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Donde se relata que Erico descubre que tiene un hijo y se habla un poco sobre los últimos años del reinado de Égica y sobre su sucesor

En el año de la humana Salvación de 698 los árabes ya habían tomado el norte de África y avanzaban imparables conquistando nuevas tierras sin descanso.

Mientras tanto, en Spania, Égica tomó dos importantes decisiones: la primera consistió en trasladar la corte de Toletum, devastada a causa de la peste, a la ciudad de Córdoba; y en segundo lugar, nombrar a su hijo Witiza duque de Corduba con tan sólo dieciocho años de edad por si la enfermedad que padecía resultaba ser la mortífera peste que todavía rebrotaba periódicamente, aunque ciertamente con más debilidad. El joven Witiza fijó su residencia en Tude o Tuy, ciudad que poseía una buena mansión en un fresco valle de agua que había sido palacio en época de los suevos.

A su vez, en Cesaracosta, los supervivientes intentaban retomar sus vidas de la mejor manera posible, tratando de apartar la pena por la ausencia de sus muertos y entregándose al trabajo y la oración con renovados ánimos. Pero Benedicta continuaba sufriendo en silencio desde que volviera de la villa de su padre pasado el calor porque tenía la obligación moral de contarle un asunto a Erico y, no sabiendo como hacerlo, dejaba transcurrir los días sin que su conciencia encontrase reposo. Un atardecer no pudo más y cruzó el corral a toda prisa para hablar con el juez antes de que los siervos de su padre fuesen a recogerla para depositarla sana y salva en su hogar.

—Lorenzo, ¿dónde está Erico?

—Aprovechando las últimas horas de luz para efectuar una operación de amígdalas a un joven –respondió el beréber.

Benedicta chasqueó la lengua contrariada.

—Tenía que hablarle antes de irme.

—No creo que tengas que esperar demasiado, Erico, Karl y Sven están desde hace rato en la habitación de cirugía a puerta cerrada. Erico le ha pedido a Sven que sujete la cabeza del muchacho y a Karl que le inmovilice la lengua con las pinzas anchas mientras él extirpa, pero ya sabes que no se trata de una operación larga y que finaliza con una buena cauterización, lo peor para el joven vendrá después –aseguró Lorenzo con una mueca de dolor agarrándose el cuello con ambas manos.

—Esperaré –dijo la mujer sentándose frente al coloso.

—Pareces cansada. Yo estoy agotado, no comprendo como Erico, que tiene más o menos mi edad, puede trabajar durante todo el día. Y para qué hablar de Sven y Karl, que tienen diez u once años más.

—Todos nos hemos hecho viejos, Lorenzo –reconoció Benedicta–. Yo ya tengo cincuenta y tres años y mi padre cumplirá mañana setenta y nueve.

—¿Qué tal se encuentra Tito?

—Está sordo de un oído y ve muy poco. Su salud empeoró desde que perdimos a mi madre y…

La romana calló cuando la puerta de la habitación de cirugías se abrió repentinamente.

—¿Qué tal ha ido? –preguntó Lorenzo.

—Mejor desde que el muchacho se ha desmayado –aseguró Karl cubierto de sangre.

—Voy a lavarme y a avisar a Lucrecia para que limpie la habitación –anunció Sven.

—Iré con Olav para ayudarle a llevar al muchacho a su casa –se ofreció el beréber levantándose pesadamente de la silla.

Finalmente salió Erico con las manos y los brazos sucios de sangre seca.

—Ah, estás aquí –dijo a Benedicta con una sonrisa–, por favor, busca el remedio analgésico en esa repisa mientras yo me aseo, llena un frasco mediano, dáselo al joven y dile que tome unas gotas cada vez que sienta dolor… lo va a necesitar durante una semana al menos, ¡no había visto unas amígdalas tan llenas de pus en toda mi vida!

—De acuerdo, ¿podríamos hablar un momento antes de que me vaya, Erico?

—Sí, subo a mi habitación unos instantes y bajo enseguida.

Benedicta llenó un tarro con aceite, cogió una cuchara pequeña y entró en la habitación donde el dolorido muchacho permanecía boquiabierto y con la cabeza ladeada. La mujer vertió unas gotas de medicina en la cucharita y las derramó en la garganta del joven, obligándole a alzar la cabeza para que el analgésico no cayese por la comisura de sus labios.

—Bebe mucha agua fría y todo el vinagre que puedas soportar –ordenó.

Lucrecia apareció sonriente en el quicio de la puerta con un cubo y unos paños de fregar, pero antes de comenzar su labor se acercó al paciente y le acarició una mejilla.

—Dentro de una semana estarás bien –anunció con una sonrisa al angustiado–. Ya sé que ahora te parece tener el cuello plagado de cristales, pero esa sensación desaparecerá y no volverás a tener dolores.

El muchacho intentó sonreír agradecido aún sin poder contener las lágrimas de dolor. Lorenzo y Olav entraron en aquel instante para trasladar al joven a su casa, cargándolo si hiciera falta sobre la fuerte espalda del godo, y Benedicta salió a esperar a Erico junto al hogar. El juez bajó presto, tal y como había prometido, y se sentó junto a ella con expresión expectante.

—¿De qué querías hablarme? –preguntó sonriendo.

—Yo, pues… bueno –titubeó la mujer–. Es difícil de explicar.

—Empieza pues y ya verás cómo te resulta más fácil de lo que crees –aconsejó Erico, creyendo que se trataría de algún problema personal de Benedicta.

—Quería decírtelo hace tiempo, pero no me he atrevido a hacerlo.

El juez comenzó a preocuparse, temiendo que se tratara de algún delito u otro asunto de tipo legal.

—Por favor, Benedicta, dilo de una vez… directamente.

—De acuerdo: Erico, tienes un hijo.

*

Erico alquiló un buen caballo en la finca extramuros que se dedicaba a tal menester y cabalgó lo más deprisa que pudo hasta Tirasona, a los pies del Moncayo, a la cual llegó pasadas unas horas. La finca que le había indicado Benedicta se hallaba, lógicamente, fuera de la fortaleza, pero antes de ver a su supuesto hijo, Erico quiso hablar con el obispo Nepociano. Por ello tuvo que traspasar sus muros y una vez dentro del recinto, el juez preguntó la ubicación de la residencia episcopal a un hombre que le señaló un edificio anexo al templo principal de la ciudad. Otra opción hubiese sido visitar al conde Casio, pero Erico sabía que la familia de los Casios había mantenido una intensa relación con Régula y que quizá ello llevara al actual comes a no ser demasiado objetivo con el relato de los hechos acaecidos años atrás.

El obispo se encontraba en aquel momento en su estudio y Erico no tardó en ser recibido por él. Se presentó ante Nepociano como juez y médico de Cesaracosta, pero no aclaró el verdadero asunto que le había llevado hasta allí. Dejaría que el obispo supusiera que su visita se debía a algún asunto jurídico relacionado con la finca por la que preguntaba.

—Las tierras pertenecían a Régula de Cesaracosta y antes que a ella a su padre –dijo Nepociano–. Cuando Régula murió se las dejó en herencia a su hija Régula Segunda, que ya hacía años que las ocupaba junto a su hijo, que es el propietario actual de las mismas.

—¿Y qué podéis decirme sobre él, señor obispo?

—Es un hombre joven, de unos veintiséis o veintisiete años, muy parecido a vos… me refiero a que parece godo –aclaró el interpelado–. Es un buen hombre, pero un poco extraño. Vive solo y cultiva sus fincas con ayuda de un siervo anciano y la esposa de éste.

—¿A qué os referís con que es un poco extraño, santidad?

—Pues veréis, las circunstancias en las que vivió siendo un muchacho no eran del todo normales. Cuando llegó a Tirasona, yo era ayudante de mi antecesor, el obispo Anterio, quien mantenía buenas relaciones con Régula y estaba al tanto de lo que realmente ocurrió. La hija de esta mujer estaba casada con el conde de Barcino, pero parece que cometió adulterio con otro hombre y su esposo la repudió arrojándola de su hogar. Sin tener adonde ir, pidió ayuda a su hermano Máximo, vuestro actual comes, quien envió soldados y un vehículo a Barcino para que su hermana volviese a Cesaracosta tras el ultrajante repudio por infidelidad. Régula no consintió que su hija permaneciese en el hogar familiar y la desterró a vivir aquí con su pequeño en un estado de… digamos, vigilancia constante. Cuando el obispo Anterio murió, fui designado su sucesor y revisé los documentos relativos a la orden de custodia de Régula. Me pareció que se trataba de un castigo muy severo para haber sido decidido por una madre respecto a su propia hija. Solamente se le permitía abandonar la casa para acudir a misa los domingos y fiestas eclesiásticas y, verdaderamente, no era un espectáculo agradable ver a aquella pobre mujer salir de su encierro en compañía de su hijo y un guardián, dado la sencillez de su ropa y aspecto y teniendo en cuenta quién era su madre. Un día, hace más o menos diez años, fui a la casa interesándome por la educación de aquel muchacho que vivía tan prisionero como su madre y cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que el joven leía y escribía a la perfección, además de poseer conocimientos de otras elevadas materias que no son fáciles de conseguir ni por los que poseen un buen preceptor. Régula Segunda, su madre, me aseguró que ella misma había instruido al muchacho y que no necesitaban de nadie más. Pregunté al chico si no echaba en falta la compañía de otros jóvenes de su edad y pareció no comprenderme, creo que pensó que todo el mundo vivía como ellos, aislados del resto de la gente.

Erico no pudo evitar que las lágrimas comenzasen a rodar por sus mejillas y se limpió como pudo con el reverso de la mano. El obispo sonrió con piedad comprendiendo inmediatamente quién era aquel godo cuyos ojos eran de la misma forma y color que los del joven e insólito propietario de las tierras objeto de la conversación.

—¿Qué ha sido de la madre del muchacho? –se interesó el juez de Cesaracosta, recuperando el comportamiento propio de su condición.

—Murió hace un par de años –respondió el obispo–, y su hijo quiso enterrarla allí mismo, en las tierras donde había vivido los últimos veinte años.

—¡Dios mío! –exclamó completamente abatido–. Señor, ¿por qué has permitido que no supiera nada de esto hasta ahora?

—No desesperéis –aconsejó Nepociano–. Podíais no haberos enterado jamás, así les sucede a muchos padres, pero no ha sido así. Id a la casa y hablad con vuestro hijo, no perdáis más tiempo haciendo preguntas ahora que sabéis con plena seguridad que es sangre de vuestra sangre.

Sintió un intenso dolor y se calificó de cobarde por no haber removido el mundo si hubiese sido necesario para encontrar a su amada. Ya era tarde, de aquel amor eterno que él sentía solamente quedaba un hijo, un hombre que no sabría ni quién era él cuando lo viera.

Avanzó lentamente hasta la verja de madera que rodeaba la zona que comprendía la casa y los escasos huertos cultivados, e hizo sonar la campana que colgaba al lado de una de las jambas de la puerta. El resto de los campos que se suponían pertenecientes a la casa se encontraban agrestes, abandonados y yermos, cosa bastante comprensible ya que, según el obispo, solamente un siervo ayudaba a su hijo y era impensable que menos de diez hombres pudiesen trabajar aquella extensión de territorio con éxito.

Un viejo abrió el portón y miró al recién llegado con expresión extrañada.

—¿Está el dueño? –preguntó Erico con gran nerviosismo–, tengo que hablar con él, soy juez de Cesaracosta y no… no voy armado.

—Seguidme y cerrad la puerta –gruñó el anciano.

Ambos se encaminaron hacia la parte trasera de la casa, el viejo renqueando y Erico con un nudo en la garganta que le impedía articular palabra. Y allí mismo, al dar la vuelta al edificio, halló a un hombre joven que arrancaba malas hierbas con gran decisión y fortaleza física. Al estar encorvado hacia delante únicamente vio en un principio los cabellos castaños y lacios que le cubrían parte de los musculosos hombros que le hacían parecer un guerrero. El joven se alzó al oír los pasos de los dos hombres que se aproximaban a él y Erico contempló ante él sus mismos ojos, mirándole como si su imagen se reflejase en un espejo.

Sonrió tímidamente sin saber qué decir y el campesino lo observó a su vez sin perturbarse siquiera.

—Soy… me llamo Erico de Cesaracosta –dijo al fin.

El joven esbozó una sonrisa y se aproximó lentamente hacia el juez.

—Pasemos adentro, padre.

Erico dio un respingo.

—Tenemos mucho de que hablar y luego si queréis rezaremos ante la tumba de madre.

*

Durante el año que finalizó el siglo, Witiza fue asociado al trono por su padre ante la gravedad del mal que padecía, aunque aún le restarían a Égica dos años de vida. Aquel año 700 se acuñaron monedas visigodas en la ceca de Cesaracosta con el rostro de ambos reyes, Égica y Witiza, padre e hijo en corregencia. Los magnates cesaraugustanos se reunieron en asamblea extraordinaria para deliberar sobre las novedades políticas y sus posibles consecuencias.

—Égica puede morir pronto y Witiza será irremediablemente el próximo rey –anunció Valderedo mientras observaba la moneda que tenía en su mano.

—¡Dios nos asista! –exclamó Freidebado ante la atónita mirada de una treintena de hombres–. He oído que Witiza es un demonio malvado y corrupto.

—¿Por qué? –preguntó el conde Máximo.

Freidebado miró a Valderedo, solicitando de él mudo consentimiento para contar los motivos que le llevaban a tamaña afirmación y que habían llegado a sus oídos días atrás.

—¿No sabéis que ha matado al duque del Ravenate con sus propias manos?

—¿A Favila? –preguntó el conde Máximo horrorizado.

Todos se miraron atónitos, y seguidamente fijaron su atención en el obispo y su arcediano para que diesen más detalles de la noticia.

—Sí, y todo ha sido por el deseo del lujurioso Witiza hacia una mujer que no es la suya, una tal Luz –continuó Freidebado–. Parece ser que esa joven había sido constantemente pretendida por Witiza desde el primer momento en que la viera, pero ella no quiso entregarse a él por ser castísima y estar enamorada de Favila. Del norte marchó embarazada a la sede regia donde parió a su hijito con la ayuda de una comadrona de su confianza, a quien narró los dramáticos sucesos que rodeaban su vida y su secreto amor con aquel que le había prometido matrimonio, su tío Favila. Para proteger al niño de la ira de Witiza, lo depositaron en un cesto que dejaron a la deriva por las aguas del río Tajo, atándole a las ropas un pergamino en el que se explicaba su procedencia, alto origen y motivos de su abandono. La canastilla llegó hasta el pueblo cercano donde la fortuna quiso que fuese hallada casualmente por su tío abuelo Teodofredo, quien bautizó al recién nacido con el nombre de Pelagium o Pelayo. Cuando el noble Teodofredo leyó el pergamino, usó de sus influencias en el Aula regia para que se celebrase sin tardanza el matrimonio entre los amantes. Pero aun así, Witiza seguía obsesionado por Luz, y aprovechando una ocasión de proximidad con Favila, le golpeó la cabeza con un bastón hasta matarlo.

—¡Qué suceso tan increíble! ¡Pobre Centella! –exclamó Máximo jugando con el nombre del duque, pues Favila significaba centella para los godos.

—¡Y la historia del pequeño se parece a la de Moisés! –dijo el juez Eunando santiguándose–. Ese Pelayo puede llegar a ser el salvador de nuestra patria, al igual que el patriarca lo fue de su pueblo.

—Eso es posible, y yo también lo pensé –reconoció Valderedo–, pero ahora estamos hablando de la corrupción y la lascivia de Witiza, y sus actos no presagian que vaya a ser un buen monarca.

—Es cierto, santidad –afirmó Erico apoyando a su amigo–. ¿Y qué ha sido de esa mujer y sus hijos?

—Me han dicho que se han refugiado con familiares o clientes en Astura, donde Favila era muy amado.

—Ha hecho bien, allí en las montañas estarán seguros tanto ella como los pequeños.

Valderedo clavó la mirada en Erico, sabiendo en lo que éste estaba pensando. No era ningún secreto que el juez había retornado a la ciudad, tras un viaje a Tirasona, acompañado por un apuesto joven que guardaba gran parecido con él. Todos los cesaraugustanos pensaban lo mismo, e incluso alguno de ellos se había atrevido a preguntarlo en el hospital, con la insana intención de contar sus averiguaciones a la salida de la misa.

—¿Y a vos qué os importa, señor mío? –había respondido Lorenzo a un entrometido, que tras ser atendido de una fractura en el brazo aspiraba a ser el heraldo de la nueva.

—Claro que me importa, y os diré que no sólo a mí, sino a media ciudad.

—Pues a mí no me interesa preguntaros a vos si todos vuestros hijos son realmente vuestros –dijo ofendido el beréber.

—¡Medid vuestras palabras! –gritó ofendido el curioso.

—En este momento no estáis para pelear –aseguró Lorenzo señalando el brazo vendado–, y si queréis llevarme al tribunal por injurias, tendréis que véroslas con el propio Erico. Así que marchad a vuestra casa, ocupaos de los asuntos de vuestra familia y volved dentro de cinco días para la próxima cura.

*

Valderedo intentó incorporarse en el lecho ante la visión de Erico entrando en sus habitaciones. Moverse suponía para él un esfuerzo sobrehumano que la calentura no le permitió completarlo con éxito. Llevaba unos días con fiebre y los remedios habituales no parecían funcionar con el obispo, así que sus asistentes pensaron en Erico como la única persona en la ciudad que podría solucionar los padecimientos de Valderedo.

—Me alegro de verte, amigo mío –susurró el obispo–. Siéntate en esa silla, pero no te aproximes demasiado.

—¿Por qué dices eso Valderedo?

—Tengo fiebre y ya sé el motivo. Acepté que vinieses a visitarme no porque creyese que podías curarme, sino para poder hablar contigo a solas.

—De todas formas voy a…

—No te acerques –gritó el obispo.

Valderedo retiró las sábanas bajo las cuales tiritaba, se remangó la túnica hasta la cintura y mostró al juez médico los bultos supurantes que se amontonaban en su ingle.

—Hay un nuevo brote de peste y esta vez me ha tocado a mí, Erico –dijo con tranquilidad volviéndose a cubrir–. Puedo reconocer la enfermedad con la misma claridad que lo haces tú, pues he visto cientos de hombres con los mismos síntomas.

Erico suspiró angustiado; eran épocas de dolor en las que cada cierto tiempo se enterraba a un ser querido, un familiar o un buen amigo, y no parecía que aquella enfermedad fuese a terminar nunca, pues resurgía una y otra vez como el ave fénix.

—Podemos intentar sajar los bubones y limpiar la zona –propuso el médico esperanzado–, no todos los afectados de peste mueren, Valderedo.

—Tengo sesenta y cinco años, amigo mío, y he visto morir a jóvenes de veinte, fuertes y viriles, cuyos bultos presentaban mejor aspecto que los míos. No ceso de temblar, siento una debilidad insoportable y terribles dolores de vez en cuando, señal de que toda mi sangre se ha podrido. Pero no importa, he dejado todos mis asuntos pendientes solucionados y ya he nombrado sustituto para el obispado. Bencio no será mal obispo, ya lo verás, aunque quizá no estará a la altura para lo que ha de venir… ya me comprendes.

El juez asintió en silencio.

—Solamente me queda algo por hacer, Erico, y no es otra cosa que recordarte la promesa que hicimos a Braulio cuando éramos niños. Estos días, estando en cama y cuando la fiebre me lo permitía, he tenido tiempo de sobras para recordar. Ahora estoy sereno gracias a los remedios que me proporcionan cada pocas horas y la calentura me ha dado tregua para poder conversar contigo. Sabes que los que vienen, vienen para quedarse, y nuestras reliquias van a ser saqueadas sin piedad. He dejado un testamento en el que exijo a Bencio que, al menor peligro, se lleve las reliquias que pueda trasladar o emparede los restos de nuestros Mártires en la habitación donde ya lo hicimos una vez… ¿Te acuerdas, Erico? Orenco nos ayudó.

Erico sonrió porque en su memoria apareció la visión del momento exacto.

—Tú y yo lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, y ahora solamente puedo volver a confiar en ti para que veles por el cumplimiento de lo que he ordenado a mi sucesor.

—No te preocupes, Valderedo, cuidaré de que los restos de los mártires y las demás importantes reliquias, códices, cálices y tesoros que poseemos en la ciudad, no caigan en manos de herejes.

—He ordenado confeccionar un inventario a un monje muy capacitado y que tiene mucho cariño a Bencio. Confío en que entre los tres podáis poner a salvo todas las maravillas de las que la Iglesia de Cesaracosta se siente orgullosa.

—Así será, no penes más por eso.

—Y ahora vete ya, amigo de mi niñez –rogó Valderedo agotado por el esfuerzo–, no quiero que esta mortífera enfermedad acabe también contigo. La ventana está abierta y los aceites e inciensos perfuman la habitación, pero quizá el mal se esconda en el aliento de mis labios y, a pesar de que sé que has convivido con otros apestados, no deseo exponerte por más tiempo al peligro de ser contagiado.

—Pronto volveremos a vernos, hermano mío –dijo Erico acercándose a besar la frente de Valderedo para gran congoja del obispo–, rezaré por ti incontables oraciones.

El obispo esbozó una triste sonrisa y se arrebujó entre las sábanas cambiando de postura por si el dolor podía ser más soportable al mover las piernas de posición.

—Dile a tu hijo que te cuide hasta entonces –susurró Valderedo entornando los ojos–. Eres un hombre excepcional y las personas como tú deberían vivir muchos más años que el resto, aunque sólo sea para hacer que los demás seamos más felices.

Valderedo murió a los dos días, aquel primer año del nuevo siglo y fue rápidamente sustituido por Bencio, quien sería el último obispo de la Cesaracosta visigoda.

*

Erico se sentó frente a su hijo. Habían pactado conversar todas las noches que el trabajo del hospital se lo permitiese para conocerse mejor e intentar recuperar los años perdidos. El juez lo miraba fascinado, para él era un ser maravilloso y de inapreciable valor que había surgido en su vida milagrosamente, colmándole de una dicha indescriptible. El joven hablaba poco, pero parecía estar realmente feliz por haber conocido a su familia y así se lo aseguró a Erico en aquel momento.

—En Tirasona solamente conocí a mi tío Máximo, el conde, quien vino a visitarnos en una ocasión.

—¿Has ido ya a saludarle?

—Todavía no, pero no tardaré en hacerlo.

—Hijo, estoy muy contento de que te hayas decidido a vivir conmigo… lástima que mi padre no llegase a saber de tu existencia –suspiró el juez con tristeza–, hubiera sido tremendamente feliz. También me habría gustado que hubieses conocido a mi buen amigo Orenco. Pero te encontré tarde, hijo mío, muy tarde.

A Erico aún le sonaba muy extraño llamar hijo a aquel hombre que tenía sus ojos y la sonrisa de Régula Segunda. El día de su llegada a Cesaracosta con él tuvo que confesar ante sus familiares quién era aquel joven, al que recibieron con los brazos abiertos tras el asombro inicial. Pronto le explicó la labor que llevaban a cabo allí y el recién llegado no dudo un instante en quedarse a vivir con ellos, mandando a su sirviente un mensaje planteándole las opciones o de irle a buscar, o de que se quedase en la villa con su anciana esposa. El esclavo escogió la segunda y recibió poco después la carta de libertad y un puñado de sueldos para que contratase a un campesino que le cultivase los huertos.

Para Erico todo era perfecto desde que hablara con su hijo por primera vez en Tirasona. Habían entrado en la casa solos, pues el siervo había preferido quedarse fuera e invitó a su anciana esposa a que hiciese lo mismo que él.

—¿Cuál es tu nombre? –preguntó Erico una vez a solas.

—Mi madre me llamaba Erico –había respondido el joven–. Pero ese no es mi verdadero nombre, el esposo de mi madre no lo hubiese permitido…

—Comprendo –asintió el juez con cierta vergüenza.

—Me bautizaron con el nombre de Esteban.

—Es un bonito nombre.

Desde aquel momento había surgido entre ellos un profundo afecto. Erico se quedó un par de días en la finca agrícola y ayudó a su hijo a cargar en un carro las escasas pertenencias que poseía, con la intención de que prolongase su estancia el mayor tiempo posible, sin soñar siquiera la posibilidad de que el joven decidiese quedarse a vivir con él.

—Háblame de tu madre –rogaba el juez a su hijo en múltiples ocasiones.

Y Esteban le contaba el día a día con ella con todo lujo de detalles pues, a pesar de que el campesino no era inclinado a las largas descripciones, sabía que su padre deseaba conocer esas pequeñas cosas que nunca tuvo oportunidad de vivir con su amada. La forma de arreglarse el pelo sentada en una silla frente a un pequeño espejo oval, la paciencia con la que le repetía las lecciones para que éste las memorizara, las comidas que preparaba o las historias que le relataba sobre Cesaracosta y sobre el propio Erico.

—Fue la única mujer a la que ame durante toda mi vida –decía el juez con los ojos a punto de llanto tras escuchar con atención las cosas que Esteban le contaba–, ella era para mí y yo para ella, pero solamente pude disfrutar de su compañía durante su enfermedad, cuando aún éramos unos niños, y después en un par de ocasiones.

—Mi madre nunca dejó de pensar en ti –aseguraba Esteban consternado ante las lágrimas de su ya anciano padre.

—¡Cómo debió sufrir a lo largo de todos esos años de encierro!

—No pienses en eso, padre, éramos felices a nuestra manera –decía el buen Esteban para animar a Erico.

—¿Y por qué no volvisteis a Cesaracosta cuando Régula murió?

—No era tan fácil. Los Casios de Tirasona eran sus mandatarios y velaban para que se cumpliera la orden de destierro.

—¿Pero qué orden? Régula no tenía ningún poder legal para imponer tamaño castigo a su propia hija y a su nieto.

—Mi abuela tenía más poder del que imagináis, padre. Muchos nobles le debían dinero y favores. Además, aunque alguna vez nos lo planteamos, llegamos a la conclusión de que en la ciudad no seríamos bien recibidos y que nuestra presencia levantaría rumores. Mi madre hubiese tenido que soportar comentarios muy hirientes a su regreso a un lugar donde era bien conocida… a su regreso con un hijo bastardo.

—¡Pero yo estaba aquí! –se desesperó el juez–. ¿Qué hubiese importado que la gente hablara si íbamos a estar juntos?

—Mi madre no quiso comprometer la buena reputación que os habíais ganado aquí, padre.

—Ahora la gente también murmura cuando nos ven por la calle, Esteban, ¿y crees que me afecta de alguna forma? Yo soy feliz de tenerte aquí conmigo, hijo.

Y retomaba el llanto aún en presencia de Esteban, pero éste le dejaba hacer porque sabía que las lágrimas desenconan a los afligidos y ayudan a cicatrizar las heridas del corazón.