Capítulo 2
2
Pillar Rock asomaba por encima de las ruinas del centro comercial North DeKalb, a unos ocho kilómetros de distancia. Podría haber llegado en media hora, incluso si se hubiese tomado su tiempo y cargado con Julie habría sido más rápido que el caballo que la llevaba a través de las destrozadas calles. Pero Peanut[2] había venido y trotaba a doce kilómetros por hora, así que se acompasó a su paso y mantuvo un trote ligero.
Había comentado con anterioridad que la yegua no era marrón ni tenía forma de cacahuete así que el nombre no la describía de ninguna manera, pero le dijeron que ese era el punto. Lo dejó estar. Algunas cosas simplemente había que aceptarlas, igual que aceptabas el amanecer o el frío en el invierno. Ellos lo llamaban “fatalismo lupino” pero en realidad era puro sentido común.
La luna iluminaba su camino. El lado norte de la ciudad luchaba una batalla interminable contra la ocupación del bosque. Sobre algunas calles el pavimento se había roto, rindiéndose al crecimiento del bosque, pero el camino norte a las Colinas del Druida estaba todavía algo despejado, sin excesiva maleza. Aquí y allá un coche oxidado rodeado por los hierbajos de primavera había sido apartado del camino, solo lo suficiente para que no bloqueara el paso. Los árboles crecían muy grandes aquí, sus enormes ramas oscureciendo el camino, pintándolo con parches de sombra y luz. Detrás de ellos, las casas se agachaban, la mayoría de ellas todavíaocupadas. Cuanto más se acercaban al centro comercial North DeKalb, menos casas estaban habitadas. El bosque ahora era aterrador para la mayoría de la gente. Buscaban la seguridad en el número, emigrando hacia el centro de la ciudad.
La naturaleza salvaje nunca le había preocupado. Le encantaba.
Se preguntó con curiosidad si a Julie le gustaba también. Nunca se lo había preguntado.
Se preguntaba sobre muchas cosas de las que nunca había hablado, aunque la mayoría de las veces no era necesario preguntar. Obtenía las respuestas si esperaba el tiempo suficiente. Sin embargo, ella había dicho algo que necesitaba aclarar.
—¿Heraldo? —preguntó. Nunca había oído a Kate utilizar ese término.
—Ese es el título oficial —dijo—. Antes de llegar a ser un Señor de la Guerra, uno debe ser un Heraldo. Eso es lo que Hugh d’Ambray fue antes de convertirse en el Preceptor de los Perros de Hierro.
Hugh d’Ambray. El nombre levantaba ampollas invisibles en su espalda. Luchó por contener el gruñido de su voz.
—No sabía que Kate necesitara un Señor de la Guerra.
—No lo hace. Tiene a Curran. Es su consorte y su general.
Su mente luchó durante unos pocos segundos. Esos términos se utilizaban normalmente al revés. Para él, Curran era el Señor de las Bestias, ex Señor de las Bestias ahora, y Kate era su consorte. Ese fue el título oficial y Kate lo había odiado. Nunca lo utilizaría para referirse a Curran. Sabía de dónde había venido y no le gustaba.
—Has estado hablando con él otra vez.
Ella no dijo nada, su mirada fija en la calle de delante. Maldita sea.
—¿Por qué diablos continúas hablando con él?
—Porque Roland me enseña cosas.
—¿Qué puede enseñarte? ¿Cómo ser un imbécil megalómano inmortal que mata a sus propios hijos? Esa es una gran lección.
—Me enseña magia. —Le miró.
—Apártate de él. Es peligroso.
Ella abrió mucho los ojos y parpadeó.
—Oh, ¿de verdad? ¿Eso crees? No tenía ni idea.
Ahogó otro gruñido.
—No necesitas hablar con él. Nada bueno saldrá de ahí.
—No, tienes razón. Tienes toda la razón. No hablemos con el enemigo contra el que, en algún momento, vamos a luchar. —Encogió sus estrechos hombros—. No intentemos averiguar cómo piensa o qué armas podría utilizar. ¿En serio, Derek? Tú hiciste todas esas cosas de espías para Jim durante años. No me lo puedo creer.
—Créelo.
—¡Lo sé! —Juntó las manos—. Tal vez podríamos ir todos con los ojos vendados a la batalla.
Tenía ganas de bajarla del caballo y sacudirla hasta que algo de sentido común entrara en su cerebro.
—Puedo coserte una preciosa venda gris con algunas pequeñas cicatrices sobre ella…
—¡Es un tirano homicida que ha vivido durante cinco mil años! —le gruñó él.
—Seis. Más, probablemente, pero admite seis mil.
—¿De verdad piensas que te va a permitir que veas algo que no quiera que veas?
—Hay cosas que no puede ocultarme. Cosas que solo yo puedo ver. —Se inclinó hacia delante—. Me está enseñando y eso significa que estoy aprendiendo como piensa. Alguien tiene que hablar con él, Derek. Kate no va a hacerlo. Eso me deja a mí. Estoy aprendiendo. Puedo hacer mis propios hechizos ahora. Sé cómo construirlos e infundirles poder. Eso es algo que Kate no sabe cómo hacer.
—¿Hechizos? —Estaba loca—. ¿Has usado alguno en una pelea real?
—Todavía no. Es peligroso.
—Así que te está enseñando algo que puede o no puede funcionar.
Lo miró.
—Funcionará. No los he utilizado todavía porque requieren mucha energía mágica. Es mi último recurso y no lo he necesitado.
—Kate no necesita hechizos. Utiliza palabras de poder. —No tenía ni idea de cómo funcionaba. Solo sabía que procedían de una lengua antigua y dominaban la magia.
—Eso es lo que tú piensas —dijo Julie.
—Eso es lo que pienso. Te está entrenando por algo.
—¿Crees que no lo sé?
—De acuerdo. —Se giró y la miró de frente—. Dime una cosa que hayas aprendido y que no supiésemos. Una cosa. Vamos.
—Bien. ¿Sabes lo que hizo con Hugh d’Ambray?
—Le exilió. Debería haberle matado y ahorrarnos el problema.
—No —dijo Julie en voz baja—. Le depuró.
—¿Qué significa eso?
—Le arrebató su inmortalidad. Roland lo era todo para Hugh. Padre, madre, maestro. Dios. Durante sesenta años, desde que era un niño, Hugh hizo todo lo que Roland le pidió exactamente como se lo pidió. Toda su vida ha tratado que Roland se sintiera orgulloso de él. Y Roland lo expulsó. Le quitó el don de su magia y todos los lazos mágicos entre ellos. Hugh no puede sentir a Roland nunca más, Derek.
—¿Y?
—Cuando Dios elimina su presencia de un hombre, es el mismo infierno —citó—. Hugh está en el infierno. Sentirá lentamente el peso de la edad y sabe que con el tiempo morirá.
—Bien. —No tenía ningún problema con eso. Hugh había tratado de matar a Kate, había hecho todo lo posible para asesinar a Curran, casi había iniciado una guerra entre la Nación y sus vampiros y la manada y había secuestrado a Kate y casi la mató de hambre, todo para tratar de forzarla a encontrarse con su padre. La lista de maldades del hombre era de un kilómetro de largo y Dereksería muy feliz si pagara en sangre por cada centímetro. Si Hugh apareciera entre las sombras ahora, solo uno de los dos saldría de esta calle.
—Hubiera sido mejor que lo matara —dijo Julie.
—¿Por qué estás tan preocupada por Hugh?
—Piensa en ello —dijo, su voz aguda—. Vendrá por ti.
Reflexionó sobre ello. Estaba en lo cierto. Vendría por él.
—Tú no eres Hugh.
—Lo soy. Estoy vinculada a Kate con el mismo ritual que Roland utilizó para vincular a Hugh.
—Tú no eres como Hugh y Kate no se parece en nada a Roland.
Julie se volvió en la silla y señaló al noroeste.
—Puedo sentirla. Está allí.
Trataba de no mentirle, así que dijo la primera cosa que le vino a la cabeza.
—Eso es espeluznante.
—Lo es. —Puso todo un mundo en esas dos palabras.
—Pero espeluznante o no, sabes que Kate no va a hacerte lo que le está haciendo Roland a Hugh. Roland no ama a Hugh. Ella te ama. Eres su hija.
Ella suspiró.
—Sé que me ama. Por eso estoy preocupada. Derek, todavía no me ha dicho que no puedo rechazar sus órdenes.
La alarma recorrió su espina dorsal. No se había dado cuenta de que lo sabía.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—Roland me lo dijo hace meses —comentó.
—No te lo ha dicho porque es difícil.
—Lo sé —dijo—. Trata de no darme órdenes. Empieza a decir algo así como “Mamá cree que…”, y entonces se detiene y sabes que está reconstruyendo la frase en su cabeza. Es bastante divertido. En vez de: “Deja de robarle la cerveza del frigorífico a Curran y lava los platos”, te dice: “Me haría muy feliz que dejaras de robarle la cerveza a Curran y sería estupendo si lavas los platos”. Probablemente cree que es sutil. No lo es.
Él no veía nada divertido en ello.
—¿Qué vas a hacer?
—Ahora no es un problema —dijo.
—¿Y si llega a ser un problema?
—Haré algo al respecto.
No le gustó como sonó eso.
—Todavía deberías dejar de hablar con Roland.
Ella se puso rígida.
—¿Quieres dejar de dar órdenes a mi alrededor?
—Deja de hacer estupideces y pararé.
Sus ojos se estrecharon.
—Muérdele el culo a mi caballo. Arg. No gracias.
—¿Qué, ha estado recientemente Desandra en casa?
—No necesito que Desandra me enseñe insultos. ¿Y qué diablos son todos esos comentarios sobre cómo visto? No hay nada malo en estos pantalones cortos.
—¿No tienes vaqueros?
—Tengo.
—Deberías ponértelos.
—¿Por qué? ¿Es que te desagrada la visión de mis piernas, Derek? —Detuvo a Peanut y extendió una pierna frente a él—. ¿Hay algo mal en mis piernas?
No había nada de malo en sus piernas. Eran pálidas, tonificadas y los hombres no deberían notarlas. Había una lista de razones de un kilómetro de largo por la que no debería mirarlas, empezando por el hecho de que tenía dieciséis años y él veinte. Hizo a un lado su pierna.
—Cuánto más protección entre la piel y las garras de la gente, mejor.
—Derroté a un chacal. Y no soy quien está sangrando.
—No estoy sangrando.
—Lo estuviste. Y tienes un desgarrón en tu sudadera, donde te dio en el hombro.
Él la miró.
—¿Se supone que no debía mencionarlo? —Puso la mano en su pecho—. Lo siento mucho Señor Lobo.
—En unas pocas horas me curaré. Tú no lo harías. Si te hirieran las garras de un gato sangrarías hasta que tratáramos la herida. Te debilitarías. Horas más tarde se podría reabrir la herida si girases de manera errónea. Los gatos son animales sucios y llevan todo tipo de mierda en sus garras. Podrías morir por culpa de una infección.
Giraron a la derecha en Birch Road. A la izquierda se extendían las ruinas del centro comercial. Durante la vida del centro comercial, una estrecha franja de césped, salpicado de árboles ornamentales, lo había rodeado. Ahora los árboles habían crecido y arbustos espinosos habían brotado entre los troncos, formando la versión de la naturaleza de una cerca de alambre de espino y ofreciendo solo destellos del centro comercial más allá. La mayor parte de los edificios hacía tiempo que se habían convertido en polvo. Las lluvias habían lavado la basura y un cartel de vez en cuando, era todo lo que quedaba del centro comercial. Leyó los nombres: Burlington Coat Factory[3], Payless Shoe Store[4], Ross… No significaban nada para él.
—¿Compartiste esta opinión sobre los gatos con Curran? —preguntó Julie—. ¿O los hombres león son menos sucios que otros gatos?
Se negó a morder el anzuelo.
—Una herida, que es un inconveniente menor para mí, podría ser una sentencia de muerte para ti.
Julie suspiró.
—¿De verdad crees que si un hombre leopardo me ataca, los vaqueros lo detendrán? La ropa no tiene poderes mágicos, Derek. No te protege místicamente de garras de siete centímetros, violadores o asesinos. Si alguien se decide a hacerte daño, lo hará, lleves o no una ligera capa de algodón sobre la piel. Aligera.
—Es mejor que nada.
Entrecerró los ojos, mirándole a hurtadillas. Se preparó.
—Vi una foto de Hugh cuando tenía tu edad —dijo.
—Mmm.
—Hugh era un bombón.
Su reacción debía de haberse mostrado en su cara, porque ella echó la cabeza hacia atrás y rio.
El camino se curvaba suavemente. Se mantuvieron rodeando la curva hasta la desembocadura en Orion Drive. Aquí no había árboles que ocultaran el centro comercial y la vista era bastante abierta. Se detuvo. A su lado, Julie saltó de su caballo, ató a Peanut a un árbol y tomó una mochila de las alforjas, colgándosela sobre su hombro izquierdo.
El estacionamiento se extendía delante de ellos, unos cuarenta y cinco metros de ancho y, probablemente, sesenta de largo. Agujeros irregulares marcaban el asfalto, cada uno de ellos relleno de agua color barro. No había forma de saber lo profundos que eran. Una delgada niebla descansaba sobre el agua y en las translucidas profundidades flotaban pequeñas luces verdes, su débil luz mágica y misteriosa. En el centro de todo, un pináculo de roca gris oscura se izaba en un ángulo de cuarenta grados, como una aguja que hubiese sido cuidadosamente depositada en el estacionamiento. Áspera y sombría, tenía seis metros de ancho en la base y se estrechaba hacia la punta, elevándose unos nueve metros por encima de la zona de estacionamiento. Pillar Rock. Tendrían que atravesar el estacionamiento para llegar a ella. Los tres cambiaformas idiotas habían dicho que encontrarían su contacto allí.
Derek inhaló. Había olido un pantano antes, olía a musgo verde, a algas, peces y vegetación, como si a un montón de recortes de césped se les permitiera convertirse en abono para que las nuevas plantas crecieran en él. Olía a vida. Este lugar olía a fango y agua, pero no a vida. En su lugar había un leve y fétido olor de algo putrefacto, algo nauseabundo y repulsivo que se deslizaba hacia él.
Julie se tensó, su mano sobre su tomahawk[5].
—¿Qué ves?
—Azul —dijo.
Azul significaba humano.
—Feo, azul blanquecino, casi gris. Este es un mal lugar.
Él dio unos pasos hacia atrás y se sentó en el bordillo. Ella se movió entre la maleza detrás de él. Escuchó al hacha morder la madera. Las hojas se agitaron y le entregó una rama seca de unos dos metros de largo. Un bastón. Lo tomó y asintió. Buena idea. Desapareció de nuevo, volvió con un bastón para sí misma y se sentó junto a él.
Esperaron en silencio, observando, escuchando. Los minutos goteaban. La niebla se enroscaba sobre el agua oscura y brillaba a la luz de la luna. Julie no se movió.
Hace algunos años, cuando solo tenía dieciocho años, Jim, que entonces era jefe de seguridad de la manada, le había puesto al frente de un pequeño grupo de cambiaformas de entre doce y quince años de edad y que mostraban potencial para el trabajo encubierto. De todas las cosas que Derek trató de enseñarles, se encontró con que la paciencia era la más difícil. A estas alturas, todos ellos habrían arañado, o suspirado, o hecho algo de ruido. Julie simplemente esperaba. Era muy fácil con ella.
Lo vieron al mismo tiempo: un breve destello de algo pálido que se movía dentro de la profunda sombra azul de la Aguja. El vello en la parte posterior de su cuello se levantó. Alguien les miraba desde las sombras. No podía verlo con claridad, pero sintió el peso de su mirada, saturada de malicia. Le clavó la mirada desde la penumbra. Fingió no darse cuenta. Tarde o temprano se impacientaría.
La niebla comenzó a fluctuar, haciéndose más delgada, como si estuviera hirviendo. Les estaba atrayendo a su interior.
—La niebla espesará una vez que entremos —dijo en voz baja.
—Sí —estuvo de acuerdo Julie—. Mira a la derecha, donde se divide el tronco del árbol —murmuró.
Le tomó un momento, pero finalmente lo vio: los restos de un pequeño manojo de muérdago seco colgaban del árbol, atado con un cordón de cuero. Un pequeño medallón de madera pendía del cordón. Un druida había estado aquí, reconoció el sitio como un lugar del mal y trató de contenerlo.
—¿Es un hechizo activo? —preguntó en voz baja.
—No. No desprende magia. Es una guarda encadenada y alguien la ha roto.
La magia y las guardas no eran su especialidad, pero había aprendido lo que sabía de Kate. Una guarda encadenada significaba que guardas idénticas habían sido colocadas en todo el perímetro del centro comercial, formando un anillo, cada una un eslabón de una cadena. Si una guarda se rompía, se interrumpía la cadena y la contención fallaba.
Se estremeció. Sintió su miedo. Algo sobre este lugar la había asustado profundamente.
La niebla se espesó a la derecha, retorciéndose. Fingió no ver a la mujer que salió de ella. Estaba entre los veintiocho y los treinta, blanca y muy pálida. Un vestido harapiento colgaba de sus hombros, alguna vez probablemente fue azul o verde, pero ahora el color se había desvanecido a un gris sucio y húmedo. Su estómago sobresalía, se veía peligrosamente hinchado o como si estuviera embarazada de siete meses. No olía a embarazada. No llevaba sujetador y la tela se enganchaba en sus pezones erectos, trazando el contorno de los pechos. Su cabello rubio sucio caía por debajo de su cintura, enmarcando su cara como una cortina. Podría haber sido una cara bonita, reflexionó, con rasgos afilados, pero delicados, excepto que sus ojos eran demasiado hambrientos.
Se acercó al borde del estacionamiento y se detuvo.
—¿Qué están haciendo aquí?
—Estamos esperando a encontrarnos con alguien —dijo Julie.
—Este es un lugar peligroso. Vengan conmigo. Tengo comida.
Julie le miró. Leyó la vacilación en sus ojos.
—Tiene comida —dijo, manteniendo la voz neutra.
—Entonces deberíamos ir.
—Vengan conmigo —repitió la mujer, como en una grabación—. Vengan.
Si estuviera solo, probablemente no habría sido comida. Podría haber ofrecido sexo. O ambos.
Entró en el estacionamiento, moviéndose lentamente, cuidando de dónde ponía los pies, tocando con el bastón delante de él. Julie le seguía de cerca. Por el rabillo del ojo vio cerrarse la niebla detrás de ellos, una cortina lechosa impenetrable.
—Vengan —repitió la mujer, moviéndose hacia el interior del estacionamiento, hacia la aguja.
Continuaron. La niebla se arremolinaba ahora, densa y espesa. Por delante, su guía se hizo a un lado y desapareció. Estiró la mano izquierda. Julie la tomó, sus fuertes dedos secos agarrándole. Él se inclinó hacia delante con su bastón y golpeó como un ciego, escuchando el chapoteo. El palo aterrizó en agua. Dio unos golpecitos hasta que encontró pavimento sólido y bordeó cuidadosamente el agujero, yendo hacia Pillar Rock.
Continuó tanteando, guiándoles entre los agujeros. Pasaron junto a otro. Luego otro.
Su bastón aterrizó en el agua de nuevo. Algo tiró de él. Se echó hacia atrás, tirando con todas sus fuerzas. La niebla se rasgó y la mujer hinchada se lanzó sobre él desde el agua. Su mente registró las largas garras que sobresalían de sus manos, con una membrana escamosa entre ellas, el enorme buche de pescado y los afilados dientes, pero su cuerpo ya se había movido. La esquivó, la agarródel brazo y utilizó el impulso para deslizarse detrás de ella, apretándola contra él, con la espalda contra su pecho y sujetando sus brazos. Julie se volvió con expresión plana y enterró el pico de siete centímetros de su hacha en la parte izquierda del pecho de la criatura. El olor de la sangre pasó a través de él, como una descarga de corriente eléctrica.
La mujer se revolvió en sus brazos, tratando de alcanzarle con sus garras. Apretó con fuerza, sujetándola. Podía romperle el cuello, pero el miedo seguía emanando de Julie. Necesitaba esta muerte. Una vez que matara a una, todo caería en su lugar.
Julie tiró del hacha, liberándola y clavándola en el abultado estómago de la mujer. Se abrió como si la piel fuera agua y una cabeza humana, medio descompuesta, rodó fuera. El olor agrió lo inundó y casi vomita.
La mujer empezó a dar patadas. Julie la esquivó, tomó el cuchillo de la funda de su cintura y clavó la hoja de quince centímetros en el pecho de la mujer. La hoja se hundió con un sonido de metal contra hueso. La mujer-pez chilló, su columna vertebral rígida de repente y se hundió. La niebla alrededor de ellos se volvió roja y se aligeró, fundiéndose.
—El corazón está en el lado derecho —dijo Julie.
Garras lo agarraron por detrás y lo arrojaron a la fangosa y fría agua. Se hundió.
Un cuerpo se precipitó hacia él a través de las aguas color café, largo, de color verde pálido, las manos con garras extendidas y una boca de pescado abierta en una cabeza humana. Una luz blanca estalló en su cabeza. La voluntad y la restricción impuesta por su parte humana se rompieron y se desprendió de él. Tenía un cuchillo en la mano y mientras ella se acercaba, cerró su mano sobre el borde áspero de esa boca dentada abierta y la apuñaló con el cuchillo en el costado. Liberó la hoja y la apuñaló una y otra vez, moviendo el cuchillo con un frenesí controlado. Ella le clavó las garras. Hizo caso omiso de los fuertes destellos de dolor y siguió apuñalando. Su costado se convirtió en una carnicería. Ella se sacudió, tratando desesperadamente de liberarse, pero no podía ocultarse de su cuchillo o de la blanca rabia que ardía dentro de él.
Círculos nadaban ante sus ojos. Se dio cuenta de que su cuerpo le estaba diciendo que se estaba quedando sin aire. La criatura flotaba inerte, en el lado derecho de su pecho un agujero sangriento. Metió la mano en él, sintió el saco desinflado del corazón muerto y lo arrancó. Nunca dejes las cosas sin terminar.
Le dolía el pecho, como si una banda al rojo vivo lo comprimiera. Las primeras señales de alarma ante la falta de aire rasgaron sus entrañas.
Unas formas oscuras se dirigían hacia él. Peces, se dio cuenta. Estrechos y delgados, tan largos como su brazo, con las bocas grandes llenas de dientes. Pululaban alrededor del cuerpo. Soltó el corazón y se empujó con una patada hacia arriba.
Rompió la superficie y tomó una gran bocanada que expandió sus pulmones. El aire sabía tan bien.
A tres metros de distancia, Julie giraba como un derviche[6], sus hachas de guerra cortando. Introdujo la parte plana de su hacha izquierda bajo la barbilla de la tercera mujer pez. El golpe elevó la barbilla de la mujer. Julie enterró el hacha en el pecho expuesto de la criatura. La sangre se derramó.
Se impulsó fuera del agujero.
La mujer pez se giró hacia Julie. La niña se echó hacia atrás. Las garras rasgaron el aire a pocos centímetros de su nariz. Cortó el lado derecho de la mujer con su tomahawk izquierdo. Las costillas se rompieron. La criatura pez cayó de rodillas. Julie le partió el cuello. Oyó pasar el acero a través de las vértebras. Sonaba bien.
La fina niebla se puso roja de nuevo.
Una sombra apareció detrás de Julie, dirigiéndose a ella desde la niebla. Él corrió, tomó impulso y saltó por encima de Julie, entre ella y la mujer pez. Cargó con la fuerza de un ariete contra la criatura y la abrió en canal. Se rompió como una muñeca de trapo entre sus manos y él se rio. Le rompió el brazo, arrancándolo de su articulación, su pierna, su cuello, su otro brazo, feliz de liberar finalmente la rabia que con tanto cuidado mantenía reprimida en su interior.
Una mano se posó en su hombro.
—Sé que esto es muy emocionante, pero está muerta. Las hemos matado a todas.
Le chascó los dientes, jugando y rompió el antebrazo de la mujer con un golpe seco.
—De-rek —dijo, convirtiendo su nombre en una canción—. Regresa a mí. Aún no.
—Mira arriba —susurró—. ¡Mira!
Bien. Levantó la vista. La luna le devolvió la mirada, fresca y tranquila, brillante, serena. Se derramó sobre él, hundiéndose profundamente en su alma, calmando las viejas cicatrices y cerrando las nuevas, mientras lo envolvía. Sintió que la ardiente furia retrocedía, dejó caer el cadáver y se levantó.
Ella le entregó el cuchillo. Debió haberlo dejado caer durante el salto. El estacionamiento se extendía ante ellos, la niebla una mera sombra por encima de los oscuros agujeros. Inhaló profundamente y captó un rastro familiar de sangre.
—¿Cómo de malo es?
Se alzó la camiseta, exponiendo su costado. Un largo arañazo marcaba sus costillas, hinchado y de un color rojo furioso.
Abrió la boca.
El agua salió explosivamente de los agujeros, disparándose hacia arriba en geiseres de inmundicia. Julie tomó la mochila del pavimento. Agarró su mano y corrió hacia la Aguja. Se precipitaron, zigzagueando, entre el agua. El oscuro y diabólico pez se agitaba dentro de los géiseres. El agua sucia los persiguió, inundándose delante de ellos. Tomó a Julie y corrió. Pillar Rock apareció ante ellos y saltó sobre él. Corrió todo el camino, hasta la cima y bajó a Julie, dejándola junto a él.
Debajo de ellos, el estacionamiento se convirtió en un lago. Cuerpos largos y sinuosos se retorcían en el agua poco profunda, alimentándose o con pánico, no podría decirlo. Julie y él los observaron en silencio.
—Parece que vamos a estar atrapados aquí durante unos minutos —dijo ella, entonces, le dirigió una mirada extraña.
—¿Sí?
Ella levantó la mochila.
—Tengo comida.
Él rio.
No importaba cuanto se esforzara Kate en tratar de recordarle que era, ante todo y sobre todo, humano, Derek sabía que era diferente. Era un cambiaformas. Nunca lo olvidaba y si lo hacía, cosas como ver a Julie hacer una mueca de dolor mientras se untaba la pomada antibiótica sobre el arañazo, se lo recordaba. Podía recordar vagamente cuando era humano también, pero esos recuerdos se sentían falsos, casi como si le hubiesen pasado a otra persona. Entre eso y su realidad actual había pasado cosas que no quería recordar. Si profundizaba para invocarlas, como a viejos fantasmas, podría recordarlas, pero no quería.
—Está bien —dijo ella.
Desenrolló una larga tira de vendaje adhesivo y con cuidado lo colocó sobre su piel. La pomada evitaría que se pegara a la herida.
Sus costillas ya no sobresalían. Recordaba cuando estaba tan delgada que le preocupaba que se tropezara con una farola por accidente y se rompiera algo.
Se bajó la camiseta y buscó en su mochila. Sacó una bolsa de plástico con una segunda bolsa dentro llena de carne seca, una bolsa de nueces, cereales y queso. Se le hizo la boca agua. Había quemado demasiadas calorías y ahora estaba hambriento.
Le pasó las bolsas. Julie siempre tenía comida. Y siempre la envolvía para que fuera difícil de olfatear. Le venía de haber vivido en la calle.
Tomó un largo trozo de carne seca y masticó, disfrutando su sabor.
—Has ido de caza de nuevo —dijo apropiándose de un trozo de queso y una galleta.
Las cacerías mensuales en el Wood, una gran zona de bosques al norte de Atlanta, eran una agradable diversión para la mayoría de los cambiaformas. Una manera de liberar algo de tensión. Para él era una necesidad. Necesitaba la naturaleza salvaje. Sin ella, la rabia crecía demasiado rápido. Siempre estaría con él. Curran le había dicho que no había cura y estaba en lo cierto. Era el precio que Derek pagaba por no haberse convertido en lupo, como su padre.
—Tal vez —dijo.
—¿Qué era tan importante?
Se encogió de hombros.
—Trabajo.
Ella mordió su pequeño sándwich con pequeños bocados. Comía como una humana también, un cambiaformas se hubiera metido en la boca todo y a estas alturas iría por el tercer sándwich. Supo que era una prueba. Comía lentamente para demostrase a sí misma que podía, que había suficiente comida y que no necesitaba apresurarse porque se estaba muriendo de hambre.
—Lobasti —dijo.
—¿Mmm?
—La mujer. Creo que era una lobasti. Sirenas.
—¿Sirenas? —De alguna manera, no le habían parecido de sangre caliente.
—Sirenas diabólicas —dijo—. Me puse muy contenta cuando esa cabeza rodó fuera. Pensaba que estaba luchando contra una mujer embarazada. Si estoy en lo cierto, solo atacan por la noche.
—Tiene sentido. El plan era hacer que esos idiotas recuperaran la roca y la trajeran aquí. Las sirenas los matarían y entonces Caleb Adams vendría por la mañana, tomaría la roca y se iría a casa con las manos limpias.
—Ese hombre leopardo no sabe lo afortunado que es.
No se sentirá afortunado cuando se despierte. Rio quedamente.
Estaba con su cuarto trozo de cecina. El ardiente fuego en su estómago se estaba calmando. Comería un gran desayuno cuando terminaran. Panqueques, salchichas, bacón y luego se iría a dormir…
—Si averiguamos por qué los Ives murieron por esa roca, te haré todo el bacón que quieras.
Se sobresaltó.
Julie se encogió de hombros y mordió su cecina.
—Puedo decir siempre cuando estás pensando en la comida. Te olvidas de ser el lobo feroz y aparece una mirada soñadora en tus ojos. Ya sabes, la mayoría de la gente podría pensar que estás pensando en una chica. No tienen ni idea de que su nombre es bacón.
—¿Mirada soñadora?
—Mmm. Tómatelo con calma.
—Estoy bastante calmado.
Se tumbó de espaldas y miró a la luna, con una tira de carne seca entre los dientes, como un cigarro. Masticaba lentamente.
—Gracias por la comida.
—De nada. Deberías bromear más.
—¿Quieres chistes? Habla con Ascanio. —Bostezó—. Es el gracioso.
—Tal vez necesites una novia.
—Abandoné mi manada. ¿Sabes en qué me convierte eso?
—¿En un lobo solitario? —recitó suspirando.
—Los lobos solitarios no tienen novias. —Puso un pequeño gruñido en su voz. Las lesiones en sus cuerdas vocales no necesitaban mucho para hacer que su voz se convirtiera en un gruñido. La había usado más de una vez para hacer que sus oponentes se replantearan sus planes de batalla y empezaran a buscar una salida—. Nos movemos por la ciudad sin ser vistos, surgiendo de las sombras cuando hay problemas y fundiéndonos de nuevo en ellas para que otra persona pueda hacer la limpieza.
Julie rio. La sonrió.
—¿Por qué todo es tan triste todo el tiempo? —preguntó.
Para algunas personas, las estrellas se alineaban y todo les iba bien. Para él todo iba mal, todo el tiempo. Cuando quería algo, cuando trataba de conseguirlo, la vida le rompía aunque, de algún modo, siempre sobrevivía.
Solo había querido ser un niño en las Smoky Mountains. Su padre se convirtió en lupo. Observó cómo torturaba y violaba a su madre y sus hermanas hasta que finalmente asesinó a la cosa en que se había convertido su padre. La casa se había incendiado. Tendría que haber muerto en ese fuego, pero sobrevivió.
Cuando la manada le encontró, olía como un lupo. El Código establecía que debía ser ejecutado en ese mismo momento, pero Curran le había salvado. Otra vez sobrevivió.
Luego había querido ser un cambiaformas, solo un lobo más en las filas, pero cuando finalmente Curran lo sacó del profundo y oscuro pozo donde se había ocultado y retraído, ya era demasiado tarde. Era el lobo de Curran, tenía un nivel superior. Se burlaron de él. Los caminos normales dentro de la manada se cerraron para él. Los Renders no quisieron alistarlo, así que se fue a trabajar para Jim. Su cara era un activo. Podía entrar en una habitación y comenzar una conversación con la chica más bonita y ella hablaría con él, le sonreiría y sus ojos se iluminarían cuándo dijera algo gracioso. Era bueno recopilando información y se ganó el respeto de todos, en un primer momento a regañadientes, luego bien merecido. Era bueno como espía de Jim. Lo llamaban "el Rostro." Había decidido entonces que este era él. Esto era lo que iba a hacer. Este era su lugar.
Conoció a Livie. Era hermosa, vulnerable y dulce. Estaba atrapada. Necesitaba su ayuda. Le dijo que lo amaba. Trató de ayudarla, pero terminó con metal fundido vertido sobre su rostro. Había sobrevivido de nuevo y fue tras ella, poniendo a todos y a todo en peligro. Al final, la liberaron y en cuanto estuvo libre le dio las gracias, se despidió y se alejó para no volver nunca. Había sobrevivido a eso también.
El Rostro se había ido. Todavía tenía las habilidades. Podía decir frases ingeniosas, podía ser encantador sin sonar zalamero y sabía cómo hacer que la gente se abriera y le dijera cosas que normalmente mantenían para sí mismos. Pero su cara era una barrera que no podía superar. Trabajar para Jim ya no había sido una opción.
Había intentado otras cosas después de eso. Ninguna de ellas parecía adecuada, hasta que Curran y Kate se separaron de la manada. Firmó su contrato de separación media hora después de que Curran firmará el suyo. Era el lobo gris en la ciudad; el que venía y te encontraba si la habías cagado y hecho daño a las personas equivocadas. Ayudaba a los que lo necesitaban. Permanecía en pie entre los que habían sido heridos y quienes les habían hecho daño. Eliminó varias amenazas y pronto su nombre por sí solo fue un factor suficientemente disuasorio. Esta nueva actividad, se sentía bien. Su cara encajaba ahora, mostraba cómo se sentía y hacía juego con el papel que había elegido. Los chistes no lo hacían.
Había otras cosas sobre las que a veces pensaba. Pero esas cosas estaban fuera de su alcance. Ese era el punto. Conseguir lo que quería le traería dolor. No había necesidad de compartirlo con nadie. Explicar todo eso sería demasiado largo y sonaría demasiado melodramático.
—¿Queda algo de queso?
—¿Suizo?
Arrugó la nariz. El suizo apestaba.
—Exigente, exigente, exigente.
Le gustaba el queso en general. La mozzarella era el mejor. Tomó un trozo del suizo y lo sostuvo con la lengua dentro de la boca para ver si el sabor compensaba el olor. No lo hizo.
Julie se inclinó.
—El agua está retrocediendo. Otra media hora y podremos irnos.
Una sombra cayó del cielo. Se lanzó hacia delante, sacando a Julie del camino. Una roca del tamaño de un balón de baloncesto chocó contra la roca, a un palmo de sus piernas. Levantó la vista a tiempo de ver la sombra de un pájaro negro tapando la luna, con las garras adelantadas dirigiéndose a su rostro. Dio un salto hacia la derecha y hacia arriba, golpeando al ave por un lado. Giró, batiendo las grandes alas y con su enorme pico amarillo descendiendo sobre él como un hacha. Las garras le desgarraron ocasionándole un destello cegador de dolor. Cerró la mano izquierda en su garganta, su derecha en su pata izquierda y tiró, intentando rasgar a la descomunal rapaz. Esta chilló y el agudo chillido casi lo ensordece.
Julie gritó detrás de él.
Miró por encima de su hombro. La roca estaba vacía. El miedo le mordió con sus helados dientes. Miró hacia arriba y vio que colgaba de un segundo pájaro enorme, a unos siete metros de altura.
Lanzó el pájaro lejos de él, poniendo toda su fuerza en el tiro. Julie cayó.
La desesperación le impulsó en un salto loco. La atrapó en el aire, el alivio disparándose a través de él mientras sus brazos la rodeaban y luego se retorcía tratando de aterrizar en el pilar. La roca golpeó sus pies. Aterrizó con fuerza, el impacto reverberó através de sus piernas, y cayendo hacia atrás, tratando de evitar el borde. Ella aterrizó sobre él. Durante un breve momento estuvieron cara a cara y luego ella saltó alejándose de él.
—¡La mochila!
Se puso en pie. Los dos pájaros se elevaron por encima de ellos, fundiéndose en el cielo nocturno. Miró y vio la mochila de Julie colgando de las garras del ave de la derecha.
—¡Tienen la piedra! ¡Y la muestra! Maldita sea. —Julie dio un pisotón en la roca—. ¡Maldición!
Ella está viva, se dijo. Relájate. Lo consiguió.
—Están volando hacia el noreste —dijo—. En dirección contraria al Warren y la base de Adams. ¿Puedes ver algo?
Se puso de pie y se acercó al borde de la roca y se quedó a centímetros del precipicio, mirando a la ciudad como si se tratara de un océano índigo sin fin y estuviese buscando una vela en el horizonte. Se volvió lentamente y señaló.
—Ahí.
—¿Otra roca brillante?
Ella asintió.
Como era de esperar, no podía ver nada.
—¿Dónde?
Señaló al noreste, en la dirección exacta en que volaron los pájaros.
—Tal vez esté a ocho o diez kilómetros.
Miró detrás de ellos.
—El Warren está ahí.
Se giró y miró hacia el Warren.
—No hay nada ahí. Si las aves pertenecen a Adams, entonces ya se apoderó de lo que tenía por allí, o bien las aves pertenecen a otra persona y Adams sabe cómo ocultar su piedra.
Escudriñó la oscura ciudad.
—¿Lo habías visto antes?
—No.
—Supongamos que soy Caleb. Quiero la piedra brillante, pero no me gusta ensuciarme las manos. Puedo enviar algunos estúpidos a recuperar los dos trozos de la roca. Consiguen uno de Luther, pero estropean el otro trabajo, matan gente y los policías aparecen. Así que contrato a algunos cambiaformas idiotas para que vayan por la piedra por mí y me la traigan. Rompo la guarda que protege este lugar de forma que las malditas sirenas se coman a los cambiaformas.
—Entonces, cuando es de día, los lobasti se ocultan y yo vengo a conseguir la roca —dijo Julie—. Fácil.
—Excepto que si yo fuera Caleb, querría asegurarme de que todo salía de acuerdo al plan.
—Te quedarías y observarías. —Los ojos de Julie se estrecharon—. Nos verías matar a las lobasti y después escondernos en el pilar. Sabrías que estaríamos aquí atrapados durante al menos una hora. Un montón de tiempo para hacer un nuevo plan, convocar a algunas aves y que se lleven la piedra lejos de nosotros. ¿Y luego haces que vayan allí? —Señaló al noreste—. ¿Por qué?
Si Caleb observaba, era desde lejos, porque Derek no lo había olido. Podría haberse escondido en cualquiera de los edificios en ruinas del lugar. Seguirle sería inútil, ya se había marchado, había ido al noreste llevándose su trozo de piedra mágica. Esperaría que le siguieran. Tenía todo el tiempo que necesitaba para poner una trampa.
—Hay dos posibilidades. O bien se tiene que hacer algo allí con la piedra o se ha dado cuenta de que puedes verla. Seguimos interfiriendo y desbaratando sus planes. Podría estar poniendo el cebo de una trampa.
Derek deseaba saber qué hacía la piedra.
Julie miraba a lo lejos, probablemente a la brillante piedra, con una expresión contrita en su cara. Sabía más de brujas que él. Kate era pariente de una de las tres brujas del Oráculo de las Brujas. Su nombre era Evdokia y Julie tenía lecciones con ella todos los martes.
—¿Qué sabes sobre Adams? —preguntó.
—Es un hechicero —dijo la palabra como si fuese amarga.
—Un hombre brujo. —Sabía eso. También sabía que Adams era temible. A la gente no le gustaba mencionar su nombre.
—No. —Sacudió la cabeza—. No es un brujo.
—¿Cuál es la diferencia?
—Una bruja se esfuerza para mantener el equilibrio. Para una bruja, todo está conectado. Todo es una maraña de hilos unidos; tira de un extremo demasiado fuerte y se puede hacer un nudo que nadie sea capaz de desatar. Si estás enfermo, una bruja te curará, porque la enfermedad es un desequilibrio, pero si vas a la misma bruja pidiéndole que te dé un año más de vida utilizando la magia, te dirá que no, porque estás pidiendo algo antinatural y siempre hay un precio. La palabra witch, bruja, proviene del inglés antiguo wicca, una antigua palabra que significa practicante de magia. Hay palabras similares a ella, como wigle o wih en alemán antiguo y siempre significan cosas como adivinación, santidad o conocimiento. Caleb Adams no es un brujo. Es un warlock, un hechicero. Esa palabra procede de wærloga en inglés antiguo. Significa traidor, mentiroso, enemigo. Perjuro. Solo se preocupa de su propio beneficio y cortará todos los hilos que pueda si así consigue lo que quiere. Por eso le echaron del aquelarre. Rompió el pacto. No hay límite a las cosas que puede hacer para conseguir sus objetivos. Evdokia le odia. Cada vez que menciona su nombre escupe a un lado. Un hombre como él solo querría una piedra que brilla con la magia por una sola razón: poder. Adams ya ha matado por ella una vez. Matará por ella otra vez y si la obtiene, la usara para seguir matando.
Derek pensó en los Ives. En las manchas de sangre y en el olor a sangre, en las náuseas que sintió porque conocía a las personas a las que pertenecía y porque le llamaban, amenazaban con despertar algo que mantenía encadenado profundamente en su interior.
—Solo se puede hacer una cosa —dijo. Ella lo miró con cara preocupada.
—Traigamos de vuelta la piedra —dijo.
Julie enseñó los dientes. No era un cambiaformas, nunca sería uno, pero en ese momento, bajo la luz de la luna, sonrió como un lobo.