5. El segundo mandato de Cleveland.
Nueva depresión.
Pero la victoria de Cleveland y su reinvestidura fueron las únicas buenas noticias para él. La política republicana de los cuatro años anteriores estaba produciendo sus resultados, y fue Cleveland quien tuvo que hacerles frente. La generosidad republicana con las pensiones hizo desaparecer el superávit del Tesoro, y el Arancel McKinley, del que se suponía que restablecería el superávit, había elevado tanto los impuestos que las importaciones cayeron y la renta total disminuyó.
Cuando el superávit del Tesoro se esfumó, en un tiempo en que la comunidad financiera estaba convencida de que sólo el oro era un resguardo seguro de la riqueza, todo el mundo trató de cambiar lo que tenía por oro. Una importante empresa financiera de Gran Bretaña quebró, y los inversores británicos también se deshicieron de sus valores norteamericanos para obtener oro, a fin de estar seguros.
Ante el ansia de oro de todo el mundo y no habiendo oro suficiente en circulación, ¿qué cabía esperar? El resultado fue el «Pánico de 1893». La Bolsa quebró el 27 de junio de ese año, y a fines de 1893 casi 500 bancos y más de 15.000 empresas de otro tipo se declararon en bancarrota.
(Mientras esto ocurría, Cleveland sufrió una tragedia personal. Padecía de un cáncer en la boca y fue menester quitarle gran pacte del lado izquierdo de la mandíbula superior y reemplazarla por una estructura artificial de goma dura. Esto fue ocultado al público estadounidense, pues Cleveland pensaba que, si se llegaba a saber, ello sacudiría aún más la confianza pública y aumentaría el pánico. La verdad no se supo hasta 1917, años después de la muerte de Cleveland. En un plano más jubiloso, el segundo hijo legítimo de Cleveland, una niña, nació el 9 de septiembre de 1893; fue el único vástago de un presidente que nació en la Casa Blanca).
Cleveland, para quien el oro era casi un fetiche como símbolo de la estabilidad financiera, pensaba que el gran villano del pánico era el Decreto Sherman sobre Compra de Plata, aprobado bajo el gobierno de Harrison, que obligaba al gobierno a cambiar oro por plata todos los meses. Razonando que la revocación de esta ley permitiría al Tesoro conservar oro y recuperar el superávit, y que sólo así podía volver la prosperidad, Cleveland convocó al Congreso a una sesión especial.
El Congreso era demócrata, pero muchos de los senadores y diputados demócratas provenían de los Estados rurales y mineros, y querían plata libre. No estaban de parte del presidente en este tema, y Cleveland tuvo que librar una dura batalla para lograr que se revocase el decreto el 1 de noviembre de 1893.
Esto tuvo dos consecuencias. Primero, no restableció la prosperidad, y la economía norteamericana permaneció en la depresión durante todo el segundo mandato de Cleveland. Por ello, no recibió beneficio alguno de su acción. En cambio, los «demócratas de la plata» le echaron la culpa y lo trataron con la hostilidad que hubieran naturalmente volcado sobre un traidor.
Segundo, el Partido Demócrata se dividió justamente cuando acababa de recuperarse del atolladero en que se hallaba desde la Guerra Civil y la Reconstrucción. Fue arrojado a otro atolladero del que no iba a recuperarse durante cuarenta años.
El Partido Demócrata, dividido y en rebelión contra Cleveland, no aprobó el arancel que éste deseaba y en 1894, beneficiándose con la continua depresión, los republicanos recuperaron el control de las dos Cámaras del Quincuagesimocuarto Congreso, por 45 a 39 en el Senado (con 6 populistas) y 244 a 105 en la Cámara de Representantes (con 7 populistas).
Cuando la revocación del Decreto Sherman sobre la Plata no produjo un aumento del superávit en oro del Tesoro, el gobierno tuvo que poner en venta bonos con interés a cambio de oro, aumentando así su reserva de oro a costa de tener que pagar más de lo tomado en préstamo, con la esperanza de que, cuando llegase el momento del pago, la prosperidad hubiese retornado y le hubiese proporcionado cantidad de dinero con el que pagar la deuda.
Pero los bonos no se vendieron y, finalmente, Cleveland tuvo que poner la operación en manos de banqueros privados, en particular de John Pierpont Morgan (nacido en Hartford, Connecticut, el 17 de abril de 1837), quien era por entonces la personificación de la alta finanza para el pueblo estadounidense. Morgan logró vender los bonos y obtener 65 millones de dólares en oro para el Tesoro, pero en la operación se embolsó un beneficio de un millón y medio de dólares para él y otros banqueros. Todo esto convenció a muchos demócratas (que ya no necesitaban que se los convenciese) de que Cleveland se había vendido a Wall Street.
Quienes más sufren en toda depresión son los que pierden sus trabajos y están condenados a robar, mendigar o morirse de hambre. En el siglo XIX el gobierno no se sentía responsable por estos desafortunados ciudadanos. Se dejaba el cuidado de ellos a la caridad privada, que es notoria por sus inadecuadas donaciones prácticas y su superadecuada prédica moral.
En el invierno de 1893-1894 los parados se unieron en patéticos «ejércitos». Uno de ellos se hizo famoso bajo el liderazgo de un «general», Jacob Sechler Coxey (nacido en Selinsgrove, Pensilvania, el 16 de abril de 1854). Por la época de la depresión vivía en Massillon, Ohio, donde dirigía una cantera de arenisca. Se le ocurrió reunir un gran grupo de desempleados y marchar a Washington, donde presentarían al Congreso una petición de ayuda. Entonces, el Congreso, esperaba, emitiría 50.000.000 de dólares en papel moneda y crearía obras públicas para los parados. El 1 de mayo de 1894 unas 20.000 personas, llamadas el «Ejército de Coxey», convergieron en Washington desde direcciones diferentes.
Aunque la marcha llenó de terror los corazones de los conservadores, que imaginaban una rebelión masiva de la escoria de la Tierra, fue un fracaso. Sólo unos 600 hombres efectuaron toda la marcha, llegaron a Washington y consiguieron desfilar por la Avenida de Pensilvania. Luego, cuando Coxey trató de pronunciar un discurso desde las escalinatas del Capitolio, fue detenido por infracción y ahí acabó todo[15]. Coxey vivió todavía más de medio siglo: falleció en Massillon, Ohio, el 18 de mayo de 1951, a los noventa y siete años.
Un arma más seria en manos de los obreros que aún conservaban su trabajo (pero con salarios bajísimos y con la constante amenaza de ser despedidos) era la huelga. En el año 1894, unos 750.000 trabajadores fueron a la huelga y, casi en todos los casos, el gobierno, en nombre de la ley y el orden, intervino para romper las huelgas.
La huelga más seria empezó en Chicago, donde George Pullman había construido un imperio sobre la base de sus vagones-dormitorio. Pullman y los accionistas obtuvieron enormes beneficios del negocio pero los obreros no, y en 1894 Pullman mantuvo los beneficios de sus accionistas reduciendo los salarios de sus obreros. Los alojó en un «pueblo modelo» donde cobraba alquileres, pero los alquileres no disminuyeron. El resultado fue que los salarios reducidos apenas alcanzaban para pagar el alquiler y no quedaba prácticamente nada para cosas tan esenciales como los alimentos. Cuando los trabajadores protestaron, Pullman se negó a discutir la cuestión.
La huelga empezó el 10 de mayo de 1894 y fue apoyada por el Sindicato de los Ferrocarriles Americanos, bajo el liderazgo de Eugene Víctor Debs (nacido en Terre Haute, Indiana, el 5 de noviembre de 1855). Llegaron a participar en la huelga un cuarto de millón de empleados de veintisiete Estados y territorios, y el transporte por rieles se paralizó en todo el Norte.
Pullman mantuvo su intransigencia y, claramente, era necesario que el gobierno hiciese algo. Cleveland podía haber intervenido como arbitro o podía haber sugerido a las dos partes que discutiesen los problemas, pero esto era inimaginable en aquellos días. Con el pretexto de asegurar la entrega del correo, Cleveland se dispuso a enviar un regimiento del ejército a Chicago, después de que los tribunales federales emitiesen intimaciones contra la huelga, haciendo ilegal su continuación.
El gobernador de Illinois a la sazón era John Peter Altgeld, que había nacido en Alemania en 1847. Había sido llevado a los Estados Unidos cuando tema un año de edad, por padres que huían de la represión que siguió a la abortada revolución de 1848. Era un hombre honesto que, el 26 de junio de 1893, convencido de que los anarquistas de Haymarket eran inocentes y no habían recibido un juicio imparcial, perdonó a los tres sobrevivientes. Pero la honestidad a menudo no es mercancía de fácil venta en política, y la reacción ante este acto fue tal que era claro que nunca volvería a ser elegido para un cargo público, y no lo fue.
Pero aún era gobernador en el verano de 1894 y protestó ante Cleveland por el uso de tropas del ejército, insistiendo en que las tropas estatales de Illinois eran suficientes para mantener la ley y el orden. Cleveland no lo escuchó, pero siguió en cambio, el consejo de su ministro de Justicia, Richard Olney (nacido en Oxford, Massachusetts, el 15 de septiembre de 1835), que había sido un abogado de los ferrocarriles y estaba en la junta directiva de uno de las compañías ferroviarias donde se había desatado la huelga, de modo que era poco imparcial en la materia. Cleveland envió 14.000 soldados a Chicago el 3 de julio de 1894, y más tropas a otros lugares.
La huelga, que hasta entonces había sido razonablemente pacífica, ahora se tornó violenta y, en los días siguientes, murieron treinta y cuatro huelguistas. Pero la huelga estaba rota, el Sindicato Ferroviario despedazado, los obreros fueron enviados de vuelta a su trabajo ganando apenas para la subsistencia y, el 14 de diciembre de 1894, Debs fue enviado a la cárcel por medio año.
Debs, quien había sido bastante conservador en su comienzo, se pasó al socialismo, que, como fuerza política, había surgido en febrero de 1848, cuando dos alemanes, Karl Marx y Friedrich Engels, publicaron los objetivos de ese movimiento, la propiedad pública y común de los medios de producción y distribución, en El manifiesto comunista.
El socialismo se afirmó en Alemania en el decenio de 1860, y en Francia y Gran Bretaña en el de 1870. En los Estados Unidos era considerado por los capitalistas (los defensores de la propiedad privada de los medios de producción y distribución) como una especie de aberración extranjera, y sólo después de las grandes huelgas del decenio de 1890 adquirió alguna difusión en ese lado del océano.
El socialismo nunca sería muy poderoso en los Estados Unidos, en lo concerniente al número de personas ganadas para sus principios. Pero sus ideas iban siempre a acosar a quienes estaban al frente del gobierno y la economía estadounidense, y, con el tiempo, muchas de ellas serían adoptadas.
Un logro brillante de ese período fue la adición de otro Estado a la Unión. Utah había sido el hogar de los mormones que habían huido allí en 1847, cuando todavía era territorio español, para escapar de la persecución religiosa en Illinois. Estados Unidos se apoderó de la región en 1848, después de la Guerra Mexicana, y en 1850 se constituyó el territorio de Utah (por la tribu india ute).
Desde entonces había reunido los requisitos de población y desarrollo para convertirse en Estado, pero se le negó firmemente ese rango porque la Iglesia mormona permitía la poligamia (el casamiento de un hombre con más de una mujer), y esto horrorizaba a los estadounidenses en general.
En 1890, después de que se elevasen al rango de Estado territorios mucho menos cualificados para ello que Utah, la Iglesia mormona desaprobó la poligamia, y finalmente empezó a funcionar el mecanismo para convertirlo en Estado. El 4 de enero de 1896 Utah entró en la Unión como el Estado Cuadragesimoquinto.
Y Estados Unidos siguió avanzando tecnológicamente. En abril de 1893, Henry Ford (nacido en Greenfield, Michigan, el 30 de julio de 1863) construyó su primer automóvil. Otros habían construido automóviles antes que él, pero fue Ford quien, en los quince años siguientes, iba a desarrollar el concepto de producción en cadena y masiva. Con esto, los Estados Unidos, y luego el mundo, entrarían en la era del automóvil.
En una escala menor, la primera vez que se usó una silla eléctrica para efectuar una ejecución fue en Auburn, Nueva York, el 6 de agosto de 1890. La tecnología llegó incluso a este rincón de la actividad social.
Las islas del Pacífico.
Durante la confusión del decenio de 1890, Estados Unidos empezó nuevamente a mirar hacia el exterior.
Desde la Guerra Civil, Estados Unidos había estado preocupado por llenar sus espacios internos, derrotar a los indios y desarrollar su tecnología. Y cuando el siglo XIX se acercaba a su fin, el territorio de los Estados Unidos se hallaba limitado enteramente al continente norteamericano, con excepción de las minúsculas islas Midway del Pacífico.
Sin embargo, en esas mismas décadas, las naciones europeas se estaban expandiendo por ultramar, en Asia, África y el Pacífico, y se daba por sentado que tenían derecho a hacerlo porque el hombre blanco europeo era intrínsecamente superior a gente de piel más oscura y debían establecer su dominación, como cosa que va de suyo. (Cuando una nación extendía su dominación a otros pueblos, formaba un «imperio», del latín imperium, y los que se creen con derecho a hacerlo son llamados «imperialistas»).
Esta idea parecía recibir rango «científico» por las obras del sociólogo inglés Herbert Spencer, quien aplicó a la sociedad las concepciones del evolucionismo, elaboradas por primera vez por el naturalista inglés Charles Robert Darwin, en 1859. Mientras que Darwin se había referido a cambios en las especies vivas que se producían lentamente a lo largo de millones de años, y había aportado enormes cantidades de pruebas en favor de sus ideas, Spencer hablaba de cambios en la sociedad que se producían en sólo algunos siglos y ofreció muy pocas pruebas reales en sustento de sus teorías.
Spencer acuñó la frase «supervivencia del más apto» y en 1884 argüía, por ejemplo, que a las personas que no podían ser empleadas o que eran una carga para la sociedad se las debía dejar morir, en vez de ser objeto de ayuda y de caridad. Esto, al parecer, extirparía a los individuos incapaces y fortalecería la raza.
Era una filosofía horrible, que podía ser usada para justificar los peores impulsos de los seres humanos. Una nación conquistadora podía destruir a su enemigo (como los norteamericanos destruían a los indios) porque era «más apta», y podía probar que era «más apta» porque destruía a su enemigo.
En verdad, la explotación del resto de la humanidad por europeos blancos podía hacerse aparecer como un gesto noble: los blancos superiores se dignaban ayudar a los seres inferiores en otros continentes empleándolos como sirvientes y permitiéndoles vivir de las sobras. En 1899, el poeta inglés Rudyard Kipling llamó a esto «la carga del hombre blanco».
Había muchas personas en Estados Unidos en quienes había influido la filosofía spenceriana y que abrigaban el anhelo de que Estados Unidos ayudase a extender las bendiciones del imperialismo, sobre todo puesto que el «fin de la frontera», en 1890, parecía dejar poco que hacer internamente a las energías expansivas norteamericanas.
Pero Estados Unidos había dejado deteriorarse a sus fuerzas armadas desde la Guerra Civil (seguro como se sentía detrás de las murallas de dos océanos, defendidos por una flota británica bastante amistosa), de modo que apenas podía derrotar a los indios desorganizados y ni siquiera podía intervenir eficazmente en las disputas de tercera clase de América Latina. Escasamente, pues, podía competir con Gran Bretaña y Francia en su expansión exterior.
Pero estaba el vasto océano Pacífico, lleno de miles de islas, que, en ese tiempo, estaban siendo ocupadas rápidamente por las potencias europeas. Al reconstruir su flota, Estados Unidos comprendió que algunas de ellas podían convertirse, como las islas Midway, en convenientes estaciones de aprovisionamiento de carbón y en puertos para sus barcos. Más aún, existía el deseo de estar a la altura de las «grandes potencias» europeas, y esto significaba, entre otras cosas, la adquisición de colonias para demostrar cuan «apto para la supervivencia» era Estados Unidos.
Y aún en el decenio de 1890 no todas las islas estaban claramente ocupadas. Era el caso de Samoa, un grupo de catorce islas situadas a unos 8.200 kilómetros al sudoeste de Los Ángeles. La superficie total de las islas es de alrededor de 3.000 kilómetros cuadrados, o sea, un poco más que la de Rhode Island. La mayor parte de esa superficie está en las dos grandes islas de lo que hoy se llama Samoa Occidental. La más grande de las pequeñas islas de Samoa Oriental es Tutuila, que tiene unos 135 kilómetros cuadrados, es decir, unas dos veces y media el tamaño de la isla de Manhattan (a la que se asemeja en su forma). En el medio de esta pequeña isla hay un magnífico puerto en cuyas costas estaba el pueblo de Pago Pago.
El primer europeo que visitó Samoa fue el explorador holandés Jacob Roggeveen, en 1722. El primer estadounidense fue el explorador Charles Wilkes, en 1839, quien informó sobre el puerto. Después de la visita de Wilkes, penetraron los británicos y, sobre todo, los alemanes. En 1870, la mayor parte de la tierra samoana era propiedad de alemanes. Pero en 1872 Estados Unidos firmó un tratado con el gobernante nativo de Pago Pago que dio a los norteamericanos el control exclusivo del puerto como estación para el aprovisionamiento de carbón.
Naturalmente, los británicos y los alemanes ocuparon otras partes de la línea costera samoana como puesto de aprovisionamiento de carbón para sus barcos y, por algunos años, Samoa fue gobernada por las tres naciones conjuntamente. Pero no fue una relación tranquila, pues los representantes de cada una de las naciones intrigaban contra las otras dos, y todas trataban de usar a los samoanos como instrumento.
La Alemania unificada creó el Imperio alemán bajo él rey Guillermo I de Prusia, quien se convirtió en el emperador de Alemania, en 1871. Gracias a esta unificación, Alemania se convirtió en la nación militarmente más poderosa del mundo —al menos en tierra— pero había llegado demasiado tarde para el banquete imperial de allende los mares. Cuando le llegó el momento de demostrar que también ella era suficientemente «apta» como para tener colonias, la mayor parte de las regiones explotables del mundo estaban repartidas principalmente entre Gran Bretaña y Francia, aunque había también territorios que pertenecían a Portugal, los Países Bajos, Italia e incluso Bélgica. Parecía quedar poco espacio para Alemania, que se mostró más agresiva en las zonas que aún estaban abiertas a sus pretensiones.
Una de esas zonas abiertas era Samoa, y era evidente que Alemania pretendía apoderarse de todo el grupo de islas. Gran Bretaña, rica en zonas coloniales, estaba dispuesta a aceptarlo a cambio de concesiones en otras de las islas del Pacífico. Pero Estados Unidos, que también era un hambriento recién llegado, no estaba dispuesto a hacer concesiones.
Los alemanes, en una acción agresiva, deportaron al rey samoano en 1888, y colocaron un gobernante títere sumiso a sus intereses. Algunos de los samoanos se rebelaron y fueron apoyados por Estados Unidos. Las cosas empeoraron y en Apia, un puerto de la costa septentrional de una de las grandes islas, siete barcos hostiles se encontraron a principios de 1889, tres alemanes, tres norteamericanos y uno británico. Podía haberse librado una batalla naval con todas las de la ley, de no haber intervenido la naturaleza. El 16 de marzo de 1889 un huracán azotó la isla, y solo escapó el barco británico. Los barcos alemanes y norteamericanos se hundieron o encallaron, con muchas pérdidas de vidas. Esto enfrió a los combatientes y el 14 de junio todos convinieron en retornar a la dominación de las tres naciones, mientras que el viejo rey fue restaurado en el trono. En conjunto, fue una victoria para los Estados Unidos.
En el curso de esta disputa fueron los republicanos en su mayoría quienes adoptaron una posición belicosa, imperialista y a favor de la creación de un imperio colonial estadounidense. Los demócratas, en su mayor parte, temían los gastos y peligros de los embrollos y de una guerra. Preferían ocuparse del vasto territorio continental de la nación y eran antiimperialistas.
El enfrentamiento imperialismo-antiimperialismo se agudizó aún más con la cuestión de las islas Hawai, situadas en el Pacífico a unos 3.400 kilómetros al sudoeste de Los Ángeles, y a la misma distancia al norte de Samoa. Ocho de las islas eran de considerable tamaño, la mayor de las cuales era la misma Hawai, con una superficie de 10.500 kilómetros cuadrados, casi el doble del tamaño del Estado de Delaware. En conjunto, las ocho islas tienen una superficie de 16.500 kilómetros cuadrados y son un poco mayores, en total, que el Estado de Connecticut.
En la tercera de las islas más grandes, Oahu, con una superficie de 1.550 kilómetros cuadrados (el doble del tamaño de los cinco barrios de la ciudad de Nueva York), hay un magnífico puerto en las costas de la ciudad de Honolulú.
Los primeros seres humanos que llegaron a Hawai fueron polinesios, quienes en el primer milenio de nuestra era cruzaron el ancho Pacífico en sus canoas, realizando los más notables viajes que se hayan hecho sin la ayuda de una brújula. Llegaron a las islas Hawai en el 400 d.C. y allí, durante trece siglos, vivieron en su balsámico clima al margen del mundo externo, con excepción de ocasionales contactos con otros isleños del Pacífico.
Esta situación llegó a su fin el 18 de enero de 1778, cuando el explorador inglés capitán James Cook desembarcó en las islas. Las llamó «islas Sandwich», en honor al conde de Sandwich, quien por aquel entonces era el primer lord del Almirantazgo. El capitán Cook retornó al año siguiente y, en el curso de una pelea entre los marineros y los hawaianos, Cook fue muerto, el 14 de febrero de 1779, y presumiblemente comido.
Las islas, a la sazón, estaban divididas entre una serie de jefes, pero uno de ellos, de sólo veinte años de edad cuando llegó Cook, gradualmente derrotó a todos los demás y en 1809 unió todas las islas bajo su dominación, con el nombre de Kamehameha I. Durante el resto del siglo XIX, las islas Hawai constituyeron un reino gobernado por los descendientes de Kamehameha.
Varias naciones se interesaron pronto por las islas Hawai como lugar de parada en los viajes comerciales al Lejano Oriente, y Estados Unidos no se quedó rezagado. Misioneros norteamericanos llegaron a las islas en 1820 y convirtieron a gran número de hawaianos a la versión protestante del cristianismo.
Francia y Gran Bretaña estaban interesadas en las islas, y Estados Unidos se esforzó para impedir que se anexaran esas tierras. Ya en el decenio de 1850, por la época en que Estados Unidos acababa de extender su control al océano Pacífico, hubo fuertes presiones para la anexión de las islas por los norteamericanos. El rey hawaiano Kamehameha IV resistió firmemente, y tras el estallido de la Guerra Civil norteamericana, por un tiempo la atención se dirigió a otras cuestiones.
Después de la Guerra Civil, la presión empezó a aumentar nuevamente y el 30 de enero de 1875 se firmó un tratado de reciprocidad con Estados Unidos por el cual se permitía entrar sin aranceles en los Estados Unidos el azúcar de Hawai, y los hawaianos se comprometían a no ceder tierras a otra potencia. En 1887 el tratado fue ampliado, y Estados Unidos obtuvo el derecho a usar el puerto de Honolulú como estación naval. (El puerto fue llamado Pearl Harbor [«Puerto de las Perlas»] a causa de las ostras perlíferas que allí se encuentran).
La dominación de los norteamericanos aumentó constantemente en las islas Hawai y, entre los hawaianos, había muchos que se resentían de ello. En 1891, Lydia Liliuokalani (nacida en Honolulú el 2 de septiembre de 1838) llegó al trono e inició una fuerte reacción hawaiana contra los norteamericanos. El 4 de enero de 1893 trató de reemplazar la constitución elaborada por los colonos estadounidenses para su propia protección por otra que daba a la reina poderes autocráticos y convertía a los hawaianos en la fuerza dominante de las que, a fin de cuentas, eran sus islas.
Los norteamericanos estaban preparados. Bajo la conducción de Sanford Ballard Dole (nacido en Honolulú el 23 de abril de 1844) pidieron la protección de Estados Unidos contra lo que describieron como una amenaza a sus vidas y sus propiedades. El embajador estadounidense en Honolulú, John Leavitt Stevens (nacido en 1820), un ardiente imperialista, actuó de inmediato y desembarcó a más de 150 hombres armados en Honolulú del crucero Boston.
Liliuokalani, comprendiendo que no podía resistir contra Estados Unidos en un choque armado, inmediatamente desistió de su posición, pero era demasiado tarde. Dole la declaró depuesta y creó bajo su dirección la República de Hawai. Stevens rápidamente reconoció a la República como el gobierno legal de las islas.
En seguida se inició un movimiento en pro de la anexión de las islas por los Estados Unidos. Indudablemente, esto es lo que habría sucedido si Harrison hubiese ganado las elecciones de 1892. El tratado de anexión estaba listo, pero no había sido aprobado cuando Cleveland inició su segundo mandato.
Cleveland, un antiimperialista, dejó de lado el tratado, despidió a Stevens y trató de restaurar a Liliuokalani. Pero Dole se negó a reconocer la restauración, y Cleveland no estaba en condiciones de usar la fuerza contra un estadounidense a favor de otra persona que no lo era, cuando gran parte de la nación, si no la mayoría, simpatizaba vigorosamente con Dole.
Hawai siguió siendo una república y su gobierno fue establecido oficialmente el 4 de julio de 1894. Estados Unidos lo reconoció el 8 de agosto, y Dole se dispuso a esperar a que los avatares políticos en Estados Unidos permitiesen la anexión[16].
Venezuela y Cuba.
Las manifestaciones de fuerza norteamericanas en el Pacífico alimentaron la beligerancia estadounidense en el continente americano.
En 1823, Estados Unidos había enunciado la Doctrina Monroe, en la cual se declaraba que no se permitiría a las naciones europeas intervenir en los asuntos internos de las naciones del continente americano. Durante muchos años, posteriormente, Estados Unidos no había estado en condiciones de imponer esta política, pero habían sido pocas las ocasiones en que se habían producido violaciones realmente importantes. Las naciones europeas estaban ocupadas en otras partes y se contentaban (Gran Bretaña, particularmente) con establecer una dominación económica en la región, algo que la doctrina no prohibía.
La más brutal violación de la Doctrina Monroe había sido la ocupación de México por Francia durante los años en que Estados Unidos estaba entregado a la Guerra Civil. Terminada la guerra, cuando Estados Unidos obligó a Francia a retirarse, este triunfo convirtió la Doctrina Monroe en algo prácticamente sagrado para los norteamericanos. En ciertos aspectos, Estados Unidos empezó a actuar como si América Latina formara parte de un «Imperio norteamericano», algo de lo que los latinoamericanos se resintieron amargamente.
La única parte de América del Sur que estaba bajo la dominación de potencias europeas a fines del siglo XIX era la Guayana, en el centro de la costa norte del continente. Originariamente, era holandesa, pero había sido dividida en tres partes. La parte más occidental estuvo bajo el poder británico desde 1814, y la oriental bajo los franceses. Sólo la parte central siguió siendo holandesa.
La parte occidental, la Guayana Británica, era la más grande, con unos 215.000 kilómetros cuadrados (aproximadamente el tamaño de Utah). La Doctrina Monroe prometía la no intervención estadounidense, en las zonas en manos europeas, de modo que la Guayana Británica siguió siendo británica[17].
Al oeste de la Guayana Británica estaba la nación de Venezuela, que había conquistado su independencia de España en 1811. La frontera entre ambos territorios nunca había sido establecida. En 1841, un geógrafo británico había trazado una línea fronteriza que ubicaba el punto más noroccidental de la Guayana Británica en la desembocadura del río Orinoco, el principal curso de agua de Venezuela. Venezuela protestó, pero como la zona era una región selvática sólo habitada por tribus nativas, no parecía que valiese la pena hacer mucho jaleo por la cuestión.
Pero a medida que pasaron los años, se infiltraron colonos en la región, y en 1877, cuando circularon rumores de que allí había oro, Venezuela se inquietó ante la posibilidad de que Gran Bretaña ocupase la desembocadura del Orinoco y, de este modo, dominase a la nación. Por ello, Venezuela reclamó la mayor parte del territorio de la Guayana Británica, con la esperanza de llegar a un acuerdo por menos y, aun así, obtener una buena parte mientras que Gran Bretaña respondió con reclamaciones igualmente infladas.
En 1887, Venezuela y Gran Bretaña rompieron relaciones diplomáticas, y Venezuela, comprendiendo que sola no podía hacer nada, llevó el pleito a los Estados Unidos señalando que Gran Bretaña estaba violando la Doctrina Monroe al tratar de extender su dominación sobre una nación latinoamericana independiente. Estados Unidos, entonces, trató de actuar como arbitro en la disputa, pero Gran Bretaña rechazó firmemente la oferta norteamericana, cosa que irritó a los estadounidenses.
Por la época en que Cleveland fue elegido presidente por segunda vez, en 1893, la situación estaba empezando a agudizarse. Violentos panfletos antibritánicos aparecieron en los Estados Unidos, y ambas Cámaras del Congreso aprobaron por unanimidad resoluciones urgiendo a Gran Bretaña a someterse al arbitraje. Pero Cleveland se mantuvo frío, y, cuando Gran Bretaña desembarcó hombres armados en una ciudad de Nicaragua para cobrarse la compensación por acciones contra súbditos británicos realizadas el año anterior, Cleveland tampoco hizo nada, arguyendo que la ocupación era temporal.
Cleveland empezó a ser atacado por la prensa de todos los bandos, que lo acusaron de pusilánime y de no atreverse a reaccionar ante la arrogancia británica. El Partido Demócrata empezó a temer un desastre, y Cleveland fue urgido por todas partes a hacer algo con respecto a Venezuela. Con renuencia, pidió a su secretario de Estado, Walter Quintín Gresham (nacido en Harrison County, Indiana, el 17 de mayo de 1832), que preparase una nota sobre el asunto. Lo que habría hecho Gresham nadie lo sabe, pues murió casi inmediatamente después, el 28 de mayo de 1895. En su lugar, Cleveland nombró a Richard Olney, el secretario de Justicia que había contribuido a usar los tribunales y el ejército para romper la huelga contra Pullman. Ahora tuvo la ocasión de usar similares tácticas intimidatorias en el campo de los asuntos exteriores.
Olney envió una nota, el 20 de julio de 1895, al embajador estadounidense en Londres para que la entregara al gobierno británico. En ella acusaba a Gran Bretaña de violar la Doctrina Monroe, a la que declaraba parte del «derecho público americano». Esta violación, decía, justificaba la intervención norteamericana, y añadía: «Hoy, Estados Unidos es prácticamente soberano en este continente, y sus disposiciones son ley para los súbditos a los que limita su intervención». Además, aclaraba que Estados Unidos no temía la guerra, porque «sus infinitos recursos, sumados a su posición aislada, lo hacen amo de la situación y prácticamente invulnerable contra todas las otras potencias». Ordenó a los británicos responder antes de que el Congreso iniciase su próximo período de sesiones en diciembre.
El lenguaje era violento y gustó a los imperialistas norteamericanos muchísimo pero Gran Bretaña no podía aceptarlo sin verse humillada. Los británicos, deliberadamente, no respondieron hasta después de que el Congreso se reuniera, y cuando lo hicieron, no retrocedieron ni una pulgada. De hecho, sostuvieron específicamente que la Doctrina Monroe no tenía ninguna validez en el derecho internacional y era meramente una declaración norteamericana unilateral.
Cleveland y Olney se enfurecieron, y el primero pidió autorización para crear una comisión independiente encargada de estudiar el problema de la frontera, de modo de dirimir la cuestión, y poder suficiente para imponer las decisiones de esa comisión. El Congreso otorgó a Cleveland la autorización pedida y, en general, el público aplaudió. Parecía avecinarse la guerra.
Pero entonces los acontecimientos tomaron un giro inesperado. En África del Sur se produjo una creciente tensión entre los británicos y la República Bóer, situada al norte de las posesiones británicas del extremo meridional del Continente. El 29 de diciembre de 1895 un británico demasiado entusiasta efectuó una incursión en territorio bóer. Fue derrotado, y el nuevo kaiser alemán, el joven y belicoso Guillermo II, envió un telegrama de congratulaciones a los bóers.
Repentinamente, Gran Bretaña comprendió que el gran peligro era Alemania. Una guerra con Estados Unidos, cualquiera que fuese su fin, por un trozo de jungla en el otro extremo del mundo, sería una oportunidad para que Alemania y los Estados Unidos se uniesen contra Gran Bretaña. Sin previo aviso, la intransigencia británica se diluyó en el aire, y comenzó a sonreír y hablar de arbitraje.
Se creó un tribunal de arbitraje, y pronto se hizo evidente la sabiduría británica en el nuevo curso de acción. La decisión arbitral asignó a los británicos el 90 por 100 del territorio en disputa. Seguía casi exactamente la línea trazada en 1841, pero había una corrección menor a favor de Venezuela en el Sur, y (cosa muy importante) hizo retroceder la línea del río Orinoco al Norte. Venezuela se vio obligada a mostrarse satisfecha.
Tanto Gran Bretaña como Estados Unidos salieron ganando. Gran Bretaña obtuvo la mayor parte del territorio, y Estados Unidos había impuesto el reconocimiento de la Doctrina Monroe. Además, se mantuvo el precedente del Alabama. En toda disputa entre Gran Bretaña y Estados Unidos, la respuesta era el arbitraje, no la guerra.
De hecho la disputa fronteriza con Venezuela fue importante en un aspecto que ninguna nación podía prever. Fue la última disputa entre ellas que engendró la amenaza de la guerra. Llegó a su fin un siglo y cuarto de alarmas periódicas (incluyendo dos guerras libradas), y en el siglo xx Estados Unidos se uniría a Gran Bretaña contra enemigos mutuos en una serie de ocasiones.
Pero si la cuestión venezolana terminó bien, esto no quiere decir que Estados Unidos no tuviese otros problemas extranjeros, y más cerca de su suelo. Al final del siglo España aún era dueña de Cuba. Pero ahora estalló una nueva rebelión cubana, el 24 de febrero de 1895, justamente cuando estaba subiendo de tono la disputa fronteriza venezolana, y la nueva rebelión fue peor que la que se había producido durante el gobierno de Grant.
La nueva rebelión tuvo dos causas. En primer lugar, el gobierno corrupto e ineficaz de España provocaba el disgusto de los cubanos. En segundo lugar, Estados Unidos dominaba a Cuba económicamente, pues compraba todo su azúcar y poseía casi todas sus propiedades importantes, lo cual significó que la depresión norteamericana del decenio de 1890 destruyó también la prosperidad cubana.
Españoles y cubanos lucharon con pasión. Los españoles enviaron unos 200.000 soldados bajo el mando del general Valeriano Weyler, quien tenía la intención de aplastar la rebelión mediante una acción brutal. Creó campos de concentración para gente de ambos sexos y de toda edad, agrupándolos de forma indiscriminada y tratándolos con implacable crueldad.
En cuanto a los rebeldes cubanos, su única esperanza a largo plazo era la intervención norteamericana y, con esto en la mente, emprendieron deliberadamente la destrucción de las plantaciones de azúcar y las fábricas en las que los estadounidenses habían hecho grandes inversiones. Pensaron que los norteamericanos acudirían para proteger sus propiedades.
Muchos norteamericanos estaban deseosos de hacerlo. El sentimiento antiespañol se agudizó, estimulado por un nuevo tipo de periodismo.
El hombre que estaba detrás de esta innovación era William Randolph Hearst (nacido en San Francisco, California, el 29 de abril de 1863), hijo de un propietario de minas de oro que durante un mandato fue senador por California. El joven Hearst se interesó cada vez más por el periodismo y se ejercitó en un periódico que su padre compró para él en 1880, el San Francisco Examiner En 1895 Hearst compró el New York Morning Journal y empezó a competir con el más viejo y afamado New York World de Joseph Pulitzer (nacido en Hungría el 10 de abril de 1847).
La lucha entre los periódicos fue enconada e implacable. El precio de ambos se redujo a un centavo y cada uno compitió por la atención de los lectores de todos los modos posibles. Hearst apeló a artículos sensacionalistas, ilustraciones, secciones de revistas, enormes titulares y mucha atención a los crímenes y la seudociencia para ganar lectores. Estaba empezando la impresión en colores y en 1896 aparecieron las tiras cómicas en color. El amarillo era predominante en la primera de esas tiras cómicas, «El Chico Amarillo», de modo que el nuevo estilo de Hearst fue llamado «periodismo amarillo».
En política exterior, Hearst era un extremista y un desaforado imperialista. Instó a la guerra con Gran Bretaña en relación con Venezuela, y llamó a la guerra contra España en lo concerniente a Cuba. Las acciones de Weyler iban como anillo al dedo para el tipo de material de baja calidad que Hearst solía publicar, y si la verdad no le parecía suficiente, apelaba jubilosamente a la ficción.
Pero Cleveland se abstuvo, y se negó a permitir que Estados Unidos se viese implicado en la cuestión, de modo que el problema cubano, como el hawaiano, tuvo que esperar a una nueva elección.
William Jennings Bryan.
Esa elección parecía un triunfo seguro para los republicanos. La persistente mala situación seguramente habría puesto fuera de juego a los demócratas, pues el partido que está en el poder siempre es acusado de toda depresión en la economía. Como si esto no fuese suficiente desventaja para los demócratas, el partido se había dividido en las facciones del «oro» y de la «plata», que estaban en violenta guerra entre sí. De hecho, se especulaba con la idea de que el Partido Demócrata se estaba desintegrando y de que el Partido Populista se convertiría en el principal partido de la oposición a los republicanos.
En tales circunstancias, los republicanos se podían permitir elegir como candidato a alguien que fuese absolutamente seguro, que mantuviese firmemente la política del patrón oro y de quien se pudiese tener la certeza de que haría lo que era bueno para los hombres de negocios. En estos aspectos, Cleveland no había sido malo, desde el punto de vista republicano, pero el partido quería a alguien que también fuese imperialista.
El político de Ohio Marcus Alonso Hanna (nacido en New Lisbon, Ohio, el 24 de septiembre de 1837) pensó que conocía al hombre que se necesitaba. Desde 1890 había trabajado con William McKinley, famoso por el arancel, un paisano suyo de Ohio que había estado preparándose cuidadosamente para la presidencia. Había hombres más enérgicos en el Partido Republicano, pero cierta debilidad era deseable en el presidente, pues de este modo podía contarse con que se inclinaría a hacer lo que era conveniente para los beneficios comerciales.
Cuando la Convención Nacional Republicana se reunió en Saint Louis, Missouri, el 16 de junio de 1896, Hanna hizo un manejo tan hábil con los delegados que McKinley fue elegido en la primera votación. Para candidato a vicepresidente fue elegido un amigo íntimo de McKinley, Garret Augustus Hobart (nacido en Long Branch, New Jersey, el 3 de junio de 1844).
El 7 de julio los demócratas se reunieron con el mayor desorden. Predominaban claramente los demócratas de la plata, y Cleveland, el demócrata del oro, era un proscrito en su propio partido. La Convención ni siquiera aceptó una resolución rutinaria alabándolo por sus realizaciones.
En cambio, la mayoría de los delegados empezaron a agruparse con el grito de batalla de «plata libre» (la acuñación de plata en cantidades ilimitadas), y se pronunciaron sonoros discursos contra los poderes dinerarios del Noreste: contra Wall Street y las grandes ciudades, contra los ricos, los comerciantes y empresarios.
Bland, el del Decreto Bland-Allison, era el líder reconocido de los demócratas de la plata, y se esperaba que sería elegido candidato. Pero había un nuevo rostro joven en el escenario político, William Jennings Bryan, de Nebraska (nacido en Salem, Illinois, el 19 de marzo de 1860). Había estado en el Congreso desde 1890 hasta 1894, y luego había dirigido el Omaha World Herald.
El 8 de julio, William Jennings Bryan pronunció un discurso que puso fin al debate sobre la plataforma. Era un discurso cuidadosamente elaborado que Bryan había ensayado hasta que fue absolutamente perfecto para la ocasión. Lo pronunció con una voz que, aparentemente sin esfuerzo, podía ser oída con una resonancia de gloriosos tonos de órgano a través del vasto auditorio (y eran días anteriores a los sistemas de amplificación del sonido). Nadie había oído tal voz desde la época de Daniel Webster, medio siglo antes.
Cuidadosamente, Bryan fue conquistando al público a medida que exaltaba la plata y el agrarismo hasta llegar al crescendo de la frase final de advertencia a los hombres de negocios partidarios del patrón oro: «No pondréis en la frente del trabajador esa corona de espinas, no crucificaréis a la humanidad en una cruz de oro». Y el público sencillamente enloqueció.
Ese «discurso de la cruz de oro» fue, seguramente, el más efectivo jamás pronunciado en una convención para la elección de candidatos, antes y después. Antes del discurso nadie, nadie en absoluto (excepto quizá Bryan que sabía lo que estaba planeando), tomó en consideración a Bryan como posible candidato. Entre otras razones, porque era demasiado joven —sólo tenía treinta y seis años— y nadie de esa edad, sólo un año mayor que el mínimo necesario para poder ser presidente, había sido elegido candidato a presidente antes por un partido importante.
Pero repentinamente se convirtió en el «Muchacho Orador del Platte» (el río Platte corre a través de Nebraska para volcarse en el Missouri) y su popularidad aumentó enormemente. En la quinta votación superó los dos tercios necesarios de los votos de delegados, y fue elegido candidato. Bland nunca supo qué había sucedido.
Para equilibrar la candidatura, los demócratas eligieron a un banquero del Este para vicepresidente, banquero que era partidario de la plata. Era Arthur Sewall (nacido en Bath, Maine, el 25 de noviembre de 1835).
Los demócratas del oro, que apoyaban a Cleveland, no podían soportar a Bryan. Se separaron y eligieron candidatos propios, pero esto no tuvo influencia alguna sobre la competición.
En cuanto a los populistas, que habían abrigado la esperanza de asumir el papel de partido principal de la oposición, la elección de Bryan como candidato y la completa conversión de los demócratas a la causa de la plata cambió totalmente la situación. Al verse despojados de su caballo de batalla, los populistas se quedaron sin causa. Se reunieron en Saint Louis el 22 de julio y, desalentados, aceptaron también a Bryan como candidato, pero eligieron a Thomas Edward Watson (nacido en Columbia County, Georgia, el 5 de septiembre de 1856) como candidato a la vicepresidencia, pues no aceptaban a un banquero, por muy plateadas que fuesen sus ideas.
Pero no sirvió de nada. Los populistas, después de su promisoria campaña en 1892, estaban agonizando. Siguieron eligiendo candidatos en los doce años siguientes, pero con una atracción sobre el electorado continuamente declinante. Sin embargo, el Partido Populista alcanzó su propósito, pues una de las razones de su muerte fue que sus tesis fueron gradualmente aceptadas por los partidos principales y con el tiempo, se convirtieron en parte de la vida americana.
La campaña de 1896 fue notable en contrastes. Bryan fue el primer candidato presidencial en la historia de la nación que sacó plena ventaja de los avances tecnológicos en la conducción de su campaña. Usó los ferrocarriles para llevar sus puntos de vista a todas las partes de la nación, algo que desde entonces se ha convertido en la norma. Viajó 20.000 kilómetros, haciendo centenares de discursos y despertando gran entusiasmo en todas partes.
Los republicanos estaban estupefactos. No habían esperado tener problemas para ganar, pero el fenómeno de Bryan los atemorizó. Hanna sabía bien que no podía contraponer a su descolorido candidato con el orador prodigio del momento, de modo que siguió otros caminos. Mantuvo a McKinley en su casa e hizo que la gente fuera a él en una «campaña del pórtico delantero». Los ferrocarriles, simpatizantes de McKinley, organizaron giras a su casa a precios tan bajos que alguien dijo sarcásticamente que visitar a McKinley era más barato que quedarse en casa.
Además, Hanna inició el moderno método duro de arrancar enormes contribuciones para la campaña a hombres de negocios autorizados. Usó parte de esas contribuciones para financiar la campaña de los demócratas del oro, de quienes esperaba que restasen votos a Bryan.
La propaganda republicana pintó a Bryan como un desenfrenado anarquista, con todos los vicios imaginables (lo cual era absurdo, realmente, porque, aparte de sus opiniones sobre la plata Bryan era un asistente a la iglesia tan decente y conservador como se pueda imaginar). Hubo también tácticas alarmistas: por ejemplo, los empresarios decían a sus empleados que las fábricas cerrarían y todos ellos serían despedidos si Bryan ganaba.
Así, el 3 de noviembre de 1896, cuando se realizaron las elecciones, todos los viajes de Bryan no sirvieron de nada, y ganó McKinley, que se había quedado en su casa. Bryan obtuvo el Sólido Sur y diez de los Estados situados al oeste del Mississippi, pero no logró ni un solo Estado industrial. McKinley triunfó en el Noreste y el Medio Oeste, con sus fuertes bloques electorales, y obtuvo la cómoda mayoría electoral de 271 a 176.
En el voto popular, McKinley obtuvo 7.100.000 votos y Bryan 500.000. McKinley obtuvo el 51 por 100 de los votos totales, y fue el primer candidato a presidente que logró una verdadera mayoría desde Tilden, en 1876, y el primer candidato triunfante que lo consiguió desde Grant en 1872.
Ambas Cámaras del Quincuagesimoquinto Congreso estuvieron firmemente en manos republicanas, por 47 a 34 en el Senado y por 204 a 113 en la Cámara de Representantes, con pequeño número de miembros de terceros partidos en cada organismo.