El despertador sonó unas cuatro horas más tarde. Lo desconectó, pero seguía sonando, y una mirada a la pantalla le mostró el porqué. El descomunal casco cilíndrico del «Nuevas Fronteras» estaba muy cerca. Desconectó también el circuito de la alarma de radar y completó la maniobra a ojo, sin utilizar el calculador balístico. Aún no había emprendido el atraque cuando empezó a incordiar el sistema de comunicaciones. Pulsó un botón, y después de un breve.barrido de sintonía se iluminó la pantalla, apareciendo el rostro de un hombre.


–«Nuevas Fronteras» a crucero desconocido. Identifíquese. – Crucero particular «I Spy», del capitán Sheffield. Mis saludos a su comandante. ¿Puedo subir a bordo?

Les agradaba recibir visitas. La nave interestelar estaba terminada, prácticamente, a falta de la verificación final, las pruebas y la homologación. El ejército de montadores que la habían construido estaba ya de regreso en la Tierra. A bordo no quedaba nadie, sino los representantes de la Fundación Jordan y media docena de técnicos empleados por la corporación que se encargó de construir la nave costeada por dicha fundación. Este personal estaba harto de inactividad, hartos unos de otros, e impacientes por dejar de matar el tiempo y regresar a las diversiones de la Tierra. Un visitante era una distración siempre bien recibida.

Cuando la escotilla de atraque del «I Spy» quedó unida a la del «Nuevas Fronteras», Lazarus vio que venía a recibirle el ingeniero jefe: técnicamente el «capitán», puesto que el «Nuevas Fronteras» estaba ya en órbita, aunque no por la fuerza de sus propios motores. Después de las presentaciones invitó a Lazarus a recorrer la nave. Flotaron a lo largo de millas de corredores, visitaron laboratorios, bodegas, bibliotecas que contenían cientos de miles de bobinas, acres de cultivos hidropónicos para asegurar la alimentación y la provisión de oxígeno, y camarotes amplios, confortables, lujosos incluso, para una tripulación de diez mil personas, futuros colonos.

–Creemos que la expedición del «Vanguardia. estuvo poco dotada de gente -explicó el ingeniero jefe-. Los especialistas en sociodinámica estiman que esta otra colonia podrá sustentar las bases del nivel de cultura actual.

–No me parecen bastantes. ¿Acaso no existen más de diez mil tipos de especialización? – objetó Lazarus.

–Ciertamente, pero basta con tener expertos en todos los oficios básicos y en las ramas indispensables del conocimiento. Luego, conforme la colonia vaya creciendo, se alcanzarán las especializaciones necesarias con ayuda de las bibliotecas, cuyas obras de consulta abarcan desde el baile «claqué» hasta el anudado de alfombras a mano. Esa es la idea general, aunque esta cuestión queda fuera de mi campo. Problema interesante, sin duda, para quienes les guste. – ¿Quizás están ustedes impacientes por salir? El ingeniero pareció casi ofendido, – ¿Quién, yo? ¿Insinúa usted que soy capaz de navegar en esto? Señor mío, yo soy ingeniero, y no un loco suicida.

–Disculpe. – ¡Hombre! No me molestan unos cuantos viajes por el espacio, cuando haya motivo para ello, He estado en Luna City tantas veces que he perdido la cuenta. Incluso he estado en Venus. Pero no supondrá que el carpintero que construyó la «Mayflower» embarcó luego en ella, ¿verdad? En mi opinión, si la gente que se apuntó para este viaje se salvan de volverse locos antes de llegar, es porque ya estaban mochales antes de emprender el viaje.

Lazarus cambió de tema. No se entretuvieron en la zona de motores, ni en la célula blindaba donde se alojaba el gigantesco convertidor atómico, pues se trataba de dispositivos completamente automáticos que no interesaron a Lazarus. La total ausencia de mandos a manejar en aquellas secciones, posible gracias a los recientes progresos de la parastática, convertía su funcionamiento en una cuestión de puro interés intelectual, que podía dejarse para más adelante. Lo que le interesaba a Lazarus era ver la cabina de mandos; una vez en ella se hizo el remolón, formulando infinidad de preguntas, hasta advertir que su anfitrión estaba aburrido y sólo le aguantaba por pura cortesía.

Finalmente Lazarus calló, no porque le importase molestar a su anfitrión sino porque estaba seguro de haber aprendido lo suficiente para atreverse a robar la nave y gobernarla.

Antes de abandonar la nave averiguó otros dos datos importantes: que dentro de nueve días la reducida tripulación proyectaba pasar un fin de semana en la Tierra, después de lo cual se procedería a las pruebas de homologación. Por tanto, la gran espacionave iba a permanecer desierta durante tres días, salvo quizás un oficial de comunicaciones. Lazarus era demasiado astuto como para mostrarse muy inquisitivo acerca de este punto. Pero no quedaría ninguna guardia, porque nadie podía imaginar que fuese necesaria; sería como ponerle una guardia al río Mississippi.

La otra cosa que aprendió fue cómo entrar en la nave sin ayuda desde el interior, detalle que observó al llegar el cohete del correo, precisamente mientras él abandonaba el «Nuevas Fronteras».

En Luna City dio la bienvenida a Lazarus su amigo Joseph McFee, factor de la Diana Terminal Corp., una compañía subsidiaria de la Diana Freight Lines. – ¡Hola! Adelante, capitán, y tome asiento. ¿Qué quiere tomar? – preguntó, sin esperar respuesta mientras servía ya una copa de matarratas libre de impuestos, salido de su alambique de aficionado.

–Hacía tiempo que no se le veía por aquí. ¿Ha oído algún chiste nuevo? ¿De dónde viene usted?

–De Goddard -respondió Lazarus, y le contó lo que le dijo el comandante a su pasajero


VIP.


McFee correspondió con el chiste de la solterona que se halló en caída libre, y Lazarus fingió no saberlo ya. De los chistes pasaron a la política, y McFee le expuso sus ideas sobre la «única solución posible» a la cuestión europea. Era una solución fundada en una complicada teoría del propio McFee, según la cual no procedía extender el Contrato a aquellas culturas que no hubiesen alcanzado determinado nivel de industrialización. A Lazarus no le importaba en absoluto la cuestión, pero no le convenía desairar a McFee.


Por ello se limitó a asentir de vez en cuando, además de aceptar el brebaje que el otro le servía a intervalos regulares. Cuando vio llegado el momento oportuno, hizo la pregunta que le interesaba. – ¿Hay algún material de la Compañía en venta ahora, Joe? – ¿Que si hay? ¡Para echarse a llorar! Tengo ahí fuera más acero, abarrotando solares y recargando mi inventario, del que antes juntaba en diez años. ¿Quiere comprar algo? Le haré precio de amigo.

–Puede que sí, puede que no. Depende de si tiene lo que yo necesito.

–Diga lo que es, y verá como lo tengo. En la vida he visto el mercado tan desanimado.

Hay días que no gana uno ni un cochino crédito -frunció el ceño McFee-. ¿Sabe usted cuál es la causa? Yo voy a decírselo: es el jaleo ése de las Familias Howard. Nadie se arriesga a invertir un dinero hasta saber a qué atenerse. ¿Cómo puede uno hacer cálculos sin saber si son para diez años o para cien? Acuérdese de lo que yo le diga: si la Administración consigue sacarles el secreto a esos tipos, veremos el mayor bum de las inversiones a largo plazo que se haya producido jamás, Pero si no… pues bien, los valores a largo plazo servirán para empapelar las paredes, y la gente se echará a comer, beber y pasarlo bien como no se había visto desde la Reconstrucción. – El factor frunció de nuevo el ceño-. ¿Qué clase de metal busca usted?

–No quiero metal. Necesito una nave.

El ceño de McFee desapareció y sus cejas se enarcaron. – ¿Ah, sí? ¿Y de qué tipo?

–No sabría decirlo exactamente. ¿Dispone de tiempo para enseñarme lo que tenga?

Poniéndose en pie, salieron del domo por el túnel Norte y pasaron revista a los hangares llenos de naves almacenadas, andando con el paso largo y fácil de la baja gravedad lunar. Pronto Lazarus localizó dos vehículos con el empuje ascensional y el cubicaje que necesitaba. Uno de ellos era un transporte de combustible y el más barato, pero un cálculo mental le demostró que faltaba espacio habitable para pasaje, aunque se reformasen a este fin las bodegas. El otro era un modelo antiguo, con un vetusto sistema de inyectores a pistón, pero estaba proyectado para mercancía general y contaba con capacidad suficiente. En realidad, tenía más cubicaje del necesario para la misión, pero convenía que fuese así para que la gente no tuviera que viajar hacinada; este factor podía revelarse crítico.

En cuanto a los inyectores, ya se encargaría de modernizarlos. Cosas peores había arreglado Lazarus.

Los dos hombres se enzarzaron en un regateo, no porque a Lazarus le importase ahorrar dinero, sino porque el dejar de hacerlo en un trato de aquella naturaleza habría estado fuera de carácter. Finalmente llegaron a un complicado arreglo por el cual McFee se quedaba con el «I Spy», haciéndole Lazarus una cesión legal de la nave. A cambio recibía de McFee una letra no aceptada. Luego, compraba el transporte endosándole a McFee su propia letra y añadiendo la diferencia en metálico. McFee a su vez podría hipotecar el «I Spy» en el Commerce Clearance Bank de Luna City, empleando la documentación de la compra-venta, y a ser posible antes de que alguien verificase las cuentas de McFee en una inspección, aunque esto no lo mencionó Lazarus.

No era una ganga; Lazarus había aprovechado el gran deseo que tenía McFee de poseer un vehículo como el «I Spy», al que consideraba ideal para los negocios y diversiones de un soltero. Lazarus no rebajó sino hasta el límite de las posibilidades de McFee, las cuales conocía muy bien. El resultado del regateo aseguraba que McFee no se lo contaría a nadie, al menos hasta después de haber rescatado su letra de favor. Para embrollar mejor las pistas, Lazarus le insinuó a McFee una posibilidad de contrabando de tabaco a gran escala, lo cual le sugirió al factur la idea de que el nuevo y misterioso negocio del capitán Sheffield apuntaba a Venus, que era el principal mercado para tal artículo.

Lazarus logró poner en condiciones el, carguero en cuatro días, mediante generosas primas y pago de horas extraordinarias. Por último despegó de Luna City convertido en amo y señor del «City oí Chillicothe», nombre que abrevió para su uso particular en «Chile», por recordarle un plato favorito que no había tomado desde hacía infinidad de tiempo, hecho con habichuelas rojas, salsa chile y trozos de carne; es decir, carne verdadera y auténtica, no la bazofia sintética que los jóvenes de la época llamaban «carne». Sólo de recordarlo se le hacía la boca agua.

Poco más echaba en falta.

Cerca de la Tierra llamó al control de Tráfico y solicitó una órbita de estacionamiento, pues no deseaba aterrizar con el «Chile». Habría sido un gasto inútil de combustible, así como una manera de llamar la atención. No era que le importase orbitar sin permiso, pero existía la posibilidad de que el «Chile» fuese localizado, determinadas sus coordenadas e investigado durante su ausencia, confundiéndolo con un vector abandonado. Era más seguro moverse dentro de la ley.

Le asignaron una órbita, él ejecutó la maniobra y se dispuso a salir. Después de comprobar que el radar de la naveta de aterrizaje sintonizaba con la radiobaliza de la nave, se posó con el pequeño vehículo en una pista auxiliar del espaciopuerto. Procuró tener en orden todos los papeles necesarios esta vez; dejando la naveta precintada en los hangares se ahorró las formalidades de Aduanas, con lo cual pudo salir del espaciopuerto en pocos minutos. Por el momento no tenía otra preocupación sino la de buscar una cabina pública y hablar con Zack y con Ford. Luego, si le quedaba tiempo, procuraría localizar algún establecimiento donde le sirvieran un chile auténtico.

No había llamado al Administrador desde el espacio porque la comunicación nave-tierra precisaba un enlace repetidor, y el respeto a la vida privada difícilmente habría prevalecido si el operador hubiese oído mencionar a las Familias Howard.

El Administrador se puso inmediatamente, aunque en la latitud correspondiente a la Torre Novak debía ser ya de noche. Viendo las ojeras que tenía Ford, Lazarus dedujo que llevaba muchas horas sin moverse de la oficina, – ¡Hola! Será mejor que hable simultáneamente con Zack Barstow mediante un supletorio.

Tengo muchas cosas de que informar. – Conque es usted -dijo Ford con mal humor-. Creí que nos había abandonado. ¿Dónde se ha metido?

–He comprado una astronave -respondió Lazarus-. Podía figurárselo. Hablemos con Zack ahora.

Ford frunció el ceño, pero se volvió hacia su escritorio. La pantalla se dividió en dos, apareciendo al mismo tiempo Ford y Barstow. A éste pareció sorprenderle, y no alegrarle del todó, el ver a Lazarus. inste habló rápidamente: -¿Qué pasa contigo, amigo? ¿Es que Ford no te dijo lo que habíamos convenido?

–Sí lo hizo -admitió Barstow-, pero no sabíamos dónde estabas ni lo que hacías. Pasó el tiempo sin que recibiéramos noticias tuyas… por lo -que pensamos que ya te habíamos visto bastante. – ¡Rayos! Sabías que yo no era capaz de hacer una cosa así -se quejó Lazarus-. Sea como fuere, aquí estoy, y esto es lo que he estado haciendo.

Y les contó lo del «Chile» y lo del reconocimiento llevado a cabo en el «Nuevas Fronteras».

–Y, ahora, así es como veo yo la cosa: este fin de semana, cuando el «Nuevas Fronteras» quede vacío y sin nadie que lo vigile, aterrizaré con el «Chile» en la reserva, embarcaremos a toda prisa, abordaremos el «Nuevas Fronteras», lo capturaremos y saldremos a toda velocidad. Señor Administrador, eso requiere mucha ayuda de su parte.

Su policía tendrá que fingir que no se entera mientras yo aterrizo y embarco gente. Luego tendremos que burlar el control de vuelo. Seguidamente, convendría que ningún navío armado estuviese cerca del «Nuevas Fronteras» y en disposición de hacer algo. Por último, habría que retirar de la espacionave la guardia que tenga, no vayamos a tener que dominarla.

–Acredíteme algunas facultades de previsión -replicó Ford, agriamente-. Ya me figuro que necesita operaciones de diversión para salir adelante con la suya. Su plan es descabellado.

–No demasiado descabellado -discrepó Lazarus-. Basta que utilice sus poderes ilimitados hasta el último minuto. – Posiblemente. Pero no podemos aguardar cuatro días, – ¿Por qué no?

–No podré dominar la situación tanto tiempo. – Ni yo tampoco -intervino Barstow. Lazarus les miró interrogadoramente. – ¿Cómo? ¿Qué pasa?

Se lo explicaron.

Ford y Barstow estaban comprometidos en una tarea absurdamente difícil: la de montar un engaño muy complicado y sutil, un triple fraude con fachadas diferentes según se tratase de las Familias, de la opinión pública o del Consejo de la Federación. Cada uno de estos aspectos presentaba complicaciones insuperables al parecer.

Ford no podía fiarse de nadie, pues hasta sus colaboradores más íntimos podían estar infectados con la manía de poseer la fuente de la Eterna Juventud, o tal vez no, pero no había manera de averiguarlo sin comprometer la conspiración. Al mismo tiempo, tenía que convencer al Consejo de que estaba haciendo todo le posible por cumplir las órdenes del mismo.

Además, tenía que emitir comunicados diarios para que la opi. nión pública creyese que su Gobierno estaba haciendo progresos hacia la obtención del gran «secreto» que les permitiría vivir eter namente. Las declaraciones tenían que ser cada día más prolijas y las mentiras más truculentas. El pueblo se impacientaba con la demora, se desgastaba cada vez más el barniz de civilización, y estaba a punto de convertirse en populacho.

El Consejo recibía la presión de la opinión, y por dos veces Ford tuvo que invocar la cuestión de confianza, ganando la segun da por sólo dos votos.

–No ganaré la próxima si no hacemos algo -se lamentó.

Los problemas de Barstow eran diferentes, pero no menos di fíciles. Necesitaba ayudantes, pues se trataba de preparar el éxode de cien mil personas. Sería preciso decirles algo antes de que lle. gase el momento de embarcar, si se quería que salieran pronto y sin contrariedades. Sin embargo, no se atrevía a decirles la verdad demasiado pronto, pues entre tanta gente no faltarían los tozudos y los estúpidos… Y bastaba un loco solo para echar a perder todc el proyecto; por ejemplo: provocando la intervención de la policía.

Por consiguiente, estaba necesitado de personas con dotes de mando en quienes confiar para que convencieran a los demás. Ne cesitaba casi un millar de fieles «pastores» capaces de conducir a los cien mil cuando llegase el momento. Pero este número tan grande suponía la casi certeza de que alguno entre ellos flaquearía tarde o temprano.

Peor aún, necesitaba ayudantes para otra misión aún más de} licada. Ford y él habían convenido un plan para ganar tiempo, que aunque flojo era el único posible. Consistía en ir anunciando poce a poco las técnicas empleadas por las Familias para retrasar la senilidad, haciendo creer que la suma de tales técnicas era el «se creto» tan ansiosamente buscado. Para llevar a cabo tal engaño, Barstow tuvo que entrenar a sus bioquímicos, endocrinólogos, es. pecialistas en simbiótica y metabolismo y otros expertos. Tal entrenamiento, a cargo de los mejores psicotécnicos de las Fami. lias, incluía una preparación hipnótica capaz de resistir a los in terrogatorios policiales e incluso al empleo de los «sueros de la verdad». Evidentemente, esta preparación hipnótica era mucho más complicada que la implantación de un simple bloqueo, puesto que no se trataba de callar, sino de hilvanar un engaño verosímil. Has. ta entonces había funcionado… bastante bien. Pero las discrepan cias se hacían más difíciles de explicar a cada día que pasaba.

Barstow no podía seguir el juego más tiempo. La gran masa de las Familias, necesariamente mantenida en la ignorancia, se des. mandaba e incluso antes que el público de fuera. Estaban justa mente indignados por lo que se había hecho con ellos, y espera ban que sus jefes hicieran algo. ¡Y pronto!

La autoridad de Barstow sobre los suyos se evaporaba casi tan rápidamente como la de Ford en el seno del Consejo.

–No pueden ser cuatro días -repitió Ford-. Lo ideal serían doce horas. Veinticuatro como máximo. El Consejo vuelve a reunirse mañana por la tarde.

Barstow estaba preocupado.

–No estoy seguro de poder prepararlos en tan poco tiempo. Quizá sea difícil conducirlos a bordo.

–Yo no me preocuparía por eso -atajó Ford. – ¿Cómo que no?

–Porque el que se quede atrás será hombre muerto… y eso si tiene suerte -dijo Ford sin rodeos.

Barstow no dijo nada y apartó los ojos. Era la primera vez que se admitía expresamente que aquello no era una intriga política relativamente trivial, sino el intento desesperado de evitar una matanza… y que el propio Ford estaba en ambos campos a la vez.

–Bien -intervino Lazarus vivamente-, ahora que eso ha quedado claro entre ustedes dos, pongamos manos a la obra. Puedo hacer que el «Chile» aterrice en…

Se interumpió para considerar la posición actual de la nave en su órbita y el tiempo que tardaría en alcanzarla.

–Digamos a las veintidós horas, mediriano de Greenwich. Añadamos una hora para más seguridad. ¿Qué tal las siete en punto, hora de Oklahoma, mañana por la tarde? O, mejor dicho, hoy, en realidad.

Sus interlocutores parecieron muy aliviados.

–Está bien -asintió Barstow-. Procuraré mantener la moral como sea.

–Está bien, si no puede hacerse más rápido -asintió también Ford, y después de reflexionar unos instantes agregó-: Barstow, ordenaré retirar toda la policía y personal del Gobierno que se hallan ahora dentro del recinto de la reserva. Una vez hayan cerrado las puertas, hable con los suyos.

–De acuerdo. Haré lo que pueda. – ¿Alguna cosa más? – preguntó Lazarus-, ¡Ah, sí! Tendrás que despejar un sitio para que yo aterrice, Zack, o me llevaré a unos cuantos por delante con los reactores.

–Desde luego, desde luego. Aproxímate por el oeste. Te guiaremos con un faro normal, ¿no?

–No puede ser -se opuso Ford-. Tendrá que usar una radiobaliza para orientarse.

–Tonterías. Soy capaz de aterrizar en la punta del monumento a Washington. No se preocupen -fanfarroneó Lazarus.

–No esté tan seguro. Podría tener inconvenientes con el tiempo.

Al acercarse la hora de la cita espacial con el «Chile», Lazarus emitió una señal desde la naveta. El radar del «Chile» respondió, con gran alivio de Lazarus, pues tenía poca confianza en los instrumentos que no hubiese comprobado él mismo, y en aquellos momentos una prolongada búsqueda del «Chile» habría sido desastrosa.

Calculó el vector relativo, disparó los cohetes de la naveta, se aproximó, disparó los retrocohetes y abordó la nave con un error de tres minutos sobre el tiempo calculado, lo cual le hizo sentirse satisfecho de sí mismo. Encerró la naveta, corrió a los mandos y se dispuso a iniciar la maniobra de aterrizaje.

Entró en la estratosfera y cubrió dos tercios de la circunferencia terrestre en menos tiempo del previsto. Empleó parte de la hora de exceso que se había concedido en repasar atentamente las maniobras; era preciso no someter a esfuerzos excesivos los viejos y desgastados inyectores. Descendió hasta la troposfera, procurando qué el casco no alcanzase un calentamiento peligroso, y entonces fue cuando comprendió la observación de Ford acerca del tiempo. Oklahoma y media Texas estaban cubiertas de nubes bajas y densas. Lazarus quedó sorprendido, aunque no contrariado. Aquello le recordaba otros tiempos, cuando el clima era algo que se soportaba, y todavía no se controlaba. En su opinión, la vida había perdido algo de su sabor cuando los técnicos aprendieron a dominar los elementos. Esperaba que su planeta, si llegaban a encontrar uno, tuviese un clima algo variado y rudo.

En seguida se vio metido en ello, y demasiado ocupado para seguir pensando en otras cosas, A pesar de su tamaño, la nave acusaba el temporal. ¡Uf! Sin duda fue Ford quien dispuso aquel tíovivo tan pronto como convinieron la hora, con ayuda de alguna zona de baja presión que las máquinas debieron hallar a mano.

Por la radio una torre de control le pedía identificación a voces. B1 la desconectó para fijar todo su interés en el radar de aproximación y en las fantasmagóricas imágenes del rectificador de infrarrojos. La nave sobrevoló una tremenda cicatriz abierta en el paisaje: eran las ruinas de la antigua autopista Okla-Orleans. De todas las aberraciones técnicas que se había infligido a sí misma la humanidad, aquellas obras mastodónticas se llevaban sin duda el primer premio.

Sus ideas fueron interumpidas por un silbido de acoplamiento de su panel receptor. La nave acababa de ser alcanzada por la señal de la radiobaliza.

Siguió el rumbo que le marcaba, accionó los retrocohetes y finalmente pasó la mano por toda una hilera de interruptores: las puertas del gran carguero se abrieron y penetró en el interior una lluvia torrencial.

Eleanor Johnson se acurrucó sobre sí misma, luchando contra la tormenta y tratando de envolver mejor con el abrigo a la criatura que llevaba sobre el brazo izquierdo. Cuando la tempestad golpeó por primera vez, el niño gritó sin parar, poniendo en tensión los nervios de la madre. Ahora guardaba silencio, pero esto sólo era motivo de nueva preocupación.

Ella también había llorado, aunque procuró disimularlo. En sus veintisiete años de vida no había visto nunca tormenta como aquélla; parecía simbolizar el cataclismo que acababa de trastornar toda su vida, arrancándola de su recién fundado hogar, con su acogedora chimenea al estilo antiguo, con su brillante cocina automática y su termostato que podía poner a la temperatura que quisiera sin consultar a nadie… Una tempestad que se la había llevado entre dos siniestros policías, detenida como cualquier pobre loca, y arrojada después de terribles humillaciones al barro frío y pegajoso de un campo de Oklahoma. ¿Sería cierto? ¿Sería posible que todo aquello fuese verdad y no una de las extrañas pesadillas que había tenido durante su embarazo?

Pero la lluvia era demasiado helada, el trueno de la tormenta demasiado retumbante como para soñarlo sin despertar. Así pues, era verdad lo que había dicho el Síndico. Sí, debía de ser verdad, pues ella había visto llegar la gigantesca nave. Con sus propios ojos había visto las llamaradas de sus toberas destacando entre la negrura del temporal.

Ahora, perdida entre la muchedumbre, ya no alcanzaba a distinguirla, pero los que la rodeaban seguían avanzando poco a poco; por tanto, debía estar delante de ella. Estaba casi a la cola de la multitud, sería una de las últimas en subir a bordo.

Era muy necesario subir a bordo. Eso había dicho el abuelo "haccur Barstow, explicándoles luego en tono solemne lo que les aguardaba si no lo hacían. Ella creyó en sus palabras, aunque no dejaba de preguntarse cómo era posible, cómo alguien podía ser tan malvado, tan horriblemente desalmado como para querer matar a una persona tan indefensa e inofensiva como ella misma y su niño.

Se sintió embargada por el pánico. ¿Y si no quedase sitio cuando ella fuese a subir?

Apretó al niño con más fuerza entre sus brazos, v la criatura gritó de nuevo al sentir la presión.

De entre la multitud salió una mujer que se acercó a Eleanor y le dijo:

–Debes estar muy cansada. ¿Quieres que te lleve el niño un rato?

–No, no, gracias. Estoy bien.

Un relámpago le dejó ver las facciones de la mujer. Eleanor Johnson la reconoció: era la abuela Mary Sperling.

Pero aquel amable ofrecimiento le hizo recobrar la confianza. Ahora sabía lo que iba a hacer. Si la nave se llenaba y no podía admitir más gente, ella haría pasar al niño de mano en mano sobre las cabezas de la multitud. Nadie rehusaría el hacer sitio a una criatura tan pequeña.

Alguien la rozó en la oscuridad. La multitud seguía adelantándose.

Cuando Barstow vio que faltaban pocos minutos para completar la operación de embarque, dejó su guardia junto a una de las compuertas del carguero y corrió tan rápido como le permitía el fangoso estado del suelo hacia la barraca de comunicaciones. Ford le había dicho que necesitaba recibir aviso antes de que despegase la nave: era preciso para organizar una maniobra de diversión. Barstow forcejeó con una puerta no automática que se negaba a abrirse, abrió y entró corriendo. Marcó el número privado que comunicaba directamente con la oficina de Ford, y apretó la palanca.

Contestaron en el acto, pero el rostro que apareció en pantalla no era el de Ford.

Impaciente, Barstow estalló: -¿Dónde está el Administrador? He de hablar con él.

Fue entonces cuando identificó el rostro que tenía ante sí. Era una cara muy conocida: la de Bork Vanning, jefe de la minoría del Consejo.

–Está usted hablando con el Administrador -replicó Vanning con fría sonrisa-. Con el nuevo Administrador. Ahora, ¿quién diablos es usted y qué se le ofrece?

Barstow dio gracias a todos los dioses pasados y presentes, en vista de que la identificación no había sido recíproca. Cortó la comunicación de un rápido gesto instintivo, y salió corriendo del barracón.

Dos de las compuertas del carguero estaban ya cerradas; los rezagados se aglomeraban alrededor de las otras dos. Barstow entró por una de ellas, empujando a todo el mundo y mascullando maldiciones. Finalmente logró abrirse paso hasta la cabina de mandos. – ¡Arriba! – gritó con todas sus fuerzas al ver a Lazarus-. ¡Hay que despegar ahora mismo! – ¿A qué viene todo ese jaleo? – preguntó Lazarus, pero al mismo tiempo su mano accionaba el cierre de ambas compuertas. Aceleró los motores, esperó apenas diez segundos… y dio paso a toda la potencia.

–Bien -dijo a modo de comentario seis minutos más tarde-. Espero que todo el mundo haya conseguido echarse; de lo contrario, tendremos que curar algunos huesos rotos. ¿Qué decías?

Barstow le contó lo sucedido con su intento de hablar con Ford. Lazarus parpadeó y silbó algunos compases de la canción Un pavo en la paja.

–Parece que nos hemos salvado por los pelos. ¡Vaya si lo parece!

Luego guardó silencio y fijó toda su atención en los instrumentos, con un ojo en el control balístico y otro en el radar de popa.


7


Lazarus tuvo quehacer a manos llenas para conducir el «Chile» hasta la posición de atraque al costado del «Nuevas Fronteras». El exceso de carga hacía muy insegura la maniobra del transporte, que cabeceaba como un potro. Pero lo consiguió. Los anclajes magnéticos se pegaron al casco de la nave interestelar, las bombas se pusieron en marcha, y a todos les dolieron los oídos mientras la presión interior del «Chile» se ajustaba a la de la nave gigante. Lazarus echó a correr hacia la escotilla que daba a la sala de mandos, y cuando alcanzó el pie de la escala se dio de bruces con el ingeniero jefe del «Nuevas Fronteras».


El hombre le miró y bufó:

–Usted otra vez, ¿eh? ¿Por qué diablos no ha contestado a nuestras llamadas? ¿Es que no sabe que está prohibido atracar aquí sin permiso? Esta nave es propiedad privada. ¿Qué significa esa intrusión?

–Pues, sencillamente, que usted y sus muchachos van a irse a la Tierra algunos días antes de lo previsto… en ese carguero que ahí ve. – ¡Cómo! ¡Esto es ridículo!

–Hermano -empezó Lazarus con amabilidad, exhibiendo la desintegradora con súbito gesto de la derecha-, no me gustaría hacerte daño después de haber sido tan amable conmigo…, pero ten por seguro que te lo haré, si no te comportas.

El oficial se limitó a parpadear sin dar crédito a sus ojos. Algunos de sus hombres se apiñaban a su espalda; uno de ellos dio un salto y echó a flotar por el aire con intención de ir a pedir ayuda. Lazarus le apuntó a la pierna y disparó con poca potencia. El atrevido se contorsionó en el aire, con espasmódicos movimientos.

–Ahora tendrán que ocuparse de él -observó Lazarus.

Fue suficiente. El ingeniero reunió a sus subordinados llamándoles a través del intercomunicador, y Lazarus fue contándolos mientras llegaban. Eran veintinueve, cifra que Lazarus había tenido buen cuidado de memorizar en ocasión de su primera visita.

Después examinó al hombre a quien había disparado.

–Eso no es nada, chico -decidió tras breve inspección, y luego, volviéndose hacia el ingeniero en funciones de capitán-: Tan pronto como hayan pasado a la otra nave, póngale un poco de pomada contra la radiación. El botiquín está en la cabina de mandos. – ¡Esto es un acto de piratería, y no se saldrá con la suya! – Probablemente no -dijo Lazarus, pensativo-. Pero voy a intentarlo.

En seguida volvió su atención a lo que más le importaba. – ¡Vamos, pronto! ¡No tenemos todo el día!

El «Chile» se estaba vaciando poco a poco. Sólo podía utilizarse una puerta de salida y entrada, pero la presión de la muchedumbre medio histérica y el embotellamiento producido en el pasillo de comunicación entre ambas naves hacían que los refugiados entrasen como abejas huyendo de una colmena en peligro.

Muchos de ellos no se habían visto nunca en situación de gravedad cero, y al entrar en la gigantesca astronave se quedaban flotando en el aire, totalmente desorientados. Lazarus trató de poner orden, por el procedimiento de echar mano de los que parecían más acostumbrados a aquellas condiciones y ponerlos a dirigir a los demás. Era cuestión de despejar rápidamente, de meter a los recién llegados en cualquier parte, de hacer sitio a los miles y miles que aún estaban por llegar. Había elegido ya como a una docena de ayudantes, cuando apareció por la escotilla Barstow; Lazarus echó mano de él, y le cedió la tarea.

–Que se vayan moviendo, sea como sea. He de ir a la cabina de mandos. Si localizas a Andy Libby, envíamelo.

Un hombre se apartó de la multitud y se dirigió a Barstow: -Hay una nave que trata de entrar en la nuestra. La he visto por una ventana. – ¿Dónde? – preguntó Lazarus.

Aunque el hombre desconocía los términos astronáuticos, supo hacerse entender.

–Ahora vuelvo -le dijo Lazarus a Barstow-. Que sigan entrando, y no pierdas de vista a esos chicos, que son nuestros anfitriones aquí.

Enfundó la desintegradora y se abrió paso entre la muchedumbre que entraba.

La escotilla número tres parecía ser la indicada por el informante. En efecto, había algo.

La escotilla tenía un ojo de buey de cristal blindado, pero en vez de un fondo de estrellas dejaba ver un reflejo blanco. Un vehículo desconocido estaba pegado al costado del «Chile».

Sus ocupantes no se habían atrevido a abrir una escotilla del «Chile», o tal vez no sabían hacerlo. La escotilla no estaba cerrada por dentro, y un piloto exterior verde indicaba que las presiones estaban niveladas; por tanto, el acceso no era difícil.

Lazarus se extrañó.

Si era un patrullero, un crucero de la Escuadra o algo por el estilo, su presencia significaba una mala noticia. Pero, en tal caso, ¿por qué no abrían la escotilla y entraban?

Estuvo tentado de cerrarla por dentro, acabar las operaciones de transbordo y salir huyendo.

Pero los ancestrales hábitos del mono pudieron más; no podía desentenderse de algo sin averiguar antes lo que era. Conque optó por una solución de compromiso, cerrando el pestillo de un puntapié y asomándose luego cuidadosamente por el ojo de buey para ver quién era.

Estaba viendo a Slayton Ford.

Rápidamente se hizo a un lado, descorrió el pestillo y accionó el pulsador que abría la escotilla. Allí aguardó, con un pie afianzado en un estribo, la desintegradora en una mano y el cuchillo en la otra. – ¿Qué diablos quiere ahora? – preguntó-. ¿Qué hace usted aquí? ¿A quién se ha traído, a la patrulla?

–He venido solo -respondió el ex Administrador de la Federación. – ¡Cómo!

–Quiero irme con ustedes… si me aceptan.

Lazarus se quedó mirándole, sin responder. Luego se acercó de nuevo al ojo de buey e inspeccionó cuanto pudo divisar. Por lo visto, Ford decía la verdad. No había nadie más.

Pero no fue eso lo que más llamó la atención a Lazarus.

En efecto, el aparato del recién llegado no era una nave espacial propiamente dicha; carecía de compartimiento estanco, y en su lugar sólo tenía una compuerta de atraque para unirse a otra nave más grande. Parecía… Sí, aquello era un pequeño estratoyate privado, capaz para saltar de un lugar a otro o, como mucho, para abordar algún satélite siempre que éste dispusiera de facilidades para repostar, al objeto de emprender el salto de regreso.

Pero allí no tenían medios para repostar. Un piloto muy hábil habría sido capaz, quizá, de aterrizar planeando con aquella lata, siempre que se las arreglase para reingresar en la atmósfera sin chamuscarse la piel. Lazarus se dijo que, de todos modos, a él no le gustaría verse en tal aventura, ¡ni hablar! Dirigiéndose a Ford, le preguntó:

–Suponiendo que no le aceptásemos, ¿cómo pensaba regresar? – No me paré a pensarlo – replicó Ford. – ¡Hum! Cuéntemelo todo, pero rápido, pues vamos con el tiempo justo.

Ford había quemado todos sus puentes. Desposeído del cargo pocas horas antes, sabía que cuando todo saliera a relucir lo mejor que podría esperar sería el internamiento a perpetuidad en Coventry, sin hablar de la posibilidad de ser linchado por las turbas fanatizadas o de perder la razón en el curso de los interrogatorios.

Fueron sus maniobras de diversión lo que le hizo perder el ligero margen de mayoría que aún conservaba. Sus explicaciones no habían convencido al Consejo. Dijo que la tempestad sobre la reserva, con simultánea retirada de la policía, había sido un intento de romper la moral de las Familias: excusa plausible pero no demasiado verosímil. Sus órdenes a la Escuadra para alejarla del «Nuevas Fronteras» afortunadamente no habían sido relacionadas por nadie con la cuestión de las Familias Howard. Sin embargo, no pudo aducir motivos suficientes y esto también sirvió de argumento para el voto de desconfianza. No hubo caso que no sacaran a relucir para combatirle; una de las interpelaciones aludió a ciertos dineros retirados del fondo discrecional de la Administración por un tal capitán Aaron Sheffield. ¿Habían sido gastadas en alguna misión de interés público tales cantidades?

Lazarus abrió mucho los ojos: -¿Quiere decir que andaban ya sobre mi pista?

–No del todo, o no estaría usted aquí. Pero les faltaba muy poco para dar con ella.

Supongo que muchas personas de mi confianza han debido pasar a la oposición en los últimos días.

–Probablemente, pero dejémoslo correr. Vamos. Partiremos tan pronto como haya salido el último de esta nave.

Lazarus se volvió, dispuesto a alejarse. – ¿Permitirá que vaya con ustedes? Después de echar una ojeada, Lazarus se encaró con Ford. – ¡Cómo no!

Su primera intención había sido devolver a Ford con el «Chile». Si cambió de opinión no fue por gratitud, sino por respeto. Después de perder su cargo, Ford se había encaminado directamente a Huxley Field, al norte de la torre Novak, indicando al control de vuelo que se dirigía al satélite «Monte Carlo», pero con el propósito de buscar el «Nuevas Fronteras». Esto agradó a Lazarus. Hacía falta tener valor y carácter para jugárselo todo a una carta y largarse con lo puesto, como quien dice. – ¡Pues claro que vendrá con nosotros! – añadió sinceramenteUsted me cae bien, Slayton.

El «Chile» ya estaba medio vacío, aunque la muchedumbre atemorizada seguía agolpándose alrededor de la escotilla de transbordo. Lazarus se abrió paso a codazos, procurando no maltratar a mujeres ni a niños, pero sin permitir que nada le demorase.

Ford iba colgado del cinto de Lazarus para no separarse de él. Así llegaron hasta la presencia de Barstow. r_ste se quedó de una pieza.

–Sí, es él -confirmó Lazarus-. No mires tanto, que es de mala educación. Vendrá con nosotros. ¿Has visto a Libby?

–Aquí estoy, Lazarus -dijo Libby, soltándose de su estribo y acercándose al vuelo con la soltura de un veterano del espacio. Llevaba un pequeño petate sujeto a la muñeca.

–Está bien, no te alejes demasiado. ¿Cuánto tardarán en pasar los demás, Zack?

–Cualquiera sabe. Es imposible contarlos. Supongo que una hora, más o menos.

–Que sea menos. Pon un par de tipos rudos a cada lado de la entrada, y que vayan tirando de los que entran. Es preciso que nos vayamos ahora mismo. Estaré en la cabina de mandos, llámame por el intercomunicador cuando haya pasado el último y nuestros anfitriones hayan entrado en el «Chile» para ser devueltos a la Tierra. ¡Andy! ¡Slayton! ¡Conmigo!

–Lazarus…

–Más tarde, Andy. Hablaremos cuando estemos allí.

Lazarus se llevaba a Slayton Ford porque no sabía qué hacer con él, y pensando además que sería mejor tenerlo apartado de la circulación hasta que se les hubiera ocurrido una buena explicación de su presencia. Hasta aquel momento nadie parecía haber reparado en él, pero cuando las cosas se hubiesen calmado, el conocido semblante de Ford exigiría prontas explicaciones, La cabina de mandos estaba a unos ochocientos metros más a proa. Lazarus sabía que debía existir una guía directa hasta el puesto de mando, pero no estaba dispuesto a perder el tiempo buscándola, por lo que enfiló adelante por el primer pasillo que halló.

Tan pronto como se vieron lejos de la multitud, consiguieron avanzar a buen ritmo, aunque Ford no dominaba mucho la técnica de moverse en condiciones de ingravidez.

Los otros dos, en cambio, se movían como peces en el agua.

Una vez llegados a la cabina, Lazarus entretuvo la forzosa espera explicándole a Libby la disposición sumamente ingeniosa, aunque poco ortodoxa, de los mandos de la nave.

Libby, entusiasmado, empezó a familiarizarse con ellos, Lazarus se volvió a Ford. – ¿Qué le parece, Slayton? No nos vendría mal otro ayudante. Ford meneó la cabeza.

–He estado escuchando, pero no llegaría a aprenderlo. No soy piloto. – ¿Eh? Pues, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? – ¡Ah! En realidad tengo la licencia, pero me ha faltado tiempo para practicar. Siempre pilotaba mi chófer. Hace años que no calculo una trayectoria.

Lazarus le miró de arriba abajo.

–Y sin embargo, trazó usted la cita orbital, ¡y sin reserva de combustible!

–Pues sí. Lo hice.

–Entiendo. Como el gato que aprendió a nadar. Bien, es un sistema tan bueno como cualquier otro.

Se volvió hacia Libby, pero entonces la voz de Barstow se dejó oír a través del intercomunicador: -¡Cinco minutos, Lazarus! Primer aviso.

Lazarus localizó el micrófono, accionó el botón y replicó: -Conforme, Barstow. Cinco minutos.

–Luego comentó: -¡Rayos! ¡Pero si aún no hemos determinado el rumbo! ¿Qué opinas, Andy? ¿Nos alejamos perpendicularmente de la Tierra para perderla de vista cuanto antes, y escogemos destino luego? ¿Qué le parece, Slayton? ¿Iría eso de acuerdo con las órdenes que dio a su Escuadra? – ¡No, Lazarus, no! – protestó Libby. – ¿Y por qué no?

–Hay que enfilar directo hacia el Sol. – ¿Hacia el Sol? ¿Se puede saber por qué?

–Es lo que intentaba decirte antes. Es por lo de la propulsión espacial que me mandaste que estudiara.

–Pero aquí no hay nada de eso, Andy.

–Sí hay. Aquí está -indicó Libby, señalando el petate que había traído.

Lazarus lo abrió.

Montado con piezas de otros mecanismos, y más parecido al trabajo de un niño aficionado a la mecánica que a un producto de laboratorio técnico, el trasto al que Libby denominaba «propulsión espacial» quedó expuesto a la contemplación crítica de Lazarus.

En medio de la brillante perfección de la complicada sala de mandos, parecía algo desmañado, patético, ridículamente inadecuado.

Lazarus lo empujó un poco, indeciso. – ¿Qué es eso? – preguntó-. ¿Una maqueta?

–No, no, Eso es, precisamente, la propulsión espacial. Lazarus contempló al, para él, joven científico, con cierta simpatía irónica.

–Hijo, ¿no se te habrá aflojado un tornillo, verdad? – ¡No, no! – se apresuró a negar Libby-. Estoy tan cuerdo como tú. Esto representa un concepto radicalmente nuevo. Por eso quiero que nos acerquemos al Sol. Si funciona, tendrá que ser donde la presión de la luz sea más intensa.

–Y si no funciona, ¿cómo quedaremos? ¿Como unas manchas solares?

–No digo que nos dirijamos al Sol. Pero de momento podemos enfilar hacia allá, y cuando haya calculado los datos, te daré las correcciones para entrar en la trayectoria conveniente. Quiero que pasemos cerca del Sol en una hipérbola muy abierta, bastante dentro de la órbita de Mercurio y tan cerca de la fotosfera como esta astronave pueda aguantar. Como no sabía hasta dónde podíamos aproximarnos, no he calculado los datos antes, pero con la documentación de a bordo los tendré en seguida.

Lazarus contempló de nuevo el armatoste cientifico.

–Mira, Andy… Si estás seguro de que los engranajes de tu cabeza no se han oxidado, voy a correr el riesgo. Apretaos los cinturones.

Con estas palabras, se ciñó los cinturones del puesto de piloto y llamó a Barstow. – ¿Cómo va eso, Zack? – ¡Listos! – ¡Pues agárrense bien!

Lazarus cubrió con una mano una luz del cuadro de mandos que tenía a la izquierda. La alarma de aceleración resonó en toda la nave. Otra maniobra con la derecha, y se abrió frente a ellos un hemisferio de cielo estrellado. Ford lanzó una exclamación de sorpresa.

Lazarus lo estudió, viendo que casi veinte grados de firmamento estaban eclipsados por el hemisferio nocturno de la Tierra. – Habrá que dar un rodeo, Andy. Ahora verás cómo pilotamos los de Tennessee.

Empezó suavemente con una aceleración igual a un cuarto de la correspondiente a la gravedad terrestre, lo suficiente para despabilar a los pasajeros y obligarles a tomar precauciones. Al mismo tiempo iniciaba la lenta operación de variar el rumbo de la gigantesca nave, hacia la dirección conveniente para salir cuanto antes del cono de sombra de la Tierra. Luego aumentó la aceleración a medio G, y después a un G.

La negra silueta de la Tierra pronto se convirtió en un plateado cuarto creciente, apareciendo tras ella el blanco disco del Sol, con magnitud aparente de medio grado.

–Quiero sobrepasarla a mil millas más de distancia y con aceleración de dos G. «Regla de Cálculo» -dijo Lazarus, nervioso-, dame el vector temporal.

Libby no necesitó más de algunos segundos para efectuar el cálculo. Lazarus hizo sonar de nuevo la alarma y aumentó la aceleración a dos G. Por un instante pensó ponerla al máximo de emergencia, pero se contuvo, comprendiendo que no podía hacerlo con aquel cargamento de novatos. Cualquier nave rápida de la Escuadra podía acelerar mucho más, si era enviada en misión de intercepción, y las tripulaciones estaban entrenadas para resistirlo. Pero no tenían más remedio que correr el riesgo… Por otra parte, las naves de la Escuadra no podían mantener mucho tiempo una fuerte aceleración, pues contaban con tanques de capacidad limitada.

En cambio, el «Nuevas Fronteras» no estaba sometido a tan anticuados límites, puesto que no empleaba depósitos. Su convertidor funcionaría con cualquier masa, transformándola en pura energía de propulsión. Todo servía, meteoritos, partículas interestelares, átomos captados al paso, o incluso los desperdicios de la propia nave. La masa era energía, y un gramo de materia al morir proporcionaba novecientos millones de trillones de ergios de empuje.

El cuarto creciente de la Tierra fue aumentando y quedando a un lado de la pantalla hemisférica. En cambio, el Sol señalaba exactamente el rumbo. Algo más de veinte minutos más tarde, cuando pasaban por el punto de máxima aproximación y la media Tierra se eclipsaba por un lado de la pantalla, entró en funcionamiento el circuito de nave a nave. – ¡«Nuevas Fronteras»! – ordenó una voz poderosa-. ¡Pónganse en órbita de espera! ¡Es una orden del control de circulación espacial!

Lazarus lo desconectó.

–De todos modos, si tratan de alcanzarnos, no creo que vayan a seguirnos hasta el Sol – dijo con optimismo-. Camino despejado, Andy, ¿Quieres calcular el tiempo, o prefieres darme los datos a mí?

–Lo calcularé -respondió Libby.

Había descubierto ya que las características relativas a la astrogación de la nave, incluyendo su comportamiento como «cuerpo negro», figuraban duplicadas en ambos puestos de pilotaje. Con esto y los datos del instrumental empezó a calcular la hipérbola con que se proponía pasar cerca del Sol. Hizo un débil intento de utilizar la calculadora balística de a bordo, pero fracasó; el modelo era completamente desconocido para él, y además no tenía parte movible alguna, ni siquiera en sus mandos externos. Como no era cuestión de perder tiempo, prefirió emplear la extraña capacidad para los números que poseía su cerebro. Tampoco éste presentaba partes movibles, pero al menos sabía manejarlo.

Lazarus decidió comprobar cómo andaban de popularidad en relación con el mundo exterior. Conectó de nuevo la comunicación de nave a nave, lo que le permitió escuchar más ladridos de voces irritadas, aunque algo más lejanas. Así supo que habían averiguado su verdadero nombre (o al menos uno de ellos); esto significaba que los forzados huéspedes del «Chile» debieron llamar al control de circulación tan pronto como se hallaron a solas. Supo también que acababa de ser anulada la licencia de piloto del «capitán Sheffield», lo que le hizo menear la cabeza con irónico disgusto. Cortó aquel canal y ensayó las frecuencias empleadas por la Escuadra. Acabó por desconectarlas también, pues transmitían en clave y no se entendía nada, excepto una vez que captó las palabras «Nuevas Fronteras», que alguien había radiado sin cifrar.

Murmuró algo así como «no me causan pavor vuestros semblantes esquivos…», y ensayó otro método de investigación. Mediante radar de largo alcance y detector paragravitacional podía saber si había otras naves en proximidad, pero esto no bastaba. Se hallaban todavía cerca de la Tierra y era lógico que hubiese naves, pero no resultaba fácil distinguir un pacífico carguero o crucero de pasaje de una espacionave armada y lanzada en furiosa persecución.

Pero el «Nuevas Fronteras tenía más recursos que una nave ordinaria para saber lo que ocurría a su alrededor, pues había sido equipada para enfrentarse sola a las más insólitas situaciones. La sala de mandos hemisférica que ocupaban era un enorme receptor multipantalla de televisión, capaz de reproducir el cielo estrellado, tanto a proa como a popa, según la voluntad del piloto. Pero aún tenía otros circuitos más sutiles: simultánea o separadamente, podía funcionar como una enorme pantalla de radar con presentación de cualquier objeto que entrase dentro de su alcance.

Y esto era sólo el principio. Sus detectores sobrehumanos podían aplicar el análisis diferencial a la resolución de los efectos Doppler, y dar una presentación visual de los resultados. Lazarus estudió la consola de mandos que tenía al lado izquierdo, tratando de recordar lo que le habían explicado, y ensayó una maniobra.

Las simuladas estrellas e incluso el mismo Sol se desvanecieron hasta resultar apenas visibles, destacando por contraste una docena de puntos luminosos.

Accionó los mandos para el cálculo de velocidad angular. Los puntos viraron al color rojo y se convirtieron en pequeños cometas de cola rosada. Todos menos uno, que seguía de color blanco y no presentaba cola. Estudió durante unos segundos a los demás, decidiendo que según sus vectores no llegarían a acercarse nunca. Luego ordenó que los instrumentos midieran el efecto Doppler del perseguidor constante.

Este adquirió un color violeta, recorrió la mitad del espectro y quedó detenido en el verde.

Lazarus reflexionó unos instantes, restó de la aceleración medida los dos G que llevaba su propia nave, y observó que el punto incógnita regresaba a su primtivo color blanco.

Satisfecho, repitió la misma verificación con los instrumentos de proa.

–Lazarus… -¿Sí, Lib? – ¿Te molesto si te doy las correcciones ahora?

–En absoluto. Sólo estaba echando una ojeada. Si esta linterna mágica funciona, no creo que puedan organizar una persecución con posibilidades de alcanzarnos.

–Bien, pues ahí van los números…

–Ponlos en máquina tú mismo, ¿quieres? Te cedo un rato los mandos y me voy a desayunar. ¿Y vosotros? ¿Queréis tomar algo? Libby asintió con la cabeza, distraído, mientras iniciaba las operaciones para modificar la trayectoria de la nave. Ford terció prontamente, hablando por primera vez desde hacía largo rato:

–Deje que vaya yo. Lo haré con mucho gusto. – ¡Hum! Podría meterse en algún jaleo, Slayton. No sé lo que habrá contado Zack por ahí, pero me figuro que para la mayoría usted seguirá siendo el enemigo número uno, Voy a pedir por-el intercomunicador que venga alguien a atendernos.

–No creo que nadie me reconozca en estas circunstancias -objetó Ford-, Además, es una diligencia legítima y puedo explicarla. Lazarus observó el semblante de Slayton y comprendió que tenía necesidad de ocuparse en algo para mantener la moral.

–De acuerdo… siempre que consiga desenvolverse bajo una aceleración de dos G.

Ford se incorporó pesadamente en el asiento.

–Creo que he conseguido tener piernas de astronauta. ¿Qué clase de bocadillos quieren?

–Yo diría de filete de buey, pero seguramente será un maldito sucedáneo. Que sean de queso y salchicha con mucha mostaza. Y un cubo de café. ¿Qué quieres tú, Andy? – ¿Yo? ¡Bah!, me da igual. Cualquier cosa.

Ford se dispuso a salir, luchando dificultosamente contra el doble peso de su cuerpo; luego titubeó y dijo:

–Señores, me harían un favor si me indicaran dónde debo buscar lo que pidieron.

–Si no encuentra la nave abarrotada de alimentos por todas partes, hermano -dijo Lazarus-, será que hemos cometido un terrible error. Busque, y espero que encuentre algo.

Cayendo, cayendo, cayendo siempre hacia el Sol, a velocidad que aumentaba diecinueve metros por segundo cada segundo transcurrido. Cayendo y cayendo durante quince interminables horas de peso doblado, En ese tiempo recorrieron diecisiete millones de millas y alcanzaron la inconcebible velocidad de seiscientas cuarenta millas por segundo: la distancia de Nueva York a Chicago en un abrir y cerrar de ojos.

Durante las horas en que permanecieron sometidos a un peso doble del normal en la Tierra, Barstow fue uno de los que lo pasaron peor. Otros podían echarse, tratar de dormir respirando con dificultad y buscando nuevas posturas para aliviar la carga del propio cuerpo, pero Zaccur Barstow se sentía espoleado por su responsabilidad, y se mantuvo en pie, cargando con sus trescientas cincuenta libras.

Y no porque pudiese hacer nada en favor de los suyos, excepto arrastrarse penosamente de un compartimiento a otro y preguntarles cómo se encontraban. Nada podía hacerse, ninguna organización podía aliviar el malestar mientras viajasen bajo aquella aceleración.

Hombres, mujeres y niños se echaban donde hallaban sitio, aprovechando todos los espacios de una cosmonave no proyectada para semejante muchedumbre.

Lo único bueno de todo aquello, meditaba Barstow, era que todos se sentían demasiado enfermos para pensar en otra cosa. Estaban demasiado abatidos para crear problemas.

Tarde o temprano se plantearían las dudas sobre el acierto del viaje, habría preguntas embarazosas sobre la presencia de Ford a bordo, o sobre el peculiar y ambiguo comportamiento de Lazarus, o sobre las contradicciones de la actuación del propio Barstow. Pero aún no había llegado el momento.

Convendría montar una campaña de propaganda, anticiparse al crecimiento del malestar.

De lo contrario, valía más no pensar en lo que podría ocurrir…, y que ocurriría ciertamente si no se hacía algo para evitarlo.

Llegado frente a una escala de acero, apretó los dientes y consiguió subir a la cubierta superior. Sorteando los cuerpos tendidos en todas direcciones por el suelo, casi tropezó con una mujer que oprimía a un bebé entre sus brazos. Barstow observó que la criatura estaba sucia y mojada, y pensó en reconvenir a la madre, puesto que parecía despierta.

Pero luego continuó su camino, comprendiendo que no habría un pañal limpio en millones de millas a la redonda. O tal vez hubiese una partida de diez mil en cualquier lugar de la nave…, que para el caso era prácticamente lo mismo.

Eleanor Johnson nunca supo de las preocupaciones que había motivado. Después de la gran sensación de alivio que experimentó al verse sana y salva dentro de la nave, se había dedicado a cuidar de los ancianos, y ahora no se daba cuenta de nada, sino del abatimiento debido a la reacción emocional y al aplastante peso. El niño había llorado al sentirlo, pero ahora estaba callado, demasiado callado. Ella se alzó una vez para comprobar si le latía el corazón; tranquilizada al notar que seguía con vida, cayó de nuevo en su estupor.

Quince horas más tarde, y a sólo cuatro de la órbita de Venus, Libby cortó la aceleración.

La nave entró en régimen de caída libre, aunque su velocidad seguía aumentando, esta vez bajo el influjo de la poderosa atracción solar. Lazarus despertó al dejar de sentir su peso. Volviéndose hacia el puesto del copiloto, preguntó: -¿Estamos sobre la trayectoria?

–De acuerdo con lo previsto. Lazarus se le quedó mirando.

–Lo hemos conseguido. Ahora lárgate a dormir un rato. Muchacho, pareces un trapo viejo.

–Descansaré aquí mismo. – ¡Y un cuerno! No has dormido cuando llevaba yo los mandos. Si te quedas aquí, te dedicarás a vigilar los instrumentos y a hacer cálculos. ¡Vamos! Lléveselo, Slayton, Libby sonrió tímidamente y salió. Halló que fuera de la cabina de mandos todo estaba lleno de cuerpos flotantes, pero consiguió encontrar un rincón, pasó el cinturón de su falda por un estribo de acero y se quedó dormido.

La ausencia de gravedad debió representar un momentáneo alivio para todos, pero dejó de serlo muy pronto, excepto para el uno por ciento de personas con experiencias en viajes espaciales. El mareo puede ser muy divertido para quienes no lo padecen, pero se necesitaría un Dante para describir el espectáculo formado por cien mil personas mareadas. Había drogas antináusea a bordo, pero costó trabajo hallarlas; había médicos entre la gente de las Familias, pero se pusieron enfermos también. El estupor continuó.

Barstow, acostumbrado a la ingravidez desde hacía mucho tiempo, entró flotando en la cabina de mandos para suplicar un alivio para los menos afortunados.

–Lo están pasando muy mal -le explicó a Lazarus-. ¿No podrías hacer girar la nave para crear una gravedad artificial y darles un poco de respiro?

–Lo cual dificultaría nuestras maniobras. Lo siento, Zack, pero dentro de poco la rapidez de maniobra va a ser más importante que el conservar el desayuno en el estómago.

Además, nadie se muere de mareo…, únicamente desea estar muerto.

–La astronave siguió cayendo, ganando velocidad conforme se aproximaba al Sol. Los pocos que podían ser útiles siguieron ayudando débilmente a la inmensa mayoría de los enfermos.

Libby siguió durmiendo; era el sueño feliz, comparable a un retorno al seno materno, de los que están acostumbrados a la ingravidez. Apenas había dormido desde el día en que fueron arrestadas las Familias, pues su mente superactiva se ocupaba del problema de idear una nueva propulsión espacial.

El enorme navío modificó ligeramente su trayectoria sin que él despertara. Sencillamente cambió de postura. Pero lo que sí le despertó fue la alarma de aceleración. Se orientó a sí mismo, tratando de ponerse plano contra un mamparo, y esperó. La aceleración le golpeó casi en seguida, y pudo calcular por sus sensaciones que debía ser de unos tres G, cosa poco usual y que no auguraba nada bueno, Cuando salió a dormir se había alejado casi medio kilómetro; no obstante, luchó por ponerse en pie y emprendió la descomunal tarea de escalar aquel medio kilómetro alzando tres veces el peso de su propio cuerpo, mientras se maldecía a sí mismo por haber dejado a Lazarus solo con los mandos.

Tuvo que recorrer sólo una parte de aquella distancia, pero fue una parte heroica, como subir por las escaleras de un edificio de diez pisos con dos hombres sentados sobre las espaldas. La súbita vuelta a condiciones de caída libre le alivió, e hizo el resto del recorrido de un salto, como el salmón cuando nada río arriba. – ¿Qué ha pasado? Lazarus dijo, compungido: -Hubo que darle vector, Andy.

Slayton Ford no decía nada, pero parecía preocupado. – Sí, ya lo sé, pero ¿por qué?

Con estas palabras, Libby se ceñía rápidamente los cinturones del asiento de copiloto y estudiaba la situación astrogacional. – Luces rojas en la pantalla -describió Lazarus, dando las coordenadas y los vectores relativos.

Libby asintió, pensativo.

–Naves armadas. Ningún vehículo comercial pasa por estos parajes. Me parece una escuadrilla de minadores.

–Eso fue lo que yo pensé. No tenía tiempo para consultarte, de manera que decidí acelerar antes de que pudieran cerrarnos el paso.

–Sí, no había más remedio -confirmó Libby, preocupadoPensé que ya estábamos a salvo de toda interferencia de la Escuadra.

–No son de los nuestros -intervino Ford-. No pueden serlo, cualesquiera que fuesen las órdenes impartidas desde…, ¡ejem!, desde que dejé el cargo, Han de ser naves venusianas.

–Probablemente -convino Lazarus-. Su amigo el nuevo Administrador debió de pedir ayuda a los venusianos, y aquí la tenemos. Sólo un gesto de buena voluntad interplanetaria.

Libby apenas escuchaba. Estaba examinando datos y procesándolos en la calculadora que tenía dentro de su caja craneana. – Esta nueva órbita… no es demasiado buena, Lazarus.

–Lo sé -admitió Lazarus con tristeza-. Tenía que esquivarlos, y lo hice en la única dirección posible: más hacia el Sol. – Demasiado cerca, quizás.

El Sol no es una estrella muy grande, ni demasiado caliente. Pero es tórrido con referencia al hombre, hasta el punto de hacerle caer muerto si no se protege de sus rayos durante los mediodías tropicales. Y eso a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia. Es tan caliente que nosotros, pese a haber nacido bajo sus rayos, no nos atrevemos a mirarlo de frente.

A una distancia de cuatro millones de kilómetros, el Sol arde con un resplandor mil cuatrocientas veces más intenso que la peor solanera soportada en el Valle de la Muerte, el Sahara o Adén. Tal irradiación no sería percibida en forma de luz o calor; sería una muerte súbita como la causada por una explosión. El Sol es una bomba de hidrógeno natural, y el «Nuevas Fronteras» estaba rozando el círculo de total destrucción, Hacía calor dentro de la nave. Las Familias estaban protegidas por el casco antirradiación, pero la temperatura ambiente subía sin cesar. Los viajeros ya no tenían que padecer la náusea de la ingravidez, pero ahora estaban doblemente a disgusto, tanto por el calor como por el hecho de no poder contar con ninguna superficie rigurosamente horizontal; no podían estar de pie, ni tumbados. Esto era debido a que ahora la nave aceleraba, y al mismo tiempo giraba sobre su eje, cosa no prevista por los constructores. La adición de las dos aceleraciones, angular y lineal, creaba una gravedad artificial incongruente. El giro se le imprimía a la nave por la necesidad de evacuar parte de la energía radiante recibida, y la aceleración en el sentido de la trayectoria era igualmente necesaria para pasar frente al Sol lo más lejos y lo más rápidamente posible, reduciendo al mínimo el perihelio o punto de máxima aproximación.

Hacía calor en la cabina de mandos. Hasta Lazarus se había resignado a los usos venusianos, prescindiendo de la falda. El metal estaba caliente al tacto. En la gran pantalla del estelario, un enorme círculo negro indicaba el lugar donde debía hallarse el disco del Sol. Los instrumentos se habían desconectado automáticamente frente a una demanda tan superior a toda escala.

Lazarus repitió las últimas palabras de Libby.

–Treinta y siete minutos para el perihelio. No podremos aguantarlo, Andy. La nave no resistirá.

–Lo sé. Nunca me propuse pasar tan cerca.

–Es cierto; tal vez no debía hacer esa maniobra. Tal vez hubiéramos podido pasar por entre las minas, En fin…

Lazarus se encogió de hombros, desechando aquellas ideas de «lo que pudo haber sido si…».

–Me parece, hijo, que ha llegado la hora de ensayar tu armatoste.

Hizo un gesto hacia la destartalada «propulsión espacial» de Libby. – ¿Dijiste que bastaba con soldar esta conexión?

–Así lo dispuse. Adhiérase un cable a cualquier punto de la masa sobre la cual se desee influir. Por supuesto, no estoy realmente seguro de que funcione -admitió Libby-. No había modo de probarlo. – ¿Y si no funciona?

–Pueden pasar tres cosas -respondió Libby, siempre metódico-. La primera, que no pase nada.

–En cuyo caso, nos freiremos.

–La segunda, que nosotros y el navío dejemos de existir como materia, entendida en el sentido tradicional.

–O sea, muertos, aunque tal vez de una manera menos desagradable.

–Supongo. Desconozco lo que es la muerte. La tercera, y si mis hipótesis no fallan, que nos alejemos del Sol a una velocidad escasamente inferior a la de la luz.

Lazarus contempló el dispositivo y se enjugó el sudor que le corría por los hombros.

–Hace cada vez más calor, Andy. Conéctalo, ¡y ojalá funcione! Andy lo contectó. – ¡Adelante! – le urgió Lazarus-. Acciona el pulsador, baja la palanca, tira del cordón, ¡haz lo que sea, pero pronto! – Ya está -insistió Libby-, Mira el Sol. – ¿Eh? ¡Oh!

El gran círculo oscuro que representaba el Sol en la pantalla estaba encogiéndose rápidamente. En unos doce segundos perdió la mitad de su diámetro; veinte segundos más tarde se había reducido a la cuarta parte de su anchura originaria.

–Funcionó -dijo Lazarus en voz baja-. ¡Fíjese, Slayton! ¡El diablo me lleve! ¡Funcionó!

–Supuse que así sería -respondió Libby, muy serio-. Tenía que ser, ya sabes. – ¡Hum! Eso podrá ser evidente para ti, Andy, pero no lo es para mí. ¿Qué velocidad llevamos? – ¿Con respecto a qué? – ¿Eh? Pues… en relación con el Sol.

–No he tenido oportunidad de medirla, pero debe ser poco menos que la velocidad de la luz. Más no puede ser. – ¿Por qué no, dejando aparte las consideraciones teóricas? – Todavía vemos -indicó Libby la pantalla del estelario. – En efecto -meditó Lazarus-. Pero, ¿cómo es posible? Las estrellas deberían desaparecer por efecto Doppler. Libby pareció sorprendido; luego sonrió.

–Y lo hacen, pero aparecen por el otro lado debido al mismo efecto. Hacia este lado, hacia el Sol, vemos radiaciones de poca longitud de onda corridas hacia el espectro visible; hacia el otro lado son casi ondas de radio las que vemos como luz. – ¿Y en medio?

–No te burles de mí, Lazarus. Estoy seguro de que sabes sumar vectores relativos lo mismo que yo.

–Tú sí que sabes -afirmó Lazarus-. Yo no puedo hacer otra cosa sino escucharte y admirarte, ¿verdad, Slayton?

–Desde luego, desde luego. Libby sonrió cortésmente.

–Podríamos dejar de desperdiciar masa con el propulsor principal.

Hizo sonar la alarma y lo desconectó.

–Ahora ya podemos regresar a condiciones normales -agregó, disponiéndose a desconectar asimismo su invento.

Lazarus intervino con precipitación: -¡Alto! Ni siquiera hemos salido de la órbita de Mercurio, Andy. ¿Por qué echas el freno? – ¡Cómo! ¡Pero si no vamos a frenar! Conservaremos la velocidad adquirida, eso es todo.

Lazarus se rascó una mejilla, pensativo.

–Normalmente, estaría de acuerdo contigo. Es la primera ley del movimiento. Pero con esta pseudovelocidad no estoy tan seguro. La hemos alcanzado sin dar nada a cambio… en términos de energía, quiero decir. Tú pareces haber suspendido las leyes de la inercia; cuando pongas fin al intermedio, ¿no regresará toda la velocidad libre al punto de donde vino?

–No lo creo -replicó Libby-. La nuestra no es una falsa velocidad, sino tan real como cualquier otra. Lo que tú haces es aplicar tu lógica verbal antropomórfica a un campo en que no procede. ¿No creerás que vamos a regresar inmediatamente al potencial gravitacional inferior donde estábamos, no es cierto? – ¿Al lugar donde pusiste en marcha tu invento? No, no lo creo. – Y seguimos moviéndonos. Nuestra energía potencial gravitacional recién adquirida a mayor distancia del Sol, no es más real que nuestra actual energía cinética debida a la velocidad. Pero ambas existen.

Lazarus se quedó de una pieza. Aquella expresión no le iba en absoluto.

–Creo que no te sigo, Andy. Lo mire como lo mire, es preciso que hayamos captado la energía de alguna parte. Pero, ¿de dónde? Cuando fui al colegio me enseñaron a honrar la bandera, asistir a las elecciones y creer en la ley de conservación de la energía. A mí me parece como si la hubieras violado. ¿Cómo puede ser eso?

–No te preocupes -sugirió Libby-. La llamada ley de conservación de la energía no era más que una hipótesis de trabajo, indemostrada e indemostrable, y usada para describir macrofenómenos. Sólo se cumple dentro del antiguo concepto dinámico del universo.

Pero en un plenum concebido como una red estática de relaciones, la «violación» de una «ley» no es nada más que una función discontinua, que puede ser observada y descrita.

Eso fue lo que yo hice. Hallé una discontinuidad en el modelo matemático masa energía de ese aspecto al que llamamos inercia, y la apliqué. El modelo matemático ha resultado ser conforme al universo real. Y ahí estaba el peligro: no se puede saber si un modelo matemático es conforme, hasta ensayarlo y ver cómo funciona.

–Sí, en efecto, hay que catar la cosa para poder decir qué gusto tiene. Pero, Andy… Sigo sin entender la causa. – Se volvió hacia Ford-. ¿Usted lo entiende, Slayton?

Ford meneó la cabeza.

–Me gustaría entenderlo…, pero ni palabra, oiga. – Pues ya somos dos. ¿Y bien, Andy?

Ahora fue Libby el que puso cara de no comprender.

–Bien, Lazarus, la causalidad no tiene nada que ver con el plenum real, Un hecho es, sencillamente. La causalidad no es más que un postulado anticuado de la filosofía precientífica.

–Entonces, sospecho que yo también estoy anticuado -dijo lentamente Lazarus.

Libby no respondió, limitándose a desconectar su aparato.

El disco negro seguía encogiéndose. Cuando llegó aproximadamente a un sexto de su mayor diámetro, pasó súbitamente del negro a un resplandor brillante, indicio de que la nave se había alejado bastante del Sol como para que sus sensores volvieran a funcionar.

Lazarus intentó calcular mentalmente la energía cinética de la nave: la mitad del producto de la velocidad de la luz al cuadrado (menos un poquito, se corrigió) por el poderoso tonelaje del «Nuevas Fronteras». La cifra -resultante no le tranquilizó mucho, tanto si querían ponerla en ergios como si querían llamarles manzanas.


8


–Lo primero es lo primero -interrumpió Barstow-. Estoy tan fascinado por los sorprendentes aspectos científicos de nuestra situación como vosotros, pero tenemos otras cosas que hacer. Hemos de trazar inmediatamente un programa de vida diaria.


Conque olvidemos la física matemática y hablemos de organización.

No se estaba dirigiendo a los Síndicos, sino a sus propios lugartenientes, a las personas que le habían ayudado en las complicadas operaciones que hicieron posible el éxodo:

Ralph Schultz, Eve Barstow, Mary Sperling, Justin Foote, Clive Johnson y otros doce más, aproximadamente.

Lazarus y Libby asistían a la conferencia. Lazarus había dejado a Slayton Ford al cuidado de la cabina de mandos, con orden de rechazar a todos los curiosos y, sobre todo, no permitir que nadie tocase los mandos. Esta ocupación era, según el punto de vista de Lazarus, la mejor terapéutica para Ford, en quien adivinaba un estado mental que le intranquilizaba. Ford parecía cada vez más ensimismado; respondía cuando le dirigían la palabra, pero eso era todo. Aquello preocupaba a Lazarus.

–Necesitamos un jefe ejecutivo -continuó Barstow-, alguien que provisionalmente disponga de muy amplios poderes para dar órdenes y hacerlas cumplir. Habrá que tomar decisiones, organizar, asignar tareas y responsabilidades, conseguir que funcione la administración interna de esta nave. Es una gran misión, y me gustaría que nuestros hermanos se planteasen una elección democrática. Pero eso tendrá que esperar; necesitamos a alguien para que dé las órdenes inmediatas. Se está desperdiciando comida, y la nave está… Bien, me gustaría que vieseis la ducha que he intentado usar hoy.

–Zaccur… -¿Sí, Eve?

–Creo que deberíamos encargar este asunto a los Síndicos; no tenemos otra autoridad..

Los que estamos aquí somos un grupo de emergencia, creado para una situación que ya pasó. – ¡Ejem! – intervino Justin Foote, con voz tan seca y grave como su propio rostro-. Discrepo de nuestra hermana en varios aspectos. Los Síndicos no están en contacto con la realidad actual, y no podemos perder el tiempo en ponerlos al corriente. Además, y por ser Síndico yo mismo, creo que se podrá confiar en mi imparcialidad cuando digo que los Síndicos, como grupo orgánico, ya no tenemos jurisdicción ni existencia legal.

Lazarus prestó atención. – ¿Qué quieres decir con eso, Justin?

–Considerando: que el consejo de los Síndicos custodiaba una fundación constituida como parte de una determinada sociedad y en relación con ella. Que los Síndicos nunca constituyeron un gobierno, siendo su deber únicamente el de las relaciones propias de las Familias y de éstas con la sociedad. Resultando que ahora las relaciones entre la sociedad terrestre y las Familias han cesado, luego ipso facto el consejo de los Síndicos deja de existir, ingresa en la Historia. Ahora nosotros, en esta nave, no somos todavía una sociedad, sino un grupo anárquico. Los aquí reunidos tenemos tanta, o tan poca autoridad para iniciar una sociedad como cualquier otro grupo parcial.

Lazarus prorrumpió en exclamaciones y aplaudió ruidosamente. – ¡Muy bien, Justin! ¡Es la mejor argumentación leguleya que he escuchado desde hace muchos años! Nosotros, los aquí reunidos, nos lo guisamos, y nosotros nos lo comemos, ¿eh?

Justin Foote se sintió ofendido. – Evidentemente… -empezó. – ¡No, pero si estoy de acuerdo! ¡Ni una palabra más! Me has convencido. Manos a la obra y busquemos a nuestro hombre. ¿Qué te parece, Zack? Tú me pareces el candidato lógico.

Barstow meneó la cabeza.

–Conozco mis limitaciones. Soy ingeniero, no líder político; mi actividad en las Familias no era más que un pasatiempo. Necesitamos un experto en administración social.

Cuando consiguió convencerles de que lo decía en serio, fueron propuestos otros nombres, y se debatieron largo y tendido las condiciones de cada cual. En un grupo tan numeroso como las Familias, había muchos especialistas en ciencias políticas, y bastantes de ellos habían desempeñado brillantemente cargos públicos.

Lazarus escuchó; conocía a cuatro de los candidatos. Por último, se apartó a un lado con Eve Barstow y le dijo algo al oído. Ella pareció sorprenderse, luego reflexionó, y por último asintió. Pidió la palabra y habló con su voz siempre amable y serena: -Voy a proponer un candidato que normalmente no se os habría ocurrido, y que me parece incomparablemente mejor dotado, en cuanto a temperamento, formación y experiencia, que cualquier otro de los que han sido propuestos. Propongo a Slayton Ford para el cargo de administrador civil de esta nave.

Los asistentes se quedaron mudos de asombro, y luego rompieron a hablar todos a la vez: -¿Se ha vuelto loca? – ¡Pero si Ford se ha quedado en la Tierra! – ¡No, no, que está aquí en la nave! Ahora recuerdo haberle visto. – ¡Esto es intolerable! – ¡Las Familias jamás lo admitirían! – ¡Además, no es uno de los nuestros! Eve aguardó con paciencia a que se calmaran los ánimos.

–No ignoro que mi propuesta os parecerá ridícula y absurda, y admito que resulta difícil entenderla. Consideremos, no obstante, las ventajas. Todos conocemos el prestigio y los méritos de Slayton Ford. Sabéis, como saben todos los miembros de las Familias, que Ford es un genio en su especialidad. Será muy difícil organizar la vida en común en esta nave superpoblada. El mejor talento que pudiéramos encontrar aún sería poco para la tarea.

Sus palabras hicieron impacto, porque Ford había sido uno de esos ejemplares raros en la Historia, un político cuyos méritos le eran reconocidos en vida. Los historiadores contemporáneos le acreditaban el haber salvado a la Federación occidental en dos de sus más graves crisis, por lo menos. Había sido una desgracia, más que un fracaso personal, el que su carrera hubiese tropezado con una crisis no soluble por medios ordinarios.

–Coincido con tu opinión acerca de Ford, Eve -dijo Zaccur Barstow-, y yo mismo celebraría que fuese nuestro jefe. Pero, ¿qué me dices de los demás? Para las Familias, exceptuando únicamente a los aquí presentes, el Administrador Ford personifica la represión que hemos padecido. Opino que eso le inhabilita como candidato.

Eve continuó, gentilmente obstinada:

–No lo creo. Ya hemos quedado de acuerdo en que necesitaremos montar una campaña para explicar públicamente los hechos contradictorios de los últimos días. ¿Por qué no decir toda la verdad, y explicar que Ford ha sido un mártir, que se sacrificó a sí mismo para salvarnos? Y así ha sido, como sabéis. – ¡Hum! Así fue en efecto, aunque no lo hizo en primera línea por nosotros. Pero el hecho indiscutible es que su sacrificio personal fue nuestra salvación.. En cuanto a poder convencer a los demás, con fuerza persuasiva suficiente para que le acepten y acaten sus órdenes, olvidando que le consideraban como al demonio en persona… ¡Hum! No sé, Mejor será preguntar a un experto. ¿Qué opinas, Ralph? ¿Podría hacerse?

Ralph Schultz titubeó.

–La verdad de una proposición tiene poco o nada que ver con sus aspectos psicodinámicos, La noción de que «la verdad se abrirá paso» no es más que un deseo piadoso, como nos enseña la Historia. El hecho de que Ford sea realmente un mártir a quien debemos gratitud, es irrelevante para la pregunta meramente técnica que me hacéis.

Reflexionó un rato.

–Bien mirado, la proposición en sí tiene ciertos aspectos dramático-sentimentales que podrían prestarse a la manipulación propagandística, incluso frente a la contraproposición actual, que es la socialmente aceptada, Sí… Supongo que podría tener éxito. – ¿Cuánto tardarías en conseguirlo? – ¡Hum! El espacio social considerado es lo que llamamos «denso» y «cargado en nuestra jerga profesional. Estaríamos en condiciones de alcanzar un fuerte factor «kg positivo en la reacción en cadena…, si logramos iniciarla. Pero se trata de un campo no explorado mediante sondeos de opinión. Asimismo, ignoramos qué rumores pueden correr ahora mismo en la nave. Si os ponéis de acuerdo en apoyar esa candidatura, yo me encargaría de hacer correr algunos rumores encaminados a restaurar el prestigio de Ford. Doce horas más tarde se podría hacer correr la voz de que Ford se halla a bordo… porque había decidido jugárselo todo a nuestra carta desde el principio. – ¡Uf! No creo que eso sea exacto, Ralph. – ¿Estás seguro de que no lo sea, Zaccur? – ¡Hombre, no! Pero es que… -¿Lo ves? La verdad sobre sus creto entre él y su Dios. Vosotros Pero la dinámica de la proposición hayan repetido tres o cuatro pezarás a creértelo.*****************************************


******************* REVISAR

MARCOS IRREGULARES

El psicometrista se quedó mirando al aire, mientras consultaba su intuición refinada por casi un siglo de estudio matemático del comportamiento humano.


–Sí, funcionará. Si deseáis hacerlo, creo que podréis anunciar una declaración oficial para dentro de veinticuatro horas. – ¡De acuerdo! – exclamó alguien de entre los reunidos. primeras intenciones es un seno sabéis nada, y yo tampoco. es otro asunto. Para cuando te veces el rumor, Zaccur, tú mismo em Pocos minutos más tarde, Barstow envió a Lazarus en busca de Ford. Lazarus no le explicó para qué se requería su presencia; Ford entró en el compartimiento como quien se dispone a asistir a su juicio y no tiene ninguna duda acerca de la sentencia. Su actitud denotaba firmeza, pero no esperanza. Tenía la mirada triste.

Lazarus había estudiado aquellos ojos durante las largas horas en que ambos habían permanecido encerrados en la cabina de mandos. Tenían una expresión que Lazarus había visto muchas veces en su larga vida. Tanto el condenado que ha perdido su último recurso, como el suicida totalmente decidido, o el pequeño ser exhausto y derrotado por la lucha contra una inflexible trampa de acero, todos tienen en los ojos la misma expresión, nacida de la definitiva seguridad de que todo ha terminado.

Así era la mirada de Ford.

Lazarus la había visto surgir poco a poco, y ello le intrigó. Bien es verdad que estaban pasando peligros, pero éstos le amenazaban igual que a los demás, ni más ni menos.

Además, la certeza de un peligro aviva la mirada. ¿Por qué la de Ford parecía llevar la señal de la muerte?

Lazarus decidió que ello sólo podía ser debido a que Ford había alcanzado aquella encrucijada de la mente en que el suicidio se presenta como la única solución posible.

Pero, ¿por qué? Lazarus lo había rumiado durante las largas guardias de la cabina de mandos, y consiguió reconstruir el proceso lógico a su satisfacción. Allá en la Tierra, Ford había sido importante entre los suyos, los hombres de vida efímera. Su posición superior fue lo que le hizo casi inmune a los sentimientos de inferioridad que los de larga vida despertaban en los normales. Pero, ahora, él era el único efímero entre una raza de Matusalenes, Entre ellos, Ford no tenía ni la experiencia de los ancianos ni las esperanzas de los jóvenes; debía sentirse inferior a ambos, e irremediablemente desclasado. Estuviese en lo cierto o no, era como un pensionista inútil, un parásito de la caridad ajena.

Para una persona como Ford, con su historial de vida activa y útil, tal situación era intolerable. Su mismo amor propio y el vigor de su carácter le empujaban al suicidio.

Cuando entró en la sala de conferencias, su mirada buscó a Zaccur Barstow. – ¿Me ha enviado a buscar, señor? – Sí, señor Administrador.

Barstow le explicó en breves palabras la situación y la responsabilidad que ellos deseaban que asumiese.

–Nadie le obliga -concluyó-. Pero precisamos de sus servicios, si quiere usted realmente ayudarnos. ¿Querrá usted? Lazarus se animó al ver que la expresión de Ford cambiaba de pronto a un extraordinario asombro. – ¿Lo dicen en serio? ¿No están burlándose de mí? – preguntó Ford, hablando lentamente.

–Muy en serio, señor.

Ford no respondió en seguida, y cuando lo hizo, su respuesta pudo parecer irrelevante. – ¿Puedo sentarme un momento?

Le buscaron una silla; él se dejó caer en ella pesadamente, y ocultó el rostro entre las manos. Nadie habló. Seguidamente irguió la cabeza y dijo con voz firme:

–Si ustedes lo quieren así, les prometo hacer lo mejor que sepa para complacer su voluntad.

Además de un administrador civil, la nave necesitaba un capitán. Hasta aquel momento, Lazarus había sido el capitán en un sentido práctico y piratesco, pero protestó cuando Barstow le propuso formalmente que ostentase tal título. – ¡Eh! ¡No! Yo no. Antes preferiría pasar todo el viaje jugando al ajedrez. Libby es vuestro hombre. Serio, concienzudo, ex oficial de la Marina, el elemento ideal para ese empleo.

Libby se puso colorado al ver que todos le miraban. – ¿Yo? Cierto que alguna vez he tenido que mandar naves en cumplimiento de mis deberes, pero nunca me gustó. Soy un oficial de Estado Mayor por temperamento; nunca he servido para desempeñar un mando.

–No veo que puedas evitarlo -insistió Lazarus-. Tú inventaste el truco ése de la propulsión, y eres el único que sabe cómo funciona. Te has ganado el puesto a pulso, muchacho.

–No tiene nada que ver -se defendió Libby-. No me importa actuar como piloto, pues ello va en consonancia con mi formación. Pero prefiero estar a las órdenes de un comandante.

Lazarus tuvo entonces la satisfacción de comprobar cómo Slayton Ford se hacía cargo de la situación. Había muerto el hombre enfermo, y allí estaba otra vez el jefe ejecutivo.

–No es cuestión de preferencias, comandante Libby. Cada uno debe cumplir con su deber. Yo he aceptado la organización social y civil, lo que está de acuerdo con mis conocimientos, pero no puedo mandar esta nave en cuanto tal, pues no estoy entrenado para ello. Usted sí, conque debe hacerlo.

Libby se ruborizó aún más y tartamudeó:

–Lo haría si fuese el único a bordo. Pero hay cientos de hombres del espacio entre las Familias, y docenas de ellos tienen ciertamente mucha más experiencia y dotes de mando que yo. Si lo buscan, hallarán al hombre adecuado.

Ford dijo: -¿Qué opina usted, Lazarus? – ¡Hum! Andy tiene razón. Un capitán tiene que ser el amo de su nave… o dejarlo correr. Si a Libby no le gusta mandar, más vale que busquemos a otro.

Justin Foote tenía una nómina microfilmada, pero no estaba a mano de ningún lector. Las memorias de los presentes colaboraron hasta proponer cierto número de candidatos. Por último, todos convinieron en designar al capitán Rufus King, alias «el Bruto».

Libby estaba explicando el funcionamiento de su propulsor de presión lumínica al nuevo comandante en jefe.

–El lugar geométrico de los destinos alcanzables está contenido en el haz de paraboloides cuyos vértices sean tangentes a nuestra trayectoria actual.

Esto supone que la aceleración debida a la propulsión normal de la nave esté siempre aplicada, de modo que se mantenga constante la magnitud de nuestro vector actual, que es escasamente inferior a la velocidad de la luz. Esto exigirá una leve precesión de la nave durante la aceleración de maniobra, lo cual no será demasiado difícil, debido a la enorme diferencia de magnitudes entre nuestro vector actual y los vectores de maniobra que se trataría de introducir. Quiero decir que, aproximadamente, podemos acelerar en ángulo recto respecto de nuestra trayectoria.

–Entiendo, pero, ¿por qué dice usted que los vectores resultantes deben conservar siempre la magnitud del actual?

–No sería necesario, si el capitán lo decide de otro modo -replicó Libby algo sorprendido-, pero es que al aplicar una componente que redujese el vector resultante por debajo de nuestra actual velocidad, lo único que haríamos sería frenar un poco, sin que ello nos proporcionara un mayor número de puntos de destino. El efecto sería incrementar la duración de nuestro viaje en varias generaciones, o quién sabe si en varios siglos, si la resultante…

–Cierto, cierto. Yo también sé algo de balística fundamental, señor mío. Pero, ¿por qué rechaza usted la otra alternativa? ¿Por qué no quiere aumentar la velocidad? ¿Por qué no puedo acelerar directamente en el sentido de mi trayectoria, si me da la gana? Libby puso semblante de preocupación.

–Puede hacerse, si el capitán lo ordena. Pero sería un intento de superar la velocidad de la luz, y esto se admite que es imposible…

–Ahí es donde yo quería ir a parar exactamente: «se admite». Siempre me he preguntado si esa hipótesis estaba justificada. Ahora parece llegada la ocasión de verificarlo.

Libby titubeó. Su sentido del deber luchaba contra las extáticas tentaciones de la curiosidad científica.

–Si ésta fuese una nave de investigación, capitán, yo también estaría impaciente por intentarlo. No puedo imaginar en qué condiciones nos hallaríamos caso de sobrepasar la velocidad de la luz, pero imagino que dejaríamos de captar el espectro electromagnético; quiero decir el emitido por otros cuerpos. ¿De qué manera nos orientaríamos?

A Libby le preocupaban otros temas, además de las discusiones teóricas. En aquel momento se orientaban exclusivamente por medio de la «visión» electrónica. Para el ojo humano, el hemisferio que iban dejando a popa no era más que una inmensa oscuridad; las radiaciones más cortas se convertían por efecto Doppler en demasiado largas para el ojo humano. Hacia proa todavía se podían ver estrellas, pero su «luz» estaba constituida por ondas hertzianas muy. largas, resumidas al alcance de la nave gracias a su incomprensible velocidad. Las radiofuentes más negras lucían como estrellas de primera magnitud, y las estrellas poco abundantes en ondas de radio desaparecían. Las constelaciones familiares habían cambiado hasta hacerse irreconocibles. Este hecho de la visión distorsionada por el efecto Doppler resultaba confirmado por el análisis espectral. Las rayas de Fraunhofer desaparecían por el lado del ultravioleta, y eran reemplazadas por configuraciones desconocidas… -¡Hum! – replicó King-. Entiendo lo que usted quiere decir, pero ciertamente me gustaría intentarlo, ¡Vaya si me gustaría! Admito que no podemos intentarlo llevando pasajeros a bordo. Bien, pues prepáreme trayectorias aproximadas a todas las estrellas tipo G comprendidas en ese haz o ramillete de que me hablaba, y que no estén demasiado lejos. Digamos diez años-luz para la primera exploración.

–Ya lo tengo, señor. No hay ninguna tipo G dentro de esa distancia. – ¿Conque no, eh? Un poco solitarios estos parajes, ¿no? ¿Qué más?

–Tenemos a Tau Ceti dentro de las trayectorias posibles, a once años-luz de distancia. – ¿Una G Cinco, no? No parece demasiado buena.

–No, señor. Pero tenemos una auténtica G Dos, tipo igual a nuestro Sol, número de catálogo ZD Nueve, Ocho, Uno, Siete. Sólo que está más de dos veces más alejada.

El capitán King se frotó los nudillos.

–Supongo que tendremos que someter la cuestión a los ancianos. ¿Qué adelanto de tiempo subjetivo tenemos a nuestro favor? – No lo sé, mi capitán, – ¿Cómo? ¡Pues haga el cálculo! O deme los datos y lo haré yo. No presumo de ser tan buen matemático como usted, pero este problema podría resolverlo hasta un cadete. Así de sencillas son las ecuaciones.

–En efecto, mi capitán. Pero no tengo los datos para sustituir en la ecuación de contracción del tiempo, puesto que desconocemos la velocidad de la nave. El corrimiento hacia el violeta del espectro no nos sirve, puesto que no sabemos lo que significan las nuevas líneas. Me temo que tendremos que esperar hasta poder disponer de una base de tiempos segura.

King suspiró.

–Señor Libby, a veces me pregunto para qué me habré metido en este jaleo. ¿Querría usted aventurar, al menos, un cálculo aproximado? ¿Mucho tiempo? ¿Poco tiempo?

–Ejem… Mucho tiempo, señor. Años. – ¿Sí? En fin, he tenido que esperar en naves peores que ésta. ¿Juega usted al ajedrez?

–Solía jugar, mi capitán.

Libby no mencionó que lo había dejado por falta de contrincantes.

–Parece que vamos a disponer de mucho tiempo para jugar. Peón cuatro rey,

–Caballo tres alfil de rey. – ¿Jugador heterodoxo, eh? Bien, pues ya le contestaré más tarde. Supongo que será mejor convencerles de explorar la G Dos, aunque tardemos más en llegar… Y supongo que deberíamos avisar a Ford para que cuide de organizar concursos y campeonatos y cosas así, no les vaya a dar la claustrofobia.

–Sí, mi capitán. ¿Le he recordado lo del tiempo de deceleración? Necesitaremos un año de tiempo terrestre subjetivo, con deceleración de menos un G, para alcanzar velocidades interplanetarias normales.

–Bien, pues hagámoslo de la misma manera en que se aceleró… con su aparato de presión lumínica.

Libby meneó la cabeza.

–Lo siento, mi capitán. El inconveniente de la propulsión por presión lumínica es que no hace caso de la ruta previa y la velocidad existente. Cuando uno llega sin inercia a proximidad de una estrella, sale despedido como un corcho arrastrado por una corriente de agua. Su momento previo queda cancelado al cancelar la inercia.

–Bien, pues admitamos que me ajusto a su programa. Todavía no puedo discutir con usted; aún desconozco muchos detalles de ese invento suyo.

–Sí, hay muchas cosas que yo tampoco entiendo todavía -replicó Libby, muy serio.

La nave había sobrepasado la órbita de la Tierra antes de que pasaran diez minutos desde que Libby conectó su propulsión espacial. Lazarus y él discutieron los aspectos físicos más esotéricos de la misma mientras llegaban a la órbita de Marte… Cuestión de un cuarto de hora.

El sendero de Júpiter aún estaba lejos cuando Barstow convocó; la reunión para elegir jefes. Se perdió una hora reuniendo a la gente en aquel navío superpoblado, y cuando llegaron todos, estaban a mil millones de millas más lejos, más allá de la órbita de Saturno. Tiempo transcurrido desde la puesta en marcha, menos de hora, y media.

Después de Saturno, las distancias se hacen inconmensurables. Urano les encontró discutiendo todavía. Sin embargo, Ford era no) minado y elegido cuando la nave se hallaba tan lejos del Sol coma el mismo Neptuno. King fue nombrado capitán, se hizo cargo del mando con ayuda de Lazarus, y conferenció con su piloto mientras la nave pasaba por la órbita de Flutón, a cuatro mil millones de millas, menos de seis horas después de haber sido empujados por el Sol a la velocidad sublumínica que llevaban.

Aún no habían salido del sistema solar, pero entre ellos y l" estrellas ya quedaban sólo los cuarteles de invierno de los cometas y los escondrijos de los hipotéticos planetas transplutonianos… Espacios sobre los cuales el Sol tiene opción, pero que apenas se puede asegurar que sean suyos. Con todo, las estrellas más próximas estaban a años-luz de distancia. El.Nuevas Fronteras» se dirigía hacia ellas pisándole los talones a la luz, aguantando el frío a paso rápido.

Lejos, lejos, muy lejos… hacia los abismos solitarios donde las coordenadas del espacio son prácticamente rectilíneas, no distorsionadas por ninguna gravitación.

Día tras día, mes tras mes, año tras año, su fabuloso vuelo les alejaba cada vez más de toda la Humanidad.

Segunda parte


1


El gigantesco navío estelar continuó su vuelo solitario a través del desierto de la noche cósmica, a través de años-luz idénticamente vacíos. Las Familias se habían construido ya un estilo de vida adaptado a las nuevas condiciones.


El «Nuevas Fronteras» era de forma aproximadamente cilíndrica. Cuando no aceleraba, se le imprimía una rotación axial para crear una ilusión de gravedad en los compartimientos más cercanos al casco, que era donde iban los pasajeros. Estos compartimientos exteriores, llamados «los de abajo», eran los cuarteles habitados, mientras que los más interiores o «de arriba» servían de almacenes, granjas de cultivos hidropónicos y demás por el estilo. A lo largo del eje de proa a popa, se localizaban la cabina de mandos, el convertidor y la propulsión principal.

El diseño no difería mucho del de los grandes cargueros interplanetarios de la época, pero todo a escala descomunal. Era como una ciudad, proyectada para alojar desahogadamente una colonia de veinte mil individuos, ampliable a diez mil más en que se calculaba el incremento demográfico para cuando llegase a Próxima Centauri.

Pero, por grande que fuese, los cien mil individuos de las Familias se hallaban en ella demasiado hacinados, ya que excedía el pasaje previsto en relación de cinco a uno.

Fue preciso resistir hasta tener instalados los dispositivos de hibernación. Convirtiendo algunos de los espacios de recreo de los niveles bajos en almacenes, se ganó capacidad para este fin. Los durmientes precisan sólo un uno por ciento, aproximadamente, del espacio exigido por las personas despiertas y activas. En poco tiempo la nave dispuso de lugar suficiente para los que tenían que seguir despiertos. Al principio se presentaron pocos voluntarios para la hibernación; eran personas más temerosas de la muerte que el común de los hombres, y la hibernación se asemejaba demasiado al sueño final. Pero las incomodidades del hacinamiento, combinadas con la gran monotonía del interminable viaje, hicieron cambiar de opinión a muchos. Pronto las peticiones fueron tan numerosas que los servicios encargados de administrar la «pequeña muerte» no daban abasto.

Los que permanecieron despiertos se dedicaron a las tareas imprescindibles: la limpieza de la nave, el cuidado de las plantaciones hidropónicas y de la maquinaria auxiliar; pero, sobre todo, había que vigilar a los hibernados. Los biomecánicos poseían complejas fórmulas empíricas para determinar el deterioro de los cuerpos, así como toda una serie de procedimientos encaminados a contrarrestarlo bajo las variadas condiciones de aceleración, temperatura ambiente, medicamentos tomados en la vigilia, y otros factores como la edad metabólica, el peso del cuerpo, el sexo, y así sucesivamente. Situándolos en los compartimientos superiores pudo ser reducido al mínimo el deterioro debido a la aceleración (es decir, a la acción del propio peso de los tejidos, que es el inconveniente que produce dolencias tales como los pies planos o las llagas de los hospitalizados). Pero todos estos cuidados tenían que impartirse a mano: dar la vuelta a los durmientes, darles masajes, contrastar el azúcar en la sangre y el lento latido cardíaco. Todas estas pruebas y servicios eran necesarios para asegurar que la extrema reducción del metabolismo no se deslizase hasta la muerte real. Aparte de una docena de plazas en la enfermería, el «Nuevas Fronteras» no se había proyectado para llevar pasajeros en hibernación; por eso carecía de máquinas automáticas y se hacía preciso atender manualmente a decenas de millares de durmientes.

Eleanor Johnson tropezó con su amiga Nancy Weatheral en el refectorio 9-D, llamado «El Club» por sus parroquianos, y cosas menos distinguidas por quienes lo evitaban. La mayor parte de la clientela era gente joven y alborotadora. Lazarus era el único viejo que solía comer allí con cierta frecuencia. No le molestaba el bullicio, sino todo lo contrario: le agradaba.

Eleanor se precipitó hacia su amiga y le dio un beso en la nuca. – ¡Nancy! ¿Conque estás otra vez despierta? ¡Vaya, me alegro de verte!

Nancy se liberó del abrazo. – ¡Eh, chica! Vas a derramar mi café. – ¡Cómo! ¿No te alegras de verme?

–Desde luego. Pero olvidas que, aunque para ti haya pasado un año, para mí sólo es un día. Y todavía tengo sueño. – ¿Cuánto tiempo hace que despertaste, Nancy?

–Hará un par de horas. ¿Cómo va ese chico tuyo? – ¡Ah! Muy bien -se alegró el rostro de Eleanor Johnson-. No le conocerías. Ha crecido mucho durante este año. Casi me llega al hombro, y se parece cada vez más a su padre.

Nancy cambió de tema. Las amigas de Eleanor procuraban alejar de las conversaciones el recuerdo del difunto marido de Eleanor. – ¿Qué has estado haciendo mientras yo roncaba todo un año? ¿Todavía enseñando en la primaria?

–Sí. Mejor dicho, no. Ahora estoy con el grupo de bachillerato, al que asiste mi Hubert. – ¿Por qué no te tomas un par de meses de hibernación y descansas un poco? Te harás vieja si continúas fatigándote así. – No, mientras Hubert me necesite -se negó Eleanor.

–No seas sentimental. La mitad de las voluntarias son mujeres jóvenes con hijos, y no las critico. Mírame; desde mi punto de vista, el viaje sólo ha durado siete meses hasta ahora.

Se pasa sin sentir.

Eleanor se obstinó:

–No, gracias. Podrá estar bien para ti, pero creo que lo hago mejor a mi manera.

Lazarus se había sentado en la misma barra y estaba haciendo estragos en un sucedáneo de solomillo.

–Tiene miedo de perderse algo -explicó-. No se lo censuro; lo mismo me pasa a mí.

Nancy cambió de táctica,

–Podrías tener otro hijo, Eleanor. Así te relevarían de tus obligaciones.

–Se necesitan dos para eso -objetó Eleanor.

–No es problema. Ahí está Lazarus, por ejemplo. Sería un padre de primera.

Eleanor se ruborizó, y Lazarus enrojeció un poco bajo el permanente tostado de su piel.

–A decir verdad, se lo propuse una vez y él no quiso enterarse. Nancy derramó el café y se quedó mirándoles de hito en hito. – Lo siento, no lo sabía.

–No tiene importancia -respondió Eleanor-. Fue sólo porque yo soy una de sus tataranietas, de la cuarta generación.

–Pero… -Nancy luchó contra las leyes de la discreción habitual, y éstas salieron derrotadas-. ¿No queda eso dentro de los límites permitidos? ¿Qué inconveniente hay? ¿O debería callarme? – Deberías -corroboró Eleanor.

Lazarus se removió en su asiento.

–Sé que soy un hombre de ideas anticuadas -confesó-, aunque arrojé por la borda algunas de ellas hace tiempo. Con la genética o sin ella, no me parece bien casarme con una de mis tataranietas.

Nancy pareció sorprenderse, – ¡Pues sí que eres anticuado! O quizá seas solamente tímido -añadió-. Me dan ganas de hacerte proposiciones, a ver si es verdad.

Lazarus la miró con desafío. – Inténtalo y verás lo que pasa, Nancy le contempló fríamente, – ¡Hum!… -pareció pensarlo. Lazarus procuró resistir su mirada, y por último bajó los ojos. – Amigas, debo excusarme. Tengo trabajo -dijo, nervioso. Eleanor le tocó en el brazo,

–No te vayas, Lazarus. Nancy es una gata y no puede remediarlo. Dinos algo de los planes de desembarco. – ¿Qué es eso? ¿Vamos a aterrizar? ¿Cuándo? ¿Dónde? Lazarus, deseoso de quedar bien, se lo contó. La estrella tipo G2 parecida al Sol, hacia la cual se dirigían desde hacía tantos años, quedaba ya a menos de un año-luz de distancia (más exactamente, a poco más de siete meses-luz), y mediante análisis parainterferométricos se había determinado que dicha estrella ZD9817 (o más llanamente, «nuestra» estrella) poseía varios planetas.

Pasado un mes, cuando la estrella estuviese a medio año-luz, empezaría la deceleración.

La rotación se suprimiría y durante un año se aplicaría un G de contramarcha, que conduciría a las inmediaciones de la estrella bajo una velocidad interplanetaria, en vez de interestelar, lo cual permitiría buscar un planeta capaz de albergar la vida humana, La búsqueda sería rápida y sencilla, pues los planetas que les interesaban tendrían que ser brillantes como Venus visto desde la Tierra; no les interesaban los planetas fríos y ocultos, como Neptuno o Plutón, envueltos en sombras lejanas, ni los calcinados como Mercurio, apenas visible entre los llameantes resplandores del Sol.

De no ser posible hallar tal planeta semejante a la Tierra, tendrían que continuar hasta llegar muy cerca dél sol desconocido, para recibir de nuevo el empuje de la presión lumínica y seguir buscando refugio en otra parte. Con la diferencia de que esta vez, al no estar acosados por ninguna policía, podrían elegir con más detenimiento la nueva ruta en el espacio.

Lazarus explicó que el «Nuevas Fronteras», en realidad, no llegaría a aterrizar; era demasiado grande para ello, y su propio peso la aplastaría. Lo que haría, si encontraban un planeta, sería situarse en órbita de aparcamiento y enviar partidas de exploración a bordo de naves auxiliares.

Tan pronto como pudo hacerlo sin desaire, Lazarus dejó a las dos mujeres y se encaminó al laboratorio, donde las Familias proseguían sus investigaciones sobre gerontología.

Esperaba encontrar allí a Mary Sperling. Lo ocurrido con Nancy Weatheral le hacía desear más la compañía de aquélla. Si alguna vez volvía a casarse, decidió, Mary cuadraba más con su estilo. No es que lo considerase en serio, pues le parecía que una relación con Mary Sperling tendría perfume a lavanda y a viejos arcones llenos de vestidos pasados de moda.

Al verse confinada en el barco, y no queriendo aceptar la simbólica muerte de la hibernación, Mary Sperling procuró hacerse útil en el laboratorio, que continuaba investigaciones sobre el metabolismo, Aunque no era biólogo de carrera, su mente ágil y sus manos habilidosas, unidas a los largos años de viaje, habían hecho de ella una valiosa asistente del doctor Gordon Hardy, jefe de investigación.

Lazarus la halló atendiendo el tejido imperecedero de corazón de pollo, al que llamaban en el laboratorio la «señora Hawkins». La señora Hawkins era más vieja que ningún miembro de las Familias, con la única posible excepción de Lazarus. Era un pedazo del tejido originario, cedido a las Familias por la Fundación Rockefeller a comienzos del siglo veinte. Sus células se habían mantenido con vida desde entonces. El doctor Hardy y sus predecesores cuidaban de él desde hacía más de doscientos años, siempre con arreglo a la técnica Carrel-Lindbergh-O'Shaug, y la «señora Hawkins» seguía creciendo…

Gordon Hardy había insistido en llevarse la muestra de tejidos vivos y los aparatos necesarios a la reserva donde estuvieron confinadas las Familias, y con igual obstinación logró llevarlos a bordo del «Chile». Ahora estaban en el «Nuevas Fronteras», y la «señora Hawkins» no dejaba de proliferar; pesaba veinticinco o treinta kilos. Materia ciega, sorda y sin cerebro, pero viva todavía.

Mary Sperling le estaba cortando algo de su exceso. – Hola, Lazarus, No te acerques; tengo el tanque abierto. – ¿Qué es lo que mantiene con vida esa cosa, Mary? – murmuró. – Podríamos invertir la pregunta -respondió ella sin mirarle-. Lo correcto sería preguntar: ¿por qué ha de morir? ¿Por qué no ha de vivir para siempre? – ¡Pues yo desearía que se lo llevase el diablo y muriese! – se oyó la voz del doctor Hardy a sus espaldas-. Entonces podríamos observarlo y sabríamos el porqué.

–Nunca podría averiguarlo con la señora Hawkins, jefe -dijo Mary, siempre con los ojos y las manos en la tarea-. La clave de la cuestión está en las gónadas… y ella no tiene. – ¡Hum! ¿Y usted qué sabe de eso? – Intuición femenina. ¿Qué sabe usted de ella? – ¡Absolutamente nada! Lo cual me permite aventajarla a usted y a su intuición.

–Puede ser. Al menos, yo le conocí a usted cuando aún no le habían destetádo.

–Argumento típicamente femenino, Mary. Este amasijo de músculos procede de una criatura que cacareó y puso huevos mucho antes de que naciéramos usted y yo, y sin embargo no sabe gran cosa.

Frunció el ceño y se volvió hacia Lazarus.

–Me gustaría cambiar esto por una pareja de carpas, macho y hembra. – ¿Carpas? ¿Por qué? – preguntó Lazarus.

–Por lo visto, las carpas no mueren. Las matan, o son comidas, o perecen de hambre, o enferman, pero que yo sepa no mueren. – ¿Y eso?

–Eso es lo que trataba de averiguar cuando nos metieron en este condenado safari.

Tienen una flora intestinal muy interesante, y tal vez eso guarde relación con el caso.

Especialmente por el hecho de que nunca dejan de crecer.

Mary dijo algo inaudible, y Hardy la interpeló: -¿Qué está murmurando usted? ¿Otra intuición?

–Decía que las amebas tampoco mueren nunca. Usted dijo el otro día que cada una de las amebas actuales tiene una ascendencia de cincuenta millones de años o más. Sin embargo, no crecen indefinidamente, y desde luego no tienen flora intestinal alguna.

–Como que no tienen tripas -dijo Lazarus, guiñando un ojo. – Qué chiste tan malo, Lazarus.

Lo que he dicho es verdad. No mueren. No hacen sino dividirse, y seguir viviendo.

–Con tripas o sin ellas -intervino Hardy, perdida la paciencia-, puede haber un paralelismo estructural. Pero estoy frustrado por falta de material para la experimentación. Lo cual me recuerda una cosa, Me alegro de que haya venido, Lazarus. Quiero que me haga un favor.

–Hable. Puede que me haya pillado de buen humor.

–Usted mismo es un caso interesante, ¿sabe? Usted no ha seguido nuestra pauta genética, sino que se anticipó a ella. No quiero que su cadáver vaya a parar al convertidor; deseo examinarlo. Lazarus resopló, iracundo:

–Por mí no hay inconveniente, muchacho. Pero será mejor que piense en pasarle el encargo a su heredero, pues puede que no viva lo suficiente. ¡Y le apuesto lo que quiera a que no hurgarán en mi cadáver!

El planeta que tanto ansiaban encontrar estaba allí cuando miraron: joven, verde y lustroso. Parecía tan igual a la Tierra como fuese posible serlo. Y no sólo esto, sino que lo demás de aquel sistema se asemejaba, poco más o menos, al sistema solar: planetas pequeños cerca del sol, grandes planetas jovianos en las órbitas exteriores, Los cosmólogos nunca se han puesto de acuerdo para explicar el sistema solar; sus teorías varían y sus «sólidas pruebas» físico-matemáticas no se han confirmado nunca. Pero ahora, la presencia de otro sistema parecido indicaba que la cosa, lejos de ser un azar altamente improbable, podría resultar incluso bastante común.

Pero aún fue más sorprendente y estimulante, aunque sin duda también inquietante, otro descubrimiento revelado por observación telescópica cuando estuvieron lo bastante cerca del planeta. Este albergaba vida… Vida inteligente… Vida civilizada.

Podían verse sus ciudades. Sus trabajos de ingeniería, aunque de extrañas formas e ignorados propósitos, tenían envergadura suficiente para ser vistos desde el espacio.

No obstante, y aunque ello pudiera significar la necesidad de reanudar su fatigosa hégira, decidieron bajar. La raza dominante allí no parecía monopolizar todo el espacio vital.

Habría sitio para la pequeña colonia en aquellos amplios continentes, Si es que eran bienvenidos…

–A decir verdad -comentó el capitán King-, yo no esperaba nada por el estilo. Tal vez unos aborígenes en estado primitivo, y animales peligrosos sin duda alguna. Pero supongo que inconscientemente había creído que la raza humana era la única civilizada. Tendremos que andarnos con mucho cuidado.

King organizó una partida de exploración, a cuyo frente puso a Lazarus. Había llegado a confiar en el sentido práctico de éste, y en su voluntad de supervivencia. A King le habría agradado mandar la partida él mismo, pero se lo impedían sus deberes como capitán de la nave. Slayton Ford salió también, pues Lazarus le nombró lugarteniente suyo, lo mismo que a Ralph Schultz. Los demás de la expedición eran especialistas: bioquímicos, geólogos, ecólogos, estereógrafos y distintas clases de psicólogos y sociólogos, al objeto de estudiar a los nativos. Tenían incluso un experto en la teoría estructural de la comunicación según McKelvy, cuyo trabajo sería buscar alguna manera de hablar con los nativos.

Y no llevaban armas.

King se negó en redondo a dárselas.

–Podemos sacrificar a la primera expedición -le explicó brutalmente a Lazarus-, en cambio no podemos correr el riesgo de ofenderles peleando con ellos por cualquier motivo, aunque fuese en propia defensa. Sois embajadores, no soldados. No lo olvidéis.

Lazarus se retiró a su cabina, regresó y entregó una desintegradora a King, con aire solemne. Olvidó mencionar la que todavía llevaba ceñida al muslo, debajo de la falda.

Cuando King estaba a punto de ordenarles que subiesen a bordo de la naveta, fueron interrumpidos por la brusca intervención de Janice Schmidt, la matrona que cuidaba de los tarados mentales de las Familias. Se abrió paso a empujones y reclamó la atención del capitán.

Sólo una enfermera podía salirse con la suya en tales circunstancias: tenía toda la tozudez profesional, y le ganaba al capitán por cincuenta años de servicios con mando. El se quedó mirándola. – ¿Qué significa esta intrusión? – ladró.

–Debo hablar con usted sobre uno de mis chicos, capitán.

–Su presencia es inoportuna, enfermera. Salga inmediatamente. Hablaré con usted en mi cabina, después de presentar una queja al oficial médico, Ella se puso en jarras.

–Hablaremos ahora. Estos son los del grupo de desembarco, ¿verdad? Les interesa escucharme antes de salir.

King fue a oponerse, pero. luego cambió de opinión y se limitó a decir:

–Sea breve.

Y así lo hizo. Uno de los pacientes confiados a su cuidado era Hans Weatheral, un muchacho de unos noventa años cuyo aspecto adolescente era debido a la hiperactividad de su glándula timo. De mentalidad algo deficiente, aunque no retrasada, padecía además una apatía crónica y una dolencia neuromuscular que le incapacitaba incluso para alimentarse por sí mismo. En cambio, poseía una aguda sensibilidad telepática.

Le había dicho a Janice que lo sabía todo acerca del planeta alrededor del cual estaban orbitando. Sus amigos en aquel planeta se lo habían contado… y estaban esperándole.

El despegue de la naveta de reconocimiento se aplazó mientras King y Lazarus hacían sus averiguaciones. La información de Hans era muy objetiva, y los pocos extremos que pudieron verificar resultaron exactos. Pero no resultó muy útil lo que supo decir sobre sus «amigos».

–Pues son gente -dijo, encogiéndose de hombros ante la estupidez de los que le rodeaban-. Como la de allá, en nuestra tierra. Buena gente. Van a trabajar, van a la escuela, van a la iglesia. Tienen hijos, y se divierten, Os gustarán.

Lo único que dejó bien claro fue que sus amigos le esperaban; por consiguiente, él tendría que ser de la partida.

Contra sus deseos y su mejor opinión, Lazarus vio cómo se añadían a su grupo Hans Weatheral y Janice Schmidt, más una camilla para transportar a Hans.

Tres días más tarde, al regreso del grupo expedicionario, Lazarus sometió un largo informe privado a King, mientras los de los especialistas eran sometidos a los necesarios análisis y síntesis.

–Sorprendentemente parecido a la Tierra, mi capitán. Como para hacerle sentir nostalgia a uno. Pero también lo bastante diferente como para hacerle temblar; es como si uno se mirase en un espejo y se encontrase con tres ojos y sin nariz, ¿me entiende? – ¿Qué hay de los nativos?

–A eso iba. Dimos una pasada rápida sobre el lado diurno, lo bastante cerca para ver a simple vista. Nada que no haya visto usted a través de los telescopios. Entonces me detuve donde Hans me dijo, en un claro cerca del centro de una de sus ciudades. Por mi parte yo no habría escogido ese lugar, sino cualquier boscaje espeso, para luego salir en descubierta. Pero usted dijo que me guiase por las intuiciones de Hans.

–Lo que no quita que usara usted su sentido común -le reconvino King.

–Sí, sí. Eso fue lo que hicimos. Para cuando los técnicos hubieron tomado muestras de la atmósfera y excluido cualquier peligro, se había congregado ya una verdadera multitud alrededor de nosotros. Son… Bueno, ya lo habrá visto en las estereografías.

–Sí. Increíblemente androides. – ¿Androides? ¡Y un cuerno! Son hombres. No humanos, pero para el caso es lo mismo – Lazarus parecía asombrado-. Me da mala espina.

King no discutió. Las imágenes habían mostrado unos bípedos de dos metros diez a dos metros cuarenta de estatura, dotados de simetría bilateral, esqueleto interno, cabeza bien definida y ojos del tipo cámara oscura con cristalino. Aquellos ojos eran su rasgo más humano y atrayente: grandes, límpidos y trágicos como los de un San Bernardo.

Valía la pena fijarse en los ojos, pues los demás rasgos eran menos tolerables. King desvió su mirada de las bocas fofas y desdentadas, de los labios superiores hendidos de aquellos seres. King decidió que seguramente tardaría mucho, mucho tiempo en hallarlos simpáticos.

–Prosiga -ordenó a Lazarus.

–Abrimos y yo salí, solo, con las manos abiertas y procurando parecer pacífico y amistoso. Tres de ellos se adelantaron, con impaciencia diría yo, Pero en seguida perdieron todo interés en mí; parecía que esperaban ver salir a otra persona, Por ello di órdenes de que sacaran a Hans. No la creerá, mi capitán, pero lo recibieron como al hijo pródigo. Aunque esta comparación no describe bien lo que ocurrió. Fue un recibimiento triunfal, Fueron amables con los demás, pero como por obligación, diría yo; mientras que con Hans literalmente babeaban. – Lazarus titubeó-. ¿Cree usted en la reencarnación, mi capitán?

–No es que no crea. No opino. Desde luego, he leído el informe del Comité Frawling.

–Por lo que a mí respecta, jamás había visto la utilidad de esa noción. Pero, ¿cómo explicar, si no, el recibimiento que le hicieron a Hans?

–No tengo la menor idea. Continúe su informe. ¿Cree que nos será posible establecer una colonia? – ¡Ah! En cuanto a eso, no hay duda. Como ya sabe, Hans habla con ellos telepáticamente. Dice que los dioses de ellos nos han autorizado a vivir aquí, y los nativos ya hacen planes para recibirnos. – ¿Cómo?

–Así es. Desean que nos quedemos. – ¡Bien! Eso sí que es un alivio, – ¿De veras?

King estudió el sombrío rostro de Lazarus.

–Su informe ha sido favorable en todos los puntos. ¿A qué viene este semblante de mal humor?

–No lo sé. Habría preferido encontrar un planeta para nosotros solos. Mi capitán, todo lo que resulta demasiado fácil tiene trampa.


2


Jockaira (o Zhacheira, como algunos preferían escribir) se volcó entera sobre los colonizadores.


Tan sorprendente cooperación, unida al súbito descubrimiento, por parte de casi todos los miembros de las Familias Howard, de una urgente necesidad de pisar tierra firme y respirar aire puro, aceleró considerablemente las operaciones de desembarco. Durante el viaje se había calculado que el desplazamiento completo del pasaje duraría por lo menos un año, teniendo en cuenta que los hibernados no serían despertados sino después de haber hallado acomodo para ellos en las nuevas tierras. Pero ahora el factor limitativo era la insuficiente capacidad de las navetas para transportar a tantos impacientes.

La ciudad de Jockaira no estaba construida para satisfacer las necesidades de los seres humanos. Sus habitantes no eran humanos, por lo que sus necesidades físicas diferían bastante. Asimismo, las necesidades culturales, que se expresan por medio de la tecnología, eran radicalmente diferentes, Pero una ciudad, cualquier ciudad, es siempre una máquina destinada a cumplir ciertos fines prácticos: refugio, alimentación, asistencia sanitaria, comunicación. La lógica interna de estas demandas fundamentales, aplicada por seres diferentes a medios distintos, producirá un ilimitado número de soluciones.

Pero, aplicada por una raza de seres de sangre caliente y de respiración basada en el oxígeno, así como de constitución androide, necesariamente genera una solución utilizable por los humanos de la Tierra. En algunos aspectos, la ciudad de Jockaira resultaba tan fantástica como un cuadro superrealista. Pero los humanos han aprendido a vivir en iglúes, en chozas de hierba y en refugios totalmente automatizados bajo la banquisa antártica. Por eso los humanos podían vivir y moverse en Jockaira. Desde luego, pusieron en seguida manos a la obra para adaptarla a sus condiciones y vivir más cómodos.

No fue difícil, aunque había mucho quehacer. Tenían grandes edificios, recintos techados: esto es, la caverna artificial, elemento básico de toda necesidad humana de refugio. No importaba el uso que los de Jockaira dieran a aquellas estructuras; a los humanos les servían casi para todo: dormitorio, recreo, comedor, almacén, nave de producción. En realidad tenían cuevas también, pues los jockairos excavaban mucho más que los humanos. Pero éstos se hacen fácilmente trogloditas cuando se presenta la ocasión, lo mismo en Nueva York que en la Antártida.

Se disponía de agua potable entubada para beber y para un aseo limitado. Un fallo era la inexistencia de un sistema de canalización en la ciudad; los «jocks» no se bañaban, y su aseo personal difería sensiblemente del humano: necesitaban otros cuidados diferentes.

Fue preciso un considerable esfuerzo para construir el mencionado sistema con tuberías traídas de la espacionave. La necesidad se convirtió en ley, y el baño se convirtió en un lujo racionado hasta conseguir un equipamiento multiplicado por diez, cuando menos.

Pero el baño no es indispensable.

Sin embargo, tales esfuerzos de modificación fueron pequeños en comparación con el programa de urgencia para el traslado de las plantaciones hidropónicas. La mayoría de los hibernados no podían despertar, debiendo esperar a que se dispusiera de alimentación suficiente. Los eternos partidarios de las soluciones tajantes querían desmontar hasta la última pieza de las instalaciones hidropónicas del «Nuevas Fronteras», trasladarlo todo al planeta, volverlo a montar y ponerlo en servicio.

Argumentaban que el traslado era urgente, pues durante el mismo se dependería de las reservas de alimentos en conserva. Una minoría más prudente deseaba trasladar únicamente una instalación piloto y seguir produciendo los alimentos a bordo de la nave, no fuese a existir en aquel planeta algún hongo o virus capaz de arruinar de golpe las cosechas…, lo cual suponía morirse de hambre.

La minoría, fuertemente apoyada por Ford y Barstow, y respaldada por el capitán King, logró imponerse. Uno de los tanques de cultivo fue puesto fuera de servicio, y su maquinaria desmontada hasta ponerla en condiciones de ser transportada en las navetas.

Ni siquiera esto fue necesario. Los productos de la agricultura nativa resultaron adecuados para el consumo humano, y los jockairos parecían ansiosos por colmarles de cuanto necesitaran. En vista de ello, se intentó trasplantar especies terrestres para complementar las comidas jockairas con platos a los que estaban acostumbrados los humanos. También de esto se hicieron cargo los nativos, sin dejar intervenir apenas a sus visitantes: eran magníficos agricultores «naturales» (no usaban ninguna clase de abonos sintéticos, pues los recursos de su tierra estaban lejos de agotarse), y les encantaba poder ayudar a plantar lo que se les encargase.

–Ford trasladó su administración civil a la ciudad tan pronto como se dispuso de reservas alimenticias para un grupo de vanguardia. King se quedó en la nave. Se empezó a despertar a los hibernados, trasladándolos a medida que se disponía de medios de transporte y se necesitaban brazos para el trabajo, Pese a la existencia de alimento, refugio y agua potable, quedaba mucho por hacer para alcanzar un mínimo de bienestar y decencia. Las dos culturas eran fundamentalmente diferentes. Los jockairos eran gente servicial, pero muchas veces se quedaban extrañados ante las actividades de los humanos. La cultura jockaira, por lo visto, ignoraba la noción de vida privada. Sus edificios no tenían paredes, como no fuesen de sustentación, y aun así preferían utilizar pilares y columnas. No entendían por qué los humanos se empeñaban en dividir los magníficos recintos mediante tabiques y corredores; no entendían que alguien pudiese experimentar la necesidad de estar a solas.

Al parecer (dentro de lo que se pudo intuir, pues el nivel de comunicación con ellos jamás alcanzó a cuestiones tan sutiles) llegaron a la conclusión de que lo de estar a solas era para los humanos una especie de rito religioso. En cualquier caso, no negaron su ayuda, sino que suministraron grandes tableros de un material que podía ser conformado para obtener tabiques y divisiones… aunque con las herramientas de ellos, y sólo con éstas.

Aquel material frustró todos los intentos de los ingenieros. Ningún ácido conocido de la tecnología humana lo atacaba; incluso los reactivos capaces de descomponer los plásticos fluorados empleados en la manipulación de los derivados del uranio resultaron ineficaces. Las muelas de diamantes se rompían sin llegar a morderlo; no se fundía con el calor ni se volvía quebradizo con el frío. Era refractario a la luz, al sonido y a todas las radiaciones que se ensayaron sobre él. No pudieron determinar su resistencia a la rotura, por serles imposible romperlo. En cambio, las herramientas de los jockairos, aun en manos humanas, lo cortaban y moldeaban a capricho.

A los ingenieros humanos no les quedó más remedio que acostumbrarse a esta clase de frustraciones. Si el criterio de civilización era el dominio del medio a través de la tecnología, los jockairos era4' tan civilizados como los humanos, aunque se habían desarrollado por caminos diferentes.

Pero las diferencias entre ambas culturas eran todavía más profundas que las tecnológicas. Aun siendo ubicuamente amistosos y. deseosos de ayudar, los jockairos no eran humanos: pensaban de otra manera, calculaban de otra manera. Sus estructuras sociales y lingüísticas reflejaban esta condición no humana, y por ello resultaban incomprensibles para los hombres.

Oliver Johnson, el semántico que había recibido el encargo de elaborar un lenguaje común, halló su tarea inmediata ridículamente fácil gracias a la comunicación mediante Hans Weatheral.

–Desde luego, Hans no es precisamente un genio -les explicaba a Slayton Ford y a Lazarus-. Le falta poco para ser un retrasado mental. Esto limita el vocabulario que recibo a través de él, pues ha de referirse a nociones que él pueda abarcar. Pero disponemos, al menos, de un diccionario básico. – ¿No es suficiente? – preguntó Ford-. Creo recordar que ochocientas palabras bastan para comunicar cualquier idea.

–Hay algo de cierto en eso -admitió Johnson-. Con poco menos de mil palabras se pueden cubrir todas las situaciones corrientes. He seleccionado algo menos de setecientas entre sus términos corrientes, verbos y sustantivos, que permitirán arbitrar una especie de lingua franca. Pero las distinciones exactas y las diferenciaciones precisas tendrán que esperar a que los conozcamos y entendamos mejor, Un vocabulario reducido no sirve para elaborar abstracciones elevadas. – ¡Tonterías! – exclamó Lazarus-. Setecientas palabras me bastan. No quiero hacerles el amor ni discutir con ellos de poesía. Aquella opinión pareció justificada cuando la mayoría de los miembros aprendieron el jockairano básico en plazos comprendidos entre dos semanas y un mes después de desembarcar. Con los conocimientos fundamentales de memorística y semántica que se impartían a todos los terrestres, la necesidad de aprender y la constante oportunidad de practicar, el aprendizaje se hacía prontamente.

Exceptuando, como es natural, el inevitable porcentaje de palurdos que se empeñaron en que los nativos «debían» aprender el inglés.

Los jockairos no aprendieron el inglés. Ante todo, ninguno de ellos manifestó el menor interés por aprenderlo, ni era razonable esperar que millones de seres aprendiesen el idioma de unos pocos. En cualquier caso, el labio superior hendido de los jockairos les imposibilitaba para pronunciar la «m», la «p» y la «b», mientras la garganta humana podía reproducir con bastante aproximación las guturales, linguales, dentales y clics que ellos usaban.

Lazarus se vio forzado a revisar su primera mala impresión de los jockairos. Era imposible no estimarlos, una vez superado el desagrado que causaba su aspecto físico. ¡Eran tan acogedores, tan generosos, tan amables, tan deseosos de caer bien! Sobre todo se hizo amigo de Kreel Sarloo, que se había erigido en una especie de enlace entre las Familias y los jockairos. Entre los suyos, Sarloo detentaba una posición que podría traducirse aproximadamente como «jefe», «padre», «sacerdote» o «director» de la familia o tribu Kreel. Lazarus recibió invitación para visitarle en la ciudad, próxima a la colonia humana.

–A mi gente le gustará verte y oler tu piel -dijo-. Les hará muy felices, y los dioses estarán complacidos.

Sarloo parecía casi incapaz de formar una frase sin mencionar a sus dioses. A Lazarus no le importaba; frente a las religiones de los demás asumía una tolerante indiferencia.

–Iré, Sarloo, vieja habichuela. A mí también me hará feliz. Sarloo le llevó en el vehículo habitual de los jockairos, una especie de bidón sin ruedas, parecido a una sopera, que se desplazaba silenciosa y rápidamente sobre el suelo, rozando apenas la superficie.

Lazarus se sentó en el suelo, mientras Sarloo aumentaba la marcha a una velocidad que mareó a Lazarus. – ¿Cómo funciona esto, Sarloo? – gritó Lazarus para hacerse oír entre el viento-. ¿Qué es lo que le sirve de motor?

–Los dioses soplan en el… -Sarloo utilizó una palabra no común-, y le provocan la necesidad de cambiar de lugar.

Lazarus fue a pedir una explicación más completa, pero desistió en seguida, Aquella respuesta le hizo recordar algo, y pronto supo lo que era; una vez había dado una explicación muy semejante a un individuo del pueblo acuático de Venus que se interesaba por un motor diesel que los humanos utilizaban en un primitivo tipo de tractor para los terrenos pantanosos. En aquella ocasión Lazarus no fue deliberadamente misterioso, sino que se halló estorbado por la inadecuación del vocabulario común.

No obstante, había otro modo de enterarse.

–Me gustaría ver dibujos de lo que hay dentro, Sarloo -insistió Lazarus, apuntando con el dedo-. ¿Tenéis dibujos?

–Los hay en el templo. Tú no puedes entrar en el templo.

Sus grandes ojos miraron a Lazarus con tristeza, como si el jefe jockairo lamentase la falta de tacto de su amigo. Lazarus se apresuró a cambiar de tema.

Pero el recuerdo de los venusianos le trajo a la memoria otro problema. El pueblo acuático, incomunicado por las eternas nubes de Venus, ignoraba la astronomía. La llegada de los terrestres les obligó a reajustar un poco su noción del universo, pero no era seguro que la explicación revisada fuese más acorde a la realidad. Lazarus se preguntó qué pensarían los jockairos de sus visitantes del espacio, No parecían muy sorprendidos, ¿o tal vez sí? – ¿Sabes de dónde vinimos mis hermanos y yo, Sarloo?

–Lo sé -respondió el interrogado-. Vinisteis de un sol muy lejano, tanto que su luz tarda muchas estaciones en llegar hasta nosotros.

Lazarus se quedó de una pieza. – ¿Quién te lo ha dicho?

–Lo dicen los dioses. Tu hermano Libby habló de ello. Lazarus estaba dispuesto a apostar a que los dioses no habían hablado sino después de que Libby se lo hubiera explicado a Kreel Sarloo. Pero prefirió guardar silencio. Le habría gustado preguntarle a Sarloo si los suyos se sorprendieron mucho al ver llegar del cielo unos desconocidos visitantes, pero no encontraba ninguna palabra jockaroa que significase sorpresa o asombro. Aún estaba intentando formular la pregunta en su mente cuando Sarloo habló de nuevo:

–Los padres de mi- pueblo volaban por los cielos como hacéis vosotros, pero eso fue antes de la llegada de los dioses. En su sabiduría, los dioses nos lo prohibieron.

Aquello sí que era una condenada mentira, pensó Lazarus, un puro farol. No existía el más leve indicio de que los jockairos hubieran sobrevolado jamás la superficie de su planeta.

Aquella noche, en casa de Sarloo, Lazarus fue obsequiado con lo que supuso sería una fiesta en su honor. Se sentó cruzado de piernas en un estrado, junto a Sarloo y frente a la vasta estancia común donde se agolpaba el clan de los Kreel, y escuchó dos horas de aullidos que tal vez se propusieran ser cánticos. Lazarus opinaba que se obtendría mejor música pisando los rabos de cincuenta perros juiciosamente elegidos, pero procuró aceptar la cosa con la misma intención con que se le ofrecía.

Recordó que, según Libby, aquellos coros de aullidos a que tan aficionados eran los jockairos constituían su música, en efecto, y que los humanos podían aprender a entenderla estudiando sus intervalos.

Lazarus lo dudaba.

Sin embargo, tenía que admitir que Libby entendía mejor a los jockairos en muchos aspectos. Tuvo la satisfacción de descubrir que eran excelentes y sutiles matemáticos; en particular, tenían una soltura con los números comparable con el extraordinario talento del propio Libby. Su aritmética era muy complicada para los terrestres. Para ellos, cualquier número, grande o pequeño, era un ente que debía ser captado como tal, sin descomponerlo en factores más pequeños. Por consiguiente, usaban cualquier sistema de notación que conviniese, posicional o exponencial, y con cualquier base, racional, irracional o variable, o ninguna en absoluto.

Fue una suerte poder contar con Libby como intérprete matemático, se dijo Lazarus, pues de lo contrario los de las Familias no habrían sabido entender muchas de las nuevas tecnologías que les estaban enseñando los jockairos.

Se preguntó por qué los jockairos no tenían ningún interés en apropiarse los conocimientos humanos ofrecidos a cambio.

Las insoportables discordancias cesaron al fin, y Lazarus volvió a prestar atención a lo que le rodeaba. Se sirvió la comida, y la familia Kreel se abalanzó sobre los alimentos con el mismo entusiasmo ruidoso que ponían en todo. Lazarus pensó que aquella gente desconocía la idea misma de dignidad. Un enorme puchero de más de medio metro, lleno de una papilla amorfa, fue puesto frente a Kreel Sarloo. Media docena de Kreels se agolparon a su alrededor y empezaron a servirse, sin dar la precedencia a su jefe. Sin enojarse, Sarloo apartó a unos cuantos a empujones y metió mano en el caldero, sacando una ración de la cual hizo rápidamente una pelota con sus manos de doble pulgar. Hecho esto, la acercó a la boca de Lazarus.

Lazarus no era muy remilgado, pero en esta ocasión hizo un esfuerzo por recordar, primero, que la comida de los jockairos servía para alimento de los humanos, y segundo, que no llegaría a sonsacarlos sin antes pasar por la degustación del bocado ofrecido.

Le hincó el diente… ¡Hum! No era demasiado malo; más bien blando y pegajoso, sin ningún sabor particular, lo que tampoco significaba que fuese bueno, pero podía tragarse.

Decidido a mantener bien alto el pendón de la raza, siguió comiendo y se prometió resarcirse con un buen banquete en el próximo futuro. Cuando le pareció que pedir más sería una ofensa fi§iológica y de educación social, se le ocurrió una manera de dar por terminada su parte en la comida. Metiendo la mano en la olla común, sacó una buena porción, la hizo pelota y se la ofreció a Sarloo, Fue un gesto diplomático inspirado. Durante el resto del banquete, Lazarus se dedicó a alimentar a Sarloo sin cesar, hasta que se le cansaron los brazos, hasta preguntarse si tendría límites la capacidad de su anfitrión.

Después de comer durmieron, y Lazarus durmió con la familia, en el sentido más literal de la palabra. Se quedaron dormidos allí donde habían comido, sin camas, caídos al azar como hojas muertas en el camino o cachorros en la perrera.

Lazarus durmió bien, como constató con sorpresa al despertarle unos globos del techo de la caverna, que se alumbraban en misteriosa sintonía con los primeros resplandores del amanecer. A su lado, Sarloo aún dormía, con ronquidos casi humanos. Lazarus halló que un chiquillo jockairo se había enroscado junto a su estómago.

Notó un movimiento a su espalda y un roce en el costado. Volviéndose cautelosamente, vio que otro jockairo, un crío de unos seis años a juzgar por criterios humanos, le había quitado la desintegradora de su funda y estaba mirando con curiosidad por el cañón.

Con cuidadosa rapidez, Lazarus arrebató el mortal juguete de los dedos del contrariado muchacho, comprobó con alivio que el seguro seguía puesto, y lo enfundó. Lazarus fue objeto de una mirada de reproche. El crío parecía a punto de llorar. – ¡Chitón! – susurró Lazarus-. Vas a despertar a tu viejo. Ven aquí…

Le atrajo con el brazo izquierdo, haciendo cuna contra el costado. El pequeño jockairo se acurrucó en el hueco y se quedó dormido.

Lazarus lo contempló y dijo en voz baja: -¡Diablejo! Creo que llegaría a tomaros cariño, si consiguiese acostumbrarme a vuestro olor.

Algunos de los incidentes que surgían entre las dos razas habrían sido divertidos si no encerrasen un peligro en potencia. Por ejemplo, lo que pasó con Hubert, el hijo de Eleanor Johnson. Este revoltoso adolescente se pasaba la mayor parte de su tiempo en la calle.

Un día estaba mirando a dos técnicos, el uno humano y el otro jockairo, que adaptaban una toma de corriente jockaira a las necesidades de la maquinaria terrestre. Al jockairo, por lo visto, le hizo gracia el chico y lo levantó en vilo, con espíritu manifiestamente juguetón.

Hubert empezó a chillar.

Su madre, que nunca andaba lejos de donde estuviese su vástago, se incorporó a la batalla. Aunque le faltaba fuerza y destreza para hacer todo el daño que se propqpía, y el jockairo quedó por consiguiente ileso, la situación se puso bastante fea.

El administrador Ford y Oliver Johnson tuvieron bastante trabajo para explicar el incidente al ofendido. Por fortuna, no era gente vengativa.

Luego Ford hizo llamar a Eleanor Johnson.

–Ha puesto usted en peligro toda la colonia con su estupidez, señora…

–Pero yo… -¡Silencio! Si usted no hubiera malcriado a su hijo, éste habría sabido comportarse. Y si usted no fuera una vieja loca, se habría guardado las manos en su sitio. De aquí en adelante, el chico asistirá a clases de recuperación, en vez de andar siempre enmadrado.

En cuanto a usted, a la menor señal de animosidad ante uno de los nativos, la envío a hibernación durante un par de años. ¡Fuera de aquí!

También el caso de Janice Schmidt requirió medidas de fuerza por parte de Ford. El interés que los jockairos ponían en Hans Weatheral se generalizó a todos los tarados telépatas. Los nativos parecían caer en trances de adoración ante aquellos seres capaces de comunicarse directamente con ellos. Kreel Sarloo comunicó a Ford que los sensitivos debían ser separados de los demás subnormales para alojarlos en el que había sido templo de la ciudad ahora ocupada por los humanos, y que los jockairos deseaban atenderlos personalmente. Fue una orden, más que una petición.

Janice Schmidt se sometió a la insistencia de Ford, no sin refunfuñar lo suyo, cediendo al argumento de que convenía dar satisfacción a los jockairos después de cuanto habían hecho por ellos. Las enfermeras nativas se hicieron cargo, bajo la celosa inspección de Janice.

Pero sucedió que todos los sensitivos de inteligencia superior a la del semirretrasado Hans Weatheral cayeron en psicosis espontáneas y gravísimas al verse atendidos por jockairos. Y así Ford tuvo otro quebradero de cabeza. Pero Janice Schmidt era mucho más inteligentemente agresiva que Eleanor Jolinson; la única manera de dominarla era amenazar con retirarle completamente la tutela de sus idolatrados «niños». Kreel Sarloo, acongojado y visiblemente afectado, aceptó un compromiso según el cual Janice y sus ayudantes seguirían cuidando de los pobres psicóticos, mientras Jockaira se quedaría con los imbéciles y retrasados profundos.

Pero el gran problema surgió por cuestión de… apellidos.

En Jockaira cada cual tenía un nombre individual y un apellido de clan; el número de estos últimos era limitado, lo mismo que ocurría entre las Familias. El apellido de un nativo se refería lo mismo a su tribu como al templo que debía frecuentar.

Kreel Sarloo abordó el asunto con Ford.

–Gran Padre de los Hermanos extranjeros -,dijo-, ha llegado la hora de que tú y los tuyos elijáis vuestros apellidos.

Si bien la traducción del idioma jockairo a términos humanos presentaba algunas incoherencias inevitables, Ford estaba acostumbrado a esta dificultad; por ello dijo:

–Sarloo, amigo y hermano, oigo tus palabras pero no las entiendo. Explícate más completamente.

Sarloo comenzó de nuevo:

–Hermano extranjero, las estaciones vienen y las estaciones se van, y cada cosa llega a su madurez. Por eso los dioses nos dicen ahora que vosotros, los Hermanos extranjeros, habéis alcanzado el tiempo de vuestra educación (?), y tenéis que elegir vuestra tribu y vuestro templo. Yo he venido para convenir contigo los preparativos (¿ceremonias?) mediante los cuales cada uno de vosotros elegirá su apellido. Hasta aquí he hablado en nombre de los dioses, pero particularmente me alegraría mucho que tú, mi hermano Ford, quisieras escoger el templo de Kreel.

Ford se quedó pensativo, procurando ganar tiempo mientras reflexionaba sobre las consecuencias que podía traer aquello.

–Me complace que quieras darme tu apellido, pero lo que dices no puede ser; mi gente ya tiene sus apellidos.

Sarloo despreció aquella objeción con un mohín de los labios. – Sus actuales apellidos no son más que palabras. Ahora tendrán que elegir sus verdaderos apellidos; o sea, el nombre del templo y del dios al que deberán adorar. Los niños crecen y dejan de ser niños.

Ford decidió que necesitaba pedir consejo. – ¿Es preciso hacer esto en seguida?

–Hoy mismo no, pero sí en un próximo futuro. Los dioses son pacientes.

Ford se reunió con Zaccur Barstow, Oliver Johnson, Lazarus Long y Ralph Schultz, y les describió la entrevista. Johnson pasó otra vez la grabación de la conversación, procurando exprimir el sentido de las palabras. Preparó varias traducciones posibles, pero no logró arrojar nueva luz sobre la cuestión.

–A mí me parece que va a ser cuestión de afiliarse a la iglesia o poner pies en polvorosa – dijo Lazarus.

–Sí, eso se entiende con bastante claridad -convino Zaccur Barstow-. Bien, pues creo que no hay inconveniente en pasar por el tubo. Entre nosotros hay pocas personas con prejuicios religiosos lo bastante fuertes como para impedirles un acatamiento nominal ante los dioses locales, en interés del bien común.

–Supongo que tiene usted razón -dijo Ford-. Por lo que a mí respecta, no tengo inconveniente en añadir un Kreel a mi apellido, ni en hacer unas cuantas genuflexiones, si eso va a servir para que vivamos en paz.

El Administrador se interrumpió, frunciendo el ceño, y luego continuó:

–Lo que no me gustaría es que nuestra cultura acabase sumérgida por la de ellos.

–Olvídelo -le aseguró Ralph Schultz-. Por muchas cosas que hagamos para complacerles, no existe ninguna posibilidad de asimilación cultural, Nuestros cerebros no son como los de ellos… Apenas empezamos a intuir lo diferentes que son en realidad. – ¡Eso es! – intervino Lazarus-. Hasta qué punto son diferentes…

Ford se volvió hacia él. – ¿Qué quiere decir con eso? ¿Le preocupa algo?

–Nada. Sólo que… -añadió-. Nunca he compartido el entusiasmo de los demás para con este lugar.

Quedaron de acuerdo en que uno de ellos pasaría por la prueba primero, y luego informaría a los demás. Lazarus quiso reclamar para sí la misión, argumentando que era el mayor. Schultz dijo que era su deber profesional. Pero Ford les hizo callar a los dos y se nombró a sí mismo, en cuanto jefe civil de la colonia.

Lazarus le acompañó hasta las puertas del templo donde iba a tener lugar la iniciación.

Ford iba desnudo, como los mismos jockairos. En cuanto a Lazarus, como no se proponía entrar en el templo, pudo llevar su falda. Muchos de los colonos, ansiosos de sol después de los años pasados en la nave, iban desnudos siempre que podían. Pero Lazarus nunca adoptó tal costumbre, y no sólo por ser contraria a sus hábitos, sino porque la desintegradora era un objeto demasiado conspicuo para llevarla sujeta al muslo sin nada que la cubriese.

Kreel Sarloo les recibió y condujo a Ford adentro. Lazarus se despidió gritándole: -¡No baje la cabeza, hombre! ¡Animo!

Esperó. Sacó un cigarrillo y se lo fumó. Paseó de arriba abajo. A falta de medios para saber el tiempo transcurrido, la espera le pareció mucho más larga.

Por último las puertas volvieron a abrirse y salió una muchedumbre de nativos, Parecían curiosamente atraídos por algo, y ninguno de ellos se fijó en Lazarus. La apertura formada bajo el gran portal se deshizo, se formó un callejón y una figura surgió corriendo en dirección hacia el exterior.

Lazarus reconoció a Ford.

Este no se detuvo donde le esperaba Lazarus, sino que siguió corriendo a ciegas. Luego tropezó y cayó, Lazarus corrió a su lado. Ford no hacía nada por levantarse. Permanecía tumbado boca abajo, sacudiendo violentamente los hombros, con todo su cuerpo estremecido por los sollozos.

Lazarus se arrodilló a su lado y lo sacudió. – ¡Slayton! ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra mal?

Ford volvió hacia él sus ojos húmedos, en los que se pintaba el horror, y dejó de sollozar unos momentos. No dijo nada, pero pareció reconocer a Lazarus. Tomándole con fuerza de los brazos, rompió a llorar de nuevo con más violencia que antes.

Lazarus se soltó de un tirón y le abofeteó con fuerza. – ¡Basta! – ordenó-. Dígame lo que ha ocurrido.

Los sollozos de Ford cesaron con el bofetón, pero seguía sin decir nada, Tenía la mirada extraviada. Una sombra se movió a espaldas de Lazarus, P-ste se volvió como un rayo, cubriéndose con la desintegradora. Kreel Sarloo estaba a dos pasos de distancia, pero no manifestaba intención de acercarse, y no por temor al arma, pues jamás había visto ninguna. – ¡Tú! – gritó Lazarus-. ¡Por la…! ¿Qué habéis hecho con él? Dominándose en seguida, procuró expresarse en términos que fuesen comprensibles para Sarloo. – ¿Qué ha ocurrido con mi hermano Ford?

–Llévatelo -dijo Sarloo, temblándole los labios-. Una cosa muy mala. Esto es una cosa muy mala. – ¿Hablarás de una vez? – exclamó Lazarus, sin molestarse en traducirlo.