Al alba, la gran marisma hedía.
Ojos muertos y podridos nos miraban fijamente.
Una tristeza sin nombre emanaba de las calaveras de órbitas vacías.
Pero la hierba de los prados resplandecía, pese a todo.
Alemania ha tenido la suerte de encontrar a un jefe que ha sabido agrupar todas las fuerzas del país en provecho de la colectividad.
Daily Mail, Londres. 10-7-1933.
El sábado 30 de junio de 1934 fue uno de los días más calurosos que Berlín conocía desde hacía años, y la Historia hizo de él uno de los mas sangrientos. Mucho antes de salir el sol, la ciudad fue rodeada por un cordón infranqueable de tropas. Todas las vías de acceso estaban guardadas por los hombres del general Goering y del reichsführer SS Himmler.
A las cinco de la mañana, un gran «Mercedes» negro que lucía en el parabrisas la inscripción SA Brigadenstadarte fue detenido en la carretera entre Lübeck y Berlín. Sacaron de él violentamente al general de brigada, a quien metieron en un coche de la Policía; en cuanto a su chofer, el SA truppenführer Horst Ackermann, le invitaron a desaparecer, ¡y lo más de prisa posible! El hombre regresó a tumba abierta a Lübeck, donde dio parte al jefe de la Policía. Éste se negó a creerle, de momento. Con la frente bañada en sudor, se paseaba por su despacho; después, mandó llamar a su viejo amigo, el jefe de la Policía criminal, ambos formaban parte de las SA, vieja guardia de las tropas de asalto nacionalsocialistas, pero, el año precedente, como todos los oficiales de Policía del Reich, fueron trasladados a las SS.
-¡Grünert! ¡No puede ser sino un error! ¡No es posible que hayan detenida a uno de los más célebres oficiales SA!
-¿Tú crees? – se burló el consejero de la Policía criminal-. ¡Es posible eso y mucho más! Te aconsejo que te apartes todo lo posible del teléfono y que vigiles la calle. ¿Tienes la llave de la puerta excusada? Supongo que nadie lo sabe. Yo hace tiempo que preveo ese día y me preparo; tenía indicios. El Eicke se mueve mucho últimamente y han evacuado el campo de Borgemoor, pero nadie ha dicho que deba quedarse vacío. Los SS de Eicke lo han ocupado; sus pistoleros están dispuestos.
El general de brigada Paul Hatzke fue encerrado en el calabozo de la antigua escuela de cadetes de Gross Lichterfeld, convertida en cuartel de los guardaespaldas de Adolf Hitler. Fumaba tranquilamente, sentado en una pila de ladrillos, con las piernas extendidas calzadas con botas negras de montar. No había razón alguna para que el general de brigada Paul Hatzke, comandante jefe de la Policía de 50.000 SA, y ex capitán de la Guardia de Su Majestad el emperador tuviese miedo. No sospechaba nada. Sólo se oía ruido. Daban portazos a cada paso; a veces, retumbaba un grito. Era cierto que los SS que le habían llevado al calabozo murmuraban la palabra «rebelión». ¡Vaya idiotas!
-¡SA que se rebelan! ¡Me habría enterado! – gritó el general-. Es una monstruosa equivocación.
-Desde luego -aprobaban los SS-. Desde luego, siempre es una equivocación.
El general alzó los ojos hacia la ventana enrejada y abrió su cuarto paquete de cigarrillos.
«¡Una rebelión!» Le causaba risa. Los SA no tenían ni siquiera las armas para eso. Sobre este punto, él estaba bien informado. Que los SA no habían aprobado la revolución del 33, conforme. No se había mantenido ninguna de las promesas hechas a los dos millones de SA, ni siquiera la de proporcionarles trabajo, que era todo cuanto pedía el 90 por ciento de ellos. Durante algún tiempo, les convirtieron en auxiliares de la Policía con un salario de miseria, inferior a la indemnización de paro del tiempo de Weimar. Casi todos habían sido despedidos. Descontentos, seguramente, pero rebelados contra el Führer, ¡nunca! Si los SA se sublevaran, sería contra el antiguo Ejército del Reich, enemigo número uno de los trabajadores.
Aguzó el oído. ¿No era una descarga cerrada? El motor de un camión rugía a toda potencia; el tubo de escape petardeaba. ¡Curioso! Sin embargo, creyó haber oído perfectamente un tiro de fusil. Pero, bueno, ¿descargas en pleno centro de Berlín aquel maravilloso sábado de verano? Los hombres salían en permiso de domingo.
Las manos se le humedecían. Dos disparos más… ¡Por Odín y por Thor! Sí, disparos. El motor del camión seguía rugiendo. ¿Era por ahogar el otro ruido? Se puso a temblar. ¿Qué estaría haciendo entonces la pandilla de Himmler? ¡No se fusilaba a la gente por una simple sospecha! Quizás entre aquellos salvajes de americanos del Sur, pero ni siquiera entre los rusos, cuando siguió un cursillo de oficial de reserva en Moscú de 1925 a 1928. Los oficiales soviéticos habían sido perfectos, y los instructores también. Entendían de combates callejeros, y los alemanes les debían mucho.
¡Otra descarga cerrada! ¿Se trataba de un ejercicio o era verdad lo que le habían contado? Unos SA sublevados no podían sino estar locos. Por lo demás, se habían vuelto demasiado numerosos. Entre ellos enrolaron a demasiadas gentes dudosas y a comunistas, mezclados con la pandilla de los Cascos de Acero con el príncipe al frente. ¿De qué servía ahora aquella ralea de nobles?
El motor del camión rugía cada vez más fuerte. Horrorizado, el general se dio cuenta de que no se trataba de un ejercicio, y que el asunto se ponía serio. Un pelotón llevaba horas disparando. ¿Qué diablos había detrás de aquella horda de SS? El espantoso pequeño bibliotecario de Munich era, efectivamente, un hombre mortalmente peligroso; vanidoso y bilioso y, además, se decía que homosexual. ¿Y qué hacía el Führer con aquel Himmler, un homúnculo enfermizo y receloso?
Un ruido de botas se paró a la puerta del calabozo. La cerradura chirrió. En el marco de la puerta aparecieron un SS untersturmführer y cuatro soldados SS con cascos de acero relucientes Todos pertenecían a la división parda de Eicke, la única que no lucía uniforme negro ni las letras SS bordadas en el cuello.
-¡Por fin! – gruñó Paul Hatzke, furioso-. Os lo vais a cargar. ¡Aguardad solamente a que se le diga al general Roehm, y ya sabréis lo que es bueno!
No obtuvo ninguna respuesta, pero le empujaron brutalmente fuera del calabozo, rodeado por los cuatro hombres y flanqueado por el untersturmführer, cuyas espuelas resonaban. Éste apenas contaba veinte años, y tenía rasgos infantiles duros como el granito, melena dorada que asomaba del casco y ojos claros. Una cara de ángel con el barboquejo tan ceñido que debía de hacerle daño. Pero con los SS pasaba eso. Eran robots que aplicaban sistemáticamente el reglamento.
El sol inundaba las sucias edificaciones del cuartel, y caminaron por los agudos adoquines, aquellos adoquines que habían visto hacer la instrucción a niños de ocho años. En aquel cuartel, durante años, habían preparado carne de cañón para los ejércitos imperiales, carne de cañón que ostentaba los más grandes apellidos de Alemania; muchachos nacidos para la carrera militar. En todas las casas del Reich se veían fotos amarillentas de chicos de dieciséis años, con casco, con vistoso uniforme, que iban a paso de parada hacia los campos de Alsacia contra los «75» franceses, en 1914. Habían aprendido a morir como es de rigor en las buenas familias prusianas, quizá la muerte significara el paraíso tras ocho años de ejercicios inhumanos sobre los adoquines de Gross Lichterfeld.
Pasaron delante de las cuadras que hormigueaban de soldados armados hasta los dientes y que pertenecían a la guardia de corps SS, así como a la división de la muerte.
Ahora, se percibía muy distintamente el ruido del motor. El general de brigada se detuvo.
-¿Qué se propone usted? ¿Adonde me lleva? – preguntó, nervioso.
-Tengo orden de llevarle donde el SS standartenführer Eicke -replicó burlonamente el suboficial- No venga con cuentos, que no sirven de nada.
El general sonrió, tranquilizado. Evidentemente, no se fusilaba sin juicio; esas cosas no ocurrían en Alemania, donde reinaba el orden, el buen orden prusiano, y, por lo demás, gracias a ese orden ellos habían tomado el poder. El propio Führer lo había dicho a los ex combatientes: «Ahora, se acabó el desbarajuste y el desorden democráticos. En adelante, reinará en Alemania el orden y quienes intenten sabotear ese orden desaparecerán.»
Rebasaron las cuadras y penetraron en un patiecillo enteramente circundado por altos muros. Antaño era el patio donde cumplían arresto los cadetes. El camión estaba allí, un gran «Krupp» con motor «Diesel». Al volante estaba un SS de uniforme pardo que fumaba con indiferencia contemplando cómo se acercaban ellos.
Un grupo de oficiales con uniformes negros o pardos estaba situado en mitad del patio. En un extremo de éste se alineaba un pelotón de doce hombres, la primera fila de rodillas, con los fusiles verticales, y la segunda de pie, con el arma descansada. Del lado de las cuadras, otros dos pelotones esperaban, listos para tomar el relevo. Veinte ejecuciones y luego el relevo. ¡Oh!, el general Paul Hatzke se sabía el reglamento de memoria.
En el suelo yacía un hombre que vestía el uniforme caqui de los SA, de bruces sobre la arena roja de sangre. En su hombro relucía la charretera dorada de obergruppenführer y se percibía una de las solapas rojas del grado de general. Paul Hatzke sintió que un sudor frío le corría por el espinazo; se puso lívido y tiritó pese al calor del día.
Un SS hauptsturmführer que llevaba un fajo de papeles en la mano, divisó al grupo.
-¿Nombre? – gritó.
–SA brigadenführer Paul Egon Hatzke.
El hombre meneó la cabeza y tachó algo en su papel. Dos SS tiraron dentro del camión del cuerpo tumbado en el suelo.
-¡Adelante! – gruñó el hauptsturmführer. Póngase junto a la pared, allí, y rápido.
-¡Pero es que quiero ver al standartenführer Eicke! – gritó el general, asustado.
Alguien le encañonó la pistola contra los riñones.
-Basta de tonterías; no sirven de nada. Obedezca las órdenes.
El general echó una mirada desesperada en torno. Caras de piedra, despiadadas bajo los cascos de acero marcados con las letras SS. Allá, en el fondo, la pared goteaba sangre y un hilillo discurría hacia la cloaca, junto a las cuadras.
-¡No pongas dificultades, pedazo de traidor -gritó el hauptsturmführer agitando sus papeles-, o de lo contrario te nos cargamos ahí mismo!
El general sintió que le golpeaban en la cara. Un largo arañazo rayó su mejilla, de la que manó sangre sobre las charreteras doradas. Comprendió que era el fin, el fin del sueño de un Estado socialista y justo. Comprendió que los SS, Heydrich y Goering, habían ganado y, con los brazos cruzados, muy sosegado, se irguió ante el muro ensangrentado.
El motor del camión empezó a rugir de nuevo. Era un mártir, un héroe del Estado socialista que él había soñado. Paul Hatzke sonrió a la muerte, gritó con todas sus fuerzas: «¡Viva Alemania, viva Adolf Hitler!», y se desplomó en la arena.
El siguiente oficial SA aguardaba su turno. La carnicería duró toda la jornada y casi toda la noche.
–¡Matadles tan pronto estén identificados! – había gritado Eicke cuando le dijeron que uno de sus antiguos camaradas deseaba verle.
Aquella locura de asesinatos hizo estragos en toda Alemania durante casi una semana, y las matanzas del 30 de junio ayudaron grandemente a la ascensión de Himmler, de Heydrich y de Eicke: Himmler, años atrás, burócrata desconocido, vanidoso como un pavo real; Heydrich, oficial de la Armada degradado; y Theodor Eicke, tabernero alsaciano.
Quince días más tarde, los soldados de los piquetes de ejecución y todos los oficiales salvo cuatro fueron expulsados de las SS. En total, 6.000 hombres. Ejecutaron a 3.500 con diversos pretextos antes de fin de año; era una idea de Eicke que causó mucha risa a Goering. Los supervivientes fueron a consumirse en el campo de Borgemoor. Pero Goebbels, Ministro de Propaganda, anunció que todos aquellos hombres habían muerto luchando contra la rebelión de los SA, y Rudolf Hess los celebró como mártires.
–Así se escribe la Historia -dijo jocosamente Eicke brindando con Goering en el Cuartel General de éste, en la plaza de Leipzig.
El plan de aquella matanza había sido trazado el 24 de junio con el general Walter von Reichenau, del Alto Mando del Ejército. Goering y Heydrich, efectivamente, habían tenido empeño en que el Ejército tomase parte en dicho plan, y los generales se unieron a los SS. En cuanto a Hitler, que estaba enterado de todo, aquel día asistió a una boda en Essen, en casa del gauleiter Terboven. La hora del degüello sonó en plena fiesta.
Pero realmente sólo podíamos ver el Volga, cinta de plata que reflejaba el sol de otoño. Detrás de nosotros se extendía una marcha agotadora y furiosos combates.
Desde hacía cuatro meses, vivíamos en el carro de asalto… Se comía y se dormía dentro. Sólo parábamos para cargar carburante y municiones, cuando los camiones blindados llegaban hasta nosotros. Los nervios ya no podían más y disputábamos y nos peleábamos por naderías. Hermanito quiso romperle la cabeza a Heide por un simple cacho de pan, y como nos pusimos de parte de Hermanito, Heide tuvo que ir, durante cien kilómetros, colgado de la portezuela trasera. Sólo cuando, saturado de óxido de carbono, cayó desvanecido, le metimos dentro.
Durante todo el día el carro avanzó hacia el Volga. Cuando se puso el sol, percibimos otro carro inmóvil en el lindero de un bosque. Su comandante fumaba sentado en el borde, y todo era tan maravillosamente tranquilo que nos creíamos en maniobras.
–¡Por fin! – murmuró El Viejo con alivio-, Ahí está la compañía. Temí haberme perdido; esos mapas rusos son imposibles.
Muy contento, Porta se paró a algunos metros del carro y abrimos escotillas para aspirar el aire fresco otoñal y secarnos las caras cubiertas de sudor y de polvo.
–¿Qué tal? – gritó El Viejo-. ¡Por poco no os encontramos! ¿Dónde está el comandante de la compañía?
Pero en el momento en que se disponía a apearse, el comandante del otro carro se coló dentro como por una trampilla y cerró ruidosamente el escotillón.
–¡Es Iván! – gritó El Viejo-. ¡Listos para el combate!
Antes de que el carro soviético hubiera conseguido apuntar su cañón, una granada «S» superexplosiva reventó su torreta, que estalló en un volcán de llamas. Dimos un amplio rodeo y, de golpe, a unos cuantos metros delante de nosotros, encontramos nueve «T 34» parados cuyos cañones enfilaban el camino en el que nos hallábamos… ¡Imposible dar marcha atrás; era demasiado tarde! Los rusos no nos habían visto y, a su vez, también disfrutaban de la tranquilidad de la tarde.
Porta frenó involuntariamente al percibir los nueve monstruos en su periscopio, pero El Viejo siguió impasible y sacó la cabeza por el capó. De lejos, su casco podía engañar, puesto que no era diferente del de los rusos.
–¡Adelante, a toda velocidad! – murmuró-. ¡La única salvación es adelantarse!
Porta cambió de marcha. Cualquier imbécil hubiera notado la diferencia de motores, pero los rusos no parecían ser muy desconfiados. Nos hacían señales de amistad a las cuales El Viejo contestaba alegremente. Pasamos y, una hora más tarde, aparecieron casas a ambos lados del camino. Un tren de mercancías, en la estación, hacía silbar su vapor. Había una nube de carros y pululaban soldados, pero la oscuridad nos ocultaba y nadie nos decía nada. Aquello era un Cuartel General en plena actividad. Un guardia nos apremió para dejar sitio al coche blindado de un jefe.
–Davái! (¡Más de prisa!) -gritó agitando su porra.
Durante un trecho, seguimos tras los carros hacia Stalingrado y pasamos delante de una columna de «T 34» parados en el borde de la carretera. Sus dotaciones dormían detrás de las escotillas.
El Viejo ordenó que abriéramos las nuestras para no infundir sospechas, ya que ninguna dotación de carro circula con los cierres echados en la retaguardia. Un batallón de Infantería obstruía la carretera y llovían injurias sobre nosotros cuando nos dejaban pasar. Nuevo rodeo. Evitamos el bosque y, por fin, volvimos hacia nuestras líneas.
Tres días más tarde, estábamos a orillas del Volga, a 25 kilómetros al norte de Stalingrado, y todo el mundo bajaba corriendo los acantilados para llenar las cantimploras de agua fresca. ¡Cada cual quería ser el primero en beber agua del Volga! Un río de cinco kilómetros de ancho por el que discurría un remolcador que arrastraba un tren de gabarras. De pronto, una batería del «75» entró en acción; surgieron géiseres de agua y el desdichado remolcador zigzagueó por pasar entre los chorros. ¡Mala suerte! Un obús delante, otro detrás, dos en medio, y el remolcador quedó partido por la mitad y se fue a pique. Luego les tocó a las gabarras que oscilaban en la corriente. Diez minutos más tarde, no se veía ya nada en la superficie del río.
Stalingrado ardía. El olor asfixiante del incendio llegaba hasta nosotros y producía náuseas. El aire estaba lleno de hollín y de ceniza, y aquel horrendo olor se pegaba a la piel, a las ropas; todo… Un hedor que no nos dejó durante largo, meses después de la batalla.
Habíamos visto arder muchas ciudades, pero ninguna pestilencia se parecía a aquélla. Ningún combatiente de Stalingrado olvidará en su vida el olor de la ciudad moribunda que, parece inaudito, atraía y repelía a la vez.
La compañía se enterró frente a las colinas de Mamáiev donde todo un Estado Mayor ruso estaba atrincherado en antiguas cuevas. Por la noche, nuestros lanzaminas rociaban las colinas, y cuando tiraban demasiado corto, el soplo de aquellas bombas atroces nos arrojaban casi fuera de nuestras trincheras. Estar en hoyos bajo bombardeos de ese tipo debe ser espantoso. Los carros atacaron, pero sin éxito. Luego, se reanudaron los bombardeos embrutecedores y se atacó con la 14.a División panzer forzando el camino de las cuevas, que fueron limpiadas con lanzallamas y después con arma blanca, ¡Un baño de sangre inimaginable!. Un comisario político que lucía las estrellas de comandante fue liquidado por el comando que agrupaba a sus prisioneros. Igual hicieron con gentes del Komsomol (organización de la juventud comunista). Cabe decir, en justicia, que en aquella matanza de prisioneros ni siquiera los SS actuaban de buena gana. Era una orden que procedía del Gran Cuartel General ya desde 1942, una de esas incontables idioteces que incitaron a los rusos a luchar hasta morir.
El verano tocaba a su fin. Llovía a cántaros, todo se transformaba en pantanos y el barro se pegaba a las botas. Tres semanas de lluvia sin parar. Todo apestaba a moho, los cueros y hasta nuestra misma piel, pese a unos polvos que facilitaban los enfermeros y que no servían de nada. Casi se añoraba el polvo sofocante del verano.
A la lluvia le sucedió el frío, con las primeras heladas nocturnas, pero seguía estando prohibido ponerse abrigos y, por lo demás, muchos no los tenían siquiera. Los habían tirado en alguna parte de la estepa cuando estábamos a 40° a la sombra. Al parecer, debían enviarnos prendas de invierno, pero antes llegaban nuevas unidades.
Venían largos trenes de reservistas o de reclutas casi barbilampiños, quienes, con una inconsciencia atrozmente bélica, se arrojaban sobre las ametralladoras enemigas. ¡Una carnicería, y cuan inútil! La mayoría se quedaban enganchados en las alambradas al primer ataque y les oíamos morir. Les mandaban sin transición de sus cuarteles hasta Stalingrado, sin ninguna experiencia de la guerra, atiborrados solamente con las mentiras de la propaganda.
El primer ataque de la artillería les desanimó y marcharon con los ojos extraviados contra las armas automáticas rusas. La bruma que subía del Volga envolvía a los moribundos con un helado sudario. Aquellos chicos de diecisiete años ni siquiera gritaban, pues les habían obligado a presentarse voluntarios. Un alemán no chilla; es cobardía. Muchos de ellos, con los pulmones aplastados, morían lentamente asfixiados. Conseguíamos rescatar a algunos, ¡pero resultaba tan difícil! Resbalábamos sobre montones de carne y de cadáveres cubiertos de fango, y si el enemigo nos oía, ¡menudo blanco! El otro día, siete de los nuestros fueron muertos de esa manera. Nos habían prometido siete días de permiso por cada veinte reclutas salvados, y era tentador, pero hubo que suprimir los salvamentos, que costaban caro a los combatientes experimentados.
La anilla se estrechaba en torno de Stalingrado, donde tres ejércitos quedarían encerrados. «La mayor victoria desde hace siglos», afirmaba la propaganda, ¡pero ya estábamos hartos de victorias! ¡Basta de victorias! ¡Que termine la guerra, nada más! Únicamente el suboficial Julius Heide, un fanático, era feliz.
–Buen trabajo, no cabe duda. Ahora tomamos ese trozo de río, ¡y en marcha hacia Moscú!
Nos exasperaba.
El mando del VIII Ejército italiano pidió al Alto Mando alemán ser el primero en entrar en Stalingrado. La bandera italiana debía ondear sobre el «OCTUBRE ROJO», pero he aquí que los italianos se pelearon con los rumanos quienes también querían ser los primeros.
–¡A mí qué me importa quién tome esa puta ciudad -se burló Porta-, mientras que yo siga en la retaguardia! ¡Pero me extraña que los spaghetti se vuelvan de pronto tan valientes! ¡Nunca les gustan los sitios donde hay fregado!
Así es que la comarca empezó a hormiguear de italianos y de rumanos. Sentados en nuestros atrincheramientos, contemplábamos sus largas columnas que marchaban cantando, sobre todo los bersaglieri y su andadura cómica. Hermanito corrió al lado de ellos durante algunos metros, pero no pudo continuar. Son menester años de entrenamiento para seguirles. En cuanto a los rumanos, iban descalzos y llevaban las botas colgadas a la espalda; se decía que aborrecían los zapatos. Pero obteníamos de ellos grandes salchichas de carnero.
Un día, en espera de la caída de Stalingrado, nos encomendaron una misión detrás de las líneas rusas. Se trataba de volar un puente tan bien camuflado que los aviadores no lo percibían en absoluto, un puente muy importante que servía día y noche para el suministro de los rusos. Pero antes de llegar a él, nos advirtieron que debía cruzarse un inmenso pantano.
Un pantano ya es horrible de por sí. Por si fuera poco, cada hombre llevaba, además de su equipo, un paquete de treinta kilos de dinamita sobre el pecho que causaba sofoco. De día, nos escondíamos en la espesa maleza y por la noche avanzábamos. Ya el segundo día apareció el pantano, en el cual nos hundíamos hasta las rodillas. Nada más traidor que esos pantanos rusos; en todas partes acecha la muerte bajo la verdura. Enormes ranas croan de siniestra manera. De pronto, una de ellas saltó delante de nosotros y nos contempló con sus ojos gigantescos; eran tan asombrosos que Gregor perdió los nervios, arrojó una granada a la rana y la explosión retumbó en todo el bosque. Inmediatamente, gritos, un motor rugiente, chirriar de orugas… Aterrados, echamos cuerpo a tierra.
–Iván nos ha localizado -murmuró Porta.
–¡Larguémonos! – dijo Gregor.
Pero largarse, ¿adonde? En torno a nosotros, el pantano traidor e infinito, y enfrente los rusos nuevos gritos se hacían más distintos.
El morro verde aceituna de un «T 34» apareció, siniestro, entre los árboles. Giró el cañón, nos adelantó y apuntó hacia el pantano. Tres obuses… Las orugas chirriaron; el carro trepaba por la margen… Pero, de golpe, le vimos encallarse, soltarse del barro, patinar y volcar súbitamente… En un rebullir de lodo, el pesado carro desapareció en el pantano insondable.
Acto seguido surgieron, despavoridos, unos granaderos. ¿Cómo pudo desaparecer así aquel carro? La ametralladora de Barcelona barrió las siluetas pardas. Silencio angustioso. ¿Qué hacer? Había que largarse antes de que los supervivientes se rehicieran. ¡Justamente, allí iba uno! Un brigada apareció en la cresta y aventuró prudente una mirada. Le siguieron otros: hormigueaban los cascos verdes. Lluvia de granadas; agua y barro se elevaron en todas partes.
–Davái, davái! – gritó el brigada, un tío bajito de piernas torcidas dentro de unas botas demasiado grandes-. Davái!
–¡Fuego! – ordenó El Viejo.
El primero en caer fue el brigada patizambo. Los otros se desplomaron, y el pantano quedó sumido en el silencio. Ni un solo ruido. Aguardamos durante una hora, inmóviles, y de pronto se percibió otra vez el ruido de orugas. Un carro estaba subiendo la margen; trepaba despacio; se veía lo alto de la torreta. Ésta giró silenciosamente, el grueso tubo del lanzallamas bajó y una larga llama roja brotó entre los árboles. El calor era abominable. Los del carro seguramente creían que seguiríamos en el mismo sitio, que se había convertido en un mar de llamas.
La torreta se desvió y el fuego inundó el pantano. Todo ardía. Por tercera vez, brotó el infierno de aquel tubo infernal. Nos aplastamos en el barro; si el lanzallamas volvía a apuntar hacia nosotros, estábamos perdidos.
Pero un casco de cuero marrón asomó del capó y un rostro ennegrecido observó atentamente el paraje. Porta levantó su lanzallamas. Nos cortó la respiración. Si fallaba el tiro, ¡que Dios se apiadara de nosotros! En su rostro contraído, ya no cabía la guasa. Apuntó con cuidado. Tres chorros, ¡y el líquido abrasador penetró en la torreta abierta! Una explosión formidable desgarró el aire, proyectando el acero y los cuerpos a lo lejos… Aquella vez, todo había terminado.
Proseguimos, con Porta en cabeza de la fila, por el sendero sumergido: troncos atados a cincuenta centímetros bajo la superficie fangosa permitían pasar a un hombre, pero resultaba peligroso. Si se resbalaba, no había esperanza; un pantano nunca suelta a su presa. Además, sabíamos por experiencia que aquellas pistas estaban sembradas de trampas, de las más ingeniosas trampas. Si se empujaba una rama de costado, el suelo se hundía bajo los pies y si se levantaba la misma, uno quedaba ensartado en bayonetas puestas en abanico. De un árbol colgaba un inocente bejuco que, cuando se tocaba, una hilera de flechas mataban a una columna entera.
Porta avanzaba, con su lanzallamas en ristre. Se paraba a cada paso…, acechaba. El paso siguiente podía ser mortal. No rozamos ninguna planta al pasar; en cierto sitio hubo que hacer equilibrios sobre un tronco para evitar bayonetas hincadas en carne podrida; un simple rasguño significaba el tétanos. Incluso un erizo nos dio un susto casi de muerte. Ocurría que aquellos animales estaban atados a trampas.
Hermanito caminaba detrás de Porta, con su pistola apuntando arriba contra los tiradores ocultos en los árboles. Si se sospechaba que había un tirador, era cuestión de disparar primero, y eran difíciles de descubrir. Nadie les llega a la suela de los zapatos a los rusos en materia de camuflaje: un siberiano es capaz de estar veinticuatro horas sin moverse en la copa de un árbol, lo habíamos comprobado. Hasta los pájaros se equivocaban. El hombre pertenecía al árbol y los pájaros se encaramaban en sus hombros.
Bruscamente, sin avisar, Porta se tumbó en el agua, únicamente le sobresalía la cabeza de las cañas. A una señal suya, nos metimos en la boca los tubos respiratorios y nos sumergimos; nuestros gorros camuflados nos hacían casi invisibles en la superficie del agua. Aquello duró diez minutos. Nada… Entonces, despacio, levantamos la cabeza.
En una rama podrida se posó un pájaro verdiamarillo. Un pájaro raro. Meneó la verde cola, inclinó la cabeza, silbó y guiñó el ojo. Aquel bonito pájaro era mortalmente peligroso: un reclamo. Nuestro instinto de fieras nos avisó: el enemigo estaba allí. Porta avanzó de rodillas; sólo un leve movimiento del agua revelaba su presencia. Aparte del canto del pájaro, ni un ruido, pero el ave volvía la cabeza de un lado a otro como si supiera que Porta se acercaba bajo el agua.
El pequeño legionario se puso el cuchillo entre los dientes. Porta emergió, echó un vistazo y, titubeando, tendió la mano hacia el pájaro. Dos sombras se le echaron encima, pero una pistola ametralladora ladró y el legionario clavó su cuchillo en la espalda de una de las siluetas verdes. Una vez más, se acabó.
El pájaro revoloteó gorjeando, desapareció en el cañaveral y, durante un rato, escuchamos su extraño grito.
–¡Qué horror! – murmuró El Viejo, que por poco se cayó sobre un tronco de árbol.
–¡Cuidado, desgraciado! – gritó el legionario.
De una rama salieron hilos que unían el tronco podrido con una carga explosiva escondida bajo el sendero. El Viejo se puso pálido.
–¡De buena me he librado! – gruñó el legionario-. Pero, ¡vaya vida!
Barcelona tropezó y soltó un grito estridente; la mano de Hermanito le devolvió el equilibrio sobre las tablas que se bamboleaban traidoramente. Todo el pantano parecía escuchar, y hasta las ranas callaban. Sí, ¡vaya vida!
Algunas horas después. Había una choza de ramajes. Tres hombres y dos mujeres estaban allí, vestidos con el horrendo traje de los guerrilleros del pantano. Llevaban la máscara verde alzada sobre sus cabezas, circulaba la vodka, y estaban tan borrachos que ni siquiera habían oído que nos acercábamos.
Sin ningún ruido, estrangulados por nuestros nudos corredizos de acero, los guerrilleros fueron arrojados al pantano. ¡Pero la choza también contenía cajas! Municiones, armas, vodka y pescado seco. ¡Menudo festín el pescado seco ruso!
Pasamos la noche en la choza, una noche de reposo y de vodka. Y, al otro día, llegamos al puente. Era un puente colosal, mayor y más alto que el mayor de los puentes.
En el centro, metido en su garita, un centinela vigilaba fumando, con su pistola ametralladora colocada sobre el pretil. Redes de camuflaje lo cubrían todo. Justamente, una larga columna de camiones cruzaba el puente, seguida por una compañía de «T 34». El centinela, impecable ante las formaciones, adoptaba de nuevo su actitud perezosa tan pronto habían desaparecido. Como todos nosotros, aquel hombre era por completo indiferente al curso de la guerra; debía de soñar con su aldea. De lejos, nos llegaba el olor de su majorka, ese tabaco ruso. Era un hombre no joven, provisto de un gran bigote triste cuyas guías caían a la manera china; en la comisura de los labios, su cigarrillo mal liado, encima una blusa verde de verano con el cuello desabrochado y en la cabeza, un gorro de pieles. ¡Vaya uniforme!
–También les debe faltar ropa de invierno -dijo Hermanito-. Pasa como con nosotros. Cuando te dan un gorro de pieles, tienes que conformarte con una guerrera de verano, y cuando tienes un capote de invierno, ¡ya puedes buscar el cubrecabezas!
Había que arrastrarse por el puente para colocar las cargas de explosivos. El legionario trepó como un simio por los pilares de cemento, Gregor y Heide tiraban de los cables, y Hermanito y Porta se disputaban el prender fuego.
Otra columna de camiones cruzó el puente, pero ésta precedida por un jeep con una bandera roja. Eran municiones.
–¡Si al menos estuviésemos preparados! – musitó Porta-. ¡Vaya fuegos artificiales!
–¡No hagas tonterías! – gruñó El Viejo-. El soplo nos mandaría al infierno con ellos.
Al alba, todo estaba listo, y he aquí que surgió otra columna.
–Les vuelo en plena mitad -se burló Hermanito frotándose las manos.
–Ni hablar. Nos pagan para volar un puente, no por otra cosa. ¿Listos para la voladura? – ordenó la voz de El Viejo en cuanto desapareció la columna-. Entonces, ¡fuego!
Todo el mundo echó cuerpo a tierra detrás de las rocas. Los que se entretuvieron fueron tumbados por un soplo de gigante. Pero vamos…, pero vamos… ¡Nos frotamos los ojos! ¡Los pilares habían desaparecido, desde luego, la construcción metálica había sido volatilizada, pero solamente un tramo de tablas asfaltado se había hundido en el agua! Unas tablas rotas, pero que no impedían pasar a los vehículos Acabábamos de fabricar el puente más sólido del mundo… ¡Ningún aviador podría localizarlo ya!
Aquella vez, la risa loca se generalizó. Cruzamos el río corriendo por el puente, y en plena mitad, ¡el agua no nos llegaba más que a las rodillas!
–No se puede nadar siquiera -se burló Gregor.
–¡Basta! – exclamó El Viejo-. Y vamonos. Dentro de cinco minutos, se acabó la risa.
Y henos aquí de nuevo en el bosque. Senderos, torrentes y, siempre, siempre, el bosque. No cabía duda que estábamos perdidos. De pronto, ¡un leñador! Un anciano que partía leña delante de su choza.
–¡Buenos días, továrishch! – dijo Porta con tono amable.
El leñador, estupefacto, levantó la cabeza. Era muy viejo, muy viejo. Sus ojos, de un azul extraordinario, se hundían bajo pobladas cejas. Dejó el hacha, nos miró con curiosidad y luego se dirigió a Porta con toda naturalidad.
–¡Ah, eres tú! ¿Dónde demonios estuviste tanto tiempo?
–En la guerra -respondió Porta con igual tono-. Los alemanes han vuelto, ¿no lo sabías?
–¿De veras? Entonces hay que echarles -dijo El Viejo leñador partiendo con violencia un tronco- ¿Y cómo está tu madre? – preguntó, mirando a Porta.
–La vieja va bien, gracias.
–Bueno. ¿Has matado a muchos alemanes?
–Algunos, probablemente -respondió Porta con modestia, tendiendo una majorka al anciano.
–Tabaco militar -dijo sentenciosamente el leñador, que reanudó su trabajo sin ocuparse más de nosotros.
Desaparecimos bajo los abetos, y largo rato aún retumbaron en nuestros oídos los hachazos. Durante tanto tiempo debimos de dar vueltas sobre nosotros mismos que, repentinamente, ¡volvimos a encontrarnos delante del famoso puente!
Entonces, El Viejo decidió seguir el curso del río pese al riesgo de topar con las tropas rusas. Tenía razón. Dos días más tarde, estábamos de regreso en las líneas alemanas y El Viejo declaró «misión cumplida» sin insistir más.
Cada vez hacía más frío; comenzaba el invierno. Una noche se produjo la primera tempestad de nieve, y como no teníamos capotes de invierno, nos metíamos papel bajo nuestros uniformes. Nadie creía ya en «la gran victoria de Stalingrado». Los trenes de tropas no llegaban, se lanzaba el suministro en paracaídas y circulaban siniestros rumores. Decíase que los rusos estaban detrás de nosotros y que las raciones habían menguado. Teníamos órdenes de no derrochar municiones.
¡Vaya frío! ¡Vaya frío! Se hablaba ya de miembros congelados y algunos voluntariamente. Dos tíos de nuestra compañía que se habían puesto calcetines mojados para dormir, fueron ejecutados en el bosque de Talare.
El SS standartenführer tiró con evidente satisfacción el telegrama ultrasecreto sobre la mesa, ante el SS sturbanführer Lippert.
–Ha llegado la hora, Michel. ¡Orden de acabar con los traidores! Liquidamos a esos cerdos del Ejército.
El gran «Porsche» con banderín de Eicke dejó Dachau para correr hacia Munich, con Eicke y Lippert arrellanados en la parte trasera. En ruta, recogieron al hauptsturmführer Schmasusser. Los tres oficiales SS llegaron a las tres de la tarde a la oficina de Koch, director de la prisión central, y ordenaron que les fuese entregado el preso Roehm, jefe de Estado Mayor.
Koch rehusó de plano, rogando a los tres SS, por lo demás medio borrachos, que desapareciesen de su vista so pena de ser detenidos a su vez. Su puñetazo dado en el escritorio hizo saltar el tintero, tras lo cual él agarró el teléfono y llamó al ministro de Justicia. El ministro rehusó, por su parte, entregar al jefe de Estado Mayor y prohibió que se dejase entrar a Eicke y su pandilla en la cárcel. Entonces pudo verse a Eicke quitar el teléfono de la mano del estupefacto director de la prisión.
–Estoy aquí por orden del Führer -gritó en el aparato-, y tengo prisa. ¡No puedo perder tiempo con los viejos chochos del reglamento! ¡De lo contrario, le prevengo en seguida que hay sitio libre en Dachau!
El director de la prisión, lívido, escuchaba, respuesta jadeante del ministro de Justicia. Con mano temblorosa, colgó el aparato, luego llamo a la prisión y dio orden de dejar entrar en ella a Eicke y a sus acólitos.
Celda 474. En un banco de madera se sentaba el preso SA stabschef Ernst Roehm, con el torso desnudo y bañado en sudor. Eicke le sonrió amablemente y estrechó la mano del jefe de Estado Mayor como jovial camarada.
-¿Qué tal Ernst?
-Mal -dijo Roehm, sonriendo con expresión cansada.
Eicke se sentó a su lado y designó con el dedo la ventanuca por la que se percibía el cielo azul de julio. Hacía un calor tórrido.
–Buen tiempo, Ernst. Las chiquillas se pasean sin bragas bajo sus vestidos y cuando bajan al sótano de Ole, ¡se ve hasta el séptimo cielo! Por lo demás, él ha subido los precios. ¿Qué dirías de media hora en un sillón bajo la escalera del sótano de Ole? Es un espectáculo maravilloso.
Roehm meneó la cabeza y se secó la frente con un pañuelo sucio.
–¿Vienes a buscarme, Theo? ¡La verdad, no comprendo por qué estoy encarcelado! El Führer debe haberse enterado. Los guardias hablan de revolución. ¿De qué se trata entonces? No entiendo nada. ¡Ese maldito Ejército ha cometido muchas tonterías!
Eicke se encogió de hombros. Se quitó la gorra parda con la calavera, secó el interior con un pañuelo y volvió a calársela todo lo echada atrás posible. La calavera contemplaba el techo.
–Ernst, amigo mío, ¡todo esto es una mierda! Vengo de donde el Führer y te traigo algo de su parte. – Sacó una pistola que dejó entre ambos, sobre el banco de madera-. El Führer siempre es bueno, ¿sabes?, cuando las cosas andan mal para un camarada. Te da tu oportunidad, Ernst; después, eso habrá terminado. Borrón y cuenta nueva.
Roehm contemplaba la pistola con expresión incomprensiva, aquella pistola negra y brillante de grasa. Un pedazo de hierro sin piedad.
–¡Es de locos, Theo! ¡Me conoces! Sabes que soy el más fiel de los fieles… He puesto el partido por encima de todo, he sacrificado a mi familia, a mis hijos… ¿Acaso no he salvado al Führer dos veces cuando la revolución estaba a punto de aplastarnos? ¿Te acuerdas de aquella noche en Stuttgart? Era una cuestión de segundos… ¡Wollweber y sus comunistas triunfaban, y fui yo quien salvó al Führer! ¡Tú te habías largado, como los otros jefes de sección!
-Escucha, Ernst, todo eso pertenece al pasado. Puede que hayas perdido un momento la razón por haber tendido la mano al Ejército. Eso es todo; no sé nada más. Desgraciadamente, has sido expulsado del Partido, y lo siento por ti, pobre amigo mío.
Se levantó y se ajustó el cinto.
–Espero afuera. No pongas las cosas más difíciles para un viejo camarada y acaba pronto. Por lo demás, ¡mira!
Se sacó del bolsillo un ejemplar del Völkischer Beobachter y lo tendió a Roehm. En primera plana se leía en enormes letras:
«El jefe de Estado Mayor Roehm detenido. Purga total de las SA según órdenes del Führer. Todos los traidores deben morir.»
–¡Pero, bueno! – murmuró Roehm, que se había puesto lívido-. ¿Os habéis vuelto locos todos? ¡Es un asesinato!
-Toda la política es mentira, Ernst. No has tenido suerte, eso es todo. ¿Quién sabe? Mañana quizá me toque a mí.
Eicke dio media vuelta y salió al pasillo a reunirse con sus dos SS, que hablaban de la vista que ofrecía el sótano de Ole. Pasó un cuarto de hora sin que se oyese ningún ruido. Eicke se impacientó; desenfundó la pistola y abrió la puerta de la celda de un puntapié. Roehm no se había movido. Seguía en el banco, sentado al lado de la pistola, que permanecía donde la había debajo Eicke.
-¡Stabschef Ernst Roehm! ¡De pie, y firmes!
Un poco jadeante, Roehm se levantó y fue a situarse bajo la ventana, de espaldas a la pared. Eicke alzó el brazo y apuntó con sangre fría al preso medio desnudo.
-¡Mi Führer, mi Führer! – murmuró Roehm un momento antes de desplomarse.
No estaba muerto del todo y se retorcía de dolor en el suelo cochambroso de la celda. Uno de los hombres más poderosos de Alemania sólo tres meses atrás, era ahora un cadáver sanguinolento en una sórdida prisión de Munich. Eicke, con el rostro impasible como una máscara de piedra, le dio brutalmente un puntapié. ¿Qué sentía al apuntar de nuevo sobre su camarada moribundo? Nada, absolutamente nada. El tiro de gracia le levantó la tapa de los sesos.
El stabschef Ernst Roehm, el mejor amigo de Adolf Hitler, el rival más poderoso del Ejército, fue asesinado así en la prisión central de Munich a las 18 horas exactamente del 1 de julio de 1934. En el mismo momento, preparaban en Potsdam un gran banquete al que Hitler había invitado a la mejor sociedad de Alemania. Una fiesta como no se había visto desde el reinado de Guillermo II. Todos los invitados acudieron a la cita y se alegraron mucho del renacimiento del orden en Alemania y del aplastamiento de la revolución.
Toda la noche jugábamos a las cartas, al «17-4», y Porta ganaba nueve veces de cada diez. Lo hacíamos en un establo donde Porta purgaba tres días de arresto incomunicado, pero resultaba fácil entrar allí reptando por un agujero de gallinero.
Habían encadenado a Porta y a Hermanito en el pesebre, lo cual resultaba completamente inútil, pues, ¿para qué podían pensar en fugarse? ¡Vaya maravilla estar en chirona! Ningún servicio, descanso todo el santo día y por la noche, los camaradas para jugar a cartas. ¿Podía esperarse más en aquella perra vida? Pero hacía poco que nos trataban tan bien. Antes, nos ataban a un árbol con las manos a la espalda. Atados doce horas, con tres horas libres, y eso durante ocho días. ¡Hasta Hermanito se desmayaba!
Los dos fenómenos estaban castigados por haber vapuleado a un cartero militar, pero desgraciadamente el arresto terminaba el día siguiente, lo cual afligía a Hermanito.
–¡Debimos haberle zurrado más; entonces lo menos habrían sido tres meses de fortaleza! ¡Una verdadera lástima!
Pasos afuera. El Viejo echó una ojeada por el pequeño tragaluz polvoriento.
–Cambio de guardia. Vais a ver; habrá follón.
Cuando El Viejo decía que habría follón, nunca se equivocaba. Aquellas cosas las olía de lejos. Entretanto, Hermanito hacía trampas ante los chillidos de Heide a quien el gigante amenazaba con sacudir, sin acordarse de la cadena que le aprisionaba el tobillo, y cayó de narices. Todo el mundo se insultaba, los naipes salieron volando, robaron el dinero en el establo oscuro y la reyerta acabó extinguiéndose en un ruido de cadenas.
Como yo era el más joven, tuve que ir a buscar el café a la cocina de campaña. ¡Resultaba penoso ser el más joven! Le metían a uno en todas las faenas. Aunque alumno oficial, troté por toda la sección hasta la cocina, me echó una bronca el ranchero, el gordo suboficial Wilke, que no podía aguantar a los alumnos oficiales, y hubo días en que uno maldecía los dos cordones plateados del hombro. Al regreso, ¡mala pata! Tropecé can una bomba sin estallar y me fui de narices al suelo derramando casi todo el café. ¡Con tal de que los demás no se dieran cuenta!
Vana esperanza. Heide me acusó de habérmelo tomado en el camino, y todos, furiosos, me mandaron a la cocina donde el ranchero me tiró un cazo a la cabeza. Tuve que sobornar al ayudante del ranchero para que me llenara la marmita.
A la mañana siguiente, se acabaron las risas. Orden de preparar los trineos motorizados; el nuevo reemplazo debía ser transportado a primera línea.
Pero antes distribuyeron el correo y sólo había carta para El Viejo. Leímos la carta uno tras otro; era de su mujer, que conducía un tranvía en la línea 12 de Berlín.
Querido Willie:
¿Por qué me escribes tan poco? ¡Hace ocho semanas que no tenemos noticias tuyas y estamos muy preocupados! Todos los días nos enteramos de la muerte de algún conocido; ahora hay cinco páginas de esquelas mortuorias en los diarios, así es que tenemos los nervios destrozados y la semana pasada sufrí un accidente… Voy a ver si puedo cambiarme con un cobrador; es demasiado cansado conducir, sobre todo ahora que vamos a hacer doce horas porque la mano de obra escasea en todas partes. No se ven ya casi hombres; los que quedan tienen apoyos que les evitan hacer cualquier cosa. Hans Hilmert cayó en Jarkov. Dos hombres del Partido fueron a notificárselo a Anna, que se desmayó y fue llevada al hospital. Los hijos están en la escuela de párvulos, aunque varios vecinos de la calle nos hubiésemos hecho cargo de ellos gustosamente, pero el jefe del bloque se ha opuesto, pues el Partido lo decide todo. Socke, nuestro vecino, está gravemente herido en Grecia. Han dicho a Trude que tan pronto mejore lo traerán a Berlín. Jochem se porta bien; ha ingresado en otra escuela, pues la antigua fue bombardeada la semana pasada y murieron muchos niños. Desescombramos toda la noche; yo estaba loca de miedo, pero, a Dios gracias, el chiquillo está sano y salvo, y ahora los niños van a la escuela en Grünewald. Sólo que he de levantarme una hora antes para llevarles, y Gerda, Use y yo nos turnamos para eso; tienen que cambiar tres veces y pueden equivocarse en la estación de Schlesigher; y además, ahora pasan muchas cosas. La chica que desapareció en septiembre ha sido encontrada en el Tiergarten, pero de su asesino no, ni rastro. Hemos hecho ampliar y colorear tu foto, así parece que estas entre nosotros. ¿Tendrás pronto un permiso? ¡Hace mas de un año que no has vuelto! ¿Y dónde estás? Se habla mucho de Stalingrado. Espero que tú no estés allí; dicen que es espantoso. Hohne, el del cuarto piso, acaba de llegar de permiso, pero a los dos días ha sido reclamado por un telegrama de su regimiento. Acababa justamente de salir cuando la Policía vino a buscarle, y ahora su mujer está casi loca de angustia preguntándose si se habrá metido en algún lío. Nadie ha querido decir de qué se trataba, ni nada tampoco en la Kommandantur, donde tuvo que pasar un día entero ella esperando. ¡Dios mío, qué cruel es esta guerra! Han vuelto a reducir el racionamiento; la semana pasada parece ser que vendían carne de caballo sin tiquet en la Tauenzienstrasse, pero llegué demasiado tarde. Mañana intentaré en la Moritz Platz. Los niños tienen mucha necesidad de un poco de carne fresca y eso ahorraría tiquets. Willie, cariño mío, te lo suplico, ¡cuídate mucho! ¿Qué sería de nosotros si no volvieses? Ya están ahí las sirenas… ¡Alarma! Son los ingleses, que siempre vienen entre cinco y ocho de la tarde, pero, afortunadamente, acabamos de tener tres días de tranquilidad Escribe pronto, cariño mío. Besos de todos.
Era de noche aún a la hora de salir. Un viento helado arremolinaba la nieve, y el cielo aplastaba la tierra como una inmensa mano gris. Retumbaba el cañón en Yersovska. Estaban bombardeando Stalingrado. Decíase que una división rusa había quedado encerrada en Rínok, y que la fábrica de tractores de la isla de Barrikadi estaba destruida: decían también que la 100.a División de Cazadores y la 1.a de Carros rumanos estaban aniquiladas, pero, ¡se decían tantas cosas! La 2.a de Infantería rumana topó con los rusos el otro día y la mayoría de los hombres fueron muertos por la espalda por las tropas alemanas cuando bajaban corriendo por las márgenes del Volga. Dejaron los cadáveres allí para aterrorizar a los demás, y colgaron al comandante de la división rumana cabeza abajo, ante la fábrica «Spartak». Ahora seguía allí y se bamboleaba al viento.
Helados, hoscos, trepamos a los trineos motorizados. Había que estar en el frente con el relevo antes de las once, es decir antes de que empezara a tronar la artillería rusa. Los muy canallas eran tan puntuales que podíamos haber puesto el reloj en hora, y aun yendo muy de prisa en los trineos, hacía falta tiempo para cruzar Selvanov y Serafimóvich. Al menor descuido, estaríamos de lleno en las posiciones rusas. Había ocurrido ya que un trineo deslizándose a 120 por hora frenara a muerte sin poder evitar el cruce de las líneas alemanas y las rusas.
–¡Daos prisa, sacos mojados! – gritó El Viejo a los bisoños helados y derrengados que trepaban en los trineos blindados.
Treinta y cinco hombres por trineo. El teniente Wencke subió al de las municiones. Era uno de los nuestros, un verdadero oficial del frente. El trineo de las municiones era el tercero de la columna, sitio el menos expuesto a las minas de los guerrilleros.
Porta se puso en cabeza. Tenía un instinto de cobra para oler las minas enterradas en el camino, Hermanito estaba a su lado en el asiento delantero, con su ametralladora sujeta en el parabrisas y una pila de granadas descapsuladas junto a él. Barcelona y yo trepamos detrás de Porta, con el «M.G.» apuntando al cielo, pues solía ocurrir que durante un traslado nos atacaran los cazas rusos.
–¡En marcha! – ordenó el teniente Wencke-. Y mantened la distancia entre los trineos.
La columna arrancó haciendo retemblar toda la aldea, los patines rechinaron sobre el suelo desigual y los hombres se agarraron a las barras laterales. Porta conducía como un loco. El trineo de tres toneladas trepó la colina como un bólido, despegó en la cima y recayó en la pista. Estábamos ya a mitad de camino de la colina siguiente y nos agarrábamos temiendo el topetazo que se avecinaba.
–¡Aguantad, imbéciles! – se burlaba Porta retrepándose al volante.
El trineo brincó en el aire y rebotó antes de que Porta recobrara el control del vehículo.
–¡Es la última vez que subo contigo, imbécil! – chilló Heide aterrorizado.
–¡Tanto mejor! – gritó Porta escupiendo un sorbo de vodka que el viento arrojó sobre la cara de Heide.
Nos habían dado raciones suplementarias de vodka, pero, naturalmente, Porta se afanó otras tres más. Sabía tantas cosas sobre todos que se le temía como a la peste, y nuestra sección se aprovechaba de ello.
–¿Adonde vamos? – preguntó el jovencísimo suboficial recién salido del cuartel.
–A la guerra, amiguito -se guaseó el legionario, condescendiente-. En marcha por una cruz de hierro o una cruz de madera.
–Lo sé -replicó el suboficial secamente-. Pero, ¿adonde?
–Lo sabrás muy pronto. Espera a ver y el culo se te encogerá de miedo.
–¡No tengo miedo de esos cobardes comunistas! Soy un soldado nacionalsocialista.
–Bueno, bueno, pero aguarda un poco. Iván no es exactamente eso que os dicen en el cuartel.
Sin incidentes, eran menester cuatro largas horas de trayecto para llegar a las primeras líneas. La temperatura estaba a -38° y tiritábamos bajo nuestros delgados capotes. Porta se había puesto una máscara de papel sobre la cara, pues el papel preserva mucho del frío, pero escaseaba y hacía falta ser un tío listo como él para encontrarlo.
No había nieve fresca en la pista, que era una pista de patinaje reluciente como una vidriera de colores irisados. Los trineos patinaban, trepaban y bajaban hacia la aldea en ruinas de Dobrinka. En plena mitad de la cuesta, un recodo. Si la maniobra no salía bien, aterrizaríamos a 120 por hora en las chozas, pero en estado de cadáveres.
–¡Aguantad de firme! – gritó Porta despreocupado-. Satanás nos espera al final de la cuesta.
Frenó bruscamente, los ganchos se hundieron aullando en el hielo, brotaron enormes trozos y el trineo viró casi 90° en el camino de dos metros de hondo. A una velocidad infernal, continuó patinando de costado. Un recluta fue arrojado a carretera y el trineo siguiente le arrolló. Pero ¿quién se iba a preocupar? La muerte se nos va a cada momento.
El soldado está acostado en la fosa común
La mujer en un lecho extraño…
Canturreaba Porta con indiferencia, frenan más fuerte. Se rompieron unos ganchos, corren frente a las primeras chozas y llegamos como bólido al recodo rogando a Dios que no hubiera minas, pues de lo contrario éramos hombres muertos. Los guerrilleros solían enterrarlas en los recodos, y numerosos vehículos calcinados estaban allí para atestiguarlo.
El trineo de tres toneladas cabeceaba con un buque en mar encrespada. Porta giró el volante, soltó el freno un instante y luego lo piso fondo. Era una hazaña, con un vehículo tan carga do. Sesenta ganchos se aferraron al hielo simultáneamente; si se rompían, abordaríamos el tercer recodo a la velocidad de una granada de centímetros, pero hechos papilla.
Todos nos acurrucamos, con la cabeza entre las piernas, como pasajeros de un avión durante un aterrizaje forzoso. Únicamente Hermanito se irguió detrás de su ametralladora, pues el término del recodo era el sitio preferido de los guerrilleros.
¡Justamente! Una silueta camuflada de blanco cruzó el camino corriendo. Crepitó la ametralladora. En un relámpago, la silueta blanca tendió los brazos ante sí antes de que los ganchos de los frenos la atraparan. Un pedazo de pierna con bota aún vuela por el aire. Una granada en la choza de la derecha, y Porta soltó el freno. Aumentó la velocidad y el trineo brincó. ¡Uf! Una vez más, hemos salido del apuro.
Pero ¡vaya frío! ¡Vaya frío! Nos helaba hasta el tuétano.
–¿Quién habrá inventado estos féretros deslizantes? – preguntó una voz.
–Un coronel alemán -respondió Heide, que siempre estaba bien informado.
Hermanito opinó rabiosamente que deberían hacerle subir en uno de ellos con las nalgas al aire.
–¡Minas! – chilló de pronto Porta.
Un puño de gigante nos apretó la garganta. En plena mitad de la pista, aquel montoncito blanco semejaba un puchero boca abajo. Porta frenó a muerte, el trineo giró hasta casi volcar, recobró el equilibrio, menguó la velocidad y durante un segundo pudimos creer evitado el peligro. Pero hubo un crujido siniestro! Saltaron varios ganchos y, a gran velocidad, resbalamos hacia la muerte.
–¡Dios mío! – gimió El Viejo crispando sus manos sobre el parapeto.
Detrás de nosotros, los bisoños no habían comprendido nada. Los guerrilleros, sus minas, ¿qué sabían ellos de eso? Nosotros nos dispusimos a botar del trineo; más valía romperse brazos y piernas que quedar hecho papilla por aquellos ingenios diabólicos.
–¡Fuera! – chilló Porta por detrás de su espalda.
Los bisoños no se atrevían; el chisme corría demasiado. No sabían que chocar con una mina era la muerte sin remedio: aquel tipo de artefacto arrancaba el fondo de un «Tigre» de sesenta toneladas. Por la noche, los guerrilleros, camuflados de campesinos, cavaban un hoyo en el hielo, colocaban la mina y echaban agua encima que cuajaba inmediatamente. Sólo un viejo zorro como Porta podía adivinar la trampa mortífera.
–¡Fuera! – chilló Porta empujando al recluta más próximo.
Heide saltó y desapareció en un montón de nieve; Hermanito tiró a dos reclutas por encima del tablero antes de saltar a su vez; Porta intentó frenar poniendo marcha atrás…: un crujido atroz.
–¡Aviones! – gritó entonces El Viejo.
Aquello lo comprendieron los bisoños, porque se lo habían enseñado en el cuartel y, en un abrir y cerrar de ojos, estaban en el suelo. Llegué de cabeza a dos centímetros de un poste telegráfico. Por un pelo, no me rompí la crisma. En aquellos momentos, un buen casco de acero hubiera resultado útil, pero hacía tiempo que no lo llevábamos, pues eran más molestos que otra cosa. Un casco impide ver y oír, dos cosas capitales en el frente.
El trineo seguía deslizándose hacia la mina, pero he aquí que, en el instante supremo, un viraje insensato de Porta la evitó.
–¡Mina! – gritó Barcelona, que llegó detrás en el segundo trineo.
¡Demasiado tarde! El trineo dio una vuelta de campana y rodó de costado hacia la mina. Un geiser de llamas… Hasta la nieve pareció arder… ¡Cadáveres en todas partes! Pero surgió el tercer trineo, el de las municiones. Sus ganchos de frenos se hincaron en la nieve, giró en torno de sí mismo, patinó por encima del talud de nieve, dio varias vueltas de campana y estalló. El teniente Wencke fue arrojado al aire como una antorcha viviente; nos apresuramos, pero ya sólo era una momia carbonizada.
La nube de la explosión se disipó lentamente. En todas partes había restos ensangrentados mezclados con el acero despedazado. Barcelona yacía un poco más lejos en el campo, con el pecho desgarrado y el uniforme hecho trizas. Lo curamos como pudimos y le llevamos al camino, donde el sanitario se atareaba curando a los demás. Pero allí, atrapado bajo el trineo, medio aplastado, el jefe artillero seguía respirando. Daba horror verle…
–¡Señor -rogaba El Viejo-, hazle morir!
Aterrados, contemplamos lo que poco antes era el rostro de un hombre de veinticinco años: nariz y orejas habían desaparecido, la boca era un agujero negro, la lengua estaba arrancada de la garganta y colgaba un ojo en un jirón de carne ante los dientes al descubierto. Sobrecogido, Gregor empuñó su pistola, pero El Viejo le agarró meneando la cabeza.
–No hay otro remedio -balbució Gregor-: Nunca más tendrá semblante humano.
Entonces, El Viejo contempló a los reclutas horrorizados que se agolpaban en torno de la carnicería.
–¡Fijaos bien! – dijo con los dientes apretados-. Ésta es la vida del soldado que tanto os han ponderado. Si algún día volvéis con vida, decid a vuestros hijos lo que es, antes de que se desencadene otra guerra.
–Será una suerte si no queda ciego -dijo el sanitario poniéndole una inyección al pobre desvanecido.
–¿Puede salvarse, en verdad? – preguntó Gregor estremeciéndose.
–En Baden-Baden hay un hospital especializado, situado fuera de la ciudad. Fabrican caras nuevas a los que ya las tienen rotas, pero ya no vuelven a parecer hombres nunca más. Un hospital archisecreto detrás de altas murallas. Nadie puede ver a esos monstruos y ellos no tienen derecho a salir, porque eso debilitaría la moral del pueblo.
Los heridos fueron llevados a los trineos y nos pusimos en marcha hacia las primeras líneas; se trataba de llegar antes de que la artillería rusa empezara. En cuanto a los muertos, se avisaría a los sepultureros; aquello no era cuenta nuestra.
Barcelona, que había recobrado el conocimiento, gemía que partía el alma; su vendaje ya estaba empapado en sangre. En cuanto se hizo el relevo, la infantería trajo a sus heridos y los subió a los trineos. Algunos morirían a la llegada, pero no podíamos negarnos a llevarles aunque faltara sitio. Apenas salidos de la aldea, la artillería empezó a tronar. El legionario miró su reloj.
–Las once en punto, como siempre.
Llevamos a Barcelona al hospital de campaña y sobornamos a un médico para que se ocupara especialmente de él. A la mañana siguiente, visitamos a nuestro camarada; tenía una cánula en el pecho y su aspecto era espantoso. Junto a su cama, la comida que no había probado: salchichón, un huevo, una naranja… ¡Vaya maravilla! Hermanito devoraba el plato con los ojos!
–Oye, Barcelona, si en verdad no tienes hambre, ¡a mí eso me sentaría muy bien!
Barcelona, con mirada apagada, meneó la cabeza, pero el gigante también miró de soslayo la canadiense.
–¿Y si me prestases tu canadiense, mientras, estés en el hospital?
Esta vez se llevó una negativa clarísima y el herido puso ojos tan implorantes que El Viejo dio un puntapié a Hermanito. Dejamos a Barcelona todos nuestros cigarrillos de opio y dos litros de vodka. Si se quiere sobrevivir, es importante tener algo que dar; y prometimos volver al día siguiente no sin una mirada nostálgica de Hermanito a la canadiense. ¡Claro que le comprendíamos! No llevaba más que la túnica de camuflaje sobre el delgado uniforme de carros y si Barcelona moría, un sanitario revendería la canadiense a precio de oro. Aquello todo el mundo lo sabia.
A nuestro regreso, al otro día, nos enteramos de que Barcelona había sido enviado a un hospital de Stalingrado.
–¡Se han largado los dos! – gimió Hermanito-. Él y canadiense. ¡Menudo par de canallas!
Todo cuanto hemos esperado, todo aquello a lo que tendían nuestros esfuerzos se ha tornado realidad. Tenemos un Führer y un Estado en orden, y a ese Führer, Adolf Hitler, le seguiremos hasta el fin.
Pastor Steinemann
5 de agosto de 1933.
El SS reichsführer Heinrich Himmler, sentado a su escritorio, contemplaba con aire pensativo al standartenführer Theodor Eicke perezosamente retrepado en un gran sillón.
Himmler se levantó y empezó a pasear por la estancia haciendo rechinar sus zapatos. Fuera la Prinz Albrecht Strasse estaba blanca de la primera nieve del año. Himmler dio media vuelta bruscamente y se acercó a Theodor Eicke.
–Espero, por su bien, amigo mío, que lo que acaba de decirme sea verdad.
-¡Reichsführer! – exclamó Eicke con una sonrisa siniestra-. Esa mierda fanfarrona tiene un cuarto de judío. Hace tiempo que lo sé, pero hasta ahora no he tenido la prueba. Eso salta a la vista, por lo demás. ¿No le parece a usted?
Himmler meneó la cabeza y cerró un instante los ojos. El lenguaje cuartelero de Eicke cada vez le molestaba más. Sonrió fríamente.
-Gracias. ¿No hay más novedad? Entonces, heil Hitler! – tronó Himmler deseando no volver a ver nunca más en su vida a Eicke.
Una vez solo, descolgó el teléfono.
-Mándenme al obergruppenführer Heydrich -ladró tamborileando sobre los documentos que Eicke acababa de entregarle.
Unos instantes más tarde, entraba silenciosamente Heydrich: una fiera con patas de gato. Himmler le contempló un instante a través de los ojos entornados, pero Heydrich le aguantó tranquilamente aquella mirada inquisidora con todo y presentir perfectamente el peligro.
-Tome asiento, obergruppenführer -dijo Himmler designándole un sillón caliente aún por la presencia de Eicke.
Heydrich se sentó. Rostro impasible, ojos azules fríos como el hielo, un uniforme gris claro que desprendía un débil olor a caballo. Todas las mañanas, de cinco a siete, se paseaba a caballo con su mortal enemigo el almirante Canaris. Heydrich era un elegante oficial, muy seguro de sí mismo.
Himmler se quitó las gafas, las manoseó y volvió a ponérselas. Los dos hombres se observaron algunos instantes, pero Himmler fue el primero en bajar los ojos. Hojeó sus documentos con aire pensativo y luego articuló sin levantar la vista:
-De hecho, ¿qué nombre figuraba en la lápida funeraria de su abuela, obergruppenführer?
Los delgados labios se abrieron en una sonrisa helada y Heydrich se atiesó, pero los implacables ojos azules brillaron peligrosamente.
-Se llamaba Sarah, reichsführer.
-Dicen que ha hecho desaparecer usted esa lápida funeraria -dijo Himmler mirando esa vez fijamente a su interlocutor.
-¿Desaparecer? ¿Cómo pueden decir eso? Había costado muy cara.
-Tranquilícese, se ha recuperado. Pero, como por casualidad, el nombre de Sarah ha desaparecido. ¿Se da usted cuenta?
-¿Ese nombre de Sarah figuró alguna vez en la lápida funeraria de mi bisabuela, reichsführer?
Himmler miró detenidamente en silencio a su mejor general y se percató de que era, con mucho, el más peligroso. Volvió a sentarse pesadamente.
-Está bien, Heydrich. Olvidémoslo.
Heydrich sonrió triunfalmente. Estaba diciéndose que también él poseía armas, pero que más valía aguardar una ocasión más favorable.
–¡Nos ciscamos en él! – gruñó Porta tapándose con la manía.
–¡Tomo nota: desacato! – gritó Lutze.
–Oye, ¿es que te pica el culo? – gruñó Hermanito-. ¿No ves que estamos durmiendo?
Porta soltó un sonoro pedo:
–Toma, lleva eso al comandante -dijo con una carcajada.
De todos modos, salté de la piltra, pues una desobediencia podía tener penosas consecuencias. Soltando tacos, me puse el uniforme. Todos se levantaban bostezando; Porta atrapó un piojo en su enjuto pecho de pájaro.
–Yo no puedo hacer nada antes de desayunar -masculló.
–A estas horas de la noche no lo harás, lo sabes perfectamente.
–Eso ya lo veremos -declaró Porta dirigiéndose hacia la cocina de campaña.
El suboficial llegó a toda marcha. El ranchero chilló lo suyo, pero todo el personal de la cocina estaba viento en popa. La puerta se cerró restallando sobre nosotros.
–¡Y hablan de la camaradería del frente! ¡Esos canallas no te darían ni una gota de café! Sin el café de la mañana todo anda mal. Eso es lo que la cultura nos ha dado a los alemanes. Dicen que Adolf nunca toma café por la mañana: señal de decadencia. ¡Claro que él es austriaco!
–Bueno, iremos a ver en la 3.a compañía. Su ranchero me debe dinero.
Llenos de esperanza, nos dirigíamos hacia la 3.a compañía cuando el teniente Weitz nos pillo a paso de carga.
–¡Ah, sois vosotros! ¡Ya era hora!
–¡Cálmate, Ulrich! – dijo Porta al febril teniente-. No porque lleves una gorra de pisos y cordones de plata tienes que chinchar a viejos camaradas. No hay prisa.
–¡Cabo Porta! Según el párrafo 165…
–También me cisco en el párrafo 165 -replicó apaciblemente Porta-. Así es que no te canses. ¿Has olvidado el día que te saqué del hoyo? Y si no hubiese demostrado ser un buen compañero, todavía estarías agitando el culo en el aire, sirviendo de cagadero a los gorriones.
–También yo te pagué -replicó el teniente calmado de golpe.
–¿Me diste propina, por un casual? ¿Sabes cómo castiga el reglamento a quien soborna a un soldado en filas? Mira, Ulrich, a pesar de tus cordones, nunca serás más que un burro.
Mientras se cruzaban aquellas lindezas, nos dirigíamos como quien no quiere la cosa hacia la cocina de campaña de la 3.a compañía. Porta sacó de su cama al ranchero Eichert quien, sin rechistar, nos hizo café en un infernillo de alcohol. El teniente, olvidando totalmente las circunstancias, devoraba un bocadillo de jamón mientras el ranchero conseguía de Porta un nuevo préstamo a interés fenomenal.
–¡Pero, bueno, hombre!¡Os habéis dignado venir! – gruñó el coronel Hinka una hora más tarde cuando nos vio en posición de firmes-. ¡Habéis tardado lo vuestro! Bueno, dejémoslo. – Extendió un mapa sobre su escritorio-. Misión especial para vosotros tres. Es menester que me entere de lo que maquinan los rusos. Sabemos que hay una unidad de carros en posición cerca de X. Iréis a explorar la línea enemiga entre X y Yersovka.
–Gracias a Dios el café me ha dado fuerzas -murmuró Porta.
–He avisado a la infantería. Cruzaréis el seto ahí -continuó el coronel sin hacer caso de la reflexión de Porta y señalando un punto en el mapa-. Poned vuestros relojes en hora. Son las 23,45. Dentro de seis horas, os presentaréis ante mi. Si rebasáis ese tiempo en media hora, habrá consejo de guerra. Así es que os sobra tiempo. Alguna pregunta?
–Mi coronel, pregunto, ¿cuál es la longitud de las líneas enemigas? El Führer asegura que se extienden desde el Polo hasta el mar Negro. OK podemos efectuar una ida y vuelta hasta el Polo en seis horas para decirle a usted la cantidad de petardos que posee Iván. Hay que ser justo.
–¡Basta ya, Porta! – dijo Hinka riendo-. El frente que debéis explorar es de cinco kilómetros.
–¡Cinco kilómetros! Entonces, ¿1.666,67 m para cada uno? Mi coronel, es cosa hecha.
La noche era de tinta y empezaba a nevar. Todos opinábamos que un poco de reposo no sentaría mal, y encontramos un matorral que se prestaba para una ronda de coñac francés. Me lo procuré un día en el Cuartel General del general Paulus; en esos sitios no suelen ser mezquinos.
–¡Lo que rajas! – gruñó Hermanito-. El garbeo de esta noche es muy poco para mí. ¿Por qué no ha pedido voluntarios Hinka? Hay un montón de cretinos que no buscan más que conseguir una condecoración.
–¡Vaya! Ya saldremos del paso.
–Sí. Pero a mí se me pone la piel de gallina y no de frío por cierto. ¿Te das cuenta de que tenemos siberianos delante? ¿Te hace tilín ser clavado en un árbol como la patrulla del 2.° regimiento de Carros?
–No hables de cosas desagradables, idiota ¿Qué hora es?
–Las doce menos cuarto.
–Entonces será mejor ir allá, aunque yo preferiría quedarme bajo este arbusto e inventar parte satisfactorio. ¡Es una lata esto de depender de militares!
Porta bostezó y se desperezó. Sin ruido, ganamos el no man’s land. Hermanito y yo cada uno bordeando un lado del seto y Porta un poco más adelantado. En la noche, se distinguía vagamente su flaca silueta.
De pronto, se oyó un débil tintineo como una funda de máscara de gas chocase con un fusil. Me arrimé a Porta, que se había quedado quieto detrás de un matorral.
–¿Has oído?
–Cállate. Tumbaos en la nieve -mandó amartillando su fusil ametrallador.
–¡Pero no irás a disparar, digo! – exclamé aterrado.
–Solamente si nos descubren.
Como sombras, cinco rusos salieron de la maleza, demasiado altos para ser siberianos. Eran gigantes de la estatura de Hermanito. Pasaron tan cerca que ni siquiera nos atrevimos a respirar. Se pararon un instante, escucharon… ¿Habrían visto nuestro rastro en la nieve? Empuñé la pistola… No; prosiguieron. El trasero de Porta petardeó con un ruido de granada que estalla.
–¡Cacho de cerdo! – murmuró Hermanito-. ¡Vas a despertar a todo el Ejército Rojo!
–No lo puedo evitar. Cuando tengo miedo pierdo el control de mi agujero de bala y los pedos salen como los de un chivo en celo. ¡He nacido así!
–Muy gracioso para los demás -gruñó el gigante-. ¡Por lo menos que te hagan una tapadera!
Dejamos transcurrir diez minutos para calmarnos los nervios, y luego tuvimos que continuar hacia el río reptando ante las posiciones rusas. Allí había un nido de ametralladoras. Porta se enganchó en una alambrada y los pedos volvieron a salir para nuestro mayor terror. Hacia el Sudoeste, una batería enemiga en avanzadilla. Un centinela gritó preguntando el santo y seña. A falta de otra cosa, Porta contestó con una obscenidad, el centinela replicó con una blasfemia no menos obscena y volvió a su escondite. Agazapados en un profundo hoyo, señalamos en el mapa lo que vimos. Misión cumplida, pero ahora se trataba de regresar intactos.
Compartimos entre los tres un cigarrillo de opio y, arropados en nuestros abrigos de nieve, fumamos en silencio. Muy lejos retumbaba el cañón; si no, el silencio hubiera sido completo. En el cielo oscuro seguimos la huella de los proyectiles de la defensa antiaérea, pero era tan lejos que no oímos los disparos. Aquella calma profunda era tan apaciguadora que olvidamos completamente dónde estábamos. Cada paso podía echarnos en brazos de una patrulla rusa y encontrarnos con un nagán en la nuca.
Pero he aquí que el sendero bifurcaba. Tras breve discusión, echamos por el camino de la derecha, pero al parecer había algo que no funcionaba
–Calma -dijo Porta-. Todos los caminos llevan al cementerio. Recto y volvemos. – De pronto, se paró y se quedó boquiabierto-. ¿De dónde diablos sale ese bosque?
–¿Qué bosque? – preguntó Hermanito.
–¡Imbécil! ¡Hasta un ciego vería que es un bosque! No lo entiendo; ¡no debería haber ninguno y, sin embargo, ahí está el maldito bosque ese!
–Nos hemos corrido demasiado a la derecha -dije mostrando el mapa-. Si hubiésemos echado por la izquierda, habríamos llegado a ese riachuelo, y no tendríamos más que seguirlo para topar con el 108 de Tiradores. ¡Ahora sólo el diablo sabe dónde estamos!
–Hay que preguntarlo a Iván -replicó Porta-, pero a estilo militar, porque ésos mienten que hablan.
Sentados en corro, nos preguntamos qué debíamos hacer. Hermanito sugirió meterse en el bosque, de momento para escondernos, y luego con la esperanza de descubrir allí algo.
–¡Tenéis suerte de que esté con vosotros! – se guaseo Porta-. Si nos metemos en ese bosque bolchevique y descubrimos algo que los jefes ignoren, nos van a acariciar la mejilla.
–Eso puede beneficiar más de lo que se cree.
–Bueno. En cierto sentido llevas razón, Továrishch Creutzdeldt. Estaremos a resguardo bajo los árboles y no es necesario contárselo todo a Hinka. En la milicia, cuanto menos se charla mejor. Eso alarga la vida.
Así es que entramos en el bosque. De pronto, un débil resplandor…
–¡Iván! – murmuró Hermanito con terror.
–Sven a la derecha, Hermanito a la izquierda -ordenó Porta-. Aquí de vuelta dentro de un cuarto de hora; ved si es una caverna o un bunker. Les cuesta estar ahí, puesto que se iluminan.
Un rápido reconocimiento y Porta surgió muy excitado.
–Nada difícil. Roncan como en tiempo de paz. Un poco más lejos, en el bosque, hay un carro de cuatro ruedas motoras que me parece debe ser una estación de radar. Lo guindamos y volvemos tranquilamente para la segunda taza de café con leche.
–¿Estarás chalado? Si es lo que dices, hay seis hombres de dotación, y si es un coche-radio significa que un Estado Mayor anda por los alrededores. Y donde hay un Estado Mayor, hay centinelas.
–Además, si lo guindamos, ¿qué dirección tomaremos?
–El camino que tomamos para venir. Nos equivocamos en la batería. Hay que rebasarla, y estamos en casa.
–¿Y te imaginas que van a dejarnos pasa por las buenas, porque lleguemos con un carro
–¡Hatajo de idiotas! Ni siquiera un comisario ruso sospechará que hay tres héroes prusianos en un carro de Iván. Arrojemos un tomate en el agujero antes de llamar a la.puerta.
Nuevo reconocimiento silencioso y volvimos a reunimos.
–¿Qué hay?
–Nada. Ni siquiera el SPW (Schützen-panzerwagen) con el que sueñas -dijo prudentemente Hermanito.
–¿Y lo has visto todo? – preguntó Porta receloso.
–¿Por quién me tomas?
–Por el mayor bandido del regimiento. ¡Hace tiempo que te conozco!
–Yo -dije- he estado a punto de toparme con cuatro tíos que dormían junto a un coche-radio de treinta y siete milímetros. Eso aparte, ni un alma.
–Allá, en un hoyo, hay tres que se tragan medio cerdo -añadió Porta-, y otros dos roncan bajo un toldo en el bosque.
–En total nueve hombres, y es un grupo de radio. Así es que añade un batallón en algún lugar del bosque. ¡Si empezamos a tirar granadas, adiós Ninón!
–¡No os caguéis en los calzones! Ese SPW (Schützen-panzer-wagen, half-trac) es un verdadero regalo. Hermanito, tú te encargas de los dos que están bajo el toldo; tú, Sven, te ocupas de los del hoyo, pero, por el amor de Dios, ¡no eches a perder el asado de cerdo! ¡Ya lo estoy saboreando!
–¡Eso no me gusta nada! Presiento que acabará mal.
–Futesas. Haz lo que te digo.
¿Nos habrían oído? Un oficial subalterno se asomó a medias del hoyo y dio una orden gutural a la dotación del carro. Una antena se elevó zumbando. Los acontecimientos se precipitaron. Porta lanzó un paquete de granadas contra los cuatro rusos del carro, que se desplomaron en un relámpago de fuego. Dentro del bosque ladró una ametralladora, y yo arrojé mis granadas en su dirección. Se produjo un silencio mientras Hermanito cuidaba de los dos hombres bajo el toldo. Desde el hoyo, crepitaba un «MPI». Arrojé una granada en la entrada, pero no lo bastante lejos, y los dos hombres con abrigos de pieles salieron con las manos a la cabeza. Les registré rápidamente; iban desarmados, lo cual era razonable de su parte. Les atamos en un periquete. Vi la cara de Porta asomar triunfalmente del vehículo.
–¡Eh, muchachos!¿Qué os dije? La mar de fácil. Tenemos taxi y prisioneros.
En el mismo instante, Hermanito echó cuerpo a tierra y soltó un montón de granadas en el refugio.
–¡Muerte en el infierno! – gritó Porta entrando-. Qué bien huele a vodka. Hacen juerga en plena guerra; ¿qué dice Stalin a eso?
Los restos del cerdo estaban sobre la mesa. ¡Comimos y bebimos! Pero Porta echó mano a una cartera llena de documentos y afirmó que eran cartas cruzadas entre generales.
–Una carta de un gran general a un pequeño general -explicó el pelirrojo.
–¿Cómo lo sabes? – pregunté asombrado.
–Lo sé todo. Escucha y verás:
Querido Steicker:
Haga salir a un oficial muy seguro de ese infierno a fin de exponer al Führer la catástrofe a que está abocado el Ejército tras la brecha rusa de Kalch.
Su afectísimo,
Schmidt.
–No es difícil entenderlo. Un mariscal de campo puede permitirse escribir «querido» a un general de división y terminar su carta con «su afectísimo». El general de división quedará halagado, ¡pero qué cara pondría el mariscal en el caso contrario! Es imposible. Muchachos, he aquí otra carta no menos interesante, pero en ésta se nota frialdad entre los corresponsales; se comprende en seguida.
Traído por oficial para el general Seydlitz.
LI. AK (51.° Cuerpo de Ejército).
Reorganización de las unidades siguientes; 16.a y 24.a Panzer Divisiones. 3.er Div. de Inf. 100.° Cazadores. 76.a, 113.a y 384.a Div. de Inf. Hay que emplear los medios más duros.
Heil Hitler!
–Pero ¿por qué se mete con la 16.a? – preguntó Hermanito estupefacto-. ¡Es nuestra división!
–¡Santa Magdalena de Omsk! ¡Tienes razón! ¿Cómo demonios están aquí en manos de Iván esas cartas de generales? – Porta hurgaba en los papeles-. ¡Esos brutos han cogido todo un saco postal de los nuestros!
–¿Y si interrogásemos a los prisioneros? Lo confesarán todo desde hace cincuenta años.
–Nada en absoluto. Regresemos pronto -dijo Porta empujando a los rusos dentro del carro.
Una vez bien cerradas las escotillas, el pesado vehículo tomó de nuevo el camino que hubiésemos debido seguir. Ningún ruso intentó pararnos. En cambio, nos dispararon alemanes cuando cruzábamos nuestras líneas.
–¿Les rociamos? – gruñó Hermanito maniobrando ya con su cañón.
–No hagas el imbécil -respondió Porta quien, con un elegante golpe de volante, condujo el carro justo frente a la puerta del PM. Prestamente, saltó de la torreta y dio un taconazo reglamentario ante el coronel Hinka.
–Se presenta el cabo Joseph Porta. Misión cumplida. Sin novedad digna de mención.
–¿De dónde viene ese carro? – preguntó el coronel pasmado, indicando la estrella roja de la torreta.
–¡Oh! Pues eso -respondió Porta con indiferencia- se lo hemos tomado prestado a Iván porque se nos hacía un poco tarde.
–Porta -exclamó el coronel-, basta de payasadas. Quiero un informe correcto.
–Informo a mi coronel: fue completamente por casualidad. La culpa la tiene ese maldito bosque bolchevique; de repente nos hemos encontrado delante de esa máquina de hacer chispas y ha habido que romperles la cabeza a algunos tíos para tomarla. En ruta, también hemos traído dos prisioneros, ladrones de sacos postales.
–¿Se burla usted de mí, cabo?
–Informo a mi coronel de que no se me ocurriría no tomarme la guerra en serio. Hermanito, vete a buscar a los dos ladrones. Diles que serán fusilados.
Los prisioneros fueron sacados brutalmente del carro por el gigante, y un teniente se apresuró a cortarles las ataduras.
–Pero, ¡estoy soñando! – dijo el coronel, que miraba con estupefacción a los dos rusos.
–Son dos auténticos Ivanes -aseguró Porta con un gesto de la mano.
–¿Quiere usted decir que ignora de veras el grado de sus prisioneros?
–Informo a mi coronel: esos dos Ivanes deben sufrir consejo de guerra por robo de correspondencia. Esto es serio, mi coronel; cuando estábamos en Torgau…
–¡Menos cuento! Uno de ellos es teniente general, y el otro, coronel.
Porta se quedó un momento pasmado y luego ya no titubeó: se cuadró ante los dos prisioneros.
–¡Lo que llega a hacerse en esta guerra! – murmuró Hermanito- ¡Pensar que acabo de dar de patadas en el culo a dos oficiales! Que el señor teniente general y el señor coronel me perdonen; no volveré a hacerlo.
Y se puso firmes como Porta.
Te juramos, Adolf Hitler, serte fieles.
August Wilhelm, príncipe de Prusia, 1933.
El SS obergruppenführer y jefe de la RSHA (Centro de Seguridad del Estado) Reinhard Heydrich recorría rabiosamente las oficinas del número 8 de la Prinz Albrecht Strasse, insultando a quienes encontraba a su paso. De un puntapié, abrió la puerta de su propio despacho antes de que el ayudante hubiese podido acudir y cogió el teléfono.
-¡Schellenberg! – ladró-. ¡Preséntese aquí en seguida!
Sin aguardar respuesta, colgó, apretó un botón, aguardó unos segundos, volvió a apretar y se balanceó enfurecido sobre la punta de los pies. En el altavoz retumbó una voz vulgar:
-Gruppenführer Müller, Gestapo.
-¡Está usted durmiendo, Müller! – chilló Heydrich-. ¡Le espero! ¡Y rápido!
Se desplomó en un gran sillón y esperó con impaciencia a sus dos jefes de sección. Un oficial de servicio abrió la puerta, dio un taconazo y anunció:
-SS gruppenführer Müller, Gestapo, y SS brigadenführer Schellenberg, SD, (Servicio de Seguridad).
Walter Schellenberg fue el primero en entrar. Iba, como de costumbre, de paisano, con un traje discreto gris oscuro. Gestapo Müller iba detrás de él, pero con un uniforme desaliñado. El ex cartero de Munich nunca pudo aprender a ser un oficial correcto. Schellenberg saludó sonriendo apaciblemente. Müller, siempre congestionado y vacilante, no sabía qué actitud adoptar.
–Buenos días, señores -gruñó Heydrich-. Espero que, por lo menos, hayan dormido bien. – Miró fijamente un instante a los dos generales SS y luego apuntó con su regla cuadrada a Müller-. ¡Usted! Mientras roncaba en su edredón, el Führer me telefoneó. Huelga decir que ha sido muy desagradable; mi paseo a caballo se ha retrasado media hora. El Führer me ha echado una bronca, ¿oye usted, Müller? ¡Me ha echado una bronca a mí! Y la culpa es de usted porque estaba durmiendo en lugar de hacer su servicio. ¿A qué hora llega usted a la oficina, por la mañana?
-A las 8.30, obergruppenführer.
-¿Sigue usted creyéndose en Correos, por casualidad? ¿Y añora la buena vida de cartero rural? ¡Entonces, dígalo! ¡No hay nadie tan fácil de sustituir como usted, Müller!
Müller se ponía colorado y, en aquel instante, aspiraba a todas las enfermedades, pues en verdad añoraba la vida de cartero.
–El Servicio secreto del Ejército ha interceptado un telegrama que el embajador de Bélgica en Roma ha mandado a su ministro de Asuntos Exteriores. Le revelaba, sencillamente, nuestro plan de agresión contra Bélgica y Holanda. ¿Qué le parece a usted?
-Conozco ese telegrama -dijo sonriendo Schellenberg- e incluso estoy seguro de haberlo entregado el mismo día en que nuestras tropas cruzaron la frontera holandesa.
-Lo recuerdo -replicó Heydrich con aire despreciativo-, y no chocheo, aunque haya gente que lo crea, pero, señor Schellenberg, de que sea YO quien esté al corriente de un asunto como ése o… el Führer, hay un matiz, ¿comprende usted, brigadenführer?
-Lo comprendo muy bien -dijo Schellenberg siempre sonriente y sin poder dejar de admirar en aquel instante el demonio que era Heydrich-. ¿Qué le pasa al Führer? – preguntó prudentemente.
-Lo de costumbre. Siempre secreto. ¿Qué se ha creído usted? Tiene sus planes como nosotros tenemos los nuestros. – Heydrich se volvió bruscamente hacia Müller-. Y usted, Sherlock Holmes, ¿qué sabe sobre todos nuestros traidores? El almirante Canaris, el embajador Ulrich von Hassel, el oberburgermeister Goedler, el comandante general Oster, y ese bandido hipócrita de general Beck?
-Obergruppenführer… -empezó Müller, balanceándose.
-¡Estese quieto! – chilló Heydrich, irritado.
El jefe de la Gestapo tartamudeó aún más.
–Todos esos traidores son seguidos día y noche.
-¿Ha puesto usted a otros sobre aviso, además de a mí?
-No, obergruppenführer; todo se lo mandamos bajo sobre lacrado.
-¿Y qué ha sido del sturmbannführer Axter de vuestra división 111/2? ¿También le ha hecho seguir día y noche?
-Todos están vigilados.
-Entonces -preguntó Heydrich con una sonrisa pérfida-, ¿ha tenido usted noticias de Axter desde ayer por la tarde?
Müller reflexionó un instante y respondió negativamente prometiéndose que el sturmbannführer Axter se las pagaría todas.
-¡Bueno, pues no volverá usted a tenerlas, amigo mío! Axter ha sido ejecutado esta noche en la Morellenschlucht y su cadáver ha desaparecido en los hornos crematorios de Oranienburg. ¡Pero se equivoca usted gravemente si cree que seguiré haciendo su labor! Pudo haber adivinado solo que un hombre que durante dos años ha servido en el Cuartel General del Führer, cuando se presenta de golpe en casa de usted es porque es un chivato. Ahora, ya se las compondrá usted para enterar de su desaparición al Führer. Eso es cuenta suya; yo me lavo las manos. ¿Entendido, Müller?
-Sí, obergruppenführer.
-¿Y qué pasa en Roma, Müller? ¡Debe usted sabérselas todas, en calidad de jefe de la Gestapo!
Gestapo Müller tragó saliva con dificultad.
-Sabemos que los belgas han mandado un informe sobre el plan de ataque y conocemos al agente que lo ha traído.
-¿De veras? – ironizó Heydrich inclinándose sobre la mesa-. ¡Eso es de adivino, Müller!
-Sí, obergruppenführer -murmuró el Gestapo-. El hombre ha muerto. Accidente de carretera; atropellado por un camión en la Via Véneto.
-¡Pero era un poco tarde!
-Hicimos lo que pudimos. No veo el porqué…
-Quiero creerle, pero imagino que estamos de acuerdo sobre el papel desempeñado en ese asunto por el almirante Canaris. Ahora bien: no olviden, señores, que por ahora el almirante es absolutamente tabú.
Sonrió fríamente jugando con su regla y prosiguió:
–Esta mañana el Führer ha nombrado a un zorro para custodiar a sus gallinas. Ha dado orden a Canaris de descubrir al traidor.
Müller y Schellenberg no pudieron por menos de soltar una carcajada. Heydrich se conformó con sonreír.
–Schellenberg, usted que está en buenas relaciones con el almirante, compóngaselas para intimar con él y dele un hueso que pueda ofrecer al Führer. Además, proporciónele auxiliares que pertenezcan a nuestro servicio; no estaría mal eso. Tenemos a la mujer de un oficial como secretaria en el 1V/2/B. Cédala al almirante; además, ella tiene un hermano en Inglaterra. Pero también es menester ayudar a ese buen hombre a descubrir los traidores; no me le figuro haciendo detener a su persona y al general Oster. Tiene usted gente segura en Roma, supongo.
-Sí, obergruppenführer; nuestra red es muy tupida.
-Bien -tronó Heydrich-. Podremos entregar gente al almirante. De las declaraciones se encarga usted, y si hace tonterías, volverá a pasearse, con la cartera al hombro, por los alrededores de Munich. Se lo digo yo.
Un día. El Viejo fue llamado por el jefe de la compañía, capitán Schwan, y cuando volvió a la trinchera, en seguida requirió a Heide.
–Julius -dijo-, la orden es atacar ese gran bunker que hace barrera delante de la acería. Te encargarás de ello con tu grupo. Nosotros os cubriremos con las ametralladoras. Tan pronto estéis al pie del bunker, se tratará de arrojar granadas por las troneras y luego habrá que meterse dentro. Tendréis cinco cargas magnéticas para cubrir las puertas.
–¿Estás loco? ¿Crees que pueden tirarse granadas como si fuesen huevos en troneras situadas tan arriba? ¡Es de delirio! Necesitamos un grupo de exploradores.
–Tienes que volar ese bunker; es la orden -replicó El Viejo-. ¿Cómo? Eso es cuenta tuya.
Heide soltó una blasfemia furiosa, pero sabía Perfectamente que El Viejo había debido protestar ya antes con el capitán respecto a aquella empresa de locos. No había más remedio, pues, que obedecer.
–Segundo grupo detrás de mí -ordenó Heide echándose el fusil ametrallador al hombro.
Tomamos por una calle, es decir por lo que debió haber sido una calle. Ahora aquello daba la impresión de una marmita gigantesca que contuviese no sé cuántas casas revueltas por un cucharón de cíclope. En un cubo, la cabeza cortada de un niño contemplaba el cielo, estupefacta. ¿Una granada o un sátiro? Por doquier cadáveres horrorosamente mutilados, casi todos de paisano; pocos de soldados. Reptábamos a través de las ruinas. Porta encontró un hoyo en un montón de escombros y se metió en él.
–Aquí me quedo -dijo emplazando su ametralladora-; es el sitio ideal para cubriros.
–Ni hablar -gritó Heide-. Vete allá. Soy el jefe del grupo y te ordeno que cambies de posición.
–¿Quieres que te parta la cara?
Una descarga enemiga precipitó a Heide junto a Porta.
–Daré parte al regimiento; puedes contar conmigo.
–Lo que quieras, pero entonces vuelve con vida.
El capitán Schwan llegaba corriendo a lo largo de la calle despanzurrada.
–¡Suboficial Heide! ¿A qué espera? ¡Adelante hacia el bunker!
Heide, con mirada torva, se incorporó a medias.
–Informo a mi capitán -atajó Porta-. Las ametralladoras emplazadas según las órdenes, listas para cubrir con su fuego.
–¡Adelante, suboficial! – chilló el capitán a Heide, a quien la impertinencia de Porta había enmudecido de furor.
–¡Ese maldito pelirrojo me las pagará! – tronó Heide borracho de rabia, abalanzándose hacia el bunker sin siquiera cuidarse de los proyectiles, tan dolido se sentía su ánimo de soldado.
Yo corría a saltitos, seguido de cerca por Gregor y el infante de Marina Ponz, recién llegado a la compañía y último superviviente de la flotilla del Don. El fuego de ametralladora crepitaba a algunos centímetros sobre el suelo. Empezaban a dispararnos con lanzagranadas; se trataba, pues, de llegar al pie del bunker antes de que ellos hubiesen rectificado el tiro. Un dolor de costado me impedía respirar. El corazón me palpitaba a estallar, y mordí la nieve de desesperación.
–¡Basta de remilgos! – gruñó Heide, empujándome-. Tienes que ser el primero en saltar, basura.
–¡No puedo! Mi corazón…
–¡Salta, asqueroso!
La ametralladora de Porta crepita y las balas se enquistan en las paredes del gran bunker. Detrás de una ametralladora, Porta era un hacha. Me encogí dispuesto a saltar, pero sentí un miedo atroz. El fuego estaba demasiado cerca… Brinqué… En el mismo segundo en que caí, los demás ya estaban a mi lado. El marinero llevaba el saco de granadas, pero ahora era él quien ya no podía más.
–¡Os podéis cagar encima de un pobre marinero! – gemía-. ¡Termino la guerra en este hoyo y me meo en el Führer, la patria y el Reich!
–¡Cállate ya! – rugió Heide-. Pero no cuentes con volver conmigo. ¡Me pregunto por qué el Führer nos chincha con su Marina!
Los lanzagranadas escupían, las ametralladoras tableteaban… Nos veían desde las ventanas superiores de la gran acería y sabían lo que significaba que el bunker sucumbiera. Era la caída de «Octubre rojo», orgullo de Stalingrado.
¡Pero lo peor estaba aún por hacer! Un talud que trepar, cogido por el fuego de ellos desde todos los lados. Heide fue el primero en lanzarse… Corrió por la nieve, saltó por encima de un matorral y desapareció bajo el bunker. Le grité al marinero:
–¿Te quedas o vienes?
–¡Canalla! – me contestó hundiéndose más profundamente en su hoyo.
Pegué un brinco enorme y aterricé junto a Heide, justo bajo la muralla del bunker, que nos dominaba con su colosal altura. ¡Tan colosal que creí que nunca la alcanzaríamos! Me agazapé detrás de un gran bloque de hormigón, donde n sentí un poco a resguardo.
–¡Tienes miedo, acojonado!-se burló Heide-. Trae las granadas.
–¡Las tiene el marinero!
Heide me miró estupefacto:
–¡No vas a decirme que estás aquí sin granadas!
–Las llevaba el marinero. Según tus órdenes. ¡Yo no soy lanzador de granadas!
–Eres el mejor de la compañía. ¡Vuélvete y ve a buscarlas!
–¡Pero estás loco! ¡No llegaré siquiera allí!
–¡Vuélvete! Es una orden.
–¡No! – grité-. ¡Estás loco! ¡Haz que venga el marinero que las tiene! Sé que arriesgo el consejo de guerra, pero vale más que la muerte segura.
–¡Aguarda un poco! Ese cobarde sabrá quién soy yo. – Se incorporó y percibió al marinero, que seguía agazapado en su hoyo-. ¡Vente acá con tus granadas! – chilló Heide soltando una ráfaga bajo la nariz del marinero aterrado, quien acudió pegando un gran salto, pero sin el saco.
–¡El saco, el saco! – rugió Heide empujando fuera del talud al marinero, que estaba lívido-. ¡Así es como hay que tratar a esos cobardes!
–¡Me has disparado! – gemía el marinero, tumbándose-. ¡Hubieses podido matarme!
–¡Era lo que me proponía!
Pero llegaron el legionario y Gregor con las minas. Preparamos febrilmente las granadas; cuatro granadas en torno de una botella de gasolina.
–Tú, Sven -ordenó Heide indicando la tronera más próxima-. Yo disparo para protegerte y tú lanzas los pepinazos.
–¡Pero si eso no sé hacerlo!
–¿Obedeces, sí o no?
Me arrastré detrás de él, justo bajo la tronera desde la que tiraba el cañón del bunker. Era imposible, alcanzar aquella hendedura que estaba a cuatro metros del suelo. Retrocedí un poco para tomar carrerilla. Una ametralladora de la fábrica me tenía bajo su fuego; el aire zumbaba en torno mío como un enjambre de avispas enfurecidas. Eché el brazo atrás, tomé impulso, pero me fallaron las fuerzas. El cóctel Molotov rebotó en la muralla y cayó al pie del bunker. Petrificado, lo contemplé rodar y ni siquiera oí a Heide, que se abalanzó sobre mí para empujarme al refugio. Explosión monstruosa. Una esquirla me arañó el brazo.
–¡Cacho de imbécil! ¡Ahora nos han localizado!
Me quedé jadeante; el brazo me ardía.
–Cuando te lo diga -susurró Heide-, corres como el rayo hasta la hendedura, botas sobre mi hombro y metes el pepinazo por la abertura.
Pese al fuego bien dirigido de Porta, el cañón ruso tronaba sin parar. ¡Heide estaba loco! ¡Me quedaría sin mano si llegaba a colar el cóctel a través de la tronera, sencillamente! Aquello se hacía con lanzagranadas, y nosotros no los teníamos. Protesté. El brazo me dolía cada vez más.
–¡Embustero! – gritó Heide golpeándome la herida-. Tienes un canguelo de aúpa y eres un cobarde. – Me agarró del hombro, me zarandeó, me pegó en la cara con el revés de la mano-. ¡Súbete a mi espalda, pero que en seguida!
Era bastante más fuerte que yo y, si me resistía, me mataría; me mataría por sabotaje y todo el mundo le daría la razón. Como en sueños, me subí a sus manos cruzadas y salté sobre su hombro. Quité con los dientes el seguro de la granada y la pasé por la tronera, pero asomó una culata que rechazó violentamente el artefacto. Perdí el equilibrio, intenté enderezarme, arrastré a Heide en mi caída y, en una nube de nieve, rodamos talud abajo hasta el hoyo donde estaba emplazada la ametralladora de Porta.
–¡Hijo de perra!¡Lo has hecho adrede! – rugió Heide fuera de sí-. ¡Pero me las vas a pagar y caro!
Loco furioso, sacó su cuchillo de trinchera y, echando espumarajos, se abalanzó sobre mí. Aterrado, trepé el talud sintiendo en el cogote el cálido aliento de aquel frenético y, pegando un gran brinco, me lancé entre el legionario y Gregor. El loco tiró el cuchillo en mi dirección y agitó amenazadoramente el puño hacia el bunker que escupía fuego.
–¡Aguardad un poco, salvajes mogoles! – gritó con voz ronca.
Empuñando una mina «T», se abalanzó hacia la muralla, se agarró a algo que apenas sobresalir se aupó con una fuerza inaudita, pero se desprendió y cayó. En un segundo estuvo de pie, y salió de nuevo, loco de rabia, hacia el hormigón. Trepó…, ¿cómo? Nadie lo supo. La mina atada a una correa le colgaba del cuello. Si en su rabia demente arrancaba la espoleta, no quedaría hada de él.
–Loco de atar -murmuró Gregor siguiendo con la mirada al nazi fanático.
–Sí, pero un buen soldado -dijo el legionario con admiración-. Se merece la Cruz de Hierro.
Heide había llegado a la tronera. Se agarró del cañón que asomaba, se columpió como un mico; se quitó la pesada mina y la empujó fríamente, través de la hendedura; luego, se dejó caer y, pesa la altura de la caída, en seguida estaba de pie
–¡Pronto! ¡Por el otro lado! – gritó corriendo en la dirección opuesta.
El legionario, Gregor y yo apenas habíamos rodeado el bunker, cuando la pesada puerta se abrió delante de una silueta cubierta de sangre. El legionario, a la velocidad del rayo, le chafó la cara de un culatazo, dio un puntapié al cadáver y entró corriendo en el bunker, que semejaba una carnicería. Nos agazapamos detrás de las cajas de municiones; sobre nosotros tronaba un cañón.
–Marinero, corre hacia Heide y le dices que estamos en este ataúd -ordenó Gregor-. ¡Y rápido! Si no, nos endosa otra mina. Está bastante loco para hacerlo. ¡Lárgate, canalla! – le chilló al marinero reacio, que salió y topó con Heide.
–¿Qué hace usted aquí, presumido? ¿Por qué no está ahí arriba con Iván?
Me golpeó con el cañón de su pistola.
–Toma la escala. ¿Quieres ser oficial? ¡Entonces, demuestra lo que sabes hacer, asqueroso!
Sin decir palabra, agarré la estrecha escala de hierro que llevaba al piso de arriba, abrí con precaución la trampilla y eché una mirada al primer piso. Rusos tumbados en el suelo. El cañón retumbaba sin parar. El terror me oprimió la garganta: en las gorras relucían las letras siniestras NKVD Jadeando, bajé de nuevo rápidamente y me encontré junto a Heide.
–Pero, ¿qué te pasa? ¿No has lanzado el pepinazo?
–¡Allá arriba! – dije sin resuello-. ¡Hay lo menos mil NKVD!
–¡Dios! – rugió Heide agarrando un paquete de granadas, subió la escala como un mono, abrió la trampilla, lanzó sus explosivos y se tiró abajo, de bruces. Un estallido retumbante nos ensordeció-. ¡Vamos, seguidme!
Esta vez, el legionario iba al frente. Con gesto brusco, quitó la trampilla y roció a bulto. Allí todo estaba muerto, pero había otro piso más, otra escala. Sonó un tiro de pistola… La bala rozó mi casco. Un teniente ruso me apuntó con su pesado nagán. En un relámpago, vacié mi cargador en su cara, que se tornó una papilla roja. Un sargento NKVD, condecorado con la Orden de Lenin, echó atrás la mano con una granada, pero fue ensartado por la bayoneta del legionario. Había que liquidar a los heridos; no se podía hacer de otro modo. Un siberiano luchó hasta morir. Habíamos visto a otro, herido, que se levantó la tapa de los sesos cuando un sanitario se inclinaba sobre él para auxiliarle.
Me tocó a mí trepar la escala siguiente, pero, aun antes de llegar a ella vi una jeta mogola que asomaba por la trampilla. Literalmente hipnotizado, contemplé la medalla de esmalte rojo en su gorro de pieles, metí dos dedos en sus fosas nasales y le atraje hacia mí. Heide le mató mientras caía y, luego, yo arrojé mi cóctel Molotov. La presión del aire me echó atrás. Todo bailaba ante mis ojos; las granadas estallaban… Alaridos, gemidos… Luego, el silencio cayó sobre el bunker humeante.
Derrengados, nos tumbamos en el suelo y bebimos el agua que servía para enfriar las ametralladoras rusas. Y, ¡oh asombro!, vimos a Heide lavarse en un cubo de agua. Sin decir palabra, se peinó, se cepilló el uniforme, se ajustó el equipo, y hele aquí de nuevo convertido en el prusiano glacial que apestaba a corrección.
La 3.a compañía fue relevada y debía ocupar el bunker. En tiempo de paz, aquel bloque era una especie de centinela donde trabajaban presidiarios; encontramos a varios de ellos, muertos de un balazo en la nuca. Los políticos llevaban un círculo verde en el pecho y la espalda; los criminales, un círculo negro. Prudentemente, caminamos de pieza en pieza por el bunker, evitando trampas diabólicas. Si se abría una puerta sin prestar atención, si se caminaba sobre una tabla mal ajustada, se volaba en una explosión retumbante. Los siberianos NKVD eran de un fanatismo inverosímil. ¡No había cuartel ni de un lado ni del otro y, sobre todo, sobre todo, no se debía caer prisionero! La menor de las torturas inventadas por aquellos hombrecillos de ojos oblicuos consistía en colgar a su cautivo, enteramente desnudo, de una ventana, atado con alambre en torno a los tobillos… Eran menester aproximadamente seis horas para morir.
Ahora, era el ataque a la cacería propiamente dicha. Un regimiento DO (lanzadores de cohetes) emplazó sus ingenios infernales. Si disparaban veinticuatro cohetes a la vez, parecía el fin del mundo. Atacamos con la pala, a la bayoneta, ensartamos, matamos, chapoteamos en sangre, pero los siberianos no se rendían. Avanzando, les oíamos dialogar con su Estado Mayor. El noveno día del ataque, notificaban:
«Aquí punto de apoyo ”Krasni Oktiabr”. Está agotado el suministro. Tenemos hambre. Solicitamos permiso para rendirnos.»
La respuesta fue inmediata: «Bajo ningún pretexto. Luchad como verdaderos soldados soviéticos y olvidaréis el hambre.» Tras otros cinco días de combates desesperados, los siberianos, copados, notificaban de nuevo: «Aquí ”Krasni Oktiabr”. Sin bebida alguna, morimos de sed. Muchos se han suicidado. Esperamos órdenes.» Respuesta tan inmediata como la repetición del reglamento: «Soldados, ha llegado el momento de demostrar que sois dignos de servir en el Ejército Rojo. Vivid por vuestra fe. La mirada del mariscal Stalin no os abandona.»
Los heroicos soldados siberianos combatieron aún tres días con un fanatismo acrecentado, y por última vez notificaron: «Municiones agotadas. Solicitamos permiso para capitular.» Respuesta inmediata: «Camaradas, la Unión Soviética os da las gracias. Seréis citados en la orden del día del Ejército. Capitulación denegada. Un soldado soviético no se rinde nunca. Los obreros y los campesinos os saludan. ¡Frente rojo!»
Sobre la medianoche, salieron con la bayoneta calada, lanzando roncos alaridos. Sus oleadas caían bajo el fuego de nuestras ametralladoras y los escasos supervivientes que llegaban hasta nosotros seguían luchando cuerpo a cuerpo. Nosotros combatíamos rabiosos por la idea de los cadáveres desnudos colgando de las ventanas. Era matar o ser matado; lo sabían ellos y nosotros lo sabíamos. Clavé mi bayoneta en el vientre de un oficial de dos estrellas de oro y, en mi furor, le aplasté el rostro. No era mucho mayor que yo, pero me habría colgado de la ventana con alambre en los tobillos si aquel día nos hubiésemos rendido en el sótano de la fábrica en lugar de habernos podido escapar. La 3.a sección tuvo menos suerte… Una hora más tarde todos nuestros camaradas se balanceaban desnudos en las ventanas.
Por fin, penetramos en el vestíbulo de la gran acería y corrimos hacia los ascensores. Bajo las grandes máquinas, soldados de ojos rasgados yacían muertos o moribundos. Estos últimos aguardaban a la muerte en silencio; sabían que no daríamos cuartel. Nos abalanzamos hacia las cajas de los elevadores. Unos siberianos soltaron las barras de hierro y se desplomaron en el suelo gritando. Otros se volvieron locos y se arrojaron por las ventanas. Pero al anochecer, la inmensa fábrica «Octubre rojo» era conquistada pese a todo. Sólo que la resistencia heroica de los soldados siberianos seguía siendo un ejemplo inolvidable. Hasta el final de la guerra, cuando una sección se encontraba en apuros, se decía: «Acordaos de ”Octubre rojo”.»
Porta, sentado en el banco de un tornero, descansaba leyendo un diario del Ejército.
–Entonces, ¿qué hay de nuevo? – preguntó Hermanito-. ¿Nada malo?
–No. La Armada ha hundido un montón de buques. Inglaterra está casi derrotada.
–No comprendo -dijo Gregor-. Desde lo de Polonia, nos dicen que Inglaterra está derrotada. Entonces, ¿por qué esos memos no capitulan? Ya no tienen barcos, no tienen manduca y, no obstante, bombardean nuestras ciudades todas las noches. ¿Entonces?
–Todo es «ultrasecreto» en tiempos de guerra -declaró solemnemente Porta-. ¡Toma! ¡Esto sí que es interesante! Escuchad: «En Stalingrado, nuestros soldados luchan furiosamente como verdaderos héroes del Ejército alemán. Los hombres del VI Ejército pasarán a la Historia como los más valientes. Dios está con nosotros. Los héroes de Stalingrado combaten con la Biblia en la mano.»
–¡Basta! – gritó Gregor-. ¡No aguanto más esas frases! ¡Me dan ganas de cagar!
–¡Jefes de sección, por aquí! – llamó el capitán Schwan desde el otro lado de la sala de máquinas.
Era la orden de montar la guardia del siniestro edificio de la GPU, donde el general jefe Paulus y su Estado Mayor hacían la guerra sobre un mapa en una cueva. ¿Acaso sospechaba el general lo que sufrimos cuando estábamos en el fregado? Él y su Estado Mayor no sabían nada del hambre, del frío, de las torturas; hacían la guerra como se la enseñaron en la Escuela de Guerra. Para ellos, la batalla de Stalingrado, era un Kriegspiel en serio
Uno tras de otro, echamos por la calle de la Revolución, donde las cosas todavía estaban más o menos en pie. Allí sólo habían caído granadas perdidas. Una larga fila de paisanos que huían nos adelantó, transportando heridos en colchones. Salían chiquillos corriendo de alguna ruina y se acercaban a mendigarnos pan, que le dimos por compasión. Un chico tocado con un gorro de Infantería alemana y armado de un sable ruso cogió la mano de Hermanito.
–¡Gospodín soldado!¿Quieres ser mi padre?
–Conforme, amigo -dijo Hermanito sonriendo y subiéndose al chico al hombro-. ¿Cuántos años tienes?
–No lo sé; soy viejo. – Le rodeó el cuello a Hermanito con el brazo-. Gospodín soldado, ¿quieres ser también el padre de mi hermanita?
–Con mucho gusto -respondió el gigante, conmovido, dejando al niño en el suelo.
–¡Voy a buscarla! – gritó el pequeño, que salió a todo correr.
Silbó una granada… Todo el mundo echó cuerpo a tierra. Tras la explosión, nos incorporamos y proseguimos, pero en medio de la calle yacían en un charco de sangre un gorro de Infantería alemana y un sable ruso retorcido.
Al cabo de dos días de guardia en los edificios de la GPU nos relevaron para mandarnos al cuartel de Infantería, y Porta fue nombrado cabo primero.
–¡No es posible! – gritó el suboficial Franz Krupka señalando la bocamanga de Porta-. ¡Cabo primero, tú! ¡Eso, muchacho, es el camino para mariscal, pero ya sabes que los nuevos galones se remojan!
–Qué más quisiera yo -respondió Porta con tono agrio-. ¿Puedes decirme cómo? Aquí no hay más que la nieve de los soviets.
Los dos compinches hacía años que se conocían, por ser del mismo reemplazo y habitar en la misma barriada de Berlín. Krupka calibró a Porta con la mirada y se secó la nariz helada, pero recosida. Antes no era lo que se dice guapo, pero ahora estaba horrendo.
–¡Oye! Sé dónde encontrar lo que hace falta para bautizar tus galones, pero si lo dices, habrá follón.
Porta levantó tres dedos:
–Desembucha, canallita; te lo juro.
–Bueno; pues ese cerdo de Wilke tiene cuatro cajas de vodka de Crimea que birló en una cantina.
–¡Señor!¡Con eso se puede ganar una guerra! Voy corriendo a verle. Vamos a ver a quién invitamos -dijo sentándose sosegadamente sobre un obús del 42 sin estallar. Pensativo, mordisqueó un trozo de lápiz-. En primer lugar, yo. Y, naturalmente, tú; es normal. Luego, El Viejo y Gregor. Con Hermanito estamos obligados, aunque se porta que da asco cuando está bebido. Preferiría que Heide no viniese; estropea el aspecto de la mesa, pero no hay medio de zafarse de él. Habrá que echarle cerveza en su vodka y nos libraremos de él en cinco minutos. Además, Sven y el legionario. Nadie más. Toma, ahora caigo en que ese medio francés me debe un paquete de cigarrillos de opio; está tan pelado que huele a moho. Nada que hacer con deudores de este tipo. ¿Ves tú? Hace falta un contable en las secciones del frente. ¡Puedes estar seguro de que el día en que los judíos luchen, habrá uno!
–Dices verdad. Nada más que ayer, estuve en la 7.a compañía para recibir tres paquetes de grifa. El feldwebel Pinsky, ese cerdo, me los debía, ¿y a que no sabes lo que se ha permitido el muy bandido? ¡Se ha hecho fusilar sin devolvérmelos! ¡Se ríe de mí, ahora, dentro de su fosa! Ya he intentado hacer que pague su sección, pero me han mandado a hacer puñetas con mi agradecimiento! Ahora, ya no presto nada, ni al ciento por ciento
–¿De verdad hay gente que da eso? – preguntó Porta muy interesado.
–No lo sé, pero estaría bien en vista de los riesgos que se corren. Mira, tenía un crédito de un oficial, una herencia de la Infantería. Sólo eso hubiera debido mosquearme, pero uno se fía de los caballeros. ¡Que te crees tú eso! ¡El tío se arrojó sobre un «T 34» para conseguir la Cruz de Hierro! ¡Fíjate qué imbécil! Naturalmente, el carro le planchó. ¡Así aprenderé!
–Los tiempos son duros para los hombres de negocios -gimió Porta-. Bueno, me largo. Hasta esta noche, a las ocho, en la sala 23.
Cantando a voz en cuello, bajó la calle del cuartel y se cuadró ante un mayor, pensando en su vodka. De camino, saludó con igual corrección a un árbol en cuya rama se columpiaba un teniente y, por último, después de buscarle un rato, dio con el gordo Wilke que estaba en plena preparación del rancho.
–Oye, Wilke, ¿sabes la noticia? – dijo Porta abriendo su pitillera de oro macizo, herencia de un general muerto en el frente.
–¡Oh! Basta de noticias, imbécil. Estoy de noticias hasta aquí. Prefiero pensar en el hotel que haré construir después de la guerra.
–¿Un hotel? ¡Estás soñando! Acabo de echar un vistazo a un mensaje ultrasecreto. Luchad hasta el último soldado y el último cartucho; tales son las órdenes del Führer. ¡Te apretarás las nalgas en las minas de plomo de Kolimá pensando en tu hotel! – se burló Porta, quien devoraba un salchichón birlado con mano experta-. Oye, Wilke, hablemos en serio. ¿Qué dirías de largarte a hurtadillas en avión?
–¡Tonterías! – gruñó el ranchero-. ¡Vaya pregunta!
–Oye -dijo Porta bajando la voz-, ayer estuve donde el comandante y me dieron un informe interesante. Nosotros, cabos primeros, conocemos gente en todas partes, conviene que lo sepas. De momento, no hice mucho caso, pero luego pensé en mis amigos rancheros; se trataba de todos los rancheros de Stalingrado.
–¿Qué cuentos son ésos?
–No me creas, si no quieres. Era una orden de la Intendencia general para nombrar a un ranchero muy cualificado para formar a otros en la Escuela Militar de Cocina de Stettin. – Porta miró de soslayo al gordo Wilke, cuya atención se iba haciendo más sostenida-. En seguida pensé en ti, ¿comprendes?, porque somos viejos amiguetes. ¿Te acuerdas del día en que te encubrí como un verdadero camarada, cuando tenía que controlar las raciones individuales de Paderborn, y descubrí que todas tenían la mitad de su peso? ¡De cumplir con mi deber, hubieras ido a parar a Torgau y allí te hubiera estrangulado el amigo Gustav!
–¡Ah, no des la lata! ¡Como si no te hubieses hecho pagar por aquello! ¡Un verdadero usurero y un chantajista, eso eres tú!
–Bueno, bueno; en este mundo todo se paga. Pero, volviendo a lo nuestro, ¿qué dirías de largarte de aquí para ser profesor en Stettin?
El suboficial se pasó la mano por la frente y miró a Porta con recelo. Porta le había tomado el pelo varias veces, pero, ¿y qué? Quizá se presentaba la oportunidad de su vida.
–Dime -comenzó con precaución-. Tú sabes que estoy casado y tengo dos hijos… Ese cuento de la escuela, ¿es verdad o no?
–Siento de veras no ser ranchero -declaró solemnemente Porta abriendo de nuevo la pitillera de oro del general fallecido-. Cuando vi la petición que hacía la Intendencia general al VI Ejército, pensé en ti y le dije algo a un amigo que lo decide todo en el mando del personal. ¡Un cabo primero como yo! – añadió orgullosamente-. ¡Vaya suerte tienes!
–¿Gratis? – interrogó el ranchero que estaba todavía receloso.
–Amigo mío, ¿qué se da gratis en este mundo? Mi camarada del personal pide una caja de vodka, nada más; pero yo, que soy tu amigo, no pido nada. ¡Soy así!
El cocinero reflexionaba intensamente. Ya se escuchaba zumbar el motor del «JU 52».
–Sólo que es menester ponerse bien de acuerdo -continuó Porta acomodándose sobre la tapadera caliente de una marmita-. Es ultrasecreto, ¿no? Si dices algo, ¡estoy aviado! La moral es mala, incluso malísima, y Adolf se ha dado cuenta de golpe que los cocineros son muy importantes para la guerra. Ahora, están buscando rancheros cualificados para adiestrar a los de las SS, que son unos borricos.
–Pero, entonces, ¿por qué no van a buscarlos directamente en Stettin? – replicó con el mayor buen sentido el gordo Wilke, escéptico-. ¡Allí se las saben todas sobre la manduca!
–¡Escucha! Tengo quehacer y no puedo perder el tiempo. Sencillamente, quería nacerte un favor. Si te interesa, tienes que decirlo; si no, le paso el chivatazo al ranchero del 76; ése pagará mejor que tú.
–¡Pagar! ¡Pero si dices que es un favor de amigo! ¡Estamos a toma y daca!
–Por mí, sí, pero en cuanto a mi compañero, ¡tu desquite te lo puedes meter en el culo y hacerle salir de nuevo peyendo! ¿Sabes qué me ha dicho, además? A causa de las pérdidas sufridas aquí, todos los inútiles van a ser enviados a primera línea. Se avecinan tiempos espantosos, aquí, en la marmita. En tu lugar, preferiría calentarme las nalgas en el «JU 52».
El gordo cocinero se pasó la mano por su cráneo calvo. Se decía que perdió el pelo reflexionando sobre cómo disminuir las raciones, pues todo el mundo sabía que era el ladrón más grande en veinte kilómetros a la redonda.
–Te lo diré todo -continuó Porta implacablemente-. Los rancheros de las compañías deben ser trasladados, y las compañías se encargarán ellas mismas de la manduca. Para ti, sin embargo, es probable que sea peor, pues eres suboficial. ¡Bueno! Tengo prisa, Herbert; el deber me llama. Como ves, me han hecho cabo primero, y eso trae consigo nuevos servicios para con el Gran Reich. Sí o no: ¿te interesa Stettin?
–¡Claro que me interesa! ¡Sería un cretino, si no!
–Entonces, voy a decírselo en seguida a mi compañero, pero acuérdate de la caja de vodka. Oye, Herbert, ¡hay que comprender las cosas! – dijo Porta al ver que el ranchero torcía el gesto.
–¿Cómo sabes que tengo vodka? ¡Estafador! ¡Bandido!
–No te excites tanto. Hay mucha gente que se mordería los dedos por haberme insultado, pero no te guardo rencor. ¡Dispensa la molestia y hasta la vista!
Su corpachón se levantó y echó a andar despacio hacia el cuartel.
Una bala llega volando,
¿será para mí o para ti?
tarareaba Porta sin acortar el paso, pero oyendo que alguien corría detrás de él.
–Aguarda un poco -gritó Wilke-. ¡Comprenderás que ha sido una broma!
–Basta ya. Contesta escueta y militarmente. ¿Te interesa, sí o no?
–¡Y de qué modo! – respondió con rabia el suboficial-. Ven, voy a darte la vodka.
De un cinco toneladas, Wilke sacó una caja escondida bajo un toldo. Estaban todas las botellas, y de tan emocionado, el ranchero tendió a Porta dos botellas de propina.
–Y el resto de la provisión es tuyo tan pronto mi culo esté en el avión.
Abrazo del cocinero. La caja estaba segura sobre el hombro de Porta y las dos botellas sonreían fuera de sus bolsillos. En la 3.er compañía, Frank Krupka se negó a dar crédito a sus ojos.
–¡No le habrás amenazado con tu «MPI»! ¡Hace dos meses que trato de echar mano a esa vodka!
–¡Idiota! ¿Acaso se empuña la pistola para atracar un Banco? La guerra psicológica, camarada, es una cuestión de plomo en el cerebro.
Por la noche. Porta llegó hasta nosotros vistiendo el traje y la corbata blanca de un barón rumano, con monóculo al ojo. ¡Menuda borrachera! Krupka fue el primero en caer bajo la mesa, y el siguiente fue Gregor. Hermanito, de pie sobre la misma mesa, se empeñaba, en demostrar sus talentos de socorrista y se había quitado las botas de Infantería.
–¡Pedid auxilio -dijo-, y yo acudo en vuelo planeado desde arriba del puente para socorreros!
–¡Socorro!
Sonó un alarido.
–¡Ahora voy, camaradas! – Saltó y aterrizó con el ruido de un cinco toneladas que revienta-. ¿Por qué no habéis dicho que el agua estaba helada? ¡No soy ningún rompehielos!
El Viejo blandió un hacha sobre la cabeza de Heide, que cloqueó de terror. Porta, tumbado sobre la mesa, se tronchaba pensando en la jugarreta hecha al gordo Wilke, y trataba de vaciar un cañón de fusil lleno de una mezcla de aceite, pólvora, vodka y algo más hallado en la cocina de campaña, haciendo alarde de no vomitar aquel horrendo brebaje. El legionario le nombró cabo por la gracia de Dios y Porta sollozó enternecido.
–Eres mi amigo, mi verdadero amigo -murmuró Heide borracho perdido, besando la pata de la mesa.
El Viejo quiso salir porque necesitaba aire fresco, y una vez fuera se creyó en el cielo. En cuanto al legionario, pidió a un general que residía en la estufa que le mandara inmediatamente a Sidi-Bel-Abbés, y se puso de rodillas para implorar a Alá.
Solamente el gato de Porta, que no estaba borracho sino sentado sobre su trasero, nos contemplaba a todos con soberano desprecio.
El obergruppenführer Heydrich entró en el despacho de Himmler quien le indicó una silla frente a él.
-Obergruppenführer -comenzó Himmler sin preámbulo-, dicen que tiene usted fichas relativas a toda persona perteneciente al Partido, a las SS y al Ejército. Se dice también que usted califica ese fichero de explosivo. ¿Es exacto?
-Absolutamente exacto, reichsführer. En tanto que responsable de la seguridad interior y exterior, mi deber consiste en saber todo acerca de todo el mundo.
-Interesante -dijo Himmler con una sonrisa helada-. ¿Por casualidad tiene usted una ficha que me concierna en su caja de explosivos?
-Es posible, reichsführer, pero no he tenido tiempo de examinar personalmente cada ficha. Sólo lo hago cuando conviene. Por lo demás, es mi homólogo de Moscú quien me ha dado esa idea.
-Una idea maravillosa -afirmó Himmler con tono agrio-. Bueno, dejemos eso. ¿Qué hay de nuevo en el Vaticano, obergruppenführer?
-El reichsführer seguramente está mejor informado que yo al respecto -replicó Heydrich con amable sonrisa.
-¿Qué quiere usted decir? ¡No lo comprendo!
-¿Acaso el general Bocchini no es uno de sus buenos amigos? ¿El jefe de la Policía italiana en Persona?
-Como siempre, está usted bien informado -gruñó Himmler, irritado y sin ningunas ganas de hacer oficiales sus relaciones con el general Bocchini.
-Hace tres semanas, mandó usted al general Bocchini un pedazo de leña vieja.
Himmler se irguió encolerizado y sus labios se pusieron más delgados aún.
-¡Se pasa usted de raya, obergruppenführer! Ese «leño viejo» es un trozo de roble de Wotan. Mis expertos lo buscaron durante mucho tiempo y mandé un pedazo de roble sagrado al general Bocchini en testimonio de nuestra amistad.
-Lo comprendo muy bien, reichsführer. Desgraciadamente, Su Excelencia metió el roble sagrado en su chimenea de Roma -dijo Heydrich, sonriendo-. Me han contado que el jefe de la Policía italiana había creído que el reichsführer le gastaba una broma pesada. Un día de éstos, recibirá usted un trozo de la cama de Rómulo, regalo de Su Excelencia.
Himmler palideció y sus manos se crisparon de rabia.
-¡Ese puerco italiano! – tronó-. ¿El roble de Wotan como leño en su chimenea? – Se sentó pesadamente-. Obergruppenführer, ¿tiene usted una ficha sobre ese payaso italiano?
-La tengo sobre todo el mundo.
-Bien, Heydrich. Haga usted que esos informes lleguen al Duce, pero, sobre todo, ¡que no se sospeche que el tiro sale de aquí!
-He comprendido perfectamente -respondió Heydrich con una sonrisa peligrosa.
–Me pregunto qué maquinará Iván -murmuró El Viejo corriéndose hacia nosotros-. Ahí enfrente, hay jaleo; ¿cuántos cartuchos tenemos?
–Cinco mil y balas trazadoras con que echar abajo a todo un regimiento.
–Con tal de que nos saquen pronto de aquí dijo El Viejo mirando con recelo las líneas enemigas-
–¿Quién dice que vendrán a buscarnos? – replicó Porta-. Nosotros somos quienes les esperamos, nada más. ¿Ves tú?, ya no creo en absoluto que tengan intención de venir a buscarnos; si no, ya lo habrían hecho. ¿No habéis notado que cada vez llegan menos aviones de transporte?
–¡Tú estás loco! – gritó Gregor-. ¡Dejar que copen a un ejército! ¡Alemania no puede de ningún modo permitirse eso! ¡Un millón de hombres es algo, de todos modos! ¡Adolf sería un demente!
–¿Y quién dice que no lo es? – prosiguió Porta con indiferencia-. Date cuenta de que ya no somos más que algunos ciertos de miles, y la mayoría soldados que no sirven para nada. Adolf lo ha comprendido bien. El VI Ejército ya no vale ni gorda, y Paulus siempre ha sido un derrotista. No se arriesga gran cosa regalándoselo a Iván. ¡Yo hace tiempo que lo he comprendido! Nos han transformado a todos en héroes de Wagner, aquí, en Stalingrado, y dentro de cincuenta años, esto quedará muy bien en los libros de historia. Un ejército entero sacrificándose por el Führer, ¿os dais cuenta? Libros con cantos dorados y, naturalmente, con láminas. ¡A ver qué otro jefe de Estado podrá decir otro tanto!
–Cállate ya -susurró El Viejo mirando por encima del talud de la trinchera-. Pasa algo en casa de Iván.
–Es el cambio de guardia -dijo tranquilamente Porta.
–Nada bueno -masculló El Viejo-. Mi olfato no me engaña nunca. Iván prepara una marranada. – Ansioso encendió un cigarrillo de opio y aspiró profundamente-. No se hace tanto para un cambio de guardia. Gregor, vete donde el jefe de la compañía; hay que informarle.
–¡Calma! – dijo Porta-. Espera un poco. Son casi las 10,30. Iván nunca viene tan tarde.
A las 13 en punto, la tierra retembló bajo el fuego de lo menos mil baterías emplazadas detrás de las líneas rusas.
–Esta vez, va en serio -gritó Gregor, asustado, metiéndose en un bunker.
Porta y yo seguimos en el fondo de la trinchera con la ametralladora. Allí se estaba tan seguro como en un bunker, pero había que dominarse los nervios y no verse aquejado de la fiebre de las trincheras, esa extraña psicosis que ha costado la vida a muchos soldados. Porta sonreía para calmarme. El gato se arrimaba a él; ¡entendía de ataques y tenía tanto miedo como nosotros!
La primera gran granada «Haubitz» cayó ante la trinchera cubriéndonos de tierra y de acero. El aire resonaba como bronce, y la descarga siguiente ya estaba en camino. El jefe de la compañía cogió el teléfono y habló con voz entrecortada.
–Aquí el capitán Schwan, 5.a compañía. Tiro de cortina sobre nuestras posiciones. Caen proyectiles del 52 frente a mi bunker; preveo un gran ataque y pido apoyo de artillería.
El coronel Hinka respondió con su calma habitual:
–Es un poco exagerado, mi querido Schwan; no pierda la cabeza por un poco de artillería. Eso va a remitir, ya lo verá. Si se pone peor, le mandaré una batería de cañones automotores.
Schwan tiró el auricular blasfemando, desenfundó la pistola, se metió el cuchillo de trinchera en la bota y corrió a lo largo de la zanja de comunicación. En los bunkers, los hombres esperaban… ¿Cuándo llegarían «aquéllos»? Nadie habla. Todos miraban a las troneras, con las armas a punto. Esperar…, esperar… Es lo más atroz durante un machaqueo y puede desmoralizar a los más fuertes. Hermanito tocaba la armónica como solía hacer en esos momentos; su gran pie marcaba el compás; pero nadie podía oír lo que estaba tocando. El Viejo se reclinaba en el muro fumando nerviosamente su vieja pipa de tapadera. El legionario mordisqueaba un fósforo.
¡Una explosión como para reventar los oídos! El bunker entero se estremeció. Habían dado en el blanco. Unos camaradas se volvieron locos y se daban con la cabeza contra los muros.
De golpe, el machaqueo paró… ¡Bruscamente! y esa vez el silencio, que se tornó inaguantable, casi hacía daño. El Viejo se puso en pie de un salto, cogió granadas de mano, su fusil ametrallador y empujó a los que todavía estaban atontados por el terrible machaqueo.
–¡2.a sección, seguidme!
En un abrir y cerrar de ojos, nos tumbamos en la trinchera que ya no era sino un paisaje lunar. La tierra revuelta estaba llena de cráteres.
¡Venían! Llegaban en apretadas oleadas, con sus largas bayonetas caladas en posición horizontal al cuerpo. Una muralla de soldados morenos que lanzaba alaridos detrás de una rastra de acero. Para nosotros, en nuestras trincheras despanzurradas, una visión de infierno.
Sonó el silbato del capitán Schwan. Todas las ametralladoras crepitaron a la vez y los siberianos cayeron como ringleras de bolos, pero, sin piedad, los siguientes pasaron sobre los cuerpos despedazados que se retorcían en la nieve. Arrojaron cadáveres sobre las alambradas, sirviéndose de ellos como puentes. Un vapor de azufre lo envolvía todo y abrasaba los pulmones. ¡Las máscaras, las máscaras! Con la regularidad de una máquina, Porta servía la ametralladora; la hacía girar de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, a la altura del vientre. Llegó sobre nosotros volando una granada de mano, la atrapé en el aire y la volví a arrojar ante mí. Pero la ametralladora falló; una bala se encasquilló en el cargador. Porta quitó el cañón y yo arranqué la bala con mi bayoneta, pues desde tiempo atrás las herramientas especiales habían sido vendidas, como el resto. La «SMG» reanudó su tiro, y ni siquiera me di cuenta de que se ponía candente.
–Cuidado, Porta; sólo quedan 1.500 disparos.
Colocamos delante de nosotros un montón de granadas, pero los siberianos penetraron en la trinchera, que empezaron a limpiar avanzando por la derecha. Porta me ordenó que me pusiera el trípode al hombro. No tiene gracia estar con la cabeza bajo el cañón de una ametralladora. Me metí bajo el trípode y corrí a lo largo de la trinchera mientras Porta se cargaba todo lo que se ponía delante.
Una vez más, se encasquilló el arma. La tiré y calé la bayoneta; tenía un fusil ruso de cuerpo a cuerpo mucho mejor que nuestro «98» pasado de moda. Porta blandió la pala de infantería y la descargó sobre la nuca de un ruso que surgió ante nosotros. Hermanito se batía como una fiera agarró a dos siberianos por el cuello y les golpeó las cabezas una contra otra hasta que reventaron. Era una carnicería indecible, con sangre en todas partes, gemidos, gritos dementes y sollozos; todo el horror del cuerpo a cuerpo en una trinche angosta.
Al cabo de algunas horas, el ataque remitió. ¿Por qué? Nadie podría decirlo. Los siberianos refluyeron hacia sus líneas. La calma volvió a nosotros, pero el no man’s land humeaba todavía resonaba de llamadas desgarradoras.
Nos quitamos las máscaras, tragamos nieve para apagar la terrible sed que nos abrasaba y nos tumbamos, agotados, en el fondo de la trinchera que ya no tenía nombre, en medio de los cadáveres, los moribundos, los heridos que gritaban. Yacían en todas partes, pero, ¡qué nos importaba! En la guerra, sólo se piensa en uno mismo. Porta me tendió una cantimplora y dos grifas. Alabado sea Dios, pues teníamos grifas (cigarrillos de opio); de lo contrario nadie resistiría. Llegaron Gregor y el legionario, este último bañado en sangre.
–¿Quién te ha emporcado así? – pregunta Porta-. ¿Has tomado un baño en la carnicería
–Es que un capitán se ha quedado ensartado en mi bayoneta. ¡Vaya mierda!
Nuestro grupo estaba indemne, pero el capitán Schwan había desaparecido. Unas horas mas tarde, le encontramos con el vientre abierto en un hoyo, con los intestinos destrozados; ¡horrible! También el amigo de Porta, el suboficial Franz Krupka, tenía el cráneo roto de un palazo. Había que enterrarlos a todos, y sobre la fosa abierta hincamos fusiles con los cascos colgados en el extremo.
El regimiento fue relevado para ser reajustado; sólo nuestra compañía había perdido sesenta y ocho hombres. Pero al pasar ante la cocina de campaña, vimos a un nuevo ranchero, al que Porta contemplaba con estupefacción.
–¡Eh, camarada! ¿Dónde está el suboficial Wilke?
–Se fue esta mañana en avión, con el general Huba.
A Porta se le cayó el cigarrillo de opio.
–Pero, ¿será posible?
–Tal como te lo digo. ¿Por casualidad, eres Joseph Porta? Tengo un paquete para ti y saludos de parte de Wilke. ¡Ha dicho que eres el mejor compañero del mundo!
Por primera vez en mi vida, vi a Porta quedarse boquiabierto. Entramos en los barracones para tratar de dormir, pero él estaba tan pasmado de la noticia que volvió a la cocina para cerciorarse y, sobre todo, para recoger el regalo de quien creyó firmemente deberle la vida. El nuevo ranchero no sabía gran cosa. Al parecer, Wilke se fue al campo de aviación de Gumrak por orden del regimiento. Porta volvió al cuartel meneando la cabeza, pero con su valioso bulto de vodka al hombro.
De camino, topó con un teniente jovencísimo que llegaba a nuestro infierno con unos cuantos reservistas. Por un instante, los dos hombres se contemplaron en un silencio hostil. El teniente aguardó visiblemente una reacción de su subordinado, y en los ojos azules de Porta sólo se vio condescendencia.
–¡Eh! Cabo primero, ¿no conoce usted las órdenes del Führer?
Porta se irguió:
–Notifico a mi teniente que nuestro jefe de compañía no ha dado ninguna orden desde que Iván nos partió la cara anoche. Le enterramos después del ataque.
–¿Se ha vuelto usted loco, cabo? ¡Está insultando al Führer!
Porta dio un taconazo y saludó dos veces.
–Mi teniente me permitirá decir que soy incapaz de insultar a nadie. Había comprendido que mi teniente hablaba de mi jefe de compañía. Es él quien da las órdenes y nadie más.
El joven teniente se atragantó.
–¿Cuál es su cometido en la compañía, cabo?
–Un poco de todo. Por el momento, soy el jefe del 3.er grupo.
–¡Que Dios guarde a Alemania! ¿Quién es e loco que ha podido nombrarle a usted jefe del grupo?
–Mi teniente, eso no me hace ninguna gracia pero una orden es una orden. Por lo demás, dicen que es menester más seso para ser cabo primero que para ser mariscal y, a copia de hacer la guerra, creo que tienen razón. Nosotros los cabos somos la columna vertebral del Ejército, y los graduados, su complemento.
–¡Se atreve usted, pedazo de cerdo! – chilla el teniente-. Nuestro Führer Adolf Hitler ha dicho… ¡Cuádrese cuando hablo del Führer!
–Pido permiso a mi teniente para notificarle que lleno mi uniforme lo mejor que puedo.
El recién llegado estaba tan enfurecido que ya ni siquiera oía a Porta, sino que buscaba en sus recuerdos lo que solía repetir a las Juventudes hitlerianas durante los ejercicios.
–¡Soldado! ¡La sangre debe hervir de orgullo en sus arterias! Es el deber de todo ciudadano alemán, hombre o mujer. ¿Comprende usted, pedazo de cerdo? Pero aguarde, yo soy quien toma el mando de su compañía y vamos a limpiar esas cuadras. Exijo disciplina y orden. ¡Cada hombre debe ser templado como acero «Krupp»! Ahora, ¡quítese de mi vista!
El joven teniente se fue rumiando su venganza, pero aquel día era para él nefasto. Con los nervios rotos, se cruzó en el camino de Hermanito, que transportaba cubos de agua para la cocina de campaña y, al chocar ambos, el agua salpicó las relucientes botas del teniente. Hermanito, que no se había percatado de nada, blasfemó y se disponía a continuar su camino cuando oyó vociferar detrás de él.
–¡Eh, salvaje! ¿No saluda usted a un oficial
«Otro enviado de la retaguardia que se imagina que la guerra se gana saludando -se dijo el gigante lleno de piedad-. En fin, eso no es cosa mía. Para sobrevivir, como dice Porta, hay que dar la razón a todas sus idioteces.» Y prosiguió hacia la cocina de campaña.
–¡Le hablo a usted, gorila de los cubos!-aulló el teniente, que temblaba de rabia-. Pero, ¿dónde me he metido?
–Mi teniente -se guaseó Hermanito-, está usted en el 27.°, 5.a compañía, en Stalingrado.
–¿Y aquí no se saluda a los oficiales de la Gran Alemania? – preguntó el teniente, que se ponía violento-. ¿Cómo se llama usted, orangután?
–Soldado de 1.a Creutzfeld -respondió impecablemente el gigante-, pero para los compañeros, Hermanito, sin duda porque soy tan alto.
–¿Y no saluda usted a los oficiales?
–Mi teniente, no puedo hacer dos cosas a la vez: ¡acarrear agua para que los señores oficiales puedan tener su baño, pues en Stalingrado no hay agua, y al mismo tiempo saludar a todo el mundo!
–¡Todo el mundo! ¡Vaya palabra imprudente! Soldado -dijo el teniente, lívido, tratando de mirar duramente a los ingenuos ojos azules-, se presentará usted a las 13 horas ante mí en uniforme de marcha y le enseñaré cómo hay que comportarse en presencia de un oficial. ¿Entendido?
–Notifico a mi teniente que no es posible. El coronel ha ordenado que esté a su lado a las 12,30. No sé si mi teniente conoce al coronel Hinka, pero es precisamente a quien menos me gustaría desairar. Y un coronel es superior a un teniente; lo pone el reglamento.
–Muy bien. Entonces mañana a las ocho ante mí, ¡y le haré pasar las ganas de burlarse de mí!
–¡Buenos días, teniente Pirch!
Una voz sosegada se oyó detrás del teniente, borracho de cólera. Tras haber estado cuatro años de instructor en la retaguardia, el joven oficial pidió ver de cerca cómo eran aquellos miserables soviéticos, y le mandaron directamente al frente de Stalingrado.
–Me alegro de que aprenda usted a conocer a la 5.a compañía.
El teniente se estremeció. Tenía delante a un coronel, una de cuyas mangas colgaba vacía: el comandante del 27.° de Carros, el coronel Hinka.
–Heil Hitler!, mi coronel.
–Está bien, está bien -dijo el coronel sonriendo-. Tú, Creutzfeld, ¡lárgate! Seguramente hace falta agua.
Hermanito dio un ruidoso taconazo:
–A sus órdenes, mi coronel. Faltan diez cubos. ¡Me largo!
–Entonces, ¿va usted a encargarse de la 5.a compañía, teniente Pirch? – preguntó el coronel contemplando con fría mirada al joven teniente-. Le pongo inmediatamente en guardia: no eche a perder esta compañía. Para su gobierno, el frente no es el cuartel. Aquí no se pone la mano en la costura del pantalón, sino en el gatillo del fusil. Espero haberme expresado claramente, ¿entendido, teniente?
Y se fue sin esperar respuesta.
«¡Vaya pandilla!», pensó el teniente Pirch maldiciendo ya el día de valentía en que solicitó ser enviado al frente.
La Asociación de la Aristocracia alemana declara por voz de su presidente y mariscal de la Nobleza, príncipe de Bentheim Tecklenburg, que está de acuerdo con el nacionalsocialismo, y demanda un certificado riguroso de arianismo para la nobleza y sus antepasados hasta 1750.
Era una villa blanca de dos pisos, situada un poco a trasmano. Flores y árboles frutales desprendían un agradable olor. Heydrich se estiró el uniforme gris claro y empujó una verja sin llamar.
El dueño de la casa, almirante Canaris, jefe del Servicio de Informaciones, estaba tumbado en una gran chaiselongue en medio del césped y hablaba con su mujer, guapa morena de mirada inteligente.
–¡Qué querrá, Dios mío! – murmuró el almirante, estupefacto, al ver al hombre que avanzaba a través del jardín.
-¿Tienes dificultades con Heydrich?
-Con él siempre se tienen dificultades.
La señora de Canaris se acercó a recibir al temible personaje, quien le besó educadamente la mano que le tendía. El almirante, presa de cierto nerviosismo se puso en pie.
-Buenos días -dijo la señora de Canaris, indicando un asiento-. ¿Puedo servirle un coñac?
-Gracias -dijo Heydrich, aceptando la copa que le alargaban.
Hubo un silencio. El calor era asfixiante; un calor de tormenta.
–Este tiempo debe de cansarle a usted -murmuró la señora de Canaris.
-No tengo mucho tiempo para pensar en eso; tengo demasiado trabajo y también demasiadas dificultades. – El hombre miró al almirante a los ojos-. Acabamos de tener un lío en Dusseldorf, un lío endiabladamente irritante. – Aguardó un momento, pero el rostro del almirante permanecía como de palo-. Mis hombres debían detener a un tal conde Osterburg…
La señora de Canaris hizo un gesto involuntario y dirigió una mirada de soslayo a su marido quien, con los ojos bajos, jugueteaba con su copa. Se cernía un peligro. Heydrich no estaba allí en visita de cortesía.
–¿Y su gente no ha encontrado al conde? – preguntó, sonriendo la señora.
-¿Cómo lo sabe usted? – replicó bruscamente Heydrich.
-Lo presumo -dijo la señora de Canaris con una risa nerviosa-. Acaba usted de hablar de lío irritante.
-En efecto, eso dije. – Se volvió hacia el almirante-. Pero lo que más me sorprende es que ese conde Osterburg acaba de aparecer en Roma. Se le ve todos los días en compañía de un tal Angelo Ritano, y me parece que ese Ritano forma parte de sus servicios, almirante. ¿O acaso me engaño?
-Es muy posible -respondió el almirante Canaris sin alzar los ojos-. Haré una indagación, si usted lo desea.
-Puedo hacerla yo mismo.
-¿Tan urgente es?
Heydrich se levantó y se calzó los guantes:
–Todo es urgente en mí -dijo-. Dispense esta breve visita; tengo una cita importante con el jefe de la Gestapo.
Y desapareció tan silenciosamente como había llegado.
En el terreno de aviación, cientos de heridos esperaban ser evacuados del infierno de Stalingrado. Tres aviones, con los motores en marcha, estaban allí. Un jefe médico se atareaba entre las camillas cubiertas de nieve, dando los permisos de transporte para anularlos un instante después. Ése fue dos veces seguidas el caso del coronel Hinka, pero Porta empezó a mosquearse.
–Hacen falta los grandes remedios, y voy a usarlos. Esos memos no conocen aún a Joseph Porta. He visto aquí, a un compañero que tiene tratos con peces gordos. Espérame.
Un cuarto de hora más tarde, volvía en compañía de un oberfeldwebel vestido de piloto.
–A los papeles que te he dado ningún graduado con estrellas se atrevería a meterles mano, ¡pero que Dios se apiade de ti si me vendes! ¡Te encontraría hasta en Finlandia! Acuérdate de a quién sirvo.
–No lo olvido, camarada, pero déjate de amenazas; me ponen nervioso. Nosotros dos es mejor que sigamos amigos, pues si me pongo a charlar, también sudarás tú, así es que estamos empatados. Recibirás el parné una hora después de que nuestro coronel esté en seguridad. ¡Pero no lo olvides el día que seas oficial!
El piloto metió unos misteriosos papeles bajo el capote del coronel Hinka y cambió el número de la división por otro que le ató a la muñeca. El médico jefe llegaba a grandes zancadas, seguido por un grupo de sanitarios.
–¡Os dije que os largaseis! ¡Desapareced con esta maldita camilla y llevadla a la sala de curas!
–Señor médico jefe -dijo Porta en posición de firmes-, nuestro coronel herido debe ser evacuado por orden del Ejército.
–Aquí quien manda soy yo -estalló el médico-. Ni el mismísimo Führer tiene nada que ver.
–A la orden del señor médico jefe -replicó tranquilamente Porta sacándose una agenda del bolsillo-. ¿Qué hora es? – me preguntó.
–Las diez y media.
–¿Qué está usted haciendo? – gritó el médico furioso.
–Cuando regrese con mi coronel herido, es menester que diga a qué hora una orden del Ejército ha sido saboteada, y por quién.
–¡Enséñeme esa orden del Ejército! – El médico tomó los papeles y se calmó instantáneamente-. Entonces, subid la camilla al avión y desapareced, pero ¡ay de vosotros si me habéis engañado! Nunca perdono.
Una vez aupada la camilla al avión que estaba a punto de despegar, pregunté con cierta inquietud:
–¿Y qué harás si el canalla ese se informa? ¡Te costará el cuello!
–No preguntará nada en absoluto, imbécil -respondió Porta con despreocupación-, y además también encontrarían algo. Una vez dije que Heydrich era tío de mi madre. ¡Todo se puso patas arriba! ¡Tuve gasolina para todo el regimiento! ¿No has comprendido aún que entre nosotros hay más miedo a los jefes que a los siberianos?
En aquel instante, se vio llegar corriendo a un teniente coronel que agitaba un papel.
–¡Una plaza en el avión! – gritaba- Aquí está la orden. Viene del Cuartel General del Führer.
–Lo siento, mi coronel -dijo sonriendo el piloto, quien arrugó la orden de salida-. Estos papeles fueron anulados hace tres días para impedir las deserciones de la zona de combates.
–¡Desertor yo! ¡Está usted insultando a un oficial alemán!
Porta se agachó y recogió el papel de la nieve.
–Es verdad, Gustav -dijo-. No se trata así a un coronel. En tanto que cabo primero en activo, mi deber es avisar a la Policía militar, pero que en seguida.
–Buena idea -dijo el piloto con ancha sonrisa-. Vete ya a buscar a los perros de presa. Tengo curiosidad por saber qué dirán de una orden procedente del Führer.
El teniente coronel, de pronto, pareció muy preocupado. Se arrimó a Porta y susurró al piloto que ofrecía veinte mil R. M. por una plaza en el aparato.
–¡Lárgate de aquí, basura -gruñó el aviador-, que apestas!
Porta agarró al teniente coronel del cuello del uniforme y le dio un puntapié que le mandó a rodar en la nieve. En aquel preciso momento, aparecían dos policías militares.
–¡Soldado! Buena la ha hecha usted. ¡Agredir a un oficial!
–¡Depende, si se trata de un desertor! ¡Ha ofrecido veinte mil marcos al piloto para apoyar el culo en el taxi!
El teniente coronel, que se había incorporado, se sacudía la nieve de su largo capote.
–¡Detened a ese hombre! – gritó señalando a Porta-. Ha atacado a un oficial alemán.
–¡Cartillas militares! – ordenó uno de los perros de presa, sacando la pistola-. Y poneos firmes cuando un oficial os hable. ¿Entendido?
Imperturbable, Porta mostró el papel arrugado y lo entregó al gendarme de campo.
–En primer lugar, detened a ese cobarde con uniforme de oficial. ¡Tiene la cara dura de decir que este papel caducado procede del Cuartel General del Führer!
Desconcertado, el gendarme dio una ojeada a la orden.
–Mi coronel -dijo-, sintiéndolo mucho, debo detenerle por sospechoso de deserción, y le prevengo que a la menor tentativa de fuga haré uso de mi arma.
El oficial, pálido como un muerto y protestando con vehemencia, desapareció entre los dos gendarmes.
–¡Ya está! – exclamó Porta haciendo el gesto de lavarse las manos.
El piloto nos ayudó a aupar la camilla de Hinka, que habíamos cubierto de mantas. También dentro del avión se quedaba uno helado.
–¡Tener un sitio ahí dentro! – suspiré-. No saldremos vivos de Stalingrado.
–Hay que tomarse las cosas como son -replicó Porta encogiéndose de hombros-. Con suerte y un poco de seso, quizá saldremos del paso, de todos modos.
Una multitud de heridos, cojeando y hasta arrastrándose, rodeaba los aviones de transporte. Era menester que los gendarmes, insensibles a los gritos y a las súplicas, apartasen a aquellos desventurados a culatazos. Una plaza en el avión era salvar la vida. Por doquier salían siluetas demacradas: un patio de Monipodio en la nieve. Se agarraban a las puertas, al fuselaje, al piloto, pero en vano. Los aviones ya iban recargados, con las bodegas rebosantes de hombres ensangrentados. Volvieron a tirar cajas de municiones, de medicamentos y de material de radio para embarcar a heridos graves, entre ellos un joven teniente que, en lugar de pies, no tenía sino muñones escarlatas.
El avión que se llevaba a Hinka rodaba ya por la pista y el amigo de Porta nos hizo grandes gestos; se veían claramente sus grandes manoplas blancas. El aparato viró y los tres motores zumbaron.
–¡Con tal de que pueda elevarse! Va demasiado cargado.
El piloto aceleró el motor, el avión despego pesadamente en una nube de nieve y sus ruedas casi rozaron el techo del hangar; pero tomó altura, viró de ala, nos sobrevoló por última vez y, luego, el pesado «JU-52» desapareció en las nubes.
–No lleva ni radio ni nada. ¿Cómo se las va a apañar?
–No tengas siempre canguelo -masculló Porta-. Gustav conoce su oficio; llegará bien.
El «JU» siguiente despegaba a su vez. Consiguió apenas elevarse, se encabritó y cayó hacia atrás. Una explosión formidable, y todo se sumió en un mar de llamas. El tercero despegó, por su parte, a la velocidad de un proyectil. Salió de la pista, dio media vuelta y continuó a toda velocidad hacia la valla de alambradas. Esperábamos la catástrofe, pero justo antes de la valla, el aparato se enderezó, viró hacia el Oeste y, por fin, desapareció de nuestra vista.
El vehículo anfibio que nos había transportado nos esperaba para el regreso. Con gran sorpresa nuestra, junto a él yacía un bulto gris sobre la nieve enrojecida. Era el teniente coronel de los 20.000 marcos…
–¡Leñe! – exclamó Porta-. ¡El consejo de guerra es expeditivo en Stalingrado! ¡Ése se ha escapado del infierno, pero no de la forma que él deseaba! Evidentemente, resulta bastante fácil ser oficial en tiempos de paz, pero en tiempos de guerra, ¡vaya cabronada!
–Me pregunto a cuántos habrán ejecutado aquí, en la zona.
–A muchos, seguramente. Un feldwebel de cazadores me dijo que sólo su compañía había apiolado a 850. Unos gandules. Nunca se sabrá a cuántos han despachado los consejos de guerra. ¡Es ultrasecreto!
Bajamos por la calle Litvínov y tomamos un atajo hacia la plaza Roja, una de cuyas cuevas albergaba un hospital provisional. Teníamos orden de recoger una caja de apósitos para el regimiento. Un terrible hedor a sangre, a excrementos y podredumbre nos recibió. Los heridos se vislumbraban en una penumbra alumbrada por débiles cabos de vela. Tropecé con un cadáver y me caí sobre un desgraciado que aulló de dolor.
–¿No estáis viendo que ya no queda sitio? – gritó un feldwebel herido-. ¡Largaos los dos!
–¿Estáis heridos? – preguntó un médico que llevaba la máscara puesta.
–No venimos a buscar apósitos -dije, alargándole la orden del regimiento.
–Cuarta puerta a la derecha, pero no os olvidéis de poneros firmes. Ahí no están para bromas.
El sanitätshauptfeldwebel que leyó nuestra orden de requisa nos miró con expresión rara.
–¿Apósitos? Os daré periódicos, si queréis, es lo que usamos hace quince días. ¿Y morfina además? ¿Por qué no un quirófano con gas carbónico y todo? – dijo gritando progresivamente-. ¿Dónde creéis que estáis, pedazos de imbéciles? ¡Todavía no sabéis que estáis en Stalingrado! ¡Fijaos en esos dos idiotas! ¡Vienen a darme la lata con la de trabajo que tengo! ¡Una requisa! ¡Me toman por Papá Noel! – Con rabia, rompió la orden y nos dio una mitad a cada uno-. Comedlo y acordaos: ¡aquí, en Stalingrado, no tenemos nada y no volveremos a recibir nada! ¡Hemos sido borrados del Ejército, ya no existimos! ¡Y limpiaos el trasero con vuestra orden!
Echados del «hospital», fuimos detenidos fuera de la ciudad por un mayor con capote de carnero blanco y fusil en bandolera.
–¿Adonde vais? – gritó un teniente con pinta de bulldog.
–Mi teniente, volvemos a nuestro regimiento tras haber transportado a nuestro coronel herido a Gumrak.
–¡Cartillas militares! – ordenó-. Bueno. Por el momento os quedáis aquí. Meted vuestro coche allí, bajo los árboles. Os daremos granadas de mano y os ponéis ahí, en la carretera, con nosotros.
Nos dieron granadas de mano y nos englobaron en una sección, a las órdenes de un feldwebel de Gendarmería de jeta más desagradable aún.
–¿Qué se hace aquí? – pregunté bajito a un artillero que estaba a mi lado.
–¿Estás ciego? ¿No ves que somos un comando de consejo de guerra? Echa un vistazo a la zanja que está detrás de ti. ¡Y no es más que el trabajo de la mañana! Hace dos días sólo que estoy en esta unidad. ¿Queréis un buen consejo? Daos el piro tan pronto tengáis ocasión.
Un batallón de cazadores apareció en el mismo instante. Magníficamente equipado, no carecía de nada. Hasta tenía dos grandes camiones aljibe.
–¿Adonde vais? – preguntó el mayor de la pelliza blanca.
–Orden de concentración en el meandro del Don -respondió el teniente con importancia.
–Orden anulada. Os ponéis, en posición aquí; vamos a indicaros el sitio.
–Lo siento, querido camarada -dijo el teniente, mirando con visible desprecio al oficial de Gendarmería-. Mis órdenes son de reintegrarme al meandro del Don, y las cumplo.
El mayor sacó la pistola y le apuntó.
–Toma usted posición aquí, o de lo contrario le hago ahorcar por desertor. Yo estoy a las órdenes del O.B. (Mando supremo).
El teniente palideció, perdió su arrogancia y bajó lentamente de su oruga.
–Helmer, enseña al teniente el sitio donde debe enterrarse -dijo el mayor con desprecio.
–Camarada -tartamudeó el teniente-, hay que comprender…
–Comprendo de maravilla. Entiérrese antes de que le aplaste un «T 34». El meandro del Don no conduce a ninguna parte.
Durante seis horas estuvimos allí parando una riada de fugitivos de todas las armas. Cada cual sólo tenía una idea: abandonar la marmita de Stalingrado, lejos de los «T 34» que atacaban y de la infantería siberiana. Algunos, cuando les parábamos, amenazaban con todos los castigos y gritaban «Misión especial»; otros usaban de súplicas, pero la Gendarmería no tenía piedad. Papeles y órdenes eran inútiles, y si se ponían demasiadas pegas, estaba el piquete de ejecución…
Al cabo de un rato, Porta y yo logramos, sin embargo, salir de las garras del mayor, no ciertamente por favor especial, sino porque la previsión de Porta le había hecho llevar órdenes selladas por el O.B. Ese tipo de firma hace ablandar hasta al más sanguinario de los perros de presa.
Despreocupado, Porta silbaba mientras el anfibio corría alegremente por la carretera de Kuperósnoie. Hacía un frío tremendo. Yo dormitaba, con el abrigo en la cabeza, y entramos en una tempestad de nieve. Por dos veces, el vehículo se atascó y hubo que sacarlo a fuerza de pala. En la carretera, nadie, ni un alma, y a trechos, los montones de nieve eran tan altos que rebasaban los postes telegráficos.
Bastante lejos de Kuperósnoie hubo que bordear columnas de caballería cuyas cabalgaduras relinchantes se sostenían con mucha dificultad sobre el pavimento helado.
–¿De dónde vendrán esos pencos? – preguntó Porta muy extrañado-. Abre el apetito ver tantos bistecs vivos; me gusta mucho la carne de caballo.
Los caballos echaban nubes de vapor. Se olía a cuero mojado. De pronto, dos caballos se encabritaron cortando el camino y un oficial llegó al trote gritando algo incomprensible. Después de la caballería, aparecieron obuses con sus cortos cañones apuntando hacia las nubes de nieve que desfilaban. Luego, unas columnas de exploradores con bulldozers y palas mecánicas. Toda aquella gente iba en la dirección de donde veníamos nosotros.
–¡No es posible! Nos mandan refuerzos -exclamó Porta- ¿Has visto ese material? Nuevo y flamante. Se diría que son rumanos.
Durante dos horas hubo que continuar bordeando aquellas enormes columnas, una división al menos, y Porta hacía alegres señales a los cazadores esquiadores, cuyos vehículos estaban erizados de esquíes.
De golpe, frenó tan bruscamente que el coche dio media vuelta patinando sobre el camino helado.
–¡Te has vuelto loco! – grité agarrándome al tablero de mando.
En mitad del camino estaba un oficial que empuñaba un letrero de STOP. Porta se agachó sobre el volante y el coche aceleró en la dirección opuesta.
–¡Son los rusos! – chilló Porta.
«Stoí! Stoí!» Se oían gritos detrás de nosotros y sonaban tiros. Porta conducía a una velocidad infernal, haciendo slalom entre altos árboles, a lo largo de un estrecho sendero de bosque. Por fin paró, sacó de la caja de herramientas dos gorros de pieles rusos y dijo jadeando:
–Vale más escamotear el tocado de Hitler. ¡Suerte que he podido vislumbrar a ese oficial Iván, que si no era nuestro último pedo!
–¡Larguémonos! – dije mirando con terror detrás de mí.
Nos colgamos los «M.P.I.» sobre el pecho, con los cuellos alzados y los gorros de pieles con estrella roja sobre la frente, como verdaderos soldados rusos, pero con bombas al alcance de la mano mientras continuábamos a bosque traviesa. Poco después, volvimos a la carretera, que seguía llena de columnas en marcha. Porta dobló por un camino lateral y, de pronto, el motor falló, y se paró a unos metros de la carretera. El pelirrojo bajó tranquilamente y levantó el capó con la mayor naturalidad. Una división cosaca pasaba por la carretera cantando. Son de lo más romántico los cosacos cantando, y sus caballos relinchando, pero por el momento aquel romanticismo me helaba de terror. Empuñando la pistola, vi a Porta limpiar las bujías y examinar el carburador y el encendido, mientras me quitaba la calavera del cuello de la guerrera y la pisoteaba. Aquellos chismes de plomo habían causado la muerte de muchos soldados de carros. Siempre nos tomaban por la división de Eicke (división de la muerte).
–¿Tienes miedo de Iván? – dijo Porta burlonamente-. De nada sirve quitarse ese chirimbolo; si nos cogen, de todos modos nos liquidan a causa de nuestros gorros y de nuestras «M.P.I.» rusas. Y si no me engaño, tu bayoneta está afilada. En la Primera Guerra Mundial ya se fusilaban soldados por eso. Sólo saldremos del paso con astucia, y no somos más tontos que esos salvajes de ojos oblicuos.
Un brigada de Artillería salió de la maleza y se nos acercó.
–Zdrávstvuite (buenos días).
–Zdrávstvuite! – contestamos presurosamente.
Con aire interesado dio lentamente la vuelta al vehículo.
–Hitler mashina -dijo con ancha sonrisa y dando una patada a la rueda delantera.
–Da (sí).
–Joroshi?
–Da.
El brigada se echó a reír y dio un manotazo a Porta, inclinándose sobre el motor. Porta le golpeó los dedos con una llave para impedirle que desmontase el delco.
–Yálovka -dijo el ruso limpiándose los dedos llenos de aceite en su largo capote de artillero.
Era la mar de charlatán y nosotros contestábamos Da o Niet a bulto. Porta le tendió un cigarrillo de grifa, lo cual le hizo brincar de contento. ¿Dónde los habíamos conseguido?
–Yeniseisk -respondió Porta sin reflexionar dónde estaba la ciudad en cuestión.
–Yo soy de Chita -explicó el brigada-, y detesto a los moscovitas. Hablan el ruso como cerdos. Vosotros, los de Yeniseisk sois difíciles de entender, pero al menos sois buenos chicos, no orgullosos como ellos. Debían de haberlos matado a todos durante la revolución.
Porta consiguió por fin poner el coche en marcha y yo suspiré de alivio, pero, desgraciadamente, apenas recorridos diez metros nos hundimos en un montón de nieve.
–Se camina mejor con caballos en época de nieves -se guaseó el brigada.
Los tres, agachados y empujando con el hombro, no conseguimos nada, pues las ruedas patinaban mucho.
–¡Esperad! – gritó el brigada, desapareciendo bajo los árboles.
–¿Qué querrá ahora ése? – dije en el colmo del nerviosismo.
–Buscar compañeros para que le ayuden -respondió Porta irónicamente-. Los rusos siempre han pasado por ser de lo más amable.
–¡Dejemos el coche aquí y larguémonos!
–¡Un poco de calma, caray! Coge la ametralladora, y si hacen el tonto te los cargas. ¡No van a volver con todo el Ejército Rojo!
–¿Has comprendido todo lo que ha dicho?
–¡Claro que no! Tampoco nos ha comprendido él, pero, ¿qué tiene de extraño? Rusia es inmensa. Hay muchos dialectos, y las pequeñas repúblicas se detestan entre sí. ¡Suerte que no dije que veníamos a de Chita! Estuve a punto.
–¿Dónde queda Yeniseisk?
–Ni idea, pero el comisario que nos cargamos el otro día era de allí, por lo tanto queda en Rusia.
El brigada volvía con tres hombres.
–Davái! Davái! – gritó fogosamente.
En un abrir y cerrar de ojos, el coche salió del atolladero.
–Dotsvidania! (hasta la vista) -gritaron a coro mientras nos largábamos sin pararnos en barras.
Otra columna de infantería rusa, y luego nos hicieron signo de arrimarnos para dar paso a un coche de Estado Mayor. En un cruce, un teniente general observaba a las tropas que pasaban frente él.
–Sigamos a pie -dije muy nervioso-. ¡No se fijarán en nosotros! Si no, ¡presiento que habrá follón!
–No digas bobadas. ¿Quién puede creer que dos héroes alemanes están lo bastante locos como para pasearse en «Volkswagen» en plena mitad de las líneas enemigas? Nos toman por dos rusos que han robado un trineo a Hitler.
Bajamos la garganta de Boliov procurando salirnos de la carretera principal por otra lateral, pero unos gendarmes nos hicieron volver con gesto rabioso a la carretera. No había más remedio que continuar.
Cerca del Volga, se veían dos grandes barcazas volcadas. Por fin logramos colarnos en una calle transversal en medio de los gritos roncos de varios soldados.
–¿Qué chillan? – dije aterrado.
–Que vayamos con cuidado. Eso lleva hacia los alemanes, ¡figúrate!
Con alivio, Porta se quitó el gorro ruso, que tiró al fondo del coche.
Por fin, fuimos detenidos en un puesto alemán. Los artilleros, estupefactos, nos preguntaron de dónde veníamos y quedaron tan poco convencidos de nuestras explicaciones, que nos llevaron al jefe de la compañía. Necesitamos dos horas de verborrea para obtener finalmente permiso para regresar a nuestro regimiento.
Cuando llegamos, vimos que el pánico reinaba en todas partes. Circulaban las más siniestras noticias. Se decía que los rusos habían roto el frente en varios sitios.
Adueñémonos del poder. No lo devolveremos jamás, cualesquiera sean los medios necesarios para conservarlo.
Joseph Goebbels, ministro de Propaganda, a Ernst Thaelmann – 3 de enero de 1932.
Dos jinetes trotaban rápidamente por una senda del Tiergarten que, a aquella hora, estaba desierto. No habían dado aún las siete de la mañana. Eran el obergruppenführer Heydrich y el almirante Canaris.
–La idea de meter a unos cuantos prisioneros con uniforme polaco y de organizar un atentado contra la estación de radio de Gleiwitz es excelente -dijo Heydrich-. Eso nos dará una buenísima razón para atacar Polonia.
-Sí, he oído hablar de eso -replicó Canaris, con el semblante hermético-, pero no soy de igual parecer y no creo que pueda guardarse secreto un subterfugio tan degradante.
-¡Oh!, no pase cuidado. ¡Ninguno de los prisioneros sobrevivirá a la operación! – se burló Heydrich.
-Sin embargo, se ha prometido la libertad a quienes salgan del paso, pues todos serán voluntarios.
-Es muy posible, pero resulta una promesa imposible de cumplir. Por lo demás, está usted más enterado que yo, almirante. Según me ha dicho uno de sus próximos colaboradores del Servicio de Informaciones, la idea procede de éstos. Entonces usted sería el encargado de ese desagradable asunto -dijo, mirando triunfalmente al pequeño almirante ensombrecido.
El almirante puso su caballo al paso, le acarició el cuello y se volvió lentamente hacia el temible jefe de los RSHA.
-No, obergruppenführer, mis Servicios no se ocupan de este caso.
Heydrich dio media vuelta. Se oía un pájaro carpintero picotear un tronco. El nazi se golpeó las botas con la fusta y contempló a su compañero con una mirada de ave de presa.
–¿Puede saberse el porqué? El Führer ha aprobado la idea.
-Justamente. Porque no es mía -replicó secamente el almirante-. Ha sido puesta a punto sin que yo lo supiera en uno de mis servicios.
-De todos modos será de su incumbencia -prosiguió irónicamente Heydrich-. Es usted responsable de lo que inventan sus subordinados. Ayer mismo hablé de eso con el reichsführer y el reichsmarschall, y ambos estaban de acuerdo conmigo. Ese asunto sólo le atañe a usted.
Canaris encendió despacio un cigarrillo observando al cínico jefe de la Seguridad del Reich.
–Despídase de eso, señor Heydrich. Puede usted imaginar que hace tiempo temo que me endosen ese acto. Figúrese que también yo estoy bastante bien informado, pues he tenido con el Führer, y muy recientemente, una conversación franca y me da completa razón. Ese método tan desagradable no tiene nada que ver con el contraespionaje, y escandalizaría al Ejército entero. El Führer opina igual que yo. Eso atañe al RSHA, es decir a usted, obergruppenführer.
Trotaron en silencio un rato y, luego, Heydrich se inclinó hacia el almirante.
–Almirante Canaris, es usted un viejo zorro. ¡Le admiro, palabra! Pero no esté demasiado seguro de sí mismo. Ocurre que los zorros también son cazados.
Y se alejó a galope corto hacia el «Mercedes» negro que le aguardaba en una alameda.
El aterrizaje fue también secreto. Únicamente lo presenciaron algunos oficiales del regimiento de paracaidistas MATUK. El aparato, inmediatamente camuflado, era casi invisible en el terreno, y los paracaidistas que lo rodeaban tenían orden de disparar sobre quienquiera se acercase a él.
El primer pasajero que bajo era un individuo larguirucho y delgado, Theodor Eicke, jefe supremo de los campos de concentración, comandante de la 3.a división Panzer, llamada división de la calavera. La desfachatez y la brutalidad de aquel personaje irritaban hasta al propio Führer, de suerte que la división de la calavera había sido privada de permiso por toda la duración de la guerra. Tras los talones de Eicke apareció una sección de SS, especialistas en liquidaciones. Eicke y sus esbirros subieron a un trineo motorizado del regimiento de paracaidistas cuyo conductor habitual se vio obligado a ceder el sitio al oberscharführer Henzel, El Verdugo, como le llamaban en Dachau.
En una nube de nieve, el trineo y sus siniestros ocupantes corrieron hacia Stalingrado para visitar el Estado Mayor del Ejército en el sótano antes ocupado por la NKVD. Habían cambiado las letras WL (Ejército del Aire) por la sigla de las SS. Eicke no hacía nada a medias. Los presos de Dachau hubiesen podido dar testimonio, desde el canciller austriaco Kurt von Schuschnigg, que había ocupado el bunker de los «Especiales», hasta el último de los judíos sacado de los barrios miserables de Berlín.
La llegada inopinada de Eicke al Estado Mayor del VI Ejército sembró el pánico. Su jefe, general Paulus, que ocupaba el despacho de un ex carcelero de la NKVD, se levantó espantado pero tendió educadamente la mano a Eicke, que permanecía en pie con las piernas separadas en la entrada de la estancia. Eicke ignoró la mano extendida y miró con altivez al general jefe cubierto con dos capotes sin cinto. El nazi vestía correctamente un impermeable de cuero negro sobre el capote gris perla de buen corte.
–¿Quién diablos es usted? – preguntó Eicke con desdén, fumando lentamente un largo cigarro
–General del Ejército Paulus. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
–¡Honor! Ésta sí que es buena -se burló Eicke- General, soy el SS obergruppenführer Theodor Eicke, que viene aquí en calidad de representante del Führer para ver lo que hacen ustedes. ¿Hacen la guerra o se toman unas vacaciones de invierno?
El general Paulus, de finas manos de cirujano, de modales impecables, no dio crédito a sus oídos.
–Al verle, general, he creído ver a un prisionero bolchevique calentándose sus viejos huesos en un capote alemán. ¡No se parece usted nada a un soldado del Reich! ¿Qué hacen ustedes de la disciplina por aquí? Lamentaría tener que informar al Führer de que han renunciado ustedes a vencer.
–¡No tolero ese tono! – estalló Paulus cuyas manos temblaban.
No era un hombre demasiado combativo, pero el general Schmidt, jefe de Estado Mayor del VI Ejército, se soliviantó. Era un oficial de todo punto contrario al general Paulus, hombre duro y seguro de sí mismo.
–¡SS gruppenführer, falta usted a la disciplina! ¡Me quejaré!
–Todo el mundo tiene derecho a quejarse -se burló Eicke-, pero, ¿a quién? Si es al Führer, entonces quéjese usted ante mí mismo, pues le represento en Stalingrado.
Se sacó un documento del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa con malvada sonrisa. Era una otorgación de plenos poderes firmada «Adolf Hitler», que concedía carta blanca a Theodor Eicke para celebrar consejos de guerra en la «caldera» de Stalingrado.
–¿Qué desea saber el Führer? – preguntó Paulus con tono que denotaba ansiedad-. Recibe mis informes telegráficos sobre todo lo que pasa aquí. Le he propuesto una brecha con todos los medios de que disponemos. El general Schmidt tiene un plan excelente. Sólo esperamos la autorización del Führer para poder salvar todavía más de la mitad del VI Ejército.
Eicke, que odiaba al Ejército y a todo el cuerpo de oficiales, gozaba del terror que visiblemente inspiraba.
–El Führer desea que logren ustedes la victoria, nada más. Les han dado tiempo de sobra, ¡palabra! ¡Si mi división estuviera aquí, todo este asunto habría terminado hace tiempo! No se trata de hacer una brecha; ésas son palabras que camuflan una derrota. No se huye ante primates soviéticos; se les destruye. El Führer desea que liquidéis a esas hordas, aquí, a orillas del Volga. ¿Cómo? Eso es cuenta de ustedes, por eso le han nombrado general del Ejército.
–¿Tiene usted alguna proposición que hacer? – preguntó Schmidt, que miraba con asco a aquel sórdido personaje.
–Perfectamente -tronó Eicke-. Echad a los bolcheviques de Europa. El VI Ejército consta de 25 divisiones en activo, 600.000 hombres y 800 carros. ¿Qué demonios más quiere? ¡Con una fuerza tal pueden ganarse cinco guerras mundiales! ¡Si es que se quiere, desde luego!
El general Huber, una de cuyas mangas colgaba vacía, se levantó enfurecido.
–¡No acepto su insolencia! ¡No está usted aquí en un campo de concentración, sino delante de unos generales!
El SS sonrió desde lo alto de sus dos metros. Lentamente, sopló el humo de su cigarro a la cara del célebre general de Infantería manco.
–¿Es usted el general Huber? He aquí lo que le transmite el general Burghof (jefe de personal del Ejército).
El general Huber palideció. Eicke le tendía la orden de presentarse en el Cuartel General del Führer, la madriguera de Prusia oriental. ¿Qué significaba aquello? Le quitaban el mando de la16.a Panzer. ¿Sería la ejecución, la destrucción de toda su familia o, por el contrario, un ascenso? Inseguro, miró al SS triunfante y volvió a sentarse pesadamente para no volver a tomar ya parte en la conversación. ¿Para qué apoyar ahora a los generales presentes? El VI Ejército sólo tenía generales muertos aunque siguieran respirando. La verdad pertenecía a aquel nazi de solapas blancas, con los plenos poderes del Führer en su bolsillo.
El general Paulus callaba; era un hombre que no deseaba más que una cosa: vivir en buena armonía con todo el mundo. Adoraba sus libros, sus autores clásicos, a Schopenhauer, a Kant y más aún, a su perro. Eicke no tuvo, pues, ninguna dificultad en personarse cerca de Tsaritsa, en la 71.a división, cuyo jefe, el general Alexander von Hartmann, estaba ya sobre aviso. Eicke y él se conocían desde la Primera Guerra Mundial. Von Hartmann era en aquel entonces jefe de compañía y Eicke, contable. Fue Hartmann quien descubrió su primer fraude y le mandó a quitar minas en Champaña, lo cual Eicke jamás había olvidado.
–¡Bueno! Héroes fatigados -gritó el SS entrando ruidosamente en el bunker del Estado Mayor-, la victoria parece difícil de conseguir, ¿verdad?
Von Hartmann se presentó sin rechistar.
–¡Oh! Hace mucho tiempo que nos conocemos -dijo amablemente Eicke-. No he olvidado el destino que antaño me reservó usted. – Se puso bruscamente bajo el brazo la fusta con calavera, de oro macizo, regalo del Führer, y se desabrochó el capote sobre el pecho cuajado de condecoraciones-. El Führer me ha mandado aquí para ver qué estáis maquinando. A esos subdesarrollados soviéticos no hay por qué darles tanta importancia, al fin y al cabo. Deseo inspeccionar su división, general Von Hartmann.
Encantado de desembarazarse del latoso, Von Hartmann le mandó al 191.°, que estaba a las órdenes del capitán Weinkopf. Eicke solicitó circular en trineo motorizado, pero el oficial de servicio, un teniente de Infantería, se lo desaconsejó vivamente.
–¿Acaso tiene usted miedo, teniente? – ironizo el nazi subiendo al trineo de un salto.
El teniente se encogió de hombros. Si Eicke estaba cansado de la existencia, era cuenta suya; en cuanto a él, hacía ya tiempo que no esperaba salir con vida de aquel infierno. Que fuese hoy o mañana, ¿qué importaba? Toda su familia estaba enterrada bajo una casa arruinada en Colonia, él no poseía más que su equipo, y aún, pues ni siquiera era suyo, sino de Hitler.
El trineo no había recorrido más que unos cuantos metros cuando la nieve se puso a saltar en torno.
–Granadas rusas -dijo el teniente sonriendo-. Pronto dispararán con la artillería de campaña.
Apenas había terminado cuando el aire se puso a silbar y a aullar. Eicke se estremeció y se abrochó el capote a fin de ocultar sus solapas blancas, que parecían atraer los proyectiles.
–¡Vaya frío! – murmuró para disimular.
–Hoy no mucho -replicó con guasa el teniente-. Esta mañana hasta se oían cantar pardillos, y sólo vienen cuando el tiempo es bonancible. ¿Ve usted aquella garganta, allí entre las colinas? – continuó-. Bueno, pues cuando se sale, se lo prevengo, Iván tiene la costumbre de saludarnos con órganos de Stalin.
–Siga -replicó Eicke, que estaba sudando.
Apenas salidos de la garganta, el cielo pareció desplomarse sobre ellos. Diez órganos tronaban al mismo tiempo. Eicke saltó del trineo y echó cuerpo a tierra. El teniente fue el último en apearse y contempló a los SS tumbados en la nieve.
–¿Siempre tiran así? – preguntó Eicke con vergonzosa sonrisa.
–¡Oh! Hoy todavía puede pasar. El otro día, estaban locos. Hicieron migas a todo un batallón en dos minutos. Fue el día que el capitán se puso al frente del 14.° regimiento.
–¡Un capitán como jefe de un regimiento!
–Era el oficial más antiguo -replicó tranquilamente el teniente-. Los órganos habían apiolado a todos los demás.
Continuaron a pie sin decir palabra. Encontraron al capitán jugando a naipes con algunos soldados bajo tres capotes abrochados juntos y tendidos sobre fusiles rusos. Unas latas de gasolina servían de mesa.
–Vengo a inspeccionar vuestro regimiento en calidad de representante del Führer -dijo bruscamente tras haber esperado en vano un saludo del capitán.
–Por favor -replicó el oficial-. Los hombres están allá abajo en los hoyos, pero desconfíe usted, señor SS gruppenführer, pues mis chicos están nerviosos. Disparan sobre todo lo que se mueve.
–¡Puede usted meterse su «señor» donde yo pienso! – gritó Eicke- Ese tipo de expresión burguesa lo hemos suprimido entre los SS. ¡Recuérdelo!
–Es muy posible -dijo el capitán con indiferencia-. No sé nada de las SS. Estoy en el Ejército.
–¡Sí! Y con la victoria en la mano, ¡sólo que jugamos a las cartas! Y tú -dijo a uno de los soldados-, ¿qué haces en el regimiento?
–Destructor de carros -gruñó el soldado, sin decir que la víspera había hecho polvo doce «T 34» con bombas de mano y minas.
Apenas contaba diecinueve años, pero era un experto contra los carros. No le enseñaron otra cosa, y no encontraría empleo en tiempo de paz.
–Una vez más, desconfíe usted de los tiradores de primera, gruppenführer -gritó malvadamente el capitán viendo a Eicke alejarse rodeado de sus esbirros-. Matan a todo lo que se asoma. Ayer le tocó a un mayor.
A gatas, Eicke reptó hacia los primeros hoyos. El tiroteo empezaba de nuevo. El oberscharführer Willmer tenía la cara partida por un casco de metralla. El scharführer Ewinger cayó con un agujero entre ceja y ceja, justamente bajo la visera del casco. Un soldado se miró la pierna arrancada sin entender nada; ¡ni siquiera dolía! Del muñón desgarrado manaba la sangre.
–¡Jesús! – gritó involuntariamente Eicke.
El verdugo de los judíos de Dachau pedía auxilio a un judío, pero pasó por encima del moribundo sin mirarle. ¿Para qué sirve un soldado que sólo tiene una pierna? La tempestad del Kazajstán le serviría de mortaja. Eicke se tumbó junto a un grupo que servía una «SMG». El tirador era un suboficial de la activa del 41.° regimiento de Infantería y miró con inquietud las solapas blancas del SS.
–Cuidado -dijo-. Ayer se cargaron a un general que se había adelantado demasiado.
Eicke, bastante incómodo, ganó el hoyo donde se agazapaba un joven teniente con cara de anciano.
–Gruppenführer, hace lo menos ocho días que no comemos caliente. La Intendencia nos sabotea.
–¡Nada caliente hace ocho días! ¿Dónde están vuestras cocinas de campaña?
–¿Cocinas de campaña? – El teniente se rió amargamente-. En la compañía, de vez en cuando, se mata un animal. ¡Así es como sobrevivimos!
–¡Gratwohl! – gritó Eicke a uno de sus esbirros-. ¡Arrégleselas para que el intendente de la división sea ahorcado! Voy a poner orden en las cocinas de campaña.
–¡Mi teniente! – gritó un suboficial- ¡Iván ataca en masa!
El teniente se caló el casco, empuñó su fusil ametrallador y, mientras corría, descapsulaba granadas. El ataque fue contenido, pero Eicke se quedó estupefacto. Nunca había visto la guerra desde aquel ángulo. El joven teniente se agachó en el refugio y examinó su mapa extendido en el suelo.
–¿Puede usted sostener la posición, teniente?
–No lo sé, obergruppenführer. La guerra está perdida, pero no depondré las armas hasta que me lo ordenen.
–¡Puedo hacerte fusilar por derrotismo! – rugió Eicke- ¡La guerra no está perdida, recuérdalo, teniente!
–¡Oh! – dijo el joven teniente sonriendo con cansancio-. El Führer ha dicho que íbamos a hacer la guerra contra unos subdesarrollados, ¡y hasta ahora nunca he visto más que temibles especialistas! El Führer ha subestimado a los rusos y repito que la guerra está perdida.
Retumbaron tres disparos y el joven se desplomó a los pies de Eicke. El nazi continuó su inspección hacia el 9.° regimiento de Carros.
–¿Dónde están vuestras cocinas de campaña? – preguntó Eicke-. No se puede hacer la guerra sin cocinas de campaña.
El brigada le explicó que mandaban comandos de suministro. Éstos atacaban a las columnas de Intendencia, mataban a los caballos y hacían estofados con ellos.
–Los hígados humanos también se comen, a veces. No son malos.
El obergruppenführer se quedó sin aliento y no volvió a hablar de cocinas de campaña. Los soldados de Stalingrado se habían vuelto caníbales.
–¿Por qué no atacáis? – dijo, gritando a un anciano mayor, jefe de batallón, quien visiblemente ya no podía más.
–¿Atacar dónde? – gritó el mayor-. Los rusos están en todas partes. ¡Mando este batallón cuyos efectivos apenas equivalen a los de una compañía!
–¡Saboteadores del Ejército! – vociferó Eicke escupiendo de rabia.
El mayor fue atado a un árbol y fusilado instantáneamente. Un comandante de Ingenieros voló su parque de exploradores sin haber tenido orden de hacerlo, porque los siberianos llegaban a sus pontones. Fue fusilado por sabotaje. Y la cacería continuó. El coronel Jenk, del 9.° de Infantería, abandonó su posición sin haber recibido órdenes. Fue colgado de las aspas de un molino. En la cueva de un hospital improvisado, quitaron a bulto los vendajes a 200 heridos. De entre ellos, 197 no tenían nada; la mayoría eran oficiales de Intendencia. Fueron liquidados acto seguido. Y la cacería continuó. Fusilaron a médicos y a oficiales, y se ahorcó a los criminales. Las mujeres que robaban comida a los soldados corrieron la misma suerte.
El regimiento escogido italiano «Savoia» fue una presa inesperada: 68 oficiales se ganaron un tiro en la nuca por pillaje de almacenes a fin de que sus propios saldados no murieran de hambre, pues los alemanes no les daban ni una miga de pan
El viento del infierno sacudía la caldera de Stalingrado.
El mayor general Blome, de Cazadores, confesó haber guardado gasolina para su coche: le rociaron con ella y ardió como una antorcha. En la estación de Tsaritsa, niños rumanos mendigaban pan: orden de matar a los niños a culatazos, y los soldados rumanos se encargaron de ello. Eran tan crueles para con los débiles como humildes ante los poderosos. Los aborrecíamos. Un jefe de escuadrón rumano saludó servilmente a Eicke, lo cual no le impidió columpiarse un instante después colgado de un árbol.
–¡Vaya pandilla! – se burló Eicke-. ¡Todos juntos! Afortunadamente hemos venido nosotros.
El capellán castrense Roske, de la 44.a División, había dicho, tres días antes, un sermón sobre Jesús de Nazaret. ¡Jesús era judío! ¡Nazaret, una localidad judía! El pobre sacerdote fue denunciado y colgado de los pies y desollado como en la tabla de la carnicería. Durante cinco días se columpió con su cruz colgada de un cordón morado. Se valían de él como de poste de señalización: «Cuando llegues adonde está el cura, doblas por la derecha y luego sigues recto.»
Dondequiera apareciese Eicke, la muerte entraba con él.
Un mayor de Infantería relevó a su batallón bajo su propia responsabilidad para salvar al resto de sus hombres. El mayor, con ambas piernas amputadas, fue evacuado en avión. Por un telegrama de Eicke, fue enviado a Torgau y fusilado, atado a su camilla.
Hitler aprobó enteramente el informe de su representante y discutió acerca del VI Ejército tomando un vaso de leche. El Führer ignoraba el alcohol y su vida era espartana. Muy lejos de él, en Stalingrado, un ejército entero estaba a punto de ser aniquilado.
Dios ha enviado a Hitler para que pueda ayudar al pueblo alemán a poner orden en Europa.
August Wilhelm, príncipe de Prusia, en un banquete dado por la Asociación de Oficiales el 16 de junio de 1936.
El 20 de diciembre, durante una espantosa tempestad de nieve, el soldado Blatt y el infante Wenck fueron mandados a Gumrak a buscar suministro para su batallón. Aquel suministro consistía, a mediados de diciembre, en diez gramos de pan, diez gramos de confitura y un cuarto de litro de sopa aguada hecha con huesos de caballo, por hombre.
El infante Paul Wenck, de dieciocho años de edad, siempre había tenido un apetito enorme y nunca conseguía aplacar su hambre. Hasta entonces, cambiaba su ración de cigarrillos por pan, pero se hizo imposible frente a Stalingrado. Nadie vendía ya el pan y no había cigarrillos.
Tras una espera de una hora, los dos soldados recibieron 225 chuscos para su batallón.
–225 -dijo Blatt confiando a Wenck la custodia del precioso cargamento-. Están todos; vete con cuidado.
Necesitaron ocho horas para regresar a su batallón. Los caballos hambrientos tropezaban sin parar en el camino; por fin, al amanecer, llegaron a Tsaritsa.
El furriel del batallón recibió el cargamento y se apresuró a controlar el número de panes; encontraron 224, cuando debía haber 225. Los jóvenes soldados negaron obstinadamente haber robado nada y, encima de ellos, nada encontraron. Pero en el vehículo descubrieron el pan envuelto en la guerrera de camuflaje del soldado Wenck, que estaba escondida en el fondo de la caja de herramientas. Y Wenck tenía la llave.
El consejo de guerra se celebraba en una cueva. Desesperado, enfermo y pálido, el muchacho compareció ante los jueces. La acusación era suficiente para motivar una condena conforme a las instrucciones del general Paulus con fecha 9 de diciembre de 1942.
–¿Por qué robó usted ese pan? – preguntó el presidente sin mirar al chico, que flotaba dentro de su uniforme.
-Tenía hambre. Hacía tres días que no había comido nada y tenía mucha hambre.
-Todos tenemos hambre en Stalingrado, pero no robamos el pan por eso.
Los jueces se retiraron para deliberar. El infante Wenck incurría en el delito estipulado en la cláusula del 9 de diciembre: «Los merodeadores serán fusilados inmediatamente.» Pero el infante Wenck no era ningún merodeador; era sólo un soldado de dieciocho años hambriento entre dos gendarmes mucho mejor nutridos, y no sospechaba que se vería llamado a pagar un chusco con su bien más valioso: la vida. Un chusco de 35 pfennigs. Los jueces volvieron: «En nombre del pueblo alemán, el soldado de Infantería Paul Wenck es condenado a ser fusilado por robar el suministro del Ejército.»
Durante algunos segundos, reinó un silencio de muerte en la sala. Luego, el pobre chico se puso a gritar, a suplicar, a gemir. Un culatazo le hizo callar. Al día siguiente, 4 de diciembre, le arrastraron a la fosa y le fusilaron. En el piquete se encontraba el soldado Blatt. Como la tierra estaba más dura que el mármol, cubrieron simplemente el cadáver con nieve, y, por no derrochar municiones, se decidió que, a partir del 25 de diciembre, los ladrones ya no serían fusilados, sino ahorcados.