CAPÍTULO XI - LA CIUDAD
No se sabe con precisión cuántos habitantes tenía Roma en vísperas de las guerras púnicas. Las cifras suministradas por los historiadores sobre la base de censos inciertos son contradictorias y acaso no tienen en cuenta el hecho de que la mayor parte de los censados debía habitar no dentro de las murallas de la ciudad, el llamado pomerio, sino fuera, en los pueblos diseminados en el campo. En la ciudad propiamente dicha no debía de haber más de cien mil almas: población que a nosotros nos parece modesta, pero que en aquellos tiempos era enorme. Su composición étnica debió ya hacer de ella un centro internacional, pero menos de lo que fuera bajo los reyes Tarquino, quienes, con la pasión etrusca del comercio y del mar, habían requerido a demasiados forasteros, muchos de ellos de difícil asimilación. Con la República, el elemento indígena, latino y sabino, tomó su desquite, se esforzó y posiblemente reguló con más parsimonia la inmigración. Procedía en mayor parte de las provincias limítrofes y estaba constituida por gente más fácil de fusionarse con los amos de la casa.
Desde el punto de vista urbanístico, la ciudad no había progresado mucho bajo los magistrados republicanos, avaros, toscos y de escasas ambiciones. Dos calles principales se cruzaban dividiéndola en cuatro barrios, cada uno de ellos con dioses tutelares propios, los llamados Lari compitali, a los cuales se elevaban estatuas en todos los rincones. Eran calles estrechas y de tierra apisonada, que sólo más tarde fueron pavimentadas con piedra extraída del arenal del río. La Cloaca Máxima existía ya, al parecer, en tiempos de los Tarquino. Conducía los detritos de Roma al Tíber, infectando las aguas que habían de servir para beber. En 312, Apio Claudio el Ciego afrontó y resolvió este problema construyendo el primer acueducto que suministró a Roma agua fresca y limpia sacada directamente de los pozos. Y por primera vez los romanos, o al menos los de cierta categoría, dispusieron de suficiente cantidad para poderse lavar. Pero las primeras termas fueron construidas tan sólo después de la derrota de Aníbal.
Subsistían, poco más o menos, las casas que habían edificado los arquitectos etruscos. Sólo se habían embellecido los exteriores, que fueron estucados y decorados con esgrafiados.
Los peligros por que habían pasado impelieron a los romanos a construir sobre todo templos para granjearse la simpatía de los dioses. En el Capitolio se alzaban tres de madera, bastante imponentes y revestidos de ladrillo, a Júpiter, Juno y Minerva.
La ciudad vivía ante todo de la agricultura, basada en la pequeña propiedad privada. Buena parte de la población, incluso del centro, tras haber dormido hacinada sobre la paja, se levantaba al alba y cargando arado y azada sobre el carro tirado por bueyes, se iba a labrar el campo, que en promedio no rebasaba las dos hectáreas. Eran campesinos tenaces, pero no muy progresivos, que no conocían otro abono más que el estiércol animal, ni otra rotación de cultivo más que la del trigo, a las legumbres y viceversa. De ésta muchas familias aristocráticas sacaron incluso el nombre: los Léntulo eran especialistas en lentejas los Cepione en cebollas, los Fabio en habichuelas. Otros productos eran los higos, las uvas y el aceite. Cada familia tenía sus gallinas, sus cerdos y, sobre todo, sus ovejas, que proporcionaban lana para los vestidos. En vísperas de la guerra púnica este cuadro idílico había sufrido una ligera alteración. Las expediciones contra las poblaciones limítrofes había despoblado él campo; los caseríos, abandonados, habían caído en ruinas, y el boscaje y la grama enterraron los campos de los veteranos que, para vivir, habían vuelto a la ciudad. El nuevo territorio conquistado a expensas de los vencidos era declarado «agro público» del Estado, que lo revendía a los capitalistas engordados con las contratas de guerra. Así surgieron los latifundios, que los propietarios explotaban con el trabajo de los esclavos, numerosos, y que no costaban casi nada, mientras en la ciudad se formaba una proletariado de ex campesinos pobres en busca de trabajo.
Mas resulta difícil encontrar trabajo porque la industria, tras la caída de los Tarquino, en vez de progresar, había retrocedido. El subsuelo, pobre en minerales, era propiedad del Estado, que lo alquilaba a explotadores de escasa conciencia y competencia. La metalurgia había dado pocos pasos adelante, y el bronce seguía siendo más empleado que el acero. Como combustible no se conocía más que la leña, para procurarse la cual fueron talados los hermosos bosques del Lacio. Sólo la industria textil prosperó bastante y a la sazón existían verdaderas empresas que habían iniciado una producción en serie.
Los obstáculos a la expansión industrial y comercial eran cuatro. El primero, de orden psicológico, era la desconfianza de la clase dirigente romana, toda ella agraria, hacia aquellas actividades que pudieran reforzar las clases medias burguesas. El segundo era la carencia de caminos, que no permitía el transporte de materias primas y de sus productos. El primero de ellos, la via latina, construida solamente en 370, casi un siglo y medio después de la instauración de la República, se limitaba a unir la Urbe con los Puertos Albanos. Sólo Apio Claudio, el autor del acueducto, sintió la necesidad, cincuenta años después, de construir una que, efectivamente, llevó su nombre, para alcanzar Capua. Los senadores aprobaron de mala gana grandiosos proyectos sólo porque los generales pedían también un sistema de comunicaciones. El tercer obstáculo era la falta de una flota, desaparecida después de finalizar la supremacía etrusca en Roma. Pequeños armadores particulares habían seguido construyendo algunas naves, pero las dotaciones eran poco valerosas e inexpertas. Desde noviembre hasta marzo no había modo de hacerles salir del puerto de Ostia, donde, por lo demás, el lodo del Tíber bloqueaba las embarcaciones. Una vez engulló doscientas de un bocado. Además, no se aventuraban más allá del pequeño cabotaje, porque no querían perder de vista la costa, pues piratas griegos a oriente y cartagineses a occidente infestaban aquellos parajes. Todo lo cual hace mucho más admirable el milagro que realizó Roma pocos años después afrontando con sus improvisadas flotas las de Aníbal y de Annón.
Un cuarto embarazo para el comercio fue también, en los primeros tiempos, la falta de un sistema monetario. En el primer siglo de República el medio de cambio fue el ganado. ‘Se comerciaba en términos de gallinas, de cerdos, de ovejas, de asnos, de vacas. Las primeras monedas ostentan, en efecto, las imágenes de estos animales, y se llamaron pecunia, de pecus, que quiere decir precisamente «ganado». Su primera unidad fue acuñada con el as, que era un trozo de cobre de una libra. Apenas acababa de nacer, el Estado la devaluó en casi cinco sextos para hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica. Por lo que se ve, el engaño de la inflación ha existido siempre y, con sistemas idénticos, se repite desde que el mundo es mundo. También entonces el Estado lanzó un empréstito entre los ciudadanos que, para ayudarle a armar el Ejército, le entregaron todos sus ases de una libra de cobre. El Estado los ingresó, dividió cada uno de ellos por seis y por cada as recibido restituyó una sexta parte al acreedor.
Este as desvalorizado siguió siendo durante mucho tiempo la única moneda romana. Su poder adquisitivo era, según parece, igual al de cincuenta liras de 1957. Luego se desenvolvió un sistema más completo: vino el sestercio de plata, que era dos ases y medio, o sea ciento veinticinco liras; luego el denario, también de plata, igual a cuatro sestercios (quinientas liras); y por fin, el talento de oro, que debía ser precisamente un lingote, pues valía unos dos millones y medio de nuestras liras, y que el noventa por ciento de los romanos jamás vio cómo estaba hecho.
Al revés que nosotros que consideramos los Bancos como iglesias, los antiguos romanos consideraban Bancos a las iglesias y en éstas depositaron los fondos del Estado porque las creían más al resguardo de los ladrones. No existían Institutos gubernamentales de crédito. Los préstamos eran hechos por argéntanos, agentes de cambio privados que tenían sus oficinuchas en una callejuela cercana al Foro. Una de las leyes de las Doce Tablas prohibía la usura y fijaba el tipo de interés en el ocho por ciento como máximo. Pero la usura floreció igualmente sobre la miseria y las necesidades de los pobres diablos, que eran muchos y en condiciones desesperadas, porque lo que se llamaba industria era en realidad una profusión de pequeños talleres artesanos que trataban, para vencer la competencia, de rebajar los costos de sus productos escatimando sobre todos los salarios de una mano de obra servil y sin protección de sindicatos. Desorganizada y sin jefes, no hacía huelgas contra los patronos.
Hacía, de vez en cuando, verdaderas guerras, que se llamaron precisamente serviles y que expusieron a riesgos el Estado. En compensación, había los «gremios de oficios», reconocidos también con el nombre de «colegios» desde los tiempos de Numa, al parecer. Había el de los alfareros, de los herreros, de los zapateros, de los carpinteros, de los tocadores de flauta, de los curtidores, de los cocineros, de los albañiles, de los cordeleros, de los fundidores, de los tejedores y de los «artistas de Dionisio», como se llamaba a los actores. Y por ellos podemos deducir cuáles fueron los oficios de los romanos de la ciudad. Estaban, empero, controlados por funcionarios del Estado, los cuales no permitían que en ellos se debatiesen cuestiones de salarios o de sueldo y que, cuando observaban que los descontentos aumentaban peligrosamente, procedían a alguna distribución gratuita de trigo. Los miembros se reunían en los colegios para conversar sobre cuestiones de la profesión, jugar a los dados, beber un vaso de vino y ayudarse entre sí. Eran unos pobres diablos, entre los que había también algunos que eran libres y con derechos políticos. No pagaban impuestos y hacían poco servicio militar, en tiempo de paz, claro. Mas en tiempo de guerra morían como los demás.
Los escritores romanos cuyas obras han llegado a nosotros y que florecieron mucho tiempo después, embellecieron bastante ese período de la Roma estoica. Lo hicieron por motivos polémicos, para oponer las virtudes antiguas a los defectos de su época. La República no fue inmune a graves defectos y si bien bajo ella fue fundado el Derecho, no puede decirse que la justicia triunfase.
Es verdad, sin embargo, que los ciudadanos vivieron en ella más incómodos y sacrificados, pero más ordenados y sanos que los del Imperio. Tampoco entonces la moralidad era rígida, pero el vicio se mantenía en su «sede» y no contaminaba la vida de la familia basada en la castidad de las muchachas y la fidelidad de las esposas. Los hombres, después de algunos libertinajes con las prostitutas, se casaban pronto, a los veinte años. Y a partir de entonces estaban demasiado atareados en mantener mujer e hijos para entregarse a pasatiempos peligrosos.
El matrimonio era precedido por el noviazgo, que, en general, era decidido por los padres, a menudo sin preguntárselo siquiera a los interesados. Era un verdadero contrato que consideraba especialmente las cuestiones patrimoniales y de dote, el cual se sellaba con un anillo que el joven ponía en el anular de la muchacha, por donde se creía que pasaba un nervio que iba al corazón.
El matrimonio era de dos especies: con mano o sin mano. Con el primero, el más común y completo el padre de la novia renunciaba a todos sus derechos sobre ella a favor del yerno, que se convertía prácticamente en el dueño. Con el segundo, que dispensaba de la ceremonia religiosa, los conservaba. El matrimonio con mano acaecía por uso, o sea después de un año de cohabitación de los novios por coemptio, o sea por adquisición, o por confarreatio, cuando comían juntos un dulce. Este último quedaba reservado a los patricios y requería una solemne ceremonia religiosa con cantos y cortejos. Las dos familias se reunían con amigos, siervos y clientes en casa de la novia, desde la cual, con acompañamiento de flautas, cantos de amor y apóstrofes groseramente alusivos, iban en procesión hacia la del novio. Cuando el cortejo llegaba a destino, el novio, desde detrás de la puerta, preguntaba. «¿Quién eres?» Y la novia contestaba: «Si tú eres Ticio, yo soy Ticia». Entonces el novio la levantaba en brazos y le presentaba las llaves de la casa. Y ambos, con la cabeza baja, pasaban bajo un jugo por significar que se sometían a un vínculo común.
Teóricamente existía el divorcio. Mas el primero del que tenemos noticia ocurrió dos siglos y medio después de la fundación de la República, si bien una regla de honor lo hiciese obligatorio en caso de adulterio por parte de la mujer (el marido era libre de hacer lo que le pareciese). En aquellos tiempos, las mujeres eran más bien feúchas y toscas, de piernas cortas y de «junturas» pesadas. Las rubias, rarísimas, eran más cotizadas que las morenas. En casa llevaban la stola, especie de túnica abisinia larga hasta los pies, de lana blanca cerrada al pecho con un alfiler. Cuando salían, se ponían encima la palla, o capa.
Los varones, más robustos que guapos, de rostro curtido por el sol y nariz recta, llevaban de chicos la toga pretexta, orlada de púrpura: y después del servicio militar, la viril, enteramente blanca, que cubría todo el cuerpo, con un pico doblado sobre el hombro izquierdo que caía bajo el brazo derecho (que así quedaba libre) y volvía sobre el hombro izquierdo. Los pliegues servían de bolsillos. Hasta el año 300 antes de Jesucristo los hombres llevaron barba y bigote. Luego, prevaleció la costumbre de afeitarse, que a muchos les pareció audaz y en contraste con aquella gravedad a que estaban apegados los romanos, como hoy se está apegado, en cambio, al desenfado.
Una sobriedad espartana regía incluso en las casas de los grandes señores. El mismo Senado se reunía en toscos bancos de madera dentro de la Curia que no tenía calefacción ni en invierno. Los embajadores cartagineses que vinieron a pedir la paz después de la primera guerra púnica divirtieron mucho a sus compatriotas, derrochadores y sibaritas, contándoles que, en las comidas que les ofrecieron los senadores romanos, habían visto siempre el mismo plato de plata que evidentemente se prestaban unos a otros.
Los primeros signos de lujo aparecieron con la segunda guerra púnica. Y en seguida fue promulgada una ley que prohibía las alhajas, vestidos de fantasía y comidas demasiado costosas. El Gobierno quería mantener ante todo una sobria y sana dieta a base de un desayuno de pan, miel, aceitunas y queso, un almuerzo a base de vegetales, pan y fruta y una cena en la que sólo los ricos comían carne o pescado. Bebían vino, pero casi siempre con agua.
Los jóvenes respetaban a los viejos, y tal vez en el ámbito de la familia y de las amistades había expresiones de amor y de ternura. Mas, en general, las relaciones entre los hombres eran rudas. Se moría fácilmente y no tan sólo en la guerra. El trato a los esclavos y prisioneros era despiadado. El Estado era duro con los ciudadanos, y feroz con el enemigo. Sin embargo ciertos actos suyos fueron de auténtica fuerza moral. Cuando por ejemplo, un sicario fue a proponer envenenar a Pirro, cuyos ejércitos amenazaban Roma, los senadores no sólo rechazaron tal sugerencia, sino que informaron al rey enemigo del complot que se tramaba contra él. Y cuando, después de haberlos derrotado en Cannas, Aníbal mandó diez prisioneros de guerra a Roma para tratar del rescate de otros ocho mil, con el compromiso, si no lo lograban, de regresar y uno de ellos lo transgredió quedándose en la patria, el Senado le puso grilletes y lo devolvió esposado al general cartaginés, cuya alegría por la victoria, dice Polibio, quedó nublada por aquel gesto que le demostró con qué clase de gente se las había.
En suma, el romano de aquella época se parecía bastante al tipo que idealizaron los historiadores a lo Tácito y a lo Plutarco. Le faltaban muchas cosas: el sentido de las libertades individuales, el gusto por el arte y por la ciencia, la conversación, el placer de la especulación filosófica (de la que más bien desconfiaba) y sobre todo, el humorismo. Pero tuvo lealtad, sobriedad; tenacidad, obediencia y sentido práctico.
No estaba hecho para comprender el Mundo y gozar de él. Estaba hecho tan sólo para conquistarlo y gobernarlo.
Aparte las fiestas religiosas, tenía pocos pasatiempos. Hasta 221 antes de Jesucristo, cuando fue construido el Flaminio, Roma poseyó un solo Circo: el Circo Máximo, atribuido a Tarquino Prisco, donde se iba a admirar las luchas entre esclavos, que casi siempre terminaban con la muerte del vencido. Las mujeres también podían asistir y la entrada era gratuita. Los gastos fueron al principio de cuenta del Estado, después, de los ediles, para hacerse una propaganda electoral. Alguno de ellos, a copia de financiar espectáculos de calidad, lograba alcanzar el consulado, como ahora ciertos presidentes de sociedades de fútbol se convierten, cuando su equipo gana, en concejales o diputados.
Además de esas diversiones, normales por decirlo así, que alegraban la vida austera y fatigada de los romanos, había el «triunfo» que se prodigaba al general superviviente de una victoria en la que hubiese matado al menos cinco mil soldados enemigos. Si había llegado tan sólo a cuatro mil novecientos noventa y nueve, tenía que contentarse con sólo una «ovación», llamada así porque consistía en el sacrificio de una ovis, una oveja, en su honor.
Para el «triunfo» se organizaba en cambio una imponente procesión fuera de la ciudad, a cuyas puertas, general y tropas, habían de deponer las armas y pasar bajo un arco de madera y de ramajes que sirvió de modelo a los que más adelante se construyeron de toba calcárea. Una columna de trompeteros abría el cortejo. Detrás iban los carros cargados con el botín de guerra, y después, rebaños y manadas enteras destinados al matarife; luego, los jefes enemigos encadenados. Y por fin, precedido de lictores y flautistas, el general, de pie sobre una cuadriga pintada con vivos colores, con una toga purpúrea sobre los hombros, una corona de oro en la cabeza, un cetro de marfil y un ramo de laurel. Le rodeaban sus hijos y le seguían, a caballo, parientes, secretarios, consejeros y amigos. El general subía a los templos de Júpiter, Juno y Minerva en el Capitolio, depositaba el botín a sus pies, hacía reunir los animales que tenían que degollarse y, como ofrenda supletoria, ordenaba la decapitación de los comandantes enemigos prisioneros.
El pueblo se regocijaba y aplaudía. Pero por parte de los soldados era costumbre lanzar palabras y pullas mordaces a su general, denunciando sus debilidades, defectos y ridiculeces, para que no se ensoberbeciera y llegase a creerse un padre eterno infalible. A César, por ejemplo, le gritaban; «Déjate de mirar a las matronas, calabaza monda. ¡Confórmate con las prostitutas…!»
Si se pudiera hacer otro tanto con los dictadores de nuestro tiempo, tal vez la democracia no tendría ya nada que temer.