Los dos hombres bajaban por un camino embarrado a causa de la fuerte lluvia que había caído sobre Arróyabe durante los últimos días. Un pequeño borrico cargaba con dos arcones a su lomo donde iban los enseres del viajante. Fray Hernán de Quiroga, monje franciscano del convento de San Andrés de Muga, había sido enviado por su abad a atender las denuncias que había recibido de uno de los habitantes de la aldea. Según lo que le habían transmitido se estaban produciendo acontecimientos inquietantes en el pueblo, varios niños habían sido envenenados y algunos de ellos estuvieron muy cerca de entregar sus almas a Dios. Además, había rumores de que la zona se había convertido en centro de reunión de brujos, en conciliábulo, en aquelarre.

 

En aquellos casos era preceptivo realizar una visita y el enviado fue fray Hernán de Quiroga como comisario inquisitorial que era. Desde hacía unos años las provincias vascongadas, Navarra y las tierras colindantes del sur de Francia se habían convertido en un escenario habitual de las congregaciones brujeriles. No quedaba lejos el auto de fe de Logroño, apenas seis años antes, en 1610. Había sido un momento transcendente en la lucha contra la secta de brujos que, según todos los indicios, se había extendido por aquellas tierras. La plaga sorprendió a la Santa Inquisición, ocupada en otros asuntos más urgentes, especialmente la anunciación del Evangelio en las Indias Occidentales, y poco dada a creer en la existencia de este tipo de fenómenos. No pudo reaccionar con más premura. Y todo ello a pesar de que las noticias que llegaban desde el sur de Francia tendrían que haber llamado la atención de la institución garante de la fe cristiana. Desde 1604 el llamado Pays de Labourd se había convertido en un nido de brujos que traía de cabeza a las autoridades francesas. Incluso el rey  Enrique IV de Francia, que también lo era de Navarra, fue advertido de la plaga que estaba invadiendo la zona. Desde allí llegaban historias, pero también personas que huían de las persecuciones, lo que permitía que algunos brujos se adentraran en tierras vascas y navarras sin ningún control y desplegaran su influencia en nuevos territorios.

 

La brujería ganó una primera batalla en el norte de Navarra aunque afortunadamente se logró detener y ajusticiar a quienes desafiaron las leyes de Dios. Los acontecimientos juzgados por la Santa Inquisición en su tribunal de Logroño se convirtieron en una muestra de autoridad y de contundencia en la lucha contra la secta brujesca que se había instalado en la zona. Seis personas fueron condenadas a la hoguera por negarse a reconocer su condición de brujos y reconciliarse así con la fe cristiana. Aquel no era nunca el final deseado por la Santa Inquisición, que intentaba con ahínco lograr la vuelta al redil de quienes abandonaban la fe en Cristo, pero a veces tenía que demostrar que su labor de guarda del cristianismo estaba por encima de cualquier otra consideración.

 

—Quiero pasar por delante de dos casas en concreto – señaló fray Hernán a su guía – Las de Juana Ugarte y Berta Goiburu.

 

—Como ordenéis, quedan muy cerca la una de la otra.

 

Pasaron junto a una columna que sustentaba una cruz al borde de la calzada. Caminaron con dificultad algunos metros más y el guía señaló hacia una pequeña casa a su derecha.

 

Allí vive Juana, señor.

 

Hernán de Quiroga se detuvo a pocos metros. Aquella mujer vivía entre matorrales, arbustos y enredaderas que casi cubrían su pequeña vivienda. A pesar de la abundancia silvestre, era evidente que ese pequeño jardín estaba cuidado con mimo.

 

—¿A qué se dedica esa mujer? – preguntó Quiroga.

 

—Pues, como podéis ver, tiene muchas plantas y flores y hierbas. Las vende en los mercados, aquí y en otras aldeas, para condimentos de cocina y para curar males de tripas.

 

Quiroga se mantuvo en silencio pero miró de soslayo al hombre que inocentemente le estaba allanando el camino en su trabajo. Esos retales de información le darían una gran ventaja en el interrogatorio.

 

—La otra mujer, Berta, vive un poco más adelante, cerca de la plaza. Es una joven muy agradable aunque un poco tímida – el guía miró a su acompañante —¿Las conocéis, señor?

 

—No, al menos no personalmente. ¿Esa joven vive sola?

 

—Sí, señor. Que yo sepa no tiene familia. Llegó al pueblo hará seis o siete años, sin nadie. Era una cría. Según dicen tuvo que huir desde el norte, donde quedaron sus padres.

 

—¿Huir? – preguntó Quiroga con interés —¿Es una fugitiva?

 

—No, no, imposible, señor. No podrá encontrar mucha gente con mejor corazón que ella. Pero ya no sé qué decirle de sus padres pues yo no les conocí.

 

—¿Dónde quedaron ellos?

 

—En su pueblo, señor – Quiroga notó que aquel hombre había cambiado el tono de su voz.

 

—Y, ¿cuál es su pueblo? Con algún nombre aparecerá en los mapas – ahora era Quiroga quien había alterado el tono, endureciéndolo un poco más si cabía.

 

—La verdad es que yo no recuerdo muy bien el… nombre, señor.

 

—Pues debéis hacer un esfuerzo por recordarlo; no es buena idea ocultar información a un comisario de la Santa Inquisición.

 

Ante esas palabras el hombre se puso en alerta y sopesó la situación de inmediato.

 

—Creo que me dijeron que era de Zugarramurdi, señor.

 

—Me alegro de que hayáis recobrado la memoria con tanta premura – dijo Quiroga con ironía – Eso significa que huyó sola de un pueblo de brujos. ¿Es una joven decente?

 

—Sí, señor, no lo dude – el hombre contestó con vehemencia – Es una buena chica.

 

En ese momento se vio la luz de un candil que iluminaba  el interior de la casa débilmente. Tras la ventana se adivinaba la silueta de una mujer. Por unos segundos la luz desapareció para hacerse de nuevo visible cuando la joven abrió la puerta y salió al exterior. La luz de la vela acariciaba sus rasgos, suaves y blanquecinos, e iluminaba una mirada felina que se dirigió hacia arriba en busca de la luna, que brillaba casi en plenitud en la oscura noche. Hernán de Quiroga sintió que el aire le abandonaba y que su corazón se detenía. Recorrió aquella figura envuelta en mil retales como si fuera la única y última vez que la vería, como si quisiera grabarla a fuego entre sus más preciados recuerdos. Entonces la vela se acercó un poco más a su rostro y descubrió unos mechones anaranjados que parecían brillar con luz propia, enredados entre el paño que apenas le cubría la cabeza; un pelo rojo para una mujer de ojos verdes. Quiroga quiso acercarse a ella para poder observar de cerca lo que en aquel momento era una visión desconcertante. Si hubiera tenido que expresar lo que recorría su mente no habría sido capaz de articular cuatro palabras seguidas porque su razón estaba ofuscada y aturdida ante semejante belleza. Tendría que hablar su corazón para poder comprender que había perdido el aliento por unos segundos para no perder ni un ápice de su concentración en aquella maravillosa criatura, y que sus ojos apenas parpadeaban por miedo a volver a abrirse y descubrir que todo había sido una ilusión que su mente le había preparado como un juego. Pero no, ella era real y estaba frente a él, buscando la luna en una noche muy fría y muy clara.

 

De repente la mujer les vio y sus ojos se fijaron en el hombre que para ella era un desconocido, en Hernán de Quiroga. Sus verdes ojos se encontraron con los del fraile y mantuvieron un silencioso contacto hasta que ella inclinó ligeramente la cabeza y volvió al interior de su casa.

 

Quiroga había quedado deslumbrado ante la visión de aquella mujer. Nunca había perdido el sentido de la realidad de aquella manera. Él mismo estaba absorto en aquel instante intentado que no se le escapara ni un detalle mientras a su alrededor el tiempo seguía corriendo y la vida continuaba su camino. Sin embargo, su vida parecía haberse detenido en el rostro de aquella joven pelirroja. Hernán de Quiroga sólo pudo acertar a decir:

 

—Tiene el pelo rojo.

 

Su acompañante le miraba fijamente, confundido ante la reacción que el fraile había tenido al ver a Berta.

 

—¿Estáis bien, señor? – Quiroga ni siquiera le miró – Señor, ¿os encontráis bien?

 

El fraile volvió de nuevo a la realidad y respondió aturdido.

 

—Sí, estoy perfectamente. Llevadme a la posada, se ha hecho muy tarde.

 

Alcanzaron la plaza de Arróyabe en pocos minutos y caminar sobre el empedrado fue un gran alivio también para el borrico, que sentía el suelo más firme. Rodearon la fuente que ocupaba el centro de la explanada y llegaron a la puerta de la posada. El hombre cogió los arcones que acarreaba el borrico y los dejó en el suelo. Quiroga le pagó por su servicio y le vio partir de nuevo sobre el barrizal por el que habían llegado al pueblo. Cuando le perdió de vista se giró hacia la puerta y golpeó la aldaba con fuerza. Pocos segundos después aparecía el posadero.

 

—Buenas noches, señoría – el posadero le recibió con una leve reverencia, bajando su cabeza cana.

 

—Soy Fran Hernán de Quiroga – dijo el fraile acompañándose con una ligera inclinación de cabeza a modo de saludo – Creo que os han avisado de mi llegada.

 

—Sí, señoría, en efecto. Os estaba esperando – el posadero abrió la puerta e invitó a Quiroga a entrar – Si lo deseáis, podéis sentaros un rato frente a la chimenea para entrar en calor mientras subo los baúles a vuestro dormitorio.

 

—No, prefiero ir directamente a mi habitación. El viaje ha sido largo y pesado. ¿Podríais subirme un refrigerio? Algo de pan y queso, y un poco de leche. Con eso será suficiente.

 

—Con mucho gusto, señoría – el posadero cogió un baúl y se puso delante del huésped para llevarle hasta la habitación – Seguidme, por favor. Es en el piso de arriba.

 

Abandonaron el amplio zaguán y subieron las escaleras. El posadero se detuvo ante la primera puerta, dejó el baúl en el suelo y abrió la habitación.

 

—Adelante, señoría.

 

Quiroga entró y se dirigió a la ventana. Aunque la noche era cerrada, la luz de la luna le permitía advertir un paisaje llano y extenso.

 

—Enseguida subo el otro baúl y os traigo algo de comer, señoría. Bienvenido.

 

El fraile se giró y logró sacar una leve sonrisa de cortesía. Cuando el posadero se hubo marchado, Quiroga respiró profundamente. Aquella mujer le había provocado un extraño sobresalto y seguía ciertamente sorprendido por la reacción que él mismo había tenido. Era un hombre piadoso, tranquilo y cabal; nunca una mujer le había turbado de aquella manera. Miró a su alrededor buscando algo que posiblemente ni siquiera estuviera allí porque no miraba ni veía, sólo se movía de forma irreflexiva, dando las mismas vueltas por la habitación que estaba dando a su cabeza.

 

—Tranquilo, Hernán – se dijo – Detente y piensa lo que haces.

 

Abrió el arcón que ya tenía en su habitación y sacó dos cartapacios. En ellos estaban los expedientes que debía investigar. Los miró sin aparente interés y los dejó sobre la mesa. Sin embargo tomó de nuevo lentamente el de Berta Goiburu. Lo abrió con cuidado y comenzó a leer. Como era bastante más habitual de lo que él deseaba, en el informe que le entregaron apenas venía información. Siempre era más fácil obtener detalles sueltos de los vecinos de las personas sospechosas y luego ir encajando las piezas como si de un mosaico se tratara. Era una labor compleja porque, tras el auto de fe de Logroño, la gente volvía a desconfiar de los enviados de la Inquisición como si se tratara de vulgares cazadores de brujas cuando, en realidad, no buscaban más que rescatar del mal camino a las ovejas que habían abandonado el rebaño del Señor. Sin embargo, las gentes de los pueblos creían que buscaban brujos hasta debajo de las piedras y que no abandonarían el lugar hasta dar con alguno y quedar satisfechos. Lo que le había dicho el hombre que le había acompañado hasta el pueblo le podría servir para afrontar el interrogatorio con algo bastante sólido y que la mujer no esperaría que él conociera. Aunque si su origen estaba en Zugarramurdi tendría que estar más atento de lo normal porque posiblemente ya conocía algo del proceso habitual de las pesquisas. Y ese pelo rojo, no podía llegar a entender cómo la naturaleza podía generar ese color en el cabello de una mujer sin forzar alguna ley divina. Había quienes decían que las personas de las tierras que se encontraban más al norte solían tener esas tinturas cobrizas en el pelo y ojos de colores claros, y que por eso estaban apareciendo tantos casos de brujería en Francia o el Sacro Imperio; los brujos estaban siendo expulsados hacia el sur. La familia de Berta Goiburu parecía ser un claro ejemplo de las convulsiones de los países que intentaban renegar del catolicismo, de las huídas hacia tierras más templadas y en las que creían que les sería más fácil esconderse. Para Berta parecía que no iba a ser así. Su mirada se quedó fija en el papel que tenía en las manos pero estaba perdida de nuevo, otra vez enredada en los cabellos anaranjados de la joven. Se estaba preguntando cómo sería el reflejo de aquel pelo a plena luz del día si relumbraba de aquella forma en una noche de luna llena y con la sola ayuda de una pequeña vela. En ese mismo instante entró el posadero con el segundo baúl y un plato. Quiroga soltó con rapidez los papeles y miró al hombre casi suplicando que no dijera nada. La mirada del hospedero le hizo ver que nada de lo que él pudiera estar pensando en ese momento había pasado por su mente.

 

—Dejad el arcón junto a la cama y el plato sobre la mesa del escritorio.

 

—Sí, señoría – el posadero hizo lo que le había ordenado —¿Necesitáis alguna cosa más para esta noche?

 

—No, gracias. Buenas noches.

 

—Que descanséis, señoría. Buenas noches.

 

Cuando el posadero desapareció Quiroga suspiró profundamente. Se había sentido descubierto como un chiquillo ante la entrada del posadero. Miró de nuevo los papeles de Berta, los cogió y se sentó a la mesa. Mientras tomaba un poco de queso comenzó a leer y se dio cuenta de que apenas le habían facilitado información sobre la mujer pelirroja. En aquellos papeles no se hablaba de su edad, ni de su procedencia; tan sólo se indicaba con énfasis que tenía el pelo rojo. Eso le dejaba claro que tendría que hablar con ella  detenidamente para averiguar si las acusaciones tenían algún fundamento. Según el testigo, Berta Goiburu era la que se encargaba de reunir a las brujas en el aquelarre, la que se llevaba a los niños por las noches a las reuniones de brujos y quien cuidaba de un sapo con camisa de color azulado, quien cocinaba los ungüentos para poder volar sobre escobas y acudir con gran velocidad al punto de reunión con el demonio.

 

La mirada del inquisidor se quedó fija sobre el lento cimbrear de la llama. La vela se estaba consumiendo más deprisa de lo que él esperaba; igual que sus propias energías. Hacía ya mucho tiempo que la noche cerrada rodeaba el viejo hospicio en el que le habían acomodado. Se sentía cansado de tanto vagar por pueblos, villas y aldeas perdidas entre las desapacibles montañas vascongadas. Ése había sido su transitar durante los cinco últimos meses y el invierno fue de los más duros que se recordaban en la zona. Demasiado frío, demasiada lluvia, demasiado viento. Parecía que su misión evangelizadora se había perdido en la memoria de aquel joven monje que leía y transcribía textos con el fin de que las palabras de los santos perduraran en el tiempo. Desde hacía casi cuatro años le habían encomendado la labor de descubrir impostores, encontrar a todos aquellos que amparándose en la fe cristiana ocultaban su herejía, su traición a la religión que les había acogido y les había guiado hacia la Verdad permitiéndoles olvidar su pasado pagano sin hacerles más preguntas y con la única exigencia de venerar a Dios. ¿Por qué esa ingratitud en tantos de ellos? Las noticias que le llegaban desde el territorio que él debía limpiar eran inquietantes. Eran muchas las señales de brujería, de magia oscura y de apariciones de engendros que aterraban a los cristianos de buena voluntad. Tenía un cúmulo desbordante de denuncias, la mayoría de ellas anónimas porque el miedo atenazaba a quienes eran testigos de semejantes acontecimientos. Las acusaciones procedían de todas las provincias cercanas a Logroño, las Vascongadas y el norte de Navarra.

 

Afortunadamente a él le habían enviado a una zona relativamente cercana y no muy extensa, así que podía darse por satisfecho. Pero de todos modos eran todavía demasiadas delaciones teniendo en cuenta que la propia Inquisición quería enterrar la plaga de las brujas desde hacía algunos años. El auto de fe de Logroño había sido un momento de cambio drástico en la actitud del Consejo de la Suprema y General Inquisición que, si bien hasta entonces no había sido muy dado a aceptar los procesos de brujería, desde entonces decidió que no se procesaría a nadie por esos cargos salvo que existirán pruebas fehacientes y contundentes que pudieran llevar a una clara condena. Él no estaba de acuerdo con la Suprema, si bien la opinión de un humilde fraile no se tendría en cuenta, pero si no era fácil lograr hechos para demostrar con consistencia la existencia de brujas debía tenerse en cuenta que la mano del Demonio obstaculizaba el trabajo de los inquisidores con eficacia pues su objetivo era proteger a sus súbditos y seguidores. ¿Cómo encontrar lo que el mismísimo Satanás protegía? Era una labor ardua y casi siempre infructuosa por lo que, de seguir aquellas directrices, sería en la práctica imposible para unos simples mortales encontrar la evidencia perfecta con la que condenar a una bruja.

 

Apartó la vista unos segundos de los papeles y miró el candil. La vela era para él la medida de tiempo que dedicar al trabajo vespertino. Una vez la cera terminaba de arder, su jornada quedaba concluida. Tenía que hacerlo así para rebañar horas de sueño y de descanso porque el trabajo parecía reproducirse milagrosamente. Al menos quería preparar las preguntas de los días siguientes antes de acostarse; no le gustaban las sorpresas y siempre realizaba un pequeño resumen para poder andar sobre un terreno conocido. Los acusados tendían a mentir de forma a veces insultante para la inteligencia de alguien como él, que había participado en más pesquisas de las que podría recordar si se molestara en hacerlo, cosa que no haría. Cuanto mejor preparado, más certero sería el interrogatorio. Lo poco de más que se le indicaba en el informe de Berta Goiburu era lo dicho por el denunciante; hablaba de una mujer bermeja, de ojos verdes, que se transformaba en gato por la noche y devoraba las gallinas de los vecinos provocando enfermedades en las aves que sobrevivían, que luego contagiaban a sus propietarios y a los niños, a los que luego secuestraba para llevarlos a sus reuniones demoníacas. Abundaban estos casos en los últimos años y Quiroga no disfrutaba con ellos. Aunque nunca lo reconocería en público, temía a todas aquellas personas que eran capaces de mantener una relación directa con el Demonio. El Mal era imprevisible y quienes lo practicaban no conocían escrúpulo ni límite, no eran capaces de entender la bondad ni el amor, ni abrir sus oídos a la voz de Dios. Y eso, a él, le aterrorizaba. El último de los expedientes hablaba de una mujer llamada Francisca que había aparecido en la aldea unos días antes y parecía ser una hechicera de segunda clase dedicada a crear pócimas y ungüentos con los que engañar a los incautos pero que parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra; no perdería más tiempo por esa noche. La vela amenazaba con apagarse y Hernán de Quiroga sentía que había cumplido con sus deberes del día. Antes de que la oscuridad le rodeara por completo se quitó el hábito, lo dejó cuidadosamente sobre la silla del escritorio y se arrodilló para sus últimas oraciones.

 

La misión que le había sido encomendada era muy dura. Reconocer impostores y falsos cristianos parecía ser mucho más complejo de lo que él nunca había imaginado porque descubrir la mentira no era tarea fácil. Sentía que las personas a las que debía investigar a veces estaban un peldaño por encima de él en el interrogatorio y le llevaban ventaja porque su labor era previsible; él era el comisario inquisitorial y su objetivo era bien conocido por todo el mundo. Pero lo que cada uno de los encausados tuviera que defender no era conocido por Quiroga y eso le exigía una atención máxima en las pesquisas. Sin embargo no era lo que más le desgastaba. La acusación definitiva y el envío a prisión le provocaban una terrible inquietud, una fuerte tensión en el abdomen y sentía que el estómago se movía descontrolado. Porque los condenados no eran capaces de mantener mínimamente la compostura ni las formas. Se desgañitaban frente a él, le suplicaban a gritos su indulgencia, se retorcían en el suelo para evitar que los guardias les encadenaran de nuevo, lloraban como recién nacidos, asustados ante su destino. Perdían por completo la poca dignidad que les quedaba. Y eso revolvía a Quiroga. Su momento de oración nocturno era un bendito remanso de paz que le devolvía la serenidad interna y que le aliviaba física y espiritualmente.

 

—Amén – Quiroga se santiguó y apagó la vela con dos dedos.

 

Al meterse en la cama un ruido le hizo prestar atención a la ventana de la estancia que ocupaba. Se encontraba en un lateral del caserío y daba directamente a la linde del bosque y la montaña. Le pareció ver una sombra que pasó como una exhalación frente a su ventana. Seguramente se trataría de una lechuza o un mochuelo. Aún así, Quiroga prefirió levantarse y asomar la cabeza con precaución. No vio nada, ni escuchó nada. También podría haber sido su imaginación por causa del cansancio. Dejó la ventana entornada porque la noche era fría pero muy calmada, sin viento ni lluvia, y la atmósfera de la habitación estaba espesa desde que entró. Quiroga echó un último vistazo para asegurarse de que no había nadie cerca de su ventana y regresó a la cama.