó en silencio.
Miró la pistola.
Se demoró en responder.
—Dentro de dos semanas.
—¿Qué coño pasa, JAAD?
Me recordó que él y Sadam tenían que verse al día siguiente para transportar la mercancía. Caminó de un lado a otro de la habitación. Necesitaba pensar.
—Mañana es la operación. Sadam no puede estar fuera de Madrid. ¿Cómo coño ese árabe de mierda va a estar en Barcelona?
Miró su pistola.
—¿Tú no me estás engañando?
Ana dijo que no.
—JAAD, me quieren joder. Estas putas me quieren joder.
Cogió el arma.
—Deja eso —dije—. No hay por qué alarmarse. No ha pasado nada. Simplemente que Sadam no está en Madrid.
—¿Qué sabes tú de putas, JAAD? Tú tienes poca experiencia de la vida.
Ana cruzó las piernas y siguió fumando y bebiendo como si nada ocurriera.
Pamela se levantó.
—¡SIÉNTATE!
Se sentó. Él puso otra vez el arma sobre la mesa.
—¿Estas putas estarán diciendo la verdad, JAAD?
—Claro —dijo Pamela—. No tengo por qué engañarte. Créeme. Sadam no está en Madrid.
—¿Tengo que confiar en ti, puta de mierda?
—Yo no sé lo que pasa, Johnny P. Sólo te puedo asegurar que no te estoy engañando.
Johnny P. me aclaró que tenía motivos para preocuparse. En mi vida, una confusión semejante podía ser algo sin importancia pero en la suya no lo sería jamás.
Ana y yo miramos el revólver.
Él podía oler el miedo. Yo, el peligro.
Calculé la distancia. Ana estaba más cerca de la mesa. Todas las putas saben huir pero muy pocas saben matar. Me aproximé al arma.
Pamela repitió que debíamos irnos.
—¿Por qué quieres que me vaya? ¿Quién me quiere joder? Dime Pamela. ¿Quién me quiere joder?
—Nadie —contestó Ana.
En ése momento sonó el portero electrónico.
—Llegó el cliente —dijo Pamela.
Johnny P. cogió otra vez la pistola. Ana se levantó y fue hasta el vestíbulo para contestar la llamada.
—Sadam me quiere joder, JAAD. ¿No es verdad, Pamela?
—No sé, de veras que no sé.
—No puedo confiar en nadie, JAAD. Eso es lo peor. Sadam no tiene por qué pasarme la cuenta pero no puedo descuidarme.
—Vamos a su casa.
—No. Esto es una trampa del Italiano.
Ana regresó.
—El tío va a subir.
Johnny P. sonrió.
—Hay tiempo para todo —dijo—. En la vida hay tiempo para todo.
Le recordó a Pamela que quería divertirse. Cuando el cliente se marchara ella tenía que atenderlo.
—Vamos a divertirnos los cuatro.
—Ya dije que me voy —repitió la dominicana.
—Tú haces lo que yo diga. ¿Está claro? Yo soy Johnny P. y tú eres una puta.
Ana le dio la espalda y fue hasta la puerta. El se quedó de pie en un rincón de la sala. Me ordenó silencio. Tenía que cerciorarse de que el tipo realmente fuera un cliente.
Ana abrió la puerta.
Alguien entró.
La dominicana lo llevó hasta la habitación.
Johnny P. sacó la cabeza para mirar.
—No hay problemas, JAAD.
Se sentó en el sofá. Cruzó los brazos y pidió algo de beber.
—Apaga la luz-le dijo a Pamela —. No te preocupes por nosotros. No te vamos a arruinar el negocio.
Parecía más relajado. Me miró y sonrió. Pamela nos trajo una botella de whisky barato.
—Johnny P. no confiéis en nadie.
—¿Quién me quiere joder? ¿El Italiano? ¿Sadam? ¿El Gallego? Dime ¿quién me quiere joder?
—No sé. De veras que no sé. Pero no confiéis en nadie.
Pamela me miró. Apagó la luz y se fue a la habitación donde estaba Ana con el cliente.
—JAAD, ¿puedo confiar en ti?
—¿Qué te dice tu instinto, Johnny P.?
—Que eres un chico bueno.
Se empinó la botella. Dijo que ya no iríamos a la operación. Sí, era una trampa. Alguien quería joderlo.
—Voy a ser un tipo grande. Tengo un sexto sentido muy desarrollado. Me quieren joder y me di cuenta enseguida.
—No sé, Johnny P. Vivimos en mundos diferentes. No entiendo. ¿Por qué estás ahora tan relajado? ¿No estarás bajando la guardia?
—Claro que no. Yo sé lo que estoy haciendo. ¿Tú has leído el Eclesiastés?
—Estoy preocupado, Johnny P. Pensé que el cliente que estaba subiendo...
—Nada de eso, JAAD. Todavía tienes que aprender. El Italiano no va venir aquí a pasarme la cuenta.
La puerta de la habitación estaba cerrada pero escuché los susurros y el bisbiseo baboso del cliente.
—Si Miguel estuviera aquí todo sería distinto.
—¿Por qué?
—Nunca me hizo una mala jugada. Podía confiar en él.
No me gustaba hablar sin verle la cara. Su voz parecía de ultratumba.
—Recuerdo su última expresión. Nunca podré olvidarlo. He visto morir a otros hombres pero olvidé sus caras. Sabes, no hay nada especial en la expresión de un hombre cuando va a morirse. No confundas el dolor con la cobardía. ¿Me estás escuchando, JAAD? Pero la cara de Miguel no puedo olvidarla. Creo que estaba llorando.
Sentí cómo se movía en su asiento. Hablaba despacio.
—Tú eres el único que sabe la verdad. A nadie le he contado lo que pasó. Le hablo a la gente de Miguel como si de pronto pudiera entrar por esa puerta.
—Tienes que olvidarlo.
—Olvidar es más difícil que matar.
No dije nada más. Cuando un tipo duro se confiesa te compromete no sólo con el pasado sino con su futuro. Es preferible, entonces, estar como ausente.
—¿Tú crees en Dios, JAAD?
Tenía la botella y el revólver. Pensé que estaba bebiendo demasiado.
—¿En quién puedo confiar? ¿Tú sabes lo que eso significa?
Le pedí la botella.
Podíamos escuchar lo que pasaba en el cuarto. Las mujeres fingían. El cliente gozaba.
También escuché cuando Johnny P. colocó la pistola sobre la mesa.
—Si quieres la guardo yo.
—¿Qué cosa?
—La pistola.
—¿Tú eres adivino o puedes ver en la oscuridad, JAAD?
Me reí.
—El instinto.
—Mentira. Eres un chico bueno para tener un instinto tan bien entrenado. Lo que pasa es que tienes miedo.
—No tengo miedo.
—Sí tienes miedo. Tengo buen olfato. ¿No es verdad que tienes miedo?
Dijo que me podía ir cuando yo lo quisiera. «El miedo no te deja pensar», se burló. Me estaba probando. Tenía que resistir. Abandonarlo era pasar —me del lado de sus enemigos. El miedo es la peor traición.
—¿Sabes cuál es el mejor purgante contra el miedo y el dolor, JAAD?
—Ya me lo dijiste.
—Entonces, ríete. Ríete siempre.
Me sonreí para que me oyera.
—¿Tú puedes ver en la oscuridad, JAAD?
—Nadie puede hacerlo.
—Yo sí puedo. ¿Quién te dijo que no se puede? Durante tres años pude verlo todo en la oscuridad. Cualquier movimiento de los otros. Debe ser éso que tú dices, el instinto. Pero tú no lo tienes, JAAD, no te engañes.
—¿Por qué me subestimas, Johnny P.?
—Tú nunca has estado en cana. En la prisión se descubre y se entrena el instinto. Es la gran universidad, chico bueno.
Pamela y Ana comenzaron a gritar. Escuchamos las palabrotas del cliente. Me mantuve en silencio. Johnny P. continuó hablando.
—En el tanque se aprende la verdad de la vida. Todos los escritores deberían pasar por la cárcel antes de escribir sus novelas. Todo se aprende ahí dentro, JAAD. ¿Estás escuchando a las putas?
Sí, escuchaba. Jugaban a ser felices.
—Puedo saber cuándo grita Pamela. Conozco sus gritos. Eso lo aprendes en la cárcel. Aprendes a ver en la oscuridad. Llega un momento en que sabes quién grita, a quién le cogen el culo a la fuerza o quien lo da por miedo, por comida, por tener un marido que lo cuide. ¿Sabes en que se parece una cárcel a una iglesia? Claro que no, JAAD, claro que no lo sabes. Son los lugares donde más la gente reza y le pide a Dios.
Un rato después todo había terminado. Ana acompañó al tipo hasta la salida y regresó a la sala. Encendió la luz y se desplomo en el sofá.
—Me da lástima con Pamela. Pobre Pamela. El tío era un animal.
Johnny P. se levantó y fue a verla. Le pregunté a Ana qué había sucedido.
—El tío tenía una polla grandísima y pagó doble por hacerle un griego a Pamela.
Un griego. La primera vez que oí esa frase me dio risa. Un griego. Dar por culo. En la cuna de la civilización daban por culo.
Ana fue hasta el espejo. Vi en su rostro el cansancio de tantos días, el cansancio de tantos años. Me acordé del premio gordo de La Rueda de la Fortuna. Me acordé de Goyo. Me acordé que el Italiano se parecía a Goyo.
—¡QUE ME DUELE!
—¡HAZ LO QUE TE DIGO, CACHO DE PUTA!
—¡NO QUIERO. QUE ME DUELE. DÉJAME SOLA!
—¡HAZ LO QUE TE DIGO, CACHO DE PUTA!
—¡QUE ME DUELE MUCHO, JOHNNY P. DÉJAME SOLA, POR FAVOR!
Ana y yo fuimos hasta la habitación.
—¡POR FAVOR, JOHNNY P. ME DUELE. POR FAVOR, DÉJAME SOLA!
Pamela se resistía bocarriba. El quería metérsela por detrás. Ella decía que no. El pegaba más fuerte. Ana me dijo que hiciera algo. Me senté a beber.
—No es la primera vez que esto ocurre —dijo Ana.
—¿Y después, qué hace tu amiga?
—Pamela no es mi amiga. Trabajamos juntas. Nada más que eso.
—¿Pero, dime y qué coño hace ella?
—¡¿Y qué coño harías tú, cubanito?!
Terminé con el whisky. Puse la botella vacía en la mesa. Miré la pistola. Una botella vacía y una pistola. Pensé en otro título para mi novela.
—El fin de Johnny P. está cerca —dijo ella.
—¿Quién lo va a matar? ¿Tú?
—¿Yo? Te equivocaste, cubanito. Ana vino a este país a levantar cabeza no para matar a tu amigo gilipollas.
—Johnny P. no es mi amigo.
Pamela comprendió que había que terminar de algún modo. Empinó la cadera. Johnny P. abrió las piernas de la muchacha. Se colocó frente a su trasero. Hurgó en el ano. Metió un dedo. Dos. Johnny P. hacía aquello para activar su miembro. Ella estaba abierta en todo su esplendor y sangraba. El ordenó que se limpiara. Su pene parecía de juguete y no quería colaborar. Los golpes no cesaron. Ella mordió las sábanas. Él limpiaba la sangre. Quería penetrarla y hacerla gozar pero no podía. Y la golpeaba y limpiaba la sangre y cogió un vibrador y se lo colocó alrededor de la cintura y por fin la perforó. Lo metió todo.
—Mira cómo tengo la polla ¿La sientes? Es mi polla grande y caliente. Te gusta ¿verdad? Dímelo. ¿Soy o no soy el mejor de todos?
Me dio miedo la cara de Johnny P. Se había transfigurado. Parecía una bestia. Se movía y golpeaba con rabia las nalgas de Pamela.
—Te gusta suplicar y que te cojan el culo a la fuerza. Te gustaba saber que yo te protejo y te cuido. Dime, ¿no es verdad, puta de mierda?
Se levantó y dejó el vibrador dentro de ella. Clavado hasta el fondo. Diez pulgadas de látex. La tiró contra el suelo. Una pelota de carne y hueso dando volteretas por el cuarto. Con las sábanas le ató las manos y limpió la sangre. Ella estaba arrodillada. Cerró los ojos y Johnny P. orinó en su boca. Limpió la sangre y dijo pídele perdón a tu macho y limpió la sangre y apagó la luz y no pude ver nada más.
Escuché los golpes y la cantaleta que él repetía y repetía y a lo lejos, en un susurro, escuché el llanto de la muchacha.
Regresé a la sala.
Ana había recogido sus cosas para marcharse. Yo también decidí irme.
—¿De verdad que tú y ese hijo de puta no son amigos?
—Te dije que no. Ando con él por conveniencia.
—Entonces, no te preocupes. El fin de Johnny P. está cerca Vamos, te invito a unos tragos en el bar de Paco.
Nos largamos.
Antes de salir, y sin que Ana me viera, cogí la pistola de Johnny P.
Caminábamos con lentitud. JAAD, el vagabundo, y una puta dominicana disfrutando de la vida nocturna en un país extranjero.
Me reí por la ocurrencia. Pero la vida, diurna o nocturna, en aquella ciudad, en La Habana o en cualquier otro sitio, tenía que ser algo más. El mar, la cárcel, tiburones, putas, sádicos, programas de la tele, discursos políticos, limosneros, pistolas, todo eso existía pero la vida tenía que ser algo más.
Le conté a Ana cómo Johnny P. y yo nos conocimos. Casualidades. La primera vez que lo vi fue en un albergue. Más tarde en el comedor para inmigrantes. Después, en el dormitorio de San Juan de Dios, la noche que los árabes intentaron golpearme en Saíz de Baranda y me gané la fama de tipo cojonudo. Cuando los árabes me tenían cercado aparecieron los Cabezas Rapadas. Me quedé imperturbable. Todos los inmigrantes se fueron corriendo. Nadie en el Metro. Nos quedamos solamente ellos y yo. Los Cabezas Rapadas pasaron por mi lado, armados, dispuestos a ver correr la sangre. Y yo, en medio del grupo, desafiándolos por haberme quedado cuando se suponía que debía correr. Los árabes, los rusos y todos los sudacas de la zona corrieron la voz de que el cubano era un tipo sin miedo, un loco. Y llegó a oídos de Johnny P. Nadie supo nunca que fue el pánico lo que me paralizó. Una semana más tarde me topé con un colombiano que me propuso vender tabaco a contrabando y apareció otra vez Johnny P. que conocía al tipo. Casualidades. Eso es la vida. Una necesidad tras otra y una casualidad tras otra.
Ana me escuchó en silencio. Cuando llegamos al bar de Paco me dijo que el final estaba cerca. Debía alejarme de él si yo quería seguir vivo y en Madrid.
Nos sentamos a beber.
Sadam, Pamela, Ana, tal vez el Gallego, y hasta Paco, todos eran cómplices. Todos querían deshacerse de Johnny P. Toqué la pistola en mi cintura.
Paco era un cantinero con aspecto de payaso. Ana le contó lo sucedido en el piso de Pamela.
—Si quieres llamo ai Italiano —dijo Paco— .
Tomamos cerveza Maho. No había nadie más en el salón. Necesitaba algo frío. Necesitaba estar vivo y en Madrid. Necesitaba ser leal en el mundo de los tramposos.
Miré la cara estrujada de Paco. El odio y la alegría en la cara vieja de aquella mujer de veinte años. Intenté imaginarme la cara del Italiano. Miré mi propia cara en el espejo. Volví a tocar la pistola.
—¿Siempre vienes aquí?
—Sí. Después de trabajar. A veces vengo con Pamela.
—¿Cuánto le debes a Sadam?
—Oye, cubanito, eso no te importa.
—¿Y cuánto le debes al Italiano?
—¡Pero, bueno hombre! ¿Tú estás de parte de Johnny P.? ¿Qué te importa a ti mi vida? ¡Cuidado no te busques líos con el Italiano y con Sadam!
—Chaval, ésa gente siempre está armada, son la hostia.
Se abrió la puerta del bar y apareció Johnny P.
Se dirigió a nuestra mesa como un bólido. Todo fue rápido. Muy rápido.
—¡DÉJAME, JOHNNY P.!
Ana gritó y Paco se echó a un lado. Me quedé sentado sin tiempo para reaccionar.
—¿Dónde está mi pistola puta de mierda?
No esperó respuesta. La tiró contra la pared y la dejó sin aire de una patada en el estómago.
—Yo mato a quien me robe la pistola. Conmigo no se juega. ¿Estás oyendo puta de mierda?
Me miró. Preguntó si yo había cogido su arma y respondí que no. Paco suplicó que no quería problemas en el bar pero se calló cuando él lo amenazó.
Ana sangraba por la boca. Johnny P. le ordenó que se limpiara. Ana lloraba y amenazó con Sadam. «Soy una puta de Sadam y no se me puede tocar». Fue todo lo que pudo decir. Ana se confió demasiado. Quizás llegó a pensar que era una puta invisible.
—Yo me siento libre. Soy libre, puta de mierda. Sadam sabe que yo mato por mi pistola.
Paco me miró.
Me miró y cogió el teléfono.
Se quedó tieso con el auricular en la mano. Esperaba mi reacción.
Tragó en seco. El gordo buscaba mi aprobación para llamar a alguien.
No dije ni hice nada. Me quedé sentado pensando que la lealtad en el mundo de los tramposos puede confundirse con la sumisión.
Paco marcó un número. Dijo dos o tres palabras en voz baja y colgó.
Johnny P. había empujado a Ana hacia los servicios. La tiró por la escalera. Le dijo a Paco que cerrara el bar y nos obligó a seguirlo. Cogió una botella de whisky y se la empinó.
—No debes seguir tomando —dije—. Será mejor que estés claro.
—¿Quién coño te pidió consejo? Ahora voy a seguir divirtiéndome, JAAD. Y tú vas a singarte a la puta.
Ana tuvo que quitarse la ropa. Johnny P. me ordenó que la montara. Dije que no. Me amenazó. Nos miramos fijamente. Me negué dos, tres, cuatro veces y soporté las ofensas. Me mantuve tranquilo.
Paco tuvo que subirse arriba de Ana y metérsela por detrás. Johnny P. le permitía un momento de diversión. Con dos movimientos el gordo terminó. Ana quedó inmóvil. Johnny P. se volvió y me dijo:
—Vamos, JAAD. Es tu tumo. La puta no ha gozado con el gordo. Enséñale lo que es un macho. Arriba, JAAD, guíate por mí y vas a ser un hombre.
—Hazlo tú.
—Yo evacué con Pamela, JAAD. Le metí mi torpedo grande y duro y estoy feliz. Pamela es mi hembra. Esta puerca es la puta de Sadam y no me gusta. Vamos, te toca a ti.
—Te dije que no.
Johnny P. me miró y se empinó la botella. Estaba borracho.
Comenzó a tambalearse y darle patadas a Ana.
—¿DÓNDE ESTÁ MI PISTOLA, CACHO DE PUTA?
Cada vez que la muchacha trataba de decir algo él la callaba a patadas. La arrastró hasta el inodoro y le hundió la cabeza. No hice nada. Hay momentos en la vida en que el altruismo se convierte en chatarra. Toqué la pistola por encima de la ropa. Pero no hice nada. Un hombre puede estar armado y desalmado. Comprendí que todo es mierda, chatarra y putas en el inodoro.
—Paco, súbete otra vez. Dale por culo. Siempre por culo. Las putas y los maricones son la misma cosa.
Paco se incorporó e hizo un esfuerzo para penetrarla. Ella no se atrevió a sacar la cabeza del excusado.
—Gracias, Johnny P. —dijo el gordo cuando terminó—. He gozado mucho.
—Puta de mierda. ¿Dónde está mi pistola?
Paco me miró desconsolado.
—La pistola debe de estar en su cartera —dije.
—Traéla. Ve y traéla. Quiero mi pistola. Es todo lo que tengo. ¿Me estás escuchando, JAAD?
Subí la escalera.
Johnny P. rompió la botella contra la pared.
Cogió un pedazo de cristal. Se acercó a Ana. Le cortó una nalga y empezó a reír.
Llegué arriba.
Escondí la cartera de Ana detrás del mostrador. Lo llamé.
—Tráeme la pistola, JAAD.
—Tienes que subir.
—Tráeme la pistola, hijo de puta. Tráeme la cartera y la pistola.
Me acerqué al teléfono. No sabía qué hacer.
Miré hacia todas direcciones.
Vi a través de las ventanas a dos tipos detrás de la puerta, en la acera.
En ese instante fue que vi a los dos tipos esperando.
Dos hombres que esperaban en la acera.
Regresé al baño.
Paco limpiaba la sangre. Ana lloraba. Johnny P. estaba sentado en un rincón.
—¿No vas a cumplir mis órdenes, JAAD?
Le dije que debía volver a casa de Pamela. Ana no tenía la pistola.
—En el piso de Pamela no está. Busqué por todos lados.
—Regresa y vuelve a buscar. Tiene que estar allí.
—No, JAAD. La dejé en la sala, en la mesa de la sala. Esta puta la cogió.
—La puta no la tiene, Johnny P. A lo mejor la escondió. Tiene que estar en el piso de Pamela.
—¿Seguro, JAAD?
—Claro, Johnny P. ¿Dónde coño va a estar?
Ana trató de decir algo. Johnny P. la golpeó otra vez.
—¿Tú no la tienes, JAAD?
Caminó hacia donde yo estaba. Nos miramos. Abrí los brazos para que me revisara. Se rió. Me pasó la mano por la cabeza y me dió la espalda.
Subió la escalera. Estuvo a punto de caer.
—¿Puedo confiar en ti?
—¿Qué te dice tu instinto?
—Que tienes miedo, JAAD. Tienes mucho miedo.
Llegó al final de la escalera y se volvió para decirme.
—No estás preparado para esta vida. Guíate por mí, JAAD. Deberías comprarte una pistola.
Salió a la calle.
Una hora después subí la escalera.
Despacio.
Conté los peldaños.
Salí del bar.
La frialdad de la noche se transformaba en un frío amanecer.
Lo recogí del pavimento.
Allí estaba.
Como un animal.
Tirado.
Le sangraban las cejas, las nariz y la boca. Tenía un brazo inmovilizado y cuando empezó a caminar tuvo que apoyarse en mí para mantener el equilibrio.
Vomitó.
Escupió un diente.
Tenía una cortada en el pómulo derecho.
Me dijo que le limpiara la sangre.
En ningún momento se quejó.
No quiso ir al hospital ni a la iglesia.
Johnny P. tenía que irse de Madrid. La última advertencia del Italiano precipitaba las cosas, definía la guerra, ponía enjuego la hombría, el orgullo, el valor para soportar los golpes.
Johnny P. no vociferó ni alardeó ni hizo juramentos.
La suerte estaba echada. Mañana, al día siguiente, la próxima semana, en cualquier momento y en cualquier lugar el final ya era el final. Johnny P. o el Italiano. La ley de los hombres: tú o yo.
—Me siento libre, JAAD. Soy un hombre libre. Me voy de Madrid cuando yo quiera.
—Necesitas descansar.
—Yo sé lo que necesito. No me digas lo que tengo que hacer. Yo estoy bien, no pasa nada.
—Tienes que curarte. Tienes que descansar.
—Cállate, JAAD. Yo estoy bien. Estoy borracho, nada más. Por eso me sorprendieron. Borracho y sin pistola.
Caminamos hasta la estación del Metro. A ésa hora abrían las puertas. Mucha gente nos miró. A nadie le interesaba aquel espectáculo. Teníamos toda la libertad del mundo para actuar y toda la soledad para tomar nuestras propias decisiones.
—Llévame a Puerta del Ángel.
—Estamos en Callao. Es muy lejos.
—Haz lo que te digo, JAAD. Llévame a Puerta del Angel.
—¿Qué vamos a hacer allá? ¿Te has vuelto loco? Es muy lejos.
—¿Esto es sangre, JAAD? Vamos, límpiame la sangre. ¡LÍMPIAME LA SANGRE!
Hablaba con dificultad. Sacaba fuerzas. Se llevó las manos a la cabeza. Le dolía el cráneo. Vomitó. Se echó a reír. Todo pasaría rápido. Yo no debía preocuparme. «Todo está bien, JAAD, todo está bien». Hablaba y se reía pero nunca se quejó.
Tampoco dejó de reírse.
Cuando llegamos a Puerta del Angel era de día.
—Mira el río, JAAD. Este es el lugar más bello de Madrid. Es todo lo que necesito. El río y la limpieza de este lugar. ¿No es bonito, chico bueno?
Vi por primera vez el río Manzanares. Me acordé del Almendares. La Habana y Madrid tienen un río para limpiar tanto dolor y tanta suciedad.
Nos sentamos en un banco.
Johnny P. respiraba con problemas.
—Me gusta venir a ver los patos, JAAD. ¿No te gustan los patos?
—¿Qué vamos hacer, Johnny P.?
—No seas flojo. Esto pasa. Mira los patos. Quiero que veas los patos.
Estaba pálido.
—¿Me limpiaste la sangre?
Le dije que sí.
—¿Toda la sangre? ¿Me limpiaste toda la sangre?
Le dije que sí.
—Un buen lugar para que me escribas la carta, JAAD. ¿Tú no me prometiste que me ibas a escribir una carta para mi madre?
—Sí, Johnny P. Te lo prometí.
—Una carta bien linda ¿entiendes? Ustedes los escritores escriben cosas lindas. Cada vez que abro un libro todo está escrito de una manera especial. JAAD, las palabras no se parecen a la vida.
—¿Por qué no te duermes?
—Quiero que en la carta le pongas a mi madre que todo va a salir bien. Recuerda que en Cuba la gente no vive en el presente.
Hablaba despacio y miraba al río.
—En aquel país de mierda todo el mundo vive metido en el pasado o en el futuro. Recuerda eso y vas a entender por qué las cartas tiene que ser lindas, con palabras sacadas de los libros.
Me quedé en silencio.
—¿En el río Almendares hay patos, JAAD?
—Claro que no. La gente se los comería.
Nos reímos.
Nos reímos sin parar.
—Bueno, no importa. Dile a mi madre que tengo un piso cerca del Manzanares y que todas las mañanas cuando abro las ventanas veo el río y los patos.
—De acuerdo.
Le tiré el brazo por encima del hombro.
Me dolía la cabeza.
—¿En los ríos hay tiburones, JAAD?
—Claro que no. Pero cállate. Tienes que descansar.
—Vamos a bañamos en el río. No hay peligro. Tienes que volver a sentirte como un niño.
—Tienes que descansar. Ya no sabes ni lo que dices. Duérmete y descansa un poco.
Estaba temblando.
—Mira los patos. Son hermosos. Es todo lo que necesito. Los patos y el río. ¿Cómo hacen el amor los patos? ¿Cómo hacen el amor los patos, JAAD? Dime ¿cómo hacen el amor los patos?
Volvió a escupir sangre. Limpió el salivazo con los pies. Me repitió que aquel lugar era el más hermoso y limpio de Madrid.
—¿Tú puedes oler el miedo?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada. Quiero saber. ¿Tú puedes oler el miedo?
—No, no puedo, Johnny P.
Recostó su cabeza en mi hombro.
—¿Por fin, qué vamos a hacer?
—No te preocupes. Si quieres te prometo que el Italiano no va a sacarme de Madrid. ¿Quieres que te lo prometa, JAAD?
—No. Quiero saber qué vamos a hacer.
—Con calma. Tienes que leer el Eclesiastés. En la vida hay tiempo para todo. Un tiempo para vivir y un tiempo para morir.
Tenía frío.
Lo abracé.
Me repitió que me quedara viendo los patos y vigilando por si venía el Italiano.
Por primera vez me pidió que no lo dejara solo.
Tenía frío y habló del sol de Cuba.
Lo abracé más fuerte.
Cerró los ojos.
—¿Qué puede hacer una puta con una pistola? Dime, Johnny P. ¿Qué coño puede hacer una puta con una pistola?
—Eso mismo me pregunto yo, JAAD. ¿Qué puede hacer una puta con una pistola si no va a utilizarla en el momento en que hay que utilizarla?
Nos quedamos en silencio.
Sentados en aquel banco.
Dos cubanos que huyen del futuro, de la mala suerte, del bello y solitario amanecer europeo.
Johnny P. era un prófugo y yo un vagabundo.
Él se fue quedando dormido y yo miraba los patos.
Sólo eso. Johnny P. dormía y JAAD miraba los patos.