CREPÚSCULO

EL PUEBLO ESTABA ENFRENTE. El pueblo era una mancha violeta claro en las blancas fachadas, un morado oscuro en los rojos tejados. El castillo estaba siluetado por el sol poniente, oscura su masa, recortado luminosamente su perfil.

Grilleaba el campo sereno. Entraban los primeros murciélagos repintando con sus oscuros giros el cielo, que, perdiendo su intenso azul, parecía descender sobre la tierra. Bajo los olivos anidaba la noche. El ramaje se adensaba. Parecían estar las cosas más cercanas. El caminillo recto, disparado desde el pueblo al campo, era ya corto, tan corto que a la mirada se ofrecía como para andarlo en dos zancadas.

El atardecer nubla el campo con sus luces frías. La charca donde se abreva el ganado a la salida del pueblo, espejea aceradamente; allí cantan las ranas monótona y apaciblemente. Un jinete de riego, en el ribazo que la circunscribe con el fangal, hollado por los animales, levanta hacia el cielo su pértigo y es como un esqueleto de cañón, triste y amenazante.

Los chopos tienen un fuego de sol en el extremo de su verde, y ahora negra llama vegetal. La carretera se alarga cenicienta atravesando los campos hasta que la mirada vencida la pierde. Desde el cerro se divisan los vagos contornos de dos o tres pueblos.

Ellos han hecho un alto. Alto sin palabras. Han aparecido de pronto sobre el cerro. Vienen del interior del campo, de donde el campo se extiende sin un pueblo hasta las primeras estribaciones de la sierra, por cuyas cimas rondan, en cuyas crestas se forman y conglomeran, las nubes de las tormentas. Miran hacia el pueblo. Han caminado incansablemente y no han vuelto una sola vez la vista atrás.

Ya caminan. Descienden del cerro por el caminillo tatuado de los relejes de los carros, con cardos secos a las orillas, con mucho polvo en el centro, donde las huellas de los hombres y de los animales se entrelazan.

Y este polvo del camino, blancuzco, suave, caliente como la piel humana, cubre en la marcha la negrura de los botos y el verde de los uniformes agrisándolos. Y los rostros, igual que los uniformes, están también grises.

—Lo mejor es evitar el pueblo. Es preferible no entrar en él.

A la altura de la charca se desvían. Saltan las ranas al agua ocultándose en el fango, produciendo mansas ondas y burbujas que ascienden del fondo en crecientes columnas.

Por el rastrojo de las habas secas crepitan las pisadas al encuentro de un sendero hacia el castillo. Saben que desde las casas del pueblo son contemplados. Saben que los que los contemplan no hablan y sienten miedo de lo que están viendo.

La torre de la iglesia tiene un tejadillo donde anida la cigüeña. La cigüeña sobre el nido es el blanco contrapunto de la veleta. Otro alto.

—El párroco habrá subido al castillo.

—Seguramente.

Comienza la cuesta. No suben por el camino que llega a la puerta de entrada desde el pueblo. Suben dando la vuelta al cerro. El sol se está ocultando y su luz anaranjada tiende las sombras del grupo sobre el suelo hasta que se levanta en ángulo contra la pared. Sombras como muñecos de papel que se pueden doblar por cualquier lugar: los cercanos a la muralla por las piernas, los que están separados por los hombros o el cuello. Ruipérez está mirándolos desde el puesto de guardia bajo el torreón. Ya lo sabe.

Ya sabe que el muerto es el bulto que ve sobre las angarillas, tapado con una manta mulera, con una manta triste, blanca y negra, cuyos flecos rozan la tierra. Los ha contado; los ha reconocido. Baldomero Ruiz, Guillermo Arenas, Cecilio Jiménez, Francisco Santos. Baldomero, con el rostro oscuro, en el que los ojos son como dos escamitas verdes, que viene delante y que se le acerca de prisa, dispuesto a hablarle. Guillermo, que lleva dos fusiles colgados de los hombros y que se mueve nerviosamente. Cecilio, que camina pegado a las angarillas, mirando a cada instante el bulto cubierto de la manta. Francisco, el cabo Francisco Santos. Francisco, que esta mañana se frotó las manos al salir por la puerta del castillo y dijo:

—Buen día para la feria. Al atardecer estaremos de vuelta. Si nos dan piñones los traeremos para los chiquillos.

Y que luego había bajado al camino hasta la carretera con paso seguro y elástico. El cabo Francisco Santos… Bajo la manta, el cabo Francisco Santos.

Los dos hombres que llevaban las angarillas las posaron en el umbral de la puerta. Baldomero volvió la cabeza, por primera vez en la tarde. El sol se había ocultado. El horizonte estaba rojo. Uno de los campesinos que había llevado las angarillas, dijo:

—Hay vaca desollada. Mañana apretará el calor.

Vaca desollada llamaban los campesinos al horizonte sangrante. Baldomero no dijo nada. Entró en el castillo. Luego entraron los restantes con el muerto.

* * *

—Si nos dan piñones los traeremos para los chicos.

El cabo Francisco Santos, seguido de Guillermo, comenzó a bajar por el caminillo. Ruipérez los siguió con la mirada. El sol daba un calor tibio que se agradecía en la mañana. Los pájaros se ahuecaban las plumas piando al sol. La hierba, únicamente verde en los sombrajos, estaba como iluminada. Ruipérez respiró a pleno pulmón.

Francisco Santos y Guillermo Arenas caminaban por la carretera. Por el camino grande iban Baldomero Ruiz y Cecilio Jiménez. Coincidirían en la feria. Así estaba ordenado. Francisco Santos iba conversando distraídamente con Guillermo. Caminaban a ambos lados de la calzada.

—Cuando yo entré de corneta en el servicio, tenía catorce años. Mi padre era brigada de la Banda del Regimiento. A los dos años estalló la guerra. Mi padre murió poco después. Bebía demasiado y le minaba una enfermedad que había agarrado en Ceuta, cuando estuvo su regimiento allí. Yo de esa enfermedad ni me he enterado, aunque dicen que los hijos de los que la padecen, la heredan. Él tenía como escamas en la piel, escamas blancas en la piel enrojecida y casi amoratada. Ya te digo que bebía demasiado. En el regimiento le querían y desde el coronel hasta el último soldado le llamaban don Satur. El coronel, además, le regalaba las guerreras viejas, y en la bocamanga, encima de la sardineta de brigada, se notaban los lugares donde habían estado cosidas las estrellas de ocho puntas. Mi padre siempre andaba con un gorrillo de cuartel sucísimo y el coronel le solía llamar la atención: «Pero hombre, don Satur; cámbiese usted ese gorro, que parece uno de la cocina». Y mi padre se disculpaba: «Como nunca salgo del cuartel y aquí todo el mundo me conoce, me ahorro un gorro». El coronel acababa riéndose. Mi padre decía que le conocía desde los tiempos de África y presumía de que habían hecho la carrera juntos, cada uno la suya.

Francisco Santos se paró junto al mojón del quilometraje. Comenzó a liar un cigarrillo.

—Tú, Guillermo, ¿quieres fumar?

La contestación fue negativa. Estuvieron un rato parados. El cabo estaba de buen humor.

—Mi padre era un tipo célebre. Ya no hay en los cuarteles tipos así. Estaba orgulloso de ser el jefe de la banda de cornetas y tambores y no tenía más que un odio en su vida: el comandante director de la banda de música. Siempre andaba diciendo que aquél ni era militar ni era nada. Un señor que es teniente por oposición no es teniente. Teniente se sale de la Academia o se llega a ser por años de servicio. Además, aunque luego haya ascendido, lo ha hecho por oposición también y eso está bien para ser notario, pero no para ser militar. Y lo peor de todo es que además es profesor de murga en el Conservatorio. ¡Valiente comandante! Te digo que era célebre. Cuando había bebido algo más de la cuenta pedía el vino en la cantina con música de corneta. Primero daba un toque de atención, cantaba con una letra inventada por él el toque de ataque y se reía, con una risa que a mí de pequeño me daba hasta miedo y que se le escapaba por los dientes que le quedaban sanos o medio sanos acompañada de un silbido muy extraño.

Francisco Santos miró su reloj:

—Nos queda todavía mucho tiempo. —Siguió chupando el cigarrillo—. Cuando teníamos que ensayar, lo hacíamos detrás de las tapias del cuartel y entonces se olvidaba de que yo era su hijo y en cuanto me confundía o hacía una pifia, la emprendía a gorrazos conmigo. Nos pegaba en las orejas para que tuviéramos oído. Era un sistema que daba buenos resultados. Yo, con los compañeros, cuando él estaba bebido y nos dábamos cuenta, nos reíamos a escondidas. Como él era el dueño de la banda nos mandaba al calabozo, pero no con los que estaban allí por haber hecho algo grave, sino en una habitación más pequeña que los oficiales llamaban el purgatorio de los chicos de don Satur; y nos tenía allí a pan y agua durante dos días. El coronel le dejaba hacer. Yo lo pasé bien en el cuartel. Casi todos los de la banda lo pasábamos bien. Mi padre me decía que tenía que tomar ejemplo de él. «Yo ya he llegado a la cúspide de mi carrera. A ver si tú llegas también». Me enteré de que había muerto estando en el frente. Me dieron permiso para asistir al entierro, pero para cuando bajé ya lo habían enterrado.

La carretera se extendía blanca y gris entre el ocre de los campos. Los guardias caminaban lentamente. A sus espaldas se acercaba un hombre con dos mulas. La segunda atada a la cola de la primera por el ronzal. El sonido de los cascos de las caballerías era como un caer de gotas de agua grandes y pesadas sobre una plancha de cinc. Choc, choc, choc. Los guardias volvieron las cabezas. Saludaron al hombre.

—¿Qué, para la feria?

—Para la feria, vamos a ver si se hace algo.

Caminaron un rato juntos. Después el hombre y sus mulas les adelantaron.

Francisco Santos habló:

—Mi madre murió cuando yo nací. La atendieron mal. Cogió una infección que la mató. Se fue a parir al pueblo porque creía que iba a estar mejor atendida por su madre. Yo he visto algunas fotografías suyas y era una mujer bastante guapa. Mí padre decía que se parecía a una artista de teatro que todavía vive y que se casó con un torero. No nací en un cuartel por casualidad, pero toda mi vida me la he pasado en el cuartel. Hubiera llegado a brigada de banda si no es por la guerra, que me cambió.

Guillermo escuchaba en silencio, sin interrumpir al cabo con preguntas. No le interesaba demasiado la vida del cabo, pero sabía que cuando un hombre está de buen humor y tiene ganas de contar una cosa, lo mejor es escucharle sin interrumpir. A veces él también había contado, en las largas caminatas por el campo, un poco por entretenerse, otro poco por una nostalgia inexplicable, sus andanzas por la vida. Ocurría con alguna frecuencia que, agotados los temas generales del servicio, de las esperanzas dentro del Cuerpo en el que servían, hechos todos los comentarios posibles a la andadura por el campo, tirantes los silencios en el aburrido caminar, un compañero diese en contar hechos en los que había tomado parte, sucedidos de su vida. El tema inagotable había sido siempre la guerra. Se barajaban nombres de gentes desconocidas para todos, pero que ya iban formando parte de la vida en el servicio. Baldomero era el que contaba más cosas de la guerra. Contaba de un sargento al que llamaban el Barbas, en torno del cual se había tejido un anecdotario fabuloso. El Barbas era ya un compañero más en los caminos del que se hablaba y al que se aplicaban toda clase de andanzas. Si alguien contaba un chiste, siempre había quien replicaba: «Eso podía ser del Barbas». Y el Barbas pasaba a acompañar fantasmalmente a las parejas de los guardias, caminando entre ellos por el centro de los caminos o de las carreteras.

Bajo el puente blanco, la acequia sin agua. En el puente blanco una parada, apoyando los fusiles en el pretil. En seguida la marcha hacia el pueblo ya cercano, del que llega un murmullo de actividad.

Los guardias entran en el pueblo. En la plaza, los campesinos charlan en grupos. La feria es en un teso a la salida del pueblo. El sol de la mañana dora los cristales de las ventanas del Ayuntamiento. Camisas blancas y trajes negros. Un olor animal que ahora, en la frescura mañanera, es ligero, suave y que ha de pesar a medida que vaya avanzando el día, en la plaza y en el teso. Los guardias cruzan la plaza. Los saludan. Hablan un momento con el cura, frente a la puerta del Ayuntamiento. El cura acaba de decir misa, está recién desayunado y fuma un cigarrillo dirigiendo la palabra de vez en cuando a alguno de los campesinos.

En el teso de la feria el ganado ha sido ordenado sin que medie ninguna prescripción. Al principio están las mulas, que examinan, formando grupos, los vendedores y compradores. Luego el ganado vacuno; después el de cerda; al final las ovejas, no muchas, porque los rebaños grandes están en los pastos y el comprador necesita ir a ellos para la previa labor de examen, antes de entrar en tratos.

Una mesa de madera blanca, mal cubierta con un hule, sirve para expender las bebidas de la pequeña industria de un tabernero de feria sin local. En un cubo, con agua ya grisácea, lava los vasos de los consumidores. Es la hora del aguardiente. Hasta las diez de la mañana los feriantes beben aguardiente, cierran los tratos con aguardiente. Después no hay unanimidad. Aguardiente, vino blanco, vino tinto con limón… De aperitivo, escabeche o sardinas en aceite, queso, chorizo, tocino de jamón… Y si los tratos han ido bien, jamón partido en trozos como un dedo pulgar.

Los guardias se niegan sistemáticamente a las primeras invitaciones.

—Cabo, ¿toma usted una copita?

—Más tarde, es temprano para nosotros.

—Luego le buscaré.

—Muchas gracias.

Cuando ellos pasan, los campesinos les abren paso.

Han subido a la feria los gitanos de Talavera, gitanos ricos y gitanos pobres. Los primeros por el negocio, los segundos por si se tercia alguna operación y, sobre todo, por asistir a la novillada de la tarde, en la que torea dos novillotes la esperanza de la familia Jiménez, que como acierte en dos o tres corridas hará su aparición en Madrid, en la Plaza de Vista Alegre, y puede que haga ricos a todos sus parientes, sacándolos de la miseria y llenándoles los bolsillos de pesetas para comprarse trajes nuevos y poder alternar como señorones en las tabernas de Talavera de la Reina. Algún gitano rico de los que se dedican al negocio de la trata, que se apoyan en bastones con los mangos cubiertos de cuero, sujetos por clavos dorados, da una orden a cualquiera de los que husmean por allí a la espera de una peseta o de una invitación.

—Tráete dos anises del Maño, para el señor y para mí. Tú tómate lo que quieras.

Le larga un duro. El señor es un campesino viejo que quiere vender dos mulas, pasadas de edad y de trabajo. El señor teme beber con el gitano porque teme el engaño. Los engaños empiezan con las copas. No es recomendable beber hasta que el trato está ya hecho en firme. Sin embargo, ve el negocio tan seguro que no quiere desairar al comprador.

—Una copita sola. Estoy viejo para meterme así de mañana todo lo que aguantan ustedes los jóvenes.

El gitano se sonríe:

—No tengo costumbre de beber —afirma cínicamente—, pero en los tratos va bien una copita para ir hablando, ¿no le parece?

El gitano arrastra las últimas vocales y canta las palabras. Les traen las copas de anís, naturalmente dobles. Es anís de garrafón, fuerte, seco. El portador del anís se queda esperando una nueva orden. El campesino mira a los dos gitanos recelosamente. Se acercan los guardias.

El gitano los saluda con mucho afecto.

—¡Cuánto bueno por aquí!

Francisco Santos y Guillermo Arenas le conocen. No gastan ninguna broma respecto del trato, porque puede estropearse. Se limitan a hacer preguntas sobre la novillada de la tarde.

—¿Quién es ese Jiménez de Talavera?

—Un chiquillo que promete un mundo. Algo nunca visto. El año pasado se destapó en Tomelloso con unos becerros que parecían camiones del pescado. Va para adelante, Esta tarde lo verán ustedes.

En la plaza del pueblo, los mozos están colocando los carros y las talanqueras que han de acortar el terreno para la corrida. No les cuesta demasiado trabajo. Saben ya la colocación perfectamente y hasta tienen numerados los carros de los vecinos. «El cabo está en el teso», han advertido a Baldomero y Cecilio, que acaban de llegar a la plaza. Baldomero y Cecilio han sido invitados en una casa, con ramo de olivo en la puerta. «¿Qué toman ustedes? ¿Resoli?». Han sacado una bandeja cubierta con un paño blanco sobre el que se posan las moscas, en el que hay unas tortitas doradas de harina y huevo con azúcar.

—A la salud de ustedes. —Baldomero bebe una copa y paladea—. Demonio, está esto como para beberse una botella.

—¿Otra copita?

Por el teso andaban dos gitanos haciendo locuras. Habían bebido durante toda la mañana y seguían tomando, a una velocidad de segura embriaguez, ante el tenderete del Maño.

—Que la vais a coger —les había dicho el Maño.

—Pues la cogemos.

—Que aún es temprano —insistía el Maño.

—Ni temprano ni nada, pon otras.

A un campesino le habían dado un empujón y estuvieron a punto de armar una bronca. Se les acercó otro gitano:

—Tened cuidado, que el cabo está dando vueltas por aquí; no seáis patas.

Uno de ellos era muy plantado:

—¿Y qué que esté el cabo? ¿Es que nos va a comer? Bebemos porque nos da la gana y a mí no me quita de beber lo que me da la gana ningún hijo de madre.

El Maño contemporizaba con los dos.

—Pero ¿todavía queréis otra? Anda ya, muchachos, que os vais a poner nuevos. Esta tarde os la vais a tener que pasar durmiendo la tajada.

Eran las diez aproximadamente. El Maño se acababa de agachar sobre el cubo a enjugar unos vasos. Uno de los gitanos le vertió el contenido de su copa en el cogote. El Maño era un hombre fuerte, cuarentón, que se había pasado la vida vendiendo vino y licores por las ferias de Castilla. El Maño sabía como tratar a la gente y evitar broncas, pero al Maño nunca le habían ofendido de una forma tan audaz. Alzó lentamente la cabeza. El anís le corría por el cuello, por el pecho, pegándosele al vello. Estaba pálido. El gitano golpeó suavemente con la copa en la mesa.

—Ponnos otras. —Era demasiado.

Francisco Santos y Guillermo Arenas se paseaban aburridamente cuando les avisaron. Había un revuelo de gente junto al tenderete del Maño. Cuando llegaron los guardias, el Maño, sangrando por una cortada en la cara, tenía cogido por el cuello a uno de los gitanos. El que había vertido el anís en el cogote, se había escapado. El Maño apretaba el cuello del gitano y le escupía a la cara. Les costó trabajo a los guardias quitárselo. El gitano estaba medio ahogado.

—¿Qué ha pasado aquí?

El Maño no podía explicarlo, no hablaba, producía sonidos extraños y palabrotas. Uno de los campesinos contó lo que sabía.

—Yo lo he visto; estaban los dos borrachos, le tiraron muy chulamente, el anís por el cuello. El que le echó el anís, partió la copa y se la metió en la cara. Si no vienen ustedes pronto, da al traste con este desgraciado.

—¿Para dónde ha salido el otro?

No se ponían de acuerdo, en el tumulto nadie podría precisar hacia dónde se había ido el agresor. El Maño iba recuperando la palabra. Jadeaba.

—Tenga usted cuidado, cabo, va armado. Le he visto el hierro en la cintura. Tenga usted cuidado, que ese hombre es capaz de cualquier cosa.

Francisco y Guillermo lo entendieron de inmediato. El hierro: la pistola. Era extraño. Un gitano con pistola. Luego se aclararía. Se trataba ahora de detenerlo.

—Guárdenme a éste hasta que venga la otra pareja, que no tardará en llegar. —Les avisaron que la pareja estaba ya en el pueblo—. Tanto mejor.

El Maño se secaba la sangre con una servilleta que usaba para enjugar los vasos. El gitano estaba sentado en el suelo, sin moverse, blanco de miedo. El Maño le dio un patadón:

—¡Arriba, que te voy a majar, cobarde!…

Las palabras del Maño se confundían en una fraseología de maldiciones y blasfemias.

Francisco Santos y Guillermo Arenas estaban ya en la plaza del pueblo. Se les unieron Baldomero y Cecilio.

—¿Ha pasado algo?

El cabo dijo:

—Tenéis a un tipo en el teso, que se ha emborrachado y ha armado un lío. Os lo traéis al Ayuntamiento, que lo enchiqueren, hasta que volvamos. Nosotros vamos por el compañero del tipo, que ha cortado la cara al Maño con una copa y que, según dicen, lleva armas. No creo que pase nada, pero si ocurre algo os salís del pueblo dando la vuelta por los cerros y siguiendo la acequia. Nos encontraremos, porque seguro que ha tirado para el campo alto, más arriba de la fuente seca. Si no estamos allí, tiráis más arriba; ya os dejaremos aviso por alguien. ¿Entendido?

El cabo y Guillermo salieron al campo. El cura del pueblo se enteró del incidente por Baldomero y Cecilio.

—A ver si ese gitano va a amargarnos las fiestas. Hay que esperar que no pase nada, aunque eso de que vaya armado da mala espina. Armado y bebido puede dar un disgusto grave.

El cabo preguntó a una mujer. Sí, había visto pasar corriendo a un joven, que iba hacia arriba, seguramente a coger el sendero del Vía Crucis; sí, por donde vuelven las ovejas; desde luego no hacía mucho tiempo, pero llevaba una buena delantera. Y ¿qué había pasado? Nada importante, bueno, pues iba en aquella dirección. «Vayan ustedes con Dios».

Caminaban de prisa. Calculaba el cabo que no iría muy lejos. El alcohol le daría de momento muchas energías, pero se le irían acabando en seguida, en cuanto se sofocase un poco. Caminaban seguros. El cabo se descolgó el fusil y metió un cargador. Guillermo le imitó. En las ferias nunca llevaban los fusiles cargados. Cualquier descuido podía dar lugar a un accidente. El cabo dijo:

—No creo que se resista. En cuanto se le pase la locura, ya verás como se nos acerca. Hay que darle tiempo. Si ves que echa mano del arma, no dudes en disparar. Tira bajo. Creo que no pasará nada, pero, en fin, estas cosas nunca se saben; lo mejor es estar prevenido.

Llevaban hora y media caminando. Estaban próximos a un olivar. El cabo se paró de pronto.

—Aquí está. No lo veo, pero aquí está. No ha podido ir más lejos. Entra tú por ese lado, ten cuidado; yo entraré dándole la vuelta. Estáte atento.

Se separaron. El cabo andaba de prisa, luego fue haciendo más lento el caminar. Se metió entre los olivos. El olivar tenía un cauce seco partiéndolo de Norte a Sur. El cauce hecho por las aguas de las tormentas se atrincheraba a trozos. El cabo comenzó a andarlo por la orilla más alta. Llevaba el fusil entre las manos. Oyó ruido. Escuchó un momento. Gritó: «Date, sal pronto, que, si no, va a ser peor». Oyó una carrera franca y él también corrió. «Date, date». Lo sentía muy cerca pero no lo veía. Caminó con precaución. «Date, date, hombre». No tuvo tiempo de verlo. Desde detrás de un adelfo partió un tiro. El cabo intentó mantenerse firme. Disparó su fusil contra el suelo. La bala levantó una pequeña nube de polvo. Después cayó.

Francisco Santos se ahogaba. Tenía a Guillermo a su lado.

—Sí-gue-le. Me ha do-bla-do… Tí-ra-le… por el cau-ce. Tí-ra-le… por el cau-ce.

Guillermo echó a correr. Lo vio ya fuera del olivar. Se arrodilló y tiró. Tiró todo el cargador. Por un instante pensó que le había tocado. Luego, desapareció de su vista.

Cuando volvió junto al cabo, éste estaba agonizando. La tierra había empapado un charco de sangre, que ya no era más que una sombra negra. Las ramas de los olivos formaban una celosía que filtraba los rayos del sol. El cabo tuvo un último vómito y fijó los ojos en el rostro de Guillermo. Los ojos del cabo quedaron desmesuradamente abiertos. Un pájaro chotacabras, en el silencio del campo, daba un ruido monótono, continuado y amargo. Guillermo soltó la guerrera del cabo. En medio del pecho tenía un agujerito negro, apenas visible entre el vello.

Baldomero y Cecilio se guiaron por los disparos.

—Están tirando, pero son de máuser. No he oído otras detonaciones. Estoy seguro que solamente han sido de fusil.

Caminaron en silencio. La calma del campo, su atento oído, les hacía percibir hasta los más leves ruidillos de la vida animal: un grillo lejano, movimiento en una mata de un posible conejo, el ruido del chotacabras…

Guillermo apoyó, en una última esperanza, el cuerpo del muerto contra un olivo. Los ojos del cabo Francisco Santos, empañados y fijos, parecían contemplar la lejanía ocre, bajo el azul del cielo, desde una remota memoria de sueño.

* * *

Ernesta corrió hacia su marido y se abrazó a él. Ernesta estaba llorando. Se apretaba fuertemente a Guillermo.

—Ya sabía que tú no eras, ya sabía que tú no podías haber muerto.

Carmen tenía cogido por el brazo a Cecilio y los dos se apartaron un poco del grupo.

—Tienes que insistir en el traslado. Nos tenemos que marchar de aquí. Me voy a volver loca, esto es irresistible —alzó la voz—. Me volveré loca; tienes que hacer que nos vayamos de aquí.

María Ruiz hablaba con su marido.

—¿Cómo ocurrió, Baldomero? ¿Qué es lo que ha pasado para que al cabo lo mataran?

Llevaron el cadáver del cabo a su domicilio. Entre Baldomero y Guillermo lo tendieron sobre la cama, después que las mujeres la arreglaron. La cama estaba sin hacer, todavía con la huella del cuerpo en las sábanas, arrugadas y ligeramente sucias.

Baldomero salió de la casa y fue al Cuerpo de Guardia. Pedro Sánchez le recibió de pie.

—Pero ¡cómo ha podido ser!

—Ya te lo explicaré. Ahora hay que llamar a la Comandancia para comunicarles lo ocurrido.

Los dos hombres estuvieron un buen rato esperando comunicación. En la casa, junto a la habitación del cabo Francisco Santos, estaban todos reunidos. El párroco comentaba con el alcalde, mientras Sonsoles les escuchaba.

—Parece imposible. Un tiro de pistola acabar con un hombre así. Además, ha debido de ser de lejos. Ha sido un tiro con mala suerte; dos centímetros más abajo, y se hubiera salvado.

Felisa salió hacia la casa donde estaban los chiquillos.

Comunicaron con la Comandancia. Baldomero se presentó poco después en la casa.

—Mañana llegará un cabo a hacerse cargo del puesto. Vendrá en la furgoneta que ha de llevarse el cadáver. Guillermo, tienes que hacer un informe. Una pareja ha de salir al campo. Uno de nosotros ha de ir al pueblo a hacerse cargo del que está detenido en el Ayuntamiento y a hacer un interrogatorio previo al Maño y los que estaban en su tenderete. Después hay que conducirlos hasta Talavera…

Los chiquillos estaban en el patio rodeando a Felisa. El mayor quiso entrar a ver al cabo. Le dejaron pasar. Estuvo un instante en la habitación y salió muy pálido. La bombilla daba una luz amarillenta que le profundizaba los ojos. El chiquillo parecía haber envejecido en un momento.

Baldomero salió con Guillermo. Éste preguntó:

—¿Un nuevo cabo mañana?

—Sí, un nuevo cabo. El traslado de Francisco había llegado esta tarde, de modo que éste ya estaba nombrado. Vete a hacer el informe, luego lo vemos, a ver si está bien claro. ¿Te parece?

—Sí.

El patio del castillo estaba adensándose de oscuridad. Ruipérez iba a cerrar la puerta de entrada. En la lejanía, hacia el sur, los relámpagos cuarteaban las tinieblas. Todavía había pesadez en el aire. Refrescaría en seguida.

El párroco y el alcalde se despidieron.

—Hasta mañana. ¿A qué hora vendrá la furgoneta?

—Hacia mediodía.

—Subiremos.

Cecilio Jiménez explicaba a Ruipérez lo que había sucedido. En las bombillas encendidas repiqueteaban los insectos de frágiles alas. Sonsoles rezaba. Felisa estaba en la cocina. Carmen se abrazaba a su hijo. Ernesta y María hablaban del muerto.

Un rayo de luz se filtraba bajo la puerta de la habitación donde estaba el cadáver del cabo Francisco Santos. Baldomero estaba al teléfono recibiendo nuevas órdenes de la Comandancia. Ordenes generales para todos los puestos de la vera de la carretera hasta la entrada de Extremadura. Baldomero se sentó y estuvo pensando. Pensó en el muerto y en su asesino.

Un hombre caminaba en la noche, a través de los campos, sin dirección, fija, azuzado por el miedo. Un miedo que le atería el cuerpo y que le hizo tirar la pistola al cruzar un olivar.