UN PASTEL DE MILHOJAS

¿QUIÉNES SOMOS los chilenos? Me resulta difícil definirnos por escrito, pero de una sola mirada puedo distinguir a un compatriota a cincuenta metros de distancia. Además me los encuentro en todas partes. En un templo sagrado de Nepal, en la selva del Amazonas, en un carnaval de Nueva Orleans, sobre los hielos radiantes de Islandia, donde usted quiera, allí hay algún chileno con su inconfundible manera de caminar y su acento cantadito. Aunque a lo largo de nuestro delgado país estamos separados por miles de kilómetros, somos tenazmente parecidos; compartimos el mismo idioma y costumbres similares. Las únicas excepciones son la clase alta, que desciende sin muchas distracciones de europeos, y los indígenas, aymaras y algunos quechuas en el norte, y mapuches en el sur, que luchan por mantener sus identidades en un mundo donde hay cada vez menos espacio para ellos.

Crecí con el cuento de que en Chile no hay problemas raciales. No me explico cómo nos atrevemos a repetir semejante falsedad. No hablamos de racismo, sino de «sistema de clases» (nos gustan los eufemismos), pero son prácticamente la misma cosa. No sólo hay racismo y/o clasismo, sino que están enraizados como muelas. Quien sostenga que es cosa del pasado se equivoca de medio a medio, como acabo de comprobar en mi última visita, cuando me enteré que uno de los alumnos más brillantes de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile fue rechazado en un destacado bufete de abogados, porque «no calzaba con el perfil corporativo». En otra palabras, era mestizo y tenía un apellido mapuche. A los clientes de la firma no les daría confianza ser representados por él; tampoco aceptarían que saliera con alguna de sus hijas. Tal como ocurre en el resto de América Latina, nuestra clase alta es relativamente blanca y mientras más se desciende en la empinada escala social, más acentuados son los rasgos indígenas. Sin embargo, a falta de otras referencias, la mayoría de los chilenos nos consideramos blancos; fue una sorpresa para mí descubrir que en Estados Unidos soy «persona de color». (En una ocasión, en la cual debí llenar un formulario de inmigración, me abrí la blusa para mostrarle mi color a un funcionario afroamericano, quien pretendía colocarme en la última categoría racial de su lista: «Otra». Al hombre no le pareció divertido).

Aunque no quedan muchos indios puros —más o menos un diez por ciento de la población— su sangre corre por las venas de nuestro pueblo mestizo. Los mapuches son por lo general de baja estatura, piernas cortas, tronco largo, piel morena, pelo y ojos oscuros, pómulos marcados. Sienten una desconfianza atávica —y justificada— contra los no indios, a quienes llaman «huincas», que no significa «blancos», sino «ladrones de tierra». Estos indios, divididos en varias tribus, contribuyeron fuertemente a forjar el carácter nacional, aunque antes nadie que se respetara admitía ni la menor asociación con ellos; tenían fama de borrachos, perezosos y ladrones. No es esa la opinión de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, notable soldado y escritor español, quien estuvo en Chile a mediados del siglo XVI y escribió La Araucana, un largo poema épico sobre la conquista española y la feroz resistencia de los indígenas. En el prólogo se dirige al rey, su señor, diciendo de los araucanos que: «… con puro valor y porfiada determinación hayan redimido y sustentado su libertad, derramando en sacrificio de ella tanta sangre, así suya como de españoles, que con verdad se puede decir, haber pocos lugares que no estén de ella teñidos, y poblados de huesos… Y es tanta la falta de gente, por la mucha que ha muerto en esta demanda, que para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones vienen también las mujeres a la guerra, y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte».

En los últimos años algunas tribus mapuches se han sublevado y el país no puede ignorarlos por más tiempo. En realidad los indios están de moda. No faltan intelectuales y ecologistas que andan buscando algún antepasado con lanza para engalanar su árbol genealógico; un heroico indígena en el árbol familiar viste mucho más que un enclenque marqués de amarillentos encajes, debilitado por la vida cortesana. Confieso que he intentado adquirir un apellido mapuche para ufanarme de un bisabuelo cacique, tal como antes se compraban títulos de nobleza europea, pero hasta ahora no me ha resultado. Sospecho que así obtuvo mi padre su escudo de armas: tres perros famélicos en un campo azul, según recuerdo. El escudo en cuestión permaneció escondido en el sótano y jamás se mencionaba, porque los títulos de nobleza fueron abolidos al declararse la independencia de España y no hay nada tan ridículo en Chile como tratar de pasar por noble. Cuando trabajaba en las Naciones Unidas tuve por jefe a un conde italiano de verdad, quien debió cambiar sus tarjetas de visita ante las carcajadas que provocaban sus blasones.

Los jefes indígenas se ganaban el puesto con proezas sobre humanas de fuerza y valor. Se echaban un tronco de aquellos bosques inmaculados a la espalda y quien aguantara su peso por más horas se convertía en toqui. Como si eso no fuera suficiente, recitaban sin pausa ni respiro un discurso improvisado, porque además de probar su capacidad física, debían convencer con la coherencia y belleza de sus palabras. Tal vez de allí nos viene el vicio antiguo de la poesía… La autoridad del triunfador no volvía a cuestionarse hasta el próximo torneo. Ninguna tortura inventada por los ingeniosos conquistadores españoles, por espantosa que fuera, lograba desmoralizar a aquellos héroes oscuros, que morían sin un quejido empalados en una lanza, descuartizados por cuatro caballos, o quemados lentamente sobre un brasero. Nuestros indios no pertenecían a una cultura espléndida, como los aztecas, mayas o incas; eran hoscos, primitivos, irascibles y poco numerosos, pero tan corajudos, que estuvieron en pie de guerra durante trescientos años, primero contra los colonizadores españoles y luego contra la república. Fueron pacificados en 1880 y no se oyó hablar mucho de ellos por más de un siglo, pero ahora los mapuches —«gente de la tierra»— han vuelto a la lucha para defender las pocas tierras que les quedan, amenazadas por la construcción de una represa en el río Bío Bío.

Las manifestaciones artísticas y culturales de nuestros indios son tan sobrias como todo lo demás producido en el país. Tiñen sus tejidos en tonos vegetales: marrón, negro, gris, blanco; sus instrumentos musicales son lúgubres como canto de ballenas; sus danzas son pesadas, monótonas y tan tenaces, que a la larga hacen llover; su artesanía es hermosa, pero no posee la exuberancia y variedad de las de México, Perú o Guatemala.

Los aymaras, «hijos del sol», muy diferentes a los mapuches, son los mismos de Bolivia, que van y vienen ignorando las fronteras, porque esa región ha sido suya desde siempre. Son de carácter afable y, aunque mantienen sus costumbres, su lengua y sus creencias, se han integrado a la cultura de los blancos, sobre todo en lo que se refiere al comercio. En eso difieren de algunos grupos de indígenas quechuas en las zonas más aisladas de la sierra peruana, para los cuales el gobierno es el enemigo, igual que en tiempos de la colonia; la guerra de independencia y la creación de la República del Perú no han modificado su existencia.

Los desafortunados indios de Tierra del Fuego, en el extremo sur de Chile, perecieron a bala y de epidemias hace mucho; de aquellas tribus sólo queda un puñado de alacalufes. A los cazadores les pagaban una recompensa por cada par de orejas que traían como prueba de haber matado un indio; así los colonos desalojaron la región. Eran unos gigantes que vivían casi desnudos en un territorio de hielos inclementes, donde sólo las focas pueden sentirse cómodas.

A Chile no trajeron sangre africana, que nos hubiera dado ritmo y color; tampoco llegó, como a Argentina, una fuerte inmigración italiana, que podría habernos hecho extrovertidos, vanidosos y alegres; ni siquiera llegaron suficientes asiáticos, como al Perú, que habrían compensado nuestra solemnidad y condimentado nuestra cocina; pero estoy segura de que si de los cuatro puntos cardinales hubieran convergido entusiastas aventureros a poblar nuestro país, las orgullosas familias castellano-vascas se las habrían arreglado para mezclarse lo menos posible, salvo que fueran europeos del norte. Hay que decirlo: nuestra política de inmigración ha sido abiertamente racista. Por mucho tiempo no se aceptaban asiáticos, negros ni muy tostados. A un presidente del siglo XIX se le ocurrió traer alemanes de la Selva Negra y asignarles tierras en el sur, que por supuesto no eran suyas, pertenecían a los mapuches, pero nadie se fijó en aquel detalle, salvo los legítimos propietarios. La idea era que la sangre teutónica mejoraría a nuestro pueblo mestizo, inculcándole espíritu de trabajo, disciplina, puntualidad y organización. La piel cetrina y el pelo tieso de los indios eran mal vistos; unos cuantos genes germanos no nos vendrían mal, pensaban las autoridades de entonces. Se esperaba que los inmigrantes se casaran con chilenos y de la mezcla saliéramos ganando los humildes nativos, lo cual ocurrió en Valdivia y Osorno, provincias que hoy pueden hacer alarde de hombres altos, mujeres pechugonas, niños de ojos azules y el más auténtico strudel de manzana. El prejuicio del color todavía es tan fuerte, que basta que una mujer tenga el pelo amarillo, aunque vaya acompañado por una cara de iguana, para que se vuelvan a mirarla en la calle. A mí me descoloraron el cabello desde la más tierna infancia con un líquido de fragancia dulzona llamado Bayrum; no hay otra explicación para el milagro de que las mechas negras con que nací se transformaran antes de seis meses en angelicales rizos de oro. Con mis hermanos no fue necesario recurrir a tales extremos porque uno era crespo y el otro rubio. En todo caso, los emigrantes de la Selva Negra han sido muy influyentes en Chile y, según la opinión de muchos, rescataron el sur de la barbarie y lo convirtieron en el paraíso espléndido que hoy es.

Después de la Segunda Guerra Mundial llegó una oleada diferente de alemanes a refugiarse en Chile, donde existía tanta simpatía por ellos, que nuestro gobierno no se unió a los Aliados hasta última hora, cuando fue imposible permanecer neutral. Durante la guerra el partido nazi chileno desfilaba con uniformes pardos, banderas con esvásticas y el brazo en alto. Mi abuela corría al lado lanzándoles tomates. Esta dama era una excepción, porque en Chile la gente era tan antisemita, que la palabra «judío» era una grosería; tengo amigos a los cuales les lavaban la boca con agua y jabón si se atrevían a pronunciarla. Para referirse a ellos se decía «israelitas» o «hebreos», y casi siempre en un susurro. Todavía existe la misteriosa colonia Dignidad, un campamento nazi completamente cerrado, como si fuera una nación independiente, que ningún gobierno ha logrado desmantelar porque se supone que cuenta con la solapada protección de las Fuerzas Armadas. En tiempos de la dictadura (1973-1989) fue un centro de tortura usado por los servicios de inteligencia. En la actualidad su jefe se encuentra prófugo de la justicia, acusado de violación de menores y otros delitos. Los campesinos de los alrededores, sin embargo, les tienen simpatía a estos supuestos nazis, porque mantienen un excelente hospital, que ponen al servicio de la población. A la entrada de la colonia hay un restaurante alemán, donde se ofrece la mejor pastelería de la zona, servido por unos extraños hombres rubios llenos de tics faciales, que responden con monosílabos y tienen ojos de lagarto. Esto no lo he comprobado, me lo contaron.

Durante el siglo XIX llegaron ingleses en buen número y controlaron el transporte marítimo y de ferrocarriles, así como el comercio de importación y exportación. Algunos de sus descendientes de tercera o cuarta generación, que jamás pisaron Inglaterra, pero la llamaban home, tenían a mucha honra hablar castellano con acento y enterarse de las noticias por periódicos atrasados que venían de allá. Mi abuelo, quien tuvo muchos negocios con compañías que criaban ovejas en la Patagonia para la industria textil británica, contaba que nunca firmó un contrato; la palabra dicha y un apretón de manos eran más que suficientes. Los ingleses —«gringos», como llamamos genéricamente a cualquiera de pelo rubio o cuya lengua materna sea el inglés— crearon colegios, clubes y nos enseñaron varios juegos de lo más aburridos, incluyendo el bridge.

A los chilenos nos gustan los alemanes por las salchichas, la cerveza y el casco prusiano, además del paso de ganso que nuestros militares adoptaron para desfilar; pero en realidad procuramos imitar a los ingleses. Los admiramos tanto, que nos creemos los ingleses de América Latina, tal como consideramos que los ingleses son los chilenos de Europa. En la ridícula guerra de las Malvinas (1982) en vez de apoyar a los argentinos, que son nuestros vecinos, apoyamos a los británicos, a partir de lo cual la primera ministra, Margaret Thatcher, se convirtió en amiga del alma del siniestro general Pinochet. América Latina nunca nos perdonará semejante mal paso. Sin duda tenemos algunas cosas en común con los hijos de la rubia Albión: individualismo, buenos modales, sentido del fair play, clasismo, austeridad y mala dentadura. (La austeridad británica no incluye, claro está, a la realeza, que es al espíritu inglés lo que Las Vegas es al desierto de Mojave). Nos fascina la excentricidad de la cual los británicos suelen hacer alarde, pero no somos capaces de imitarla, porque tenemos demasiado temor al ridículo; en cambio intentamos copiarles su aparente autocontrol. Digo aparente, porque en ciertas circunstancias, como por ejemplo un partido de fútbol, los ingleses y los chilenos por igual pierden la cabeza y son capaces de descuartizar a sus contrincantes. Del mismo modo, a pesar de su fama de ecuánimes, ambos pueden ser de una crueldad feroz. Las atrocidades cometidas por los ingleses a lo largo de su historia equivalen a las que cometen los chilenos apenas cuentan con un buen pretexto e impunidad. Nuestra historia está salpicada de muestras de barbarie. No en vano el lema de la patria es «por la razón o la fuerza», una frase que siempre me ha parecido particularmente estúpida. Durante los nueve meses de la revolución de 1891 murieron más chilenos que durante los cuatro años de la guerra contra Perú y Bolivia (1879-1883), muchos de ellos baleados por la espalda o torturados, otros lanzados al mar con piedras atadas a los tobillos. El método de hacer desaparecer a los enemigos ideológicos, que tanto aplicaron las diversas dictaduras latinoamericanas durante los años setenta y ochenta del siglo XX, ya se practicaba en Chile casi un siglo antes. Esto no quita que nuestra democracia fuera la más sólida y antigua del continente.

Nos sentíamos orgullosos de la eficacia de nuestras instituciones, de nuestros incorruptibles «carabineros», de la seriedad de los jueces y de que ningún presidente se enriqueció en el poder; al contrario, a menudo salía del Palacio de la Moneda más pobre de lo que entraba. A partir de 1973 no volvimos a jactamos de esas cosas.

Además de ingleses, alemanes, árabes, judíos, españoles e italianos, arribaron a nuestras orillas inmigrantes de Europa Central, científicos, inventores, académicos, algunos verdaderos genios, a quienes llamamos sin distinción de clases «yugoslavos».

Después de la guerra civil en España, llegaron refugiados escapando de la derrota. En 1939 el poeta Pablo Neruda, por encargo del gobierno chileno, fletó un barco, el Winnipeg, que zarpó de Marsella con un cargamento de intelectuales, escritores, artistas, médicos, ingenieros, finos artesanos. Las familias pudientes de Santiago acudieron a Valparaíso a recibir el barco para ofrecer hospitalidad a los viajeros. Mi abuelo fue uno de ellos; en su mesa siempre hubo un puesto para los amigos españoles que llegaran de improviso. Yo aún no había nacido, pero me crie oyendo los cuentos de la guerra civil y las canciones salpicadas de palabrotas de aquellos apasionados anarquistas y republicanos. Esa gente sacudió la modorra colonial del país con sus ideas, sus artes y oficios, sus sufrimientos y pasiones, sus extravagancias. Uno de aquellos refugiados, un catalán amigo de mi familia, me llevó un día a ver una linotipia. Era un joven enjuto, nervioso, con perfil de ave furibunda, que no comía verduras porque las consideraba alimento de burros y vivía obsesionado con la idea de regresar a España cuando muriera Franco, sin sospechar que el hombre viviría cuarenta años más. Era tipógrafo de oficio y olía a una mezcla de ajo y tinta. Desde el último rincón de la mesa, yo lo veía comer sin apetito y despotricar contra Franco, las monarquías y los curas, sin que jamás sus ojos se volvieran en mi dirección, porque detestaba por igual a los niños y a los perros. Sorpresivamente, un día de invierno el catalán anunció que me llevaría de paseo, se envolvió en su larga bufanda y partimos en silencio. Llegamos a un edificio gris, cruzamos una puerta metálica y avanzamos por pasillos donde se apilaban enormes rollos de papel. Un ruido ensordecedor estremecía las paredes. Entonces lo vi transformarse, su paso se hizo liviano, le brillaban los ojos, sonreía. Por primera vez me tocó. Tomándome de la mano me condujo ante una máquina prodigiosa, una especie de locomotora negra, con todos sus mecanismos a la vista, destripada y rabiosa. Tocó sus clavijas y con un estruendo de guerra cayeron las matrices formando las líneas de un texto.

—Un maldito relojero alemán, emigrado a Estados Unidos, patentó esta maravilla en 1884 —me gritó al oído—. Se llama linotipia, line of types. Antes había que componer el texto colocando los tipos a mano, letra por letra.

—¿Por qué maldito? —pregunté también a gritos.

—Porque doce años antes mi padre inventó la misma máquina y la puso a funcionar en su patio, pero a nadie le importó un bledo —replicó.

El tipógrafo nunca regresó a España, se quedó manejando la máquina de palabras, se casó, le cayeron hijos del cielo, aprendió a comer verduras y adoptó varias generaciones de perros callejeros. Me dejó para siempre el recuerdo de la linotipia y el gusto por el olor de tinta y papel.

En la sociedad donde nací, allá por los años cuarenta, existían fronteras infranqueables entre las clases sociales. Esas fronteras hoy son más sutiles, pero allí están, eternas como la gran muralla de China. Ascender en la escala social antes era imposible, bajar era más frecuente, a veces bastaba cambiarse de barrio o casarse mal, como se decía no de quien lo hacía con un villano o una desalmada, sino por debajo de su clase. El dinero pesaba poco. Tal como no se descendía de clase por empobrecerse, tampoco se subía por amasar una fortuna, como pudieron comprobar árabes y judíos que, por mucho que se enriquecieran, no eran aceptados en los círculos exclusivos de la «gente bien». Con este término se designaban a sí mismos quienes se encontraban en la parte superior de la pirámide social (dando por sentado, supongo, que los demás eran «gente mala»).

Los extranjeros rara vez se dan cuenta de cómo funciona este chocante sistema de clases, porque en todos los medios el trato es amable y familiar. El peor epíteto contra los militares que se tomaron el gobierno en los años setenta era «rotos alzados». Opinaban mis tías que no había nada más kitsch que ser pinochetista; no lo decían como crítica a la dictadura, con la cual estaban plenamente de acuerdo, sino por clasismo. Ahora pocos se atreven a emplear la palabra «roto» en público, porque cae pésimo, pero la mayoría la tiene en la punta de la lengua. Nuestra sociedad es como un pastel milhojas, cada ser humano en su lugar y su clase, marcado por su nacimiento. La gente se presentaba —y todavía es así en la clase alta— con sus dos apellidos, para establecer su identidad y procedencia.

Los chilenos tenemos el ojo bien entrenado para determinar la clase a la cual pertenece una persona por el aspecto físico, el color de la piel, los manerismos y, especialmente, por la forma de hablar. En otros países el acento varía de un lugar a otro, en Chile cambia según el estrato social. Normalmente también podemos adivinar de inmediato la subclase; subclases hay como treinta, según los distintos niveles de chabacanería, arribismo, cursilería, plata recién adquirida, etc. Se sabe, por ejemplo, dónde pertenece una persona según el balneario donde veranea.

El proceso de clasificación automática que ponemos en práctica los chilenos al conocernos tiene un nombre: «ubicarse» y equivale a lo que hacen los perros cuando se huelen el trasero mutuamente. Desde 1973, año del golpe militar que cambió muchas cosas en el país, el «ubicarse» se complicó un poco, porque también hay que adivinar en los primeros tres minutos de conversación si el interlocutor estuvo a favor o en contra de la dictadura. En la actualidad muy pocos se confiesan a favor, pero de todos modos conviene averiguar cuál es la posición política de cada quien antes de emitir alguna opinión contundente. Lo mismo ocurre entre los chilenos que viven en el extranjero, donde la pregunta de rigor es cuándo salió del país; si fue antes de 1973 quiere decir que es de derecha y escapó del socialismo de Salvador Allende; si salió entre 1973 y 1978 seguro es refugiado político; pero después de esa fecha puede ser «exiliado económico», como se califican a los que emigraron en busca de oportunidades de trabajo. Sin embargo, es más difícil determinarlo entre los que se quedaron en Chile, en parte porque se acostumbraron a callar sus opiniones.