Son las once de la mañana del domingo 14 de octubre de 1934. El lugar es Upsala, la esquina que forman las calles Övre Slottsgatan y Skolgatan. Ha llovido toda la mañana, un viento helador que baja de la meseta anuncia nieve. En este preciso instante se han despejado las nubes y un sol bajo, envuelto en tenues celajes, cae pesadamente sobre el laboratorio Gustavianum. Retumban las campanas de la catedral y de la iglesia de la Santísima Trinidad llamando a misa mayor. Las calles están desiertas.
El coche de alquiler se detiene ante el número 14 de Skolgatan. Anna desciende, abre el bolso y saca su pequeño monedero de gamuza con cierre plateado. Paga una corona y diez céntimos y da veinticinco céntimos de propina. El chófer, un mozallón de cara rojiza y espeso bigote, inclina la cabeza en silencio, pone una marcha y desaparece en una nube de humo.
Anna se queda de pie un momento, pensativa. Tiene ahora cuarenta y cinco años, la cara no le ha cambiado apenas; han aparecido finas arrugas alrededor de los ojos, los labios se han hecho más anchos, más blandos. Tiene la nariz un poco roja por el viento. La mirada es seria, con una expresión de inquisitiva curiosidad. En su frente se dibuja una larga raya horizontal. Por lo demás va erguida y elegante con su cálido abrigo de invierno, sombrero negro con velo corto, guantes y botines.
Echa, por costumbre, una mirada rápida a su reloj de pulsera aunque sabe muy bien que son las once y cinco, puesto que las campanas de las iglesias acaban de dejar de sonar. Ha llegado demasiado pronto pero, después de un corto paseo por la calle Slottsgatan, decide entrar de todas maneras. Empuja la pesada puerta con cierta dificultad, el hueco de la escalera es amplio con escalones de mármol alfombrados, ventanas de colores y una puerta muy decorada que da al patio. Del techo, pintado en estilo modernista, cuelgan unas lámparas grandes de cobre con globos mate. Huele a pintura y a desayuno tardío.
Anna sube con rapidez los dos pisos y llama a la puerta de la derecha de la planta, una puerta doble, de cristales, pintada de blanco. Abre una mujer alta y delgada. Tiene setenta años, vivos ojos azulgrises, frente ancha, nariz delgada y bien formada, labios finos y mejillas pálidas y algo hinchadas. Tiene el pelo ralo y peinado con austeridad en un moño sencillo. Es María.
—¡Anna, qué bien que ya estés aquí! Pasa, pasa. Cuánto me alegro de verte, siempre tan guapa. Aquí tienes una percha, espera, yo lo cuelgo. Dame un beso.
Anna ha murmurado una excusa por llegar demasiado pronto, seguro que ha correspondido cariñosamente al beso de bienvenida, se ha sentado en una silla blanca de mimbre para quitarse los botines y los ha colocado en el zapatero que está debajo del ropero. Se atusa el indomable pelo y saca la polvera del bolso. Después de sonarse ligeramente se empolva la nariz con cuidado.
—En cuanto empieza el otoño se me pone la nariz enorme y colorada, me ha pasado desde niña.
Una inspección y relativa satisfacción. Lleva un traje de lana azul marino con botones en la falda, que le llega al tobillo, las amplias mangas terminan en puños de encaje, el cuello es redondo y adornado también con encaje. Además, un camafeo en el hoyo de la garganta y pequeños pendientes de brillantes.
—Jacob está durmiendo un poco. El doctor Petréus vino esta mañana y le puso una inyección de morfina. Así que ahora dormirá más o menos una hora.
—¿Cómo está?
—El médico dice que está cerca del final, sólo es cuestión de días. Es duro a veces. Tiene dolores agudos y entonces sólo le ayuda la morfina. A ratos está relativamente bien y puede incluso comer algo, pero por lo general lo único que hace es tomar un vaso de leche o un poco de caldo… o champán.
María se sonríe ligeramente y hace un pequeño gesto con su delgada mano.
—No tienes que asustarte. Ésta no es una casa en la que reine la tristeza. Aquí hay sufrimiento y degradación física y un poco de impaciencia por la tardanza de la muerte. Pero no estamos tristes. Ni yo ni Jacob.
—¿Está Segura, María, de que el tío tiene fuerzas para verme?
—Habla de ti todos los días. De otro modo no te hubiera telefoneado, como comprenderás.
—Henrik manda saludos de todo corazón. No ha podido venir a causa de la misa solemne.
—Es que, ¿sabes, Anna?, ésa era la intención precisamente. Jacob me pidió que me enterara de cuándo tenía Henrik misa solemne y entonces…
Sonríe con aire de conspiración, alcanza una caja de plata que hay sobre la mesa redonda del salón y coge un cigarrillo que enciende enseguida.
—No te pregunto si quieres porque recuerdo que no fumas. Espero que me excuses.
Anna sacude la cabeza y sonríe cortésmente. María se echa hacia atrás en la pequeña butaca tapizada de verde.
Con un gesto característico pone la mano derecha en la región lumbar, con la izquierda sostiene el cigarrillo delante de los labios.
—El viernes lo pasamos mal. Se le hinchó el vientre terriblemente. El doctor Petréus sacó litros de líquido. Eso le alivió. Pero, con todo, lo peor son los vómitos de bilis. Le vienen en oleadas y son tremendos… con disnea y calambres. Nos sentimos impotentes… el médico, la enfermera y yo… no se puede hacer nada, ni morfina, ni nada. Ya tiene metástasis por todas partes, es como si el cáncer hubiera enfurecido.
Se calla y mira al techo. Luego mira a Anna y sus grandes ojos azulgrises son claros y serenos. Tiene la cara pálida a la dura luz de octubre, de estratos cortantes característicos del sol bajo de octubre. No, no llora.
—Hemos vivido cerca uno de otro casi cincuenta años. Yo tenía veintiuno cuando nos casamos. Si pudiéramos volver a vernos después de la muerte, si hubiera una misteriosa posibilidad de ello, entonces esto sería… sería algo superficial, fácil de sobrellevar. Y la muerte sería un alivio ya que Jacob sería liberado de su sufrimiento y yo de una penosa espera, pero la muerte es la muerte. Nada de misterios ni hermosos secretos. Por cierto, ¿sabes lo que es muy sorprendente? Es una idea alentadora que me asalta cuando estoy abatida. Y es que la separación habría resultado mucho más dolorosa en el caso de que nuestro matrimonio hubiera sido un fracaso. Así, hemos vivido juntos con alegría y entonces…
Fuma en silencio, aplasta la colilla en un pequeño cenicero y se levanta con rapidez estirándose la falda sobre la huesuda cadera:
—Ha sido muy amable por tu parte escucharme. Has de saber que no suelo hablar así. Voy a entrar a ver si Jacob se ha despertado.
Se vuelve desde la puerta y habla como de pasada.
—Olvidé decir que el deán Agrell vendrá esta tarde. Jacob quiere que le dé la comunión. Estará aquí hacia la una. Vengo a por ti dentro de unos minutos.
La biblioteca es una amplia habitación cuadrada con dos ventanas a la calle Övre Slottsgatan y librerías atestadas en las paredes. En medio hay un gran escritorio abarrotado. Una estrecha puerta conduce a una habitación interior en la que se vislumbra una cama de altos cabezales. Junto a la mesa de la biblioteca hay un sillón de respaldo alto y robustos brazos. En él está sentado Jacob. Lleva puesto un pulcro traje oscuro que se abolsa en tomo a su demacrada figura. El blanco cuello duro es varios números más grande, las manos descansan sobre los brazos del sillón, enormes y sin fuerzas, las muñecas están rodeadas de puños demasiado amplios. Pero el nudo de la corbata es impecable, lleva las altas botas relucientes y el bigote gris bien recortado. No hay nada en tomo al anciano que haga suponer que se avecina la muerte.
Anna besa al tío Jacob en la mejilla y le abraza a él y al sillón, ambos se sienten conmovidos y torpes. Jacob pone su manaza en el pelo de ella y le dobla la cabeza Sobre su hombro.
—Anna querida, qué bien. Anna querida. Estás como siempre. Anna querida.
—Cuánto tiempo. Porque hace mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí, sí. Déjame ver. Nos vimos en la iglesia de Hedvig Eleonora hace dos…, no, no, tres años. Henrik predicaba. Fue el domingo del Juicio de 1931 y tú estabas allí con los niños y un muchachito alemán, ¿no es así?
—Así es, era Helmuth.
—Geográficamente nos alejamos unos de otros, aunque la distancia no sea tanta… Geográficamente, sí. Pero, yo diría, que no de un modo que importe. Al menos para los sentimientos. Pienso muchas veces en ti.
—Y yo pienso en…
Se miran uno a otro de cerca, hasta el punto de que sólo pueden ver una pequeña parte de rostro y ojos. Anna acaricia la frente del tío Jacob en un impulso súbito.
—No voy a quejarme. Estoy bien en medio de lo malo. Pero que tarde tanto… Está entreteniéndose demasiado. Eso me pasa por haber sido siempre impaciente y perezoso. Ahora tengo que esforzarme. Hora a hora, minuto a minuto. Y yo… Pero quiero estar levantado y vestido. Quiero estar aquí en mi sillón todo lo que pueda. Así respiro mejor. Aunque a veces resulta pesado, entre todos mis viejos libros. María tiene que abrir la ventana para dejar pasar el aire fresco, sabes, Anna. Tengo el corazón fuerte. Marcha y marcha. Una noche empezó a desbocarse el corazón y luego se paró y entonces pensé ¡ahora! Pero qué va. Así que me he vuelto morfinómano. Eso es lo mejor de esta larga y triste historia. Si piensas, Anna, que parezco demasiado alegre y hablo de esta manera, es porque me acaban de poner una inyección y eso es como el paraíso, no puedo figurarme nada más misericordioso. Primero dolor y desconsuelo y, acto seguido, nada de dolor y euforia. Así que hay que dividir el tiempo en bueno y malo. María me lee en voz alta varias horas al día… yo estoy demasiado cansado y aturdido para poder leer. Pero estamos leyendo La joya de la Reina. A veces viene el organista de la catedral, ¿cómo se llama?, bueno, ya ves, Anna, que me he vuelto muy distraído, ah, sí, Axel. Axel Morath. Viene y toca el piano ahí en el salón y toca sobre todo a Bach, el Wohltemperiertes Klavier casi siempre. Aunque no siento ninguna necesidad de ver a gente, me resulta fatigoso y molesto. Los amigos creen que uno quiere visitas, pero uno no las quiere. Así que María dice que no a todo el mundo. Sólo hay una verdadera calamidad en medio de toda esta calamidad y es que no puedo comer. Sólo puedo tomar un poco de líquido y eso es terrible. Cuando pienso en que he sido un glotón y un sibarita. Atracarse, no privarse de nada, comer bien y beber a gusto. A veces, cuando estoy solo (y no tengo demasiados dolores, claro está), me imagino diferentes platos de comida. Sí, me puedo figurar que es un castigo, a fin de cuentas la gula es uno de los pecados capitales. ¿Qué tal, Anna? ¿Qué tal?
La pregunta llega de improviso, dicha en tono serio, seguida de una mirada vivaz. Bien, ya hemos entrado en materia. Anna se queda perpleja, cogida de improviso y enrojece.
—¿A qué se refiere, tío Jacob?
—Quiero decir lo que pregunto y nada más. ¿Qué tal?
El tono es impaciente y no acepta evasivas. Contesta rápido, vamos. Anna duda, experimenta una corta, sombría ira y contesta que no pasa nada especial, todo transcurre más bien como de costumbre. Bastante bien, sería injusto quejarse. Sí, y los niños están bien. Mamá ha tenido una pulmonía, pero ya está mejor. Y Henrik está muy excitado con el asunto de la elección de párroco… pero eso lo sabe usted, tío. La decisión del gobierno se ha venido retrasando. Engberg está en contra pero el viejo rey parece que prefiere a Henrik, así que el nombramiento se ha pospuesto como se suele decir. Y claro que eso pone a prueba los nervios.
El anciano hace un gesto de impaciencia, se pasa la mano por la cara, sonríe con sarcasmo y carraspea.
—No es un comunicado lo que quiero oír. Quiero saber cómo vive Anna, cómo vive Henrik, qué pasó con todo. No hemos hablado en serio en diez años. De modo que ya va siendo hora. Leí en algún sitio que Tomas se ha casado y que le han dado un puesto en las cercanías de Upsala.
—También yo lo he oído.
—Te has quedado taciturna, Anna. ¿Es que no soy digno de saber lo que fue de todo aquello?
—Sí, lo que pasa es que no sé si hay algo de lo que hablar.
—La razón por la que le pedí a María que contactara contigo, Anna, es que no quiero irme a la tumba sin saber lo que pasó. Yo siempre te he considerado como una hija mía, mi hija. No pasa un día sin que piense en tu vida, Anna. Me he dado cuenta de que el matrimonio no se ha hecho añicos. He pensado muchas veces que debería hablar contigo, Anna. Pero soy un tipo perezoso y poco emprendedor que de buena gana aplaza todo lo que puede alterar mi tranquilidad, así que lo fui dejando como de costumbre y, de pronto, de todo hace demasiado tiempo. Aunque ahora… Durante las largas horas de enfermedad me ha vuelto nuestra conversación una y otra vez sin darme sosiego alguno. Así que finalmente le pedí a María que te llamase. Y ahora, Anna, ahora estamos aquí cara a cara. Y ha llegado el momento.
El pastor ha hablado deprisa y con ansiedad, de pronto se siente cansado, vuelve la cara de modo que Anna no puede ver sus ojos. Ella pasa su ensortijada mano izquierda por el liso azul oscuro de la falda.
Como el silencio se ha prolongado, el párroco dirige la mirada a Anna y la contempla inflexible. Quiero saber ahora.
Entonces Anna miente, en voz baja y sin especial acento. Bueno, hice lo que usted me aconsejó, tío Jacob. Cuando fui a la casa de verano la noche siguiente, surgió la oportunidad puesto que Henrik y yo estábamos solos. Así que le conté todo exactamente como era, no le oculté nada. Ni siquiera lo más doloroso. Henrik me escuchó sin interrumpirme. Mirándome todo el tiempo, pero sin decir nada. Luego cuando acabé de hablar, estuvimos mucho rato callados. Y luego Henrik dijo: Pobre Anna, qué, mal has debido de pasarlo. Y empezamos a hablar y yo me atreví a hablar de mí misma más que nunca en los doce años que llevamos viviendo juntos. Fue una noche muy extraña y pensé en lo que usted, tío, había dicho acerca de darle a Henrik la oportunidad de madurar. Nada de reproches, nada de amenazas, nada de resentimiento… Nada malo.
—¡Ya ves, Anna! ¡Ya ves!
—Sí, ya veo.
—¿Y después?
Anna reflexiona. La ensortijada mano alisa la falda azul oscuro.
—Hice lo que me aconsejó usted, tío Jacob. Rompí con Tomas. Fue difícil, pero después de haberle contado todo a Henrik, la existencia de secretos no podía continuar. Así que rompí con Tomas. Hubo lágrimas, naturalmente. Pero ahora todo se ha quedado en un hermoso recuerdo… y Tomas se ha casado, ya lo sabe usted. No le veo nunca.
—¿Y el agotamiento de Henrik?
—Es que trabajó de una manera absurda. Siempre trabaja de una manera absurda…, no sabe decir que no cuando la gente le pide cosas. Y ese año fue duro en muchos aspectos. Los niños estuvieron enfermos. Yo también me puse enferma. Y después vino la crisis de Henrik. Bueno, todo eso ya lo sabe usted, tío Jacob. Yo no quise influir en él, permanecí a la espera. Cuando Henrik iba a empezar a trabajar de nuevo, surgieron problemas, naturalmente. Luego ya no hay mucho que contar. Yo sufrí dos operaciones y estuve a punto de morir. Mamá me echó una mano y se encargó de llevar la casa.
No debió de ser muy fácil: Henrik y Ma nunca se han llevado bien… Todo se ha ido calmando un poco con los años, pero la animosidad es una pesada carga…, eso no puedo negarlo.
—Pero ¿Anna y Henrik?
—Anna y Henrik viven en una buena camaradería. Hasta podemos reñir sin consecuencias desagradables; antes nunca pudimos. Henrik comprende que yo necesito un poco de libertad, sólo un poco. Así que el próximo verano me iré con otras dos señoras a Italia a ver museos.
Jacob aspira profundamente y cierra los ojos. Sonríe débilmente.
—Si he de ser sincero, estaba preocupado. Pero no me atrevía a preguntar. Lo que me has contado, Anna, me tranquiliza. Digo como el viejo Simeón en el Templo: «Ahora, oh Señor, deja que tu siervo parta en paz en pos de tu palabra».
Atrae a Anna hacia sí y la besa torpemente junto a la oreja con los labios muy apretados. Un seco sollozo le sacude.
—Perdóname, me temo que huelo un poco mal. Me enternece mucho lo valiente que eres, Anna. ¿Te acuerdas de cuando estábamos en Dombron, el Puente de la Catedral, contando los siete puentes de Upsala?
—Sí.
Anna es presa de una violenta emoción, se retira con suavidad y se acerca a la ventana, se seca los ojos con el envés de la mano y se sorbe los mocos, no llorar ahora, no llorar.
María entra silenciosamente en la habitación y se acerca a su marido. Hablan en voz baja. Sí, eso hacemos, dice Jacob con voz clara.
—Anna, ¿te importaría esperar ahí fuera unos minutos? Enseguida acabamos —dice María.
Anna dice: ¡No faltaba más!, y se aleja sin hacer ruido, cierra la puerta y se encuentra de repente frente al deán Agrell revestido de sacerdote. Es unos años mayor que Jacob, pero su cara lisa y sonrosada irradia salud, el fino pelo blanco es abundante y lo lleva peinado hacia atrás, retirado de la abultada frente. Los ojos son de un azul helado y miran con curiosidad.
—Soy uno de los amigos más antiguos de Jacob. Me ha pedido que le dé la comunión justamente ahora, justamente hoy, que es el aniversario de nuestra ordenación sacerdotal hace cincuenta y dos años.
María entreabre la puerta y dice que ahora ya puede pasar. La abre del todo y hace pasar al deán. Ella sale y cierra la puerta y se queda de pie algo indecisa.
—Jacob quería estar a solas con él unos minutos.
Un breve gesto y una mirada de disculpa: ¿Te quedas, Anna?
—Sí.
—Creo que Jacob se alegrará de que tú…
—¿Sí?
—Recuerdo aquella tarde, hace mucho tiempo, debió de ser el año 1907, cuando entró Jacob y se sentó en el borde de mi cama y dijo: Figúrate, María, Anna Åkerblom dice que no quiere recibir la comunión. Y no pudo dórmir en toda la noche. Estaba asombrado, enfadado y realmente triste. Luego, Anna, fuiste a comulgar de todas maneras.
—Sí, fui a comulgar, sí.
—¿Y la razón? Tengo curiosidad.
—La razón fue muy simple. Cuando le dije a mamá que no pensaba hacer la comunión se enfadó muchísimo y dijo que debería darme vergüenza, que era una egoísta y una caprichosa y que eso iba a ser una afrenta para la familia y que no estaba dispuesta a tolerar semejantes tonterías. Antes de salir dando un portazo, se volvió y dijo que pensaba suspender nuestro viaje a Grecia* pero que yo era libre de hacer lo que quisiera y que, como de costumbre, me dejara llevar por mi conciencia y que nadie me obligaría, Así que fui a comulgar.
Ambas mujeres sonríen al recordar a la madre de Anna, la enérgica aunque ya bastante frágil anciana en su mansión de la calle Trädgårdsgatan.
—Tienes que darle recuerdos a Karin de mi parte. Lamentablemente no nos hemos visto desde hace mucho tiempo. Pero hemos tenido tanta enfermedad y tanta preocupación últimamente…
—Se los daré, María.
Se entreabre la puerta. María tiende su mano larga y delgada a Anna y entran así en la habitación del enfermo.
La mesa baja y cuadrada que está junto a la butaca de Jacob ha sido despejada. En ella hay dos velas encendidas en altos candelabros de estaño. Sobre un paño bordado está el dorado cáliz con el vino. Delante del cáliz la patena igualmente dorada con las obleas. El deán Agrell se inclina sobre el enfermo. Hablan en un murmullo. La baja luz del sol pone rayos deslumbrantes en la habitación y crea dibujos caprichosos en los tesoros de las librerías. El reloj de la sala acaba de dar la una. Se oyen las campanadas de la iglesia de la Santísima Trinidad.
El deán hace un gesto a las mujeres invitándolas a acercarse… se han quedado junto a la puerta. María se vuelve a Anna y le tiende de nuevo la mano y tira de ella. Anna se deja llevar. El deán se ha puesto delante de Jacob, que ha cerrado los ojos. Sus grandes manos descansan en los anchos brazos del sillón. Está mortalmente pálido a la intensa luz, parece ausente pero por el momento libre de dolor físico. Está sentado derecho, digno y sereno. María le alisa el pelo y sacude con la mano unas motas de polvo del hombro de la chaqueta. Se inclina con rapidez y murmura unas palabras en su gran oreja. Él sonríe casi imperceptiblemente y, todavía con los ojos cerrados, murmura algo en respuesta.
Agrell coge el libro de oraciones que está en el improvisado altar, se queda unos instantes pensativo y luego lee las palabras de la consagración en voz muy baja. Se dirige al enfermo, rodeándole con la voz y el pensamiento. María mira sus manos cruzadas, está serena, como ante una misión impuesta que se acerca a su cumplimiento. Anna ha vuelto la cara hacia la dura luz, se deja cegar, lágrimas, lágrimas contenidas que se quedan en la garganta y gotean por la nariz, tratar de respirar con calma, esto no puede formularse, esto está más allá de los sentimientos formulados. Ahí están Jacob y María, su esposa, en este instante. En este preciso instante. Si aparta da mirada de la deslumbrante luz que hay entre la esquina de la casa y el robusto árbol. No puede. Pero lo sabe.
Agrell lee de pie, son las palabras de la consagración de la comunión.
—Aquella noche en la que fue traicionado, Jesús Nuestro Señor tomó el pan y, dando gracias a Dios, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: ¡Tomad y comed!, porque éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros. ¡Haced esto en conmemoración mía! Y de la misma manera cogió el cáliz y, dando gracias a Dios, se lo dio a los discípulos diciendo: ¡Tomad y bebed todos de él! Éste es el cáliz de la nueva alianza, con mi sangre, que será vertida por vosotros y por el perdón de los pecados. Hacedlo siempre en conmemoración mía.
»Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
»El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
»Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.
»Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor. Amén.
Anna y María se han arrodillado y acompañan la oración. Jacob ha cruzado las manos con esfuerzo, sus ojos siguen cerrados. Tiene el rostro sereno, debajo de los ojos le han salido de repente unas manchas oscuras. Mueve los labios pero no se oye ninguna palabra.
El deán eleva la patena con las hostias y da un paso hacia el enfermo, se inclina sobre él. Jacob abre los labios.
—El cuerpo de Cristo entregado por ti. —El deán pone la mano en la cabeza de Jacob. Luego se vuelve hacia María y le da la hostia. Ella la toma con la cara levantada.
—El cuerpo de Cristo entregado por ti. —Él le pone la mano sobre su ralo cabello gris atravesado por la intensa luz. Finalmente da un paso hacia Anna, que mueve la cabeza… no, no. El deán Agrell no se fija o no quiere aceptar el rechazo de Anna.
—El cuerpo de Cristo entregado por ti. —La hostia. La bendición de la mano. Él no la mira. Nadie la contempla excepto ella misma. Abrumada, quiere hundirse en el suelo. Pero se comporta.
Ahora el deán ha cogido el cáliz y lo acerca con cuidado a los labios del enfermo.
—La sangre de Cristo derramada por ti.
Luego se vuelve a María, que recibe la gracia con la cara vuelta hacia el cáliz.
—La sangre de Cristo derramada por ti.
Finalmente Anna, finalmente Anna.
—La sangre de Cristo derramada por ti.
Agrell da un paso atrás y dice a los reunidos:
—¡Jesucristo Nuestro Señor, cuyo cuerpo y sangre hemos recibido, guarde vuestra alma para la vida eterna! Amén.
Jacob abre los ojos y mira a su compañero de oficio con un asomo de sonrisa: No te olvides del salmo.
—Ahora mismo.
Jacob vuelve a cerrar los ojos y el deán lee:
—Por fin, Dios mío, te ruego: Coge mi mano en la tuya, Para que me guíes siempre, Y me lleves a tu reino, Donde se acaban todos los sufrimientos; Y cuando se acaba la esperanza Y yo te entrego mi espíritu, Acéptalo…
Jacob cae hacia delante en una fuerte convulsión, intenta taparse la boca con las manos pero por entre los labios se escapa un líquido amarillo entreverado de sangre que se escurre por la barbilla. En un espasmo aún más fuerte se le abre la boca y vomita sangre y flemas con un sordo eructo. Trata de levantarse de la butaca, pero cae hacia atrás, le cuesta respirar. Anna coge su brazo y se lo sostiene por encima de la cabeza, su esposa le coge el otro brazo pero más líquido gris, denso, le sale de la garganta y cae sobre el traje oscuro.
El ataque va remitiendo, no ha durado más que unos minutos. Agrell le limpia a Jacob la boca y la nariz con su gran pañuelo. María dice, apresuradamente: Creo que Ellen, la enfermera, aún no se ha ido. ¿Quieres ir a buscarla, Anna? Debe de estar en algún sitio en el piso.
Anna atraviesa la sala corriendo, sale al vestíbulo, la puerta de la antecocina está abierta. Ve a la enfermera sentada en la cocina tomando una taza de café con el periódico Upsala Nya Tidning delante. Venga enseguida, por favor. El pastor se ha puesto muy mal. La enfermera corre, Anna se queda de pie en el vestíbulo. Oye voces y pasos rápidos. Corre el agua en el cuarto de baño, se oyen las cañerías, se cierra una puerta.