No sé lo que está haciendo —exclamó Norrich—, pero, por el Espacio, ¡no haga ningún movimiento brusco o Mutt se lanzará sobre usted!

—Sabe exactamente lo que estoy haciendo —dijo Bigman—, porque ve a la perfección que he sacado la pistola de aguja, y creo que ya se ha enterado de que soy un magnífico tirador. Si su perro da un paso en dirección a mí, será su fin.

—No le haga daño a Mutt, ¡se lo ruego!

Bigman no estaba preparado para la súbita angustia que expresó la voz del otro. Dijo:

—Pues cálmese y venga conmigo y no le pasará nada. Iremos a ver a Lucky. Y si nos cruzamos con alguien en el pasillo, no diga otra cosa que «buenas noches». No olvide que estaré justo detrás de usted.

Norrich dijo:

—No puedo ir sin Mutt.

—Claro que puede —replicó Bigman—. Sólo son cinco pasos. Aunque fuera realmente ciego podría arreglárselas…, un tipo que hace rompecabezas y todo eso.

Lucky, al oír abrirse la puerta, alzó el visor de su cabeza y dijo:

—Buenas noches, Norrich. ¿Dónde está Mutt?

Bigman intervino antes de que el otro tuviera oportunidad de contestar:

—Mutt está en la habitación de Norrich, y éste no lo necesita. Arenas de Marte, Lucky. ¡Norrich no es más ciego que yo!

—¿Qué?

—Su amigo está completamente equivocado, señor Starr —empezó Norrich—. Quiero decirle…

Bigman replicó:

—¡Usted cállese! Yo seré el que hable, y cuando le pregunten, podrá decir lo que quiera.

Lucky se cruzó de brazos.

—Si no le importa, señor Norrich, me gustaría oír lo que Bigman tiene que explicarme. Y mientras tanto, Bigman, ¿qué te parece si guardas la pistola de aguja?

Bigman obedeció con una mueca. Dijo:

—Mira, Lucky, he sospechado de ese tipo desde el principio. Sus rompecabezas tridimensionales me dieron qué pensar. Los hacía con demasiada facilidad. Enseguida empecé a preguntarme si no sería el espía.

—Ésta es la segunda vez que me llama espía —exclamó Norrich—. No lo permitiré.

—Mira, Lucky —prosiguió Bigman, haciendo caso omiso de la protesta de Norrich—, sería muy astuto tener a un espía que se hiciera pasar por ciego. De este modo vería muchas cosas que nadie pensaría que había visto. La gente no disimularía; no ocultarían las cosas. Podría estar frente a algún documento vital y pensarían: «No es más que el pobre Norrich. No puede ver». Lo más probable es que ni siquiera se fijaran en él. ¡Arenas de Marte, sería un plan perfecto!

Norrich parecía más estupefacto a cada momento.

—Pero es que yo soy ciego. Si lo dice por los rompecabezas tridimensionales o el ajedrez, le he explicado…

—Oh, claro, nos ha explicado —le cortó despectivamente Bigman—. Lleva muchos años inventando explicaciones. Sin embargo, ¿cómo va a explicarnos que estuviese solo en su habitación con las luces encendidas? Cuando he entrado, Lucky, hace una media hora, la luz estaba encendida. No es que la encendiese para mí. El conmutador estaba demasiado lejos de la silla donde él se encontraba sentado. ¿Por qué?

—¿Por qué no? —dijo Norrich—. A mí me es completamente igual que esté encendida o apagada, así que la tengo encendida mientras estoy levantado en atención a los que vengan a visitarme, como usted.

—Muy bien —repuso Bigman—. Esto demuestra su gran habilidad para encontrar respuesta a todo… cómo puede jugar al ajedrez, cómo puede identificar las piezas, todo. En una ocasión ha estado a punto de traicionarse. Dejó caer una de las piezas de ajedrez y se inclinó para recogerla, pero se acordó justo a tiempo y me pidió que lo hiciese yo.

—Normalmente —dijo Norrich— sé dónde cae una cosa por el ruido. Esa pieza rodó.

—Adelante, siga con sus explicaciones —dijo Bigman—. No le servirán de nada, porque hay una cosa que no puede explicar. Lucky, quería someterle a una prueba. Iba a apagar la luz, y después enfocar mi linterna de bolsillo sobre sus ojos a la máxima intensidad. Si no era ciego, tendría que sobresaltarse o, por lo menos, parpadear. Estaba seguro de atraparle. Pero ni siquiera he podido ir tan lejos. En cuanto he apagado la luz, ese tipo se olvida de todo y dice: «¿Por qué ha apagado la luz…?». ¿Cómo supo que había apagado la luz, Lucky? ¿Cómo lo supo?

—Pero… —empezó Norrich. Bigman no le dejó continuar.

—Puede palpar las piezas de ajedrez y los rompecabezas tridimensionales y todo eso, pero no puede palpar que la luz se ha apagado. Ha tenido que verlo.

—Creo que ya es hora de que dejemos hablar al señor Norrich —dijo Lucky.

—Gracias —dijo Norrich—. Yo soy ciego, consejero, pero mi perro no lo es. Cuando apago la luz por la noche, tal como he dicho antes, no noto la diferencia, pero para Mutt eso significa que es hora de dormir y entonces se va a su rincón. He oído a Bigman yendo de puntillas hacia la pared donde está el interruptor de la luz. Él trataba de no hacer ruido, pero un hombre que lleva cinco años ciego puede oír hasta el más ligero roce. En cuanto ha dejado de andar, he oído que Mutt se iba a su rincón. No se necesitaba mucha materia gris para deducir lo que había sucedido. Bigman se hallaba junto al conmutador de la luz y Mutt se había acostado. Era evidente que acababa de apagar la luz.

El ingeniero volvió el rostro hacia Bigman, y después hacia Lucky, como si aguzara los oídos en espera de una respuesta.

—Sí, me hago cargo —dijo Lucky—. Al parecer le debemos una disculpa.

El rostro de gnomo de Bigman se contrajo en una mueca de desagrado.

—Pero, Lucky…

Lucky meneó la cabeza.

—¡Olvídalo, Bigman! Nunca te aferres a una teoría que ya ha sido explotada. Espero que comprenda, señor Norrich, que Bigman sólo hacía lo que consideraba su deber.

—Habría sido mucho mejor que hiciese unas cuantas preguntas antes de actuar —repuso fríamente Norrich—. ¿Puedo irme, ahora? ¿No tienen inconveniente?

—Puede irse. Sin embargo, tengo que pedirle oficialmente que no mencione a nadie lo que ha ocurrido. Es muy importante.

—Yo podría demandarles por falso arresto —dijo Norrich—, pero lo olvidaremos todo. No mencionaré nada a nadie. —Se dirigió a la puerta, encontró a tientas el cuadro de señales y salió. Bigman se volvió casi inmediatamente hacia Lucky.

—Era un truco. No tendrías que haberle dejado marchar.

Lucky apoyó la barbilla en la palma de su mano derecha, y sus tranquilos ojos pardos tuvieron una mirada de preocupación.

—No, Bigman, no es el hombre que buscamos.

Tiene que serlo, Lucky. Incluso si es ciego, realmente ciego, es un argumento en contra suya. Claro, Lucky. —Bigman volvía a excitarse, y sus manos se abrían y cerraban—, podía acercarse a la rana-V sin verla. Podía matarla.

Lucky meneó la cabeza.

—No, Bigman. La influencia mental de la rana-V no depende de que la vean o no. Es un contacto mental directo. Éste es el único hecho que no podemos olvidar —y añadió lentamente—: Tuvo que ser un robot. Tuvo que serlo, y Norrich no es un robot.

—Bueno, ¿cómo sabes qué no…? —Pero Bigman se interrumpió.

—Veo que has contestado tu propia pregunta. Detectamos sus emociones durante nuestra primera entrevista, cuando la rana-V aún estaba con nosotros. Tiene emociones, así que no es el robot y, por lo tanto, tampoco es el hombre que buscamos.

Pero mientras hablaba así, su rostro expresaba una profunda inquietud y apartó de su lado el libro-película sobre robots como si ya no confiase en la ayuda que podía prestarle.

La primera nave Agrav que fue construida se llamó Luna joviana y no se parecía a ninguna nave que Lucky hubiera visto en su vida. Era bastante grande para ser un lujoso transatlántico espacial, pero las dependencias de la tripulación y los pasajeros estaban inusitadamente apiñadas en la parte delantera, ya que nueve décimas partes del volumen de la nave consistían en el convertidor Agrav y los condensadores de campo de fuerza hiperatómica. A partir de la sección central, unas aspas curvadas que recordaban vagamente las alas de un murciélago, se extendían a ambos lados. Cinco en uno y cinco en otro, diez en total.

A Lucky le habían explicado que estas aspas, al cortar las líneas de fuerza del campo gravitacional, convertían la gravedad en energía hiperatómica. Era así de prosaico, a pesar de lo cual conferían a la nave un aspecto siniestro.

La nave reposaba ahora en un gigantesco agujero abierto en Júpiter Nueve. La tapa, de hormigón armado, había sido retirada, y toda la zona estaba bajo la gravedad normal de Júpiter Nueve y expuesta a la carencia de aire normal en la superficie de Júpiter Nueve.

No obstante, todo el personal del proyecto, cerca de un millar de hombres, se hallaban reunidos en aquel anfiteatro natural. Lucky nunca había visto a tantos hombres con traje espacial reunidos. Reinaba una cierta excitación muy natural debido a las circunstancias; una cierta inquietud casi histérica que se manifestaba en las payasadas que la baja gravedad hacía posibles.

Lucky pensó sombríamente: «Y uno de estos hombres vestidos con el traje espacial no es tal hombre». Pero ¿cuál? Y ¿cómo saberlo?

El comandante Donahue pronunció un corto discurso ante un grupo de hombres súbitamente silenciosos e impresionados a pesar suyo; mientras Lucky, alzando la vista hacia Júpiter, divisó un pequeño objeto cerca de él que no era una estrella sino una diminuta partícula luminosa, curvada como una uña, casi demasiado pequeña para que la curva fuera visible. Si en el camino hubiera habido algo de aire, en lugar del vacío sin aire de Júpiter Nueve, la pequeña curva habría sido una borrosa mancha de luz. Lucky sabía que el minúsculo semicírculo era Ganímedes: Júpiter Tres, el mayor satélite de Júpiter y luna del gigantesco planeta.

Su tamaño era tres veces superior al de la Luna de la Tierra; superior al del planeta Mercurio. Era casi tan grande como Marte. Una vez completada la flota Agrav, Ganímedes no tardaría en convertirse en un mundo del Sistema Solar.

El comandante Donahue bautizó la nave con voz ronca de emoción, y entonces todos los espectadores, en grupos de cinco y seis, entraron en el interior lleno de aire del satélite a través de las diversas antecámaras. Sólo quedaron los que iban a embarcar en la Luna joviana. Subieron uno a uno la rampa que conducía a la antecámara de entrada, siendo el comandante Donahue el primero en hacerlo.

Lucky y Bigman fueron los últimos en subir a bordo. El comandante Donahue se apartó de la antecámara de compresión al verlos entrar, mostrando claramente su desagrado. Bigman se inclinó hacia Lucky, para decirle en voz baja:

—¿Te has fijado, Lucky, en que Red Summers está a bordo?

—Sí, ya lo sé.

—Es el tipo que intentó matarte.

—Ya lo sé, Bigman.

La nave empezó a elevarse con majestuosa lentitud. La gravedad superficial de Júpiter Nueve sólo era de una decimoctava parte de la terrestre, y aunque el peso de la nave todavía alcanzaba los cientos de toneladas, no era ésta la causa de la lentitud inicial. Aunque la gravedad hubiera sido nula, la nave seguiría teniendo su contenido de materia y toda la inercia que ello implicaba. Seguiría siendo muy difícil poner toda esa materia en movimiento o, en caso necesario, detenerla o cambiar su dirección, una vez hubiera empezado a moverse. Pero lentamente al principio, y después con creciente rapidez, el agujero fue dejado atrás. Júpiter Nueve apareció en las visiplacas como una escarpada roca gris. Las constelaciones poblaban el cielo negro y Júpiter parecía una reluciente canica.

James Panner se acercó a ellos y les rodeó los hombros con ambos brazos.

—¿Les gustaría a estos dos caballeros comer conmigo en mi camarote? En la sala de observación no habrá nada que ver hasta dentro de muchas horas. —Su amplia boca se contrajo en una sonrisa que dilató los músculos de su grueso cuello y lo hizo parecer como una continuación de la cabeza.

—Gracias —dijo Lucky—. Es muy amable al invitarnos.

—Bueno —repuso Panner—, el comandante no va a hacerlo y los hombres también recelan un poco de ustedes. No quiero que estén demasiado solos. Será un largo viaje.

—¿No recela usted de mí, doctor Panner? —inquirió secamente Lucky.

—Claro que no. Recuerde que me sometió a una prueba y salí airoso de ella.

El camarote de Panner era tan pequeño que apenas cabían tres personas. Resultaba evidente que las habitaciones de la primera nave Agrav eran tan reducidas como sólo la ingenuidad de un ingeniero podía hacerlas. Panner abrió tres latas de ración individual, el alimento concentrado que se tomaba en todas las naves espaciales.

Lucky y Bigman se encontraban como en su casa con el aroma de las raciones al calentarse, la sensación de hallarse entre cuatro paredes, fuera de las cuales estaba la infinita vacuidad del espacio, y, resonando a través de esas paredes, el continuo y vibrante zumbido de los motores hiperatómicos que convertían las energías de campo en fuerza propulsora o, cuando menos, proveían de energía a las entrañas de la nave. Si pudiera decirse que la antigua creencia de la «música de las esferas» se había convertido literalmente en realidad, era en aquel zumbido de los hiperatómicos que constituía la parte esencial del vuelo espacial.

—Ya hemos pasado la velocidad de escape de Júpiter Nueve —dijo Panner—, lo cual significa que podemos navegar por medio de la gravedad sin ningún peligro ni volver a caer encima de su superficie.

—Eso significa que hemos iniciado nuestra caída libre con destino a Júpiter —comentó Lucky.

—Con veintitrés millones de kilómetros de caída, sí. En cuanto hayamos alcanzado la velocidad suficiente, conectaremos la Agrav.

Panner sacó un reloj de su bolsillo a medida que hablaba. Era un gran disco de reluciente metal.

Apretó un pequeño botón, y unas cifras luminosas aparecieron en la esfera. Estaba rodeada por una brillante línea de color blanco, que se fue volviendo roja poco a poco, después de lo cual el arco volvió a tornarse blanco.

Lucky preguntó:

—¿Acaso falta tan poco rato para entrar en Agrav?

—No mucho —repuso Panner. Dejó el reloj sobre la mesa, y comieron en silencio. Panner alzó de nuevo el reloj.

—Poco menos de un minuto. Tendría que ser completamente automático.

Aunque el ingeniero jefe hablara con bastante tranquilidad, la mano que sostenía el reloj tembló ligeramente.

Panner dijo: «Ahora», y se hizo el silencio. El más completo silencio.

El zumbido de los hiperatómicos había cesado. Hasta la energía necesaria para mantener encendidas las luces de la nave y su campo de seudogravedad en funcionamiento procedía ahora del campo gravitacional de Júpiter.

—¡Exactamente! ¡Perfecto! —exclamó Panner. Se guardó el reloj, y aunque sólo esbozó una sonrisa, ésta demostró todo el alivio que sentía—. Ya estamos en una nave Agrav que funciona según el sistema Agrav.

Lucky también sonreía.

—Felicidades. Me alegro de estar a bordo.

—Me lo imagino. Luchó mucho para conseguirlo. ¡Pobre Donahue!

—Lamento haber tenido que presionar tanto al comandante —dijo gravemente Lucky—, pero no me quedaba otra alternativa. De una forma u otra, tenía que estar a bordo.

Panner entrecerró los ojos ante la súbita gravedad reflejada en la voz de Lucky.

—¿Tenía que estarlo?

—¡Tenía que estarlo! Estoy casi seguro de que, en este momento, el espía que buscamos se encuentra a bordo de esta nave.