abundan en esas comunidades. La suya era una enfermedad típica del intelectual: la infatigable voluntad de dominar una materia. Una dolencia crónica e incurable que aqueja a quienes ambicionan dar un sentido lógico al mundo. Mi madre había sido una defensora del trabajo de mi padre, pero el daño que esa labor le había causado a él le había generado a ella también mucho dolor, no porque tuviese que compartir esa herida abierta, sino por todo lo contrario, porque mi padre se esforzó sobremanera en mantenerla oculta. Sé que mi madre se interesaría por la historia de Lisa, en caso de que llegásemos a conocerla, pero ella no tenía por qué dedicarse a descubrirla. «Hay tantas cosas que nunca llegaremos a saber», decía.

Conducía Rosalie. Se había cambiado el traje de chaqueta azul marino y los grandes zapatos que llevaba en el entierro y se había puesto unos pantalones que los habitantes del Medio Oeste norteamericano llaman slacks (que no necesitan plancha porque están hechos de algún material sintético) y una camiseta con la imagen de un gran mosquito debajo del que se leía «Pájaro típico de Minnesota». Aparte de que no dejaba de ser una mujer atractiva (cabello castaño corto y rizado, un rostro redondo y agradable en sintonía con un cuerpo redondo y agradable), Rosalie no recurría a ningún truco propio de la coquetería femenina. Era una mujer que no se perfumaba, no se maquillaba, nunca llevaba adornos y usaba un par de enormes gafas marrones para ver el mundo, a través de las cuales sus ojos parecían más grandes de lo normal. Yo la conocía de toda la vida y me daba la impresión de que, a pesar de los años, casi no había cambiado con el paso del tiempo-. Los Geister de la Funeraria Geister eran una familia prominente con siete hijos, entre los que se incluían un par de mellizos, por eso a veces me he preguntado si la fecundidad de los Geister no habría sido una consecuencia lógica de la naturaleza lúgubre del negocio familiar. Rosalie e Inga habían sido inseparables durante los años de instituto y seguían siendo muy buenas amigas.

Rosalie conducía (muy rápido, por cierto) con una mano en el volante mientras gesticulaba con la otra.

–No sé si el vejete está en su sano juicio. Lo único que me dijo la señora de la residencia es que la visita le haría bien: «A no ser por unas pocas excepciones, todos nuestros residentes agradecen mucho que se les visite» -dijo Rosalie imitando el tono relamido de la mujer-. Walter Odland trabajó muchos años en una ferretería que, según mamá, Dios la bendiga, era el mentidero de un río revuelto de chismorreos procedentes de Blue Wing, lugar con el que sólo Blooming Field podía rivalizar. A la buena de mi madre le

bastaba olfatear el terreno durante un par de días para detectar un escándalo a un kilómetro de distancia.

Noté que Rosalie no tenía ambages en recurrir tan pronto a las metáforas acuáticas como a las terrestres.

–Estás de broma -dijo Sonia, quitándose los auriculares de las orejas.

–Rosalie siempre está de broma -dijo Inga.

–No siempre -contestó ella-. Vuestra Lisa Odland, después de estar varios años fuera de la ciudad sin que nadie supiese dónde, se convirtió en la señora Kavacek. Mi madre es siete años menor, así que no eran amigas del colegio. El señor Kavacek murió joven. Tuvieron una hija que, según mi madre, no tenía muy buena fama que digamos, pero eso tampoco quiere decir nada, como todos sabemos. – Rosalie le guiñó el ojo a Inga con un gesto exagerado-. Eso puede abarcar desde una preferencia desmedida por las minifaldas o por la forma de menear la cadera un poquito más de lo normal, hasta un delito grave de verdad. De cualquier modo, la hija Descarriada se largó hace muchos años y después de eso la señora Kavacek, alias Lisa Odland, se enclaustrado por vida. No asoma ni un dedo de casa. No va a la iglesia. No recibe al pastor. Esa es toda la información que os puedo dar. Ya sabéis, todo se resume en: «¿Qué hace la vieja bruja ahí dentro?» -Rosalie tarareó una marcha fúnebre.

–Sigue viva -dijo Inga.

–Eso parece, pero creo que es mejor visitar primero al abuelo Walt. Ella no recibe a nadie.

–Quizás sufra de agorafobia o algo parecido, pero ¿de dónde saca la comida? – comentó Sonia con los ojos como

–Bueno, se ha buscado una acompañante, una sobrina por el lado de su marido que se llama Lorelei. Creo que es un bicho raro, un culo inquieto, que entra y sale continuamente, hace las compras y los recados y gana un poco de dinero cosiendo por encargo.

–Supongo que la palabra escándalo debe de ser una exageración -le dije a Rosalie.

–No me metas prisas -dijo, sonriéndome abiertamente por el espejo retrovisor-. Todavía hay más. Parece que las dos señoras están fabricando algo en la casa. Todo el tiempo entran y salen cajas. Llegan unos mensajeros que dejan cosas. Luego van otros que las recogen. Pero nadie sabe qué hay en esas cajas.

Inga se volvió hacia Rosalie, abrió la boca pero no dijo nada.

–Ha habido problemas con algunos niños que se han colado en su jardín. La verdad es que alguien los habrá mandado con eso de: «¿Por qué no

vas y miras por la ventana de la vieja Kavacek y me cuentas lo que ves?» Un niño se cayo de un arbol cuando intentaba echar un vistazo al inte-

–Veo que todo sigue igual -comentó Inga.

–No -dijo Rosalie alegremente-. ¿Te acuerdas de cuan cuando espiábamos a Alvin Schadow mientras aprendía a bailar el vals con unas instrucciones grabadas en un casete y daba vueltas abrazado a un almohadón? Ay, Dios, era divertidísimo.

–Yo no miraba -dijo Inga-. Me parecía horrible.

–Ay, mami… -refunfuñó Sonia.

–Sí que miraba -dijo Rosalie-. Pero no se reía. Su tierno corazón se conmovió ante aquella imagen.

–Bueno, pobre señor Schadow -dijo Inga-. Puede que dentro de nada yo también esté abrazando almohadones, así que mejor no nos subamos a la parra.

Sonia dirigió una mirada preocupada a su madre, volvió a colocarse los auriculares, se recostó en su asiento y cerró los ojos.

Cuando entramos en el cuarto, Walter Odland estaba sentado en una silla. La habitación era estrecha y la compartía con otro hombre de nariz larga y rostro arrugado que en ese momento estaba boca arriba en la cama, enfundado en un pijama a rayas y sumido en un sueño profundo. Junto a él, sobre un carrito, había una bandeja con un plato a medio comer. Odland estaba totalmente hundido en el asiento, una postura característica de las personas muy ancianas. Tenía los ojos acuosos y huidizos, la piel manchada y los labios finos flanqueados por dos mejillas que colgaban fofas a cada lado. Su nariz era abultada y carnosa. A pesar de que nos habían advertido que padecía cierta demencia, parecía muy despierto. Cuando le dijimos que queríamos hacerle unas preguntas sobre nuestro padre, asintió con la cabeza, pero el apellido Davidsen no le decía nada. Sin embargo, dio un respingo cuando oyó el nombre de Bakkethun y se arrancó a hablar cuando mencionamos el nombre de su hermana y le hicimos algunas preguntas sobre la boda de sus padres.

–Ah, bueno -dijo Odland-, eso fue un error, según mi opinión. ¡No! ¡Fue una mentira descarada, no lo saben ustedes bien! Lo hicieron para protegerla, supongo, pero tenía una cicatriz que le cruzaba todo el cuello. Dijeron que había sido la llama de una vela o alguna tontería por el estilo. Ni yo mismo me enteré hasta muchos años más tarde, ¿entienden? Por eso fui a verla. También me culpó a mí. Nunca nos llevamos bien.

–¿Qué le dijo a su hermana? – le preguntó Inga al tiempo que se

inclinaba y apoyaba su mano en el brazo del anciano. Odland se volvió hacia Inga como si la viera por primera vez.

–¡Guau! ¡Es usted guapísima! – exclamó-. Una mujer hermosa.

–Gracias -dijo Inga-. ¿Qué le dijo a su hermana?

–Le hablé del incendio.

–¿Qué incendio? – le preguntó Rosalie.

–El de Zumbrota.

–Usted y Lisa no son hijos de la misma madre, ¿verdad? – Yo estaba de pie a su lado y me incliné para hacerle la pregunta. Le cambió la cara y evitó mirarme a los ojos.

–Fueron injustos con nosotros dos -dijo. Empezó a temblarle la barbilla mientras paseaba la vista por la habitación. Después negó con la cabeza-. ¿Dónde estoy? – preguntó.

–En la residencia de ancianos de Blue Wing -dijo Rosalie.

–Me olvido -dijo simplemente. Me fijé en que tenía los ojos color verde oliva, como jaspeados.

–Señor Odland -continué-, ¿qué pasó en el incendio?

–Murieron.

–¿Quiénes murieron? – le preguntó Inga, volviéndose a inclinar junto a él y apoyándole la mano suavemente en el brazo.

Odland se puso muy nervioso y me asaltó un sentimiento de culpa por haber ido allí a desenterrar sus antiguos fantasmas familiares.

–Fueron injustos al no decírnoslo -dijo negando con la cabeza enfáticamente.

Miré a Inga y moví los labios: «Vámonos.» Ella asintió.

Rosalie también recibió mi silencioso mensaje y de inmediato estrechó las manos de Odland, lo miró a los ojos y le dijo muy despacio:

–Señor Odland, nos ha ayudado usted mucho y le estamos muy agradecidos. Muchas gracias.

–Usted es la otra -dijo él.

–Sí, yo soy la otra. Le estoy diciendo que muchas gracias.

–De nada -dijo, y se le alegró la expresión-. Muy bien. Gracias.

Se oyó un resuello agudo y fuerte del hombrecito durmiente y una enfermera entró en la habitación. Miró al que estaba inconsciente y luego se volvió hacia nosotros.

–Me alegro de que tenga compañía -le dijo a Odland. El hombre sonrió abiertamente y señaló a Sonia. – Ven aquí, jovencita -le dijo.

Sonia se acercó, obediente, y el anciano estiró la mano hacia ella mientras sonreía de oreja a oreja. A continuación se dio unos golpecitos en la mejilla.

–Un beso -dijo-. Aquí.

–¡Pero bueno, señor Odland! – dijo la enfermera. Sonia se puso toda colorada y la confusión se reflejó en su rostro, pero se inclinó en el momento en que la enfermera se dirigía hacia ellos y le dio un besito muy rápido al anciano.

Odland se rió alegremente y soltó un silbido enérgico que nos dejó a todos boquiabiertos.

Antes de irnos, la enfermera se volvió hacia nosotros y dijo: -Espero que vuelvan. No viene casi nadie a verle y las visitas le hacen mucho bien.

Sonia llamó a mi puerta cerca de medianoche. Mi sobrina tenía un gesto serio en la cara. Estaba descalza y llevaba una enorme camiseta azul que le llegaba hasta los muslos y unos pantalones de pijama viejos.

–Me alegro de que estés despierto -dijo. Se sentó en el mullido butacón junto a la ventana y me miró a los ojos-. Sé lo de papá y Edie Bly.

–¿Te lo ha dicho tu madre?

–Tuve la sensación de que mamá se había enterado cuando vi que ponía esa película una y otra vez, pero no dije nada por si acaso no lo sabía.

–¿Y tú cómo lo supiste?

Durante unos segundos pareció que iba a echarse a llorar, pero permaneció en silencio y respiró hondo.

–Les vi juntos. Yo estaba en tercero. Fue en Varick Street.

–De eso ya hace mucho tiempo.

–Yo tenía nueve años -dijo, asintiendo con la cabeza-. A veces mami me dejaba ir sola a visitar a papá al estudio porque estaba a la vuelta de la esquina, como quien dice. Al principio no quería dejarme ir porque se ponía muy nerviosa pensando que me podía pasar algo en el camino, pero yo insistí tanto que los tres hicimos un plan. Nada más llegar al estudio papá tenía que llamarla para que se quedara tranquila. El estudio quedaba a sólo dos manzanas. Pero ese día no llamamos a papá para avisarle que iba. Mamá dijo que le diera una sorpresa. Fui dando saltitos todo el camino y cuando llegué a la esquina le vi a él saliendo por la puerta. Con ella. La estaba abrazando.

–¿Qué hiciste?

Sonia tenía la vista clavada en la pared y evitaba mirarme.

–Volví corriendo a casa. Le dije a mamá que papá no estaba, que habría salido. Sentía que me faltaba el aire.

–¿Y nunca le dijiste nada a nadie?

Negó con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

–Estaba furiosa con papá y además pensaba que se iban a divorciar, como los padres de todos los demás chicos. Les oía discutir. Cuando discutían yo me ponía a cantar a voz en cuello y entonces a ellos les daba vergüenza y se callaban. – El gesto de Sonia se endureció-. Pero no se divorciaron. Entonces empecé a pensar que tal vez lo que creía haber visto no era cierto, que tal vez ella no había estado allí en realidad. Empecé a considerar todo el asunto como si se hubiera tratado de una película o algo así, y poco a poco papá volvió a ser quien era y las cosas volvieron a su antiguo cauce. Después papá cayó enfermo. – Sonia se cruzó de brazos e inclinó la cabeza de golpe, como si le hablara a sus pies-. Yo miraba a mamá, sentada a su lado en el hospital, hablándole, leyéndole, besándole las manos…

–Seguías enfadada con tu padre?

–No -dijo levantando la cabeza-. Quizás. No lo sé. Era otra cosa, o sea, algo en lo que yo no podía hacer nada. Y ahora ya es demasiado tarde. No me porté bien con él. Fui una estúpida. Ni siquiera le hablé. El olor del hospital, las enfermeras, esas cuñas de plástico azul, todos esos tubos, no sé, yo, yo… -Se calló un momento. Luego continuó-: Cuando empeoró ya ni siquiera se parecía a mi padre.

–Antes de morir me dijo que tú y tu madre erais su alma. Me dijo literalmente: Ellas son mi alma. Cuídalas.

-Me pregunto, entonces, qué era para él Edie Bly -dijo.

–No lo sé, Sonia. – Negué con la cabeza.

–Se supone que todo el mundo tiene que ser muy civilizado en estos casos. La madrastra de Sally Reiser es apenas cinco años mayor que ella. El padre de Ari va por su cuarta mujer y la madre por su tercer marido. Pero nosotros éramos diferentes. No éramos así -dijo, negando con la cabeza-. Siempre pensé que éramos diferentes.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Pensé decirle muchas cosas. Hablarle de los adultos y de sus debilidades; de cómo las aventuras amorosas eran frecuentes en los hombres de cierta edad y cómo tendían a enfriarse rápi-damente; de las diferentes clases de amor y de muchas otras cosas. Pero no dije nada.

–Deberías hablar con tu madre.

–No le digas que lo sé -me dijo con tono enérgico. – No lo haré. Eres tú quien debe decírselo. Será un alivio para ambas.

Sonia bajó la mirada y la clavó en sus rodillas. Le temblaba el mentón y apretó los labios en un intento de controlarlo.

Me levanté, fui hasta ella y apoyé la mano en su hombro. Ella la cogió y la retuvo entre las suyas.

–Mi pobre pequeña -dije.

Levantó el rostro hacia mí, y aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, no sollozaba.

–Has dicho eso igual que lo decía papá, igual que él.

Al día,siguiente estaba sentado en el pequeño sillón del Andrews House tomando algunas notas sobre mi conversación telefónica con la señora L. y me detuve a pensar en lo que ambos llamábamos sus «ausencias», las horas que pasaba en el limbo con sus fantasías. «Pensé en usted inclinándose sobre mí y tocándome ahí abajo, y entonces tuve miedo de hacerme pis, así que empecé a abofetearle con fuerza.» Apunté la palabra recipiente, con la que Bion se refería al analista como una vasija donde verter tu porquería. Yo, el orinal. Echaba de menos mi trabajo. Mi trabajo era mi esqueleto, mi musculatura. Sin él me sentía como una medusa. Las formas de las cosas, los contornos. No podemos vivir sin ellos. «¡No me toques la nariz, gilipollas!», me gritó una vez un paciente hospitalizado cuando me rasqué la nariz un segundo durante una entrevista. En aquella época yo era un joven psiquiatra residente y sus palabras fueron como un mazazo para mí. Después aprendería cuán precario es todo, la noción de nuestro comienzo y nuestro fin, de nuestros cuerpos, de nuestras palabras, de nuestro interior y exterior. A menudo los pacientes psicóticos se interesan por la cosmología debido a su obsesión con las misteriosas estructuras de lo invisible, con Dios y Satán, con las estrellas, la cuarta dimensión y lo que se esconde debajo o más allá de ella. Buscan el esqueleto del mundo. A veces el hospital puede ofrecerles un refugio temporal a base de aburridas rutinas (los medicamentos, el almuerzo, los talleres de bricolaje, las clases de expresión corporal, las visitas del asistente social y del doctor), pero después el mundo los reclama. El paciente sale al exterior y los frágiles vuelven a hacerse añicos.

Mi padre trabajó con ahínco para ordenar su mundo: se levantaba temprano, dedicaba largas horas a su tarea, corregía pruebas una y otra vez, era muy escrupuloso con sus apuntes y muy detallista con sus esquemas, ordenaba en filas el maíz, las patatas, las alubias, la lechuga y los rábanos. Pero cuando ocurría un imprevisto (un problema con el coche, un niño que se golpeaba o se lastimaba, se equivocaba al doblar una esquina o hacía mal tiempo) sufría de forma indecible. Me acuerdo de verle negando con la cabeza y cerrando los puños mientras se le contraía el rostro y la angustia le estrangulaba la voz. Recuerdo viajes cargados de tensión. La voz de mi madre diciendo: «No te enfades, Lars.» El rostro acongojado de mi hermana en el asiento de atrás. Yo me encerraba en mí mismo. Sonia cantaba. Yo contaba. No tenía nada que ver

con lo que hubiera sucedido, pues solían ser cosas insignificantes, ni con lo que mi padre hacía o decía, pues se controlaba de tal forma que nunca llegaba a estallar. Lo que nos afectaba era el volcán de emociones que llevaba dentro.

Aquella noche soñé que estaba en el hospital y que acababa de cerrar con llave la puerta de cristal que conducía a la sala Norte cuando un interno me daba unos golpecitos en el hombro y me entregaba una radiografía de pecho. Yo la miraba. El corazón era tan grande que ocupaba toda la cavidad pectoral. De repente aparecía un radiólogo a mi lado y yo notaba que llevaba la chaqueta muy sucia y que chorreaba un líquido amarillo asqueroso. Se me acercaba y yo me apartaba, intentando que no me manchase con la mugre de su chaqueta. El radiólogo me susurraba al oído: «Defecto septal atrial.» Yo le preguntaba qué estaba haciendo en el ala de psiquiatría. Entonces, no sé por qué razón, me daba cuenta de que aquella radiografía era de mi corazón, al igual que la lesión congénita. Sacaba un estetoscopio del bolsillo y empezaba a auscultarme el pecho. Oía el fuerte murmullo cardíaco y entonces veía al otro lado del cristal a mi padre, que yacía en una cama de hospital en mitad del ancho pasillo de la sala Sur. No debería estar allí. No estaba en la unidad que le correspondía. Yo sacaba la llave para abrir la puerta pero me encontraba conque en la cadena no tenía una, sino cincuenta llaves de diferentes tamaños. Empezaba a probar una llave tras otra, pero ninguna abría la cerradura. De repente no podía respirar, me invadía el pánico y empezaba a gritar para que alguien viniese a ayudarme. Mi padre yacía inmóvil con la boca abierta. El radiólogo seguía allí, pero tenía otra cara. Me susurraba: «Desorden psicótico causado por una hipertensión pulmonar.» Yo me despertaba con esa frase absurda sonándome en los oídos. Cuando a la mañana siguiente me senté a anotar el sueño, lo primero que escribí fue: «Doctor, antes que nada, cúrese usted.» Luego comprendí que el agujero en mi pecho también hacía referencia al agujero que el doctor de Urgencias tuvo que abrir en el pecho de mi padre para volver a inflarle el pulmón colapsado, y que en el sueño yo intentaba desesperadamente ayudar a mi padre abriéndole la puerta, pero lo que yo tenía en las manos eran unas llaves desconocidas.

Inga y Rosalie encontraron un artículo sobre el incendio en The Zumbrota Reponer. El 14 de mayo de 1920 un «trágico» incendio se había cobrado las vidas de Sylvia Odland y de su hijo pequeño, James. La hija de dos años, Lisa Odland, sufrió quemaduras, pero un bombero logró rescatarla sacándola por la puerta delantera. Los padres de Lisa estaban divorciados, y el artículo mencionaba que la niña iría a vivir con su padre y la segunda esposa de éste.

Nunca le dijeron nada acerca de esas muertes. Walter Odland había dicho la verdad. «Fueron injustos con ella.» Aunque nunca llegara a recordar el incendio a nivel consciente, el hecho tuvo que afectar a sus respuestas emocionales. Nunca tuvo que asimilar la muerte de su madre ni pudo llorarla. Se le ofreció una sustituta. Años más tarde su hermano le contó la verdad. Ahora vive aislada del mundo y no quiere ver a nadie. Pero, como señaló Inga, la historia del fuego no tenía nada que ver con el misterio que encerraba la nota de nuestro padre.

–Siento la presencia de mi madre y de Lars -dijo mi madre-. Los dos están aquí conmigo, en este lugar. Nunca los siento cuando estoy en Nueva York.

–¿Como si fueran fantasmas? – preguntó Sonia, mirándola perpleja

–No. Son presencias. Pero no me dan ningún miedo.

–Yo oigo a Max -dijo Inga sin más.

–¿De verdad? – preguntó Sonia.

–Oigo que me llama -contestó Inga tras asentir con la cabeza-. No muy a menudo, sólo de vez en cuando. Una vez papá me contó que él oía al abuelo. Oía que el abuelo lo llamaba.

Mi madre estaba sentada en el sofá, apretando las rodillas contra el pecho. Yo estaba frente a ella. La observé volver el rostro hacia la ventana, y durante unos instantes me pareció una desconocida. El sol que entraba por la ventana iluminó fugazmente su pequeña cabeza y los rasgos delicados de su perfil. Me fijé en las profundas arrugas que tenía alrededor de la boca y en la frente, y también en el azul intenso del ojo visible desde mi lado. Llevaba el pelo cano peinado hacia atrás.

–Una vez Lotte me contó la historia del día en que vuestra abuela perdió sus ahorros. Ivar llegó a la casa, le dio la mala noticia de que el banco había quebrado y a continuación citó el salmo: «El pueblo se lo pidió y El trajo codornices y satisfizo su hambre con el pan del paraíso.» Hildy agarró un plato de la mesa y lo estrelló contra el suelo -dijo mi madre.

–¿Papá nunca te había hablado de eso? – preguntó Inga.

–No. Ojalá me hubiese contado más cosas, pero no podía. Una vez le dije: «Tiene que haberte resultado difícil convivir con toda esa animadversión que existía entre tus padres.»

–¿Y él qué dijo? – pregunté.

–No quería oír hablar del asunto. – Una nube debió de tapar el sol, pues la habitación se oscureció de repente.

Hice un esfuerzo por recordar algo, alguna clave de mi niñez. Yo adoraba a mi abuela, me encantaban sus brazos con la piel fláccida y su largo pelo cano que siempre recogía con unas horquillas que guardaba en un cuenco sobre su tocador. También me encantaba su risa, las historias que me contaba de su infancia y el sombrero de paja con flores que se ponía para llevarnos de paseo en coche. Hablaba inglés con un fuerte acento noruego. Pensé en el abuelo paterno de mi padre y me lo imaginé bajando con cuerdas y poleas el baúl que llevaría a Estados Unidos por los escarpados senderos montañosos de Voss; pensé en la covacha subterránea en la que vivió al llegar, un agujero en la tierra cubierto de hierba, y en la posterior cabaña de troncos, que se quemó después de morir su esposa. En el otoño de 1924 la casa se prendió fuego por culpa de una estufa o de una chimenea defectuosa. Los detalles no están claros. Por suerte, dos veci-nos, Hiram Pedersen y Knut Hougo, pasaban por allí en coche y vieron el fuego. Encontraron a Olaf detrás de una mesa con la que intentaba empujar una puerta para abrirla. Para entonces ya sufría graves quemaduras, especialmente en las manos y parte de la cara. La última vez que lo vi estaba en cama y no podía hablar. Apoyó su mano llena de cicatrices en mi cabeza como si estuviese bendiciéndome. Hizo lo mismo con mi hermana Lotte.

–No la culpo por tirar el plato al suelo -dijo Sonia-. Dios no les dio de comer, ¿verdad? Lo perdieron todo.

–Esos dos eran tan diferentes -dijo mi madre mientras negaba con la cabeza-. Hildy podía ser irracional, pero tenía empuje. Cuando Ivar estaba en coma, agonizando, parecía recuperar la conciencia de vez en cuando y entonces abría los ojos y nos miraba. No podía hablar, pero la expresión de aquellos ojos era terrible, dolorosísima, como si sólo desease que todo acabara de una vez.

Nos quedamos un minuto callados. Luego mi madre se volvió hacia Sonia y continuó:

–Mi padre cayó enfermo durante la guerra. Un problema cardíaco. Él, que había sido un hombre tan atlético… Subía corriendo por las laderas de la montaña como una cabra. Nunca tropezaba ni se caía, y sin embargo después… -Mi madre se llevó la mano al pecho-. Le costaba mucho respirar. Yo le oía cómo intentaba coger aire con aspiraciones cortas y rápidas, y me recuerdo a mí misma pensando: No se puede morir. Papá no se puede morir.

–Lo mismo me pasó a mí con mi padre -susurró Sonia-. Yo pensaba lo mismo de papá.

Mi madre la abrazó y comenzó a acariciarle el pelo. Inga las observaba con la emoción reflejada en el rostro.

Mi madre prosiguió. Su voz firme tenía la cadencia y musicalidad del otro idioma que subyacía oculto detrás del que ahora usaba. Creo que mientras nos

hablaba a nosotros también hablaba para sí misma.

–En aquella época, cuando alguien moría, se vestía el cadáver y se exponía para que los demás lo viesen. La gente iba a despedirse del muerto. Era un ritual, claro. Recuerdo a mi padre cuando yacía allí, sin ser él en realidad. Mi padre muerto era un extraño para mí. – Hizo una pausa-. Enton-ces no se embalsamaba a los muertos ni se les hacía esas cosas horripilantes que hacen los norteamericanos, ya sabéis lo que quiero decir. Cuando te morías, te envolvían en un sudario, te metían en un sencillo ataúd y te enterraban. – Mi madre respiró hondo-. Yo estaba observando el cadáver de mi padre y mi madre se acercó y me dijo Kyss Pappa. Dale un beso a papá tradujo mi madre a Sonia.

–¡Eso ya lo sé, abuela! – respondió Sonia.

–Pero yo no quería besarlo -continuó diciendo mi madre al tiempo que se le endurecía el gesto.

Sonia, que había estado escuchando con la cabeza apoyada en el pecho de su abuela, se apartó y levantó la mirada.

–Mamá volvió a repetirlo, Kyss Pappa. -Mientras recordaba tenía los ojos clavados en un candelabro que estaba sobre la mesa delante de ella-. No quería hacerlo, pero lo besé. – Bajó la mirada hacia Sonia-. Mi madre era fantástica. Yo la quería muchísimo, ¿sabes?, pero no tendría que haberme dicho eso.

En junio los días son muy largos, pero aquél se había esfumado mientras hablábamos, y de pronto me di cuenta de que estábamos en una habitación a oscuras. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo el más mínimo gesto de en-cender una lámpara. Sonia abandonó el abrazo de su abuela y me fijé en la postura tan erguida de mi madre, sentada allí en su sofá, totalmente quieta, con el rostro en sombras, tenso a causa de los recuerdos.

Marit, Marit, Marit, Marit. Aquella noche cerré los ojos y ese extraño conjuro de mi padre, que consistía en la repetición involuntaria del nombre mi madre, surgió de forma espontánea en mi cabeza. La cuerda que le unía al salvavidas: Marit, Marit, Marit.

Tanya Bluestone vaga por estos lares.

No es musa de nadie y su alarido es mudo,

despierta de sueños y de pesares,

con la entraña herida; en la garganta un nudo.

El mismo fuego anida en mí, la misma historia.

Un ardor refundido en la memoria.

Sonia Blaustein

P.D. Se lo he dicho a mamá.

Encontré el poema de Sonia con su posdata debajo de la puerta cuando me levanté. Lo leí varias veces, luego doblé el papel con cuidado y lo guardé dentro de mi diario. Me quedé un rato de pie junto a la ventana observando Division Street, todavía vacía a las siete de la mañana. Recordé el humo ascendiendo hacia el cielo, la asfixiante lluvia de papeles, la bruma sobre el cielo de Brooklyn y el silencio que inundaba la ciudad. Aquel día los peatones de la Séptima Avenida parecían sonámbulos, extraterrestres que deambulaban de una forma mecánica con los rostros cubiertos por mascarillas y pañuelos.

Fue Rosalie, con la ayuda de su intrépida madre, quien arregló que nos citáramos en el Café Ideal de Blooming Field. Lorelei Kavacek tenía que hacer algunos recados en la ciudad y había acordado concedernos una entrevista. A pesar de que aquella mujer era un misterio para mí, yo la había dotado de una personalidad construida a partir de la escasa información que habíamos recogido. Lorelei vivía con una mujer convertida en una ermitaña que estaba relacionada con mi padre y con la comunidad donde él había crecido. Era coja y, por deducción, muy reservada. Esos datos debieron de retrotraerme a los ancianos que conocí de niño y a las historias que había oído de ellos. Me acordé de las hermanas Bondestad, unas viejas que paseaban del brazo por el camino de tierra con unos vestidos negros muy largos. Su padre había muerto en 1920 y ellas se vistieron de luto y nunca lo dejaron. Cocinaban, araban la tierra y recogían la cosecha vestidas de negro. Creo que mezclé esas hermanas con Norbert Engel, el ermitaño local, a quien recuerdo como un hombrecito enjuto y fibroso que solía estar sentado sobre un tocón bajo los árboles, que tenía el rostro arrugado y marrón, pocos dientes de color marrón y unos harapos también marrones o descoloridos. Recuerdo observarle liar un cigarrillo con aquellos dedos amarillentos y quedarme fascinado por la ha-bilidad con que lo hacía. Sin duda el nombre de Lorelei contribuyó a añadir un halo de leyenda al personaje gótico que me rondaba la imaginación. En mi fantasía era una mujer flaca como un palo reseco al sol, que además era vieja y arrastraba una pierna inútil, vestida de negro, como la ropa de luto de las hermanas Bondestad. De todos modos, yo no era consciente de mi fantasía hasta que Lorelei Kavacek la disipó por completo nada más entrar por la puerta del café.

Cojeaba, pero andaba de tal forma que conseguía disimular casi por completo su defecto. Por lo demás era como cualquier otra respetable señora de Minnesota, de esas de toda la vida. Era rellenita, pero no gorda. Llevaba una

blusa de algodón de manga corta de cuadros escoceses color pastel, una falda azul marino muy por debajo de las rodillas, medias y unos recios zapatones. Calculé que tendría alrededor de sesenta años, pero también podía tener más e incluso menos. Tras sentarse a la mesa, se estiró la falda y se puso el bolso, un artefacto rectangular y tieso, sobre el regazo. Nos presentamos y se quedó mirándonos con sus ojazos saltones. En ese momento pensé que era una mujer que nunca había sido hermosa. Tenía las mejillas y el cuello fláccidos, y una piel tan blanca y transparente que parecía no haber visto jamás el sol. Pedimos café y luego dijo con un acento plagado de largas vocales típicas de Minnesota:

–Mi tía dice que se acuerda de su padre, pero que la última vez que lo vio fue antes de que empezara la guerra. También me comentó que había leído algunos artículos sobre él en el periódico.

Mientras Inga le hablaba de la carta y de su contenido, yo no apartaba los ojos de Lorelei. Aunque no tuviera nada que ver con la imagen inconsciente que me había formado, había algo en ella que me recordaba a mi infancia. Al principio no sabía qué era, pero pasados unos segundos me di cuenta de que olía a una colonia cuyo nombre ignoro pero que más de un domingo flotaba en el sótano de la iglesia luterana de St. John's. El recuerdo me vino a la cabeza por efecto reflejo de la memoria y me provocó una sensación cercana al afecto.

–Ahora mi tía no ve a nadie,;comprenden? – dijo Lorelei Kavacek mirándome-. Jamás.

–Sabemos lo del incendio y lo sucedido con la madre de la señora Kavacek -dijo Inga, inclinándose hacia ella-. Hemos hablado con el señor Odland hace unos días. – Mi hermana dijo el apellido con la pronunciación noruega, con una o larga-. Debió de ser muy duro para ella enterarse después de tantos años.

–Por estas tierras lo pronunciamos Odd-land.

–Ah, claro -dijo Inga, ruborizándose.

De pronto a la mujer le cambió el rostro y sus grandes ojos claros parecieron nublarse.

–En cuanto a lo otro… -dijo-, mal asunto. Es como haber sido la persona equivocada durante toda tu vida. Sin embargo, ella dice que siempre tuvo la sensación de que pasaba algo raro, como si le faltara el hígado o algún otro órgano. – Hizo una pausa, suspiró y miró a Rosalie-. Veamos…, llevo viviendo con mi tía Lisa casi treinta años. Poco antes de mudarme a su casa, Walter encontró los papeles del divorcio y entonces fue cuando se enteró.

–¿Por qué su tía no quiere ver a nadie? – le preguntó Inga.

Lorelei negó con la cabeza, aunque evitó la mirada de Inga. Noté que se aferraba a su bolso con ambas manos como para no perder el equilibrio.

–Un día dejó de salir. Nunca ha dicho por qué, pero tenía miedo. He intentado que hablara con el pastor Wee, pero no quiere saber nada de eso. – La mujer clavó los ojos en la taza blanca-. Todo este asunto con el padre de ustedes la ha fastidiado bastante. Lo pasó mal. Es una anciana y tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida. Ahora estamos bastante organizadas y nuestro pequeño negocio le ha venido bien.

–¿A qué se dedican? – le pregunté.

–Hacemos juguetes -dijo con total naturalidad-. Pero no cualquier juguete. Hemos mandado algunos a Nueva York. – Miró a Inga con recelo-. Ustedes son de allí, ¿no? – añadió con tono cortante.

–Erik y yo vivimos allí, pero somos de aquí.

Lorelei levantó las cejas en una expresión que podía ser de desaprobación, incredulidad o irritación. Le dirigió una mirada severa a Inga, resopló, pero no dijo nada.

–La tía Lisa los ha hecho toda su vida, pero fue idea mía venderlos. Yo tuve un taller de costura durante veinte arios con Doris Goodly, pero ella murió y no pude continuar sola. Sin embargo, tengo habilidad para esas cosas y aún me queda mucha energía. A mi tía el trabajo la ha llenado de orgullo. – La mujer se enderezó en su asiento como si también ella se hubiese visto beneficiada por el negocio.

–¿Hacen juguetes en su casa? – le pregunté.

–Todos hechos a mano. Dios sabe que no nos hemos enriquecido con ellos, pero nos da para comer y vestirnos. He enviado un par de ellos a Berlín. Eso fue…, déjenme pensar, hace unas dos semanas.

–¿Un par de ellos? – preguntó Inga. Mi hermana se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y descansó el mentón sobre sus manos.

–Una madre y un hijo -dijo Lorelei.

–Muñecos. – Inga pronunció la palabra con alegría-. Hacen muñecos.

-De todo tipo -contestó la mujer.

–¿Podemos verlos? – preguntó Inga.

–No creo que haya ningún problema. Hablaré con tía Lisa. Algunos no pueden verse por ser legados hereditarios. Nadie puede verlos, sólo nosotras.

–Legados hereditarios -repitió Inga con los ojos como platos-. ¿Qué quiere decir eso?

–Es una colección privada -dijo Lorelei, dando palma-ditas sobre su bolso para recalcar sus palabras.

Inga alargó la mano con los tres dedos del medio estirados y tocó levemente el brazo blanco y regordete de Lorelei. La he visto hacer ese gesto cientos de veces. A veces me he preguntado si es consciente de que lo hace.

Creo que para ella es una especie de confirmación de que está teniendo un diálogo auténtico, de que realmente ha conectado con la otra persona. Yo pensé que su interlocutora haría algún gesto de sorpresa, pero no.

–Usted lo sabe, ¿verdad? – le dijo Inga-. Sabe lo que sucedió entre nuestro padre y Lisa.

–No estoy en libertad de decirlo -dijo Lorelei Kavacek. Su rostro se tornó inexpresivo como una máscara y se aferró aún con más fuerza a su bolso-. No estoy en libertad de decírselo ni a unos ni a otros.

Después de eso ya no pasó nada digno de mención. Quedamos en llamar a Lorelei para que nos dijera si podíamos ir a ver los muñecos. La observamos dirigirse hacia su coche. Abrió la puerta, entró de lado y luego se echó hacia atrás para colocar la pierna mala en posición de poder conducir. Una vez que arrancó y se marchó, noté que el tiempo se había estropeado. El cielo se había oscurecido y el árbol alto y delgado que había delante de la ventana se inclinaba mecido por un viento que empezaba a arreciar. Va a llover, pensé. Va a caer una auténtica tormenta de verano. Minutos más tarde, cuando nos marchábamos del Café Ideal, se abrieron los cielos y cayó sobre nosotros una densa manta de agua. Mi último recuerdo de aquella cita con Lorelei Kavacek no es el de ella sino el de mi hermana y Rosalie cruzando la calle, corriendo de la mano, con los rostros vueltos hacia el cielo, riéndose y gritando como un par de colegialas.

–¿Te fijaste en la mirada que me lanzó Lorelei? – me preguntó Inga esa noche mientras veíamos caer la lluvia a través de la ventana de la habitación de mi madre. Estaba claro que aquella sola mirada había abierto la caja de los truenos y puesto de manifiesto todo el mundo cruel de las provincias. Inga recordó a su constante acosadora en el colegio, Carla Screttleberg, y a las otras chicas malvadas que la llamaban «bicho raro», «falsa» y «esnob». Recordó también al profesor que le había reprochado darse «aires de superioridad» en el instituto por haber redactado un trabajo sobre Merleau-Ponty y las miradas frías de sus compañeros en la Universidad Martin Luther. Lo irónico era que si algo había que reprochar a Inga era su poco desarrollado instinto de preservación y su excesiva sinceridad y apasionamiento, cierta autosuficiencia que intimidaba a unos y le granjeaba la enemistad de otros. Detrás de la mirada de Lorelei, Inga había visto desprecio, y yo, inseguridad, pero lo que yacía allí era un revoltijo avivado por el eterno conflicto de clases, el sentimiento igualitario que siempre rigió la vida en las grandes praderas del interior, y pura y simple naturaleza humana. Al mirar a mi hermana sentada al otro lado de la

mesa, me percaté de que vestía una blusa blanca sin mangas y un pantalón estrecho azul oscuro que, a pesar de su inocua sencillez, denotaban ser prendas caras, ese algo que tiene la ropa de calidad que resulta tan evidente y que siempre me ha maravillado. Es probable que Lorelei sólo fuese diez años mayor que mi hermana, pero por su apariencia el abismo que las separaba era inmenso, y resultaba comprensible que, sólo por ser como era, la mera presencia de Inga supusiese una afrenta para Lorelei. Por otro lado, Inga, que vivía su soledad y madurez intensamente, difícilmente podría entender y asumir los prejuicios que se alzaban ante ella.

–Nuestro propio padre solía hablarnos de la gente estirada de la ciudad -dije sonriendo a mi hermana-. Pero está claro que cualquier diferencia, por mínima que sea, puede servir de argumento para despreciar al otro: dinero, educación, color de piel, religión, partido político, corte de pelo, cualquier cosa. Los enemigos te revitalizan. Los malvados, los yijadistas, los bárbaros. El odio es excitante y contagioso, además de eliminar convenientemente toda ambigüe-dad. Te limitas a lanzar tu propia mierda al vecino.

–Después de la guerra -dijo mi madre- arrojaron al ostracismo a los hijos que tuvieron los soldados alemanes con mujeres noruegas. Tyskeunger, les llamaban. Mocosos alemanes; como si aquellos niños tuvieran la culpa de algo.

–La injusticia te devora el alma -dijo Inga-. He pensado mucho por qué papá no escribió nada sobre el desastre de la fiebre aftosa en sus memorias. No lo menciona.

–Qué sucedió? – preguntó Sonia.

–Un inspector del gobierno fue a la granja, no recuerdo en qué año. Declaró que el ganado tenía fiebre aftosa y que debían sacrificarlo -contesté yo-. No hubo nada que hacer. El hombre tenía la autoridad y hubo que matar a las vacas. Luego se supo que se había equivocado. Los animales fueron sacrificados injustamente.

–Entonces, abuelo tuvo que ver todo su ganado muerto? – dijo Sonia despacio.

Me imaginé aquellas inmensas reses muertas, las vacas, los caballos… Luego los establos vacíos… Los ojos hinchados de mi padre.

–Algunos recuerdos son demasiado dolorosos -dijo Inga.

–Cuando papá se marchó, ¿adónde fue? – pregunté a mi madre-. ¿Dónde lo encontraste aquella noche que pasó fuera de casa?

–No sabía que lo supieras. – Mi madre me miró con frialdad-. No quería que te enteraras. Como tu padre salía siempre muy temprano para el trabajo… No pensé que lo supieras.

–Si fue cuando yo creo, le oí salir de casa -dijo Inga-. Me pasé la

noche en vela esperando que volviera.

–Por la mañana -prosiguió mi madre- me puse a buscarlo. Primero en su despacho, luego en la biblioteca. Ese día no tenía que dar clase. Yo estaba de pie junto a las estanterías tratando de imaginar dónde podría haber ido, y entonces me vino la idea a la cabeza. Hacía pocos meses de la muerte de vuestro abuelo y la abuela había decidido dejar la granja durante los meses fríos. Nadie vivía allí. Me parece recordar que era a finales de octubre.

–¿Y estaba el abuelo allí? – dijo Sonia-. ¿En la granja?

–Lo encontré dormido en el piso de arriba, sobre la cama de su padre.

–Veinticinco kilómetros -dijo Inga-. Debió de caminar toda la noche.

–¿Y qué te dijo? – pregunté.

–Nada. Parecía desorientado cuando lo desperté. Pero cuando empecé a decirle lo preocupada y disgustada que estaba con él, guardó silencio o, más bien, se comportó como si no hubiera sucedido nada fuera de lo normal.

–Mi padre había ido a su casa. No había nadie allí, pero él fue a su casa. No es que le encantase aquel lugar, pero había algo en la granja que tiraba de él.

–Cuando Hildy ya era muy mayor -añadió mi madre-, años después de la muerte de Ivar y poco antes de que ella también muriera, me senté un día junto a su cama y nos pusimos a hablar. «Debería haber sido más cariñosa con Ivar», me dijo levantando la voz de repente. «Debería haber sido más cariñosa.»

Sonia bajó la cabeza. Vi cómo le temblaban los labios y la barbilla. En ese mismo instante mi madre se volvió para mirar a su nieta. Inga dudó un instante y, con los ojos fijos en Sonia, alargó y posó los dedos de la mano sobre el plato de su hija, no sobre su brazo.

–Tengo que ir al lavabo -dijo Sonia. Se levantó y salió de la habitación.

A veces las palabras son un torpe sustituto, pensé, un hilillo de conocimientos recibidos vacío de significado real, pero cuando nos embarga la emoción, hablar puede resultar una tarea ardua. No queremos que se nos escapen las palabras porque a partir de ese momento también pertenecerían a los otros, y ése es un riesgo que no podemos correr.

Inga sufrió una decepción cuando no nos permitieron visitar la casa de Kavacek ni ver a la «tía Lisa», pero Lorelei accedió a llevar algunos de sus juguetes a casa de Rosalie, donde podríamos verlos. Hasta que no llegamos allí no supimos que Rosalie había convencido a Lorelei haciéndola creer que estábamos «forrados» y que quizás podría vendernos alguno de sus muñecos.

La última tarde de nuestra estancia, Sonia, Inga, mi madre y yo fuimos a la gran casa blanca en la zona este de la ciudad, donde desde hacía varios años vivían Rosalie, su marido Larry, que era veterinario, y sus tres hijos, Derek, Peter y Michael, a quien apodaban Rusty.

Nos acomodamos en el espacioso salón que parecía servir también de almacén de prendas y equipos deportivos pues había varios pares de zapatillas desperdigadas, un montón de periódicos de aquel mes y, por lo menos, un año entero de revistas así como varios objetos que suelen estar en la cocina: una sartén, un medidor, varios frascos de especias, uno de los cuales había desparramado su contenido de hojas muertas sobre la mesita de café junto a un cuenco lleno de un repugnante líquido marrón.

Rosalie echó una ojeada a la mesa y levantó los brazos en un gesto de fingido horror.

–¡Dios mío! Los experimentos científicos de Rusty parecen multiplicarse por doquier. – A continuación gritó con voz profunda-: ¡Rusty!

Al ver que Rusty no aparecía volvió a gritar. Sonia e Inga parecían divertidas con la situación y mi madre, fiel a su educación, retiró con discreción tres pares de calcetines sucios de la silla que Rosalie le había ofrecido, los depositó sobre la mesa, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo.

Cuando el joven científico entró en el cuarto, iba vestido con unas bermudas anchas y una camiseta con el dibujo de una calavera. El símbolo de la muerte no parecía muy acorde con el rostro bien formado, la expresión tímida y el cuerpo atlético del chico. Parecía tener unos trece años y cuando entró miró de reojo un par de veces a la adorable Sonia mientras procedía a retirar los restos de sus experimentos.

–No sabía que iba a venir gente-dijo el chico.

Sonó el timbre de la puerta y Rosalie recogió a toda prisa la ropa que ocupaba la única silla libre, la echó de cualquier manera dentro de un armario y, haciéndonos un guiño, se dispuso a abrir la puerta dando saltitos hacia la entrada como una bailarina.

Lorelei pasó al cuarto de estar. Iba vestida para la ocasión con una blusa color miel almidonada y una falda verde, un atuendo un poco más formal que el que llevaba la primera vez que la vimos. Dejó sobre la mesa tres cajas de un tamaño similar a las de zapatos y procedió a abrirlas una a una.

La primera muñeca tendría unos quince centímetros de altura y llevaba largas coletas de color marrón brillante y un vestido azul con falda larga. Por lo que pude ver, estaba hecha de trapo, pero debía de tener un armazón de alambre que le daba forma. Nunca había prestado demasiada atención a las muñecas, pero al ver aquélla me di cuenta de que la mayoría exageraba algún

rasgo de la anatomía, ya fuera la cabeza o los ojos más grandes o las piernas más cortas o más largas. Las proporciones de la muñeca me parecieron co-rrectas y la minuciosidad, no sólo de la ropa, sino del rostro bordado a mano, llegaba a tal extremo que mi madre no pudo reprimir una leve exclamación cuando se la mostraron.

Una de las piernas de la muñeca estaba escayolada. De inmediato Lorelei sacó de la caja dos muletitas de madera y las colocó bajo los brazos de la muñeca.

–Es Ruth. Se cayó por las escaleras en casa -dijo con una voz casi inaudible, como si el comentario fuera sólo para ella.

Cuanto más miraba yo la muñeca, más detalles veía en ella. Parecía tener algo en la rodilla izquierda que, al examinarla de cerca, era una especie de costra bordada con hilo. Pero además había algunos detalles pintados: los mofletes sonrosados, las pequitas, las uñas y un moratón en el codo. No es que la muñeca pareciese una persona en miniatura, pero los múltiples detalles que buscaban el mayor realismo posible producían un extraño resultado. Era como si aquel Juguete perteneciera a un universo con unas leyes y una lógica similares a las nuestras. Era una muñeca mortal que procedía de un mundo donde los niños se caían, se fracturaban los huesos, llevaban escayolas y necesitaban muletas.

Lorelei sacó la segunda muñeca. Era una anciana que llevaba un gran camisón de franela. La colocó sobre una camita estrecha. La tela del rostro estaba cosida con pliegues que imitaban las arrugas propias de la edad, y el pelo estaba confeccionado con hilos cortos, blancos y revueltos. Bajo el camisón se apreciaban las formas del cuerpo de la muñeca: los pechos caídos, la tripa floja y las piernas largas y delgadas. Lorelei la cubrió con un pequeño edredón y le giró la cara hacia un lado.

–Fijaos en las venas de las manos y en las muñecas -dijo Sonia. Se había levantado de la silla y arrodillado junto a la mesita de café. Rusty miraba por encima de su hombro con una expresión mezcla de repugnancia y estupor-. Qué triste -dijo Sonia-. Pobrecilla.

–Es Milly -dijo Lorelei-, el día que murió.

Empecé a pensar que me había equivocado con respecto a Lorelei Kavacek. La resuelta y pragmática matrona con sus zapatones marrones y medias de descanso tenía una historia que contar sobre cada muñeco. Todo el asunto estaba teñido de excentricidad, y yo, como mínimo, sentía curiosidad por saber cómo era la vida de aquellas dos mujeres y de sus muñecos. Me vino a la mente un paciente que me contó que cuando veía una película se «metía dentro de ella». «Realmente dentro», decía, «estoy dentro de las películas, estoy

dentro.»

El último muñeco era un hombre de mediana edad vestido con mono y botas de trabajo. Lorelei lo sentó en una silla acolchada, donde descansaba con una mano en la frente y la otra sobre el regazo, sujetando apenas un pedacito de papel. Aquél era, con mucho, el más inquietante de los tres. Tenía los ojos y la boca cerrados con una mueca de dolor. Mi madre, que estaba de pie, se inclinó sobre la mesita y le pidió a Lorelei permiso para tocar el muñeco.

Lorelei asintió con la cabeza y mi madre rozó levemente con el dedo índice la camisa de franela para retirarlo de inmediato.

–¿Quién es? – preguntó.

Rosalie empezó a leer el comienzo de la minúscula carta que había sobre el regazo del muñeco.

–Lamentamos informarle… -leyó en voz alta-. Es una historia de guerra.

–Es Arlen -añadió Lorelei-. Justo después de recibir la triste noticia sobre su hijo Frank.

–¿Qué viene primero, la historia o los muñecos? – pregunté.

–La historia, por supuesto. No podríamos hacerlos sin conocer quiénes eran las personas y lo que les sucedió.

–Deben de ser muy caros -dijo Inga. La miré y me pareció que tenía una expresión ausente y que su voz carecía de aliento-. ¿Cuánto tarda en hacer cada uno?

–Meses. Tenemos a Buster que nos hace el mobiliario por encargo. Vive aquí al lado, en Blooming Field.

–¿Y el precio? – preguntó Inga.

–Depende. A partir de quinientos dólares.

–Ya me imagino -dijo Inga, mirando la muñeca, y con un gesto sorprendentemente similar al que había hecho mi madre segundos antes, tocó la manga del camisón-. Le agradecemos mucho que los haya traído. Voy a pensármelo.

–Tengo más -dijo Lorelei-. Podría enviarle algunas fotos.

–Sí -contestó Inga, un tanto sorprendida-. Sí, le daré mi dirección.

Después de anotar las señas de Inga, Lorelei devolvió con cuidado cada muñeco a su caja. A continuación, sin ninguna ceremonia, nos saludó con la cabeza y, como ya dijera una vez, se despidió con un «será mejor que me vaya ya». La vimos salir por la puerta con su cojera, pero con un decidido aire de triunfo en cada paso que daba.

Cuando ya oímos arrancar su coche, Sonia dijo:

–Esas muñecas, ¿eran realmente tan raras como me parecieron?

–Sí, lo eran.

–¿No estarás pensando comprar una? – le preguntó Rosalie a Inga.

Mi hermana no la oyó, estaba sumida en una de sus «ausencias», como solía llamarlas yo cuando éramos niños. Tenía la mirada fija, pero no miraba nada en particular. Estaba concentrada en alguno de sus pensamientos. Cuando Rosalie repitió la pregunta en voz más alta, Inga volvió la mirada hacia su amiga y respondió:

–Sí, creo que lo haré. Creo que me gustaría tener uno de esos pequeños seres maltrechos.

–Hemos ido a topar con la historia que no buscábamos -me dijo Inga en el avión que nos devolvía a Nueva York-. Íbamos a buscar una historia y nos topamos con otra.

–Sí, el fuego, las muertes, los secretos, las mentiras.

–Estoy segura de que ellos creían que la estaban protegiendo.

–No me cabe duda -dije-, pero esa clase de protección nunca funciona. Lisa siempre supo que algo andaba mal.

–Lorelei lo sabe. Estoy segura de ello, pero dudo de que nos lo llegue a decir. ¿Viste su cara mientras envolvía a esas personitas? Era como si estuviera diciendo: «Tengo acorralados a estos esnobs de Nueva York justo donde quería.»

–Esos muñecos pretendían expresar algo.

–Expresaban algo, pero no todo -dijo Inga asintiendo con la cabeza-. Si supiéramos lo que sucedió entre papá y Lisa. Si supiéramos quién murió y cómo, podríamos llegar a entenderle mejor. Los secretos pueden definir a las personas. – Inga miró a Sonia que estaba dormida en su asiento, al otro lado del pasillo-. No dejo de pensar que Sonia conocía la relación que mantuvo su padre y nunca me dijo nada. Es como si llevara un cuchillo clavado dentro de mí. Sin embargo, cuando hablé con ella del asunto no tuve el valor de mencionar a Joel. – Bajó la voz y susurró-: ¿Y si resulta que tiene un hermano? He pensado mucho en ello. ¿No sería tremendo mantener apartados a dos hermanos? Y, sin embargo, ¿qué son el uno del otro en realidad? Quiero decir, ¿qué importancia tiene la biología en un caso como éste?

–Representa un potente lazo de unión entre las personas -dije-. Piensa en la cantidad de hijos adoptados que se ponen a buscar a sus «verdaderos» padres.

–¿El ADN puede verificar con certeza el parentesco genético?

–Sí.

–Eso también me parece tremendo. Seremos cariñosos contigo si tus genes son como los nuestros, en caso contrario, te ignoraremos. – Inga pasó las páginas del libro que tenía sobre el regazo. Era sobre Hegel y me fijé en el retrato del filósofo que había en la portada.

–Él tuvo un hijo ilegítimo. Se llamaba Ludwig -dijo Inga, tamborileando sobre la portada con los dedos-. Hegel y su esposa lo tuvieron algún tiempo con ellos, pero las cosas no fueron bien. – Inga parecía fatigada. Se volvió hacia la ventanilla, como dando a entender que no quería hablar más.

–Tienes que decírselo.

–Lo sé. Lo haré -respondió.

Pensé en las muchas cosas que había que esconder. Entonces recordé estar sentado frente a P. en el pabellón Norte del hospital escuchando su vocecilla enfática. No recuerdo cuándo empecé a hacerme daño. Ojalá pudiera.

–¿En qué piensas?

–En una chica a quien traté en el Payne Whitney.

–Debes de sentirte aliviado de no trabajar más allí. Te desgastó mucho.

–Lo echo de menos.

–¿De veras?

–Echo de menos a los pacientes. Es difícil de explicar, pero cuando las personas necesitan algo desesperadamente, hay otro lado de ellas que se desvanece. La hipocresía que forma parte de la vida cotidiana desaparece, me refiero a ese falso ¿Qué-tal-está-usted?-Muy-bien-gracias. – Me detuve un instante-. Los pacientes pueden ser charlatanes, mudos, e incluso violentos, pero hay en ellos una urgencia existencial que te revitaliza. Te sientes cerca de la cruda verdad, de lo que los seres humanos son en realidad.

–Sin hipocresías, como hubiera dicho papá.

–Eso es, sin hipocresías. Aunque debo admitir que no echo de menos el papeleo ni los dictados que venían de arriba. Hace un mes o algo así, me encontré a una antigua colega que se llama Nancy Lomax. Todavía sigue trabajando allí. Me dijo que ahora hay que referirse oficialmente a los pacientes como clientes.

–Eso es vomitivo.

–Eso es Estados Unidos.

Al abrir la puerta de casa sentí un vacío. No se oía ningún ruido procedente del piso inferior y me pregunté si mis dos inquilinas se habrían ido también de vacaciones. ¡Pobre mitón!, pensé y volví a abordar mi solitaria existencia. A pesar de que el sábado, ya tarde, las oí llegar, no vi a Miranda ni a

Eggy hasta una semana después. Al dar la vuelta a la esquina de Garfield con la Octava Avenida vi que las dos estaban con Lane cerca del parque. Él estaba agachado con la cámara en ristre mientras Miranda hacía un gesto defensivo con las manos y Eggy escondía la cara en el vestido de su madre. Segundos después Lane dejó de hacer fotos y los tres adoptaron posturas más relajadas, pero fue la que tenían cuando les vi la que quedó grabada en mi mente: Miranda estirando los brazos hacia delante con las palmas de las manos abiertas hacia el fotógrafo para ocultar la cara, Eggy pegada a su madre y Lane con los músculos del cuerpo en tensión mientras disparaba la máquina. Puede que yo sólo quisiera fijar en mi retina ese momento de aparente discordia para así poder sentirme mejor. Por lo que fuere, la visión de ellos bajo el sol ha quedado en mi memoria y se ha solidificado para permanecer estático y aislado como una fotografía en color de un álbum familiar.

Una tarde de domingo estaba yo leyendo un artículo que Burton me había enviado hacía unos días cuando sonó el timbre de la puerta. A través del cristal vi a Eggy con su abultada mochila a los pies. Llevaba puesta una gorra de béisbol, una falda de vuelo que parecía demasiado grande para ella y unas botas de goma negras. Cuando abrí la puerta, alzó los ojos hacia mí y me lanzó una mirada trágica. No respondió a mi saludo. La invité a pasar y noté que volvía la cabeza para mirar a sus espaldas. En aquel momento no dije nada, pero me imaginé que Miranda sabía que la niña estaba en mi casa.

Eggy arrastró la mochila repleta y la dejó en el vestíbulo. Se quitó la gorra y caminó despacio hacia el cuarto de estar, llevándose la mano al corazón. Respiró hondo varias veces antes de sentarse en el sofá, reposó la cabeza sobre los cojines y empezó a pestañear como si estuviera adormilada.

–Parece que no te encuentras bien -dije.

Eggy se llevó el dorso de la mano a la frente y lanzó un profundo suspiro. De inmediato volví a pensar en El mitón. También recordé cuando, siendo niño, fingí una cojera en el colegio durante varias horas.

–Me duele el pecho por dentro y mis ojos no funcionan demasiado bien.

–Siento oírtelo decir.

–Sí -contestó Eggy, mirando en dirección al vestíbulo antes de proseguir.

–Quizás necesite tomar pastillas como el abuelo. Tiene la presión alta, ¿sabes?

–Eso no le suele ocurrir a los niños.

Eggy permaneció unos segundos pensativa y luego dijo en voz baja:

–Mis otros abuelos murieron en un accidente de coche. – Al decir esto su expresión cambió y su angustia me pareció genuina. Eglantine se inclinó hacia delante y clavó su mirada en la mía-. Murieron en el acto. – Esa frase debió de habérsela oído a alguien. ¿Quién la habría dicho, su padre o su madre?

–Debe dar un poco de miedo pensar en esas cosas. – Pues sí. – Parecía que quería decir algo más-. Quizás me vaya a vivir con mi papá.

–¿Vas a dejar a tu madre?

Los pies de Eggy enfundados en sus botas oscilaban con nerviosismo a varios centímetros del suelo.

–Él me deja hacer cosas y me va a llevar a Six Flags. – A pesar de la perspectiva halagüeña, Eggy parecía abatida.

–Eso suena muy bien -dije-, pero no pareces muy feliz. Pareces triste.

Eggy se volvió hacia la ventana. Se le encendió el rostro y un segundo después volvió a sonar el timbre de la puerta. Acompañé a Miranda hasta el salón y ambos observamos cómo Eggy, tumbada en el sofá, se llevaba la mano al pecho y pestañeaba sin cesar.

–Eglantine parece no encontrarse muy bien -dije.

Miranda se detuvo a unos pasos de su hija y cruzó los brazos.

–Sí, lo cierto es que ha pasado bastante tiempo con la enfermera en el campamento de verano. No es así, Eggy? El corazón, los ojos, el estómago, la cabeza, los brazos, las piernas, todo va mal.

Miranda me sonrió un instante y después se acercó al sofá, donde Eggy respiraba ruidosamente y empezaba a gemir. Su madre le apartó las piernas y se sentó a su lado. Tomó uno de sus brazos y lo empezó a acariciar.

–¿Te alivia? – le preguntó.

Eglantine asintió con la cabeza.

Miranda posó los labios en la frente de su hija y empezó a besarla. Luego le besó la nariz, las mejillas y el mentón.

–¿Qué te parece esto?

Eggy cerró los ojos. Su madre siguió besándole los brazos y las manos y la tripita que quedaba al descubierto entre la camiseta y la falda.

–¿Te gusta? – susurró Miranda.

Eggy abrazó a su madre.

–No estás harta de mí, ¿verdad? – La niña pronunció la palabra harta con mucho cuidado, como si fuera de otro idioma.

Miranda se echó un poco hacia atrás y miró con sorpresa a Eggy.

–¿Qué dices?

–Harta, dijiste que estabas harta.

–¿Cuándo?

–Cuando dibujabas. Te oí decirlo.

–No estoy harta de ti. Nunca tendré suficiente de ti, Eggy Weggy. ¡Pero qué cosas dices!

Me senté para observarlas. Eglantine tenía los ojos abiertos como platos mientras examinaba la cara de su madre.

–Creí que estabas harta de mí porque soy tan… -Eglantine tomó aliento y lo soltó-: Difícil.

–¿Tú, difícil? – El rostro de Miranda se iluminó con una sonrisa y rompió a reír-. ¡Qué cosas tienes!

La niña le devolvió la sonrisa y hundió la cabeza en el cuello de su madre, besándolo con pasión.

–Mami, mami. Mi mami.

–Deberíamos volver a casa, ¿no crees? – dijo Miranda Estoy segura de que Erik tiene otras cosas que hacer.

–Llévame en brazos. Por favor, llévame en brazos. Quiero que me lleves.

–Ya eres grande, Eggy -dijo Miranda.

Y así, entre los dos, bajamos a la pequeña enferma. Miranda sujetándola bajo los brazos y yo de las piernas. Delante de la entrada del apartamento bandeamos a Eggy unas cuantas veces y luego entramos corriendo llevándola en volandas. Eggy no paró de reír en todo el camino. Dejé a las dos abrazadas en el sofá azul. Al cerrar la puerta tras de mí oí a Miranda cantar una dulce melodía que nunca había oído. Tenía una voz suave, más aguda de lo que hubiera esperado, y no se le escapó ni una nota.

Esa misma tarde llamé a Laura Capelli. La escena que había tenido lugar en mi cuarto entre Eggy y Miranda sin duda pesó en mi repentina decisión de estar con otra mujer. Esa tarde había visto a una Miranda diferente. Con Eggy era abierta, cariñosa, afectuosa y rebosaba buen humor. Su instinto no le fallaba con su hija y me di cuenta de que ese mismo instinto la forzaba a ser distante y precavida conmigo. Laura vivía a tan sólo unas manzanas de casa y cuando le pedí que saliéramos a cenar por el barrio dijo: «Claro, ¿por qué no?» A pesar de que su respuesta me pareció un tanto ambigua, su tono de voz fue amable. Quedamos para el viernes y ese día lo pasé pendiente de la cita, animado ante la perspectiva de ver a Laura.

Yo ya estaba sentado a la mesa cuando ella entró en el restaurante, y lo primero que noté fue que vestía una blusa bastante escotada, lo que significaba

que, durante el resto de la cena, tendría que hacer un esfuerzo para que no se me fueran los ojos a sus pechos. También se me ocurrió pensar que, dado que Laura era psicoterapeuta, no podía habérsele escapado el significado del modo de vestir. Pero tampoco me olvidaba de la cantidad de veces que me había sorprendido la estupidez de mis colegas a la hora de enjuiciar sus propios actos, así que me dije que en esta ocasión no debería llegar a conclusiones precipitadas.

Laura Capelli hablaba, reía y comía con fervor. Tenía la piel olivácea. El cabello moreno le acariciaba la cara con sus rizos. Tenía unos pechos grandes, redondos y llamativos. Su trabajo la mantenía muy ocupada, estaba divorciada y tenía un hijo de trece años que estaba obsesionado con su pelo. El chico se pasaba una hora cada mañana en el cuarto de baño rodeado de geles y cepillos, y cuando su madre le hizo algún comentario al respecto, él la atravesó con la mirada. «¿Mi pelo? ¿Qué pasa con mi pelo?» Después de que Laura se hubiera zampado sus natillas e hiciera un comentario de pasada acerca del escaso apetito que mostraba un hombre de mi tamaño, salimos a la calle y me dispuse a acompañarla a su casa.

Cuando me incliné para darle un beso de despedida frente al edificio, me rodeó la cintura con los brazos y me estrechó con fuerza. A partir de ese momento las cosas vinieron rodadas. Laura me condujo silenciosamente por la casa, pasamos por delante de la habitación de su hijo, momento en que Laura hizo el gesto de llevarse el índice a los labios, y subimos a su dormitorio, donde nos tiramos sobre la cama y nos afanamos en el empeño de liberar botones y cremalleras. Nuestros labios y lenguas se encontraron. Su piel olía a talco y a vainilla y tenía cierto sabor salobre. Hacía tanto tiempo desde la última vez que había hecho el amor que tuve que contenerme hasta que Laura alcanzó el clímax. Ella se había colocado encima de mí y lo hicimos a un ritmo lento y regular. Llegado el momento, Laura echó la cabeza atrás, cerró los ojos y jadeó como si estuviera conteniendo un grito. Segundos después me dejé ir y al rato ya estaba tumbado junto a ella entre las sábanas azules y blancas. De repente, Laura se incorporó y rompió a reír. Yo también me senté mientras ella trataba de sofocar la risa histérica que no podía contener.

–¡Dios santo, Erik! – susurró llevándose la mano a la boca.

Permanecimos tumbados cerca de una hora hablando en voz baja, pero me di cuenta de que Laura estaba preocupada por si su hijo se despertaba, así que salí, pasé junto al cuarto de Alex de puntillas y me encontré de nuevo en St. John Street.

A eso de las dos de la madrugada me encontré deambulando por la Séptima Avenida. El aire nocturno era más fresco de lo que esperaba y por la

calle todavía circulaban varios grupos de jóvenes con algunas copas de más que se apoyaban los unos en los otros para no caerse y soltaban risotadas sin cuento. Los efectos del vino que había bebido horas antes se habían disipado y la agitación de mi reciente aventura me impedía pensar siquiera en ir a dormir, por lo que, al llegar a Garfield, pasé de largo la hilera de tiendas cerradas, cruzándone con varios peatones solitarios que paseaban a sus perros y con algunas parejas que iniciaban de la mano su retirada hacia quién sabe qué cama. Avivé el paso y no me detuve hasta llegar a la calle Veinte, hasta el cementerio de Green-Wood, cuyas lápidas y panteones reflejaban pálidamente la luz de las farolas. Volví a pensar en los pechos de Laura, blancos bajo la línea del escote, la frontera de su piel morena. Su culo blanco moviéndose al compás de los gritos eróticos que a duras penas contenía vino también a mi mente, pero el recuerdo del cuerpo de Laura comenzaba ya a diluirse, a alejarse.

Di la vuelta y caminé por la Octava Avenida, luego junto al parque, perseguido por una sucesión de imágenes, algunas de ellas construidas sobre relatos de otras personas; otras, simples recopilaciones de vagos recuerdos; otras, muy intensas aunque fugaces. Todas aparecían y se difuminaban como una rítmica ensoñación marcada por cada paso que daba. Vi a mi abuela caminar pesadamente, cargando un par de cubos, y luego subir el peldaño de piedra que había delante de la puerta de la cocina mientras la brisa jugueteaba con el bajo de su falda de algodón. Vi a mi abuelo agarrando una bolsa de caramelos entre las falanges amputadas de una mano mientras la abría con los dedos de la otra, dejando caer una sólida cascada teñida de verde y blanco en mi mano expectante. Vi a Max, delgado como un palo, oprimiendo con su mano oscura y de un tamaño desproporcionado con el resto de su cuerpo los dedos largos y finos de mi hermana. «Quiero que encuentres a alguien, que te vuelvas a casar. Eres mi joven esposa y pronto serás mi joven viuda. Debes ser una viuda alegre, una viuda danzarina. No quiero que te quedes sola.» Imaginé a mi madre inclinándose para besar el rostro de su padre muerto y a la muñeca de Lorelei que representaba a una anciana en su lecho de muerte. Vi a Edie Bly en el papel de Lili Drake caminando por un callejón de una ciudad sin nombre con una maleta en la mano, y al encargado de la pensión hablándole aceleradamente por señas. Ella respondía moviendo los dedos de la mano con rapidez. Recordé la música de fondo de Shostakovich y a mi padre en su cama de la residencia de ancianos. Le oí toser para expulsar la espesas flemas que inundaban sus decrépitos pulmones. «Antes conseguía hacerlas salir», murmuraba apesadumbrado. Vi a mi madre abotonándole el pijama y enderezándole las solapas. La observé pasar junto a mí en busca del cepillo de dientes y de una palangana de plástico para asearlo. Abracé a mi padre y le di

las buenas noches. «Estos días», me dijo sonriendo con la mirada cansina, «ten-go que hacer un esfuerzo para no caer en el sentimentalismo.» «¿Puedes dormir ya, Lars? ¿Necesitas alguna cosa más?», oí decir a mi madre mientras la esperaba en el pasillo.

Llegué a Garfield Street y al acercarme a casa vi que había una luz encendida en el apartamento de abajo. Habían corrido las cortinas, pero las tres ventanas estaban abiertas detrás de las rejas que las protegían. Miré el reloj. Eran las tres y diez. Subí los escalones del portal y me topé con un montón de papeles. Antes de agacharme para recogerlos ya sabía lo que eran.

Habría más de cien fotografías, la mayoría impresas en papel corriente. Fotos de Eggy y Miranda y autorretratos de Lane con su cámara a cuestas. Había otras personas que no reconocí y varias instantáneas mías camino de mi despacho, almorzando en un restaurante de la calle Cuarenta y tres mientras leía un libro, caminando hacia el metro, recogiendo el Times de la puerta de casa y una foto que había sacado a través de la ventana en la que se me veía tomando una taza de café en el cuarto de estar. Ojeé cada foto por encima y mientras las iba dejando a un lado, casi al final de todas, apareció una de Miranda desnuda y dormida sobre una cama, probablemente la de Lane. Estaba tendida de costado, con el rostro parcialmente oculto por la almohada. El papel estaba muy arrugado. Una vez dentro de casa puse la foto sobre la mesa y, con cierto sentimiento de culpa, la alisé cuidadosamente. Miré la curva de la esbelta cadera de Miranda, su pecho casi cubierto por un brazo, y me sobrevino una súbita ansiedad que me llevó hasta la ventana para cerrar la persiana.

Treinta segundos más tarde sonó el teléfono.

–¿Tiene las fotos? – Era la voz de Lane, aunque me pareció que intentaba disfrazarla. Me sonó más aguda de lo que la recordaba.

–¿A qué viene todo esto? – dije-. Con franqueza, no entiendo nada.

Lane permaneció en silencio. Supuse que no se esperaba mi sinceridad. Entonces dijo lo último que hubiera esperado de él.

–Necesito un loquero.

Solté una carcajada.

Entonces colgó.

Una y otra vez volví a escuchar mi carcajada. Le di vueltas a la cabeza descomponiéndola en innumerables fragmentos y analizándola al detalle, aunque, con toda franqueza, una risotada espontánea no merece tal esfuerzo. En resumen, el hilo de mis ideas recorrió los siguientes pasos: podía ser que Lane pasara por un mal momento y necesitara de verdad ayuda, en cuyo caso mi carcajada constituía una falta grave de profesionalidad. Podía ser que él

esperase, precisamente, que yo me riera, en cuyo caso debió de colgar el teléfono para crear en mí la desazón que me embargaba; o podía ser que su actitud estuviera entre las dos anteriores y que hubiera actuado sin ningún motivo específico. Lane podría haber pensado que colgarme en ese momento me resultaría más violento que seguir hablando con él y con ello esperaba desorientarme. También pudiera ser que mi carcajada le hubiera herido en su orgullo y, creyendo que en aquel momento yo estaba en ventaja, decidiera cortar por lo sano la conversación. Antes de irme a la cama recordé un refrán popular ruso que un profesor de historia me contó una vez. Decía que si alguna vez te topas con el diablo, la única forma de librarse de él es reírse en su cara.

El miércoles por la noche Burton me sometió a su informe mientras cenábamos en un restaurante chino. De vez en cuando daba golpecitos con los palillos en la mesa para enfatizar algún comentario, algo que tomé como una señal de sobreexcitación, fruto del papel extraoficial de protector de Inga que se había arrogado. A pesar de mis crecientes dudas sobre las actividades de mi amigo, me di cuenta de que mi afecto por él iba en aumento.

–En realidad no entré físicamente en el establecimiento, entiéndeme, pero me mantuve alerta desde fuera. Mi disfraz, el que utilizo para estos menesteres, no era acorde con el lugar. Es un sitio que está de moda. Un café exprés te cuesta tres dólares, totalmente fuera de mis posibilidades económicas.

–Burton -le interrumpí-, ¿qué sucedió?

–Sí, por supuesto. La señora Bly trabaja ahora en Tribeca, no en Queens. Ha cambiado de empleo, ¿entiendes? Ahora trabaja en la Inmobiliaria Tribeca; sueldo más alto, pisos de lujo… Observo que tira el cigarrillo y entra en Balthazar. La noto decidida, está buscando a alguien. Me he convertido en un experto en la lectura del lenguaje corporal. ¿Sabías que según el informe Libet, el cual, por supuesto, conoces, la intención somática precede al pensamiento consciente? ¡En un tercio de segundo!

Hice un gesto con la cabeza y Burton captó que debía volver al grano.

–Fehlburger está esperándola. – Burton jugueteaba con uno de los palillos y se secó el sudor de la frente-. Se sientan en una mesa y, por fortuna, veo bien a las dos. Bueno, no del todo. No les veo las piernas bajo la mesa, pero las áreas claves, sus rostros, las que reflejan la crucial interacción entre ambas, están a la vista. Observo la tensión que existe entre los sujetos. No es hostilidad, no. Eso sería cargar las tintas. Es una tensión que se nota en sus cuellos y en sus miradas. Intercambian algunas palabras. – Burton hizo una

pausa-. Sólo puedo estar seguro de una de ellas. – Vuelve a tamborilear la mesa con los palillos-. Leer los labios es esencial, Erik. Todavía me considero un novicio, pero mejoro por momentos.

–¿Cuál fue esa palabra?

-Copias-dijo Burton con aire triunfal.

–De las cartas, supongo.

–Yo también lo supongo, pero no hubo intercambio de paquetes de ningún tipo. – Burton empezó a secarse vigorosamente la cara con su consabido pañuelo. Estaba como desplomado en la silla-. Dudo de que estés al tanto del variado material sobre tu hermana que se encuentra en la red. Te confieso que estoy al día respecto a todos los artículos, entrevistas y noticias publicados en los últimos años. Yo imaginaba que en este caso concreto el objetivo era manchar la reputación de Max Blaustein, pero ha llegado a mi conocimiento que esa tal Fehlburger…, curioso nombre, ya que Feb significa falta en alemán, o también mancha, como seguro que sabes, creo recordar que estudiaste alemán. De cualquier forma, esa tal Fehlburger tiene el propósito de hacer daño. No pretende dañar la reputación de tu difunto cuñado sino la de tu hermana, contra quien destila un especial odio, cuya causa no he podido determinar. Sin embargo, he encontrado colgados en Internet varios ataques dirigidos hacia tu hermana sorprendentemente gratuitos y crueles. Están escritos bajos distintos nombres, tres de los cuales he logrado asociar con esta mujer en particular.

–¡Santo cielo! – dije.

La cara de Burton chorreaba y su expresión se tornó seria.

–Ella trabaja por libre, ¿entiendes? No está en la nómina de ningún periódico ni revista. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que hablamos tú y yo, de ahí la plétora de noticias aparecidas en este frente. Muchas de ella accesibles con sólo pulsar unas teclas. En el sitio de la Editorial de la Universidad de Nebraska se puede encontrar una entrada sobre el próximo libro de Henry Morris al que se refieren como una… -Burton bajó la voz hasta convertirla en un susurro- «biografía crítica». Además parece ser, y esto lo he confirmado, que la señora Bly no está sola en este asunto. Por lo visto el tipo ese ha visitado, yo diría que sistemática e incluso vorazmente, sí, eso mismo, a las mujeres que surcaron la vida de Blaustein, procurándose sus simpatías a la vez que sus confidencias y, en algunos casos, sus favores. Uso el término en su sentido más ilícito a la vez que añado, con toda delicadeza y respeto, que estoy totalmente del lado de tu hermana en este asunto. De hecho, mi corazón está con ella.

–Pero ¿estás seguro de todo esto, Burton? Quiero decir, no habrás

llegado a colarte en algún dormitorio, ¿verdad? La cara de Burton se puso roja como un tomate.

–Nunca he hecho nada tan inapropiado, en absoluto. No. Confieso que he deducido comportamientos, no que haya sido testigo de ellos. Idas y venidas. Entradas y salidas. Y mi propia lectura, mi interpretación, incluso mis suposiciones, sobre la personalidad del tipo. El sujeto en cuestión tiene sus predilecciones, sus apetitos, si quieres, que no auguran nada bueno. Veo negras nubes de tormenta en el cielo. Tiempos turbulentos en el futuro inmediato.

Aunque yo compartía algunas de las dudas de Burton, no podía estar seguro de si tenía razón acerca de Henry Morris, a quien él, además, consideraba un rival. Lo que comprendí con claridad fue que mi hermana, o al menos la idea que tenía de ella, se había visto enredada en los dramas per-sonales de al menos tres individuos: Fehlburger, con sus proyecciones narcisistas; Morris, con sus fantasías literarias, y mi buen amigo Burton, con su pasión obsesiva que empezaba a adquirir proporciones quijotescas.

La señora L. inició la sesión del miércoles con una andanada de quejas sobre su madrastra y su hermanastra embarazada. Yo sabía que el futuro bebé iba a ser un factor clave en el análisis, pero me resultaba difícil abrirme camino ante la señora L. Me llamó «analista tonto del culo e incapaz de ayudar ni a una mosca», una extraña transliteración del habitual «no le haría daño ni a una mosca», todo ello, sin duda, una expresión más de su frustración ante lo que consideraba mi «impotencia». Me llamó también «hijo de puta errado que no sabe distinguir la verdad cuando la oye». La señora L. era una mujer que había sufrido insultos y a quien habían puesto entre la espada y la pared. Eso era algo que ella sí tenía muy presente.

Le contesté que parecía que buscaba ponerme furioso, que me atacaba para poder comprobar mis reacciones. Aunque existían reglas que regían nuestra relación, su comportamiento y el mío, ella siempre las rompía.

–Si piensa que no puedo ayudarla, ¿por qué acude a mí? – Yo sabía que ella era ajena a mis palabras y que me estaba batiendo en retirada. Sin embargo, tenía la esperanza de introducir alguna ambigüedad en sus sólidos prejuicios.

–No lo sé -contestó la señora L. mirándome a los ojos,

–¿Existe la posibilidad de que alguna parte de usted todavía crea que podemos hacer progresos?

Se quedó callada, con la mirada en blanco, helada. Volví a intentarlo.

–¿Se acuerda de cuando estuvimos hablando de sus ausencias? Usted me dijo que odiaba ser tan pasiva, tan improductiva. Cuando me ataca una y

otra vez lo único que consigue es que yo reaccione de forma más pasiva, que me retraiga porque no sé qué decirle ni por dónde llevar la conversación. Usted crea en mí la misma sensación que tanto odia en usted misma.

La señora L. cerró los ojos y dejó caer la cabeza.

–No me encuentro bien -dijo. Entonces se levantó súbitamente, miró a su alrededor, se apretó el estómago, se agachó sobre la papelera y vomitó.

Le alcancé unos Kleenex para que se limpiara la boca y le pedí que me esperara un momento. Cogí entonces la papelera, me la llevé al baño y vacié su contenido en el retrete. Tiré de la cadena y observé desaparecer el espeso vómito. Enjuagué la papelera con agua, la dejé allí y regresé rápidamente al despacho.

–¿Qué tal está? – dije-. ¿Cómo se encuentra?

–¿Qué ha hecho usted con eso? – Estaba pálida.

–Ya me he ocupado de ello. Todo está bien.

–¿Lo ha limpiado usted? – dijo con una voz casi inaudible.

–He enjuagado la papelera.

–¿Ha limpiado usted mi vómito? ¿Por qué no ha ordenado a otra persona que lo hiciera?

–No era necesario.

–Es usted asqueroso -dijo con firmeza-. Mírese. – No era el tono de su voz, estaba escuchando a otra persona y por eso la interrumpí de inmediato.

–¿Y me dice usted eso a mí? – le pregunté. Noté el tono lastimero de mi voz, casi un sollozo-. Parece usted una persona adulta regañando a un niño.

Me miró confusa al tiempo que negaba con la cabeza. -Me siento perdida -dijo-. Tengo frío. Estoy completamente sola.

Esa noche me invadió la ansiedad, respiraba con agitación y notaba una intensa presión en los pulmones. Sentía una inquietud tan grande que empecé a caminar de un lado a otro de la casa, de un piso al otro. Cogí el último número de la Revista de Estudios de la Consciencia y me di cuenta de inmediato de que sería incapaz de leerla. Pensé en mi madre y en los libros que le quedaban por leer, intenté hacer unos ejercicios de respiración sentado en una silla, pero las sirenas que había en mi cabeza no cesaban de chillar. Había visto algo similar en pacientes aquejados de depresión. ¡Por Dios! Claro que reconocía los síntomas. Desorden de la personalidad. ¡Qué fácil resulta diagnosticar cuando ves las cosas desde fuera! Una vez Magda me dijo: «La línea divisoria entre la

empatía y el distanciamiento es muy tenue. Si te sitúas demasiado cerca del paciente no le ayudarás en absoluto. Pero si no sientes compasión por él, no podrá haber complicidad entre vosotros.» Seguía preso de la agitación y entonces pensé en la frase: Por eso daba esas caminatas. Eso me puso aún más nervioso. Al dar sus caminatas mi padre intentaba apagar el motor que de pronto se le aceleraba en su interior.

Cuando sonó el timbre de la puerta acababa de servirme un whisky con la esperanza de acallar la tormenta que llevaba dentro. También podía haber elegido un miligramo de Lorazepam. Dejé la bebida en la encimera, fui hasta el recibidor y por el cristal de la puerta vi a Jeffrey Lane. Su presencia avivó mi caos interno. ¿Debía darme la vuelta y dejarle ahí hasta que se cansara y se fuera? Abrí la puerta. Dijo que sólo me robaría unos minutos. Le dejé pasar al recibidor sin cerrar la puerta de la calle. El hombre parecía angustiado, estaba encorvado y se llevaba la mano al estómago. En el hombro cargaba una pesada bolsa negra que imaginé sería su equipo fotográfico.

–Necesito ayuda -me dijo-. No puedo seguir así.

–¿Está usted herido? – pregunté señalándole el estómago.

–No. No es algo físico.

–Puedo recomendarle a alguien para que hable con usted. – Mi tono de voz parecía el de un robot y mi respiración era entrecortada. Estaba desesperado por librarme de él.

–Es Miranda -dijo.

–¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra bien?

–Está muy bien. Soy yo quien tiene problemas -dijo dando un paso hacia mí.

–¿De qué tipo?

–Estoy organizando mi entierro -dijo. Luego levantó la mirada y sonrió.

No saqué nada en claro de aquella sonrisa, pero mi irritación hacia Lane tuvo el efecto de darle un sentido a mi inquietud que, hasta ese momento, no tenía una causa concreta, y curiosamente eso me resultó muy útil. Empecé a respirar con más calma.

–¿Qué tiene eso que ver con Miranda?

–Que ella lo va a sentir -contestó con los ojos cerrados.

–Escúcheme -dije alzando la voz-, no soy su médico, no me gusta que me atosigue y no me gusta que me hagan fotografías sin mi consentimiento. Pero si necesita usted ayuda, acuda a las Urgencias del Hospital Metodista y cuénteles lo que le pasa.

Lane me dio la espalda y se quedó de frente al gran espejo que había en

el recibidor.

–Tengo un aspecto de mierda -dijo-. Mis padres están muertos. De cualquier forma, nunca me quisieron. Mi novia está harta de mí. Mi hija me resulta una extraña. – Me miró a través del espejo-. «El doctor Erik no hace fotos. Le gusta hablar.» Eso fue lo que dijo la niña. Pero yo necesito hacer fotos, ¿comprende? No puedo evitarlo. Constituye un documento necesario. Es la película de mi desastrosa vida. Es magia digital. La vida de Jeff. Sórdida, triste, pero ahí está. Moi. Me resultaría imposible dejar de hacerlo. De todas formas, el mundo se está haciendo virtual. La realidad ya no existe. Todo es un simulacro, tío.

Miré sus pelos en punta. Por alguna razón, aquellos pequeños penachos de vanidad me resultaron intolerables, y por un instante se me pasó por la imaginación arrancárselos uno a uno de raíz.

–Creo que será mejor que se vaya ahora mismo -dije con la voz quebrada.

–Tú también habrás tenido tu ración de penas -dijo sin hacer caso de lo que le acababa de decir-. Estás divorciado, ¿no es así? La debiste de cagar con ella. – Siguió hablando ante el espejo en voz baja y sosegada-. Debe de ser duro tratar todo el tiempo con gente que está loca. – Hizo una pausa e inclinó la cabeza hacia su reflejo en el espejo-. Seguro que has perdido a alguno por el camino -añadió casi con timidez.

Encajé su comentario y vi cómo volvía a mirarme a través del espejo. Los latidos de mi corazón se aceleraron. Odiaba a ese tipo. Le cogí por atrás de los hombros, tiré de él hacia mí y luego lo empujé contra el espejo. Por un instante su cabeza se fue hacia atrás y luego golpeó contra el cristal. Fue un golpe seco. De repente me invadió un sentimiento de venturosa liberación. Todavía le sujetaba por los hombros y estuve a punto de volver a empujarle, pero al final lo solté. Se llevó las manos a la frente, se volvió, dio unos pasos, se tambaleó y cayó al suelo. Por un momento pensé que lo había matado y se me escapó un no casi inaudible, más parecido al débil gemido de un animal que a la voz humana. Me agaché junto a él. No estaba muerto. Estaba ahí tumbado con los ojos bien abiertos y una estúpida y babeante sonrisa en el rostro.

–Eres un gran hombre -dijo.

–¿Se encuentra bien? – No sabía lo que había sucedido, pero sentía rechazo por mi estúpido comportamiento. No había tenido una pelea desde que iba al colegio.

Lane se incorporó y le pasé la mano por la frente para examinar el golpe. No tenía ninguna herida visible.

–Si le empieza a doler la cabeza o siente algún mareo en las próximas

cuarenta y ocho horas vaya directo al hospital.

–Pero si acabas de decirme que debía ir allí para que trataran mis tendencias suicidas, ¿o no?

Lane volvió a usar la jerga de mi profesión y no le hice ningún caso.

–¿Cómo se encuentra? – insistí.

–Estoy bien -me contestó-. Sólo me tiré al suelo para asustarte.

En lugar de enfadarme, sus palabras me produjeron una sensación de alegría y alivio. Le ayudé a incorporarse del todo, le traje una silla y le ofrecí un whisky que aceptó. Se lo bebió entero.

–No es lo que piensas. Soy un explorador adentrándome en la jungla, documentando lo que descubro, y una vez que termino el viaje, vuelvo a rehacer el camino andado. – Hizo un gesto en el aire con la mano derecha-. Cada biografía, cada autobiografía, tiene que ser creíble, ¿no es así? Yo estoy escribiendo varias en tiempo real, pero al final todo se reduce a un montaje, no sé si me entiendes. Tú eres uno de los protagonistas. Lo mismo que Miranda.

–¿Y Eglantine? – le pregunté.

–No le haría daño por nada del mundo -respondió con gesto serio-. Amo a esa niña.

Él no nos haría daño, si te refieres a eso. Recordé las palabras de Miranda. Luego pensé que yo sí le había hecho daño a Lane.

–¿Por qué las fotos? ¿Por qué está planeando su entierro? Usted me provoca y luego insinúa… -No terminé la frase. Fue Sarah, pensé. Fue la mención implícita que hizo de Sarah lo que me movió a empujarlo. Lane sabía algo. De alguna manera sabía lo que había sucedido-. ¿Por qué hace todo esto?

Levantó la vista y me miró a los ojos.

–Estoy probando mis diversas personalidades. No puede ser sencillo y debe ser peligroso. Debo llegar lo más lejos posible.

Poco después de hacer aquel comentario Lane se marchó. Nos dimos la mano, pero no sabría decir qué significó para mí aquel gesto. Cuando solté la suya me sentí mancillado y tuve el vago presentimiento de que me habían manipulado una vez más. He tenido pacientes que se lanzaban desde aviones, buceaban a grandes profundidades o se zambullían desde altos acantilados. Todos ellos practicaban deportes de alto riesgo que les hacían sentirse más vivos. También he tenido otros que se autolesionaban con cortes en el cuerpo para experimentar la inmediatez de la realidad. Pero lo que Lane pretendía exactamente escapaba a mi comprensión. Por un momento me había sentido satisfecho con mi arranque de violencia, aunque poco después esa energía salvaje se tornó en un sentimiento de culpa. Hubiera sido diferente si él hubiera

reaccionado como yo lo hice. ¿Atacar a un hombre por la espalda? Fue algo vergonzoso, infantil. La conducta de un crío en el recreo que empuja de repente a un compañero porque se está burlando de él. Sentado en el sillón, recordé unas líneas de una carta de Rilke a un joven poeta: «Si comparásemos la existencia de un individuo con una habitación más grande o más pequeña, tengo la impresión de que la mayoría de la gente sólo conseguiría conocer uno de los rincones de esa habitación que le ha tocado en suerte, un reducido espacio junto a la ventana o una zona del suelo que se ha dedicado a recorrer de un lado a otro sin parar.»

–¿Le empujaste? – dijo Miranda-. ¿Se encuentra bien?

No sé lo que me sucedió.

–Perdí los estribos -dije en voz alta-. Las fotos, las llamadas, su tono de voz. Tenía que decírtelo antes de que él lo hiciera. Fue una estupidez, pero sí, parecía encontrarse bien cuando se marchó.

–Creo que lo que él esperaba era que lo ingresaras en un hospital para ver cómo era aquello. – Miranda negó con la cabeza.

Yo estaba sentado en el sofá, junto a ella. Miranda se recostó en un almohadón y apoyó sus luminosas piernas morenas sobre la mesita de café que teníamos delante. Aquella noche de julio hacía un calor sofocante y Miranda llevaba unos pantalones cortos y una camiseta. Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me fueran los ojos a sus muslos y tobillos. Se oía el traqueteo del aparato de aire acondicionado que estaba encendido en la habitación del fondo y el ventilador del techo mantenía la temperatura a un nivel soportable, aunque el aire del cuarto seguía siendo húmedo, y yo tenía el pecho y las axilas empapados.

–Él tiene un sitio en Internet muy elaborado, ya sabes, con imágenes, textos y algunas secuencias. Por lo visto el sitio tiene muchas visitas y Jeff ha empezado a anunciar su exposición de noviembre con el gancho de que hará una gran revelación en ella. Envía gran cantidad de correos electrónicos en los que habla siempre de sí mismo, de «Las vidas de Jeff», trufados con todo tipo de citas y extraños comentarios sobre simulacros, superconductividad y lo sublime psicótico. Le gusta ir diciendo que es un posnietzscheano. – Miranda esbozó una leve sonrisa-. ¿Te acuerdas de cuando recortó los ojos de mi foto? Me dijo que estaba simulando ser un acosador. Que era un juego que tenía consigo mismo.

–¿Simulando ser un acosador?

–Se dedica a estudiar la locura porque piensa que la psiquiatría es un

elemento de control -dijo, negando con la cabeza-. Que la locura es una forma de ser creativa que aplastan en los hospitales y clínicas. Dice que todos los psiquiatras son un fraude.

–Eso no es ninguna novedad.

–No para de citar a alguien en concreto.

–¿A Thomas Szasz?

–El mismo. De cualquier forma, creo que quiere que participes en el proyecto precisamente por tu profesión. – Miranda bajó la mirada-. Siento que te esté incordiando. Conmigo no es así, pero desde que he vuelto a verle, he recordado de nuevo todo lo que me disgustaba de él en un principio: su ambición, sus incursiones en el mundo de las teorías filosóficas demenciales, su inmadurez. – Miranda suspiró-. Lo irónico es que todos esos defectos constituyen, en el fondo, sus virtudes y su encanto. Y lo que sí te puedo asegurar es que está demasiado imbuido en su exposición como para quitarse de en medio en un futuro próximo.

Recordé a Lane hablándole al espejo de mi recibidor, el brillo de sus ojos y la tensión que se acumulaba en mi interior con sólo mirarlo.

–Bueno -dije-, supongo que un suicidio simulado sería, por definición, ineficaz y eso ya es algo positivo.

–Cierta vez me enteré de que nunca llegó a conocer a su abuela, la que era mestiza de negra y cherokee. La madre de Jeff se fue de casa de sus padres cuando tenía diecisiete años y desde entonces no volvió a tener contacto con su madre y futura abuela de Jeff. Así que él nunca tuvo ninguna relación con aquella mujer crucial en su vida y en su idea de sí mismo. Es un poco triste.

–Entonces, ahora tu relación con él es…

–No sé cómo definirla. Es el padre de Eggy y en eso no hay vuelta de hoja. Ha empezado a pasarme algún dinero y eso me alivia económicamente. Le he dicho que debemos tomarnos un tiempo, aunque puede seguir viendo a Eggy, por supuesto. Su carrera está en ascenso, según creo, y eso es bueno para él. Han publicado varios artículos sobre su trabajo. El hombre orquesta. Escritor/artista audiovisual/creador de performances… He visto que todos dicen que tiene veinticinco años, lo cual es falso. Parece que se quita arios para hacerse más deseable. Si de verdad está loco, lo está de un modo bastante inteligente y ambicioso. – Hizo una pausa-. Lo cierto, Erik, es que su trabajo es bueno. Muy bueno:

–¿Y qué me dices de tu trabajo?

–Sigo dibujando.

–¿Tus sueños?

–Sí; por decirlo de algún modo. – De repente, Miranda parecía más

distante.

–¿De qué modo?

Noté que dudaba antes de contestarme.

–Soñé que estaba de nuevo embarazada, pero la criatura no crecía normalmente dentro de mí. Era una niña pequeñita y raquítica por mi culpa, porque siempre me olvidaba de ella y no hacía lo que tenía que hacer, no la quería lo suficiente. Y luego aparecía una mujer de pie frente a mí. Una mujer muy alta, con la piel oscura. Me decía: «Tendremos que limpiar el cuchillo.»

–¿Puedo ver el dibujo?

–Cuando lo termine. Me parece que los dibujos van a acabar formando un libro de sueños. Un amigo le enseñó un par de ellos a alguien que trabaja en la editorial Luce, la que publica libros de arte, y se han mostrado interesados por los dibujos.

–Eso es estupendo -dije.

Miranda entrecerró los ojos y no respondió a mi entusiasmo.

–Cuando me quedé embarazada, mamá se echó a llorar -dijo de pronto-. Tú no tienes por qué saberlo, pero ella nunca llora y verla así me impresionó. Fue horrible, como si estuviera viendo a otra persona. Mamá quería que me casara de inmediato, que no fuera una madre soltera. – Miranda tomó aire y apartó la mirada.

–Así las cosas son más difíciles -dije.

–Es cierto -dijo Miranda, y por un instante asomaron dos dientes blanquísimos en su boca para descansar sobre su suave labio inferior-. Pero si quieres un marido no puedes ser para él plato de segunda mesa. Además todavía me quedan fuerzas para dibujar toda la noche si es necesario. – Mientras Miranda hablaba, yo sentía como si me envolviera una brisa.

–¿Dónde está Eggy?

–Sarah Bernhardt se queda esta noche con mis padres. – Miranda sonrió para sí y negó con la cabeza-. Pero volviendo a mi sueño, supongo que tiene su origen en una historia que me contó mi abuela.

Miranda parecía tener ganas de hablar. Me preguntaba si mi confesión sobre lo que le había hecho a Lane le había puesto las cosas más fáciles.

–Cuando mamá se quedó embarazada de mi hermana Alice, yo me fui a vivir con mi abuela. Me encantaba su casa. La vendieron ya. Recuerdo una noche en que se suponía que yo estaba durmiendo, pero como no podía conciliar el sueño y vi la luz de la habitación de la abuela encendida, fui hasta allí. Supuse que me mandaría de nuevo a la cama, pero no. Estaba leyendo un libro, y en lugar de regañarme me hizo un hueco en la cama a su lado para que entrara. Mi abuela olía a alcanfor por el linimento que usaba para sus dolores.

Fue entonces cuando me contó la historia de Cut Hill. Era una historia de cimarrones, y no sé cómo llegó hasta sus oídos pues esa gente guardaba celosamente sus secretos. Era un relato de las guerras de principios del siglo XVIII. Un día un soldado inglés persiguió a una mujer cimarrona que estaba a punto de parir. Cuando la atrapó la ató al tronco de un árbol y antes de destriparla con el sable decidió preguntarle al bebé que estaba a punto de nacer: «¿Eres hombre o mujer?» El bebé contestó: «Soy hombre.» Y nada más oírse esas palabras, el sable se hizo pedazos y el inglés cayó fulminado al suelo.

Miranda se miró las manos.

–Me quedé muy impresionada. Eso de que la criatura hablase desde el vientre de la madre. Me pareció magia. Magia protectora. Y el hecho de que la abuela me lo contara con tanta emoción y, por supuesto, que mamá estuviera también a punto de dar a luz. La semana pasada estuve hablando con Alice de eso y justo esa noche tuve el sueño.

El relato nos dejó a ambos en silencio, y si me hubiese atrevido, aquél hubiera sido el momento para abrazarla, pero tuve miedo al rechazo y a poner en peligro la confianza que existía entre nosotros.

–Eggy y yo nos vamos dos semanas a Jamaica. Mis padres irán también. Serán mis vacaciones.

Fue entonces cuando le ofrecí cuidar del apartamento, regar las plantas y recoger el correo mientras ella estuviera fuera. Miranda aceptó, ya que de esa forma evitaba importunar a sus hermanas con aquellas obligaciones. Luego miró el reloj y ésa fue la señal para que me levantara del sofá. Al caminar por el vestíbulo oscuro, me llamó la atención algo que había allí y que reflejaba la luz de la habitación contigua. Cuando Miranda encendió la lámpara, vi que se trata-ba de un par de alas hechas con alambre y pintadas con brillo de plata. Estaban algo arrugadas y las hombreras forradas de tela blanca tenían algunas manchas de óxido.

–Supongo que Eggy ha estado volando -dije.

Miranda sonrió de oreja a oreja y volvió a asomar en sus ojos esa expresión astuta que yo ya había aprendido a reconocer en ella. Alargué la mano para estrechar la suya y desearle buenas noches, pero ella se acercó y me besó en ambas mejillas. Fueron los típicos besos castos y amistosos, pero eso no fue óbice para que el calor de sus labios ardiera en mi piel mucho tiempo después de que nos despidiéramos, mientras anotaba en mi estudio el sueño y el relato de Cut Hill.

El día después de que Miranda partiera hacia Jamaica cené con mi

hermana en White Street. Me dijo que había dejado de vera Henry Morris. Miranda había utilizado la misma palabra al referirse a Lane. Le había vuelto a ver. «Ver» se había convertido en el eufemismo de una relación con cópula incluida. No le dije nada a Inga sobre las sospechas de Burton. Me parecieron poco consistentes. Idas y venidas. Entradas y salidas. Suposiciones. El relato de Inga difería del de Burton, sin embargo había similitudes entre ambos. Inga sabía que Henry había estado hablando, no sólo con Edie y con las ex esposas de Max, sino que lo había hecho también con «esa mujer, esa tal Burger». La periodista estaba convencida de que las cartas de Max ocultaban un oscuro secretó más allá del hecho de que Joel pudiera ser hijo suyo, pero se negó a decir lo que imaginaba que yacía escondido detrás de aquella información. Henry la había calificado de «rara, obsesiva y puede que loca». Quien se había interpuesto entre Inga y Henry no había sido la periodista sino Max.

–No es que piense que no ha sido honesto conmigo -dijo mi hermana-. Nunca me mintió y hubo una sincera atracción mutua. Me dijo que era hermosa y lo dijo de ver› dad, a pesar de que ya soy una mujer talludita. – Agitó la cabeza con una expresión que era al tiempo triste e irónica-. Pero, ya ves, continuamente citaba a Max. Podíamos estar cenando y de pronto soltaba un párrafo completo de John d Desarraigado o Vestido de luto. Por supuesto que eso es a lo que se dedica un día sí y otro también. Ahora disfruta de un periodo sabático y está escribiendo un libro. De todas formas, había empezado a sacarme de quicio. Intenté hablar del asunto con él, se mostró comprensivo, pero ya sabes… No creo que sea capaz de evitarlo. Vio a Max sólo una vez, y para él ya no era una persona, era un santo literario. Hace un mes estábamos en su apartamento haciendo el amor y sentí que me ahogaba. Sólo puedo contártelo a ti, Erik, sólo a ti. Ni siquiera a Leo, al querido Leo, que está medio enamorado de mí, según creo; pero medio enamorado, nada más. Bueno, el caso es que Henry era fuerte y feroz. Me puso a cien. Después me quedé como mareada. Entonces/ allí tumbados, me suelta: «En ella recobró el territorio que había perdido. Cuando penetró en su cuerpo, regresó del exilio.»

Me quedé mirando a Inga.

–Reconocí la frase de inmediato. Era de El vivo reflejo, la primera novela que Max escribió después de conocerme. Por unos instantes permanecí inmóvil, alucinada. Me sentí vapuleada, como si no valiera nada por mí misma. Me levanté de la cama y me fui. Esa misma tarde hablé con él por teléfono. Me dijo que no había querido ofenderme, pero ya era demasiado tarde. Siento como si yo misma me hubiera rebajado.

–Ésa no es la palabra correcta.

–No lo sé. ¿Qué clase de mujer se acuesta con el biógrafo de su marido muerto?

La pregunta me pilló tan de sorpresa que no supe responderla. Entonces le dije que habría todo tipo de mujeres que se acostarían con los biógrafos de sus maridos muertos. Inga hizo una mueca forzada antes de responder.

–Ayer, cuando fui a leerle algo a Leo, le dejé que me tocara.

–¿De veras?

–Sí. Con la ropa puesta, pero dejé que me pasara la mano por todo el cuerpo.

–¿Y fue una sensación agradable o extraña?

Mi hermana asintió con la cabeza. Me miró con aquel peculiar brillo en los ojos que solía tener cuando éramos niños.

–No puedo vivir sin caricias -dijo al fin-. Ya no me es posible.

Durante las dos semanas en que Miranda estuvo fuera, recogí su correo y el mío y comprobé que no llegaron sobres de Lane dirigidos a ninguno de los dos. Bajé al apartamento para regar las tres plantas que había en el salón y me sentí un tanto abrumado al encontrarme en aquellas estancias desiertas. Estaba solo entre sus cosas y eso en sí me produjo una sensación de misterio. Miranda había dejado el lugar impecable, pero sobre la mesa del cuarto de estar había desplegados siete dibujos que yo estudiaba con detenimiento cada tarde que bajaba. Los tres primeros eran de la mujer a la que se había referido Miranda, realizados en tinta negra varias veces en cada página. Los trazos eran sueltos y enérgicos y me maravillé del esfuerzo que había detrás para conseguir aquel, acabado perfecto. La mujer era inmensa y, aunque esbelta, tenía unos brazos y piernas potentes. Una giganta. Llevaba un vestido suelto y levantaba un cuchillo en la mano derecha. Tendremos que limpiar el cuchillo. Había dos dibujos de un feto. El primero con el cuerpo encogido dentro de una. bolsa. El segundo era una criatura con más entidad y tenía la boca abierta: el niño-hombre embrujado. Los dos últimos dibujos estaban sin terminar y eran unos bocetos a tinta de la misma imagen. Un hombre con sombrero tumbado encima de una mujer vestida de blanco. El hombre la sujetaba contra el suelo agarrándole las muñecas. Era un dibujo lleno de violencia. Podía deberse al simple hecho de que el hombre era blanco y la mujer negra. Un contraste que traía a la memoria la brutal historia de los amos violando a las esclavas. A pesar de que no se podía ver la cara del hombre, la de ella quedaba, frente al espectador. Tenía el gesto ausente, como el de una muerta. En la segunda versión, la diferencia de color entre las dos personas era apenas perceptible.

Miranda había aplicado una aguada grisácea sobre los rostros y brazos de ambos personajes y daba la impresión de que los cuerpos estaban derritiéndose. Parecían estar tumbados en una charca que apenas tenía una fina película de agua. Después de tres o cuatro días me di cuenta de que lo primero que hacía cada tarde, después de llevar a cabo mi breve rutina, era mirar un buen rato aquel. segundo dibujo antes de regresar a casa.

Un par de noches antes del regreso de Miranda y Eggy, bajé el correo al apartamento y volví a mirar el dibujo. Tras un nuevo y minucioso escrutinio, me pregunté qué era lo que buscaba en aquella imagen. ¿De qué se trataba? La mujer, ¿estaba muerta? Me incliné lo más cerca posible para apreciar los finos trazos que conformaban aquel rostro femenino y sus largos brazos, los hombros del hombre, el ala de su sombrero. Cerré los ojos para meditar sobre ello y entonces, por una fracción de segundo, se plasmó en mi retina la fugaz imagen de las manos de la mujer alzándose de golpe. Abrí los ojos y permanecí inmóvil con la vaga certeza de que toda percepción no deja de ser una forma de alucinación. La última noche bajé al apartamento llevando cuatro cartas que deposité ordenadamente sobre el resto del correo que se acumulaba en el recibidor. No quise volver a ver el dibujo, pero me quedé en el apartamento. Atravesé el salón y la cocina, luego el distribuidor, y abrí la puerta de lo que suponía sería la habitación de Miranda, la más grande de las dos que tenía la vivienda. Me detuve un rato en el umbral y miré la cama con su colcha beige; la mesilla de noche con una pila de libros; la cómoda sobre la que había dos cuencos y un florero; el espejo ovalado que colgaba sobre ella y las dos grandes fotografías en blanco y negro de Eglantine enmarcadas. Una era de la niña dormida, acurrucada entre sábanas de un blanco luminoso recortado entre las sombras, y la otra, más reciente, de la cría en la edad en que yo la conocí. Iba vestida con un tutú y una diadema, pero posaba como una culturista, mostrando sus bíceps y una mueca feroz a la cámara. Me dije que debía observar las fotos con más detenimiento, pero sólo era una excusa para traspasar el umbral, cosa que hice. Al repasar los libros de Miranda se me alteró la respiración. Había uno de fotografías de Diane Arbus, un volumen titulado Una autobiografía caribeña: Identidad cultural y autorrepresentación, tres libros sobre los cimarrones y cinco novelas al pie de la cama. Cogí una de ellas titulada Falsa ilusión. La portada era de color escarlata con el título en letras grandes y un rectángulo blanco en el centro en el que había un dibujo esquemático de una cara. Supuse que el dibujo era de Miranda y abrí el libro para comprobarlo. Estaba en lo cierto. Las otras cuatro portadas también eran suyas, todas con dibujos de trazos sencillos pero poderosos y colores vivos. Los libros no tenían ningún otro detalle decorativo, ni gráfico ni tipográfico. La estética general era

austera, masculina, contenida. Volví a colocar cada libro en su sitio, pasé la mano con mucho cuidado sobre la colcha y me quedé un buen rato frente a la cómoda escuchando el sonido de mi propia respiración. Sentí un ansia incontenible de abrir los cajones del mueble. Quería ver sus vestidos, sus medias y su ropa interior, y lo hubiera hecho si no hubiera levantado la mirada y visto mi expresión voraz en el espejo. El hombre que vi tenía la mirada salvaje de un poseso. Me alejé de él y corrí escaleras arriba.

La soledad había comenzado a alterarme, a convertirme en un hombre que no esperaba ser, una persona más extraña de lo que hubiese imaginado, un hombre que deambulaba por la habitación de una mujer con la respiración entrecortada y los dedos de la mano rondando los tiradores de unos cajones que nunca llegaba a abrir. A menudo he pensado que ninguno de nosotros somos quienes creemos ser, que cada cual concilia la terrible extrañeza que nos produce nuestra vida interior con todo tipo de mentiras que puedan convenirnos. No es que quisiera engañarme a mí mismo, pero comprendí que, bajo la persona que creía ser, había otra que vagaba por un mundo paralelo, un mundo del que Miranda me había hablado, por unas calles y entré unos edificios que no reconocía.

Mi ansiedad no cesaba. Los peores momentos sucedían de noche, y a menudo me despertaba con el corazón acelerado después de sufrir terribles pesadillas, pero durante el día, atendiendo a mis pacientes, conseguía mantener la ansiedad a raya. Hice el propósito de llamar a Laura y durante aquel bochornoso mes de agosto nos vimos al menos un par de veces a la semana, siempre los días en que su hijo estaba con su ex marido. Un día, a mediados de mes, mientras Laura daba cuenta de un plato de gnocchi, me confesó que no estaba preparada para mantener «una relación seria». Yo le contesté de la manera más directa que me gustaba su compañía, pero que no iba a presentar mi candidatura al puesto de segundo marido. Le dije que me contentaba con ser una especie de objeto de transición, alguien que quizás sirviera para facilitarle el camino hacia un futuro de felicidad conyugal. Como un osito de peluche o una manta gastada, estaba dispuesto a serle útil hasta que fuera definitivamente desechado. Al oírme, Laura se rió con ganas.

–Lo que me quieres decir en realidad es que estás disponible para un buen polvo, muchacho.

No tuve más remedio que estar de acuerdo con ella. Una vez aclaradas las cosas y ya liberado de las preocupaciones que se cernían sobre la naturaleza de nuestra relación, pudimos devorarnos mutuamente sin mácula de culpa, o

por lo menos eso pensaba yo. Al final del verano, Laura Capelli se me había metido bajo la piel. No dejaba de pensar en su pelo negro, rizado a la altura de la nuca; en su piel olivácea; en su risa explosiva; en sus pechos; en las conspicuas recetas de su madre para preparar callos y ternera, que a Laura le gustaba recitarme en la cama; en las perfectas imitaciones que hacía de Morton Solomon, un analista otogenario al que ambos conocíamos, con su inconfundible acento alemán y que ella había tenido oportunidad de ensayar durante los innumerables congresos y encuentros en los que el anciano doctor desglosaba con paciencia algún tópico freudiano (el ego disociado, Ichspaltung, era uno de sus favoritos); en su tendencia a levantar el dedo índice y agitarlo frente a mí cuando se entusiasmaba y en los leves y rítmicos gemidos que se le escapaban al llegar al orgasmo.

Mis vecinas de abajo regresaron por fin, pero casi no las vi. Agosto es un mes muerto para el mundo editorial, según me contó Miranda una mañana en que me la encontré al salir hacia mi consulta. Eglantine y ella irían a pasar algunos días, en especial los fines de semana, con unos «amigos» que vivían en Massachusetts. Inga y Sonia también salían con frecuencia de la ciudad para hacer excursiones a los Hamptons y a Connecticut. Yo me quedé en Brooklyn, viajaba en metro, respiraba su olor a orina, a sudor, a cuerpos sin asear, y me escoraba sin remedio hacia la autocompasión.

Después de mudarse con sus cosas a una residencia estudiantil de la Universidad de Columbia, Sonia regresó la tarde del diez de septiembre y pasó la noche en casa de su madre. Según me contó luego Inga, ambas disfrutaron de una velada agradable, y al parecer mi sobrina durmió bien aquella noche. A la mañana siguiente Sonia se levantó y fue hacia la cocina, pero en lugar de abrir la nevera para tomar su habitual zumo de naranja, se acercó hasta la ventana. Inga estaba leyendo el periódico y tomando café. Sonia se quedó petrificada frente al cristal, se llevó las manos a la cara y gritó:

–¡No quiero vivir en este mundo! ¡No quiero! – Después cayó de rodillas y empezó a sollozar inconteniblemente. Inga intentó abrazarla y al fin lo consiguió, después de forcejear un rato con ella. Sonia no paraba de llorar mientras su madre la arrullaba. Así estuvieron desde la mañana hasta la tarde. Luego mi sobrina comenzó a tranquilizarse y a hablar. Volvió a desmoronarse, se recompuso, habló, de nuevo se desmoronó y de nuevo volvió a calmarse.

El segundo aniversario había abierto una herida en el interior de Sonia. Una fisura por la que dejó escapar las emociones que la habían aterrorizado y que había contenido durante dos años. La tragedia que había envuelto en lla-

mas a tantos, que había forzado a tantos a saltar al vacío, algunos presa del fuego, había dejado, con sus imágenes inefables, una marca indeleble en Sonia. Inga me contó que durante aquellas horas no la dejó sola ni un minuto. Incluso cuando fue a la cocina para preparar unos sándwiches se llevó a su hija e hizo que le pasara los brazos alrededor de la cintura mientras cortaba el pan y untaba mantequilla. Sonia no deseaba un mundo donde las torres se cayeran, donde se combatiera en guerras sin sentido. Tampoco deseaba tener un hermano ni que entrara en su vida aquella estúpida actriz llamada Edie Bly. Los odiaba y deseaba que su padre volviera. Quería decirle cuánto lo sentía.

Después de atender a mi último paciente escuché el mensaje que Inga me había dejado en el contestador y luego me dirigí hacia White Street. Cuando llegué, madre e hija estaban tranquilas, con esa tranquilidad derivada del can-sancio. Noté que las dos se movían con cierta lentitud y rigidez, corno si les dolieran las articulaciones. Saludé a Sonia y le puse la mano sobre el hombro. Ella alzó su rostro abotargado, me miró y puso sus brazos alrededor de mi cintura. Para entonces ya no había mucho que decir. Los recuerdos de Sonia no la iban a abandonar; al día siguiente el mundo conocería nuevas atrocidades; Max no resucitaría y el niño que podría ser el hermanastro de Sonia no iba a desaparecer sólo porque ella lo deseara. Si algo había cambiado era que mi sobrina comprendió que podía sobrevivir a la fuerza de sus propias emociones. Y su madre también.

Hasta que no llegó el momento de irme no me di cuenta del muñeco. Inga lo había colocado entre sus libros.

–Así que te saliste con la tuya. Le has comprado uno de esos muñecos a Lorelei -le dije.

–Estuve a punto de comprar una viuda -asintió Inga con la cabeza-, pero me pareció, bueno, un tanto masoquista. Por lo que, al final, me decidí por este muchachito.

Me acerqué para ver el muñeco de un chico que llevaba un traje oscuro y estaba sentado en una silla. Era rubio, tenía la cabeza gacha y su carita bordada reflejaba una actitud pensativa.

Ambos nos quedamos un rato mirando el muñeco.

–Lorelei me dijo que al padre del chico lo había matado un rayo -dijo Inga-. Lo ha representado momentos antes de que se celebrase el entierro.

–¿Por qué demonios quieres tener una cosa así? – pregunté.

–No te preocupes por eso -dijo Inga. Luego me dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla y añadió con voz cansada-. No estoy más loca que de costumbre.

Esa noche soñé que estaba en la granja, cerca del emparrado, a la izquierda del porche, mirando los campos que se perdían en la lejanía. El sueño no tenía colores. Todo lo veía en tonos grisáceos. Mi padre se encontraba junto a mí, pero no tenía una imagen clara de él, excepto que todavía era joven y estaba erguido e inmóvil. A pesar de su imagen borrosa, lo sentía cerca, a tan sólo unos pasos de mí, mirando como yo, hacia el oeste. Entonces vimos una explosión en el horizonte que levantó una enorme nube hacia el cielo. Después otra y luego otra. Tres estallidos tremendos cuyas nubes cubrieron el cielo. Oí una voz a nuestras espaldas que reconocí como la de mi abuelo. «Terra», dijo. De repente, una fuerza incontenible nos lanzó hacia atrás y mi padre y yo aparecimos dentro de la casa, en un lugar atestado de objetos que bien podía ser un sótano o un ático, con una serie de vigas que sujetaban el techo por encima de nuestras cabezas. La habitación empezó a agitarse violentamente y volví a oír la voz de mi abuelo. Yo sabía que él estaba allí, pero no volví la cabeza. Oí que repetía: «Terra.» Pero esta vez casi logró pronunciar la palabra correcta: «Terremoto.» Me desperté cuando las paredes empezaban a agrietarse y a caer.

Los sueños son una parca síntesis del mundo que nos rodea. El cielo humeante del once de septiembre, las imágenes de Irak en la televisión, los obuses que explotaban en la playa donde mi padre se había atrincherado un día de febrero de 1945 ardían al unísono en el entorno familiar de la Minnesota rural. Tres detonaciones. Tres hombres de tres generaciones distintas juntos en una casa que se estaba haciendo pedazos. Una casa que yo había heredado y que vi temblar y agitarse como había hecho mi sobrina sollozante e incluso mi propio cuerpo averiado después de unos cataclismos interiores relacionados con dos hombres que ya habían muerto. Mi abuelo gritando en medio de una pesadilla. Mi padre alzando el puño al cielo. Y yo temblando.

El día nueve de octubre Burton me llamó por teléfono y, con la voz quebrada, me dijo que no se había puesto en contacto conmigo antes porque hacía tan sólo diez días que su madre había fallecido. Si hubiese vivido un mes más habría cumplido noventa años, me dijo. Yo sólo conocía superficialmente su pasado familiar. Sabía que los padres de Burton habían sido unos judíos alemanes que llegaron a Nueva York a finales de los años treinta. Su madre había sido maestra y el padre ocupó algún cargo en la Sociedad de Nueva York de Cultura Ética. Mi amigo se había referido a sí mismo alguna vez como una «sorpresa tardía». Su madre lo tuvo pasados los cuarenta años. Después de la

muerte de su padre en 1995, Burton se mudó al piso que su madre tenía en Riverdale, un arreglo bastante conveniente para ambos ya que evitó que mi amigo cayera en la más abyecta pobreza y permitió que la señora B., cada vez más delicada de salud, permaneciese en su casa hasta el final de sus días.

Nos citamos una semana después y fue entonces cuando noté que mi amigo parecía más seco. Todavía le brillaba el rostro pero no chorreaba. No hice mención alguna al asunto, pero Burton me explicó motu proprio que su hiperhidrosis había evolucionado favorablemente.

–Sólo estoy un poco inquieto, nada más -me dijo-. Me encuentro sumamente incómodo por tener que relatar las condiciones de mi alteración somática a un psicoanalista como tú y soy consciente de que la transpiración, mejor dicho, su rápida y notable disminución en este preciso momento de mi vida, esto es, después del fallecimiento de mi madre, podría calificarse de… -Burton hizo una pausa para secarse la frente más por hábito, pensé, que por necesidad-sintomática.

–Burton, el dolor produce muchos efectos en la gente. Yo no buscaría otras consecuencias más allá de la que, en apariencia, es bastante positiva.

Burton se puso colorado.

–El mes pasado -prosiguió con la mirada fija en el mantel-, mi madre ya no me reconocía.

–Eso debe de ser muy duro.

–Tuvo un ataque -añadió, mientras asentía con la cabeza-. Un derrame cerebral. Le cambió el carácter. – Frunció el ceño-. Estaba más alegre. Una alegría impropia. Sus risas me desconcertaban. Risitas por aquí y por allá; todo el tiempo sonriendo. Esa clase de cosas, ya sabes. Preferible eso que un ataque de furia, eso no cabe duda. Una vez leí algo acerca de un paciente que después de una embolia empezó a morder a todo el mundo. Muy duro para la familia. Su actitud les abría las carnes. – Burton me miró-. No ne-cesito decírtelo, pero aun así lo diré: a medida que su salud se deterioraba, era como si mi madre fuera desapareciendo. A pesar de sus muchas, muchas ambigüedades, yo echaba de menos a la mujer que había sido. Sí… -prosiguió-, sí, al final a quien echaba de menos era a la mujer difícil, perpleja, atormentada y maniática… -Burton dudó al elegir las palabras- de antaño.

Esa noche fuimos los últimos comensales en abandonar el restaurante. Notaba la incomodidad de los camareros mientras Burton me contaba la historia de la muerte de su madre y lo que él denominaba «mis propias y cambiantes circunstancias actuales». El piso le pertenecía a él y su herencia, aunque no fuera fastuosa, le «sacaría» de apuros por muchos años.

–Incluso -añadió con una sonrisa meditada y críptica-podría hacerle

un gran bien a una persona con atributos.

Nos despedimos en la calle, y antes de que cada uno detuviera un taxi para llevarnos en direcciones opuestas, Burton me dio un apretón de manos y dijo:

–Expresar en palabras el valor que para mí ha supuesto nuestra renovada amistad después de un hiato, de una interrupción de años, me resulta imposible. Mi gratitud es todavía más ostensible ahora que estoy luchando, por supuesto metafóricamente, con la Bestia de la Melancolía.

Mientras circulaba por la autovía Roosevelt me fije en el inmenso cartel de Pepsi-Cola que parecía flotar en la oscuridad en la otra orilla del río y me pareció bonito. En ese momento aquel emblema luminoso de una forma un tanto caduca de capitalismo norteamericano estaba imbuido de un sentimiento de pérdida, como si el propio anuncio reflejara un sentimiento colectivo que se había esfumado. Parece una estupidez sentir emoción ante un anuncio de una bebida refrescante, pero cuando su imagen empezó a perderse en la oscuridad, pensé: Están muriendo todos, nuestros padres y madres, aquellos que llegaron como emigrantes, como refugiados, como exiliados, los que fueron a la guerra, los chicos y chicas «de antaño».

El día dos de octubre la señora L. me comunicó sonriente que había «terminado» conmigo. Había ido a consultar a un curandero que sanaba a través de cristales y piedras semipreciosas y, además, se había unido a un grupo de «supervivientes de abusos», una gente que la «comprendía». Algunos de ellos recordaban a la perfección cosas que les sucedieron cuando tenían uno o dos años. No era la primera vez que la señora L. se había enganchado a las supersticiones que emanan de la sabiduría popular, pero ese día me di cuenta de que el reduccionismo simplista con el que a bombo y platillo pretenden explicar la vida los titulares de la prensa popular e Internet, colmaban las exigencias del mundo de la señora L. Un mundo dividido en blanco y negro. Mientras me hablaba, distinguí en su voz el tono de los prejuicios, el lenguaje de la propaganda, la demagogia y la cantinela de los locutores de televisión. Por supuesto, ella no estaba de acuerdo conmigo. Le pregunté si había meditado bien su decisión. Su respuesta fue gritar «¡Sí!», levantarse bruscamente, escupirme en la cara y salir de mi consulta sin olvidarse, eso sí, de dar un portazo.

Me limpié la saliva de la cara con un Kleenex y me quedé sentado, inmóvil, hasta que se cumplió la hora de lo que debería haber sido la consulta. Sabía que la mujer no volvería. Después de todo, yo era el último de una larga serie de médicos y analistas a los que la señora L. había plantado furibunda. Déjalos antes de que te dejen. Lo que sentía era que se hubiesen desperdiciado

los esperanzadores momentos en los que ella se había ido abriendo un poco, en los que había luchado para acceder a otra forma de ser. A pesar del auto-engaño, la señora L. no dejaba de ser alguien a quien habían abandonado de niña. Pudiera ser que sus heridas no fueran físicas, como ella hubiera deseado, pero eran unos cortes que habían llegado hasta lo más profundo de su ser. Su ostensible crisis había basculado, al menos en parte, en los recuerdos, tan frágiles y opacos como son. Una tortura física a manos de su madre hubiera justificado su dolor, preservado su identidad dentro de esa inmutable categoría de «niña maltratada». Sólo pensarlo había supuesto un alivio para ella. Porque era perfectamente congruente con su realidad interior, una estructura tan rígida y frágil que siempre estaba al borde de una combustión espontánea. Yo sabía todo eso, pero había algo más que nos separaba. El miedo, mi miedo. Al tener agudizados los sentidos, la señora L. había notado el olor a algo que yo mismo no comprendía.

La semana siguiente, el sábado por la noche, salí de casa de Laura a eso de la medianoche. Al llegar a la mía me detuve al pie de las escaleras para sacar mis llaves del bolsillo. Oí unos susurros y el sonido de la puerta del jardín cerrándose, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, me encontré cara a cara con Jeffrey Lane.

–Hombre, ¿cómo estás, tío? – dijo mirándome a los ojos.

–Muy bien, ¿y usted?

–Yo también -dijo.

Miré las llaves que tenía en la mano.

–Bueno -dijo-, ya no nos veremos más. – Pasó junto a mí y una vez que llegó a la acera salió corriendo. Me quedé mirándolo. No sé exactamente por qué, pero permanecí inmóvil hasta que desapareció de mi vista. Si no me hubiera quedado allí no hubiera oído llorar a Miranda. La cortina estaba echada, pero la ventana estaba parcialmente abierta y mientras subía los escalones como un hombre con pies de plomo su llanto acompañaba mis pisadas.

Cuando entré, me senté en el sillón verde donde solía leer, y por primera vez en mucho tiempo no pensé en nada. Durante una hora más o menos, me limité a escuchar los ruidos de la noche: el tráfico, el sonido distante del televisor de algún vecino, una música lejana y unas risas que llegaban desde el final de la calle. Pero no volví a oír a Miranda. Quizás ya se había secado las lágrimas y se había ido a dormir.

Inga me llamó al final de una jornada bastante complicada para mí. Tuve que entrevistar a dos pacientes que venían derivados de otros médicos y aquella tarde el señor R. me había dicho que su mujer iba a dejarle. La señora R. no soportaba al nuevo señor R., a ese hombre que me había dicho que el mundo había adquirido una brillantez nueva y extraña. Ese hombre que se reía más, era más sensible a todo y se percataba de más cosas. Y que, además, quería más sexo, una evolución a la que el objeto del deseo de aquella libido resucitada se resistía. «Mi mujer prefiere que sea como antes, envarado y poco espontáneo.» Cuando sonó el teléfono, yo estaba leyendo los apuntes que había tomado durante la sesión. Era Ingay estaba tan emocionada que se le quebraba la voz.

–Me ha llamado Lorelei. Lisa quiere vernos. Estoy segura de que va a contarnos la historia. Podemos ir este fin de semana. Lisa está enferma y puede que no viva mucho más tiempo, pero se niega a ir al hospital.