(Extraído de La aventura de la astrografía moderna, de
Franklin Buck, publicado por Transcripciones Lux, S.L., 3.50
cr.)
–¡Cuidado, un muti!
Al oír el grito de advertencia, Hugh Hoyland se agachó con el
tiempo justo. Un proyectil metálico, que tendría el tamaño de un
huevo, se estrelló en la mampara por encima de su cabeza con una
fuerza tal que prometía fracturarle el cráneo caso de haberle
alcanzado. Se había agachado con tal rapidez que sus pies se habían
separado de las placas metálicas del suelo. Antes de que su cuerpo
pudiera bajar lentamente hacia la cubierta, apoyó los pies en la
mampara que tenía detrás y se dio impulso con ellos. Salió
disparado por el corredor en una zambullida a ras del suelo, con el
cuchillo desenvainado y listo.
Se retorció en el aire, deteniéndose con los pies en la
mampara opuesta, en la curva del pasillo desde la cual le había
atacado el muti, y flotó suavemente hacia el suelo. La otra parte
del corredor estaba vacía. Sus dos compañeros se unieron a él,
resbalando torpemente sobre las placas metálicas.
–¿Se ha ido? – preguntó Alan Mahoney.
–Sí -dijo Hoyland-. Le vi un segundo antes de que se metiera
por esa compuerta. Creo que era una hembra. Parecía tener cuatro
piernas.
–Con dos piernas o con cuatro. ahora nunca la cogeremos
-comentó el tercer hombre.
–En nombre de Huff, ¿quién quiere cogerla? – protestó
Mahoney-. Yo no, desde luego.
–Bueno, pues yo sí -dijo Hoyland-. Por Jordan, si hubiera
afinado la puntería un par de centímetros más, ahora estaría listo
para el convertidor.
–¿Es que ninguno de vosotros dos puede pronunciar tres
palabras seguidas sin soltar un juramento? – dijo el tercer hombre
con expresión desaprobatoria-. ¿Y si os oyera el
capitán?
Al mencionar su nombre se tocó la frente con un gesto cargado
de reverencia.
–Oh, por el amor de Jordan -le dijo secamente Hoyland-, no te
hagas el importante, Mort Tyler. Todavía no eres un científico. Me
tengo por tan devoto como tú…, y no es ningún pecado grave expresar
de vez en cuando lo que sientes. Hasta los científicos lo hacen.
Los he oído.
Tyler abrió la boca como disponiéndose a protestar pero luego
pareció pensárselo mejor.
Mahoney tocó a Hoyland en el brazo.
–Mira, Hugh -suplicó-, salgamos de aquí. Nunca habíamos
llegado tan alto antes. Estoy nervioso…, tengo ganas de volver
abajo, a un sitio donde pueda sentir algo de peso en mis
pies.
Hoyland miró con expresión anhelante hacia la escotilla por
donde había desaparecido su atacante, la mano sobre la empuñadura
de su cuchillo, y acabó volviéndose hacia Mahoney.
–Está bien, chaval -accedió-, de todos modos el trayecto
hasta abajo es muy largo.
Se dio la vuelta y avanzó lentamente hacia la compuerta por
la cual habían llegado hasta el nivel en el que ahora se
encontraban, con los otros dos siguiéndole. Sin hacer caso de la
escalera por la que habían trepado, dio un paso hacia adelante y
bajó flotando lentamente por la abertura hasta la cubierta que se
encontraba a unos cuatro metros y medio bajo él, con Tyler y
Mahoney siguiéndole de cerca. Otra escotilla, a un metro escaso de
la primera, daba acceso a un nivel todavía más bajo. Cayeron y
cayeron de forma interminable, dejando atrás docenas de cubiertas,
cada una de ellas silenciosa, sumida en la penumbra y llena de
misterios. Cada vez caían un poco más rápido y el aterrizaje era un
poco más duro. Mahoney acabó protestando.
–Vayamos caminando el resto del trayecto, Hugh. Ese último
salto ha hecho que me duelan los pies.
–De acuerdo. Pero tardaremos más. ¿Cuánto nos queda por
recorrer? ¿Alguien ha llevado la cuenta?
–Nos quedan unas setenta cubiertas para llegar a las granjas
-respondió Tyler.
–¿Cómo lo sabes? – le preguntó Mahoney con
suspicacia.
–Las he contado, idiota. Y cuando bajábamos fui quitando un
número por cada cubierta.
–No, nada de eso. Sólo un científico puede manejar los
números de ese modo. Sólo porque has aprendido a leer y escribir te
crees que lo sabes todo…
Hoyland le interrumpió antes de que la cosa pudiera degenerar
en una pelea.
–Cállate, Alan. Quizá puede hacerlo. Es bueno en ese tipo de
cosas. De todos modos, me parece que deben ser unas setenta
cubiertas… Me siento bastante pesado.
–A lo mejor le gustaría contar cuántos filos tiene mi
cuchillo…
–Basta ya, he dicho. Los duelos están prohibidos fuera del
pueblo. Ésa es la regla.
Siguieron avanzando en silencio, bajando al trote la escalera
hasta que el peso, aumentando a cada nivel, les obligó a un paso
más lento. Al final acabaron llegando a un nivel brillantemente
iluminado y dos veces más alto que los superiores. El aire era
cálido y cargado de humedad; la vegetación apenas si les dejaba ver
a lo lejos.
–Bueno, por fin estamos abajo -dijo Hugh-. No reconozco esta
granja; debemos haber bajado por un lugar distinto al de la
subida.
–Ahí hay un granjero -dijo Tyler-. Se puso los meñiques en la
boca, lanzando un silbido y luego gritó-: ¡Eh, compañero! ¿Dónde
estamos?
El campesino se volvió lentamente hacia ellos, les miró con
atención y acabó indicándoles con reluctantes monosílabos el camino
hacia el corredor principal que les llevaría hasta su
pueblo.
Tras haber recorrido con paso rápido unos tres kilómetros por
un espacioso túnel en el cual había un moderado tráfico: viajeros,
porteadores, alguna que otra carretilla, un científico de aspecto
muy digno balanceándose en su litera transportada por cuatro
ordenanzas de aspecto ceñudo y precedido por su maestre de armas
para apartar a los tripulantes sin rango de su camino, acabaron
llegando a su pueblo, un compartimento muy grande que tenía tres
cubiertas de alto y algo así como diez veces ese espacio de ancho.
Allí se dividieron para seguir cada uno su propio camino, Hugh a su
residencia en los cuarteles de los cadetes. los jóvenes solteros
que no vivían con sus padres. Se lavó un poco y luego fue al
compartimento de su tío, para el cual trabajaba a cambio de la
comida. Su tía alzó los ojos al entrar él, pero no abrió la boca,
como era lógico en una mujer.
–Hola, Hugh -dijo su tío-. ¿Has estado explorando otra
vez?
–Buena comida, tío. Sí.
Su tío, un hombre de aspecto estólido pero bastante
inteligente, pareció divertido ante su respuesta y le miró con aire
tolerante.
–¿Adónde has ido y qué has encontrado?
La tía de Hugh había salido silenciosamente del compartimento
y volvió unos instantes después con su cena, colocándola ante él.
Hugh se lanzó sobre ella, sin que se le ocurriera ni por un segundo
la idea de darle las gracias. Masticó un buen bocado antes de
responder.
–Arriba. Trepamos casi hasta el nivel sin peso. Un muti
intentó romperme la cabeza.
Su tío lanzó una risita.
–Acabarás encontrando la muerte en esos corredores, chico.
Sería mejor que le prestaras más atención a mi negocio para el día
en que yo muera y te deje el camino libre.
Hugh le miró con expresión algo ceñuda, dispuesto a no
dejarse convencer.
–¿No sientes ninguna curiosidad, tío?
–¿Yo? Oh, también me dediqué a hurgar lo mío cuando era
joven. Seguí todo el corredor principal hasta alcanzar la curva y
luego volví al pueblo. Llegué hasta el Sector Oscuro y lo crucé,
con los mutis pisándome los talones. ¿Ves esta
cicatriz?
Hugh la miró sin demasiada atención. La había visto ya muchas
veces con anterioridad y había oído repetir la historia hasta el
aburrimiento. Una vez di la vuelta a toda la nave… ¡bah! El quería
ir a todas partes, verlo todo y descubrir el porqué de las cosas.
Por ejemplo. esos niveles superiores…: si los hombres no debían
surgir hasta tal altura, ¿por qué los había creado
Jordan?
Pero se guardó para si mismo tales reflexiones y siguió
comiendo. Su tío cambió de tema.
–Tengo la oportunidad de visitar al Testigo. John Black
afirma que le debo tres cerdos. ¿Quieres venir
conmigo?
–Bueno… no, supongo que no… Espera… creo que
iré.
–Entonces, date prisa.
Se detuvieron antes en los cuarteles de los cadetes, pues
Hugh había pretextado algo urgente qué hacer ahí. El Testigo vivía
en un pequeño compartimento maloliente situado justo enfrente de la
Sala Común, partiendo de los cuarteles, un lugar que era fácilmente
accesible a cualquiera que necesitara sus talentos. Le encontraron
sentado en el umbral, hurgándose los dientes con la uña. Su
aprendiz, un adolescente con la cara llena de granos y la absorta
expresión de quien no ve demasiado bien, estaba acuclillado junto a
él.
–Buena comida -dijo el tío de Hugh.
–Buena comida, Edard Hoyland. ¿Vienes por negocios o para
hacerle compañía a un viejo?
–Las dos cosas -replicó diplomáticamente el tío de Hugh,
explicando luego qué le traía.
–¿Eso? – dijo el Testigo-. Bueno… el contrato es lo bastante
claro:
John el negro diez fanegas entregó,
Y dos lechones de pago esperó;
Ed su cerda trajo para criar;
Y John cobrará cuando crezca el par.
–¿Qué tamaño tienen ahora los cerdos, Edard
Hoyland?
–Son bastante grandes ya -admitió el tío de Hugh-, pero Black
pide tres en vez de dos.
–Dile que se remoje un poco la cabeza. «El Testigo ha
hablado.»
Y se rió con un agudo hilillo de voz.
Los dos estuvieron charlando durante unos minutos, con Edard
Hoyland hurgando entre sus experiencias más recientes para
satisfacer el insaciable apetito que el anciano sentía hacia los
detalles. Hugh guardó un educado silencio mientras sus mayores
hablaban. Pero cuando su tío se dispuso a irse, abrió la
boca.
–Me quedaré un rato más, tío.
–¿Eh? Como quieras. Que aproveche, Testigo.
–Que aproveche, Edard Hoyland.
–Te he traído un regalo, Testigo -dijo Hugh cuando su tío
estuvo ya lo bastante lejos como para no oírles.
–Deja que lo vea.
Hugh le entregó el paquete de tabaco que había cogido de su
armario personal en los cuarteles. El Testigo lo aceptó sin decir
palabra y luego se lo arrojó a su aprendiz, que se encargó de
guardarlo.
–Entra -le invitó el Testigo, volviéndose luego hacia su
aprendiz-. Eh, tú, tráele una silla al cadete. Bien, muchacho
-añadió. una vez que estuvieron sentados-, cuéntame en que te has
venido ocupando últimamente.
Hugh se lo contó y se vio obligado a repetir con detalle los
incidentes de sus exploraciones más recientes, con el Testigo
quejándose continuamente de su incapacidad para recordar con
exactitud todo lo que veía.
–Los jóvenes ya no tenéis capacidad para eso -acabó
afirmando-No tenéis capacidad. Ni siquiera ese piojo -señaló con la
cabeza hacia su aprendiz-, tiene capacidad para ello, aunque es una
docena de veces mejor que tú. ¿Puedes creer que no consigue
aprenderse ni mil líneas al día y, con todo, espera ocupar mi
puesto cuando me haya ido? Caramba, cuando yo era aprendiz tenía la
costumbre de canturrear en voz baja un millar de líneas sólo para
dormirme… Recipientes agrietados, eso es lo que sois
todos.
Hugh no intentó refutar sus acusaciones y se limitó a esperar
que el viejo continuara hablando, cosa que hizo pasado un
tiempo.
–¿Tenias que hacerme una pregunta, chico?
–En cierto modo, Testigo.
–Bien…, adelante con ella. No hace falta que te muerdas más
la lengua.
–¿Subiste alguna vez todo el trecho hasta donde no hay
peso?
–¿Yo? Claro que no. Era un Testigo y estaba aprendiendo mi
oficio. Tenía ante mi todos los linajes de Testigos por aprender y
no tenía tiempo para diversiones infantiles.
–Tenía la esperanza de que tú podrías decirme lo que
encontraría allí.
–Vaya…, bueno. ése es otro asunto. Nunca he subido ahí pero
poseo los recuerdos de quienes han subido y son muchos más de los
que tu nunca llegarás a conocer. Soy viejo. Conocí al padre de tu
padre y antes de eso conocí a su abuelo. ¿Qué quieres
saber?
–Bueno… -¿Qué deseaba saber? ¿Cómo podía formular en voz alta
la pregunta que no era sino un continuo dolor en su pecho? Aun
así…-. ¿Para qué sirve todo, Testigo? ¿Por qué se encuentran todos
esos niveles sobre nosotros?
–¿Eh? ¿A qué viene eso? En el nombre de Jordan, hijo… soy un
Testigo, no un científico.
–Bueno…, creí que lo sabrías. Lo siento.
–Es que lo sé. Lo que tú quieres son las Líneas del
Principio.
–Ya las he oído.
–Pues óyelas de nuevo. Todas tus respuestas se encuentran
ahí, si posees la sabiduría suficiente para verlas. Escúchame con
atención. No…, ésta es la oportunidad de que mi aprendiz demuestre
lo que sabe. ¡Eh, tú! Las Líneas del Principio…, y cuidado con e!
ritmo.
El aprendiz se mojó los labios con la lengua y
empezó:
–En el principio estaba Jordan, pensando en soledad sus
solitarios pensamientos.
»En el principio estaba la oscuridad, muerta e informe, y el
hombre no era conocido.
»De la soledad surgió un anhelo, del anhelo surgió una
visión.
»Del sueño surgió el plan, del plan surgió la
decisión…
»¡Jordan alzó su mano y la Nave nació!
»Kilómetro tras kilómetro de cómodos compartimentos, tanques
y tanques para el grano dorado.
»Escaleras y pasillos, puertas y armarios. todo creado para
servir a quien todavía no ha nacido.
»Contempló su obra y la encontró agradable, adecuada para una
raza que aún debía nacer.
»Pensó en el hombre y el hombre cobró existencia, empezó a
pensar y buscó la llave de su ser.
»El hombre indómito sería una vergüenza para su Creador, el
hombre sin control arruinaría el Plan divino;
»Y por eso Jordan creó las Reglas, las órdenes que se dan a
cada hombre nacido;
»Uno para cada tarea y uno para cada puesto, sirviendo el
propósito más allá de su voluntad;
»Algunos para hablar y otros para escuchar, y así el orden se
impuso en las filas de la Humanidad.
a la tripulación creó para trabajar en sus puestos, y a los
científicos para guiar su Plan divino.
»Y por encima de todos creó al capitán, haciéndole juez de la
raza del hombre entero.
»¡Así ocurrió todo en la Edad de Oro!
»Perfecto Jordan es, y quienes bajo Él se encuentran en
ninguna de sus obras están completos.
»La envidia, la codicia y el orgullo del espíritu buscan en
sus mentes Cobijo para sus semillas.
»Y hubo uno que les dio refugio… Huff. el maldito, el primero
en pecado!
»Sus malignos consejos sembraron la rebelión, plantando la
duda donde antes no había existido;
»La sangre de los mártires manchó el suelo, el capitán de
Jordan hizo el Viaje.
»La oscuridad engulló…
El anciano le soltó una bofetada al aprendiz, y el dorso de
su mano se estrelló con fuerza en sus labios.
–¡Vuelve a empezar!
–¿Desde el principio?
–¡No! Desde donde has vacilado.
El chico se quedó callado unos instantes, el rostro indeciso,
y luego siguió recitando:
«La oscuridad engulló los senderos de la virtud, reinó el
pecado por toda la Nave…»
La voz del chico siguió recitando monótonamente pareado tras
pareado, en un verso interminable pero no muy detallado, la vieja,
vieja historia del pecado, la rebelión y el tiempo de oscuridad. De
cómo la sabiduría prevaleció al final y los cuerpos de los líderes
rebeldes fueron entregados como alimento al convertidor. De cómo
algunos de los rebeldes escaparon al Viaje y vivieron para
engendrar a los mutis. De cómo fue escogido un nuevo capitán, tras
plegarias y sacrificios.
Hugh se agitó inquieto en su asiento, sus pies rozando el
suelo. Sin duda las respuestas a sus preguntas se encontraban ahí,
dado que ésas eran las Líneas Sagradas, pero le faltaba el ingenio
suficiente para entenderlas. ¿Por qué? ¿Cuál era el fin de todo
eso? ¿No había realmente en la vida nada más que el comer, el
dormir y, finalmente, el largo Viaje? ¿Acaso Jordan pretendía que
él no lo entendiera nunca? Entonces, ¿por qué ese dolor en su
pecho? ¿Por qué ese apetito sin nombre que persistía por muy buena
y abundante que fuera la comida?
Cuando estaba desayunando después de haber dormido, un
ordenanza apareció en la puerta del compartimento de su
tío.
–El científico requiere la presencia de Hugh Hoyland -recitó
rápidamente.
Hugh sabía que el científico en cuestión era el teniente
Nelson, encargado del bienestar físico y espiritual del sector de
la Nave en el cual se hallaba incluido el pueblo natal de Hugh.
Tragó rápidamente los últimos restos de su desayuno y fue
rápidamente tras el mensajero.
–¡El cadete Hoyland!
Así se anunció su llegada. El científico alzó los ojos de su
propio desayuno y dijo:
–Oh, sí. Entra muchacho. Siéntate. ¿Has
comido?
Hugh admitió que ya había comido, pero sus ojos se posaron
con cierto interés en las frutas exóticas que había ante el plato
del científico. Nelson siguió la dirección de su
mirada.
–Prueba alguno de estos higos. Son una mutación nueva…, los
hice traer desde el otro lado. Adelante…, un joven de tu edad
siempre tiene donde guardar un poco más de comida.
Hugh los aceptó sintiéndose algo incómodo. No había comido
nunca en presencia de un científico. Nelson se recostó en su
asiento, limpiándose los dedos en la camisa y, tras arreglarse un
poco la barba. empezó a hablar.
–No te he visto últimamente, hijo mío. Dime en qué te has
estado ocupando. – Antes de que Hugh pudiera contestarle, añadió-:
No, no me lo digas…, yo te lo diré. Para empezar, has estado
haciendo exploraciones, subiendo hacia lo alto sin respetar
demasiado las áreas prohibidas. ¿No es así? – Sus ojos no se
apartaban del rostro del joven. Hugh intentó encontrar alguna
réplica, incapaz de apartar la mirada, pero no se le dio tiempo
para ello-. No te preocupes. Yo lo sé y tú sabes que yo lo sé. No
me encuentro demasiado disgustado. Pero, desde luego, creo que ya
ha llegado el momento de que decidas lo que harás con tu vida.
¿Tienes algún plan?
–Bueno… nada definido, señor.
–¿Qué hay de esa chica, Edris Baxter? ¿Tienes intención de
casarte con ella?
–Yo… eh… no lo sé todavía, señor. Supongo que quiero hacerlo
y creo que su padre está dispuesto a ello. Pero…
–Pero ¿qué?
–Bueno…, quiere que sea aprendiz en su granja. Supongo que es
una buena idea. Su granja y el negocio de mi tío formarían una
buena propiedad.
–Pero ¿no estás seguro?
–Verá…,no lo sé.
–Correcto. No has nacido para eso. Tengo otros planes. Dime,
¿te preguntado alguna vez por qué te enseñé a leer y escribir? Si,
claro que te lo has preguntado. Pero has guardado silencio al
respecto. Eso está bien.
»Ahora, escúchame con atención. Te he observado desde que
eras pequeño. Tienes más imaginación que los demás, y más
curiosidad y más impulsos que ellos. Y eres un líder nato. Eras
distinto, incluso de pequeño. Para empezar, tenías la cabeza
demasiado grande y en tu inspección hubo algunos que votaron por
mandarte de inmediato al convertidor. Pero yo les contuve. Quería
ver cómo crecías.
»La vida de campesino no es para los que son como tú. Vas a
ser un científico. – El anciano se detuvo y observó su rostro. Hugh
estaba muy confuso y no sabía qué decir. Nelson siguió hablando-:
Oh, sí. Sí, de veras. Con alguien de tu temperamento sólo se pueden
hacer dos cosas: o se le convierte en uno de los guardianes o se le
manda al convertidor.
–Señor, ¿pretende decirme que no importa mi opinión al
respecto?
–Si deseas expresarlo de forma tan clara… no, Dejar que los
más brillantes sigan entre las filas de la tripulación es engendrar
la herejía. No podemos consentirlo. Tu excepcional habilidad te ha
hecho destacar entre los demás y ahora debes ser instruido en el
modo correcto de pensar, ser iniciado en los misterios y. de ese
modo, podrás convertirte en una fuerza conservadora en lugar de ser
un foco de subversión y una fuente de problemas.
El ordenanza apareció con una serie de fardos que dejó caer
sobre la cubierta. Hugh los miró y, sin poderse contener,
dijo:
–Pero si son mis cosas!
–Desde luego -reconoció Nelson- Hice que las trajeran. A
partir de ahora dormirás aquí. Luego te veré para dar comienzo a
tus estudios…, a menos que tengas en mente otra cosa,
claro.
–Yo… no, señor. supongo que no. Debo admitir que estoy un
poco confundido. Supongo… supongo que con eso quiere decir que no
desea verme casado, ¿no?
–Oh, eso -respondió Nelson con indiferencia-. Tómala si
quieres…, ahora su padre no podrá protestar. Pero permíteme
advertirte que acabarás cansándote de ella.
Hugh Hoyland devoró los viejos libros que su mentor le
permitía leer y durante muchos, muchos períodos del sueño no sintió
el menor deseo de trepar hacia lo alto o de abandonar tan siquiera
el compartimento de Nelson. Más de una vez tuvo la sensación de
hallarse sobre la pista de un secreto -un secreto que todavía no
había sido definido, ni tan siquiera como pregunta-, pero siempre.
una vez más, acababa tan confundido como antes. Evidentemente,
resultaba más duro conseguir la sabiduría de los científicos de lo
que él había creído.
En una ocasión, mientras estaba luchando con los extrañamente
retorcidos caracteres de los antiguos e intentaba desentrañar su
retórica y sus poco familiares términos, Nelson entró en el pequeño
compartimento que había sido reservado para él y, pasando una mano
paternal sobre su hombro, le preguntó:
–¿Qué tal va, muchacho?
–Bueno, señor, supongo que bastante bien -respondió Hugh
dejando el libro a un lado-. Algunas partes no me resultan muy
claras… a decir verdad. no me resultan nada
claras.
–Era de esperar -le dijo el anciano con voz afable-. Te he
dejado luchar sin ayuda al principio para que pudieras ver las
trampas en que caerá la inteligencia sin cultivar. Muchas de estas
cosas no pueden ser comprendidas sin instrucción. ¿Qué tienes ahí?
– Cogió el libro y lo examinó. Su título era Física actual básica-.
Bien, éste es uno de los textos sagrados más valiosos, pero para
quien no ha sido iniciado es imposible poder utilizarlo
correctamente sin ayuda. Lo primero que debes entender, muchacho.
es que nuestros antepasados, pese a toda su perfección espiritual.
no veían las cosas del modo en que las vemos
nosotros.
»Eran unos románticos incurables en tanto que nosotros somos
unos racionalistas y las verdades que nos transmitieron, aunque
sean ciertas en el sentido estricto de la palabra, se hallaban
frecuentemente revestidas por el ropaje de la alegoría. Por
ejemplo, ¿has llegado ya a la ley de la gravedad?
–He leído algo sobre ella.
–¿Lo has entendido? No, ya veo que no.
–Bueno -dijo Hugh. algo a la defensiva-, no me pareció que
quisiera decir nada. Señor. si me disculpa, pensé que todo era un
montón de tonterías.
–Eso ilustra mi idea. Pensabas en ella siguiendo términos
literarios, como si fueran las leyes que gobiernan los ingenios
eléctricos que puedes hallar en otras partes de ese mismo libro.
«Dos cuerpos se atraen entre sí de forma directa al producto de sus
masas e inversamente al cuadrado de su distancia.» Suena como si
fuera una regla para los más sencillos hechos físicos, ¿verdad? Sin
embargo. no es nada de eso; es la forma poética que los antiguos
tenían para expresar la regla de simpatía que gobierna la emoción
del amor. Los cuerpos a los cuales se refiere son los cuerpos
humanos, la masa es su capacidad para el amor. Los jóvenes poseen
una mayor capacidad de amar que los ancianos; cuando se hallan
juntos, se enamoran y, sin embargo, cuando se ven separados, no
tardan en superar tal emoción. «Ojos que no ven, corazón que no
siente.» Es así de sencillo. Pero tú le estabas buscando algún
profundo significado, claro.
Hugh sonrió.
–Jamás se me había ocurrido enfocarlo de ese modo. Me doy
cuenta de que voy a necesitar mucha ayuda.
–¿Tienes algún otro problema en estos
momentos?
–Bueno, sí, montones de cosas, aunque no creo poder
recordarlas todas ahora mismo… Pero hay una en particular. Decidme,
Padre: ¿se puede considerar que los mutis son
personas?
–Ya veo que has estado escuchando las conversaciones de
quienes no tienen nada mejor que hacer. La respuesta a eso es, al
mismo tiempo, sí y no. Es cierto que los mutis descendieron
originalmente de personas, pero ya no forman parte de la
tripulación… Ahora no se les puede considerar miembros de la raza
humana, pues han faltado a la Ley de Jordan.
»Se trata de un tema muy amplio -siguió diciendo, claramente
animado al tener ocasión de explayarse-. Incluso hay cierta
discusión sobre el significado original de la palabra "muti". Es
seguro que entre sus antepasados se encuentran los amotinados que
lograron escapar a la muerte en la época de la rebelión. Pero
también se halla en su sangre la de muchos mutantes que nacieron
durante la edad oscura. Por supuesto, debes comprender que durante
ese período nuestra sabia regla actual de inspeccionar a cada
recién nacido buscando la marca del pecado, devolviendo al
convertidor a quienes fueran descubiertos como mutaciones, no se
hallaba en vigor. Por esos oscuros pasillos se arrastran criaturas
extrañas y horribles, y hay seres espantosos acechando por los
niveles abandonados.
Hugh pensó en ello durante unos segundos y luego
preguntó:
–¿Por qué las mutaciones siguen apareciendo entre nosotros,
que somos personas?
–Eso es muy sencillo. La semilla del pecado sigue en
nosotros. De vez en cuando vuelve a mostrarse en la carne. Al
destruir esos monstruos ayudamos a limpiar nuestro rebaño y con
ello hacemos aproximarse la culminación del Plan de Jordan: el
final de nuestro Viaje hasta nuestro hogar celestial, la Distante
Centauro.
El entrecejo de Hoyland volvió a fruncirse.
–Esa es otra cosa que no entiendo. Muchos de esos textos
antiguos hablan del Viaje como si fuera un auténtico desplazamiento
un ir hacia algún sitio…, como si la misma Nave no fuera más que
una carretilla. ¿Cómo es posible semejante cosa?
Nelson emitió una risita.
–Ciertamente, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede moverse aquello
que no es sino el telón de fondo contra el cual se mueve todo lo
demás? La respuesta, naturalmente, es muy sencilla. De nuevo has
confundido el lenguaje alegórico con el uso normal que se hace cada
día del lenguaje. Por supuesto que la Nave es sólida e inamovible
en un sentido físico. ¿Cómo puede moverse todo el universo? Pues
sí, se mueve, en un sentido espiritual. Con cada acto justo nos
acercamos al sublime destino del Plan de Jordan.
Hugh asintió.
–Creo que ya lo entiendo.
–Por supuesto. es concebible que Jordan pudiera haber dado
forma al mundo haciéndolo distinto de la Nave, si ello hubiera
convenido a sus propósitos. Cuando el hombre era más joven y más
poético, hubo algunos santos que rivalizaron entre ellos inventando
mundos de fantasía que Jordan podría haber creado. Hubo una escuela
que inventó toda una mitología consistente en un mundo al revés
donde el espacio era infinito y estaba vacío, con excepción de
alfileres luminosos y monstruos mitológicos que no tenían cuerpo.
Lo llamaron el mundo celestial o el cielo, como contraste con la
sólida realidad de la Nave. Jamás parecían cansarse de especular
sobre él, inventándole detalles y haciendo imágenes de cómo ellos
lo concebían. Supongo que lo hacían a la mayor gloria de Jordan y,
¿quién puede decir que Él hallara inaceptables sus ensueños? Pero
en esta era moderna tenemos un trabajo más serio que
hacer.
Hugh no estaba interesado en la astronomía. Incluso una mente
como la suya, que carecía de guía, había sido capaz de notar su
salvaje extravagancia y su intención no literal. Decidió hablar de
problemas que tenían más cerca.
–Dado que los mutis son la semilla del pecado, ¿por qué no
hacemos un esfuerzo para exterminarlos? ¿No sería ése un acto que
aceleraría el Plan?
Nelson pensó durante unos instantes antes de
contestarle.
–Es una buena pregunta y merece una respuesta directa. Dado
que vas a ser científico, necesitarás conocerla. Míralo de esta
forma: hay un límite finito al número de tripulación que la Nave
puede sostener. Si la tripulación aumenta sin límite, llegará un
momento en el cual no habrá buena comida para todos nosotros. ¿No
es acaso mejor la muerte de algunos en escaramuzas con los mutis a
que seamos tantos que debamos matarnos unos a otros por la
comida?
Los designios de Jordan son inescrutables. Hasta los mutis
tienen una parte en su Plan.
Parecía razonable, pero Hugh no estaba
seguro.
Pero cuando fue transferido al servicio activo como
científico juvenil en el manejo de las funciones de la Nave,
descubrió que había otras opiniones. Tal y como era costumbre, tuvo
que pasar un período atendiendo al convertidor. El trabajo no era
pesado: su función principal era comprobar los desperdicios que le
traían los porteadores de cada pueblo, mantener los registros de
sus contribuciones y asegurarse de que ningún metal recuperable era
introducido en la primera etapa de la máquina. Pero ese trabajo le
hizo entrar en contacto con Bill Ertz, el ayudante del jefe de
ingenieros, que no era mucho mayor que él.
Con Ertz discutió lo que había aprendido de Nelson y le
sorprendió mucho su actitud.
–Métete esto en la cabeza, chico -le dijo Ertz-. Éste es un
trabajo práctico para hombres prácticos. Olvida todas esas
tonterías románticas. ¡El Plan de Jordan! Eso está bien para que
los campesinos se estén quietecitos en sus sitios, pero no te dejes
engañar tú también por ello. No hay Plan alguno… aparte de los
planes que hagamos para cuidar de nosotros mismos. La Nave necesita
luz, calor y energía para cocinar y mantener los riegos. La
tripulación no puede encargarse de tales cosas y ello nos convierte
en los jefes de la tripulación.
»En cuanto a esa blanda tolerancia hacia los mutis, ¡ya irás
viendo algunos cambios muy pronto! Ten la boca cerrada y síguenos
en lo que hagamos.
Le impresionó de él que esperara por su parte una lealtad tan
primaria hacia el bloque de jóvenes científicos. Eran una
organización muy sólida dentro de otra organización y la formaban
hombres prácticos y decididos que estaban trabajando para mejorar
las condiciones en toda la Nave, según decían. Era una organización
sólida porque si un aprendiz no veía las cosas igual que ellos no
duraba mucho. O no lograba graduarse y se encontraba sin tardanza
una vez más entre las filas de los campesinos o, cosa más probable,
sufría algún percance y acababa dentro del
convertidor.
Y Hoyland empezó a darse cuenta de que tenían
razón.
Eran realistas. La Nave era la Nave. Eso era un hecho que no
precisaba explicaciones. En cuanto a Jordan… ¿quién le había visto
alguna vez, quién había hablado con él? ¿Qué era ese nebuloso Plan?
El objeto de la vida era vivir. Un hombre nacía, vivía su vida y
luego iba al convertidor. Era así de sencillo, no había ningún
misterio en ello, ningún Viaje sublime y ningún Centauro al que
llegar. Esas historias románticas eran simples residuos de la
infancia racial, antes de que los hombres lograran adquirir la
inteligencia y el valor precisos para mirar los hechos cara a
cara.
Dejó de interesarse por la astronomía y la mística física y
todos los demás montones de mitologías que le habían enseñado a
reverenciar. Seguían divirtiéndole un poco las Líneas del Principio
y todas las viejas historias sobre la Tierra…; de todos modos, ¿qué
Huff era «la tierra»?. pero ahora se daba cuenta de que tales
asuntos sólo podían ser tomados en serio por las criaturas y los
tontos.
Además. había trabajo que hacer. Los jóvenes, en tanto que
mantenían todavía su respeto nominal hacia la autoridad de sus
mayores, tenían sus propios planes, el primero de los cuales era un
exterminio sistemático de los mutis. Después de eso no habían
llegado a clarificar mucho lo que pretendían, pero sí pensaban
hacer un uso total de los recursos de la Nave, incluyendo los
niveles superiores. Los jóvenes eran capaces de llevar adelante sus
planes sin que se hubiera realizado una ruptura abierta con sus
mayores, sencillamente porque los viejos científicos no se
molestaban demasiado en controlar la rutina de la Nave. El capitán
actual se había vuelto tan gordo que rara vez salía de su camarote,
y su ayudante, un joven miembro del bloque, se encargaba de manejar
sus asuntos por él.
Hoyland no vio jamás al jefe de ingenieros salvo durante la
visita que hizo a las estaciones de aterrizaje tripulado durante
una ceremonia puramente religiosa.
El proyecto de acabar con los mutis requería que se hiciera
un reconocimiento de los niveles superiores, si es que iba a
hacerse de forma sistemática. Fue durante una de tales
exploraciones que Hugh Hoyland sufrió nuevamente la emboscada de un
muti.
Éste tuvo más puntería con su honda. Los compañeros de
Hoyland, obligados a retirarse por la diferencia numérica, pensaron
que había muerto.
Joe-Jim Gregory estaba jugando consigo mismo a las damas.
Hubo un tiempo durante el cual jugó a las cartas, pero Joe, la
cabeza de la derecha, empezó a sospechar de Jim, el miembro situado
más a la izquierda del equipo, pensando que hacía trampas.
Discutieron por ello y acabaron olvidándolo, pues al principio de
su carrera común habían aprendido que dos cabezas sostenidas por el
mismo par de hombros no tenían más remedio que hallar un modo de
llevarse bien.
Las damas eran mejores. Los dos podían ver el tablero y
resultaba imposible discutir.
Unos fuertes golpes dados en la puerta metálica del
compartimento interrumpieron la partida. Joe-Jim desenvainó su
cuchillo. dispuesto a lanzarlo sin perder un segundo en caso de
necesidad
–Adelante! – rugió Jim.
La puerta se abrió y quien había llamado entró de espaldas en
el compartimento…, el único modo seguro, como todos sabían. de
entrar en un sitio donde estuviera Joe-Jim. El recién llegado era
de pequeña talla pero muy corpulento: el fláccido cuerpo de un
joven colgaba de su hombro, a un metro veinte del suelo, sostenido
por su mano.
Joe-Jim devolvió el cuchillo a su vaina.
–Bájalo, Bobo -ordenó.
–Y cierra la puerta -añadió Joe-. Bueno. ¿qué tenemos aquí?
El joven daba la impresión de estar muerto, aunque no se le veía
herida alguna. Bobo le dio una palmada en el
muslo.
–¿Lo comemos? – preguntó con voz esperanzada. La saliva
brotaba de sus labios entreabiertos.
–Puede -contemporizó Jim-. ¿Le has matado? Bobo meneó su más
bien pequeña cabeza.
–Bien, Bobo -aprobó Joe-. ¿Dónde le diste?
–Bobo le dio aquí.
El microcéfalo señaló con su grueso pulgar una zona situada
entre el esternón y la tráquea de la figura tendida sobre el
suelo.
–Buen tiro -dijo Joe-. No podríamos haberlo hecho mejor con
un cuchillo.
–Bobo buen tirador -confirmó el enano con el rostro
inexpresivo-. ¿Querer ver?
Y agitó su honda como una invitación.
–Cállate -le dijo Joe, más bien amablemente-. No, no queremos
verlo; queremos hacerle hablar.
–Bobo arreglar -dijo el enano y con sencilla brutalidad, se
dispuso a encargarse de ello.
Joe-Jim le apartó a bofetadas y aplicó luego otros métodos,
dolorosos pero considerablemente más drásticos que los del enano.
El joven dio un respingo y abrió los ojos.
–¿Lo comemos? – repitió Bobo.
–No -dijo Joe.
–¿Cuándo comiste por última vez? – inquirió
Jim.
Bobo meneó la cabeza y se frotó el estómago, indicando con
esa gráfica pantomima que hacía mucho tiempo de ello…, demasiado.
Joe-Jim fue hacia un armario, lo abrió y sacó de él un trozo de
carne, sosteniéndolo en alto. Jim lo olió y Joe apartó el rostro de
él frunciendo la nariz en una mueca de repugnancia. Joe-Jim se lo
arrojó a Bobo y éste, el rostro alegre, lo cogió al
vuelo.
–Ahora, vete – le ordenó Jim.
Bobo salió trotando de la habitación, cerrando la puerta a su
espalda. Joe-Jim le dio la vuelta al cautivo y le empujó con el
pie.
–Habla -dijo Jim -. ¿Quién Huff eres tú?
El joven se estremeció, llevándose la mano a la cabeza; ese
gesto pareció permitirle enfocar de pronto cuanto le rodeaba, se
puso en pie con un esfuerzo, moviéndose torpemente dado el bajo
nivel de gravedad que había en el lugar, y buscó un
cuchillo.
No estaba en su cinturón.
Joe-Jim había desenvainado el suyo y lo tenía en la
mano.
–Sé bueno y no recibirás daño alguno. ¿Cómo te
llaman?
El joven se mojó los labios y sus ojos recorrieron velozmente
la habitación.
–Habla -dijo Joe.
–¿Por qué molestarse con él? – preguntó Jim-. Yo opino que
sólo sirve para carne. Será mejor que llamemos otra vez a
Bobo.
–No hay prisa -respondió Joe-. Quiero hablar con él. ¿Cuál es
tu nombre?
El prisionero miró nuevamente el cuchillo y
murmuro:
–Hugh Hoyland.
–Eso no dice gran cosa -comentó Jim-. ¿A qué te dedicas? ¿De
qué pueblo vienes? ¿Y qué estabas haciendo en la zona de los
mutis?
Pero esta vez Hoyland guardó silencio. Ni tan siquiera el
pinchazo del cuchillo en sus costillas tuvo otro efecto que hacerle
morderse los labios.
–Vamos -dijo Joe-, no es más que un campesino idiota.
Dejémoslo correr.
–¿Acabamos con él?
–No. Ahora no. Encerrémosle.
Joe-Jim abrió la puerta de un pequeño compartimento adosado
al principal e hizo entrar a Hugh dentro de él empujándole con el
cuchillo. Luego cerró la puerta, pasó el pestillo y volvió a su
partida.
–Te toca jugar. Jim.
El compartimento en el cual estaba encerrado Hugh se
encontraba a oscuras. Su sentido del tacto no tardó en convencerle
de que el pulido acero de las paredes no presentaba ninguna ranura
aparte de la sólida puerta asegurada con el pestillo. Acabó
tendiéndose sobre la cubierta y empezó a pensar, aunque no sacara
gran cosa de ello.
Tuvo mucho tiempo para pensar, y para quedarse dormido y
despertar más de una vez. Y tuvo tiempo para que le entrara mucha
hambre y mucha, mucha sed.
Cuando Joe-Jim volvieron a sentirse lo bastante interesados
en su prisionero como para abrir la puerta de la celda, Hoyland no
se encontraba a la vista. Había planeado muchas veces lo que haría
cuando se abriera la puerta y llegara su oportunidad, pero cuando
esto ocurrió se encontraba demasiado débil. casi en estado
comatoso. Joe-Jim le sacó a rastras.
El movimiento le espabiló un poco, lo suficiente como para
entender parcialmente lo ocurrido. Logró sentarse y miró a su
alrededor.
–¿Listo para hablar? – preguntó Jim.
Hoyland abrió la boca, pero ninguna palabra salió de
ella.
–¿No te das cuenta de que está demasiado seco para hablar? –
le indicó Joe a su gemelo. Luego, mirando a Hugh, añadió-:
¿Hablarás si te damos un poco de agua?
Hoyland pareció sorprendido y luego asintió
vigorosamente.
Joe-Jim volvió un instante después llevando una jarra con
agua. Hugh bebió con codicia, se detuvo y pareció a punto de sufrir
un desmayo.
Joe-Jim le quitó la jarra.
–Es suficiente por ahora -dijo Joe-. Háblanos de
ti.
Hugh lo hizo. Con todo detalle y con abundancia de preguntas
a las que responder de vez en cuando.
Hugh aceptó lo que de facto era un estado de esclavitud sin
oponer especial resistencia y sin grandes trastornos anímicos. La
palabra «esclavo» no se hallaba en su vocabulario, pero el estado
resultaba muy corriente en el mundo que había conocido toda su
vida. Siempre existían los que daban las órdenes y los que las
ejecutaban: no podía imaginar otro estado y ningún otro tipo de
organización social. Era algo natural.
Aunque, naturalmente, pensaba en la huida.
Ya sólo pensaba en ella. Joe-Jim adivinó sus pensamientos y
le habló claramente del asunto.
–Que no se te ocurran ideas raras, jovencito -le dijo Joe-.
Sin un cuchillo sólo lograrías recorrer tres niveles de distancia
en esta parte de la Nave. Si lograras robarme un cuchillo seguirías
siendo incapaz de llegar a donde el peso es alto. Además, está
Bobo.
Hugh esperó un momento, y luego dijo:
–¿Bobo?
Jim sonrió y se lo explicó:
–Le dijimos a Bobo que podía quedarse contigo para lo que le
diera la gana si alguna vez asomabas la cabeza por la puerta de
nuestro compartimento sin nosotros. Ahora duerme pegado a la puerta
y se pasa casi todo el resto del tiempo ahí.
–Era lo justo -añadió Joe-. Sufrió una gran decepción cuando
decidimos conservarte.
–Oye -sugirió Jim, volviendo la cabeza hacia su hermano-,
¿qué te parece si nos divertimos un poco? – Se volvió nuevamente
hacia Hugh-. ¿Sabes lanzar el cuchillo?
–Por supuesto -respondió Hugh.
–Veámoslo. Toma -Joe-Jim le entregó su propio cuchillo. Hugh
lo aceptó, haciéndolo saltar en su mano para comprobar lo
equilibrado que estaba-. Prueba con mi blanco.
Joe-Jim tenía un blanco de plástico situado al otro extremo
de la habitación, justo delante de su silla favorita, sobre el cual
practicaba sus habilidades. Hugh clavó los ojos en él y, con un
gesto del brazo demasiado rápido para seguirlo, lo hizo volar.
Utilizó el golpe más práctico: pulgar sobre la hoja y los demás
dedos juntos.
El cuchillo quedó temblando en el blanco. perfectamente
centrado en la maltrecha zona que indicaba los mejores esfuerzos de
Joe-Jim.
–¡Buen chico! – aprobó Joe-. ¿Qué tienes en la cabeza,
Jim?
–Démosle el cuchillo y veamos hasta donde
llega.
–No-dijo Joe-, no estoy de acuerdo.
–¿Por qué no'?
–Si gana Bobo, nos quedamos sin un criado. Si gana Hugh, le
perdemos a él y a Bobo. Es un desperdicio.
–Oh, bueno si insistes.
–Insisto. Hugh, trae el cuchillo.
Hugh así lo hizo. No se le ocurrió emplearlo contra Joe-Jim.
El amo era el amo. Que el sirviente atacara al amo no sólo
resultaba moralmente repugnante: era una idea tan loca que ni se le
podía llegar a ocurrir.
Hugh había esperado que Joe-Jim quedaría impresionado por su
instrucción de científico. No fue así. Joe-Jim, especialmente Jim,
amaba discutir. En muy poco tiempo exprimieron todo el conocimiento
de Hugh y, figurativamente hablando, lo arrojaron a un lado.
Hoyland se sintió humillado. Después de todo, ¿acaso no era un
científico? ¿Acaso no era capaz de leer y
escribir?
–Cállate -le ordenó Jim-. Leer es algo muy sencillo. Yo podía
leer antes de que naciera tu padre. ¿Te crees que eres el primer
científico que me ha servido? Científicos… ¡bah! ¡Una pandilla de
ignorantes!
En un intento de afirmar nuevamente su autoestima
intelectual, Hugh les expuso las teorías de los científicos más
jóvenes: el realismo estricto y duro que rechazaba toda
interpretación religiosa y tomaba a la Nave por lo que era. Esperó
confiadamente que Joe-Jim aprobara tal punto de vista: parecía
encajar muy bien con sus temperamentos.
Se le rieron a la cara.
–Sinceramente -insistió Jim cuando hubo logrado dejar de
resoplar-, ¿es que todos los jóvenes sois así de idiotas? Vaya si
sois peores que los viejos.
–Pero acabas de explicar que todas nuestras ideas religiosas
son un montón de tonterías -protestó Hugh con voz dolida-. Eso es
justo lo que piensan mis amigos. Quieren desprenderse de todas esas
viejas estupideces.
Joe se dispuso a decir algo, pero Jim se le
adelantó.
–¿Por qué molestarse con él, Joe? No hay esperanza, es un
caso sin remedio.
–No, no lo es. Esto me gusta… Es el primero de todos aquellos
con quienes he hablado desde ya no sé cuanto tiempo que tiene
alguna oportunidad de ver la verdad. Veamos… quiero saber si tiene
una cabeza sobre los hombros o si eso es solamente un sitio de
donde colgar las orejas.
–De acuerdo -accedió Jim-. pero no hagáis mucho ruido. Quiero
echar una siesta.
La cabeza de la izquierda cerró los ojos y muy pronto estuvo
roncando. Joe y Hugh continuaron su discusión en un
murmullo.
–El problema con vosotros, los jóvenes -dijo Joe-, es que si
no lográis entender inmediatamente algo, pensáis que no puede ser
cierto. El problema con vuestros viejos es que cualquier cosa de
las que no comprendieron la reinterpretaron para que tuviera algún
otro significado y entonces creyeron haberla entendido. Ninguno de
vosotros ha intentado creer en el claro sentido de esas palabras
tal y como fueron escritas, comprendiéndolas luego sobre esta base.
Oh, no, todos sois demasiado condenadamente listos para eso…; sí no
lo ves claro en seguida, es que no es cierto, y debe significar
algo totalmente distinto.
–¿Qué pretendes decir? – le preguntó Hugh con
suspicacia.
–Bueno, por ejemplo fíjate en el Viaje. ¿Qué quiere decir
para ti?
–Bueno…, para mí no quiere decir nada. Es sólo una estupidez
para impresionar a los campesinos.
–¿Y cuál es su significado comúnmente
aceptado?
–Bueno… es donde vas cuando mueres…, o mejor dicho. lo que
haces entonces. Haces el Viaje a Centauro.
–¿Y qué es Centauro?
–Es… cuidado, lo único que hago es citarte las respuestas
ortodoxas; realmente no creo en nada de esto…, es el sitio donde
llegas cuando has hecho el Viaje, un lugar donde todo el mundo es
feliz y siempre hay mucha comida buena.
Joe lanzó un bufido. Jim interrumpió durante un segundo su
rítmico ronquido, abrió un ojo y volvió a dormirse con un pequeño
gruñido.
–Eso es justo lo que pretendía decirte -siguió hablando Joe,
ahora todavía más bajo que antes-. No utilizas tu cabeza. ¿Se te ha
ocurrido alguna vez que el Viaje es, sencillamente, eso que dicen
los viejos libros… que la Nave y toda la tripulación están
realmente yendo a cierto sitio, que se mueven?
Hoyland pensó en ello.
–No pretenderás que me lo tome en serio. Físicamente, es
imposible. La Nave no puede ir a ningún Sitio. Ya está en todas
partes. Podemos viajar a través de ella, pero el Viaje…, eso debe
tener un significado espiritual, si es que tiene algún
significado.
Joe invocó a Jordan para que le diera
fuerzas.
–Ahora, escúchame -dijo-, y métete eso en tu dura cabezota.
Imagina un sitio mucho más grande que la Nave, mucho más grande
todavía, con la Nave dentro de ese sitio… moviéndose. ¿Lo
captas?
Hugh lo intentó. Lo intentó, esforzándose mucho. Acabó
meneando la cabeza.
–No tiene sentido -dijo-. No puede haber nada más grande que
la Nave. No habría ningún lugar en el que pudiera
existir.
–¡Oh, por todos los Huff! Escucha… fuera de la Nave,
¿entiendes? Siguiendo en todas las direcciones posibles. Ahí fuera
está el vacío, ¿me comprendes?
–Pero después del nivel más inferior no hay nada. Por eso es
el nivel inferior.
–Mira… Si coges un cuchillo y empiezas a perforar el suelo
del último nivel, ¿adónde te llevaría eso?
–Pero es que no puedes hacerlo. Es demasiado
duro.
–Pero supón que sí puedes y que haces un agujero. ¿Adónde
llevaría ese agujero? Imagínalo.
Hugh cerró los ojos e intentó imaginarse que estaba haciendo
un agujero en el último nivel. Cavando… como si fuera blando…,
blando como el queso.
Empezó a parecerle que veía una tenue y nebulosa posibilidad,
una posibilidad que era muy inquietante y que hizo vacilar su
mente. Estaba cayendo, cayendo por un agujero que él mismo había
abierto sin ningún nivel debajo. Abrió los ojos muy
rápidamente.
–Es horrible! – exclamó-. No pienso creerlo.
Joe-Jim se puso en pie.
–Haré que lo creas -dijo con el rostro muy serio-, aunque
para ello necesite romperte el cuello. – Fue hacia la puerta y la
abrió-. ¡Bobo! – gritó-. ¡Bobo!
La cabeza de Jim se irguió bruscamente.
–¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?
–Vamos a llevar a Hugh hasta donde no hay
peso.
–¿Para qué?
–Para meter algo de sentido común en su estúpida
cabeza.
–Ya lo haremos en otra ocasión.
–No, quiero hacerlo ahora.
–Está bien, está bien. No hace falta que tiembles así. De
todas formas ahora ya estoy despierto.
Joe-Jim Gregory era casi tan único en sus capacidades
mentales como en su constitución física. Fueran cuales fuesen las
circunstancias su personalidad habría acabado dominando a los demás
y entre los mutis era inevitable que les diera órdenes, que se
convirtiera en su jefe y viviera de los servicios que le prestaban.
Si hubiera tenido la suficiente decisión, es posible que hubiera
podido organizar a los mutis para que lucharan y vencieran
fácilmente a la tripulación.
Pero le faltaba impulso para ello. Por el temperamento era un
intelectual, un observador pasivo. Le interesaba el «cómo» y el
«porqué». pero su voluntad de actuar se satisfacía con el logro de
las comodidades básicas.
Si hubiera nacido entre la tripulación bajo la forma normal
de dos gemelos, es probable que hubiera acabado orientándose hacia
la conversión en científico, siendo ésa la respuesta más sencilla y
satisfactoria al problema de cómo vivir y, de ese modo, se habría
distraído apaciblemente con la conversación y las tareas
administrativas. Dada su situación, le faltaba compañía intelectual
y había pasado tres generaciones enteras de la Nave leyendo una y
otra vez los libros que robaban para él sus
sicarios.
Las dos mitades de su personalidad dual habían discutido y
argumentado sobre sus lecturas y, casi inevitablemente, habían
llegado a una teoría bastante coherente de la historia y el mundo
físico… exceptuando uno sólo de sus aspectos, pues el concepto de
ficción les era totalmente ajeno: trataban a las novelas que habían
sido entregadas a la expedición Jordan del mismo modo que a los
textos científicos y libros de referencia.
Esto acabó por llevarles a una gran diferencia de opiniones.
Jim consideraba que Alan Quatermain era el hombre más grande que
hubiera existido jamás; en tanto que Joe se inclinaba por John
Henry.
A los dos les volvía locos la poesía: podían recitar página
tras página de Kipling y Rhysling, «el ciego cantor de los caminos
espaciales», les gustaba casi tanto como él.
Bobo apareció en el umbral. Joe-Jim señaló con el pulgar
hacia Hugh.
–Mira bien -dijo Joe- va a salir.
–¿Ahora? – preguntó Bobo con cara de felicidad y una sonrisa
babeante.
–¡Tú y tu estómago! – replicó Joe, dándole a Bobo en la
cabeza con los nudillos-. No, no vas a comerle. Tú y él… hermanos
de sangre. ¿Entiendes?
–¿No lo como?
–No. Lucha por él. Él luchará por ti.
–Vale. – El microcefálico se encogió de hombros, aceptando lo
inevitable-. Hermanos de sangre. Bobo lo sabe.
–Está bien. Ahora vamos al lugar-donde-todo-el-mundo-vuela Tú
irás delante y te encargarás de explorar.
Fueron trepando en fila india, con el enano apresurándose
ante ellos para localizar cualquier posible problema, Hoyland
siguiéndole y Joe-Jim cerrando la marcha, Joe mirando hacia
adelante y Jim vigilando la retaguardia, la cabeza mirando por
encima del hombro.
Subieron y subieron, dejando atrás de forma casi
imperceptible su peso a cada cubierta que rebasaban. Acabaron
emergiendo en un nivel más allá del cual no se podía avanzar y sin
tener ninguna abertura delante de ellos. La cubierta se curvaba
suavemente, sugiriendo que la auténtica forma del espacio era la de
un cilindro gigante, pero en lo alto se veía una estructura
metálica que tenía la misma curva, impidiendo descubrir si la
cubierta se curvaba realmente o no sobre sí misma.
No había mamparas sino grandes compuertas, tan enormes y
sólidas que daban la impresión de ser excesivamente resistentes,
dividiendo a intervalos iguales el techo metálico y la
cubierta.
El peso era aquí casi imperceptible. Si se permanecía quieto
en el sitio, el indetectable residuo de éste hacía que el cuerpo
acabara bajando suavemente hacia el «suelo», pero «arriba» y
«abajo» eran términos que apenas si tenían significado en este
lugar. A Hugh no le gustó y le entraron ganas de tragar saliva
convulsivamente, pero Bobo parecía encantado, como si el lugar no
le resultara nada raro. Se movía por el aire como un feo pez,
impulsándose en las compuertas, en el suelo metálico o en la
estructura del techo según le viniera mejor.
Joe-Jim empezó a moverse en paralelo al eje común de los
cilindros interno y externo, siguiendo el pasaje formado por la
ordenada sucesión de las compuertas. Había barandillas dispuestas a
lo largo del pasaje y empezó a seguir una, igual que la araña por
su tela. Avanzaba a una velocidad bastante considerable, que a Hugh
le costó mantener. Con el tiempo fue cogiendo el truco de
impulsarse sin esfuerzo, deslizándose grácilmente contra la leve
resistencia del aire y rozando de vez en cuando el suelo con los
pies o con una mano. Pero estaba demasiado concentrado en ello como
para saber cuánto habían recorrido antes de parar. Le pareció que
debían ser kilómetros, pero no podía saberlo con
certeza.
Cuando se detuvieron fue porque el pasaje había terminado.
Una sólida mampara que continuaba a derecha e izquierda les impedía
seguir. Joe-Jim fue hacia la derecha, buscando
algo.
Acabó encontrando lo que buscaba: una puerta cerrada,
aproximadamente tan alta como un hombre y cuya presencia sólo podía
distinguirse por la grieta que indicaba su relieve y un dibujo de
curvas geométricas en la superficie. Joe-Jim lo estudió y se rascó
la cabeza de la derecha. Las dos cabezas se hablaron en susurros.
Joe-Jim alzó su mano con cierta torpeza.
–¡No, no! – dijo Jim.
Joe-Jim se detuvo a mitad del gesto.
–Entonces. ¿cómo es? – le replicó Joe.
Hablaron nuevamente en susurros. Joe asintió y Joe-Jim alzó
otra vez su mano.
Fue siguiendo el dibujo de la puerta sin tocarlo, sosteniendo
su índice en el aire, a unos diez centímetros de la superficie. El
orden por el cual su dedo iba siguiendo las líneas del dibujo
parecía sencillo pero, desde luego, no era nada obvio a primera
vista.
Cuando hubo terminado apoyó la palma de su mano en la mampara
contigua y, dándose un empujón, se apartó de la puerta y
esperó.
Un instante después se oyó un leve y casi imperceptible
susurro: la puerta se movió, abriéndose hacia él unos quince
centímetros y se detuvo. Joe-Jim puso cara de sorpresa. Metió las
manos cautelosamente por la rendija y tiró de la puerta. No ocurrió
nada.
–Ábrela -le dijo a Bobo.
Bobo examinó la situación, frunciendo el ceño de tal forma
que la arruga de su frente casi llegaba hasta la coronilla. Después
apoyó los pies en la mampara. manteniéndose inmóvil gracias a tener
cogida la puerta con una mano. Luego puso la otra mano en el borde
de la puerta, colocó bien los pies, arqueó el cuerpo y empezó a
tirar.
Contuvo el aliento, el pecho tenso, la espalda arqueada. todo
su cuerpo cubriéndose de sudor a causa del esfuerzo. Los grandes
tendones de su cuello se abultaron convirtiendo su cabeza en una
pirámide deforme. Hugh oyó crujir las articulaciones del enano. No
resultaba muy difícil creer que fuera capaz de matarse en el
intento, siendo demasiado estúpido para rendirse.
Pero la puerta cedió de repente emitiendo un quejido
metálico. Al abrirse escapó de las manos de Bobo y la tensión de
sus piernas, inesperadamente liberada, le hizo salir volando de la
mampara y le mandó a lo largo del pasaje, tratando de buscar algo a
lo que agarrarse. Pero un instante después ya estaba de vuelta,
navegando torpemente por el aire y dándose masajes en una
pantorrilla que se había golpeado.
Joe-Jim entró el primero, con Hugh siguiéndole de
cerca.
–¿En qué lugar estamos? – preguntó Hugh.
Su curiosidad había vencido por una vez a sus costumbres de
sirviente.
–En la sala principal de controles -dijo
Joe.
¡La sala principal de controles! El lugar más sagrado y lleno
de tabúes que había en toda la Nave, el lugar cuya situación exacta
se había convertido en un misterio olvidado. En el credo de los
jóvenes era algo que no existía. Los científicos de más edad
variaban de actitud entre la aceptación fundamentalista de su
existencia y el considerarlo una creencia mística. Aunque Hugh se
tenía por un hombre muy instruido. bastaba el sonido de esas
palabras para asustarle. ¡La sala de controles! Caramba, si algunos
decían que el espíritu del mismo Jordan vivía ahí.
Se detuvo.
Joe-Jim se detuvo también y Joe se volvió a
mirarle.
–Vamos -le dijo-. ¿Qué ocurre'?
–Esto… eh… yo…
–Habla.
–Pero… este lugar está encantado…, éste es el Sitio donde
Jordan…
–¡Oh, por el amor de Jordan! – protestó Joe, pronunciando las
palabras con lenta exasperación-. Pensé haberte oído decir que los
jóvenes idiotas como tú no creíais en Jordan.
–Sí, pero… pero éste es…
–Cállate. Ven o haré que Bobo te traiga a
rastras.
Se dio la vuelta y Hugh le siguió, a regañadientes, como el
hombre que sube al cadalso.
Avanzaron por un pasaje que tenía la anchura justa para que
pudieran agarrarse a las dos barandillas simultáneamente. El pasaje
se curvaba formando un amplio ángulo de casi noventa grados y luego
desembocaba en la sala de control propiamente dicha. Hugh miró más
allá de los anchos hombros de Joe-Jim, temeroso. pero lleno de
curiosidad.
Contempló una gran habitación bien iluminada que tendría unos
ciento ochenta metros de ancho. Era de forma esférica y recordaba
el interior de un gran globo. La superficie del globo carecía de
rasgos distintivos y parecía estar hecha de plata o de escarcha. En
el centro geométrico de la esfera Hugh vio un grupo de aparatos que
tendría unos cuatro metros y medio de envergadura. El conjunto
resultó completamente ininteligible a sus ojos, faltos de toda
experiencia en ese tipo de objetos: le habría resultado imposible
describirlo, pero se dio cuenta de que flotaba por encima de la
cubierta, inmóvil y sin ningún sostén aparente.
Desde el final del pasaje hasta el conjunto de aparatos
situado en el Centro del globo había un tubo hecho de un enrejado
metálico que tenía la misma anchura que el pasaje. Era el único
modo de salir de éste. Joe-Jim se volvió hacia Bobo y le ordenó que
se quedara en el pasaje, entrando luego en el
tubo.
Se fue arrastrando por su interior, usando los barrotes del
tubo como si fueran los peldaños de una escalera. Hugh le siguió y
acabaron apareciendo en el conjunto de aparatos que ocupaba el
centro de la esfera. Visto de cerca, el equipo de la estación de
control revelaba poseer detalles individuales, pero seguía
resultándole incomprensible. Sus ojos se apartaron de él para mirar
la superficie interior del globo que les rodeaba.
Eso fue un error. La superficie del globo, estando hecha de
una sustancia plateada totalmente lisa, no poseía ningún rasgo que
pudiera otorgarle perspectiva. Podría haberse encontrado a noventa
metros de distancia. a novecientos o a muchos kilómetros. Hugh
jamás había tenido la experiencia de una altura superior a la que
separaba dos cubiertas, ni la de un espacio abierto superior al
compartimento comunal del pueblo. El pánico le dominó y estuvo a
punto de enloquecer. tanto más porque ignoraba qué le causaba tanto
temor. Pero el fantasma de sus largamente olvidados antepasados
selváticos le dominó un instante después y le heló el vientre con
el temor básico y primitivo de la caída.
Se agarró a los controles, a Joe-Jim, a lo que
fuera.
Joe-Jim le abofeteó duramente en los labios con el dorso de
la mano.
–¿Qué te ocurre? – gruñó Jim.
–No lo sé-consiguió responder Hugh -. No lo sé. pero no me
gusta este lugar. ¡Salgamos de aquí.
Jim miró a Joe arqueando las cejas, con expresión disgustada,
y dijo:
–Tanto daría que nos fuéramos. Este mocoso llorón jamás
comprenderá nada de lo que le cuentas.
–Oh, ya se le pasará -replicó Joe, sin hacer demasiado caso
del problema-. Hugh, sube a uno de esos asientos… a ése de
ahí.
Mientras tanto los ojos de Hugh se habían vuelto hacia el
tubo por el cual habían llegado al centro de control y lo habían
seguido en todo su trayecto hasta la puerta del pasaje. De repente
la esfera pareció encogerse y todo adquirió un enfoque adecuado,
quedando atrás lo peor de su pánico. Obedeció la orden todavía
temblando, pero ya era capaz de ejecutarla.
El centro de control consistía en una estructura sólida que
albergaba asientos para los cuerpos de quienes trabajaran en él,
así como instrumentos y paneles de información, montados de tal
forma que se encontraban casi en el regazo de quienes los
controlaban siendo fácilmente observables, pero sin obstruir la
visibilidad. Los asientos tenían brazos situados a cierta altura y
en esos brazos se hallaban los controles que necesitaría el oficial
al mando del turno de guardia…, pero Hugh aun no se había dado
cuenta de ello.
Se deslizó bajo el panel de instrumentos ocupando cl asiento
designado y se acomodó en él, alegrándose de la seguridad que le
proporcionaba. El asiento le dejaba en una posición semi horizontal
con los pies apoyados y otro soporte para la
cabeza.
Pero algo estaba ocurriendo ahora en el panel que había ante
Joe-Jim: Hugh lo distinguió por el rabillo del ojo y se volvió a
mirar En lo alto del tablero brillaban unas letras rojas SEGUNDO
ASTROGADOR EN SU PUESTO. ¿Qué era un segundo astrogador? No lo
sabía. Entonces se dio cuenta de que en lo alto de su propio
tablero una etiqueta decía SEGUNDO ASTROGADOR y concluyó que debía
ser él mismo o, mejor dicho, el hombre que debería estar ocupando
este asiento. Sintió una momentánea inquietud ante la idea de que
el auténtico segundo astrogador pudiera entrar para hallarle
usurpando su puesto, pero logró apartarla de su mente: eso parecía
bastante improbable
Pero, de todas formas, ¿qué era un segundo
astrogador?
Las letras se esfumaron del tablero de Joe-Jim y en la parte
izquierda se encendió un punto rojo. Joe-Jim hizo algo con su mano
derecha y el tablero informó: ACELERACIÓN CERO y luego MOTORES
PRINCIPALES. Las dos últimas palabras se encendieron y apagaron
varias veces y luego fueron sustituidas por SIN INFORMACIÓN. Estas
palabras se desvanecieron y un punto de brillante color verde
apareció en la derecha del tablero.
–Prepárate -dijo Joe, mirando a Hugh-, vamos a quedarnos sin
luz.
–No pensarás apagar la luz. ¿verdad? – protestó
Hugh
–No lo haré yo…, lo harás tú. Mira hacía tu izquierda. ¿Ves
esas lucecitas blancas?
Hugh hizo lo que le indicaba y en el brazo del asiento
encontró ocho lucecitas circulares dispuestas en dos cuadrados, uno
encima del otro.
–Cada una controla la luz de un cuadrante -le explicó Joe-
Cúbrelas con tu mano para apagar la luz. Adelante…,
hazlo.
A regañadientes, pero fascinado Hugh hizo lo que le había
explicado. Colocó la palma de su mano sobre las lucecitas y espero.
La esfera plateada se convirtió en plomo oscuro y luego se fue
haciendo aun más negra hasta dejarles en total oscuridad con
excepción del brillo silencioso que emitían los paneles de
instrumentos. Hugh estaba nervioso pero al mismo tiempo, muy
excitado. Quito su mano y la esfera siguió a oscuras: las ocho
lucecitas se habían vuelto azules.
–Y ahora -dijo Joe- ¡voy a enseñarte las
estrellas!
En la oscuridad, la mano derecha de Joe-Jim se deslizó sobre
otro dibujo de ocho luces.
La creación.
Fielmente reproducida, brillando con tranquila y quieta
potencia en las paredes del estelario igual que lo hacían sus
originales en los negros abismos del espacio, los reflejos de las
estrellas parecieron mirarle desde lo alto. Soles incontables
yacían delante de él, por encima, por debajo, a su espalda, en
todas las direcciones posibles teniéndole a él como centro, joyas
luminosas esparcidas como un tesoro ilimitado que alguien hubiera
olvidado en el cielo de la simulación. Hugh estaba solo en el
centro del universo estelar.
–¡Oooooh!
El sonido se le escapó involuntariamente al tragar aire.
Agarró los brazos de su asiento con tal fuerza que las uñas se le
rompieron, pero no se dio cuenta de ello. En ese instante tampoco
tenía miedo: no había en su interior espacio suficiente para tal
emoción. La vida dentro de la Nave, con su rutinaria alternancia de
lo duro y lo cotidiano, no había ejercitado su capacidad innata de
experimentar la belleza, y ahora, por primera vez en su vida,
conocía el intolerable éxtasis de la pura belleza. Hugh tembló y
sintió un agudo dolor, semejante a la primera sacudida que produce
la intensidad del deseo sexual.
Pasó cierto tiempo antes de que Hugh pudiera recuperarse lo
bastante de su sorpresa y de su posterior absorción en el
espectáculo, y fuera capaz de percibir la risa sardónica de Jim y
la algo más seca y estridente de Joe.
–¿Has tenido bastante? – preguntó Joe.
Sin esperar a que contestara, Joe-Jim volvió a encender las
luces, utilizando los controles duplicados que había en el brazo
izquierdo de su asiento.
Hugh lanzó un suspiro. Le dolía el pecho y su corazón latía
desbocado. De pronto se dio cuenta de que había estado conteniendo
el aliento desde que se apagaron las luces.
–Bien, chico listo -preguntó Jim-, ¿ya estás
convencido?
Hugh suspiró de nuevo, sin saber muy bien por qué. Con las
luces de vuelta se encontraba nuevamente cómodo y a salvo, pero le
dominaba la sensación de haber sufrido una profunda pérdida
personal. Sabía de forma inconsciente que habiendo visto las
estrellas nunca más volvería a ser feliz. El sordo dolor de su
corazón y el vago anhelo inarticulado de la herencia, que había
perdido con el cielo y las estrellas, nunca podría ser acallado,
aunque fuera demasiado ignorante como para comprender todo ello con
su mente racional.
–¿Qué era eso? – preguntó con un hilo de
voz.
–Eso es lo que hay -respondió Joe-. Es el mundo. El universo.
Eso es lo que he intentado explicarte todo el
tiempo.
Hugh intentó con todas sus fuerzas hacer que su poco
experimentado cerebro le entendiera.
–¿A eso te referías cuando hablabas del Exterior? –
preguntó-. ¿Todas esas luces tan pequeñas y
hermosas?
–Claro -dijo Joe-, sólo que no son pequeñas. Verás, se
encuentran muy lejos…, puede que a miles de
kilómetros.
–¿Cómo?
–Sí, sí -le aseguró Joe-. Ahí fuera hay montones de espacio.
Es el vacío. Es grande. Vaya, puede que algunas de esas estrellas
sean tan grandes como la Nave…, puede que mayores.
El rostro de Hugh, reflejando los esfuerzos a que sometía
ahora a su imaginación. era digno de lástima.
–¿Mayores que la Nave? – repitió-. Pero…
pero…
Jim meneó la cabeza impacientemente.
–¿Qué te había dicho? – le preguntó a Joe-. Estás malgastando
nuestro tiempo con este tonto. No tiene la capacidad
para…
–Calma, Jim -le respondió Joe con voz apaciguadora-, no
esperes que eche a correr antes de que sepa gatear. Nos hizo falta
mucho tiempo y creo recordar que tardaste un poco en creer cuanto
veían tus ojos.
–Eso es mentira -dijo Jim, irritado-. Fue a ti a quien hizo
falta convencer.
–Está bien -concedió Joe-, dejémoslo así. Pero tuvo que pasar
un tiempo bastante largo antes de que los dos lo
entendiéramos.
Hoyland no hizo mucho caso de la conversación mantenida por
los dos hermanos. Era algo corriente y su atención estaba centrada
ahora en cosas que, decididamente, se salían de lo
habitual.
–Joe, ¿qué le ocurrió a la Nave cuando miramos a las
estrellas? – preguntó-. ¿Acaso vimos a través de
ellas?
–No exactamente -le respondió Joe-. No estábamos viendo
directamente las estrellas. sino una especie de imagen suya. Es
como… Bueno, lo hacen con una especie de cristales o algo así.
Tengo un libro que habla de eso.
–Pero puedes verlas directamente -se dignó revelarle Jim,
olvidada ya su momentánea irritación-. Hay un compartimento más
adelante de esta sala que…
–Oh, sí -le interrumpió Joe-, se me había olvidado. El
observatorio del capitán. Está hecho de cristal y puedes ver a
través de él.
–¿El observatorio del capitán? Pero…
–No el de este capitán. El nunca se ha acercado a ese sitio.
Ése es el nombre que hay sobre la puerta del
observatorio.
–¿Qué es un «observatorio»?
–Ojalá lo supiera. Es el nombre que tiene ese sitio. nada
más.
–¿Me llevarás ahí?
Joe parecía a punto de acceder, pero Jim se le
adelantó.
–En otra ocasión. Quiero regresar…, tengo
hambre.
Tomaron nuevamente por el tubo, despertaron a Bobo y
efectuaron el largo trayecto de regreso.
Pasó largo tiempo antes de que Hugh pudiera convencer a
Joe-Jim de que le llevara nuevamente a explorar, pero ese tiempo
fue bien aprovechado. Joe-Jim le dejó en absoluta libertad con la
colección de libros más amplia que había visto Hugh en toda su
vida. Algunos eran copias de libros que Hugh había leído, pero
incluso éstos los repasó con nuevas ideas en la cabeza. Leyó
incesantemente, dejando que su mente se empapara de nuevos
significados, vacilando ante ellos, luchando ansiosamente por
llegar a dominarlos. Se racionó el sueño y se olvidó de comer hasta
que el aliento se le puso rancio y un fuerte dolor en el vientre le
obligó a prestar atención a su cuerpo. Una vez satisfecha el
hambre. volvía a leer hasta que le dolía la cabeza y sus ojos se
negaban a enfocar las páginas.
Joe-Jim no era muy exigente en cuanto a lo que pedía. Aunque
Hugh siempre estaba de servicio, a Joe-Jim no le importaba que
leyera. siempre que estuviera donde pudiera oír su voz y listo para
venir corriendo cuando le llamaba. Lo que consumía más parte de su
tiempo era jugar a las damas con un miembro del dúo cuando el otro
no tenía ganas de hacerlo, y ni tan siquiera eso era una pérdida
total de tiempo pues, si el jugador era Joe, casi siempre se le
podía atraer a una discusión sobre la Nave, su historia, maquinaria
y equipos, el tipo de gente que la había construido y cuáles fueron
sus primeros tripulantes…, y su historia, allá en la Tierra, la
increíble Tierra, ese extraño lugar donde la gente había vivido en
el exterior y no en el interior.
Hugh se preguntaba por qué no se caían.
Abordó el asunto con Joe y por fin consiguió algunas nociones
de lo que era la gravedad. Emocionalmente hablando jamás llegó a
entenderla -la idea resultaba demasiado loca e improbable-, pero
como idea intelectual fue capaz de aceptarla y usarla mucho tiempo
después cuando empezó a tener sus primeros y vagos atisbos en la
ciencia de la balística y el arte de la astrogación y de maniobrar
la Nave. Y, con el tiempo, le hizo interrogarse sobre el problema
del peso dentro de la Nave, algo que jamás le había preocupado
antes. Que cuanto más bajo era el nivel más grande era el peso,
figuraba en su mente como algo perteneciente al orden natural de
las cosas y no merecía ningún asombro o interrogación. Estaba
familiarizado con la fuerza centrífuga dado que se aplicaba en las
hondas. Aplicarla también a la Nave como un todo, pensar que la
Nave giraba igual que una honda y que con ello producía peso era
demasiado complejo y no llegó a creer nunca realmente en el
asunto.
Joe-Jim le llevó una vez más a la sala de control y le enseñó
lo poco que sabía sobre la manipulación de los controles y cómo
leer los instrumentos de astrogación.
Los largamente olvidados diseñadores e ingenieros empleados
por la Fundación Jordan habían recibido instrucciones de crear una
nave que no fuera a gastarse -de hecho, que no pudiera gastarse-,
aunque el Viaje se prolongara más allá de los sesenta años
esperados. La construyeron tan bien como se lo permitían sus
conocimientos. Al planear los motores principales y la maquinaria
auxiliar, automática en su mayor parte, que haría habitable la
Nave; así como en el diseño de los controles necesarios para
manejar la maquinaria, que no era totalmente automática, se había
abandonado incluso la idea de las partes móviles. Los motores y el
equipo auxiliar funcionaban a un nivel situado por debajo del
movimiento mecánico, un nivel de fuerza pura idéntico al de los
transformadores eléctricos. En lugar de botones, ejes, palancas y
émbolos, los controles y la maquinaria a la cual servían fueron
planeados según términos de equilibrio entre campos estáticos,
desviaciones del flujo electrónico y circuitos que podían ser
abiertos o cerrados por una mano al posarse sobre una
luz.
A este nivel de acción la fricción perdía su significado y el
desgaste o la erosión no tenían efecto. Si todo el mundo hubiera
muerto durante el motín, la Nave habría seguido avanzando por el
espacio, manteniéndose iluminada, con su aire todavía fresco y
dotado de la humedad adecuada, los motores listos y esperando. No
había sido así, y aunque los ascensores y las cintas de transporte
habían dejado de ser utilizadas, sufrieron averías y, finalmente,
cayeron en el olvido de lo que ya no se sabe para qué sirve, la
maquinaria esencial de la Nave seguía ofreciendo sus servicios
automáticos a la ignorante carga de humanos que transportaba, o si
no, silenciosa y lista, aguardaba a que llegara alguien lo bastante
inteligente como para desentrañar sus enigmas.
Se había invertido una considerable cantidad de ingenio en la
construcción de la Nave. Siendo demasiado grande para que se la
pudiera montar en la Tierra, sus piezas fueron unidas en órbita
propia, más allá de la Luna. Había estado girando allí durante
quince años, en silencio, mientras se formulaban y resolvían los
problemas presentados por la decisión de hacer que su maquinaria
fuera a prueba de errores y capaz de perdurar. Todo un campo nuevo
de acción submolecular había sido concebido durante el proceso y,
después de muchas luchas, había sido conquistado.
Por lo tanto…, cuando Hugh puso su dubitativa mano sobre la
primera de una fila de luces indicada como ACELERACIÓN, POSITIVO,
sin que nadie se lo hubiera indicado, obtuvo una respuesta
inmediata, aunque no en términos de aceleración. Una luz roja
parpadeo rápidamente en lo alto del tablero ocupado por el jefe de
pilotos y el panel de avisos se iluminó con el siguiente mensaje:
MOTORES PRINCIPALES SIN DOTACIÓN.
–¿Qué quiere decir eso? – le preguntó a
Joe-Jim.
–Imposible saberlo -dijo Jim.
–Hemos hecho lo mismo en la sala principal de controles
-añadió Joe-. Cuando lo intentas allí dice «Sala de control sin
dotación».
Hugh pensó en ello durante unos instantes.
–¿Qué ocurriría si todas las estaciones de control tuvieran
alguien al mismo tiempo en ellas y yo hiciera eso entonces? –
insistió.
–No lo sé-dijo Joe-. Jamás hemos podido
intentarlo.
Hugh guardó silencio. El informe propósito que había estado
creciendo en su mente cristalizó entonces en una decisión. Tendría
que ocuparse de ello.
Esperó hasta que tanto Joe como Jim estuvieron de buen humor
para exponerles su idea. Cuando Hugh decidió que el momento estaba
maduro para ello, se encontraban en el observatorio del capitán.
Joe-Jim descansaba en el asiento de éste con la tripa llena, y
contemplaba por la gruesa mirilla de cristal las serenas estrellas.
Hugh flotaba junto a él. El giro de la Nave hacía que las estrellas
parecieran moverse en círculos majestuosos.
–Joe-Jim… -dijo por fin Hugh.
–¿Eh? ¿Qué pasa, jovencito?
Era Joe quien había contestado.
–Bonito, ¿verdad?
–¿El qué?
–Todo eso. Las estrellas.
Hugh indicó el panorama que se veía por la mirilla con un
gesto del brazo y tuvo que agarrarse luego al asiento para detener
la lenta rotación que había comunicado a su
cuerpo.
–Sí, desde luego que lo es. Te hace sentir
bien.
Sorprendentemente, era Jim quien había hablado de tal
forma.
Hugh supo que el momento era perfecto. Aguardó un par de
segundos y luego dijo:
–¿Por qué no terminamos el trabajo?
Dos cabezas se volvieron simultáneamente hacia él, la de Joe
un poco más hacia adelante para poder ver sin que Jim le
estorbase.
–¿Qué trabajo?
–El Viaje. ¿Por qué no conectamos los motores principales y
seguimos adelante con él? En algún lugar de ahí fuera -se apresuró
a decir antes de que le interrumpieran-, hay planetas como la
Tierra…, o eso pensaba la primera tripulación. Vayamos a
encontrarlos.
Jim le miro y se rió. Joe meneó su cabeza.
–Chico -dijo-, no sabes de qué estás hablando. Eres tan tonto
como Bobo. No -siguió diciendo-, eso se acabó.
Olvídalo.
–¿Por qué se acabó, Joe?
–Bueno, porque… Es un trabajo demasiado grande. Hace falta
una tripulación que conozca las cosas y esté entrenada para hacer
funcionar la Nave.
–¿Hace falta tanta gente? En total me has mostrado sólo doce
puestos de control que deben estar ocupados. ¿Acaso una docena de
hombres no podrían gobernar la Nave… si supieran tanto como tú? –
añadió astutamente.
Jim lanzó una risita.
–Te ha pillado, Joe. Tiene razón.
Joe no le hizo caso.
–Creo que pones demasiado alto nuestro conocimiento. Quizá
pudiéramos manejar la Nave, pero no llegaríamos a ningún sitio. No
sabemos dónde estamos. La Nave ha estado a la deriva durante no sé
cuantas generaciones. No sabemos hacia dónde nos dirigimos ni la
velocidad que llevamos.
–Pero, mira -le suplicó Hugh-, hay instrumentos. Tú me los
has enseñado. ¿No podríamos aprender a utilizarlos? ¿No podrías
descubrir cómo funcionan, Joe, si realmente lo
quisieras?
–¡Oh!, supongo que sí -concedió Jim.
–No fanfarronees, Jim -dijo Joe.
–No estoy fanfarroneando -le respondió secamente Jim-. Si una
cosa funciona, yo puedo averiguar el cómo.
–¡Humpf! – dijo Joe.
La situación se había vuelto delicada. Hugh, tal y como
quería, les había hecho discutir y el más difícil de tratar de los
dos estaba de su lado. Ahora, para consolidar su
ventaja…
–Se me ha ocurrido que podría conseguir hombres para que
trabajaran contigo, Jim, siempre que tú fueras capaz de entrenarles
-dijo rápidamente.
–¿Qué idea se te ha ocurrido? – preguntó Jim con
suspicacia.
–Bueno. ya recordarás lo que te dije sobre un grupo de
científicos jóvenes…
–¡Esos idiotas!
–Sí, sí, claro…, pero no saben lo que tú sabes. A su modo,
están intentando obrar de acuerdo con una postura racional. Si
pudiera volver abajo y explicarles todo lo que me has enseñado.
podría traerte hombres suficientes para el
trabajo.
–Míralos bien, Hugh -le atajó Joe-. ¿Qué
ves?
–Pues… pues… te veo a ti… a Joe-Jim.
–Ves un muti -le corrigió Joe. con un matiz sarcástico en sus
palabras-. Somos un muti. ¿Lo entiendes? Tus científicos no
trabajarán con nosotros.
–No, no -protestó Hugh-, eso no es cierto. No estoy hablando
de campesinos. Los campesinos no lo entenderían pero ellos son
científicos y son los más listos del grupo. Lo comprenderán. Todo
lo que hace falta es un salvoconducto para que crucen el dominio de
los mutis. Puedes hacerlo. ¿no? – añadió, desviando instintivamente
la discusión hacia terreno más sólido.
–Pues claro -dijo Jim.
–Olvídalo -dijo Joe.
–Bueno, de acuerdo -accedió Hugh, dándose cuenta de que Joe
estaba realmente enfadado ante su insistencia- pero seria muy
divertido…
Se apartó del asiento, poniendo algo de distancia entre él y
los hermanos.
Pudo oír cómo Joe-Jim seguían discutiendo en voz baja. Fingió
no hacerles caso. Joe-Jim tenía un defecto básico en su doble
naturaleza: siendo más bien un comité que un sólo individuo, no
resultaba demasiado bueno como hombre de acción, dado que todas las
decisiones debían ser necesariamente el resultado de discusiones y
compromisos.
Unos instantes después Hugh oyó que Joe alzaba la
voz.
–Está bien, está bien… ¡hazlo a tu modo! – Y luego gritó-:
¡Hugh. ven aquí!
Hugh se impulsó dando una patada en la mampara contigua y
salió disparado hacia Joe-Jim, deteniendo su vuelo con las dos
manos en el respaldo del asiento del capitán.
–Está decidido -dijo Joe sin más preámbulos-. Dejaremos que
vuelvas al lugar donde el peso es alto para que intentes conseguir
lo que dices. Pero eres un idiota -añadió con
amargura.
Bobo escoltó a Hugh hacia abajo, pasando por los peligrosos
niveles frecuentados por los mutis, y le dejó en la zona
deshabitada que se encontraba encima de los niveles de mayor
peso.
–Gracias, Bobo -dijo Hugh al despedirse.
–Buena comida.
El enano sonrió, agachó la cabeza y se fue a toda velocidad,
escabulléndose por la escalera de la cual habían bajado unos
segundos antes.
Hugh se dio la vuelta y empezó a bajar, acariciando
maquinalmente su cuchillo. Le gustaba sentirlo nuevamente junto a
su piel, aunque no fuera su cuchillo original. Ese había servido
para premiar a Bobo cuando fue capturado y Bobo no había podido
devolvérselo, pues se le había quedado clavado en un tipo
corpulento que logró escapar. Pero el sustituto que le había dado
Joe-Jim estaba bien equilibrado y resultaba
satisfactorio.
A petición de Hugh y una vez que Joe-Jim lo hubo ordenado,
Bobo le condujo hasta la zona que se encontraba justo sobre el
convertidor auxiliar utilizado por los científicos. Quería
encontrar a Bill Ertz. ayudante del jefe de ingenieros y líder de
los científicos jóvenes, y no quería verse obligado a responder
demasiadas preguntas antes de encontrarle.
Hugh bajó rápidamente los niveles que le faltaban y se
encontró en un pasillo principal que le era conocido. ¡Bien! Un
giro a la izquierda unos doscientos metros más y se encontró ante
la puerta del compartimento donde se hallaba el convertidor. Ante
ella había un centinela. Hugh se dispuso a entrar y fue
detenido.
–¿Dónde te crees que vas?
–Quiero encontrar a Bill Ertz.
–¿Te refieres al jefe de ingenieros? Bueno. pues no está
aquí.
–¿Jefe? ¿Qué ha sido del antiguo jefe? – Hoyland lamentó
inmediatamente su pregunta, pero ya se le había
escapado.
–¿Eh? ¿El antiguo jefe? Bueno, ha hecho el largo Viaje. – El
guardia le contempló con suspicacia-. ¿Qué te
ocurre?
–Nada -dijo Hugh-. Ha sido un pequeño
olvido.
–Es un olvido bastante raro. Bueno, probablemente encontrarás
al jefe Ertz en su oficina.
–Gracias. Que tengas buena comida.
–Que tengas buena comida.
Tras una breve espera se le permitió ver a Ertz. Cuando Hugh
entró en su oficina Ertz levantó los ojos del
escritorio.
–Bien -dijo-, así que has vuelto. Veo que después de todo no
habías muerto. Desde luego. es toda una sorpresa. Habíamos pensado
que estabas haciendo el Viaje.
–Sí, ya me lo imaginaba.
–Bueno, siéntate y cuéntamelo todo… tengo unos minutos
libres. ¿Sabes que no te habría reconocido? Has cambiado mucho…,
todo ese cabello gris. Me imagino que habrás pasado tiempos
bastante duros.
¿Cabello gris? ¿Tenía el cabello gris? Hugh se dio cuenta por
primera vez de que también Ertz había cambiado mucho. Tenía barriga
y bastantes arrugas en el rostro. ¡Por Jordan! ¿Cuánto tiempo
llevaba fuera?
Ertz tamborileó con los dedos sobre su escritorio y frunció
los labios.
–Es todo un problema…, me refiero a tu regreso. Me temo que
no puedo darte tu viejo puesto; ahora lo ocupa Mort Tyler. Pero ya
encontraremos un lugar adecuado a tu posición.
Hugh recordaba a Mort Tyler y el recuerdo no era muy
favorable. Un tipo bastante estirado, preocupándose siempre de lo
correcto y lo que estaba bien según las reglas. Así que Tyler había
logrado convertirse en científico y ahora desempeñaba el antiguo
trabajo de Hugh en el convertidor… Bueno. eso no
importaba.
–No te preocupes -empezó a decir-. Quería hablarte
de…
–Por supuesto, está la cuestión de la antigüedad -prosiguió
Ertz-. Quizá seria mejor que el Consejo valorara el asunto. No
conozco ningún precedente. Hemos perdido un montón de científicos a
manos de los mutis en el pasado, pero que yo recuerde eres el
primero que ha huido con vida de ellos…
–Eso no importa -le interrumpió Hugh-. Tengo algo mucho más
importante de que hablar. Mientras estaba fuera de aquí he
descubierto algunas cosas sorprendentes. Bill, cosas que resultan
de suprema importancia que sepas cuanto antes. Esa es la razón de
que haya venido directamente a ti. Escucha…
Ertz se puso repentinamente alerta.
–¡Por supuesto! Debo estar perdiendo los reflejos. Has debido
tener una ocasión maravillosa de estudiar a los mutis y explorar su
territorio. ¡Venga, hombre, suéltalo todo! Dame tu
informe.
Hugh se humedeció los labios.
–No es lo que tú piensas -dijo-. Es algo mucho más importante
que un mero informe sobre los mutis, aunque también está
relacionado con ellos. De hecho, puede que nos veamos obligados a
cambiar toda nuestra política con respecto a los
mu…
–¡Bueno, adelante, adelante! Te escucho.
–Está bien.
Hugh le contó su tremendo descubrimiento sobre la auténtica
naturaleza de la Nave, escogiendo cuidadosamente sus palabras e
intentando con todas sus fuerzas resultar
convincente.
Apenas si habló de lo difícil que sería un intento de
reorganizar la Nave para ponerla acorde con esa nueva idea, e hizo
hincapié en el prestigio y los honores que recaerían sobre quien
dirigiera tal esfuerzo.
A medida que hablaba iba observando el rostro de Ertz. Tras
el primer momento de sorpresa total que siguió al lanzamiento por
Hugh de su idea clave, el hecho de que la Nave era en realidad un
cuerpo que se movía por la inmensa extensión del espacio exterior,
su rostro quedó impasible y Hugh no pudo leer nada en él, salvo que
le pareció detectar un aumento de interés cuando Hugh habló de cómo
Ertz era el hombre exacto para tal labor dado su liderazgo de los
científicos más jóvenes y progresistas.
Cuando hubo concluido, Hugh esperó la respuesta de Ertz. Al
principio éste no dijo nada y se limitó a seguir con su molesta
costumbre de tamborilear con los dedos sobre la
mesa.
–Estos son asuntos importantes. Hoyland -dijo por fin-,
demasiado importantes para que se los trate a la ligera. Debo tener
tiempo para pensar en ellos y digerirlos.
–Sí, claro -dijo Hugh-. Me gustaría añadir que he logrado
conseguir un acuerdo para llegar sin problemas a la zona donde no
hay peso. Puedo llevarte arriba y dejar que lo veas tú
mismo.
–Sin duda, eso será lo mejor -contestó Ertz-. Bien… ¿tienes
hambre?
–No.
–Entonces, será mejor que los dos lo consultemos con la
almohada. Puedes utilizar el compartimento que hay detrás de mi
oficina. No quiero que hables de esto con nadie más hasta que haya
tenido tiempo de pensar en ello. Si se divulgara sin los
preparativos adecuados podría despertar inquietud.
–Sí, tienes razón.
–Muy bien, entonces… -Ertz le llevó hasta un compartimento
situado detrás de su oficina que, por las evidencias, usaba para
echar alguna que otra siesta-… que descanses bien -le dijo-, y
luego ya hablaremos.
–Gracias -le dijo Hugh-. Que tengas buena
comida.
–Que tengas buena comida.
Una vez se encontró solo, Hugh sintió que su excitación
anterior le iba abandonando gradualmente y pronto se dio cuenta de
que estaba agotado y tenía mucho sueño. Se tendió sobre el catre
plegable que había en el compartimento y se quedó
dormido.
Al despertar se encontró con que la única puerta de todo el
compartimento estaba cerrada desde el exterior. Peor aún, su
cuchillo había desaparecido.
Llevaba esperando un período de tiempo indefinido cuando oyó
ruido en la puerta. Esta se abrió dejando entrar a dos hombretones
de rostro ceñudo.
–Ven -dijo uno de ellos.
Hugh les examinó rápidamente y se dio cuenta de que ninguno
de los dos llevaba cuchillo. Por lo tanto, no había oportunidad de
quitárselo. Por otro lado, quizá pudiera librarse de
ellos.
Pero más allá, en el otro compartimento, había dos hombres
más, igualmente formidables, cada uno armado con un cuchillo. De
los dos uno lo sostenía entre los dedos, listo para lanzarlo. el
otro lo tenía firmemente empuñado, preparado para cualquier tipo de
lucha cuerpo a cuerpo.
Estaba atrapado y lo sabía. Habían previsto todos sus
posibles movimientos.
Hacía mucho tiempo que aprendió a rendirse ante lo
inevitable. Intentó mantener una expresión tranquila y salió del
compartimento sin decir palabra. Después de cruzar el umbral vio a
Ertz, esperándole y, obviamente, dirigiendo a todo el grupo de
hombres. Avanzó hacia él, teniendo buen cuidado de que su voz
sonara calmada.
–Hola, Bill. Parece que te has tomado muchas molestias con
los preparativos. ¿Algún problema, quizá?
Ertz no pareció saber qué responderle durante unos instantes
y luego dijo:
–Vas a comparecer ante el capitán.
–¡Bien! – contestó Hugh-. Gracias, Bill. Pero ¿crees que es
prudente intentar venderle la idea sin antes haber preparado un
poco a los demás?
Ertz pareció irritarse ante lo que debía considerar una
demostración de estupidez y no lo disimuló.
–Da la impresión de que no captas la idea -gruñó-.
Comparecerás ante el capitán para ser juzgado… ¡por
herejía!
Hugh puso cara de que no se le había ocurrido tal
idea.
–Bill, vas por mal camino -le respondió tranquilamente y sin
enfadarse -. Puede que una acusación y un juicio sea el mejor modo
de tratar con el problema, pero no soy un campesino que pueda ser
llevado de esta forma ante el capitán. Debo ser juzgado por el
consejo. Soy un científico.
–¿Lo eres en estos momentos? – replicó Ertz sin alterarse-.
Ya he pedido opinión al respecto. Se te ha borrado de las listas.
Lo que eres actualmente es algo que el capitán
decidirá.
Hugh se quedó callado. Las cosas no tenían buen aspecto, era
fácil verlo, y no serviría de nada irritar a Ertz. Ertz hizo una
señal y los dos hombres desarmados cogieron a Hugh, cada uno por un
brazo. Hugh les dejó hacer en silencio.
Hugh miró al capitán con un renovado interés. El viejo no
había cambiado gran cosa: quizá estuviera un poco más
gordo.
El capitán se dejó caer lentamente en su asiento y cogió el
informe que había ante él.
–¿Qué es todo esto? – preguntó con voz irritada-. No lo
entiendo.
Mort Tyler estaba ahí para presentar el caso contra Hugh,
algo que a éste le había sido imposible tener previsto y que
todavía aumentó más su preocupación. Rebuscó entre los recuerdos de
su infancia intentando hallar algún modo de granjearse su simpatía
y no encontró ninguno. Tyler se aclaró la garganta y empezó a
hablar:
–Este es el caso del llamado Hugh Hoyland, capitán,
anteriormente uno de sus jóvenes científicos que…
–Científico, ¿eh? ¿Por qué no se encarga de esto el
consejo?
–Porque ya no es un científico, capitán. Estuvo entre los
mutis y ahora vuelve a nosotros, predicando la herejía e intentando
minar vuestra autoridad.
El capitán miró a Hugh con la rápida beligerancia del hombre
celoso de sus prerrogativas.
–¿Es cierto eso? – preguntó alzando la voz-. ¿Qué piensas
decir al respecto?
–No es cierto, capitán -respondió Hugh-. Todo lo que le he
dicho a quienes me he encontrado no puede ser sino una afirmación
de la verdad absoluta de nuestro viejo conocimiento. No he puesto
en cuestión las verdades bajo las cuales vivimos; sencillamente,
las he afirmado con más fuerza de lo que suele tenerse por
costumbre y…
–Sigo sin entender esto -le interrumpió el capitán, meneando
la cabeza-. Se te acusa de herejía y, con todo, dices que sigues
creyendo en las enseñanzas. Si no eres culpable, ¿por qué estás
aquí?
–Quizá yo pueda aclarar el asunto -dijo Ertz-.
Hoyland…
–Bueno, espero que puedas -siguió diciendo el capitán-.
Adelante…, oigámoslo.
Ertz dio a continuación una versión razonablemente correcta,
aunque algo partidista, del regreso de Hoyland y su extraña
historia. El capitán le escuchó con una expresión que fue variando
de la sorpresa al disgusto.
Cuando Ertz hubo concluido el capitán se volvió hacia
Hugh.
–¡Humpf! – dijo.
Hugh habló sin perder ni un instante.
–El núcleo de mis afirmaciones, capitán, es que existe un
lugar allí donde no hay peso en el cual se puede ver realmente que
nuestra fe es cierta y que la Nave se mueve, un lugar donde puede
verse realmente en acción el Plan de Jordan. Eso no niega nuestra
fe; la afirma. No hace falta que aceptéis mi palabra de ello. El
mismo Jordan lo probará.
Viendo que el capitán parecía estar algo indeciso, Tyler
metió baza en la conversación:
–Capitán, hay una posible explicación a todo este increíble
asunto y creo mi obligación que llegue a vuestro oído. En principio
hay dos interpretaciones obvias de la ridícula historia narrada por
Hoyland: puede que sencillamente sea culpable de herejía en el peor
grado o puede que sus convicciones le hagan apoyar a los mutis y se
haya comprometido en un plan para haceros caer en sus manos. Pero
hay una tercera explicación, más caritativa, y que, siento en mi
fuero interno. es probablemente la verdadera.
»Existen registros de que en su inspección postnatal Hoyland
fue seriamente considerado como candidato al convertidor pero su
desviación de la norma era muy ligera, consistiendo simplemente en
una cabeza algo mayor de lo habitual, y se le dejó vivir. Me parece
que las terribles experiencias sufridas a manos de los mutis han
acabado trastornando una mente que ya era inestable. Este pobre
hombre, sencillamente, no es responsable de sus
actos.
Hugh miró a Tyler con un nuevo respeto. Absolverle de culpa
y, al mismo tiempo, dar por hecho que Hugh acabara emprendiendo el
Viaje… ¡perfecto!
El capitán agitó su mano ante ellos.
–Esto ya ha durado demasiado. – Luego, volviéndose hacia
Ertz, dijo-: ¿Alguna recomendación que hacer?
–Sí, capitán. El convertidor.
–Muy bien, entonces. Ertz, realmente no veo la razón de que
se me deba molestar con estos detalles -siguió diciendo con voz
irritada-. Creo que deberías ser capaz de mantener la disciplina en
tu departamento sin mi ayuda.
–Sí, capitán.
El capitán apartó su asiento de la mesa y empezó a
levantarse.
–Recomendación confirmada. Hemos terminado.
Hugh sintió que le invadía la ira ante la estúpida injusticia
de toda aquella situación. Ni tan siquiera habían tomado en
consideración la única prueba real que podía ofrecer en su defensa.
Oyó un grito, «¡Esperad!»… y unos segundos después descubrió que
había surgido de sus propios labios.
El capitán se detuvo y le miro.
–Esperad un momento -siguió diciendo Hugh, las palabras
brotaban de su boca como si tuvieran voluntad propia-. Esto no va a
cambiar nada, pues os encontráis tan condenadamente seguros de
conocer todas las respuestas, que no pensáis considerar ni por un
segundo una buena oferta de que lo veáis con vuestros propios ojos.
Sin embargo… sin embargo… ¡se mueve!
Hugh tuvo mucho tiempo para pensar. tendido en el
compartimento donde le confinaron para esperar a que el convertidor
necesitara su energía: tuvo tiempo para pensar y para darse cuenta
de cuáles habían sido sus errores. Explicarle inmediatamente su
historia a Ertz… ése había sido el error número uno. Tendría que
haber esperado, familiarizarse de nuevo con aquel hombre y
tantearle un poco, en lugar de contar con una amistad que nunca
había sido demasiado firme.
Segundo error, Mort Tyler. Cuando oyó su nombre tendría que
haber investigado para descubrir hasta dónde llegaba la influencia
de ese hombre con Ertz. Le había conocido antes y tendría que haber
obrado con más cautela.
Bueno, aquí estaba, condenado igual que un mutante… O, quizá,
igual que un hereje. Al final el resultado era el mismo. Estuvo
pensando en si tendría que haber intentado explicarles por qué se
producían los mutantes. Lo había descubierto en algunos de los
viejos registros que poseía Joe-Jim. No, sería inútil y no le
creerían. ¿Cómo se les podía explicar que las radiaciones
procedentes del exterior causaban el nacimiento de mutantes cuando
quienes debían oírle ni tan siquiera creían en la existencia de un
sitio como el exterior? No, lo había hecho todo mal incluso antes
de que le llevaran a comparecer en presencia del
capitán.
Las cavilaciones a que estaba entregado se vieron finalmente
turbadas por el sonido del cerrojo de su puerta al abrirse. Era
demasiado pronto para otra de sus no muy frecuentes comidas y pensó
que al fin habrían venido para sacarle de aquí, renovando su
decisión de llevarse antes a uno de ellos consigo.
Pero se equivocaba. Oyó una voz cargada de amable
dignidad:
–Hijo, hijo, ¿cómo ha podido ocurrir todo
esto?
Era el teniente Nelson, su primer maestro, que parecía más
viejo y frágil que nunca.
La entrevista no fue agradable para ninguno de los dos. El
viejo. que no había tenido descendencia, albergó grandes esperanzas
para su protegido, llegando a tener la ambición de que con el
tiempo pudiera aspirar a la capitanía de la Nave, aunque nunca
había hablado con nadie de esa ambición, a través de la cual
esperaba realizar un poco las suyas. no creyendo bueno para los
jóvenes que se les alabara en exceso. Cuando el muchacho fue
declarado perdido eso le causó un gran dolor.
Ahora había vuelto, convertido en un hombre, pero las
circunstancias de su regreso eran lamentables y se hallaba
sentenciado a muerte.
El encuentro no fue mucho más feliz para Hugh. A su modo
había querido al anciano, deseando complacerle y necesitando su
aprobación. Pero, mientras le contaba su historia, se dio cuenta de
que Nelson sólo podía considerar su relato como una aberración
mental de Hugh, y sospechó que Nelson preferiría verle morir
rápidamente en el convertidor, sus átomos convertidos en hidrógeno
del que saldría una energía limpia y útil, antes que verle vivir
para burlarse de las viejas enseñanzas.
En eso cometió una injusticia para con el anciano: había
subestimado la piedad de que Nelson era capaz, pero no su devoción
hacia la «ciencia». De todos modos, debe decirse en favor de Hugh
que, sino hubiera estado en juego nada más que su persona, habría
preferido quizá la muerte a destrozar el corazón de su benefactor…,
pues en el fondo era un romántico y podía comportarse de forma
bastante tonta.
El anciano acabó levantándose para marcharse. pues la visita
se había vuelto insoportable para los dos.
–¿Puedo hacer algo por ti, hijo? ¿Te alimentan bien, comes lo
suficiente?
–Muy bien, gracias -mintió Hugh.
–¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer?
–No…, sí, podrías mandarme algo de tabaco. Hace mucho tiempo
que no he podido mascar un poco.
–Me ocuparé de ello. ¿Hay alguna otra persona a quien te
gustaría ver?
–Oh, tenía la impresión de que no se me permitía recibir
visitas…, visitas corrientes.
–Tienes razón. pero creo que quizá podría conseguir que se
hiciera alguna excepción a la regla. Pero -añadió ansiosamente-,
deberás darme tu palabra de que no mencionarás tu
herejía.
Hugh pensó a toda velocidad. Un nuevo aspecto, una nueva
posibilidad. ¿Su tío? No, aunque siempre se habían llevado bien el
uno con el otro sus mentes no tenían nada en común…, sería como
encontrar a un desconocido. Jamás le había resultado fácil hacer
amigos: Ertz había sido el más obvio de todos ellos, ¡y adónde le
había llevado! Luego recordó a su compañero del pueblo, Alan
Mahoney, con quien había jugado desde niño. Cierto que no le había
visto prácticamente ni una sola vez desde que empezó como aprendiz
de Nelson. Con todo…
–¿Sigue viviendo Alan Mahoney en nuestro
pueblo?
–Pues… sí.
–Me gustaría verle, si es que quiere venir.
Alan fue a verle, nervioso y bastante incómodo, pero
alegrándose claramente de poder visitar a Hugh y muy preocupado al
encontrarle sentenciado a hacer el Viaje. Hugh le dio una palmada
en la espalda.
–Buen chico -dijo-. Sabía que vendrías.
–Pues claro -protestó Alan-, si lo hubiera sabido…, pero en
el pueblo nadie lo sabe. Creo que ni siquiera lo saben los
Testigos.
–Bueno, estás aquí y eso es lo importante. Háblame de ti. ¿Te
has casado?
–Eh… esto… no. No perdamos el tiempo hablando de mí. De todas
formas. a mí nunca me ocurre nada importante. En el nombre de
Jordan. ¿cómo has llegado a meterte en este lío,
Hugh?
–No puedo hablar de eso, Alan. Se lo prometí al teniente
Nelson.
–Bueno, ¿qué es una promesa… esa clase de promesa? Estás en
un lío, compañero.
–¡Como si no lo supiera!
–¿Se ha encargado alguien de meterte en él?
–Bueno…, nuestro viejo amigo Mort Tyler no me ayudó
demasiado; creo que eso sí puedo decirlo.
Alan lanzó un silbido y meneó la cabeza
lentamente.
–Eso explica muchas cosas.
–¿Qué? ¿Acaso sabes algo?
–Puede que sí, puede que no. Después de que te fueras, se
casó con Edris Baxter.
–¿Sí? Hmmm… sí, eso aclara muchas cosas.
Hugh guardó silencio durante unos minutos.
–Mira, Hugh -acabó diciendo Alan-. No pensarás quedarte
sentado aquí y aceptar lo que te han hecho, ¿verdad? Especialmente,
no con Tyler mezclado en ello. Tenemos que sacarte de
aquí.
–¿Cómo?
–No lo sé. Quizá podríamos atacar el lugar. Supongo que
podría reunir unos cuantos cuchillos para que nos ayudaran… Hay
unos cuantos muchachos excelentes que se mueren de ganas por una
buena pelea.
–Y cuando todo hubiera terminado nuestro destino sería el
convertidor. Tú, yo y tus amigos. No, eso no
sirve.
–Pero tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí
sentados y esperar a que te quemen.
–Eso ya lo sé. – Hugh estudió el rostro de Alan. ¿Sería justo
pedirle eso? Siguió hablando, tranquilizado por lo que había visto
en él-. Escucha…, tú harías lo que pudieras para sacarme de este
lugar, ¿no?
–Eso ya lo sabes.
En la voz de Alan había un matiz de ofensa
dolorida.
–Entonces, muy bien. Hay un enano llamado Bobo. Te diré cómo
encontrarle.
Alan trepó, más y más arriba, subiendo más de lo que nunca
había subido desde que Hugh, siendo un muchacho, le guiaba a los
más atrevidos peligros. Ahora era más viejo y se había vuelto más
prudente; apenas si tenía estómago para soportarlo. Al muy
auténtico peligro de abandonar los abundantemente transitados
niveles inferiores, se añadía su ignorancia supersticiosa. Pero,
aun así, siguió trepando.
Este debería ser el lugar… a no ser que hubiera dejado de
contar algún nivel. Pero no veía al enano.
Bobo le vio primero. El proyectil de una honda le acertó en
la boca del estómago en el mismo instante en que Alan gritaba,
«¡Bobo!».
Bobo entró de espaldas en el compartimento de Joe-Jim y dejó
caer su carga ante los pies de los gemelos.
–Carne fresca -dijo con orgullo.
–Lo es -accedió Jim con indiferencia-. Bueno, es tuyo;
llévatelo.
El enano se hurgó con el pulgar en una de sus retorcidas
orejas.
–Raro -dijo-, sabe el nombre de Bobo.
Joe alzó los ojos del libro que estaba leyendo, los Poemas
reunidos de Browning, L-Editorial, Nueva York, Londres. Ciudad
Luna, 35 cr.
Hugh había preparado a su amigo Alan para no sorprenderse
demasiado ante el aspecto físico de Joe-Jim. En un espacio de
tiempo razonablemente breve, Alan recobró la calma lo bastante como
para ser capaz de narrar su historia. Joe-Jim la escuchó sin apenas
hacer comentarios y Bobo la escuchó con mucho interés. pero sin
entender gran cosa de ella.
–Bien, Joe, tú ganas -observó Jim una vez que Alan hubo
terminado-. No lo consiguió. – Luego, volviéndose hacia Alan,
añadió-:
Puedes ocupar el puesto de Hoyland. ¿Sabes jugar a las damas?
Alan miró primero a una cabeza y luego a la otra.
–Pero ¿es que no lo entendéis? – dijo-. ¿No pensáis hacer
nada al respecto?
Joe pareció asombrado.
–¿Nosotros? ¿Por qué deberíamos hacer algo?
–Pero debéis hacerlo. ¿No os dais cuenta? El cuenta con que
le ayudéis y no hay nadie más en quien pueda confiar. Por eso he
venido. ¿No lo veis?
–Espera un momento, espera un momento -dijo Jim lentamente-.
No permitas que se te caiga el cinturón. Suponiendo que deseáramos
ayudarle…, cosa que no es cierta, entiéndeme, ¿cómo podríamos
hacerlo, por toda la Nave de Jordan? Responde a
eso.
–Bueno… bueno… -Alan fue incapaz de encontrar palabras ante
tal estupidez-. Pues. naturalmente, montando un grupo de rescate,
yendo ahí abajo y sacándole de donde está
encerrado!
–¿Y por qué deberíamos dejar que nos mataran para rescatar a
tu amigo?
Bobo irguió rápidamente las orejas.
–¿Matar? – preguntó con voz ansiosa.
–No, Bobo -dijo Joe-. Nada de matar. Sólo estamos
hablando.
–Oh -dijo Bobo, volviendo a su pasividad anterior. Alan miró
al enano.
–Al menos, si dejarais que Bobo y yo…
–No -respondió secamente Joe-. Eso ni pensarlo. No hables de
ello.
Alan tomó asiento en un rincón del compartimento, apretándose
desesperadamente las rodillas con los brazos. Si pudiera salir de
aquí… Podría intentar conseguir alguna ayuda abajo. El enano daba
la impresión de estar dormido, aunque era difícil estar seguro de
ello. Si Joe-Jim durmiera también…
Joe-Jim no daba señal alguna de tener sueño. Joe intentó
seguir leyendo, pero Jim le interrumpía de vez en cuando. Alan no
podía oír lo que estaban diciendo.
–¿Esa es tu idea de la diversión? – preguntó finalmente Joe,
alzando la voz.
–Bueno -dijo Jim-, es mejor que las damas.
–Sí, ¿eh? Supón que te meten un cuchillo por el ojo… ¿dónde
me dejaría eso a mí?
–Te estás haciendo viejo, Joe. Ya no te quedan
agallas.
–Tú eres igual de viejo que yo.
–Sí, pero tengo ideas de joven.
–Oh, me pones enfermo… Haz lo que quieras. pero luego no me
eches la culpa. ¡Bobo!
El enano se levantó de un salto, totalmente
alerta.
–¿Sí, jefe?
–Busca a Chaparro, Brazo Largo y Cerdo y tráelos aquí.
Joe-Jim se puso en pie, fue hacia un pequeño armario y empezó a
sacar los cuchillos colgados en su interior.
Hugh oyó el jaleo en el exterior del pasillo contiguo a su
prisión. Podían ser los guardias que venían para llevarle al
convertidor, aunque lo más probable es que no armaran tanto ruido
para ello. O podía ser, simplemente, algo que no estuviera
relacionado con él. Por otra parte, podía ser que…
Lo era. La puerta se abrió bruscamente y Alan apareció en el
umbral, diciéndole algo a gritos y metiéndole un puñado de
cuchillos entre los dedos. Le hizo salir a toda prisa del
compartimento en tanto que Hugh se colocaba los cuchillos en el
cinturón y aceptaba otros dos más.
Una vez fuera vio a Joe-Jim pero éste no le vio a él, pues
estaba lanzando cuchillos con la misma calma y método que si
estuviera practicando el tiro al blanco en su compartimento
particular. Y también estaba ahí Bobo, el cual agachó la cabeza y
le sonrió con su boca algo más grande de lo normal gracias a una
herida de la cual manaba sangre, pero sin hacer una sola pausa en
su grácil forma de lanzar cuchillos. Había tres más, a dos de los
cuales Hugh reconoció como pertenecientes a la pandilla particular
de Joe-Jim: eran mutis, por definición y por lugar de nacimiento,
pero no presentaban deformaciones.
El recuento no incluía los cuerpos que yacían inmóviles sobre
la cubierta metálica.
–¡Venga! – gritó Alan-. Dentro de nada vendrán
más.
Se lanzó por el pasillo de la derecha.
Joe-Jim dejó de lanzar cuchillos y le siguió. Hugh lanzó uno
de los cuchillos sin apuntar demasiado hacia una silueta que corría
a su izquierda. El tiro era difícil y no tuvo tiempo de ver si
había logrado darle. Fueron por el corredor con Bobo el último,
como si le costara abandonar la diversión, y llegaron a un punto
donde un pasillo lateral se cruzaba con el otro, más
espacioso.
Alan les condujo nuevamente hacia la
derecha.
–Delante hay una escalera -gritó.
No llegaron a ella. Una compuerta que se utilizaba muy raras
veces se cerró ante sus narices cuando les faltaban unos nueve
metros para la escalera. Los hombres de Joe-Jim se quedaron quietos
y miraron con expresión dubitativa a su jefe. Bobo se rompió sus
gruesas uñas intentando abrir la compuerta.
Detrás de ellos se oía claramente el ruido de quienes les
perseguían.
–Atrapados -dijo Joe en voz baja-. Espero que te guste,
Jim.
Hugh vio aparecer una cabeza por la esquina del pasillo, que
habían dejado atrás. Lanzó un cuchillo, pero la distancia era
demasiado grande y el cuchillo se estrelló inofensivamente en el
acero. La cabeza desapareció. Brazo Largo no apartaba los ojos de
aquel lugar, su honda cargada y lista.
Hugh cogió a Bobo por el hombro.
–¡Escucha! ¿Ves esa luz?
El enano le miró, parpadeando con expresión estúpida. Hugh
señaló hacía la intersección de los tubos brillantes que se
cruzaban por encima de sus cabezas, justo donde se unían los
pasillos.
–Esa luz… ¿Puedes dar allí donde se cruzan?
Bobo midió la distancia con los ojos. A esa distancia el
disparo habría resultado difícil en cualquier condición, pero aquí,
con el poco espacio que le dejaba libre el techo del pasillo,
bastante bajo, tendría que utilizar una trayectoria casi plana,
disparar muy aprisa y compensar un peso más alto del que tenía por
costumbre.
No respondió Hugh sintió el aire producido por su honda al
moverse, pero no vio el proyectil. Un estruendo de cristal y el
corredor quedó a oscuras.
–¡Ahora! – gritó Hugh. encabezando la carga. Cuando llegaron
a la intersección gritó-: ¡Contened el aliento! ¡Cuidado con el
gas!
El vapor radioactivo brotaba en lentas espirales del tubo
roto que había sobre sus cabezas, llenando la encrucijada con una
neblina verdosa.
Hugh corrió hacia la derecha, dando las gracias a su trabajo
como ingeniero con los circuitos luminosos y el conocimiento que le
había proporcionado. Había escogido la dirección correcta: el
pasillo que tenía delante se encontraba a oscuras, pues su
iluminación procedía de un punto anterior al de la rotura. Oyó
ruido de pasos a su alrededor, pero le era imposible saber si se
trataba de amigos o enemigos.
De pronto se encontraron en un pasillo iluminado. No había
nadie en él, salvo un campesino asustado e inofensivo que se
apresuró a desaparecer con sorprendente velocidad. Hicieron un
rápido recuento y vieron que todos estaban presentes, pero que Bobo
no se hallaba en muy buenas condiciones.
–Creo que ha tragado un poco de gas -dijo Joe, mirándole-.
Golpeadle la espalda.
Cerdo se encargó de ello, con franco entusiasmo. Bobo lanzó
un sonoro eructo, vomitó y, unos instantes después, sonreía de
nuevo.
–Se pondrá bien -decidió Joe.
El ligero retraso había permitido que por lo menos uno de sus
perseguidores les diera alcance. Salió corriendo de la oscuridad,
sin darse cuenta de cuántos enemigos le esperaban o sin que ello le
importara. Alan apartó el brazo de Cerdo, que ya lo había levantado
para arrojar su proyectil.
–¡Dejádmelo! – exigió-. ¡Es mío!
Era Tyler.
–¿Una pelea entre hombres? – le desafió Alan, el pulgar sobre
la hoja de su cuchillo.
Los ojos de Tyler examinaron velozmente a sus contrincantes y
un segundo después aceptó la invitación por el sistema de lanzarse
sobre Alan. Había demasiado poco espacio para lanzar el cuchillo y
unos segundos después los dos estaban luchando cuerpo a cuerpo, los
cuchillos juntos y los brazos tensándose.
Alan era más resistente que Tyler y, probablemente, más
fuerte. Tyler era más escurridizo. Intentó darle un rodillazo en la
ingle a su adversario. Alan logró evitarlo y pisó con todas sus
fuerzas uno de los pies de Tyler. Los dos cayeron al suelo. Se oyó
un fuerte chasquido.
Un instante después, Alan se estaba limpiando el cuchillo en
el muslo.
–Sigamos -dijo con voz algo quejumbrosa-. Tengo
miedo.
Llegaron a una escalera y subieron corriendo por ella, Brazo
Largo y Cerdo precediéndoles a cada nivel y desplegándose para
cubrir sus flancos, en tanto que el tercero de los tres sicarios de
Joe-Jim -Hugh oyó que le llamaban Chaparro-, cubría la retaguardia.
Los demás iban en medio de ellos.
Hugh pensaba que ya habían logrado escapar cuando oyó gritos
y ruido de cuchillos justo sobre él. Consiguió llegar al nivel que
tenía encima a tiempo de que el rebote de un cuchillo le hiciera
una herida no demasiado profunda.
Tres hombres habían caído. Brazo Largo tenía un cuchillo
asomando por la parte superior de su brazo, pero eso no parecía
molestarle demasiado. Su honda seguía girando. Cerdo estaba
buscando uno de los cuchillos lanzados que habían fallado el
blanco, habiendo agotado su armamento. Pero había señales de su
trabajo: a unos seis metros de distancia un hombre se sostenía a
duras penas con una rodilla en el suelo. Una herida de cuchillo le
ensangrentaba el muslo.
Hugh le reconoció cuando el hombre lograba erguirse
agarrándose con una mano a la mampara en tanto que la otra
rebuscaba en su vacío cinturón.
Bill Ertz.
Había guiado a un grupo hacia arriba por otro camino y había
logrado flanquearles, para su desgracia. Bobo asomó por detrás de
Hugh y su potente brazo se preparó para el lanzamiento. Hugh le
detuvo.
–Calma, Bobo -le indicó-. En el estómago, y no muy
fuerte.
El enano pareció sorprendido, pero hizo como le indicaba.
Ertz se dobló lentamente sobre sí mismo y cayó.
–Buena puntería -dijo Jim.
–Cógele, Bobo -le dijo Hugh-, y quédate en mitad del
grupo.
–Sus ojos examinaron brevemente a los demás, el cuerpo
encogido para protegerse mejor, esparcidos por ese tramo de
escalera- De acuerdo, pandilla… ¡Arriba otra vez! Y con
cuidado.
Brazo Largo y Cerdo subieron rápidamente por el tramo
siguiente en tanto que los demás se colocaban en las posiciones
anteriores Joe parecía disgustado. No estaba muy claro el porqué,
pero había sido sustituido como jefe del grupo -su grupo- y Hugh
estaba encargándose de dar las órdenes. Pensó que no era ese el
momento para empezar a discutir sobre ello. Podía conseguir que les
mataran a todos
A Jim no parecía importarle tanto De hecho daba la impresión
de estar pasándoselo muy bien.
Subieron otros diez niveles sin hallar ningún tipo de
oposición organizada. Hugh les dio instrucciones de que no mataran
a ningún campesino, de no ser necesario. Los tres esbirros de
Joe-Jim le obedecieron y Bobo iba demasiado cargado con Ertz para
representar algún problema en cuanto a la disciplina. Hugh no
permitió que bajaran la guardia hasta no haber dejado atrás unos
treinta niveles más, con lo que se encontraron ya bien metidos en
tierra de nadie. Entonces les indicó que se detuvieran y todos
examinaron sus heridas.
Las únicas de alguna importancia eran el corte en el rostro
de Bobo y el brazo de Brazo Largo. Joe-Jim se encargó de curarlas
con los vendajes que había cogido antes de salir. Hugh se negó a
que curara la suya.
–Ha dejado de sangrar -insistió-, y tengo mucho que
hacer
–No tienes que hacer nada aparte de volver a casa -dijo Joe-,
y olvidarte de todas estas tonterías.
–No del todo -negó Hugh-. Puede que tú vuelvas a casa. pero
Alan, yo y Bobo vamos a subir hasta donde no haya peso…, hasta el
observatorio del capitán.
–Estupideces -dijo Joe-. ¿Para qué?
–Acompáñanos si quieres y ya lo verás. De acuerdo, pandilla:
vamos.
Joe se dispuso a contestarle, pero se quedó callado al ver
que Jim no abría la boca. Joe-Jim les siguió.
Flotaron suavemente a través del umbral del observatorio:
Hugh, Alan, Bobo con su carga todavía inconsciente… y
Joe-Jim.
–Eso es -le dijo Hugh a su amigo Alan, señalando con un gesto
de su mano hacia el esplendor de las estrellas-, eso es lo que
pretendía contarte.
Alan miró y se agarró al brazo de Hugh.
–¡Jordan! – gimió-. ¡Nos caeremos!
Y cerró los ojos, apretando fuertemente sus
párpados.
Hugh le sacudió.
–No ocurre nada -le dijo-. Es soberbio. Abre los
ojos
Joe-Jim tocó a Hugh en el brazo.
–¿A qué viene todo esto? – preguntó-. ¿Por qué le has traído
aquí arriba?
Y señaló a Ertz.
–Oh…, él. Bueno, cuando despierte pienso enseñarle las
estrellas y demostrarle que la Nave está en
movimiento.
–¿Sí? ¿Y para qué?
–Luego le haré volver abajo para que convenza a unos cuantos
más.
–Hmmm…, imagina que no tiene suerte, igual que te ocurrió a
ti.
–Bueno, entonces… -Hugh se encogió de hombros-, entonces
tendremos que seguir insistiendo una y otra vez hasta convencerles,
supongo.
Tenemos que hacerlo, ya lo sabes.
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19/10/2009
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