I

RECUERDO que ella tenía el dedo índice sobre los labios mientras mi padre reía. La caja de las herramientas, que había caído al suelo, dejó escapar un montón de objetos negros que se dispersaron haciendo un ruido metálico y como de campanas. Después, ella se inclinó y dijo en un tono algo misterioso: «No hay que hacer ruido». Pero mi padre acentuó sus carcajadas y replicó: «¿Te parece poco el ruido que vamos a hacer?». Entonces, ella también estalló en risotadas, y ambos se abrazaron y se pusieron a bailar entre los trastos, hasta que mi padre se detuvo, de repente, y señaló una especie de bola oscura que rodaba lentamente hacia la pared.

—Eh, cuidado con eso…

De un salto, mi padre atrapó la bola y la dejó cuidadosamente junto a la caja de las herramientas. Desde mi escondite, sentado en la escalera, pude ver su expresión preocupada y el temblor indeciso de sus manos, Entonces, ella le acarició la cabeza. No oí lo que le decía.

Yo estaba aparte, sin participar en sus asuntos y como perdido en un mundo desconocido: mi padre había llegado hacía unas horas, y aunque yo llevaba ya varios días en la casa, con tía Elsa, no me sentía bien allí. Él, sin embargo, me había hecho venir creyendo causarme un gran placer. «Es la casa donde has nacido. Quiero que la reconozcas, que aprendas a quererla como yo. Quiero que también reconozcas a tu tía Elsa. Que seas su amigo.» Cuando mi padre hablaba de la casa y de tía Elsa no adoptaba un tono sensato, no invocaba tradiciones ni costumbres, sino que se dejaba perder como en un laberinto. Por eso, después, parecía enfadado, sin duda porque se encontraba muy lejos de su mundo, de su tierra, trabajando en una organización que no le importaba lo más mínimo, pero que le daba el dinero necesario para hacer obras en la casa y ponerla definitivamente en pie: incrustar vigas, rehacer techos y suelos, rellenar muros, comprar muebles… Pero yo no había reconocido ni la casa ni a tía Elsa, aunque allí había pasado algunos días de mi infancia. Eso sí, conservaba una visión fugaz de algunas habitaciones como había miles y de unos patios por los que me habían hecho pasar de vez en cuando, puede que de la mano de la misma tía Elsa o de una sirvienta. En definitiva, cuando llegué y vi desde fuera ese conjunto de construcciones miserables, pensé que mi padre haría mejor en vender todo aquello y comprarse una villa al borde del mar, pues allí no había nada que mereciera la pena. Sin embargo, él me hablaba con pasión de aquella casa «que había que salvar», de su hermana Elsa, de la ciudad, de la abominable idea de una nueva avenida que iban a construir y que debería pasar exactamente por la casa, porque así lo exigía la configuración del terreno… «¿Te das cuenta, Toy? —me decía tía Elsa—. Han desviado el cauce del río, pero el agua se filtra. No van a conseguir nada… Nada.»

Yo no sabía que ella le esperaba, y esa espera, exactamente cuando mi padre estaba en Ankara ocupado en una asamblea de su Organización, era lo que le hacía ir de un lado a otro, nerviosa, salir al jardín para espiar el paso de los coches por la carretera vecina. Yo pensaba que estaba loca. A veces, mirándome fijamente, me decía que me parecía extraordinariamente a mi padre cuando él tenía mi edad, y le daba por llamarme por su nombre y decir cosas sin sentido, como «Edu, ¿quieres que juguemos al escondite?», o «¿quieres que vayamos a las celdas de las monjas?», todo lo cual me desconcertaba, me hacía sentirme incómodo. Ella lo advertía inmediatamente, pues se recomponía y tomaba un tono falsamente sensato para decir, al fin, que él le había prometido venir uno de estos días para arreglar un asunto muy importante que yo no podía comprender y que por consiguiente no se iba a molestar en explicarme.

—Si hubieras leído el artículo que venía en el periódico —decía ahora tía Elsa, mientras mi padre, agachado, buscaba algo entre las herramientas dispersas por el suelo—. «El futuro de la ciudad, la nueva avenida: Después de grandes esfuerzos…»

—Anda, cállate —la interrumpió él—. ¿Has apretado bien ese cable?

Ella se inclinó, adquiriendo también una expresión preocupada. Mi padre manipulaba con un extraño aparato, y tía Elsa se puso a desenrollar un cable interminable, después, a enrollarlo. Sus frases me llegaron entrecortadas, incoherentes.

—Tengo un poco de miedo.

—¿Las cerillas? Es mejor el encendedor. Las cerillas pueden mojarse.

—Va a haber tormenta. No se oirá nada…

—¿Me das las tenazas?

—Toma. Lo estamos pasando bien, ¿verdad?

—Sí, pero yo me tengo que marchar. Hay que darse prisa. Si pudiera quedarme, si…

Mi padre se acercó a una ventana, sin terminar la frase. Sus ojos se habían puesto soñadores, y todo en él me pareció tan joven, tan fresco, que sentí la extrañeza de ser su hijo, pues en aquel momento me sentía más maduro y juicioso que él. Al menos, no tenía ganas de reírme por tonterías ni de jugar con cables, y sólo pensaba en salir de esta casa y volver a los apartamentos y a las playas que hasta entonces habíamos compartido. Tía Elsa había puesto una mano en el hombro de mi padre, y ambos miraban por la ventana, hacia la misma dirección. Tía Elsa dijo:

—¿Te marcharás en seguida?

—Sí. Mañana tengo que estar en Ankara. Nadie debe haber notado mi ausencia en la asamblea, por eso he aprovechado este fin de semana, y…

Pero ella no le escuchaba, porque miraba algo que acaparaba toda su atención.

—Mira, parece que crecen. Son como fantasmas que se acercan…

Aquello que crecía, que se acercaba, no era más que el comienzo de una obra, unos postes de cemento situados aproximadamente a un kilómetro de la casa, pero que ya ejercían una amenaza concreta y terca sobre ella.

—Pronto va a anochecer…

—Creo que está lloviendo.

—Mejor. Con este tiempo, no habrá nadie por el río.

—Es de esperar.

Sus voces se unían, como si pertenecieran a una misma persona, y viéndoles así, planeando algo para mí incomprensible, me parecían niños, mientras yo me ratificaba en la idea de que era mayor y más lógico que ellos. Hasta me parecía verlos decrecer en edad, y ese asunto que tramaban, ese plan, se transformaba solamente en un juego que, sin embargo, tenía algo de siniestro, como la misma casa. Me pregunté si durante esos momentos habían advertido mi presencia, pues cuando tía Elsa encendió la luz se sorprendió al verme en la escalera, y también el ceño de mi padre se frunció para increparme:

—¿Qué haces ahí como un idiota?

La voz de mi padre se había vuelto ronca, y vi que sus manos volvían a temblar al recoger todas las cosas que habían salido de la caja de las herramientas e ir metiéndolas en un maletín. Yo subí unos cuantos escalones hasta volver a integrarme en la oscuridad.

—Creo que podemos salir —oí que decía a su hermana Es casi de noche. No sé cómo te has puesto ese vestido. En lo oscuro parecerás un farol.

Tía Elsa se había pasado todo el día ensayando vestidos, peinados, y cuando vio el coche que entraba en el jardín, salió como una loca, vestida de blanco, los ojos muy pintados y el pelo negro, lacio, cayéndole sobre los pómulos y el cuello. Los vi abrazados, ella colgándose y agitando los pies, y luego se miraron a los ojos y rompieron a reír, casi lloraban, en un estallido de felicidad que me excluyó por completo de sus vidas. En efecto, mi padre no preguntó por mí. Entró en la casa, de la mano de su hermana, y ambos se perdieron en las habitaciones de atrás. Los seguí, sin saber bien por qué. Tal vez por aburrimiento; tal vez por intentar comprender. Detrás de ellos, atravesé patios, corredores, graneros, desvanes, cocinas inutilizables, todo lleno de trastos polvorientos que no servían para nada, y tía Elsa caminaba a saltitos, con su linterna, gritaba un nombre: Dalia… Convertidos en niños, nada existía para ellos. Corrían uno detrás del otro. Parecía ser que la Dalia tenía que encontrarlos. Después, ella cambiaba de voz y gritaba como la Dalia, como si le pegasen. Escuché el ruido de algo que se rompía, de unas monedas que tintinearon sobre el suelo…

Tía Elsa se miró su vestido blanco y movió la cabeza. Mi padre llevaba un pantalón tejano y un jersey negro, igual que yo, de modo que fácilmente habría podido confundirme con él, ocupar su puesto junto a tía Elsa y enterarme así de lo que estaban tramando.

—Anda, vamos —ella desistió de cambiarse—. Cuanto antes terminemos, mejor.

Salieron sin mirarme, y no sé por qué me sentí repentinamente liberado, relajado, como si su presencia me hubiera estado oprimiendo. Dejé mi puesto de la escalera y me aproximé a la ventana. Los vi alejarse hacia el río. Caminaban entre las matas, y me pareció ver que a tía Elsa se le enganchaba el vestido en todas partes y que mi padre le decía algo, con ademanes de enojo. Finalmente, los perdí de vista.

Era ya de noche y el cielo estaba cargado de nubes. Llovía un poco, y las gotas golpeaban los cristales de la ventana, unas gotas gruesas como granizos. Hacía frío en la casa. Los leños de la chimenea de la sala se habían apagado. Intenté reanimar el fuego, pero sólo conseguí atufarme con el humo y las pavesas. Junto a la chimenea, había una gran caja de cubierta coloreada y, dentro, un rompecabezas de cubos muy grandes que, todos juntos, componían un cuadro incoherente y extraño. Había también varias muñecas, bolas de cristal, una bolsa con fichas, dados… Me entretuve un momento con todo aquello y subí después la escalera. De vez en cuando, en un rincón, reconocía una silla, un velador o un cuadro que mi padre había comprado conmigo en Berna o en Ginebra. No conseguía reconocer la casa, ni siquiera la parte habitable de la casa, pues conocerla entera resultaba imposible: era un amasijo de construcciones de distintas épocas que se extendían, se superponían y se desarrollaban en la anarquía más absoluta. De todos modos, esta parte delantera se aislaba del caos posterior y formaba una vivienda independiente, con su fachada regular, sus chimeneas y su jardín, más cuidado que los otros jardines traseros. Pero el resto de las construcciones se pegaban a esta vivienda como sosteniéndola o empujándola con sus tentáculos. Todo aquello era como un monstruo herido de muerte del que sólo alentaba la cabeza, mientras que el cuerpo hinchado se desmoronaba y se disolvía en oquedades oscuras. Nunca comprendería por qué mi padre amaba aquel horror, que no tenía belleza ni interés, a pesar de los vestigios barrocos de una capilla donde convergían las galerías que al parecer antes habitaron unas monjas. Ni siquiera se despertó en mí el deseo de descubrir algo curioso, un posible misterio. Aquello era una inmensa ruina que pedía a gritos la piqueta, la demolición total y que ya se aniquilaba por sí sola en una vacuidad absoluta. Solamente esta parte delantera resultaba interesante, pero no más que cualquier otra casa de provincia. Había una habitación, eso sí, muy acogedora y muy distinta del resto. Lejos del vestíbulo y de la escalera principal, se sentía allí una temperatura tibia, especial. Los muebles eran antiguos y caprichosos. Las paredes estaban llenas de cuadros, la mayoría pintados por tía Elsa. Había un reloj, un piano. Una gran mesa alargada, llena de libros, papeles, tinteros, lápices, cuadernos. Una cama turca junto a la pared, cubierta por una colcha roja. Sí, creo que mi padre me había hablado también de «la habitación». Permanecí allí unos momentos y volví a bajar a la sala, donde trajinaba ahora la sombra de la criada Mauricia, que se alejó al verme. Abrí la ventana y el rumor sordo del río crecido retumbó entre las paredes. Soplaba un viento cargado de electricidad, salpicado de lluvia, que tenía algo de agradable y que traía el olor a la tierra mojada, un olor viejo, denso. Sentí deseos de salir, abrí la puerta y corrí en la dirección por donde mi padre y tía Elsa habían desaparecido. A medida que caminaba, el ruido del río se hacía casi atronador. Cerca, las obras de la avenida formaban otro río seco y liso, lleno de cascotes a los lados. Como había observado tía Elsa, aquellos postes blancos parecían fantasmas que se acercaban, con un resplandor que se hacía ceniciento entre el color oscuro del aire. Me adentré entre los árboles y creí verlos un momento: un conjunto blanco y negro, móvil, que en seguida desapareció entre las sombras. Sentí frío y decidí volver a la casa.

Fue entonces cuando aquello ocurrió. Una explosión, una llamarada roja sobre la tierra y el río negro. Y después, las aguas que se desbordaron sobre el trazado irreal de la avenida, cómo si conquistaran violentamente antiguos dominios, tragando aquella tierra que antes había sido suya. Yo corría hacia la casa, tropezaba, temía que aquellas oleadas oscuras me atrapasen, pero pude llegar fácilmente hasta el jardín y, una vez en la casa, busqué atontado mi habitación, me eché en la cama y me tapé los oídos, lo que no me impidió oír otro ruido más: el de un coche que arrancaba.

Después de más de dos horas de sesión, la gran sala de conferencias comienza a balancearse en mis gafas oscuras; deriva, se mece sobre las olas de un mar sin color ni relieve. La mesa de la Presidencia se estira y se encoge, flota un momento y se desintegra contra las cabezas provistas de auriculares. Hay un brillo fugaz y cristalino, como eléctrico. Las voces de los delegados se unen hasta formar un rumor sordo y grotesco, que se materializa en una bestia fabulosa en fuga hacia las galaxias. Detrás de mis gafas de sol puedo cerrar los ojos y dormir, si quiero, o bien imaginar otros caos; puedo también formular mis propias frases y añadirlas a las del Presidente o a las del Secretario General, pero más bien lo que me domina es una sensación de aburrimiento infinito, la angustia de creer que la sesión de hoy nunca llegará a su fin, que pasarán las horas, los días, incluso los siglos, y jamás encontraré la paz y el silencio de mi habitación del hotel, no, sino que tendré que continuar aquí, aguantando la sed, el deseo de estirar las piernas… De vez en cuando, parece debatirse una cuestión interesante: es posible que el actual Presidente resulte reelegido y que la sede de la Organización sea reestablecida en Ginebra, es decir, que todo quede como hasta ahora, para lo cual ha sido necesario celebrar esta vigesimosegunda Asamblea General y movilizar a más de dos mil personas desde todos los continentes, gastar millones y escribir una montaña de documentos que yo me atrevería a resumir en un pequeño folleto. Por una vez, pienso en Toy y en sus ideas de igualdad, pero termino por encogerme de hombros.

—… y según el artículo seis de la resolución, los miembros que no hayan pagado sus cuotas…

La voz del Secretario General es clara, y él, desde su puesto, parece muy digno, muy poderoso. Le salen las frases redondas, los gestos exactos. Como en una película. A mí me es simpático el Secretario General. Siempre me ha tratado bien. Me va a ser difícil decirle que pronto voy a dejarle. Pronto… ¿Cuándo en realidad? ¿Cuándo seré libre de una vez? Si al menos pudiera salir de esta sala, desaparecer, dejar de ser el espectador de la comedia… Regresar, volver a casa. Arrojarme en la maravillosa irresponsabilidad de la infancia. Dejar de hacer traducciones y escribir cosas mías. Desde la ventana de mi cuarto, podré ver las aguas del río, ya reintegradas a su antiguo cauce, borrado el fantasma de la nueva avenida. Elsa se inclinará sobre la máquina de escribir y me dará consejos. Jugaremos con el rompecabezas. Nos disfrazaremos, entraremos en las habitaciones de los abuelos, en la de papá, sacaremos trastos de los baúles del desván. Colocaremos los nuevos muebles, acondicionaremos las habitaciones de la galería, de la trasera, nos dejaremos perder por los corredores oscuros, desembocaremos en la habitación en forma de T y llamaremos a la Dalia: «Dalia, prepárate, vamos a atarte a la cama, vamos a…» Lejos de la rutina del trabajo, de las asambleas y de los cocteles, volveré a ser yo y…

—… de ese modo, la Organización, reforzada mediante las nuevas estructuras…

Claro, todavía tendré que esperar. Esperar a saber si se ha emprendido o no una encuesta, si el proyecto de la avenida se ha venido definitivamente abajo, si Elsa y yo podremos estar tranquilos para siempre. El resto, Toy, Claire… se arreglarán ellos mismos. Toy seguirá una carrera, o trabajará, que haga lo que más le guste. No pienso obligarle a nada. Ahora que ya es mayor comienzo a advertir una gran diferencia entre su modo de pensar y el mío. En cuanto a Claire, se acabará este revoloteo del uno sobre el otro, volverá con su marido. Bien, todo resulta perfecto. Incluso la manera como he ido a la casa. Ese fin de semana tan redondamente aprovechado. Ankara-Roma-Madrid ida y vuelta, con el intervalo de una carrera en un coche alquilado para ir a la provincia, todo como un sueño, un paréntesis. Nadie, excepto Claire, había notado mi ausencia. Aún me veo junto a Elsa, agazapados entre las matas, sucios de barro, ligando cables, preparando la carga, y después, ese torrente desbordado que tanto nos aterrorizó, pues cuando las aguas arrastraron los postes ambos tuvimos miedo de que algo ocurriera, de que la alarma se extendiera rápidamente en la ciudad y la policía se presentara en casa para arrestarnos. Pero nada de eso puede haber ocurrido. Elsa estará tranquila. La lluvia era tan torrencial, los truenos tan fuertes, que nadie podría haber oído la explosión, todo lo habrán atribuido a la crecida del río, a esas lluvias que dijo Elsa que caían desde hacía tiempo, a un defecto, a un fallo cualquiera de los ingenieros que desviaron el río… Solamente, ahora, me inquietan los ojos de Toy, espiándonos desde la escalera. Su silencio. El hecho de haberle olvidado por completo.

Disimuladamente, saco del bolsillo una de mis píldoras y la trago haciendo saliva. Eso me calmará los nervios, me hará pasar el tiempo que queda. Miro a Claire, en una mesa contigua a la de la Presidencia. Muy elegante en su vestido gris, el pelo rubio perfectamente peinado, Claire se convierte en un punto minúsculo como una perla, al mismo tiempo que mi cerebro comienza a recrear sus criaturas, sus monstruos, que pasan, claramente delimitados sobre fondos de varios colores, burlescos y humanos, conscientes de su deformidad cómica, de la cual hacen gala, para divertirme o atormentarme, según, ahora más bien me divierten, y los contemplo, creo, con una semisonrisa: bajan danzando desde el techo o desde los últimos lugares del espacio, al compás de una música parecida a ellos, es decir, de una estupidez pretendida y por lo tanto inteligente. Caminan y bailan en filas, se separan, se unen, vuelven a separarse. Sus rostros inverosímiles tienen cierta expresión, pero no puede saberse cuál. Son criaturas internas que habitan en las cosas, entre las páginas de los libros viejos, en los armarios y en los trajes fuera de uso, y que salen de vez en cuando para demostrar que viven en cierto modo, pues sin duda sus movimientos, sus danzas y sus grititos me están enteramente dedicados. Ya los conozco bien. Siempre he vivido con ellos: en la habitación, en la cocina, en aquella gripe de noviembre, y se lo había confiado a Elsa, que me confesó que también tenía tratos con ellos. «Son diablos, Edu, genios, ideas. Están en los cuartos de los abuelos, en sus cajones atestados, en las grandes despensas, dominios de Paca y Mauricia. Están en nuestro rompecabezas. Ahora, los monstruos se entrelazan con las olas del río, se persiguen entre la lluvia y las ramas de los árboles…»

La gran sombra del Presidente se puso en pie y me reintegró a la asamblea, a los auriculares, a las sillas. Claire se extendió desde sí misma y adquirió forma, muy atenta a las palabras que pronunciaba el Presidente, cuya voz gruesa y ronca había acallado todas las demás y que ahora, por fin, clausuraba la sesión.

Vi que Claire se acercaba hacia mí.

—¿Dónde te has metido estos días? Desapareciste sin dejar rastro…

Pero antes de que tuviera tiempo de imaginar una respuesta, el Secretario General la había atrapado por el brazo.

—Permítame que se la robe —me dijo—. Necesito un consejo de madame Page.

Claire hizo el gesto de alguien que se ahoga, la cabeza vuelta hacia mí.

En la escalera que conducía al hall del Ministerio, la secretaria española, Cristina, me dio el texto de las resoluciones que había que traducir. Cristina dijo algo sobre el aburrimiento de las sesiones y después se puso a protestar contra la ciudad: la más espantosa que había visto en su vida. Le dije que estaba de acuerdo y me excusé. Quería estar solo, pero no me era posible. En el hall, me encontré con los otros traductores. Uno de ellos, Plutki, me obsesionaba con su sonrisa desdentada; me recordaba algo lejano y cavernoso, tal vez el abuelo. No sé cómo me deshice de ellos y me dejé caer en un sillón. En el hall había un murmullo ronco y continuo. Igual que el ruido que hacía el río. Si cerraba los ojos, me imaginaba perfectamente estar rodeado de aguas grises, negras. Me entretuve un momento en taparme y destaparme los oídos, con los pulgares, y el ruido se puso a crecer y a decrecer en oleadas. Abrí los ojos, liberé los oídos. Plutki devoraba algo en un rincón. Movía las mandíbulas huesudas, se chupaba los dedos. Tuve el impulso de levantarme y embadurnarle la cara con un pastel de crema. Pensé que no podría más seguir trabajando frente a él, presenciando sus tics; pensé que todo aquello, la asamblea, la Organización, los cocteles, formaba parte de un ensueño estúpido del que me despertaría en cualquier momento para encontrarme reintegrado a un mundo solamente mío.

—¿Qué hiciste durante el fin de semana?

La voz de Claire me asustó. No la había visto llegar, y ahora estaba sentada junto a mí, pidiéndome explicaciones. Era natural: desde el jueves por la tarde no nos habíamos visto, y hoy era lunes. La miré con un gesto de asombro y le pregunté, por mi parte:

—¿Y tú? ¿Qué hiciste durante el fin de semana?

—Pues verás… —comenzó.

—No, no sigas, no vayas a hacerme un informe.

Conmigo, Claire se había acostumbrado a olvidar la reacción normal dé enfadarse cuando le contestaba con cierta aspereza, e instintivamente buscaba una respuesta exclusivamente válida para mí:

—Ya, ya sé. No te pido cuentas. No tengo derecho, supongo.

Es una forma de hablar, ¿comprendes? Uno va y dice: ¿Qué hiciste durante este fin de semana? Y eso no significa curiosidad morbosa.

—No salí de mi habitación en realidad —mentí—. Repasé las traducciones. Escribí cartas… Dormí…

Pero ella me escuchaba como si le estuviera contando un cuento tártaro. Creo que me puse rojo. Sin duda, Claire me había llamado varias veces a la habitación…

—En fin, no te perdiste nada especial. La recepción de la Ópera fue de un aburrimiento… —y mirando el reloj—: Nos quedan unas tres horas hasta la reunión de la tarde. ¿Y si nos escapamos a almorzar por ahí?

Pero el Secretario General reapareció frente a ella, desprendido de un grupo oscuro formando en el centro del hall, y se la llevó de una mano, para presentarla. Claire volvió a dedicarme el mismo gesto de antes: el agua le llegaba al cuello, se ahogaba.

Pero, en realidad, Claire se encontraba en su elemento. A ella le gustaba todo aquello: participar, que le pidieran consejos, asistir a los cocteles y a las recepciones cada vez con un modelo distinto. Claire no era como yo, ni como Elsa. Y mi elemento no se encontraba aquí. No me reconocía entre ellos —delegados, vicepresidentes—, negros cuervos con carteras también negras, que revoloteaban, se debatían, entre tazas de café, vasos y pastelillos, mientras yo, derrumbado en el diván, como si las largas horas en que había estado sentado me hubieran fatigado más que una marcha de varios kilómetros, los miraba y me preguntaba por su interés en los debates, por la autenticidad de su papel en la política de la Organización, Podía ser, de todos modos, que también desearan el final de la comedia, dispersarse en sus aviones, todos con el correspondiente regalo para sus esposas y quizás la oscura satisfacción de haber saciado una aventura sexual. Me divertía mirarlos, me divertía y me molestaba verlos beber, hacer gestos y lanzar miradas de reojo, esbozar saludos o sonrisas, de lleno en la hipocresía de la educación y a veces en la sinceridad de su grosería, como cuando uno de ellos, pretendidamente, dejaba la mano de otro en el aire y le daba la espalda. No, no me reconocía entre ellos, había algo que no encajaba, pero tenía que hacer esfuerzos para comprender que estaba aquí, en el hall del Ministerio, que formaba parte de la Secretaría, que estaba sujeto, atado, sin libertad, que aunque me escapara hacia atrás, hacia esos períodos oscuros con puntos luminosos, mi cuerpo se centraba en una realidad falsa y actuaba pasivamente en la comedia. Pero tenía que ser así. La ley era ésa.

Elsa se volvió hacia mí: «Edu, cuando tú te vayas…» No sé lo que Elsa terminó de decir, porque el principio de su frase hizo girar la habitación, y me pareció salir despedido hacia el espacio, creí viajar durante períodos de sueño y caí, después, en la misma habitación, en la misma postura, junto a Elsa, que dibujaba, el brillo oscuro de la tarde y el rumor de sus palabras: «Elvira dice tonterías… ¡Vender la casa! Esa mujer no entiende más que de cuentas, de facturas, de papeles… Yo prefiero vivir sin todo eso. Y tú también, Edu, ¿no es verdad? Con Vilma, con los amigos… Oh, Edu, no me mires así, no vas a pensar que estoy encerrada todo el tiempo. Me río de ellos, ya sabes cómo soy … Cuando más me divierto, me acuerdo de ti, y no hago más que decirme: Si Edu estuviera…»

La mayoría de las habitaciones son como personas sin sexo. Aquélla, no. Era una habitación mágica, con hechizo. Por ejemplo, encontrándose uno en cualquier parte de la casa, resultaba difícil de localizar. Se llegaba a ella inopinadamente o con trabajo. Siendo siempre idéntica, cada vez parecía distinta: triste o alegre, ordenada o desordenada, cómoda o incómoda, tranquila, inquietante. Incluso su temperatura tenía algo de especial, y ésta era su característica más estable. Era una temperatura tibia, dulce e intacta, lo mismo en verano que en invierno. Situada entre oriente y poniente, sus ventanas eran las primeras en recibir los rayos del sol y las últimas en despedirlos. Cuando estaba nublado y llovía, o nevaba, sus colores dormían, pero con el sol esos colores parecían moverse y sonar. Siempre tuve la sensación de que mi mundo se encerraba allí, que comenzaba y terminaba en la habitación misma. Como ese día mágico en que Elsa dibujaba, y yo miraba sus cabellos lisos, negros, sus manos, una quieta sobre el papel y la otra levemente agitada, el perfil de sus pestañas… Miré después las paredes llenas de cuadros, el piano, el reloj, sentí el silencio, la respiración del silencio. Afuera, un Sol rojo decrecía contra los cristales. Algo parecido a la felicidad me conquistaba.

Yo no habría debido dejarte, Elsa, yo no tenía que haber abandonado la casa, pero entonces no había comprendido todavía mi destino. Suponía un poco ingenuamente que debía seguir una carrera, obtener un puesto, ganar dinero, mientras que ahora actuaría de otro modo, ahora me encerraría allí, contigo, y me negaría a saber nada del mundo de los otros, me bastaría con el mío, con el nuestro. Pero entonces no lo sabía. Tía Elvira solía echarme en cara la locura de tener un hijo, tan joven, «cuando otros están dando patadas al balón», para añadir que, precisamente por eso, yo más que los otros debía procurarme pronto una situación en la vida. Tal vez sus reproches me condujeron a llevarme a Toy mientras seguía mis estudios. No quería dejárselo a ella, ni a ti, con tu irresponsabilidad, ni a Marta, que nunca nos había querido. En realidad, aquella primera etapa no fue penosa. Era tan fácil regresar cada trimestre, volver a encontrarte… Cada curso encerraba algo brillante, tres pausas mágicas —Navidad, Semana Santa, verano— que me hacían vivir, sostenerme, impregnado de una alegría casi sobrenatural que solamente tú podías captar y compartir. Después, comenzó a esbozarse un desenlace que yo suponía necesario, inevitable, y que acepté pasivamente, porque también, por otra parte, sentía un extraño impulso de huida, de alejarme de ese pantano insalubre que era la casa, pues sentía vergüenza, Elsa, sentía vergüenza ante los otros porque había puesto el sentido de mi vida en algo que debía permanecer oculto: nuestros juegos antiguos, nuestros mensajes misteriosos. Yo quería enterrar esos juegos, acallar esos mensajes. Y, así, me encontré de pronto como una figura extraída de un bajorrelieve, una estatua aislada, amenazada en sus cuatro costados por el vacío.

Estaba equivocado.

—¿Por qué, Edu?

—No disimules. Lo sabes. He conseguido un buen puesto. Gano dinero. Pero estaba equivocado. Porque me había avergonzado de mí mismo, y eso no me lo perdono. Porque no hay nada en el mundo que valga tanto como… lo que es mío… para mí, quiero decir, ¿comprendes?

—Estás muy cansado. No debes volver a hacer esa locura. En coche, desde Ginebra, y como tú conduces…

—Mis primeras vacaciones…

—Con el dinero que me has mandado he comprado cosas…

—Esta es la causa por la cual no puedo regresar ahora, ¿verdad, Elsa? Esta casa necesita mucho dinero…

—… y lo que teníamos… No sé. Es Elvira quien lleva las cuentas. Ella sabrá.

—Pero regresaré un día. Cuando Toy pueda valerse por sí mismo.

—¿Cómo está Toy?

—Le gusta mucho Ginebra. Y habla el francés mejor que yo… Elsa, ¿por qué no vienes con nosotros?

—Qué tontería…

—Tenemos un apartamento en el último piso de un rascacielos.

—Me horrorizaría.

—Es muy cómodo, pero yo quiero buscar algo en la vieille ville, detrás de la catedral de Saint Pierre.

—Cuéntame cosas, Edu. ¿Qué vida haces?

—Nada. Pienso en ti, en la casa. Escribo cosas. ¿Sabes? Trabajo frente a un tipo curioso. Plutki, se llama. Creo que es judío. Me recuerda a la señorita Eloísa, con sus tics, sus manías. Está madame Page.

—Madame Page…

—Claire. Claire Page. Su marido está paralítico. Ella es muy guapa, tiene clase.

—¿Estás enamorado de ella?

—No. Me gusta verla, sentir su perfume.

—Solo, estás muy solo… ¿Qué haces los domingos?

—Cojo el coche y me voy por ahí. Hay casas muy hermosas junto al lago. Casas diferentes a esta nuestra. Los fines de semana son muy largos. No tengo amigos, no quiero salir con nadie. Hay muchos españoles, los que trabajan en las organizaciones internacionales, como yo, y los otros, los obreros. Por cierto, Toy se interesa mucho por esa cuestión de diferencias de clase…

—Tienes que traer a Toy una vez. Él nació aquí… ¿Lo sabe, Edu? ¿Sabe Toy cómo nació, y de quién…?

—Toy debe ser él mismo. Que nada le condicione.

—Toy-juguete. Tu último juguete, Edu.

—Sí. Desde que supo el significado de su nombre en inglés se hace llamar de otra manera, Tony, por ejemplo, pero yo siempre le llamo Toy.

—Ah, Edu, estamos dentro de una conversación tan tonta… Y todo porque no me atrevo a decirte algo, pero es mejor que lo veas. Ven.

Fue entonces cuando me enteré del proyecto de la avenida. Desde la ventana, difusos e informes, se divisaban unos postes blancos, tubos de acero, cascotes… Dijiste: «Mira. Después, quieren esta casa. Demolerla, ¿comprendes? Están haciendo planos para desviar el cauce del río».

No dijiste más. Bajaste los ojos y te quedaste un momento encogida, como si tuvieras frío, o miedo. Yo moví la cabeza negativamente. No, nadie iba a demoler esta casa. Nadie.

—¿Cómo que no? —protestó tía Elvira—. ¿Quieres que te enseñe los papeles del Ayuntamiento?

—Guárdate los papeles del Ayuntamiento —le dije—. Esta casa es nuestra. De Elsa y mía, y nadie va a derribarla.

Tía Elvira, que cuando no se encontraba viajando se encerraba en su despacho con sus innumerables papeles, siempre había estado muy alejada de nosotros. Más que tía nuestra parecía una extraña que trabajara para nosotros, una empleada, un administrador. A mí me gustaba tía Elvira, ese aire fuerte que tenía, esa manera de andar, decidida, un tanto viril, que parecía impulsar el viento. Me gustaba observarla, bajo la lámpara, el pelo rubio iluminado mientras sus largos dedos lo desordenaban, su manera de quitarse las gafas y quedarse mirando un punto, probablemente para calcular una cifra, una cuenta… Ella se había hecho cargo de todos los asuntos de papá, y por eso estaba ahora al tanto del proyecto de la avenida que parecía anular a Elsa y que a mí, que lo acababa de conocer, me sublevaba. Ella, tía Elvira, no comprendía que yo me pusiera de parte de Elsa en un asunto que no tenía solución.

—Sé que con tu hermana es imposible hablar —me dijo—, pero vamos, creía que contigo sería otra cosa.

Yo la miraba. Tía Elvira no decía buenos días ni buenas tardes cuando entraba. Tampoco decía nada cuando se iba de viaje. Ya hacía tiempo que sus ausencias se habían prolongado, y hasta se había comprado un piso en Madrid, donde generalmente había llevado su vida y desde donde había movido sus relaciones para ayudarme a obtener el puesto en la Organización. Por eso, ahora, ante mi actitud terca, se encontraba tan anonadada que no sabía qué decir.

—Es el colmo de la estupidez… ¿Pero no comprendes que terminarán por echarla abajo? La gran avenida…

—Es sólo un proyecto. Pasarán años y…

—… y se os vendrá encima.

—¿Qué han hecho hasta ahora? Nada. Cuatro postes, o dos, no lo sé…

—Y un nuevo cauce para el río.

Elsa, que había estado escuchando detrás de la puerta, entró un tanto aparatosamente, avanzó hacia la mesa de tía Elvira y se inclinó hacia ella, furiosa.

—Tú nunca quisiste esta casa —le dijo—. Casi pensaría que tú misma la has ofrecido, como si fuera algo tuyo. Como cuando diste esas habitaciones para aquella tal señorita Eloísa y su escuela nocturna…

Ante aquellas cosas resucitadas, polvorientas, tía Elvira se quitó las gafas y miró a Elsa achicando los ojos, mientras prorrumpía en una risa bronca, impetuosa. Después, encendió un cigarrillo y nos echó el humo a la cara, como si quisiera insultarnos. Elsa salió tan bruscamente como había entrado, dando un portazo que hizo a tía Elvira arrugar la nariz.

—Si quieres velar por tu hermana, Edu, procura que no la entierren entre los escombros. Nunca la he comprendido. Ni a ti tampoco, pero, en fin, vayamos al grano.

Y abriendo carpetas, sacando papeles, tía Elvira comenzó a explicarme todo lo que yo tenía que hacer, los documentos que debía firmar y que hasta entonces ella había firmado en mi lugar, me informó de la cantidad ofrecida por el terreno, de la situación financiera de nuestros bienes, y yo, sin enterarme de nada, iba diciendo que sí. No me importaba en absoluto que las cosas se dieran por hechas. Yo estaba seguro de que mi voluntad sería más fuerte. Tía Elvira cerró sus carpetas, cogió su bolso y se marchó sin decir nada.

Elsa y yo la olvidamos. Olvidamos la avenida, que, como las catedrales medievales, nunca quedaría terminada. Se hacía de noche. La voz de Elsa me adormecía dulcemente: Mañana iremos a ver a la Vilma, puede que organicemos una fiesta, como antes, ¿te acuerdas, Edu? Aquellas noches, cuando bailábamos en el jardín, descalzos, y estaba esa chica que cuidaba de Toy, María José, y… ¿Te gusta dónde está el velador? El otro día estuve jugando con el rompecabezas sobre el velador. A cada cuadro le sacaba dos interpretaciones, la tuya y la mía. ¿Qué te parece lo que estoy pintando? Son dos niños que juegan al escondite. Lo vi en el rompecabezas… ¿Te gusta, Edu? Fabuloso, Elsa, me gustan esos puntos rojos. ¿Te acuerdas de cuando jugábamos al escondite por los corredores? No sé por qué, pero si ahora nos dejáramos perder por ahí tal vez no volveríamos a salir nunca, y yo debo salir, Elsa, debo volver a trabajar, ¿te das cuenta? No puedo dejarme atrapar por los rezos de las monjas, que están pegados a las paredes de las celdas, ni por los sonidos de las habitaciones de la trasera, cuando estaban la Aurora, la María Azul, la Salomé, la… la… la… Dalia. No, la Dalia estuvo después con nosotros. No temas, Elsa, no me hace nada acordarme de la Dalia, nada, nada… La veo todavía, cuidando de papá… Marta ya no estaba, ¿no? Se había casado. ¿Ves a Marta y a Gabriel? No, claro. Marta fue siempre muy despegada, Edu, si rio, acuérdate del día de su boda. ¿Y los abuelos? ¿Estaban los abuelos cuando…? No me acuerdo, no quiero acordarme, Elsa, porque tengo que volver. Pero regresarás, ¿no es cierto que regresarás? Tenemos que impedir que esa avenida avance, he fingido olvidar el asunto, pero no puedo, tenemos que hacer lo que sea para impedir esa obra. Yo conozco al hijo del alcalde, Efrén… Venía cuando hacíamos esas fiestas en el jardín. Y el río… desviar el río… eso no es natural, pero son capaces de todo, por eso tengo miedo cuando miro y veo esos cascotes blancos, esos hombres que vienen a medir el terreno, esos postes que se acercan, se acercan…

Se acercan, me hablan, se acercan, les miro, digo una frase cualquiera, los observo y no los reconozco, o no me reconozco entre ellos, dejo pues de mirarlos, abro mi cartera y repaso una traducción donde hay una falta no sé dónde y que tengo que encontrar antes de dársela a Cristina para que la pase a máquina. Desisto, no sé dónde está la falta, a lo mejor no la hay, volveré a leer la traducción en el hotel. Es necesario que lea muchas veces mis traducciones, pues a menudo se me escapan cosas que no tienen nada que ver con el reglamento interior, ni con el programa de trabajo, ni con el punto seis o siete del orden del día. Me distraigo, ahora me distraigo más que cuando llegué a Ginebra, hace años, cuando a Claire la llamaba madame Page y yo estaba tan solo, tan perdido en una ciudad que me parecía la más fría y hermética que pudiera existir. Después, a raíz de la materialización de una de mis distracciones en un documento que fue a parar a sus manos, ella me pidió que la llamase Claire, como si el nombre de su marido no debiera contar entre nosotros.

Madame Page entró en mi despacho cuando yo llevaba solamente unos días trabajando en la Organización, y recuerdo que su presencia me produjo una sensación ambigua como de algo roto. Se presentó ella misma, me pidió un diccionario y se quedó inclinada sobre una página, mientras yo miraba su perfil.

La vivacidad y juventud de la secretaria habían quedado súbitamente eclipsadas. Madame Page comentó algo sobre la dificultad de los verbos españoles, pero en un castellano perfecto y sin acento. Después, cerró el diccionario, me sonrió levemente y se marchó dejando tras sí un perfume caro y un viento curiosamente fresco en aquel despacho cargado de humo de cigarrillos.

—Oh, qué clase tiene —exclamó entonces la secretaría, y luego, como con rabia, añadió—: Claro, con su dinero una se puede comprar una docena de pelucas y estrenar un modelito cada semana…

Luego me enteré de que su marido, Serge Page, era alguien muy rico e importante, pero que estaba paralítico, lo que evidentemente dibujaba en el rostro de su mujer esa especie de sonrisa resignada, más bien triste, que la hacía tan atractiva, y según Cristina, tan ridícula.

Al principio, era una sonrisa tranquila, una expresión dulce, pero poco a poco, en mis consultas de textos jurídicos con la exquisita, la elegante madame Page, fue una expresión atormentada lo que su rostro maquillado dejaba traslucir. Se la veía recorrer los pasillos, algo inquieta, como si buscara documentos que no existían más que en su imaginación, y yo aspiraba siempre, casi tragaba, ese eco de insatisfacción y tristeza que la seguía a todas partes. Rara vez llevaba el mismo vestido, el mismo peinado (la misma peluca, decía mi secretaria). Era evidente que trataba de llamar la atención. Yo, sin embargo, nunca le hice el cumplido que ella buscaba, que necesitaba, en realidad, pues como decía Cristina no le debía resultar muy divertido estar casada con un hombre acabado.

Por eso a Claire le gustaban los cocteles, las asambleas y los viajes. Eran ocasiones para olvidar, para salir de sí misma. Como su trabajo. Instrumento imprescindible de la Secretaría, era además sumamente eficaz para las relaciones públicas, y en su villa de Genthod, junto al lago, organizaba reuniones y fiestas que siempre eran un éxito.

Fue en una de aquellas reuniones cuando empezó a ocurrir algo entre nosotros, en realidad, hasta estos días de la asamblea, lo único que había ocurrido. Claire me presentó a Serge, con el que estuve hablando unos minutos, yo algo contraído, pensando en otras cosas, y, como siempre, añorando el momento de encontrarme solo. Pero tuve que mirarle a los ojos y esforzarme en buscar temas de conversación. Me di cuenta entonces de que Serge tenía el aspecto de una persona que ha sido vaciada de su sangre. Algo pasivo, patético. Se sometía y se resignaba a una fuerza contra la que no podía luchar. Dejé de mirarle y pensé en las noches solitarias de Claire, insomne, atenta a todas las llamadas. Después, sentí que me hundía: papá también estaba amarrado a una silla y, cuando quería algo, golpeaba el suelo con su bastón, una, dos, tres veces, mientras Elsa y yo conteníamos el aliento y mirábamos hacia arriba… Tal vez papá murió porque aquella vez no le oímos…

—Creo que mi mujer le está llamando… —la voz de Serge me asustó y él me miró con cierta extrañeza—. Querrá enseñarle el jardín.

Me disculpé y fui a reunirme con madame Page, que animada por dos o tres whiskies me pidió entonces que no volviera a llamarla así. «Ya nos conocemos bastante —añadió—. Sí, cada uno se retrata hasta en los documentos que traduce».

Debí ponerme pálido o rojo, pues Claire me miró, rió alegremente y se cogió de mi brazo.

—¿Te gusta la villa? —me preguntó—. Era de los padres de Serge, pero yo he hecho algunas modificaciones. Cambié la disposición del jardín, que era demasiado geométrico…

Había también una pequeña playa privada, con algunas barcas descansando sobre la grava.

—En verano, el agua del lago está bastante agradable para nadar. ¿Te gusta pasear en barca?

Claire se sentó en una de las barcas y se puso a tirar pequeñas piedras al agua. De vez en cuando saboreaba su whisky y seguía hablando, indolente, sin preocuparse de sus demás invitados.

—¿Sabías que el lago Leman es el más profundo de Europa? Te confieso que esto me produce miedo. A veces sueño que me encuentro en el fondo del lago, con toda esa masa de agua sobre mí, y que, sin embargo, no estoy muerta…

Me senté a su lado y la miré. De pronto, Claire tenía algo de oscuro, de agitado. La barca se movió ligeramente y el vaso cayó contra la grava. Ella observó el líquido derramado con una expresión de desaliento. Era la clase de mujer que sin alcohol ni tabaco se encuentra perdida.

—Iré a buscarte provisiones —le dije—. ¿O prefieres que entremos?

Ella negó con la cabeza. Regresé con dos vasos llenos hasta el borde, le di uno y le encendí un cigarrillo.

—Se está bien aquí —dijo—, y me alegro mucho de que estés a mi lado, de que hayas aceptado venir.

—¿Por qué?

Claire se desconcertó y no supo qué responder. Claire, después lo comprobaría, no comprendía la brusquedad, la aspereza, lo directo. Claire estaba tan acostumbrada a flotar en su mundo, en su comedia, a que los demás se adaptasen a su modo de ser, que ese ¿por qué? que yo le había lanzado inocentemente le había hecho encontrarse perdida y algo ridícula, pero también era lo suyo dominarse, pues sonrió, se acarició el pelo y dijo:

—Me gusta estar rodeada de gente, de amigos. No pensar en mí misma…

—Es totalmente inútil pretender no pensar en uno mismo —repliqué.

Claire bebía y fumaba con una exasperación que ya se reflejaba en sus ojos, cuando me miraba, decidida a romperse, a entregarse, y una lágrima resbaló por su mejilla, una lágrima gruesa y transparente, impregnada del color de su maquillaje.

Sin embargo, su voz seguía siendo tranquila:

—No tenías por qué haber venido si no te apetecía. Pero te has dicho a ti mismo: bien, conviene que haga un poco de vida social, sacrificarme de vez en cuando. Te he observado… Oh, perdóname, no sé si decírtelo…

Me volví hacia ella:

—¿Decirme el qué?

—Pues bien: una vez necesitaba una traducción y fui a buscarla a tu despacho. No estabas. Recuerdo el título: «Reglamento Interior del Comité Ejecutivo», Encontré la traducción y la dejé sobre mi mesa. Poco después, comencé a leer, y el texto trataba, naturalmente, del reglamento interior, pero sólo unas treinta líneas. Después… la traducción se interrumpía, y me encontré ante una especie de relato extrañísimo, tal vez tu propio reglamento interior. No te oculto que me interesó más que la traducción que buscaba. Hablabas de tu casa. De una casa mágica que querías… ¿cómo se dice? reconquistar, eso, reconquistar, recuperar. Fuera como fuera. A uñas y dientes. Es más, a cañonazos… Y hablabas de una persona llamada Elsa, de una habitación donde te gustaba refugiarte, de las cocinas oscuras, de una casa de prostitución, hace ya mucho tiempo, cuando eras niño y te escapabas a mirar por las rendijas de las ventanas…

Me fui apartando de Claire hasta cesar de oírla, me apoyé contra un árbol y me dejé sacudir por un sentimiento de vergüenza, de rabia y hasta de miedo. Debí parecer de repente un niño descubierto en una mala faena, porque Claire sonrió, se acercó a mí y me apartó, con un gesto algo maternal, una mecha de cabellos que me caía sobre la frente.

—Te pido perdón por haber leído tu relato, pero no pude evitarlo. Me interesaba demasiado. Comprendí entonces que tú… vivías en otro mundo, que el de la Organización no te importaba nada.

Conseguí dominar mi rabia y aspiré el aire algo fresco que soplaba a través del lago. Intenté dar forma a una respuesta ambigua:

—No tienes por qué pedirme perdón. Probablemente me cansé de traducir y me puse a imaginar un relato.

Pero Claire sabía que ese relato era cierto.

—En efecto —añadí—, la Organización y su futuro no me interesan. Puede que mis traducciones sean buenas, pero me importa poco de lo que traten. Todo lo que no me afecta personalmente me da igual, ¿comprendes? Si tu querida Organización internacional se hunde, me quedaría tan tranquilo. Solamente trabajo por el dinero y por dar a mi hijo un punto de partida que no tendría si le hiciera volver conmigo a la casa.

Claire me miraba fijamente, esperando algo más, aún más, como si aquello que me había arrancado no fuera bastante, Por primera vez, experimenté un sentimiento de desprecio contra Claire.

—¿Y tú, por qué trabajas? —le pregunté—. ¿Necesitas depender de un sueldo?

Ella bajó la cabeza.

—Tal vez porque soy una pobre mujer insatisfecha que de ninguna manera está resignada con su suerte.

Su insinuación quedó flotando, indecisa. Podía besarla, pensé. Atraerla contra mi pecho y acariciar su cabeza. Entregarnos el uno al otro, consolarnos. Pero no ocurrió nada.

—Debo reunirme con los demás —dijo.

En el camino hacia la casa, Claire compuso su cara a fuerza de voluntad, se apartó de mi lado y se introdujo limpia, impecablemente, en el grupo formado en torno a su marido. Cuando me despedí de ella, le dije:

—Gracias, madame, hasta el próximo lunes… En la oficina.

En la oficina, los días crecían y se destruían tras las grandes ventanas. Vacíos, iguales. A veces, si no había trabajo, salía y caminaba hacia la OMS, o hacia el BIT, o me paseaba por los jardines de la ONU. Las siglas de las organizaciones internacionales me hacían reír. Me parecían abstracciones, diosas incomprensibles de un mundo de ideas.

Claire no se dejaba ver después de la última reunión en su casa. Había telefoneado para decir que estaba enferma. Un sábado compré un ramo de rosas, las dejé en el coche y el domingo decidí ir para ofrecérselas. Pero me detuve junto a la verja, caminé hacia el borde del lago. No me decidía a entrar. Soplaba la «bise» y hacía un frío insoportable. Tiré las rosas en el embarcadero de Genthod y regresé a casa. Poco después, llegó Toy y me dijo que había visto el coche mal aparcado, en un sitio prohibido y con un nuevo arañazo.

Cuando salí del Ministerio, a mediodía, hacía un calor seco bajo el cielo despejado, un cielo duro como una superficie de acero. Por la noche, helaría. Un taxi me dejó en el centro de Ankara. Caminé por el bulevar de Ataturk, tomé algo en una cafetería y me adentré en la ciudad vieja. Distraído, me perdí en un laberinto de callejas miserables. Había tiendas de cosas usadas, con mujeres sentadas en el umbral, arrebujadas en vestidos negros e informes, pasivas y algo siniestras. Por un momento, me creí en las galerías polvorientas de la casa, con sus cuartos atestados de trastos inútiles y esas monjas que no había llegado a conocer, pero cuya presencia imaginaba claramente. La visión de una mezquita me reintegró a la realidad, y tuve la sensación desagradable de encontrarme desterrado. Desemboqué en una calle ancha que descendía hasta terminar bruscamente en un descampado para recomenzar más allá, al borde de una colina poblada de casas bajas y coronada por los minaretes de mezquitas sin interés. Una multitud exclusivamente masculina se arremolinaba en torno a los puestos. Según la costumbre, los hombres iban cogidos de la mano, de modo que a veces me tenía que apartar para no tropezar con ellos. Alguien me seguía, sin duda, pero cada vez que miraba hacia atrás no reparaba en nadie en particular. Sin embargo, mi instinto no me engañó: un hombre mugriento y oscuro me cogió del brazo y, al llegar a una esquina, me enseñó disimuladamente una especie de pasta marrón, machacada y brillante. «¿Le interesa por cuatro dólares?», me preguntó en inglés. Comprendí que era hachís… Por un instante, su sonrisa cínica y amarilla me hipnotizó. Me guardé la pastilla y le pagué en libras turcas. Su sonrisa me persiguió hasta el bulevar, como detenida en el aire, flotante, símbolo de un ensueño podrido. Hacía ya muchos años, para divertirnos, Elsa y yo fumábamos una mezcla de tabaco, té y aspirina que terminaba por sofocarnos y levantarnos un terrible dolor de cabeza. Elsa. Pensé comprarle algo, y de un tienda de souvenirs salí cargado con un gran paquete que llevé a la oficina de correos. Luego, llamé un taxi y me hice conducir al hotel. Creo que me dormí, o que empecé a soñar, tendido en la cama, las manos bajo la nuca. Elsa recibiría el paquete, miraría los objetos, los acariciaría e iría a ponerlos sobre los muebles, en la habitación, en la sala, en su dormitorio, entre las muñecas. Desde cada ciudad que visitaba le enviaba cosas. Después, juntos, lo miraríamos todo, yo le contaría… Sí, teníamos mucho tiempo por delante. Ahora, ella estaría en casa de la Vilma, sorda a los rumores que corriesen acerca de la destrucción de las obras de la avenida. ¿Y Toy? Volví a ver sus ojos inquisitivos, observándonos desde la escalera. Si alguien nos hubiera visto por el río, creerían que era Toy quien iba con Elsa, porque yo no había dejado una sola huella, nada…

El teléfono me despertó de mis ensueños, me asustó casi. Era Claire. Su voz me invadió en una agradable sensación de calma:

—Perdona por lo que ha ocurrido —- me decía—, pero no pude desprenderme ni un momento. Me arrastraron, me obligaron a almorzar con ellos, y estuve junto a un delegado de un país negro que hablaba un inglés espantoso… Ah, no importa que no hayas asistido a la sesión de esta tarde. Te has dormido, ¿no? En fin, tal vez sea mejor esta noche. Hay un cóctel en el Museo Hitita. Va a ser interesante picotear cosas sobre las tumbas…

Y Claire me convenció para asistir al cóctel que el Gobierno había organizado en el Museo Hitita, «para picotear cosas sobre las tumbas». Hubo, además, un concierto de arpa, y el Presidente, el Secretario General, los delegados, la fauna de la Secretaría, todos, parecían encontrarse en su ambiente, profanando las tumbas y lanzando miradas indiferentes sobre los oscuros relieves mientras devoraban y bebían sin parar. Apoyado contra una columna, me encontré otra vez solo, separado de Claire, y me divertí pensando en la escena que tendría lugar si cada asistente se entregara a hacer lo que le viniese en gana: estirarse, orinar contra una estatua, tocarse, gritar, desatarse en su autenticidad. La cabeza rubia de Claire flotaba como una flor desprendida de su tallo. Pude ver su vestido negro y su collar de brillantes, su perfil inclinado sobre un vaso, como si quisiera sentir el frescor del cristal. Yo me ahogaba entre el humo de los cigarrillos y el rumor de las conversaciones, consciente, sin embargo, de que la puerta estaba solamente a unos metros y que si quería podía salir y aspirar el aire frío de la meseta. ¿Qué me unía a Claire? ¿El amor? ¿El deseo? Yo sabía que no la quería y no estaba seguro de desearla. La atracción que ejercía en mí era algo que todavía no había averiguado. O tal vez sí. Era que ella sabía. Claire sabía. ¿Era temor, entonces? En cierto sentido, Claire estaba salpicada por el polvo de la casa. Ella había visto ese polvo sobre mi cabeza, sobre mi cara, bajo mis pies. Tuve un escalofrío de terror. Quizá hubo víctimas. Recreé mentalmente el trazado de la avenida, el antiguo cauce del río. No recordaba si había alguna casa, alguna choza…

Ça va…?

—Si quiere venir con nosotras…

Era el grupo de las secretarias: Cristina, Jacqueline, Brenda… que pasaban en aquel momento, como una bandada de gaviotas chilladoras, ruidosas, y que afortunadamente se alejaron sin esperar una respuesta. Sin embargo, pude oír el comentario de una de ellas, no muy lejos de mí todavía, un comentario cuyo tono compasivo me hizo sonreír:

—Ya ves, tiene un hijo del que se tiene que hacer cargo. Sí, aunque parezca tan joven, tiene un hijo que debe andar por los diecisiete años. Que sí, te lo aseguro…

Bebí un trago, tiré mi cigarrillo dentro de un ánfora y me acerqué a la puerta. Claire me alcanzó cuando ya salía.

—Estoy harta —exclamó—. Me acaparan, me persiguen…

—Eso es lo que te gusta —le contesté tranquilamente—. Por otra parte, ¿por qué te ocupas de mí? Yo estoy bien… Sólo que quiero dormir.

—¿Te importa si me voy contigo?

—No vas a causar buen efecto.

—Me da igual.

No le daba igual, sin duda, pero tal vez yo le importase más, aunque en el momento de salir, de escaparnos, casi, estoy seguro de que Claire sintió sobre su nuca el alfilerazo de las miradas de hasta los espíritus que habitaban las tumbas hititas.

Caminamos hacia el hotel. Claire se subía el cuello de su abrigo, tiritaba, mientras yo la sentía junto a mí como algo muy frágil, muy delicado, pero a la vez consistente como el acero. Y Volvía a repetirme que ella sabía, que ella se había dado cuenta de mi ausencia el fin de semana anterior, y temía que me dijera de un momento a otro: ¿Por qué me has mentido? También recordaría aquel maldito documento cuya traducción se convertía en un relato personal, en el que yo hablaba de defender la casa no sólo a uñas y dientes, sino también a cañonazos si fuera necesario. Después, pudiera ser que hubiera habido víctimas y que el suceso apareciera en todos los periódicos del mundo.

—¿Qué tienes? ¿Es el frío?

—He bebido mucho.

Claire me advirtió tenso y reconcentrado y no dijo nada más. En el hotel, pedimos las llaves y entramos en el ascensor. Para Claire había un ramo de flores y una tarjeta que no se molestó en abrir. Ella tenía su habitación en el segundo, y yo en el tercero. ¿Iba a acompañarla hasta la puerta, entrar con ella…? Mientras miraba sus flores decidí que no la acompañaría, y Claire me dirigió una sonrisa muy desamparada para desearme buenas noches.

Siguieron unos días enteramente cubiertos por el trabajo. Días de mal humor, de carreras nerviosas por los pasillos del Ministerio, de cóleras del Secretario General. Yo tenía la impresión de haberme convertido en un ordenador. Las traducciones parecían salir de la máquina de escribir por sí mismas, y Cristina me las arrebataba para hacer las copias. A veces, me detenía y miraba por la ventana: un paisaje seco, con el minarete de una mezquita al fondo. Volvía a sentir la conocida sensación de destierro. La mesa estaba abarrotada de documentos, folletos, rotuladores. La cartera, caída en el suelo, había dejado esparcido todo lo que contenía. Plutki, que trabajaba en un despacho vecino al mío, suspiraba de vez en cuando. Como no escribía a máquina, las traducciones se le amontonaban.

Claire entró cuando me encontraba en plena efervescencia, mascullando ante la inutilidad absoluta de lo que estaba traduciendo, y al principio no entendí lo que quería.

—Tu billete de avión —repitió creo que por cuarta vez—. Soy yo quien va a encargarse de cerrarlo.

—Tómalo tú misma —le dije—. Está en la cartera.

Claire musitó algo, quizá herida en su exquisitez por tener que inclinarse sobre la cartera y buscar ella misma el billete de avión. Noté que no era su día. Sin duda, Claire comenzaba a cansarse de la asamblea, del país, de la comida que no podía soportar, de los lavabos sucios del Ministerio, de todo, pues oí que murmuraba: «Aquí nada funciona, todo se improvisa, veremos el resultado de todo esto…»

Al fin, se marchó con el billete de avión, pero poco después estaba de regreso, agitándolo ante mí.

—Este billete no es válido —decía—. Este billete está usado, tiene la fecha del jueves y lunes pasados, y su trayecto es Ankara-Roma-Madrid, ida y vuelta. Ahora veo por qué desapareciste… En fin, no comprendo nada.

Mis dedos se quedaron quietos sobre el teclado de la máquina, pero me dominé y volví a escribir, mientras decía:

—Escucha, Claire, tengo mucho trabajo. Busca tú misma el otro billete en la cartera y déjame en paz.

—¿Te lo cierro para Ginebra o para Madrid? —preguntó, sarcástica—. Salimos el martes.

—Para Ginebra —contesté, siempre sin mirarla.

—Ah, también te comunico que este fin de semana hay una excursión a Capadocia. ¿Quieres que te apunte?

Asentí con la cabeza, sin pensar un momento en si iría o no a Capadocia. Lo único que deseaba era terminar las traducciones y salir a dar una vuelta. Cuando Claire se marchó, decididamente ofendida, me di cuenta de que no tenía nada más que hacer, de que todo estaba terminado. Mientras ordenaba los documentos, el temor se instalaba en mí y crecía como un cáncer.

Levanté los ojos y vi a Plutki frente a mí, pálido y esquelético como un cadáver, descompuesto, deshecho, pidiéndome ayuda: no avanzaba nada, decía. ¿Creía yo que le iban a echar, que el Secretario General le pondría en la puerta…? Si yo pudiera al menos hacerle la traducción más urgente a la máquina… Ya, el inglés no era mi idioma, pero él lo revisaría, y… Seguí mirándole. Era una ruina, una inmensa ruina que se desmoronaba, se desintegraba, se convertía en polvo.

—Haré lo que pueda —le dije—. Eso me evitará pensar en otras cosas.

Yo era demasiado amable, me decía Plutki. Yo era un ángel… Su salvación. La salvación de las ruinas…

Horas después, Plutki devoraba pastelillos en la recepción de turno. Cuando terminaba con el plato iba a por otro. No bebía ni fumaba. Sólo comía, como una carcoma, igual. Yo, en cambio, no podía tragar nada sólido.

—¿Se encuentra mal? Ah, hoy ha sido un día terrible.

—Sí, es eso.

Algunas de las secretarias parecían esforzarse en agotar sus conquistas. Rotas por el trabajo, conseguían aún pasar una noche de amor y recomenzar al día siguiente, con ojeras inmensas y manos como hojas secas sobre las máquinas de escribir. Todo lo cual criticaba Cristina, que ahora se esforzaba en hacerme creer que ella descansaba por las noches.

—Por eso le digo, yo ahora mismo me voy al hotel, y… Oh, ya veo que no me escucha. Está pendiente de madame Page…

Madame Page, los cocteles, la asamblea, las traducciones, Plutki… Huir de todo eso de una vez. ¿Dónde había metido la pastilla de hachís que me vendió aquel tipo? Los labios de Cristina seguían moviéndose. Me estaba recordando que al día siguiente salíamos de excursión a Capadocia.

A la mañana siguiente, avancé hacia el autobús, pero me detuve ante la puerta y no subí. Los que ya estaban dentro comenzaron a hacerme gestos para que me apresurara. Sentí un cierto malestar y retrocedí un paso. Tropecé con Claire.

Nos miramos un momento, como sorprendidos. Yo debía tener una expresión de terror, porque ella había abierto unos ojos muy grandes y me preguntaba en un susurro si me encontraba mal. Improvisadamente, me sentí atraído hacia ella.

La habría estrechado entre mis brazos, como para protegerme y protegerla, para hacerla mi cómplice. Creo que la decisión de no subir al autobús fue simultánea, pero Claire tomó la iniciativa para decir al conductor:

—Pueden salir sin nosotros.

Claire estaba en la terraza de mi habitación del hotel, aspirando el aire de la mañana como si quisiera disipar un mal sueño. Yo la miraba, semidormido aún, los ojos entreabiertos, y Claire parecía hacerse etérea, confundirse en el aire. Recordé su cara cansada de la noche, cuando se quitó el maquillaje: el pliegue junto a la boca, la redecilla de arrugas bajo los ojos, el cuello que comenzaba a perder consistencia, detalles que ella sabía muy bien disimular, pero que a mí me causaban un sentimiento de ternura, casi de piedad, casi de amor. Encendí un cigarrillo medio consumido y tragué el humo profundamente. Pensé que quizá Claire estaba en la terraza para huir de ese olor dulzón y picante del cigarrillo. Después, sentí sus manos sobre mi cabeza, dulces, frías, tranquilizantes, de modo que me dormí unos minutos y soñé con la casa, que estaba en la casa. Jugaba con Elsa al rompecabezas. «¿Qué ves aquí, Elsa?» «Una noche negra, con puntos rojos, luces amarillas.» «¿Y tú, Edu, qué ves aquí?» Una catedral en la que me he perdido, las alas de los ángeles llenas de polvo. «Mira las columnas, se confunden en la altura, se llenan de estrellas.» «¿Y esto qué es, Elsa?» «Ah, Edu, es una cara, una cara muy difícil, me da risa, parece la señorita Eloísa. Tenemos que pasar el examen de literatura. Parece que la señorita Eloísa se ha puesto en plan serio.»

Era también por la mañana, y desde la cocina llegaba el olor del pan recién hecho que Paca acababa de traer. Después de desayunar, Elsa y yo nos sentamos ante la mesa grande de la habitación y dibujamos mapas, escribimos el ejercicio de redacción y miramos nuestros cuadernos: listas de personas seguidas de notas, de marcas positivas o negativas. El nombre de la señorita Eloísa aparecía marcado con una cruz.

Eloísa había estado en casa hacía unos días, había preguntado por papá, y, como éste estaba enfermo, Paca la envió al despacho de tía Elvira, de donde salió después de una buena media hora, con una sonrisa bailándole en la cara gris. Tía Elvira la acompañó a la puerta, más alta y poderosa que ella, como anulándola, pero también con una sonrisa, una sonrisa postiza que dulcificaba un tanto su aspecto habitual. Esa sonrisa desapareció cuando la puerta se cerró detrás de la profesora, y tía Elvira pareció ponerse a pensar en otras cosas. Pero Elsa no la dejó y la siguió a su despacho.

—¿Sabes lo que quiere nuestra profesora de literatura? Una sala para clases, aquí en la casa. Piensa organizar una escuela nocturna. Clases para enseñar a leer a los obreros. ¿Qué te parece? Elvira ha dicho que sí, que cómo no, que a esta casa le sobran habitaciones, pasillos, celdas, patios…

Por eso habíamos puesto una cruz junto al nombre de Eloísa, que cuando tuvo al fin su sala, con bancos, pupitres, una pizarra, una mesa para ella, regresó para deshacerse en agradecimientos ante tía Elvira, que volvió a acompañarla a la puerta, deseándole mucho éxito y con la misma sonrisa que desaparecía cuando la otra se marchaba, menuda y parda, con un trotecillo alegre sobre la grava del jardín, su gran bolso, su peinado recogido, su ñoñería de solterona que jamás había conocido un hombre, pero, sin embargo, una enemiga en potencia para nosotros, porque había comenzado a tomar la casa, se había introducido en ella como un microbio, como un cáncer que iría creciendo, pues, «verás. Edu —me dijo después Elsa—, no pasará mucho tiempo para que decida ampliar su escuela nocturna, querrá más salas, más patios, vendrá a ver a Elvira, con nuevos proyectos. ¿Y qué puede hacer papá, enfermo como está?»

La ciudad consideraba aquella casa como una propiedad pública, un parque o algo así. Allí había existido un convento, y, como contraste, un prostíbulo; los gitanos acampaban en sus cercanías y se instalaban en las antiguas celdas de las monjas cuando hacía frío; durante la guerra civil se había convertido en una especie de cuartel, y en fin, ahora parecía llamada a la cultura, a hacerse un centro de lucha contra el analfabetismo.

—¿Te das cuenta, Edu? Va a llegar un día en que nos echarán de aquí…

Nos imaginábamos sufrir una presión, un empuje. Nuestro espacio vital se limitaba, las paredes encogían, y Elsa y yo moríamos asfixiados. Sin embargo, la próxima vez que la señorita Eloísa se presentó en casa no fue para una proposición de ocupación, sino de desocupación. En efecto, ella no se había percatado de que una construcción unida a la parte posterior de la casa, como una excrecencia innoble, era un prostíbulo regido por «una mujer abominable» a la que llamaban la Salomé. Tía Elvira la escuchó en silencio, ya un poco harta, porque la tal Salomé nos pagaba un buen alquiler por su negocio, y le contestó que no se preocupase, que ella estaba bien enterada de que pronto se promulgaría una ley que prohibiría las casas de prostitución. Las prostitutas se irían, pues, de la trasera. Yo me las imaginé salir volando, como mariposas de alas cansadas, posarse aquí y allá, en las esquinas, en los bares. Pero la señorita Eloísa, roja en lugar de gris, el pecho plano jadeante, proclamó que le había caído encima una nueva responsabilidad. ¿Quién sabía si sus alumnos, al salir de la escuela, iban a visitar a esas arpías, aprovechándose de la proximidad…? Elsa y yo nos reímos mucho de la señorita Eloísa, de su integridad ofendida y de ese resquemor que ya sentía hacia nosotros, resquemor que tenía sus raíces en toda la ciudad y que ella comenzaba a captar poco a poco. No nos reímos, en cambio, el día que volvió para hablar de un proyecto de ampliación de la escuela, una obra social para huérfanos, nuevas instalaciones, porque oímos decir a tía Elvira que lo mejor sería vender la casa, que de todos modos estaba ya «condenada». Fue entonces cuando hablamos del asunto con papá, con los abuelos, con Marta, pero papá apenas comprendía nada, porque sólo vivía en su enfermedad, los abuelos se limitaron a decir que Elvira estaba un poco chiflada y que no había que hacerle mucho caso, y en cuanto a Marta, que se iba a casar pronto, ni la casa ni lo que ella encerraba le importaba lo más mínimo.

Encerrados en la habitación, Elsa y yo pasamos una tarde haciendo proyectos, mascullando venganzas, alejados de aquella familia nuestra que era como una ruina en la que sólo nosotros teníamos la fuerza y la nitidez del cuarzo para continuar siendo reyes de un mundo que deseábamos reconstruir a modo de fortaleza, frente a la ciudad, frente al mundo. «Esa Eloísa —murmuraba Elsa—, esa beata, esa rata, nos la va a pagar, se va a tragar sus proyectos…» Y de pronto, la idea de destruirla, de aniquilarla, comenzó a producirnos una alegría feroz. Se trataba de adueñarnos de su persona, de aterrorizarla hasta obligarla a marcharse. Nos encontrábamos sumidos en la oscuridad y el silencio de la habitación, aliados en un mundo interno, de sombras, que nadie absolutamente podía comprender. La figura de la señorita Eloísa se alzaba frente a nosotros, con sus ropas pardas y largas, su cara gris, su pelo estirado, y Elsa y yo trepábamos por sus piernas, nos ocultábamos en sus vestidos y nos introducíamos en ella, en su alma, para conocerla hasta el punto de que llegara un momento en que supiera que nosotros sabíamos, que nosotros éramos sus dueños y que si quería salvarse no le quedaría otro remedio que huir.

Comenzamos por hacer que tía Elvira nos hablara de ella:

—Pobre, esa mujer me da pena —dijo tía Elvira—. Por eso he querido ayudarla. En su caso, sola, sin atractivo alguno, sin familia, se necesitan ideales para poder vivir, ¿comprendéis? Confieso que a veces me cansa, con sus visitas, con sus proyectos y hasta con sus historias personales.

—¿Qué historias? —preguntó Elsa, porque tía Elvira había terminado de hablar como si el asunto no tuviera otra importancia.

—Por lo visto, escribe un diario. Dice que, desde su adolescencia, está acostumbrada a anotar sus impresiones, y que eso le ayuda mucho, pues cuando termina sus clases y se encierra en su habitación es verdaderamente feliz con sus cuadernos, sus apuntes, sus libros… Ah, es curioso, ¿y qué tal es como profesora en el instituto? A vosotros os ha puesto siempre buenas notas, ¿no? Y ahora me imagino que tendréis el sobresaliente seguro…

—No comprendo ese interés por ayudarla —repliqué yo, hosco—. Esta casa es nuestra.

Tía Elvira encendió un cigarrillo y nos miró con cierto desprecio.

—Claro, a vuestra edad, ¿qué vais a comprender? —contestó—. De todos modos, meteros esto en la cabeza: yo soy la única que se ocupa de los bienes de vuestro padre y necesito tener buena prensa en la ciudad.

Bien, que tía Elvira cumpliese su misión, que nosotros nos encargaríamos de la nuestra. Elsa me hizo una seña con el pie y dijo que, en efecto, los ideales de la señorita Eloísa eran muy valiosos y que incluso ella misma se ofrecía a ayudarla. Por ejemplo, en la escuela nocturna, pues sin duda, la pobre, habría veces que se encontraría perdida entre los obreros a los que enseñaba a leer.

—¿No es cierto, Elvira?

—¿No es cierto, Claire? Desde aquella época comencé a defender mi paraíso. Por eso he vuelto. Por eso te has guardado ese billete de avión sobre el que no te atreves a insistir. No, no me sonrías con ese aire protector, maternal, porque estoy tan lejos de ti como lo estaba antes de conocerte. Y esta cama en la que hemos hecho el amor, esta habitación, tú misma, no tienen nada que ver conmigo, nada, de modo que cuando me considero en este marco, cuando me veo en una ciudad que no conozco, en una asamblea para la que trabajo como un robot, entonces tengo que evadirme como sea, para no vaciarme, no desintegrarme…

Pero Claire había hecho desaparecer la droga.

—No vuelvas a fumar eso —me decía—. Es cosa de débiles…

Abrí los ojos.

—No lo necesito —le dije—. En realidad, no lo necesito.

—¿Entonces…?

Luché por despertarme de una vez.

—Por lo menos, tú deberías haber ido a la excursión. Al Secretario General no le gustarán los rumores que empiezan a correr sobre nosotros, especialmente sobre ti, su asistente. En cuanto a mí, je t’en fous

—Yo también.

—No, es diferente. A ti te va todo esto. Tú formas parte de… la comedia. Tú eres una señora casada, muy distinguida…

—No empieces.

—Es la verdad.

—Se habla tanto de la verdad —musitó ella tristemente—. Y bien, ¿cuál es la verdad? ¿Que te quiero o que tengo que seguir con mi trabajo y con mi marido?

—Eres el tipo de persona que se las arreglaría para tenerlo todo a la vez.

—¿Cómo puedes…?

Claire bajó la cabeza. Por un momento, me recordó a la Dalia, cuando la Dalia bajaba la cabeza así, ante mis burlas o ante las recriminaciones de Elsa.

—Sé que te vas a ir, lo sé.

Asentí.

—Y que lo dejarás todo, incluso a tu hijo.

Asentí nuevamente.

—Y que si alguien quisiera impedírtelo lo aniquilarías.

Volví a asentir. Ella añadió:

—Pero yo te quiero.

No me quería. Me necesitaba en revancha de sus años de insatisfacción con su marido. Me necesitaba de tal modo que tenía miedo de ello. ¿Cómo me había dejado atrapar? Y, no obstante, sentí que ahora no podría alejarme de ella.

Pasamos el día en el hotel. Claire tenía ganas de llorar, y cuando vino el camarero para servirnos el almuerzo, se escondió en el cuarto de baño. El día fue decreciendo, el sol pasó ante el balcón, hubo un breve incendio rojo y después comenzó a extenderse por la habitación un azul acuoso, cada vez más oscuro, hasta que surgieron las primeras estrellas. Claire dijo algo a propósito del cielo de Ankara. Ella tenía su cabeza sobre mi pecho, y yo pensaba que, de niño, los colores del cielo y del aire tenían otro sentido. Un sentido que debía reconquistar, o al menos volver a comprender.

Sentí que Claire se incorporaba e intentaba mirarme.

—¿En qué piensas, por el amor de Dios? ¿Dónde estás…?

Suavemente, hice recaer su cabeza contra mi pecho.

—Pensaba en los colores. O en el aire, no sé… En cómo vencer el desgaste de las sensaciones…

Pero ella se echó sobre mí y me cerró la boca con sus labios.

No, no era yo quien huía hacia atrás en el tiempo, era el tiempo el que volvía a mí, sin que yo hiciera nada por buscarlo ni por impedirlo, porque siempre que hacía el amor encontraba la cara y el cuerpo de la Dalia, amarrada a la cama, y era esa visión, ese recuerdo, lo que más me excitaba, la Dalia, su cuerpo aún no hecho, como tronchado, su cuerpo de prostituta poseído por los obreros, los soldados, los viajantes de comercio que iban a la trasera, y, sin embargo, el cuerpo de Claire era fino y hermoso y tenía un olor que en nada se parecía a aquel tufo de sudor y perfume barato que la Dalia irradiaba. No, no es, me dije, no es ella, jadeando, gimiendo como si muriese, tengo que saber que no es la Dalia, esta vez no quiero que el tiempo vuelva a atraparme. Claire, tú no tienes nada que ver con esa prostituta apaleada, no te dejes hacer daño, impídeme hacerte daño. Pero Claire, cuando mi cuerpo cayó del suyo, me miró sonriendo, los labios ensangrentados, las mejillas rojas y el pelo desordenado impregnado en sudor. Por un instante, debido a que su sonrisa duraba demasiado, pensé que estaba muerta.

—Claire… —murmuré—. Claire, ¿qué te ocurre?

Ella abrió su sonrisa y la sangre comenzó a escurrirle por los labios, pero cuando quise limpiárselos con un pañuelo, me apartó la mano y dijo:

—Deja, deja que la sangre se escape si quiere… Soy tan, feliz… ¿Sabes? Tengo la impresión de haberte arrancado de tu mundo, de esa abstracción… ¿Por qué te ríes?

Me reía porque había sucedido todo lo contrario de lo que Claire suponía, pero no quise herirla, no quise que supiera que era mi imaginación la que me había encendido de ese modo. Por otra parte, Claire tenía algo de razón, y mi instinto saciado me hacía encontrarme muy bien junto a ella, tranquilo, casi dichoso, con espléndidos trozos de futuro flotando ante mí: días radiantes como los de la infancia, días en los que todo se hacía por primera vez. El jueves fue el día en que Elsa perdió su muñeca, el domingo fue el día en que registramos los muebles de la abuela. Claire, por su parte, insistía:

—En realidad, Edu, el mundo está en el tiempo, y nadie puede atraparlo, porque hasta ahora sólo podemos viajar por el espacio —y mirándome de un modo muy significativo añadió—: Que es lo que tú haces, en realidad.

Comprendí que aludía a mi fuga de la semana anterior. Ahora, pensé, ella se creería con derecho a saber, a indagar, a averiguar cosas. Mi bienestar de hacía un momento comenzó a dar paso a la inquietud. Me incorporé en la cama y sentí una especie de vértigo. Las aguas del río crecido volvieron a retumbar en mi cabeza. Conseguí dominarme y adopté un tono desenfadado:

—No, yo viajo por el tiempo. Yo puedo decrecer: cumplir treinta, veinte, quince años…

—Ya. Lo tuyo no es la lógica, sino la literatura.

Volví a echarme junto a ella, enredé con las puntas de sus cabellos.

—La literatura, sí. La señorita Eloísa, ¿sabes?, me daba siempre sobresaliente. Y terminó mal, la señorita Eloísa. Mal o bien, depende, pues le dimos algo a cambio… ¿Pero para qué voy a hablarte de ella?

—Deberías hablarme de todo, de todo lo que te pasa, de todo lo que te ha pasado. Así tal vez te desintoxicaras, aceptaras el mundo real, el momento en que vives. Como hoy. Como hoy me has aceptado a mí.

Yo junté las manos, subrayando así mis palabras:

—Te acepto, acepto este mundo y te acepto a ti, y pienso que dentro de muchos años añoraré este día que estoy pasando contigo, aquí en este hotel, en esta ciudad, incluso la asamblea…

—¡La asamblea! Para ti no es más que una comedia.

—No soy tan poco considerado. Las asambleas y la Organización me permiten ganarme la vida.

—Y piensas dejar tu trabajo…

—Quiero escribir. Dedicarme a escribir cosas mías, cosas que yo pienso, que yo recreo. Escribir sobre la casa y sobre Elsa, sobre todo…

Tu manera de escribir será huir del mundo.

Yo huyo del mundo.

—¿Por qué?

—Porque el mundo no me interesa. No me importa la guerra, ni la política, ni nada. ¿Qué quieres? Solamente me interesa lo que pueda afectarme personalmente.

—¿Yo, quizá?

—En la medida en que me afectas, sí. Y a pesar de todo, soy un comediante más. Lo reconozco. Formo parte de una organización cuyo trabajo y cuyo futuro me tienen sin cuidado. Me aprovecho simple y llanamente de ella.

—¿Qué piensa tu hijo?

—Toy no me aprueba, lo sé. No hay más que ver sus amigos, su manía de mezclarse con los obreros. A él le interesa la política, la guerra, todo eso. Y sé que algún día vendrá a insultarme.

Claire, sentada sobre la cama, todavía desnuda, hacía esfuerzos por comprenderme. ¿Era yo un monstruo o una persona brutalmente sincera?

—¿Te das cuenta, Claire? Me gustaría el mundo si fuera mío. Por eso, porque no puede serlo, no me interesa, y entonces, es mi mundo solamente en el que puedo ser rey.

—Si todos pensaran como tú…

—¡La eterna réplica!

Claire se acaloró, adoptó ademanes de guerrillera:

—No señor, si todos pensaran como tú, el mundo se iría…

—A la mierda. Dilo. Y yo te pregunto a mi vez: ¿y en dónde está? Aprende una cosa: quienes se rebelan contra el tirano terminan por convertirse en tiranos. ¡Buf!, me da asco ver esa gente que lucha porque no tiene nada que perder. Y no me contradigas: tú formas parte de una clase privilegiada. Como yo. Tú lucharías igual que yo por lo que es tuyo. Tú no cederías una planta de tu villa para formar en ella una institución benéfica…

Claire rió con ganas, se abrazó a mí y terminamos rodando por el suelo, mientras yo me preguntaba qué impulso extraño me llevaba a descubrirme poco a poco, hasta poniendo ejemplos parecidos al de la construcción de una avenida que aplastaría mi pobre, mi viejo reino.

Mientras trasteaba en la cocina, Paca cantaba sin parar, unas veces muy alto, otras como murmurando, estrangulando la voz cuando hacía algún esfuerzo violento. Frecuentemente, Paca olvidaba la letra de sus canciones, y ella misma inventaba las palabras, que en ocasiones no tenían sentido, no llenaban por entero la melodía o se salían de ella, como un cuerpo extraño y sin gracia. Brazos escurriendo agua, manos rojizas, frente sudorosa, Paca trabajaba maldiciendo y cantando, y se quedaba como absorta cuando terminaba sus faenas. Con los ojos vacíos, parecía preguntarse: «¿Y qué hago ahora?». Igual que una máquina parada, así era Paca cuando terminaba su trabajo.

No sabía exactamente si me iba adueñando de Claire con mi propia historia o era ella quien se adueñaba de mí. Yo hablaba sin querer, alentado por el alcohol y por la sensación de tranquilidad que Claire me hacía sentir al integrarse en mi mundo. Aquella mañana habíamos llegado con retraso a la sesión de clausura, y, por consiguiente, nos hicimos notar demasiado, justamente después de nuestra ausencia en la excursión. Claire ocupó su puesto en la mesa situada junto a la Presidencia, pero esta vez con un aire ausente, soñador, sin tomar una sola nota y sin siquiera aplaudir al Presidente cuando éste terminó su discurso de despedida y expresó su agradecimiento por haber sido reelegido. De vez en cuando, el Secretario General miraba a Claire, y ella me miraba a mí, mientras que yo procuraba desviar los ojos hacia otro punto. Tampoco yo aplaudí al Presidente, y cuando todos se levantaron me retiré hacia el gran ventanal del fondo y miré distraídamente la banda de música, que atacaba un himno estruendoso. Bien, la representación terminaba. Sentí a Claire junto a mí.

—Vámonos —me dijo—, vámonos antes de que me atrapen. Estoy segura de que se ha dado cuenta de todo.

—¿Quién? —pregunté, aún ensimismado.

—M. Vautel, quién va a ser, el Secretario General…

M. Vautel… William Vautel… El Secretario General dejaba de ser un ente abstracto y se convertía en un posible peligro. Me volví hacia Claire.

—¿Crees que va a decir algo a tu marido?

—No, de ninguna manera, pero puede que te lo diga a ti…

Hice el gesto de que no me importaba e impulsé a Claire por el brazo. Salimos apresuradamente por una puerta lateral y tomamos un taxi. Almorzamos en un restaurante del centro, paseamos por el bulevar y regresamos al hotel. Yo hablaba. Claire, aliada y enemiga, peligrosa y confiada, entraba en ese lejano paréntesis sombrío, en un mundo que viajaba entre ondas y que no cambiaba nunca, pues me llegaba tal como fue, cristalizado para siempre, pero con una puerta abierta para volver a entrar.

Generalmente, Paca encontraba pronto otra ocupación. Coser, repasar la ropa. Entonces, Paca cantaba en murmullos, sin palabras, la lengua rosa entre los dientes, la frente arrugada sobre la misma idea misteriosa. Una vez que la vi inclinada ante una camisa, esperando a que la plancha se calentara, Paca me pareció una esfinge, una diosa primitiva e impasible. Casi sentí terror. Siempre que pienso en Paca me la represento así. Sin edad, las manos cruzadas sobre la plancha, los ojos quietos y ese murmullo de la canción bailándole en los labios… Había otra criada en la casa, Mauricia, una mujer negra y delgada que se ocupaba de las gallinas. Mauricia se paseaba por el corral, manteniendo en su cara una sonrisita algo estúpida y haciendo pi, pi, pi, como un pájaro idiota. A veces, Mauricia hablaba sola o se entregaba a un diálogo imaginario con sus bichos. Por lo general, Paca y Mauricia estaban siempre enfadadas por asuntos domésticos, historias de sartenes o de escobas…

Si me callaba un momento, Claire esperaba, sin hacer un gesto, sin formular una pregunta, y yo, tendido junto a ella, seguía hundiéndome, hundiéndome, hundiéndome.

La familia estaba supeditada a las cosas, a los objetos, a los muebles, a las habitaciones, a las criadas, a los gatos, su esencia se extendía por las paredes y las impregnaba… Así, nuestro padre murió un día en que Elsa y yo jugábamos con el rompecabezas y olvidamos que tía Elvira nos había dejado el papel con el horario de sus medicinas. El rompecabezas era muy antiguo. No sé cómo había llegado a nuestro poder, porque yo siempre lo vi allí. Elsa lo sacó de un mueble, y dijo: «Mira, Edu», y nos pusimos a jugar. Nos tirábamos los cubos el uno al otro. En los cubos, había trozos de casas, de ríos, de árboles, de estrellas, pero, sueltos, formaban cada uno algo misterioso y de ensueño que podía interpretarse de innumerables maneras. Cuarenta cubos, doscientas cuarenta visiones con sus historias correspondientes. Además, la penumbra, la claridad o el sol que penetraba por la ventana de la habitación, creaban alucinaciones que nos llevaban al fondo de nosotros mismos. Y mirando aquellos dibujos incoherentes, Elsa me pedía palabras, y yo le decía: «Piedra, soneto, catedral, noche, tú…», y ella contestaba, y así nos olvidamos de papá, inmóvil en la habitación de arriba.

O quizá no fue por causa del rompecabezas. Puede que nos quedáramos en las habitaciones de los abuelos para curiosear en sus armarios. Siempre surgían cosas de brillos apagados, fotos, rosarios y dijes que Elsa se llevaba para adornar con ellos sus muñecas.

También pudo ser culpa del asunto de la señorita Eloísa, cuando buscábamos un arma para atacarla y hacer que se marchara y olvidamos todo lo demás. O aquellas fiestas del verano, en el jardín, Elsa bailando descalza, al son de las guitarras y de las palmas de sus compañeros de la escuela de arte…

El caso es que papá murió un día de aquellos. Ni Elsa ni yo le habíamos clavado un cuchillo en el corazón, pero una culpa sombría se extendió sobre nosotros, una culpa que se instaló como un bicho en nuestro cuerpo.

Y esa culpa, todas nuestras culpas, Claire, eran ya nuestra propia esencia, lo que nos fue apartando, dividiéndonos, alejándonos. ¿De qué? No lo sé. Tal vez del mundo de fuera. Elsa y yo éramos criaturas internas y, cuando salíamos, algo había en nosotros que llamaba la atención. Elsa, por ejemplo, no era tan bonita como Marta, no tenía la presencia ni la elegancia de Marta, ni sus cabellos rubios, ni su busto redondo, ni la femineidad de sus caderas. Y, sin embargo, era a Elsa a quien más miraban en la calle. Era Elsa quien más destacaba. Incluso los ojos de Gabriel, ya en vísperas de su boda con Marta, se detenían en Elsa, entre sorprendidos y hechizados. En esos momentos, yo me preguntaba si había algo entre ellos, si a última hora Gabriel iba a cambiar de idea. De todos modos, Elsa no se preocupaba. Elsa me había repetido que no se pensaba casar nunca, y, por otra parte, tampoco era la clase de muchacha a la que un hombre pensara unirse para siempre. Elsa no inspiraba nada estable, nada seguro. Era muy difícil saber cuándo Elsa hablaba en serio o se estaba burlando, y no resultaba sorprendente verla sonreír cuando por dentro le corrían los demonios. Elsa representaba la aventura, no el matrimonio: representaba lo inquietante, lo extraño, la pasión. La mayoría de los muchachos de la ciudad desearían tener una mujer como Marta, una amante como Elsa. Ella lo sabía. Le gustaba escandalizar. En verano, Elsa se ponía un vestido rojo, o violeta, ceñido, como un latigazo, y se iba a pasear sola, se sentaba sobre una piedra y miraba las aguas del río. Lo que más me gustaba de Elsa eran sus ojos claros bajo la sombra de su pelo, las líneas marcadas, exactas, de su silueta delgada, su forma de andar, su risa estruendosa o susurrante, su manera de jurar o de silbar a un perro. La recuerdo espiando mi regreso desde la ventana de su cuarto; vestida, disfrazada con viejos trajes y trapos sacados de los baúles de la abuela; bailando en el jardín como una gitana de las que merodeaban por el río y por la casa. Marta había dicho a Gabriel que si no la sacaba pronto de aquella casa se iría ella misma, tomaría un tren y se marcharía para siempre.

¿Te das cuenta, Claire? Hay muchas clases de mal: el mal de Elsa y mío y el mal de Marta. Tengo que dar muchas vueltas en la cabeza para saber cuál de los dos males mató a papá. A veces, creo llegar a la conclusión de que Elsa y yo somos totalmente inocentes. Papá murió porque tenía que morir, la señorita Eloísa se marchó porque le convino, la crecida del río rompió los diques…

—¿Qué diques? —preguntó Claire.

Dije que era una metáfora, y me apreté mucho contra ella, porque era el último día que nos quedaba y porque quería hacerla muy mía: no temerla, fría y aparte, celosa, dispuesta a descubrirme con sus pruebas.

—Un día me llevarás contigo, y viviremos encerrados, tú y yo…, en un mundo para nosotros solos.

Junto a mis manos, que la acariciaban, la garganta de Claire era tan frágil, su cuerpo tan débil bajo el mío, que hubiese bastado una ligera presión para terminar con ella, disipar la amenaza, escapar de la trampa, pero sin duda sería más prudente dejar resbalar mis manos sobre ese cuerpo y calmar su avidez. Y después, decirle que mis historias de la casa, los relatos que se intercalaban en mis traducciones, no eran otra cosa que el intento de hacer una novela sin fin ni principio.

El taxi que tomé al salir del aeropuerto de Ginebra se detuvo ante un semáforo; delante, el taxi de Claire continuó avanzando hasta perderse en la circulación. Antes de partir, ella me había puesto una mano sobre el hombro: «Gracias por los momentos que has pasado conmigo», me dijo, y no sé por qué me pareció una frase estudiada, premeditada y patética. Me imaginé a Claire entrando en su casa. Besaría castamente a Serge, hablaría de la asamblea, de Ankara, y sentiría una piedad infinita por él, y después, a solas, pensaría en mí y en esos momentos que me agradecía. Para terminar, no podría conciliar el sueño. Recordaría mis relatos, mi fuga de aquel fin de semana, sonreiría a veces y a veces tendría ganas de llorar. Separada de mí, yo sentía a Claire como la huella de una espina, algo que me faltaba y que a la vez desearía no haber tenido. El hecho de que ella supiera, sospechara algo oscuro en mis actos, me ligaba a su vida de una manera dolorosa, porque yo, en realidad, no la quería, no podía incluirla en mi espíritu, y todo lo que había sucedido entre nosotros me intranquilizaba. ¿Por qué le había hablado de la casa? ¿Por qué le había confiado mi capacidad de destruir? Ah, el día en que ella me odiase, pues estaba seguro de que Claire terminaría por odiarme, se levantaría contra mí, jugaría con mis actos y hasta me atacaría. Al igual que la señorita Eloísa, al igual que Marta e incluso al igual que los trabajos desaparecidos de la nueva avenida, Claire se dibujaba en mi espacio mental como un nuevo enemigo.

Hice entrar las maletas en el ascensor, me miré en el espejo y me sonreí a mí mismo. Al fin iba a estar solo. Me emborracharía de soledad. Sembraría mis ropas sobre la moqueta, tomaría un baño, me prepararía una bebida. Olvidaría la asamblea, las conversaciones con Claire, todo. Dejaría que mi mundo se cristalizara en mi mente. Integro, inmodificado.

Sin embargo, al entrar en el apartamento advertí la presencia de Toy. Una chaqueta suya, de ante usado, estaba en el perchero. Percibí su olor a juventud, a verdor. No sentí ninguna contrariedad. La presencia de Toy no me inhibía. Abrí la puerta de su dormitorio, mientras me juraba no pedirle explicaciones, no preguntarle nada. No fue tampoco necesario: Toy dormía. Seguía durmiendo diez horas después, cuando a la mañana siguiente salí del baño. Volví a entrar en su cuarto y vi que apenas había cambiado de postura. Sin duda, un largo viaje le había rendido. Dios sabía cuánto tiempo habría tardado en llegar desde la casa, pues debería haber hecho auto-stop. Pensé, estremeciéndome, que esa cabeza dormida contenía la solución de lo que me preocupaba. Él sabía. Y yo tenía miedo de saber lo que Toy sabía. Miedo de que mi mundo cristalizado se resquebrajase. Volví a mi cama y encendí un cigarrillo. Desde la cama, cuando miraba hacia la ventana abierta, me parecía encontrarme suspendido del cielo. No se veía un tejado, ni siquiera la montaña del Saléve. Estaba lejos de la tierra, de mi tierra y de la tierra que no era mía, intacto para saltar después a la casa y perderme en sus corredores, en sus patios vacíos.

Toy entró en mi habitación y se detuvo frente a mí, esperando una bronca o algo parecido, pero yo no le dije nada, y entonces me miró profundamente. Esperé, temblando, lo que iba a decir, pero Toy movió la cabeza y exclamó, simplemente:

—Me aburría…

Y como no le preguntaba nada, continuó:

—Se viaja mejor en avión, ¿no es cierto? He tardado varios días en llegar. Primero, un tren hasta Madrid. Luego, otro tren. Después, auto-stop. Caí en la cama como un fardo y me dormí en seguida. No te sentí llegar. ¿Qué tal la asamblea?

Pero fue él quien continuó hablando:

—Además, Elsa me animó a venir. Decía que se iba a vivir una temporada a casa de una amiga suya. Vilma, me parece. Que la casa estaba húmeda…

—Así, pues, no te gusta estar allí —murmuré, sin encontrar otra cosa que decirle.

Toy hizo un gesto de extrañeza, como si el hecho de que a alguien le gustara esa casa fuera una barbaridad.

—¿Gustarme? —repitió.

Apreté los dientes. ¿Cómo Toy podía ser hijo mío? Toy era mi antítesis. A Toy no le gustaba la casa, no comprendía a Elsa. A pesar de nuestro parecido físico que pronto nos haría pasar por hermanos, Toy pensaba en otras cosas. Sin duda, estaba en el comienzo de esa edad idiota de pelos largos, pantalones raídos y viajes en auto-stop. Esta vez sentí rabia contra él y contra su juventud. Él tenía otras cosas en que pensar. Él despreciaba mi mundo, no lo comprendía. Bueno, ¿y qué? Allá él. Desecharía la vieja idea según la cual un día Toy sería igual que yo, una continuación mía, que heredaría la casa y la conservaría, la haría heredar a su hijo, y su hijo a su hijo… Desecharía esa idea, pero le obligaría a que grabase en su mente el porqué de su nacimiento. La irracionalidad de su nacimiento. Algo surgido de un juego, de una burla, de la locura. ¿O ya lo sabía? Tal vez lo supiera superficialmente, pues recordaba haberle dicho algo a ese propósito con palabras que embadurnaban o dulcificaban la verdad, simplemente para que no viviera en el engaño. Pero tuve ganas de decírselo todo crudamente, hacer que se viera a sí mismo en los brazos de la Dalia, respirando el aire, su primer aire, de esa casa que ahora despreciaba. ¿Sabes, Toy?, le diría, tú naciste en la habitación más terrible de esa casa que no te gusta, tú naciste allí, hijo de una puta, eso es, sencillamente hijo de una puta. De la Dalia, que llegó del prostíbulo que había adjunto en la trasera para cuidar de papá. Iban a cerrar las casas de prostitución, y tía Elvira acogió a la Dalia, tuvo pena de ella, y Elsa y yo la hicimos aliada, víctima más exactamente, de nuestros juegos bárbaros. Pero claro, la Dalia, tu madre, no podía olvidar lo que era, acostumbrada a acostarse con soldados y carboneros, a que le pegasen. Y nosotros tampoco lo olvidamos. Inventamos un juego, una ceremonia, un rito: Elsa era la nueva dueña del prostíbulo, yo un cliente, y la Dalia me esperaba, tendida en una cama a la que Elsa le ataba pies y manos, no porque la Dalia no estuviera de acuerdo, sino para mejor recrear el ambiente de la trasera. Ah, Toy, en aquella habitación, la habitación en forma de T, la llamábamos, no había luz eléctrica y las velas daban a la escena una apariencia diabólica. Así te di vida, Toy, siendo todavía casi un niño y en uno de esos juegos algo terribles que los niños se inventan… Por eso no comprendo que la casa no te atraiga…

En cambio, le dije:

—Esa casa, hay que acondicionarla, ¿comprendes? Entonces quedará confortable y acogedora. Pondremos calefacción, muebles que busco aquí, en Suiza, pues ya sabes, en Berna se encuentran muebles de estilo casi únicos. Ya he hecho enviar algunos.

—Sería mejor que vendieras el terreno y te compraras otra casa —manifestó él, miserablemente, y mi mirada o mi palidez, no sé, le obligó a callarse.

Le veía allí, sentado en mi cama, algo confuso, y volvía a imaginarle en la escalera del vestíbulo, cuando la caja de las herramientas se había caído y después dimos la luz, sus ojos quietos que nos miraban sin comprender, sin saber qué estábamos haciendo. ¿O lo sabía en realidad?

—¿Sabes? —añadió en un tono aparentemente insustancial—. El río se desbordó y las aguas echaron a perder todo un proyecto de avenida…

Mis ojos debieron brillar como luces que se encienden, y el esfuerzo que hice por apagar ese brillo supuesto, por conquistar la falsedad de la indiferencia, me dolió en todo el cuerpo.

—Ah, ¿sí?

—Se rompieron unos diques y, como el viejo cauce del río estaba ya rellenado en parte, el agua se desbordó y lo anegó todo.

—Tanto mejor para la agricultura —añadí—. En nuestra provincia las sequías son terribles…

—¿Tanto como las inundaciones? —preguntó Toy, como acusándome.

—Depende.

—¿Depende de qué? —y esta vez había un tono insolente en su voz, casi furioso.

—Depende de si uno prefiere morir de sed o morir ahogado.

—¿Cómo puedes ser tan cínico?

Toy se puso en pie, los puños crispados, casi con lágrimas en los ojos, mientras mi cuerpo se inclinaba hacia el centro de la cama y la ceniza del cigarrillo caía sobre las sábanas.

—A ti nada te importa —continuó—. Que haya inundaciones o sequías, o terremotos, o guerras, te da igual.

—¿Y qué quieres que haga? —grité—. ¿Voy a arreglar si me pongo a llorar?

—No es eso, Pero ni siquiera has preguntado si ha habido víctimas, si…, en fin, no sé. Mucho preocuparte por esas ruinas, pero nada por lo demás, por…

—¿Ha habido víctimas? —pregunté sumisamente.

Pero Toy no veía más que la ironía, el sarcasmo, no el miedo que esa ironía y ese sarcasmo ocultaban.

—No sé si ha habido víctimas —respondió, luchando contra sus lágrimas—, pero puedo decirte que las aguas no rozaron la casa.

Después de un momento de silencio, que aproveché para levantarme, ponerme un pantalón y encender otro cigarrillo, Toy, ya calmado, pero amargo, triste, comenzó a rezongar:

—No sé para qué fui allí. No me gusta aquello. Ni la casa ni la ciudad. Nada de eso me gusta. Y sentí pena de esos mendigos que merodean por todas partes y que duermen en la capilla…

—¿Cómo? ¿Todavía hay gente que entra a dormir?

—Existen personas que son pobres —me espetó.

Y no sé por qué lo encontré tan teatral que esta vez mi temor desapareció, pues sus discursitos procedían de ideas pescadas aquí y allá, de sus amigos, sus lecturas.

—Personas que no disponen de una casa de cientos de metros cuadrados, de apartamentos, personas que no asisten a las asambleas, ni a los cocteles, que no viajan en avión… Tal vez una de esas personas haya sido arrastrada por las aguas —siguió diciendo.

Le cogí por los hombros y le zarandeé con violencia. No era ésta nuestra primera discusión, ni sería la última. Toy se rebelaba siempre y luego se dejaba aplastar por mi actitud final, unas veces violenta, otras indiferente. Esta vez, le chillé al oído:

—¿Sabes una cosa? Me revientan los arregla mundos. Y sobre todo los que para arreglar el mundo no emplean más que palabras para insultar a los que ellos creen responsables. Aprende una cosa, Toy: yo soy consciente de mi propio egoísmo. ¿Acaso lo eres tú del tuyo?

—No lo sé.

Me pareció que iba a añadir algo, pero se contuvo. Musitó algo así como «perdona» y me dejó solo, pensando sin duda que no valía la pena discutir conmigo cuestiones sobre las que nunca estaríamos de acuerdo. Recordé que una vez Toy me había pedido que le acompañara a un recital que daba un cantante al que admiraba y cuyos discos estaba ya cansado de oír. Así, me encontré en un teatro abarrotado por nuestros compatriotas. Había gente sentada sobre la escena, porque las localidades se agotaron y tuvieron que vender plazas suplementarias. El tipo tenía una hermosa voz y una guitarra ronca y dulce. Cantaba sobre un país, y al final de cada frase sonaban aplausos estruendosos. Comencé a indignarme. ¿Por qué no hacía, mejor, un discurso? Pero no. Era más bonito ayudarse con metáforas sobre la Alhambra y la tierra seca, los ríos sin agua, los titiriteros, los mendigos, los castillos ruinosos de Castilla… Y todos se veían en las cimas de los Pirineos, mirando hacia el Sur, hacia aquella tierra agrietada y amarilla que era la suya, hacia sus pueblos y su gente, envueltos en una música roja y desgarrada que tenía algo de la brisa del mar y del viento de la meseta. Y parecían llorar, de bruces sobre una roca, porque algunos ya no entrarían jamás en su viejo mundo ni pisarían esa tierra, ni gritarían los viejos tacos del calor y del vino.

A veces, en los supermercados, en algún café, sus voces me llegaban como envueltas en una oleada de calor y de sangre. Yo miraba sus manos callosas, sus facciones marcadas, sus cuerpos cansados ya desde mucho antes, y me preguntaba por el frío de sus mañanas y por la nostalgia de sus noches. La mayoría de ellos no conseguían aprender el idioma y regresaban con algún dinero ahorrado y el alma llena de un resentimiento oscuro. Esa era su característica negativa: el resentimiento. Por eso se reunían, para despotricar, para lamentar una discriminación de la cual ellos eran sus únicos artífices. También los miraba desde mi apartamento, en las construcciones vecinas. Casas que levantaban para los demás en una tierra extraña. Manchados de barro, el aliento humeando en el aire, algunos se alejaban en sus coches una vez terminada la jornada. Y yo me decía que, a pesar de todo, la única diferencia que había entre ellos y yo era el barro y la tinta, los ladrillos y los papeles, porque también yo trabajaba, también yo luchaba por algo que amaba, también yo era un ser que sufría. Por eso me sublevaban las ideas de Toy, su manía de mitificarlos, de convertirlos en víctimas, de compararlos con los funcionarios de las organizaciones internacionales. Había una brecha, sí, pero demasiado confusa, con demasiadas teorías dentro. Así, cuando aquel día Toy, emocionado todavía, me preguntó si me había gustado el recital, le contesté simplemente que el cantante tenía una buena voz y que tocaba muy bien la guitarra. Lo cual no le satisfizo. Él buscaba algo más: qué me parecían sus ideas. Y yo le dije: «En vez de dar un recital, ¿por qué no ha repartido octavillas?» Y Toy me soltó todo un discurso: que las ideas había que expresarlas como fuera, cantando, gritando, que sé yo… Le dejé hablar sin tomarme el trabajo de contradecirle, pero comprendiendo que había una distancia entre nosotros, una diferencia que me dolía, porque no era justa, porque Toy debía ser como yo, porque él había nacido en mi mismo mundo oscuro y deseaba que se reintegrase a él, que fuera un día a buscarme. El timbre del teléfono interrumpió mis reflexiones. Era Claire ¿Quería almorzar con ella y su marido, en la villa? Al mismo tiempo, como en un gesto para hacer las paces, Toy me daba el correo. Había una carta de Elsa. Mientras hablaba con Claire —«no, no creo que pueda»—, la letra gruesa y redonda de Elsa danzaba ante mis ojos: «Aunque la policía ha abierto una encuesta, no hay que alarmarse. Nadie te ha visto, sólo Toy, y una mujer no puede pasar por sospechosa en un caso así… En realidad, creen que fue la crecida». En otra página leí: …«Pero Efrén, ¿te acuerdas de Efrén? Siempre acechándome…» Aparté los ojos, y mientras arrugaba la carta, la rasgaba, otras palabras parecieron saltar: «artefacto», «cables»…

«¿Estás ahí? —preguntaba Claire—. ¿Qué te pasa? Anímate y ven con nosotros.»

Le dije que iría. ¿Dónde estaba mi voluntad? Miré la carta rota y no se me ocurrió nada mejor que masticarla y hacer con ella una gruesa bola que me produjo náuseas y que luego tiré a la basura.

Poco después, en la carretera del lago, ya cerca de Genthod, la policía me detuvo por exceso de velocidad. Esperé a que tomaran mis datos y escuché la seca advertencia: «Si no le importa su vida piense en la de los demás», o algo así.

Claire estaba esperándome en el jardín, cubriéndose los ojos con la mano, para evitar el sol.

Un dolor comienza a crecer. No es un dolor. Un mal, quizá. Algo que se enraíza, se hunde. Como si todos tirasen de mí. Claire, Toy, los compañeros de trabajo, Ginebra, todo ese mundo cuya realidad me parece un espejismo en el que me diluyo como una mancha de agua.

Despacho en seguida las traducciones, como un ordenador, un robot, conozco todos los términos de memoria. Casi todos los documentos son iguales, y a veces intento sumergirme en su insustancialidad para dejar de mirar la cara de Plutki; frente a mí, Plutki, que se transforma, se muda de horror en horror, parece que ve apariciones, pone gestos de éxtasis, abre los brazos en cruz, gime solo, y si el Secretario General entra, él se levanta, se cuadra, se desintegra después en una postura sumisa: «M. Vautel, M. Vautel…», exclama, y a partir de su caricatura de colegial viejo y patético se disloca, se cae en ruinas, y cuando M. Vautel sale, Plutki reaparece colgado de su corbata raída, vuelve a escribir lentamente, la cabeza inclinada sobre el papel. De vez en cuando, Plutki abre el cajón que está a su derecha, saca una naranja medio mohosa, la muerde y la vuelve a guardar. Plutki es como una de esas habitaciones abandonadas que hay en la casa: habitaciones húmedas, escondidas, con algunos trastos roídos por el óxido y un olor indefinible a miseria.

Claire me dice que mi animosidad contra Plutki habría que buscarla muy lejos. Convertida en psicólogo, Claire asegura que estoy atrapado por un universo cavernoso al que una fuerza superior me obliga a entregarme, aun odiándolo, y que Plutki es el símbolo de ese universo: la miseria y la fealdad de la tumba, que me superan, a cuya llamada quiero responder. Plutki está hecho de las cenizas de los personajes que poblaron mi infancia: las criadas, los abuelos, la señorita Eloísa… Por eso quisiera destruirlo, darle un puntapié y ver cómo se deshace. «Pero ni siquiera tendrías que darle un puntapié. Sopla, y se marchará, y tú quedarás liberado, en un universo luminoso…» Claire se enfadó porque me puse a reír, a reír, a reír sin parar. Yo lloraba de risa. Creo que era en el despacho y alguien, una mecanógrafa, hizo un gesto a otra, llevándose un dedo a la sien. «No tienes por qué burlarte de mí —se defendía Claire—. Tal vez mi español no es perfecto. Te lo diré en francés para que te suene menos ridículo.» Volví a reír. Claire salió dando un portazo. Poco después, entró Plutki, que se convirtió en mi abuelo, mi abuelo Pedro, pasando las hojas del periódico con un dedo humedecido en saliva, y luego en la señorita Eloísa, escribiendo en su diario de pastas de hule negro, la lengua rosa entre los dientes.

Buena gana de pensar en la casa. Ahora no puedo ir. Hay una encuesta abierta. Hay un antiguo enamorado de Elsa: «¿Te acuerdas de Efrén? Siempre acechándome…» No había querido, no me había atrevido a leer lo que seguía. Efrén era el hijo del alcalde de la ciudad, y Elsa se burló de él todo lo que quiso, le daba esperanzas… Efrén arrastrado por las aguas del río. ¿Era eso? No, no podía regresar. Tendría que hacerme niño, decrecer, reconquistar la crueldad de la inocencia.

Y como si quisiera ejercitarme, hago las mismas cosas que antes daban un argumento a mi vida. Por ejemplo, me pongo a seguir a Plutki, como en tiempos seguía a Eloísa a la salida del Instituto, por la calle del Obispo hasta su pensión. Un sábado a mediodía encontré a Plutki en la Grand-Rue. Yo miraba los escaparates de los anticuarios, y su reflejo pasó sobre el cristal, un hombro más alto que el otro, la inmensa gabardina flotándole encima de los huesos. Tenía la intención de ir al cine, pero pensé en mi ejercicio y me fui detrás de Plutki, que descendía por la rué de la Cité, haciendo gestos o hablando solo. Junto a los muelles, Plutki se detuvo un momento y se dirigió hacia un puesto de libros viejos, miró de reojo a su alrededor y cogió un volumen que disimuló contra su cartera. Se fue con él, como una urraca, y le vi cruzar el Pont des Bergues, el paso algo más rápido que antes. No me habría extrañado que hubiera salido volando, la gabardina a modo de alas; volar como una bruja sobre la vieille ville y posarse en las torres de Saint Pierre. Más allá del puente, Plutki miraba los escaparates de las confiterías, con expresión de angustia, como un niño hambriento, un paria, dominando heroicamente la tentación de entrar y comprarse un dulce: Plutki tiene su cuenta en el banco, cerrada a cerrojo, una cuenta que es como un animal vivo al que nutre, y que crece, pero que a su vez le devora a él, le saca la sangre, lo mismo que Eloísa frente a sus alumnos, a los que les daba lo mejor de sí misma, su sabiduría, su alma. Pero yo debía obtener algo de Eloísa y no tengo nada que obtener de Plutki. Hay una diferencia. Dejo pues que la sombra de Plutki se pierda en la multitud de unos grandes almacenes, y mientras paseo por los muelles me pongo a pensar en Claire.

Este sábado había faltado a su cita. Me la imaginaba inquieta, paseando por el jardín, atisbando desde la verja. Generalmente, nos encontrábamos allí los sábados, después de almorzar. Ella ya estaba dispuesta y corría hacia mi coche con una alegría feroz saliéndole por los ojos. Nos lanzábamos por la autopista hacia Lausanne, hacia Montreux o cualquier otro lugar donde ella pudiera sentirse libre, cogerse de mi brazo y jugar a su aventura, mientras su marido languidecía con la nariz metida en un libro. «Serge, en el fondo, desea que yo tenga un amante, ¿comprendes?, pero no enterarse…» Ante sus confidencias, Claire se convertía en un monstruo, en una bestia voraz: «He llegado a desear su muerte… Una no puede estar tantos años casada con un impedido, incompleta, sin un solo contacto físico. ¿Pero cómo dejarle? Imposible, no quería matarle. Al mismo tiempo, me comía los hombres por las calles: los obreros, los estudiantes……» Una vez, Claire se puso una una peluca negra, se pintó como una puta y se metió en un bar de la rué des Étuves. Un hombre la sacó a bailar al son de un acordeón que tocaba una lesbiana. El hombre estaba borracho y le vomitó encima. La del acordeón dejó a un lado su instrumento y la limpió con un pañuelo y un vaso de agua. «Aún veo sus ojos sobre los míos, siento sus manos de lesbiana por entre mi blusa. No sé cómo pude escaparme. Recuerdo que lloré mucho, apoyada en la baranda de un puente, toda asqueada.» Claire me miraba como un ser que ha recuperado la paz, la plenitud, que ha encontrado la situación ideal. Claire lo quería acaparar todo: el amor, el trabajo, el dinero. Hasta la muerte, pues cuántas veces le daba por mirar el lago y considerarlo como su tumba, como una tarde que pasamos cerca del castillo de Chillón y el lago se encrespaba bajo una tormenta, adquiría brillos metálicos y como eléctricos: «Si algún día me dejas, tírame al lago con una piedra al cuello. Quiero que me devoren los peces, que mi cadáver no se pudra bajo la tierra». La traté de histérica, le repetí que un día me marcharía y, de regreso a Ginebra, tuvimos una discusión vulgar, estúpida, causa principal por la cual hoy no quería verla: «Tú me has tomado y me dejas ahora —me recriminaba—, como una traducción ya inútil, publicada, que ha servido y no sirve más. Los artículos de los periódicos sólo tienen un día de vida, ¿no? Incluso esos artículos que hablan de catástrofes. Al día siguiente, uno ya no se acuerda…» Después de un silencio no demasiado largo, Claire se puso a acariciarme el cuello y a pedirme perdón. Le habría preguntado qué había querido insinuar con eso de los artículos de los periódicos. A la Secretaría llegaban cientos de periódicos con miles de artículos. ¿Había caído en sus manos alguno que contara lo sucedido en mi provincia? No dije nada, pero por un instante me sentí aprisionado en sus brazos, perdido en el interior de una inmensa medusa.

El lunes, el Secretario General encontró a Claire con la cabeza apoyada sobre la mesa de su despacho, los ojos cerrados. Después de reanimarla y hacerla conducir a su casa, me llamó para que fuera a verle. M. Vautel estaba detrás de su mesa con un aire muy grave, dispuesto sin duda a soltarme un sermón.

—¿Sabe? —comentó—. Sería una lástima que uno de nuestros principales elementos, la señora Page, resultara perjudicada por usted y con ella nuestro trabajo. Desde la última asamblea los he estado observando. En fin, para mí esto es una cuestión más de la Organización, no de su vida personal. Le propongo una cosa: hay unas mil páginas de documentos para traducir. Llévese esos documentos. Váyase con ellos a una playa, a una isla, adonde sea, y me los trae ya traducidos. Tómese el tiempo que quiera. Pero ponga el tiempo y el espacio entre ustedes dos, no se dañen mutuamente. Estoy seguro de que a su regreso todo habrá pasado…

Le di las gracias y me refugié en el despacho. La primavera estallaba detrás de la ventana y yo era feliz, libre. M. Vautel me había desenredado de los brazos de la medusa. Me puse a hacer orden, saqué el teléfono del cajón donde lo solía esconder, recogí todos mis papeles y vacié los ceniceros. Por una vez, la mujer de la limpieza no protestaría porque mi mesa era la más «dégueulasse» de la oficina. Plutki me miraba hacer, con un interrogante flotándole sobre las cejas. Pensé escribir unas líneas para Claire: «Prácticamente, M. Vautel me ha obligado a marcharme, pero no te preocupes, volveré pronto… Todavía no sé adonde iré. Le preguntaré a Toy. Quiero llevármelo…» No. Tendría que ser una carta, una verdadera carta. O nada, mejor. Ni una palabra.