Se dio cuenta de que estaba habitando el cuerpo de otro, y de
que pensaba con la mente de otro. El Otro percibía a Huxley, pero
no compartía los pensamientos de Huxley.
El Otro se encontraba como en su casa, una casa que Huxley
nunca había experimentado, pero que le era familiar. Estaba en la
Tierra, era increíblemente hermosa, y todos los árboles y arbustos
encajaban en el paisaje como si hubiesen sido dispuestos allí en el
esquema armónico de un artista. La casa crecía del
suelo.
El Otro salió de la casa con su esposa y se preparaba a
partir hacia la capital del planeta. Huxley pensaba que el destino
era una "capital" y sin embargo sabía que la idea de un gobierno
impuesto por la fuerza era extraña a la naturaleza de aquellas
gentes. La "capital" no era sino el lugar de reunión acostumbrado
del grupo, cuyo consejo se seguía en las cuestiones que afectaban a
toda la raza.
El Otro y su esposa, acompañados por la percepción de Huxley,
entraron en el jardín, ascendieron rectos hacia el aire, y
avanzaron rápidamente sobre la campiña, volando cogidos de la mano.
La campiña era verde, fértil, como un parque, sembrada de algunos
edificios; pero Huxley no pudo ver en parte alguna las apretadas
masas de una ciudad.
Pasaron rápidamente sobre una gran extensión de agua, quizá
tan grande como el moderno Mediterráneo, y aterrizaron en un claro
de un bosque de olivos.
Los Hombres Jóvenes -así le parecieron a Huxley- pidieron un
cambio radical en las costumbres; primero, que la antigua sabiduría
fuese desde entonces la recompensa a la capacidad más bien que el
derecho de nacimiento de todos, y, segundo, que los mejores
gobernasen a los otros. Loki defendió su punto de vista, con su
arrogante cara en alto, y coronada de cabello rojo brillante.
Hablaba con palabras, método que perturbaba al anfitrión de Huxley,
pues la relación telepática era el método natural de la discusión
madura. Pero Loki había cerrado su mente a ello.
Júpiter le contestó, hablando en nombre de
todos.
–Hijo mío, tus palabras parecen vanas y sin significado
serio. No podemos comprender tu verdadero significado, pues tú y
tus hermanos habéis decidido cerrar vuestras mentes para nosotros.
Pedís que la antigua sabiduría sea la recompensa de la habilidad.
¿Es que no ha sido siempre así? ¿Es que nuestro primo, el simio,
vuela por el aire? ¿Es que el alma niña no está sujeta por el
hambre y el sueño, y las enfermedades de la carne? ¿O puede la
oropéndola derrumbar la montaña con su mirada? Las fuerzas de los
de nuestra clase, que nos sitúan aparte de los espíritus más
jóvenes de este planeta, están ahora en manos de quienes son más
capacitados, y en los de nadie más. ¿Cómo podemos hacer que sea lo
que ya es?
»Pides que los que sean mejores gobiernen a los otros. ¿Es
que no es así ahora? ¿Es que no ha sido siempre así? ¿Te manda a ti
el niño de pecho? ¿O bien la hierba que ondula genera el viento?
¿Qué dominio deseas que no sea sobre ti mismo? ¿Quieres poder decir
a tu hermano cuándo tiene que dormir y cuándo debe comer? Y si es
así, ¿con qué objeto?
Vulcano le interrumpió mientras el anciano estaba aún
hablando, y Huxley percibió como todo el consejo se agitaba con
desagrado ante tal abierto quebrantamiento de los buenos
modales.
–Basta ya de jugar con palabras. Nosotros sabemos lo que
queremos; vosotros sabéis lo que queremos. Estamos decididos a
conseguirlo, con el consejo o sin él. Estamos cansados de esta
existencia bovina. Estamos cansados de esta falsa igualdad. Tenemos
la intención de terminar con ella. Somos los fuertes y los capaces,
los jefes naturales de la Humanidad. Los demás seguirán y nos
servirán, como está escrito en el orden natural de las
cosas.
Los ojos de Júpiter se posaron pensativamente sobre la
torcida pierna de Vulcano.
–Deberías permitir que te curase ese torcido miembro, hijo
mío.
–¡Nadie puede curar mi miembro!
–No. Nadie, excepto tú mismo. Y hasta que cures lo retorcido
de tu mente no podrás curar lo torcido de tu
miembro.
–¡No hay nada torcido en mi mente!
–Cura entonces tu miembro.
El joven se agitó inquieto. Podían ver que Vulcano se estaba
poniendo en ridículo. Mercurio se separó del grupo y se
adelantó.
–Óyeme, Padre. No queremos pelear contigo. Nuestra intención
es más bien aumentar tu gloria. Declárate rey bajo el Sol. Déjanos
ser tus delegados que extiendan tu gobierno sobre todas las
criaturas que andan, se arrastran o nadan. Permite que creemos para
ti el esplendor del dominio y la gloria de la conquista. Déjanos
conservar la antigua sabiduría para aquellos que la comprendan. No
hay razón para que todos los caminos estén abiertos a todo el
mundo. Al contrario, si los muchos sirven a los pocos, entonces
nuestros esfuerzos combinados nos harán adelantar más rápidamente
en nuestro camino, y se beneficiarán tanto el amo como el criado.
¡Déjanos, Padre! ¡Sé nuestro Rey!
Lentamente el anciano movió la cabeza.
–No puede ser. No hay más conocimiento que el conocimiento de
sí mismo, y éste debe ser libre para cualquier hombre que pueda
aprender. No hay fuerza, sino la fuerza para gobernarse a si mismo,
y ésta tampoco puede ser ni dada ni quitada. Y en cuanto a la
poesía del imperio, todo eso ya ha sido hecho antes. No hay
necesidad de volverlo a hacer. Si tales historias os divierten,
disfrutad de ellas en los archivos; no hay necesidad de volver a
ensangrentar el planeta.
–¿Es ésta la última palabra del consejo,
Padre?
–Esta es nuestra última palabra. – Se levantó, recogiendo
junto a sí su vestidura, indicando que la sesión había terminado.
Mercurio se encogió de hombros y se unió a sus
amigos.
Hubo otra sesión más del consejo, la última, para decidir lo
que había que hacer ante el ultimátum de los Hombres Jóvenes. No
todos los miembros del consejo pensaban lo mismo; diferían tanto
entre sí como cualquier grupo de seres humanos. Eran en realidad
seres humanos, y no superhombres. Algunos eran partidarios de
oponerse a los Hombres Jóvenes con todas las fuerzas de que
disponían, transportarlos a otra dimensión, lavar sus mentes,
incluso aplastarlos por la fuerza.
Pero emplear la fuerza contra los Hombres Jóvenes era
contrario a toda su filosofía. "El libre albedrío es el bien
fundamental del Cosmos. ¿Es que vamos a degradar, a destruir, todo
aquello por lo cual hemos trabajado, subvirtiendo la voluntad de ni
siquiera un solo hombre?”
Huxley se dio cuenta de que los Ancianos no tenían necesidad
de permanecer sobre la Tierra. Estaban ansiosos por desplazarse a
otro lugar, cuya naturaleza no podía comprender, salvo que no
pertenecía al espacio y al tiempo que conocía.
La cuestión a debatir era la siguiente: ¿Habían hecho todo lo
posible para facilitar el equilibrio de la raza, tan
incompletamente desarrollado? ¿Estaban justificados al
abdicar?
La decisión fue afirmativa, pero un miembro femenino del
consejo, cuyo nombre pareció a Huxley ser Demetria, mantenía que
había que dejar testimonios para los que sobreviviesen al
inevitable desastre.
–Es cierto que cada uno de los miembros de la raza debe
hacerse a sí mismo fuerte y prudente. Y no podemos hacerles
prudentes. Y sin embargo, después que el hambre, la guerra y el
odio se hayan apoderado de la Tierra, ¿no debería haber un mensaje
que les diese a conocer nuestra herencia?
El consejo aprobó, y el anfitrión de Huxley, que era el
registrador del consejo, recibió la orden de preparar los
testimonios y de dejarlos para los que viniesen después. Y Júpiter
añadió un entredicho:
–Sujeta los esquemas de fuerza de modo que los testimonios no
se disipen en tanto subsista este planeta. Deposítalos donde
perduren a cualquier convulsión local de la corteza, de modo que
por lo menos algunos se transmitan a través del
tiempo.
Y así terminó aquel sueño. Pero Huxley no se despertó, sino
que empezó inmediatamente a soñar otro sueño, pero no a través de
los ojos de otro, sino más bien como si estuviese contemplando una
película en relieve, donde cada escena le era
familiar.
El primer sueño, a pesar de su contenido trágico, no le había
afectado de una manera trágica; pero durante todo el segundo sueño
le oprimió una sensación de desolación y de un cansancio
abrumador.
Después de la abdicación de los Ancianos, los Hombres Jóvenes
llevaron a cabo su proyecto y establecieron su dominio, por el
fuego y la espada, rayos abrasadores y fuerzas esotéricas, trampas
y engaños. Persuadidos de que su destino era gobernar, se
convencieron de que el fin justificaba los medios.
El fin era el imperio Mu, el más poderoso de los imperios y
madre de los imperios.
Huxley lo vio en su punto álgido y casi se convenció de que
los Hombres Jóvenes habían tenido razón, ¡pues era radiante! Su
magnificencia sobrecogedora llenó sus ojos de lágrimas, y se
lamentó por aquel esplendor, por aquel hermoso e impresionante
esplendor, que ya no existía.
Enormes y silenciosos navíos por los aires, inmensos navíos
en sus diques, cargados de grano y cueros y especias, procesiones
de sacerdotes, acólitos y creyentes, pompa y exhibición de fuerza;
vio su complicada belleza, y se dolió de su
desaparición.
Pero su creciente poder fue la semilla de su propia ruina.
Inevitablemente la Atlántida, su más rica colonia, alcanzó madurez
política y resintió su condición subordinada. Cisma y apostasía,
desafección y traición, acarrearon duras represalias y nuevas
rebeliones.
Se alzaron rebeliones y fueron aplastadas. Hasta que
finalmente se levantó una que no fue dominada. En menos de un mes
habían muerto los dos tercios de la población del globo; los demás
estaban hambrientos y enfermos, y quedaron con un plasma germinal
dañado por las fuerzas que habían desencadenado.
Pero los sacerdotes conservaban todavía la antigua
sabiduría.
No eran sacerdotes de conciencia firme y orgullosos de su
herencia, sino sacerdotes perseguidos y timoratos, que habían visto
tambalearse su jerarquía. Había sacerdotes de ésos en ambos bandos,
y entre todos desencadenaron fuerzas tales, que comparados con
ellas las anteriores luchas resultaban juegos de
niños.
Esas fuerzas perturbaron el equilibrio isostático de la
corteza terrestre.
Mu se estremeció y se hundió mil metros. Olas enormes se
juntaron en su centro, se rompieron, dieron dos veces la vuelta al
mundo, treparon por las llanuras de China y lamieron los pies del
alto Himalaya.
La Atlántida tembló y rugió y se hundió durante tres días
antes de que la cubriesen las aguas. Algunos escaparon por el aire
y aterrizaron sobre terreno aún húmedo con las exudaciones del
fondo del mar, o sobre montañas lo suficientemente altas para
rechazar las olas de las grandes mareas. Allí tuvieron que arrancar
su sustento del desnudo suelo, con mentes desacostumbradas a las
artes primitivas, pero algunos sobrevivieron.
De Mu no quedaron ni vestigios. Y en cuanto a la Atlántida,
solamente algunas islas, que días antes eran picos de montañas,
indicaban ahora su posición. Las aguas corrieron por entre las
Torres Gemelas del Sol, y los peces nadaron por los jardines del
virrey.
La sensación angustiosa que había perseguido a Huxley ahora
le dominó. Le parecía oír una voz en su cabeza:
–¡Oh dolor! ¡Maldito sea Loki! ¡Maldita sea Venus! ¡Maldito
sea Vulcano! Y tres veces maldito yo, su sirviente apóstata, Orab,
Arcipreste de las Islas Bienaventuradas. ¡Oh dolor! Mientras
maldigo, siento ansias de Mu, poderoso y pecador. Hace veintidós
años, mientras buscaba un sitio donde morir, encontré sobre la
cumbre de esta montaña los testimonios de los poderosos que
existieron antes de nosotros. Durante veintiún años he trabajado
para completar los testimonios, buscando en las profundidades de mi
mente conocimientos no usados desde hace tiempo, rebuscando en
otros planos conocimientos que nunca poseí.
Y ahora, en el año ochocientos noventa y dos de mi vida, y el
trescientos cinco de la destrucción de Mu, yo, Orab, vuelvo a mis
padres.
Huxley se sintió feliz de despertarse.
VERDES, Y LOS NIÑOS
TIENEN
DENTERA”
–¿Qué te pasa, Joan? Pareces algo así como la ira en
marcha.
–Por favor, Ben -respondió con voz cansada-, no me chilles.
He tenido sueños pesados toda la noche.
–¿De veras? Lo siento, pero si tú te figuras que has tenido
sueños pesados toda la noche, me gustaría que hubieses visto las
bonitas pesadillas que he tenido yo.
Phil miró a ambos.
–Pero, ¿es que los dos habéis tenido sueños extraños durante
toda la noche?
–¿Pues no es esto precisamente lo que estábamos
diciendo?
Ben parecía exasperado.
–¿Y qué soñasteis?
Ninguno de los otros dos le contestó.
–Esperad un momento. Yo también he tenido sueños extraños. –
Sacó un bloque del bolsillo y arrancó de él tres hojas-. Quiero
averiguar una cosa. ¿Queréis escribir lo que cada uno de vosotros
ha soñado, antes de decir nada más? Aquí tienes un lápiz,
Joan.
Se resistieron un poco, pero lo hicieron.
–Léelos en alta voz, Joan.
Joan tomó la hoja de Ben y leyó: "Soñé que tu teoría de la
degeneración de la raza humana era perfectamente
correcta."
La dejó y cogió la de Phil: "Soñé que estaba presente en el
Ocaso de los Dioses, y que vi la destrucción de Mu y de
Atlántida."
El silencio era completo cuando cogió la última hoja, la
suya: "Mi sueño fue de cómo las gentes se destruyeron a si mismas
rebelándose contra Odín." Ben fue el primero en
comprometerse:
–Cualquiera de esas hojas podría aplicarse a mis sueños. –
Joan asintió con la cabeza. Phil volvió a levantarse, salió y
regresó en seguida con su diario. Lo abrió y se lo entregó a
Joan.
–¿Quieres leerlo en voz alta, muchacha, comenzando en el
dieciséis de junio?
Lo leyó lentamente, sin levantar la vista de las páginas.
Phil esperó hasta que hubo terminado, y cerró el libro antes de
hablar.
–Y bien -dijo-, ¿qué?
Ben aplastó un cigarrillo que se había consumido hasta el fin
entre sus dedos.
–Es una descripción extraordinariamente exacta de mi sueño,
salvo que el anciano a quien llamas Júpiter yo creí que era
Ahuramazda.
–Y yo pensé que Loki era Lucifer.
–Ambos tenéis razón -afirmó Phil-. Yo no recuerdo ningún
nombre hablado para ninguno de ellos. Sencillamente parecía que
sabía sus nombres.
–Y lo mismo yo.
–Oye -interpuso Ben-, estamos hablando como si esos sueños
fuesen reales, como si todos hubiésemos estado viendo la misma
película.
Phil se volvió hacia él.
–Y bien, ¿qué piensas tú?
–¡Oh!, me figuro que lo mismo que tú. No lo sé. ¿Tenéis algún
inconveniente en que desayune, o por lo menos en que tome un poco
de café?
Bierce entró antes de que tuviesen la oportunidad de
discutirlo después del desayuno; por acuerdo tácito habían
permanecido callados durante la breve comida.
–Buenos días, señora; buenos días,
caballeros.
–Buenos días, Mr. Bierce.
–Veo -dijo escrutando sus caras-, que ninguno de ustedes
parece muy feliz esta mañana. No es sorprendente, pues nadie lo
parece inmediatamente después de experimentar los
testimonios.
Ben empujó hacia atrás su silla y se inclinó a través de la
mesa, hacia Bierce.
–¿Aquellos sueños fueron deliberadamente organizados para
nosotros?
–Sí, evidentemente, pero estábamos seguros de que ustedes
estaban preparados para beneficiarse de ellos. Pero he venido a
pedirles que se entrevisten con el Superior. Pueden reservarse sus
preguntas para él, pues será más sencillo.
–¿El Superior?
–Todavía no le conocen. Así llamamos a aquél a quien juzgamos
como el más adecuado para coordinar nuestras
actividades.
Ephraim Howe llevaba en su cara las colinas de Nueva
Inglaterra, y tenía manos sarmentosas como las de un ebanista. No
era joven. Su delgada figura era de una gracia cortesano. En él
todo indicaba integridad, el brillo de sus ojos azul pálido, su
apretón de manos, su manera de hablar.
–Siéntense. Iré inmediatamente al grano. Han sido ustedes
expuestos a una serie de cosas curiosas, y tienen derecho a saber
por qué. Han visto ustedes los Antiguos Testimonios, parte de
ellos. Les explicaré cómo se formó esta institución, cuál es su
objeto, y por qué vamos a pedirles que se unan a
nosotros.
»Esperen un momento. Esperen un momento -añadió levantando
una mano-. No digan nada todavía.
Cuando Fray Junípero Serra vio por vez primera el Monte
Shasta en 1781, los indios le dijeron que era un lugar sagrado,
únicamente para los hombres medicina. Él les aseguró que era un
hombre medicina que servia a un Maestro más grande, y para no
quedar mal arrastró su cuerpo débil y enfermo hasta la línea de las
nieves, donde durmió antes de regresar.
El sueño que tuvo allí -del Jardín del Paraíso, del Pecado,
de la Caída y del Diluvio- le convenció de que era en realidad un
lugar sagrado. Regresó a San Francisco, proyectando establecer en
Shasta una misión. Pero para un viejo había tanto que hacer, tantas
almas que salvar, tantas bocas que alimentar… Dos años más tarde
entregó su alma a Dios, si bien dejó instrucciones a otro monje
para que llevase a cabo su intención.
Se sabe que ese monje partió de la misión más septentrional
en 1785, y que no regresó.
Los indios alimentaron hasta 1843 al hombre que vivía en la
montaña, y para aquella fecha había reunido en derredor suyo un
grupo de neófitos, tres indios, un ruso y un montañero yanqui. El
ruso siguió después de la muerte del fraile hasta que, al unírsele
un chino, escapó de su compromiso. El chino adelantó más en pocas
semanas de lo que había adelantado el ruso en la mitad de su vida,
y el ruso se alegró de cederle el primer puesto.
El chino estaba aún allí más de cien años más tarde, si bien
hacía tiempo que se había retirado de la administración. Enseñaba
estética y humor.
–Y este establecimiento no tiene más que un objeto -prosiguió
Ephraim Howe-. Y es procurar que Mu y la Atlántida no vuelvan a
suceder. Estamos en contra de todo lo que los Hombres Jóvenes
representaron.
»Vemos la historia del mundo como una serie de crisis en un
conflicto entre dos filosofías opuestas. La nuestra se basa en la
idea de que la vida, la consciencia, la inteligencia y el ego son
las cosas más importantes del mundo. – Los tocó telepáticamente por
sólo un instante, y sintieron nuevamente aquella cosa viva y
vibrante que Ambrose Bierce les había mostrado y que había sido
incapaz de definir con palabras-. Eso nos opone a todas las fuerzas
que tienden a destruir, amortiguar y degradar el espíritu humano, o
a hacerle obrar de un modo contrario a su naturaleza. Vemos que se
acerca otra crisis y necesitamos reclutas. Ustedes han sido
elegidos.
»Esta crisis ha venido acercándose a nosotros desde Napoleón.
Europa ha sucumbido, y Asia, rendidas al autoritarismo, a necedades
tales como "el principio del caudillo", al totalitarismo, a
ligámenes sobre la libertad que tratan a los hombres como si fuesen
unidades económicas y políticas sin importancia como individuos.
Nada de dignidad: hacer lo que se diga, creer lo que se les diga,
¡y callarse! Trabajadores, soldados, unidades
reproductoras…
»¡Si ése fuera el objeto de la vida, no habría tenido sentido
incluir la consciencia en el esquema!
»Este continente -prosiguió Howe- ha sido un refugio de la
libertad, un lugar donde el alma puede desarrollarse. Pero las
fuerzas que mataron la civilización en el resto del mundo van
extendiéndose hacia aquí. Poco a poco han ido reduciendo la
libertad y la dignidad humanas. Una ley represiva, una junta
escolar tiránica, un dogma ciego que debe ser aceptado bajo pena de
persecución, doctrinas que atenazan a los hombres, y los ciegan
para que nunca puedan recuperar su perdida
herencia.
»Necesitamos ayuda para combatirlas.
Huxley se levantó.
–Pueden contar con nosotros.
Antes de que Joan y Coburn pudieran hablar, el Superior
prosiguió:
–No contesten todavía. Vuelvan a sus habitaciones y
piénsenlo. Duerman sobre ello. Volveremos a
hablar.
Telepatía. Curso básico requerido por
todos los estudiantes que no están calificados para examen.
Instrucción práctica hasta incluir la coordinación. Requisito
previo para todos los departamentos: Laboratorio.
Raciocinio. I, II, III, IV. R.I. Memoria.
R.II. Percepción, clarividencia, clariaudición, discreción de
masa, tiempo y espacio, relación no matemática, orden y estructura,
forma armónica e intervalo.
R.III. Procesos de pensamiento dobles
y paralelos. Separación.
R.IV. Meditación
(Seminario).
Autocinética. Cinestesia discreta.
Control endocrino, con especial aplicación a los sentidos afectivos
y a la supresión de la fatiga, regeneración, transformación
(aspectos clínicos de la licantropía), determinación sexual,
inversión, autoanestesia, rejuvenecimiento.
Telecinética. Continuos
vida-masa-espacio-tiempo. Requisito previo; autocinética.
Teleportación y acción general a distancia. Proyección. Dinámica.
Estática. Orientación.
Historia. Cursos a convenir.
Discusiones especiales sobre psicometría con referencia a
testimonios telepáticos y a la metempsícosis. La valoración es
requisito previo para todos los cursos de este
departamento.
Estética humana. Seminario. La
autocinética y la técnica de testimonio telepático (psicometría)
son requisitos previos.
Ética humana. Seminario. Se cursa
simultáneamente con todos les demás cursos. Consúltese con un
instructor.
Quizá parte del valor de la instrucción se hubiese perdido de
haberla dividido en diversos cursos desconectados tal como se ha
indicado más arriba. En todo caso, los adeptos de Monte Shasta
podían instruirse en todas aquellas disciplinas, y de hecho así lo
hacían. Huxley, Coburn y Joan aprendieron de tutores que les
condujeron a enseñarse a sí mismos, y se adaptaron con una
facilidad sorprendente, y con la sensación de haber vuelto a casa
después de una larga ausencia.
Los tres progresaron rápidamente, pues como poseían una
percepción rudimentaria y algunos conocimientos de telepatía, los
instructores podían enseñarles directamente. Primeramente
aprendieron a dominar sus cuerpos. Volvieron a conseguir el dominio
de todas las funciones, músculos, tejidos, glándulas, que los
hombres deberían conocer, pero que han olvidado en su mayor parte,
excepto por algunos oscuros estudiantes en el lejano Oriente.
Causaba un profundo placer desear que el cuerpo obedeciese y
conseguirlo. Percibieron íntimamente sus cuerpos, pero éstos no les
tiranizaron ya más. La fatiga, el hambre, el frío y el dolor, ya no
les dominaban, sino que no eran más que útiles señales que
indicaban que la máquina requería atención.
Pero la máquina no necesitaba tanta atención como antes; el
cuerpo era regido por una mente que conocía tanto su capacidad como
sus limitaciones. Y además, gracias a la mayor comprensión de sus
cuerpos, consiguieron aumentar tal capacidad a su máximo posible.
Una semana de actividad continua, sin descanso, alimento ni agua,
era ahora algo tan sencillo como antes lo había sido una mañana de
trabajo. Y en cuanto al trabajo mental, éste no cesaba nunca,
excepto cuando así lo deseaban, a pesar del sueño, de la languidez
digestiva, del aburrimiento, de los estímulos externos o de la
actividad muscular. La mayor delicia era la levitación. Volar a
través del aire; permanecer suspendidos en el corazón de una nube;
dormir, como Mahoma, flotando entre el suelo y el techo ésas eran
inesperadas delicias sensuales, antes nunca experimentadas, salvo
en sueños, y de un modo vago. Especialmente Joan se entregó a esta
nueva delicia con un alegre abandono. En una ocasión estuvo fuera
durante dos días, sin tocar nunca el suelo, compartiendo el cielo
con el viento y las golondrinas, mientras el aire helado de las
alturas suavizaba su brillante cuerpo. Se zambullía y ascendía,
hacía rizos y espirales, y se dejaba caer como un peso muerto desde
la estratosfera hasta las copas de los árboles.
Durante la noche siguió a un aeroplano transcontinental,
volando invisible por encima de él durante unos dos mil kilómetros.
Cuando se aburrió de eso, acercó un instante su cara a la única
lucerna iluminada del aparato y miró al interior. El asombrado
comerciante al por mayor que le devolvió su mirada creyó que le
había sido concedida la visión de un ángel.
Huxley encontró difícil aprender a levitar. Su inquisitiva
mente quería saber la razón por la cual la voluntad podía al
parecer anular la "ley" de la gravedad, y esa duda disipaba su
volición. Su tutor razonó pacientemente con él.
–Ya sabe que la intangible voluntad puede afectar el curso de
la masa en el continuo; eso lo experimenta cuando mueve su mano.
¿Es que le resulta imposible mover su mano por el hecho de que no
puede proporcionar una explicación racional completa de tal
misterio? La vida tiene el poder de afectar a la materia; eso ya lo
sabe, pues lo ha experimentado directamente; es un hecho. Ahora
bien, no hay "por qué" en referencia a ningún hecho, en el sentido
ilimitado en que usted lo pregunta. Ahí está, serenamente, una
demostración en sí mismo. Es posible observar relaciones entre
hechos, y esas relaciones son otros hechos, pero para una mente que
es, ella misma, relativa, seguir tales relaciones hasta su
significado final no resulta posible. Primeramente dígame por qué
existe… y entonces le diré por qué la levitación es
posible.
»Vamos, pues -continuó-, coordine conmigo, trate de sentir
como yo, mientras levito.
Phil lo intentó de nuevo.
–No lo consigo -dijo tristemente.
–Mire hacia abajo.
Phil miró, se asombró y cayó desde una altura de un metro.
Aquella noche se unió a Ben y Joan en un vuelo sobre las Altas
Sierras.
A su instructor le divertía el entusiasmo con que se lanzaron
a ejercitar el deporte que les había hecho posible el dominio que
acaban de adquirir sobre su cuerpo. Sabía que su placer era natural
y saludable, adecuado a aquella fase de su desarrollo, y asimismo
sabía que ellos mismos aprenderían su relativo valor, y estarían
entonces dispuestos a consagrar sus mentes a trabajos más
importantes.
–¡Oh, no, el Hermano Junípero no fue el único que encontró
los testimonios! – afirmó Charles, hablando mientras pintaba-.
Seguramente os habréis fijado cómo los lugares elevados tienen un
significado en las religiones de todas las razas. Algunos de ellos
deben ser repositorios de antiguos testimonios.
–¿Y no lo sabéis con seguridad?
–En muchos casos, sí. En el alto Himalaya, por ejemplo. Me
refería a lo que una persona inteligente puede deducir de hechos
del dominio público. Considerad cuántas montañas son de importancia
fundamental en otras tantas religiones diferentes: Olimpo,
Popocatepetl, Mauna Loa, Everest, Sinaí, Tai Shan, Ararat,
Fujiyama, varios lugares de los Andes. Y en todas las religiones
hay referencias a maestros que traen de las alturas mensajes
inspirados: Gautama, Jesús, Joseph Smith, Confucio, Moisés. Todos
ellos descienden de las alturas y narran historias de creación,
caída y redención.
»De todas las narraciones antiguas, la mejor es la del
Génesis. Si se tiene en cuenta que fue escrito por vez primera en
el lenguaje de nómadas por civilizar, resulta ser una narración
exacta y cuidada.
Huxley dio un codazo a Coburn.
–¿Qué tal te gusta eso, querido amigo escéptico? – Y luego,
dirigiéndose a Charles-: Ben ha sido un devoto ateo desde que
descubrió que Santa Claus llevaba patillas falsas, y le molesta que
le refuten sus dudas más queridas.
Coburn sonrió, imperturbable.
–Cálmate, chico. Puedo expresar mis dudas sin tu ayuda. Has
planteado otra cuestión, Charles. Algunas de aquellas montañas no
parecen suficientemente antiguas para haber sido utilizadas para
los antiguos testimonios. Shasta, por ejemplo; es volcánica y
parece un poco demasiado joven para tal objeto.
Charles prosiguió pintando rápidamente, al mismo tiempo que
contestaba:
–Tienes razón. Parece probable que Orab hizo copias del
testimonio original que encontró, y que depositó las copias con su
suplemento en diversas alturas del globo. Y es posible que otros
después de Orab, pero mucho antes de nuestro tiempo, leyeron los
testimonios y los desplazaron para que se conservasen. Quizá la
copia que Junípero Serra encontró hubiese estado aquí solamente
unos veinte mil años.
Coburn frunció los labios y movió lentamente la
cabeza.
–Yo también pienso lo mismo, Phil. No hay límite a lo que
podríamos aprender aquí, evidentemente; pero llega un momento en
que no tienes más remedio que utilizar algunas de las cosas que
aprendes, o si no, estallas. Creo que lo mejor será que se lo
digamos al Superior, y nos pongamos a hacerlo.
Joan asintió vigorosamente con la cabeza.
–Sí, sí. Yo también lo creo así. Hay trabajo que hacer, y el
sitio donde hacerlo es la Universidad de Western, y no en este país
de fantasía. ¡Bueno, apenas si puedo esperar a ver la cara que
pondrá el viejo Brinckley cuando hayamos terminado con
él!
Huxley buscó la mente de Ephraim Howe, y los otros dos
esperaron cortésmente a que terminase, sin intentar entrar en la
conversación telepática.
–Dice que estaba esperando saber de nosotros, y que tiene la
intención de que sea una conferencia del pleno. Se encontrará aquí
con nosotros.
–¿Conferencia del pleno? ¿De todos los de la
montaña?
–De todos; de la montaña y de fuera de ella. Creo que es la
costumbre cuando unos miembros nuevos deciden cuál será su
trabajo.
–¡Uf! – exclamó Joan-. Me da miedo nada más pensar en ello.
¿Quién hablará en nombre de nosotros? ¡No será
Joan!
–¿Y tú, Ben?
–Bueno… si os parece…
–Pues toma el contacto.
Establecieron la coordinación. Mientras permaneciesen de
aquella manera, la voz de Ben expresaría el pensamiento combinado
del trío. Ephraim Howe entró solo, pero los otros percibieron que
estaba coordenado con, y hablaba en nombre de, no solamente los
adeptos de la montaña, sino también de los doscientos y pico de
genios dispersos por todo el país.
La conferencia comenzó con un intercambio directo de mente a
mente:
–Pensamos que ya es hora de que
estuviésemos trabajando. Es cierto que no hemos aprendido todo lo
que hay que aprender, pero a pesar de ello necesitamos utilizar
nuestros conocimientos actuales.
–Eso es justo, y es tal como debe ser,
Benjamín. Habéis aprendido todo lo que podemos enseñaros de
momento. Ahora tenéis que llevar al mundo lo que habéis aprendido,
y utilizarlo a fin de que los conocimientos maduren y se hagan
sabiduría.
–No es solamente por esa razón que
deseamos dejaros, sino por otra más urgente. Tal como vosotros nos
habéis enseñado, la crisis se acerca. Queremos
combatirla.
–¿Cómo os proponéis combatir las fuerzas
que determinan las crisis?
–Pues… -Ben no empleó esa palabra,
pero la demora en su pensamiento produjo tal impresión-. Según lo vemos nosotros, a fin de hacer que los hombres
sean libres, libres para desarrollarse como hombres y no como
animales, es necesario que deshagamos lo que hicieron los Hombres
Jóvenes. Los Hombres Jóvenes se negaron a permitir que nadie,
excepto los pocos que ellos mismos elegían, participasen en la
herencia racial de los antiguos conocimientos. Para que el hombre
sea nuevamente libre, fuerte e independiente, es necesario devolver
a cada uno de los hombres sus antiguos conocimientos y sus antiguas
facultades.
–Eso es cierto. ¿Qué intentáis hacer para
lograrlo?
–Iremos y se lo explicaremos. Nosotros
tres estamos en el sistema educativo, y podemos hacernos oír: yo en
la escuela médica de Western, Phil y Joan en el departamento de
psicología. Con la educación que nos habéis dado podemos trastornar
las ideas tradicionales en poco tiempo. Podremos iniciar un
renacimiento en la educación que preparará el camino para que todos
puedan recibir la sabiduría que vosotros, nuestros mayores, podéis
ofrecerles.
–¿Y creéis que eso será tan
sencillo?
–¿Y por qué no? Oh, no esperamos que sea
sencillo. Sabemos que nos daremos de cabeza con algunas de las
ideas falsas más queridas de todos, pero podremos utilizar ese
mismo hecho en favor nuestro. Será espectacular, y podremos
conseguir una publicidad que demostrará que tenemos razón, y que
llamará la atención sobre nuestro trabajo. Por ejemplo: supongamos
que practicamos públicamente la levitación, y demostramos delante
de miles de personas que la mente humana puede hacer las cosas de
las cuales sabemos que es capaz. Supongamos que decimos que
cualquiera que aprenda en primer término la técnica de la telepatía
puede hacer tales cosas. Pues en uno o dos años se podría enseñar
telepatía a toda la nación, la cual estaría entonces preparada para
la lectura de los testimonios, con todo lo que eso
implica.
La mente de Howe permaneció silenciosa durante varios
minutos. Los tres amigos se agitaron inquietos bajo su mirada
pensativa y sobria. Y finalmente dijo:
–Si fuese tan sencillo, ¿no lo hubiésemos
hecho ya?
Fueron ahora aquellos tres los que permanecieron silenciosos.
Howe continuó amablemente:
–Hablad, hijos míos. No temáis. Expresad
libremente vuestros pensamientos. No nos
ofenderéis.
El pensamiento que Coburn envió en respuesta era
vacilante.
–Es algo difícil… Muchos de vosotros sois
viejos, y sabemos que todos sois sabios. Pero a nosotros nos
parece, jóvenes que somos, que habéis esperado demasiado para
actuar. Creemos…, creemos que habéis dejado que vuestro afán por
comprender minase vuestra voluntad de actuar. Según nuestro punto
de vista, habéis esperado año tras año, perfeccionando una
organización que nunca será perfecta, mientras la tempestad que
trastorna al mundo va ganando intensidad.
Los mayores meditaron antes de que Ephraim Howe
contestase:
–Quizá tengáis razón, queridos hijos,
pero a nosotros no nos lo parece. No hemos intentado poner el
conocimiento antiguo en manos de todos los hombres porque pocos
están preparadas para ello. No estará más seguro en unas mentes
infantiles de lo que estarían unas cerillas en manos de
niños.
–No obstante…, quizá tengáis razón. Mark
Twain así lo creyó, y recibió permiso para explicar todo lo que
había aprendido. Así lo hizo, escribiendo en forma tal que
cualquiera preparado para el conocimiento pudiese comprenderlo;
pero nadie comprendió. Desesperado, explicó con precisión la manera
de adquirir el poder telepático, pero a pesar de ello siguieron sin
tomarle en serio. Cuanto más en serio hablaba, tanto más se reían
de él sus lectores. Murió amargado.
–No quisiéramos que os figuraseis que no
hemos hecho nada. Esta república, que tanta excepcional importancia
da a la libertad personal y a la dignidad humana, no hubiese
sobrevivido tanto tiempo si no hubiésemos ayudado en algo. Nosotros
escogimos a Lincoln, y Oliver Wendell Holmes fue uno de los
nuestros. Walt Witman era un amado hermano nuestro. Hemos ayudado
de mil maneras diferentes, cuando ha sido necesario, para evitar
una recaída hacia la esclavitud y la
oscuridad.
El pensamiento hizo una pausa y prosiguió:
–Sin embargo, cada uno debe de obrar tal
como lo juzga mejor. ¿Es aún vuestra decisión la
misma?
Ben respondió en voz alta y firme:
–Sí; lo es.
–¡Pues sea! ¿Recordáis la historia de
Salem?
–¿Salem? ¿Dónde se celebraron los
procesos de brujería? ¿Es que nos advertís de que podemos ser
perseguidos por brujos?
–No. Hoy en día no hay leyes contra la
hechicería, evidentemente. Más valdría que las hubiese. No tenemos
el monopolio del poder del conocimiento; no esperéis una victoria
fácil. Guardaros de aquellos que poseen parte de los antiguos
conocimientos y los utilizan con fines perversos: brujos,
hechiceros de magia negra…
La conferencia terminó, y la coordinación se relajó; Ephraim
les dio la mano solemnemente y se despidió de
ellos.
–Os envidio, muchachos -dijo-, yendo así a meteros con todo
el sistema educativo. Ya tendréis trabajo para rato. ¿Recordáis lo
que dijo Mark Twain? "Dios hizo un idiota para probar su mano y
luego hizo la junta directiva de una escuela". De todos modos me
gustaría ir con vosotros.
–¿Y por qué no viene, señor?
–¿Cómo? No; no serviría. La verdad es que no creo en vuestro
plan. Por ejemplo: durante los años que pasé vendiendo ferretería
en el Estado del Maine, tuve con frecuencia la tentación de enseñar
a la gente mejores maneras de hacer las cosas. Pero no lo hice; la
gente está tan acostumbrada a cuchillos para pelar patatas y a
neveras para helados, que no te darán ni las gracias si les enseñas
cómo pueden pasarse sin ellos, con sólo el poder de la mente. Por
lo menos, no de una vez. Te echarían de la reunión, y hasta es
probable que te linchasen.
»Pero de todos modos, mantendré un ojo sobre
vosotros.
Joan se acercó a él y le dio un beso de adiós. Y luego se
fueron.
Habían tenido la precaución de regresar a Los Angeles y de
comenzar el semestre de otoño antes de haber dado motivo alguno
para que nadie sospechase que poseían facultades fuera de lo
corriente. Habían hecho prometer a Joan que no levitaría, que no
haría bromas que incluyesen el control de objetos inanimados, y que
no asustaría a ningún extraño con habilidades de esa clase. Joan
había aceptado el compromiso tan sumisamente que Coburn decía que
estaba preocupado.
–No es normal -objetaba-. No es posible que haya crecido tan
de prisa. A ver, déjame ver tu lengua, querida.
–¡Bah! – respondió Joan, sacando la lengua de manera poco
respetuosa-. Master Ling dijo que yo había adelantado a lo largo
del Camino más que ninguno de vosotros dos.
–Aquel chino es algo raro.
–Seguramente lo decía para animarte a crecer. En serio, Phil,
¿no sería mejor hipnotizarla profundamente y enviarla de nuevo a la
montaña para diagnóstico y reajuste?
–¡Ben Coburn, si te acercas a mí te saco un
ojo!
Phil preparó cuidadosamente la demostración clave. Sus clases
eran tan inocuas que el jefe del departamento pudiera haber entrado
de improviso sin encontrar nada que reprender, ni en qué meterse.
Pero el esfuerzo de conjunto era para preparar emocionalmente a los
estudiantes para lo que vendría después. Y las instrucciones que
daba para las lecturas complementarias tendían a aumentar sus
probabilidades de éxito.
–La hipnosis es un tema apenas comprendido -comenzó a decir
en el día que había elegido-, y antiguamente se la clasificaba
junto a la brujería, la magia y demás, es decir, como una estúpida
superstición. Pero hoy es del dominio público y puede ser
fácilmente demostrada. Por lo tanto, incluso los psicólogos más
conservadores tienen que reconocer su existencia y tratar de
observar sus características. – Y continuó así, profiriendo
sedantes y vulgaridades, mientras medía la actitud emotiva de su
clase.
Cuando creyó que estaban ya preparados para aceptar sin
sorpresa los fenómenos ordinarios de la hipnosis, llamó a Joan,
quien estaba presente con tal objeto, al frente del aula. La
muchacha entró fácilmente en un estado de ligera hipnosis.
Ejecutaron con rapidez los escasos fenómenos hipnóticos
-catalepsia, compulsión, sugestión posthipnótica- mientras hablaba
incesantemente sobre la relación entre las mentes del operador y
del sujeto, la posibilidad de control telepático directo, los
experimentos de Rhine y otras cuestiones semejantes, ortodoxas en
si mismas, pero próximas a la frontera del pensamiento
heterodoxo.
Entonces ofreció alcanzar telepáticamente la mente del
sujeto.
Invitó a todos los estudiantes a que escribiesen algo en un
trozo de papel. Un comité voluntario recogió los papeles y se los
fue dando a Huxley de uno en uno. Realizó solemnemente la farsa de
irlos mirando de uno en uno, mientras Joan los iba leyendo a medida
que los ojos de Huxley se fijaban en cada uno de ellos. La muchacha
vaciló convincentemente una o dos veces.
–¡Bien hecho, muchacha! ¡Gracias, amiga!
¿No podrías alegrarlo un poco? Nada de tus ideas luminosas. Sigue
como hasta ahora. Les estás convenciendo.
Así, por etapas fáciles, les llevó a la convicción de que la
mente y la voluntad pueden ejercer sobre el cuerpo un dominio mucho
más completo de lo que generalmente se supone. Habló, como de paso,
de las historias de santones hindúes que pueden elevarse en el aire
e incluso trasladarse de un lugar a otro.
–Tenemos una oportunidad excepcional de comprobar
prácticamente tales historias -les dijo-. El sujeto cree ciegamente
cualquier afirmación que haga el operador. Diré a miss Freeman que
tiene que ejercitar su voluntad y elevarse sobre el suelo. Es
completamente cierto que ella creerá que puede hacerlo. Su voluntad
estará en condiciones óptimas para ejecutar la orden, si es que es
posible hacerlo. ¡Miss Freeman!
–Sí, Mr. Huxley.
–Ejercite su voluntad. ¡Elévese en el aire!
Joan se eleva unos dos metros en el aire, hasta que su cabeza
casi tocó el elevado techo.
–¿Qué tal, amigo?
–Estupendo; los estás asombrando. ¡Mira
cómo te contemplan!
En aquel momento Brinkley irrumpió en la habitación, con
furia en los ojos.
–¡Mr. Huxley, ha faltado usted a la palabra que me había dado
y ha deshonrado esta universidad! – Eso ocurría unos diez minutos
después del fiasco con que había terminado la exhibición. Huxley se
enfrentaba con el presidente en la oficina particular de
éste.
–No le prometí a usted nada. Y no he deshonrado la
universidad -respondió Phil con tranquila
testarudez.
–Se ha dedicado usted a trucos de magia barata para
desprestigiar su departamento.
–De modo que soy un truquista, ¿verdad? Viejo fósil…
¡explícame esto! – Huxley levitó hasta alzarse un metro sobre la
alfombra.
–¿Que explique qué? – Ante el asombro de Huxley, Brinkley
parecía no darse cuenta de que ocurría algo anormal. Continuó
mirando al punto donde había estado la cabeza de Phil, y su actitud
no revelaba sino una ligera contrariedad ante la aparentemente
absurda observación de Huxley.
¿Era posible que aquel viejo idiota pudiese engañarse tanto a
sí mismo que fuese incapaz de observar cualquier cosa contraria a
sus ideas preconcebidas, incluso cuando ocurrían bajo sus propios
ojos? Phil tanteó con su mente, e intentó ver lo que ocurría dentro
de la cabeza de Brinkley. Se llevó una de las mayores sorpresas de
su vida. Esperaba encontrar allí los casi descompuestos procesos
mentales de una senilidad próxima, pero encontró… frío cálculo,
capacidad penetrante, engarzados en una matriz de una perversión
tal que le causó náuseas.
Fue solamente una ojeada, pues pronto se sintió expulsado de
un tirón que atontó su cerebro. Brinkley había descubierto el acto
de espionaje y había levantado sus defensas, las fuertes defensas
de una mente disciplinada.
Phil descendió al suelo y salió de la habitación, sin decir
ni una sola palabra, ni volver la cabeza.
De "El Estudiante de Western", del 3 de
octubre:
EXPULSADO POR FRAUDE
El Presidente Brinkley hizo la siguiente manifestación
oficial al "Estudiante": "Con gran pesar debo comunicar el término
de la asociación de Mr. Huxley con esta institución, en bien de la
universidad. Se había advertido repetidas veces a Mr. Huxley del
camino peligroso que seguía. Se trata de un joven de considerable
capacidad. Esperemos que esta experiencia le sirva de lección en
cualquier línea de actividad que…".
Coburn devolvió el periódico a Huxley.
–¿Sabes lo que me ha ocurrido a mi? –
preguntó.
–¿Algo nuevo?
–Invitado a dimitir… Sin publicidad; solamente una
insinuación cortés. Mis pacientes se ponían buenos demasiado
rápidamente. Había abandonado la cirugía, ¿sabes?
–¡Qué asco! – Eso lo dijo Joan.
–Pues bien -dijo Ben reflexivamente-. No culpo al director
médico; Brinkley le forzó la mano. Me temo que menospreciamos al
viejo tunante.
–¡Sin duda! Ben es tan capaz como cualquiera de nosotros, y
en cuanto a sus razones… cuando pienso en ellas me
sofoco.
–¡Y yo que pensaba que era una rata inofensiva! – dijo
lamentándose Joan-. La primavera pasada debimos haberle echado a
los pozos de alquitrán. Ya os lo dije. ¿Y qué hacemos
ahora?
–Proseguir. – La respuesta de Phil era enérgica-.
Utilizaremos la situación en ventaja nuestra; tenemos publicidad, y
la usaremos.
–¿Qué idea tienes?
–Otra vez la levitación. Es lo más espectacular que tenemos
para las masas. Llama a los diarios y diles que demostraremos
públicamente la levitación mañana a mediodía en la Plaza
Pershing.
–¿Y no crees que los diarios se echen atrás ante una cosa tan
sospechosa?
–Es probable; pero he ahí mi plan: haremos que todo parezca
absurdo, y les daremos motivos para que puedan escribir algo
divertido. Podrán ocuparse de ello como si fuese algo sensacional,
en lugar de ser una noticia seria. Estamos en guerra, Joan. No es
posible hacer lo que uno desearía; cuanto más descabellado, mejor.
En marcha, amigos. Llamaré al Servicio de Información. Ben, entre
tú y Joan, repartiros los periódicos.
Los reporteros se mostraron evidentemente interesados. Les
interesaba que Joan fuese de buen ver, les divertía la corbata
chillona de Phil y sus jactancias, y les impresionaba seriamente su
gusto por el whisky. Comenzaron a hacer caso a Coburn cuando éste
les sirvió de beber sin preocuparse por tocar la
botella.
Pero cuando Joan flotó alrededor de la habitación, y Phil
montó por el techo una bicicleta inexistente, se
alarmaron.
–Francamente, doctor -dijo uno de ellos-, tenemos que
ganarnos la vida, y no pretenderá usted que le contemos al editor
de la ciudad cosas como éstas. La verdad; ¿es el whisky o,
sencillamente, hipnotismo?
–Llámenlo lo que quieran, señores. Pero no dejen de decir que
lo volveremos a hacer en la Plaza de Pershing mañana a
mediodía.
La diatriba de Phil en contra de Brinkley resultó poco
interesante después de la demostración, pero los reporteros
tuvieron la cortesía de tomar nota de ella.
Joan se acostó aquella noche con una sensación vaga de
depresión. La excitación de entretener a los muchachos de los
periódicos se había desvanecido. Ben había propuesto cenar e ir a
bailar para celebrar su última noche de vida privada, pero no había
sido un éxito. Para empezar, cuando descendían por una curva
cerrada de la carretera de Beachwood se les había reventado un
neumático, y el sedán gris de Phil había dado varías vueltas de
campana. Hubiesen quedado todos gravemente heridos, de no haber
sido por el control automático que poseían de sus
cuerpos.
Cuando Phil examinó lo que quedaba del sedán, la causa del
accidente le dejó perplejo.
–Aquellos neumáticos estaban perfectamente bien -aseguró-.
Los había examinado a fondo por la mañana. – Pero insistió en
continuar con su noche de asueto.
El espectáculo les pareció aburrido, y los chistes, burdos y
groseros, después del humorismo ligero y sensitivo que habían
aprendido a apreciar durante su asociación con Master Ling. Las
muchachas del coro eran jóvenes y bonitas, y Joan había disfrutado
observándolas hasta que cometió el error de sondar sus mentes. La
falta de consistencia que encontró en sus espíritus vacuos e
insensitivos, cooperó a su malestar.
Se alegró cuando terminó el espectáculo y Ben la invitó a
bailar. Los dos hombres eran buenos bailarines, especialmente
Coburn, y se encajó en sus brazos con satisfacción. Pero su placer
duró poco, pues una pareja borracha chocó repetidas veces con
ellos. El hombre era pendenciero, y la mujer ligeramente
vitriólica. Joan pidió a sus compañeros que la llevasen a su
casa.
Todas esas cosas le preocupaban mientras se preparaba para
acostarse. Joan, que nunca en su vida había conocido un temor
agudo, ahora temía solamente una cosa: las emociones corrosivas y
sucias de los pobres de espíritu. La malicia, envidia y odio, los
sinuosos insultos de mentes despreciables; esas cosas la herían,
por su sola presencia, incluso cuando no era ella el objeto directo
de su ataque. No era aún lo suficientemente madura para haber
adquirido una armadura de indiferencia frente a las opiniones de
mentes mezquinas.
Después de un verano en compañía de hombres de buena
voluntad, el incidente con la pareja de borrachos la desalentaba.
Se sentía ensuciada por su contacto. Y lo que era peor aún, se
sentía una extraña, una extranjera en país
desconocido.
Se despertó durante la noche con una sensación de soledad
exacerbada de una manera abrumadora. Percibía intensamente los tres
millones y pico de seres que había a su alrededor, pero toda la
ciudad parecía estar llena solamente de entidades malignas, celosas
de ella, ansiosas de arrastrarla a su propia condición innoble. Ese
ataque contra su espíritu, ese intento de despojar la santidad de
su ser interior, adquirió una naturaleza casi corpórea. Le pareció
que estaba mordiendo los bordes de su mente, sofocando sus
defensas. Aterrada, llamó a Ben y a Phil; no hubo respuesta, pues
su mente no pudo encontrarlos.
Aquella cosa repugnante que la amenazaba se daba cuenta de su
fracaso; la muchacha sentía que se mofaba de ella. Llena de pánico,
llamó al Superior.
Tampoco recibió respuesta. Pero esta vez, aquella cosa
habló:
–Ese camino también está cerrado.
Cuando ya la histeria se apoderaba de ella, cuando se
derrumbaban sus últimas defensas, cayó en los brazos de un espíritu
más fuerte, cuya bondad tranquila e imperturbable la protegió de la
cosa perversa que la acechaba.
–¡Ling! – exclamó-. ¡Master Ling! – y sollozó
desgarradoramente.
Sintió el humor manso y tranquilizador de su sonrisa,
mientras que los dedos mentales de Ling sondaban y apaciguaban las
tensiones de su terror. Y se durmió.
La mente de Ling permaneció con ella toda la noche, y habló
con ella hasta que se despertó.
Ben y Phil escucharon preocupados la relación que la muchacha
hizo de la noche anterior.
–Eso es decisivo -dijo Phil-. Hemos sido demasiado
descuidados. Desde ahora en adelante y hasta que hayamos terminado
con ese asunto, permaneceremos coordinados de día y de noche,
despiertos o dormidos. A decir verdad, también yo lo pasé bastante
mal la noche última, si bien no es nada de lo que le ocurrió a
Joan.
–También yo, Phil. ¿A ti qué te ocurrió?
–Pues no mucho, solamente una serie de pesadillas durante las
cuales perdía confianza en mi capacidad de hacer ninguna de las
cosas que aprendimos en Shasta. ¿Y tú?
–Aproximadamente lo mismo, pero con variaciones. Estuve
operando toda la noche, y todos mis enfermos morían sobre la mesa
de operaciones. No fue muy agradable, pero ocurrió otra cosa que no
fue un sueño. Ya sabéis que todavía uso una antigua navaja de
afeitar; pues mientras me afeitaba, sin preocuparme, saltó de mi
mano y me dio un corte en el cuello, ¿Veis? No se ha curado del
todo aún. – Y señaló una delgada línea roja que corría en diagonal
a lo largo del lado derecho de su cuello.
–¡Pero, Ben! – chilló Joan-. ¡Podías haberte
matado!
–Eso es lo que pensé -confirmó secamente
Ben.
–Sabéis, muchachos -dijo Phil hablando despacio-, esas cosas
no son puramente accidentales…
–¡Abrid los de ahí dentro! – Esa orden procedía del otro lado
de la puerta. Sus sentidos de percepción directa, unidos en una
sola mente, atravesaron el macizo roble y examinaron al que
hablaba. El hecho de ir de paisano no ocultaba la profesión del
grueso individuo que allí esperaba, incluso si no hubiesen podido
ver el emblema dorado sobre su chaleco. Otro hombre, más pequeño,
pero igualmente oficioso, esperaba junto al
primero.
Ben abrió la puerta y preguntó amablemente:
–¿Qué desea?
El hombre más grueso intentó entrar, pero Coburn no se
movió.
–Le he preguntado qué deseaba.
–Tipo listo, ¿verdad? Soy de la policía. ¿Es usted
Huxley?
–No.
–¿Coburn? – Ben asintió con la cabeza.
–Me servirá lo mismo. ¿Es ése Huxley, detrás de usted? ¿Es
que ninguno de ustedes dos pasa nunca la noche en casa? ¿Han estado
aquí toda la noche?
–No -dijo secamente Coburn- y además eso no le
importa.
–Eso soy yo quien lo tiene que decidir. Quiero hablar con
ustedes dos. ¿Qué hay de eso que estaban ustedes explicando a los
muchachos?
–Si viene a la Plaza Pershing hoy al mediodía lo
sabrá.
–Lo que es hoy no haréis nada en la Plaza Pershing,
amigos.
–¿Por qué no?
–Son órdenes de la Comisión de Parques.
–¿Con qué autoridad?
–¿Cómo?
–¿En virtud de qué ley o disposición, se niega a unos
ciudadanos pacíficos el derecho de utilizar una plaza pública?
¿Quién es ése que va con usted?
El hombre más pequeño se identificó.
–Me llamo Ferguson, de la oficina D.A. Busco a su compañero
Huxley en virtud de una denuncia por libelo criminal. Y necesito a
ustedes dos como testigos.
La mirada de Ben se hizo aún más fría, si es que tal cosa era
posible.
–¿Es que alguno de ustedes dos -preguntó en tono suavemente
despectivo- tiene una orden de arresto?
Se miraron el uno al otro sin responder. Ben
prosiguió:
–En tal caso no vale la pena de que continuemos esta
conversación, ¿verdad? – Y les cerró la puerta en las
narices.
Se volvió a sus compañeros y sonrió.
–Pues bien, se nos están acercando. Veamos lo que dicen los
diarios.
No encontraron más que una historia. No decía nada acerca de
la exhibición que habían propuesto, pero referían que el doctor
Brinkley había presentado una denuncia por libelo contra
Phil.
–Que yo sepa, ésta es la primera vez que cuatro periódicos
metropolitanos han rechazado una historia sustanciosa -comentó
Ben-. ¿Qué vas a hacer sobre la denuncia de
Brinkley?
–Nada -respondió Phil-, salvo quizá acusarle también yo a él
por libelo. Si mantiene su acusación, será una buena oportunidad de
demostrar nuestras afirmaciones ante el tribunal. Lo cual me hace
recordar que no queremos que nos estropeen nuestros planes para
hoy; aquellos sabuesos pueden volver en cualquier momento con
órdenes de arresto. ¿Dónde nos escondemos?
A propuesta de Ben se pasaron la mañana escondidos en una
biblioteca pública de la ciudad. A las doce menos cinco tomaron un
taxi y se dirigieron a la Plaza Pershing.
Y descendieron del taxi para ir a caer en los brazos de seis
robustos policías.
–Bien, Phil, ¿cuánto tiempo tengo que
aguantar esto?
–Tranquilízate, muchacha. No te
acalores.
–No me acaloro, pero ¿por qué tenemos que
continuar sujetos si podemos escaparnos en cualquier
momento?
–Precisamente por eso. Nunca nos han
arrestado antes, así veremos lo que es.
Aquella noche se reunieron alrededor de la chimenea de casa
de Joan. No habían tenido dificultad alguna en escapar, pero habían
esperado hasta una hora en que la prisión estaba tranquila para
demostrar que las paredes de piedra no constituyen prisión para
personas que conocen el poder de la mente.
Ben era el que hablaba.
–Lo que digo es que ya tenemos datos suficientes para sacar
conclusiones..
–¿Cuáles?
–Sácalas tú mismo.
–Bien. Volvimos de Shasta creyendo que todo lo que teníamos
que superar era estupidez, ignorancia y una proporción normal de
antagonismo y testarudez humanas. Pero ahora ya no nos engañamos.
Cualquier intento de poner en manos de la masa lo esencial de los
antiguos conocimientos se enfrenta con un esfuerzo decidido y
organizado para impedirlo, y para destruir o anular a cualquiera
que lo intente.
–Es peor aún -corrigió Ben-. He empleado nuestro descanso en
chirona para echar un vistazo por la ciudad. Me preguntaba por qué
el fiscal del distrito tenía tanto interés en nosotros, de modo que
ojeé su mente. Averigüé quién era su amo, y miré la mente de éste.
Lo que encontré allí me interesó tanto que tuve que desplazarme a
la capital del Estado y ver quién era el que movía la tramoya desde
allí. Eso me llevó de nuevo a la calle Spring, y al distrito
financiero. Aunque parezca imposible, desde allí tuve que ir a
mirar a algunos de los personajes más intangibles de la comunidad:
hombres de club, jefes de la industria, y demás por el estilo. –
Hizo una pausa.
–Bueno, ¿y qué? No me digas que todos son de los otros, o me
pondré a llorar.
–No; y eso es lo más extraño de todo. Casi todos aquellos
prohombres son seres inofensivos, gentes a las que uno quisiera
tratar. Pero generalmente (no siempre, sino generalmente) esos
seres inofensivos están dominados por alguien en quien tienen
confianza, alguien que les ha ayudado a llegar adonde se
encuentran, y esos dominadores no son seres inofensivos, por no
decir otra cosa. No pude entrar en todas sus mentes, pero cuando me
fue posible hacerlo encontré lo mismo que Phil halló en Brinkley:
una percepción fríamente calculadora de que su poder reside en
mantener al pueblo en la ignorancia.
Joan se estremeció.
–Bonito cuadro, Ben. Lo más adecuado como historia para antes
de irse a la cama. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
–¿Tú qué sugieres?
–¿Yo? No he llegado a conclusión alguna. Quizá lo mejor sería
tomar a esos tipos de uno en uno y
desprestigiarlos…
–¿Y tú, Phil?
–No puedo ofrecer nada mejor. Pero tendremos que planear
nuestra campaña con astucia.
–Pues bien, yo sí que tengo algo que
proponer.
–Oigámoslo.
–Admitamos que nos hemos comprometido a más de lo que podemos
hacer. Volvamos a Shasta y pidamos ayuda.
–¡Hombre, Ben! – La decepción de Joan se vio reflejada en la
compungida cara de Phil. Pero Ben continuó
tenazmente:
–Evidentemente, es molesto, pero el orgullo resulta demasiado
caro, y el trabajo a realizar es demasiado…
Se detuvo cuando notó la expresión de Joan.
–¿Qué ocurre, muchacha?
–Tendremos que decidirnos pronto; ese coche que acaba de
detenerse aquí delante es de la policía.
Ben se volvió hacia Phil.
–¿Qué tiene que ser: quedarnos y luchar, o ir en busca de
refuerzos?
–¡Oh, tienes razón! Me di cuenta de ello desde que eché un
vistazo a la mente de Brinkley, pero me molestaba
admitirlo.
Salieron los tres juntos al patio, se dieron las manos y se
lanzaron verticalmente hacia arriba.
–La verdad, Mr. Howe, ¿es que no sabe usted ya todo lo que
nos ha ocurrido? – Phil miró derechamente al Superior mientras
decía aquellas palabras.
–No, de verdad. Os dejamos seguir vuestro camino, y solamente
Ling mantuvo un ojo sobre vosotros para que no os hicieseis daño.
No me ha informado.
–Muy bien, señor. – Uno tras otro le explicaros todo lo que
les había ocurrido, y de vez en cuando le dejaron ver a través de
sus mentes los acontecimientos en que habían tomado
parte.
Cuando hubieron terminado, Howe les sonrió.
–De modo que habéis llegado a aceptar el punto de vista del
consejo, ¿verdad?
–¡No, señor! – Fue Phil quien contestó-. Estamos ahora aún
más convencidos que cuando nos fuimos de la necesidad de una acción
positiva e inmediata, pero estamos asimismo convencidos de que no
somos ni lo bastante fuertes ni lo bastante sabios para intentarla
nosotros solos. Hemos venido en busca de ayuda, y para instar al
consejo a que abandone su política de enseñar solamente a los que
están preparados, y que en lugar de eso se dirija y enseñe a todas
las mentes capaces de aceptar vuestras enseñanzas.
»La verdad es, señor, que nuestros antagonistas no esperan.
Están activos todo el tiempo. Han ganado Asia, están pujantes en
Europa, y quizá ganen aquí en América mientras esperamos que se
presente una oportunidad.
–¿Podéis sugerir algún medio de atacar el
problema?
–No, y es por eso que hemos vuelto. Cuando tratábamos de
enseñar a los demás lo que sabíamos, nos lo
impidieron.
–Esa es la dificultad -asintió Howe-. He sido muy de vuestra
opinión durante muchos años, pero resulta difícil de llevar a cabo.
Lo que podemos ofrecer no se puede publicar en un libro, ni
retransmitirlo por la radio. Se tiene que comunicar directamente de
una mente a otra, dondequiera que se encuentra una mente preparada
para recibirlo.
Terminaron la discusión sin encontrar una solución, pero Howe
les dijo que no se preocupasen.
–Proseguid -les dijo-, y pasad unas cuantas semanas en
meditación y coordinación. Cuando tengáis una idea que parezca
factible, traedla y reuniremos el consejo para
considerarla.
–Pero, señor -protestó Joan en nombre del trío-. Verá…,
habíamos confiado en el consejo de ustedes para preparar un plan.
No sabemos por dónde empezar, o de lo contrario no hubiésemos
regresado.
Howe movió la cabeza.
–Sois los hermanos más jóvenes, los más nuevos y los de menos
experiencia. Esas son vuestras virtudes, y no vuestros defectos. El
hecho de que no habéis pasado años de esta vida pensando en
términos de siglos y de razas os da una ventaja. Un punto de vista
demasiado amplio, demasiado filosófico, paraliza la voluntad.
Quiero que vosotros tres lo consideréis solos.
Hicieron lo que Howe les había pedido. Lo discutieron durante
semanas coordinados como una sola mente, lo remacharon en
conversaciones habladas, y meditaron sus derivaciones. Exploraron
la nación con sus mentes, y examinaron los espíritus humanos que se
encontraban tras la acción política y social. Con ayuda de los
archivos aprendieron las técnicas por medio de las cuales la
fraternidad de adeptos había intercedido en el pasado, cuando había
sido amenazada la libertad de pensamiento y de acción en América.
Propusieron y rechazaron docenas de esquemas.
–Deberíamos dedicarnos a la política -dijo Phil a los otros
dos-, tal como nuestros hermanos lo hicieron en el pasado. Si
tuviésemos un Secretario de Educación reclutado entre los ancianos,
podría fundar una academia nacional donde realmente prevaleciese la
libertad de pensamiento, la cual podría ser la fuente desde donde
se podría esparcir el antiguo conocimiento.
Joan hizo una objeción:
–¿Y si perdieses la elección?
–¿Cómo?
–Incluso con las facultades especiales que tienen los
adeptos, sería un trabajo ímprobo encontrar delegados para una
convención nacional que eligiese a nuestro candidato, luego hacer
que resultase elegido frente a las máquinas políticas, grupos
presionantes, periódicos, hijos favoritos, etcétera, etcétera,
etcétera.
–Y recordad que la oposición puede jugar tan sucio como
quiera, mientras que nosotros tenemos que jugar limpio, so pena de
ir contra nuestros propios objetivos.
Ben asintió con la cabeza.
–Me temo que tiene razón, Phil; la tienes toda en una cosa;
se trata de un problema de educación. – Y se detuvo a meditar,
volviendo su propia mente sobre sí mismo.
Pronto volvió a hablar:
–Yo me pregunto si hemos atacado este asunto desde un ángulo
acertado. Hemos estado pensando en reeducar adultos, cuyas
costumbres son ya fijas. ¿Y los niños? No han cristalizado todavía;
¿no serían ellos más fáciles de enseñar?
Joan se alzó, y sus ojos le brillaban.
–¡Ben, acertaste!
Phil movió la cabeza obstinadamente.
–No. Me molesta echar jarros de agua fría, pero no hay manera
de hacerlo. Los niños están constantemente bajo el cuidado de
adultos, y no podríamos llegar hasta ellos. No os figuréis ni por
un solo instante que podrías prescindir de las juntas de gobierno
locales de las escuelas; son las pequeñas oligarquías más cerradas
de todo el sistema político.
Estaban sentados en un grupo de pinos de las bajas laderas
del Monte Shasta. Un pequeño grupo de figuras humanas apareció por
debajo de ellos y comenzó a trepar hacia el punto donde los tres
estaban sentados. Suspendieron la discusión hasta que el grupo pasó
fuera del alcance del oído. El trío las contempló con un interés
amistoso y despreocupado.
Eran todos ellos muchachos de unos diez a quince años de
edad, salvo el guía, que llevaba sus dieciséis años con la seria
dignidad apropiada a quien es responsable de la seguridad y el
bienestar de otros más jóvenes. Iban vestidos con camisas y shorts
de color caqui, sombreros de campaña, y pañolones en los que había
bordada una conífera y la insignia PATRULLA ALPINA, TROPA I. Todos
llevaban una mochila y un bastón.
Cuando la procesión llegó junto a los adultos, el guía de la
patrulla les saludó con la mano, y las insignias de mérito de su
manga brillaron a la luz del sol. Los tres devolvieron el saludo y
observaron cómo desaparecían de la vista por lo alto de la
ladera.
Phil los contempló con distraída mirada.
–Aquellos eran días dorados -dijo-. Casi les
envidio.
–¿Fuiste tú uno de ellos? – preguntó Ben, contemplando a los
muchachos-. Recuerdo lo orgulloso que estuve el día que obtuve mi
insignia de mérito por los primeros auxilios.
–Nacido para médico, ¿no, Ben? – comentó Joan, aprobando, y
con mirada maternal-. Yo no… ¡pero, oye!
–¿Qué ocurre?
–¡Phil! ¡He ahí la respuesta! He ahí cómo llegar a los niños
a pesar de los padres y de las juntas de gobierno de las
escuelas.
Joan estableció contacto telepático, derramando con
excitación sus ideas en las mentes de los otros dos. Se pusieron en
coordinación y discutieron los detalles. Al cabo de un rato Ben
afirmó con la cabeza y dijo en voz alta.
–Quizá fuese posible -dijo-. Volvamos y hablémoslo con
Ephraim.
–Senador Moulton, esos son los jóvenes de quien le hablaba. –
Casi con respetuoso temor, Joan contempló las facciones del pequeño
anciano de cabellos blancos, cuyo nombre se había convertido en un
sinónimo de integridad. Sintió el mismo impulso que le inspiraba
Master Ling de juntar sus manos sobre el centro de su cuerpo y de
inclinarse. Y observó que Ben y Phil apenas podían reprimir
mostrarse torpes y retozones.
Ephraim Howe prosiguió:
–He estudiado su proyecto, y lo considero practicable. Si
usted también lo considera así, el Consejo lo llevará adelante.
Pero en gran parte depende de usted.
El senador los contempló con aquella sonrisa que había
ablandado los corazones de dos generaciones de duros
políticos.
–Explicádmelo bien -les rogó.
Así lo hicieron, cómo habían probado y fracasado en la
Universidad de Western, cómo se habían exprimido sus cerebros
durante un tiempo, y cómo unos muchachos excursionistas les había
inspirado.
–Verá, senador; si pudiésemos hacer subir allá arriba un
grupo suficiente de muchachos de una vez, de muchachos lo
suficientemente jóvenes para no haber sido corrompidos por el medio
ambiente, y educados ya, como esos muchachos lo están, en los
ideales de los antiguos (dignidad humana, ayuda mutua, confianza en
sí mismos, todas esas cosas que se incluyen en su código); si
pudiésemos hacer llegar allá arriba unos cinco mil muchachos de
ésos, podríamos enseñarles telepatía, y como comunicar la telepatía
a otros.
»Una vez hubiesen sido enseñados, y hubiesen regresado a sus
hogares, cada uno de ellos sería un centro de difusión del
conocimiento. Los antagonistas no podrían nunca detenerlo; sería
demasiado extenso, epidémico. Al cabo de pocos años todos los niños
del país serían telépatas, e incluso enseñarían a sus mayores (por
lo menos aquellos que no se hubiesen endurecido lo demasiado para
aprender).
»¡Y una vez que un ser humano es telépata, podemos dirigirle
por el camino de la antigua sabiduría!
Moulton asentía con la cabeza y hablaba consigo
mismo.
–Sí, sí, es cierto. Es posible hacerlo. Afortunadamente
Shasta es un Parque Nacional. Veamos, ¿quién está en aquel comité?
Se necesitaría una resolución conjunta y una pequeña asignación.
Ephraim, amigo mío, mucho me temo que tendré que usar un poco de
astucia para lograrlo; ¿me perdonará?
Howe sonrió con amplitud.
–Oh, lo digo en serio -prosiguió Moulton-. Las gentes son tan
cínicas, tan duras, cuando se trata de conveniencia política
(incluso alguno de nuestros hermanos). Veamos, creo que se tardarán
unos años antes de poder establecer el primer
campamento…
–¿Tanto tiempo? – Joan se sentía
decepcionada.
–Oh, sí, querida. Habrá que presentar dos leyes al Congreso,
y maniobrar mucho para hacerlas aprobar frente a un calendario
legislativo completo. Habrá que llegar a un acuerdo con los
ferrocarriles y las compañías de autobuses para que concedan a los
muchachos precios especiales que les permitan acudir. Tenemos que
comenzar una campaña publicitaria para hacer popular la idea. Luego
tiene que haber tiempo suficiente para que tantos de nuestros
hermanos como sea posible entren en la administración del
movimiento a fin de que entre los jefes del campamento se
encuentren muchos de nuestros adeptos. Afortunadamente soy sindico
nacional de la organización. Sí, creo que podré conseguirlo en un
par de años.
–¡Dios santo! – protestó Phil-. ¿No sería más práctico
teleportarlos aquí, enseñarles, y teleportarlos de
vuelta?
–No sabes lo que dices, hijo mío. ¿Podemos abolir la fuerza,
utilizándola? Todos los pasos deben ser voluntarios, realizados por
la razón y la persuasión. Cada ser humano debe liberarse a sí mismo
no es posible forzarle a la libertad. Y además, ¿es que dos años
son mucho tiempo para realizar un trabajo que ha estado esperando
desde el Diluvio?
–Lo siento, señor.
–No lo sientas. Es vuestra impaciencia juvenil lo que ha
hecho que sea posible realizar ese trabajo.
El senador Moulton, trocada la toga por los calzones,
polainas, camisa caqui, y un sombrero con la inscripción Director del Campamento, se movía alrededor del
campo, animando, decidiendo en nombre de los jefes de paja, y
rebuscando, rebuscando las mentes de todos los que se acercaban al
campamento con cualquier objeto. ¿Había alguien sospechoso? ¿Se
había introducido alguien que estuviese asociado con adeptos
parciales que se oponían al verdadero objetivo del campamento? Era
demasiado tarde para permitir que algo fallase ahora; demasiado
tarde, y lo que se jugaba era demasiado.
En el oeste medio, en el lejano sur, en la ciudad de Nueva
York y en Nueva Inglaterra, en las montañas y en la costa, había
muchachos que hacían sus maletas, compraban billetes especiales de
ida y vuelta a Shasta, y hablaban de ello con sus envidiosos
coetáneos.
Y por todo el país los antagonistas de la libertad y de la
dignidad humanas, los estraperlistas, los políticos venales, los
que se lucran con falsas religiones, los explotadores del obrero,
los pequeños caciques, y todos los personajes principales entre los
que trafican con la miseria y la opresión humanas, y que eran al
mismo tiempo adeptos a las artes de la mente, y se daban bien
cuenta del peligro del conocimiento libre, toda esa purria innoble
se agitaba inquieta y se preguntaba qué era lo que estaba
ocurriendo. Moulton nunca había estado asociado con nada que no
fuese desastroso para ellos; el Monte Shasta era el único lugar que
nunca habían podido tocar, y odiaban hasta su nombre. Recordaban
antiguas historias, y se estremecían.
Se estremecían pero actuaban.
Autobuses transcontinentales cargados con los muchachos
elegidos, ¿podrían corromper al conductor? ¿Podrían apoderarse de
su mente? ¿Podrían estropear los neumáticos o el motor? Los jóvenes
ocupaban trenes enteros, ¿sería posible cambiar una aguja? ¿Podría
ensuciarse el agua potable?
Pero otros vigilaban. Un tren lleno de muchachos se
desplazaba hacia el oeste; dentro de él, o volando sobre él,
viajaba por lo menos un adepto, que exploraba el territorio
circundante por medio de su percepción directa, y que comprobaba
las intenciones de todas las mentes en varios kilómetros a la
redonda del punto donde se encontraban, y cuyo solo deber era
asegurarse de que aquellos muchachos llegasen sanos y salvos a
Shasta.
Probablemente algunos de los muchachos no hubiesen llegado
nunca, de no haber sido que los oponentes de la libertad humana
fueron cogidos por sorpresa, dubitativos y desorganizados. Pues el
vicio tiene este defecto: no puede ser verdaderamente inteligente.
Sus motivos mismos son su debilidad. Los intentos que realizaron
para evitar que los muchachos llegasen a Shasta fueron escasos y
abortaron. Por aquella vez los adeptos habían tomado la ofensiva, y
sus movimientos eran más rápidos y estaban concebidos más
racionalmente que los de sus antagonistas.
Una vez llegados al campamento, una pantalla tupida rodeaba
todo el Parque Nacional del Monte Shasta. El superior había
designado adeptos para que patrullasen de noche y de día, vigilando
con todos sus sentidos la presencia de espíritus mezquinos o
malignos. El campamento mismo fue depurado. Dos consejeros y unos
veinte muchachos fueron enviados de regreso a sus hogares cuando su
examen reveló que se trataba de almas dañadas. A los muchachos no
se les informó de su deformidad, sino que se les dieron excusas
plausibles por la necesaria acción.
Superficialmente el campamento se parecía a cualquier otro
semejante. Los cursos de carpintería eran los mismos. Los
tribunales de honor se reunían como de costumbre para examinar a
los candidatos. Había los cánticos de costumbre, por la noche,
alrededor del fuego, y los mismos ejercicios gimnásticos por la
mañana antes del desayuno. La mayor seriedad del juramento y de las
leyes de la organización, apenas si eran
perceptibles.
Durante el transcurso de la temporada cada uno de los
muchachos realizó por lo menos una excursión nocturna. Se les
enviaba por la mañana en grupos de veinte o treinta y en compañía
de un consejero. No resultaba evidente que todos los consejeros que
dirigían tales excursiones eran adeptos, pero así sucedía en la
práctica. Cada muchacho llevaba su manta, su mochila con raciones,
su cantimplora, su cuchillo, hacha y brújula.
Phil salió con uno de esos grupos una mañana de las de la
primera semana del campamento. Se dirigió hacia el este de la
montaña para mantenerse alejado de las rutas acostumbradas de los
turistas. Aquella noche acamparon a la orilla de un torrente
alimentado por los glaciares, cuyo sonido resonaba en sus oídos
mientras cenaban.
Después de cenar se sentaron alrededor del fuego. Phil les
narró historias de los santones del este, y de las facultades que
se les atribuían, así como de San Francisco y los pájaros. Estaba
en medio de una de esas historias, cuando apareció una figura en el
círculo de luz.
O, mejor dicho, varias figuras. Vieron a un anciano, vestido
como pudo haberlo ido David Crockett, y a sus costados dos
animales; a la izquierda un león montañés que ronroneó al ver el
fuego, y a la derecha un cervatillo cuyos pardos ojos contemplaban
tranquilamente los de los muchachos.
Al principio algunos de los muchachos se asustaron, pero Phil
les dijo tranquilamente que ensanchasen el círculo e hiciesen sitio
para los recién llegados. Permanecieron sentados en silencio
durante un rato mientras los muchachos se iban acostumbrando a los
animales. Finalmente, uno de los chicos comenzó a acariciar
tímidamente al enorme gato, el cual respondió girando sobre si
mismo y presentándole su suave barriga. El muchacho alzó la vista y
preguntó al anciano:
–¿Cómo se llama, señor…?
–Ephraim. Se llama Libertad.
–¡Pues sí es muy manso! ¿Cómo se las ha arreglado para
amansarlo tanto?
–Lee mis pensamientos y tiene confianza en mí. Casi todas las
cosas son amistosas cuando le conocen a uno, y lo mismo la mayoría
de las personas.
El muchacho lo pensó un momento.
–¿Y cómo puede leer sus pensamientos?
–Es sencillo. Tú también puedes leer los suyos. ¿Te gustaría
aprender a hacerlo?
–¡Vaya!
–Pues mírame a los ojos un instante. ¡Ya está! Ahora mira a
los suyos.
–Pues… pues… ¡de verdad que parece que sí
puedo!
–Naturalmente que puedes. Y también leer
los míos. ¿Has notado que no te estoy hablando en voz
alta?
–Es cierto. Estoy leyendo sus
pensamientos.
–Y yo estoy leyendo los tuyos. Fácil,
¿verdad?
Con la ayuda de Phil, Howe consiguió que, al cabo de una
hora, estuviesen todos hablando entre sí por transmisión de
pensamiento. Luego, y para calmarles les contó historias durante
otra hora, historias que formaban parte importante de su programa.
Ayudó a Phil a hacer dormir a los muchachos, y se fue seguido de
sus animales.
A la mañana siguiente Phil se enfrentó con un joven
escéptico.
–Dígame, ¿es que fue un sueño todo aquello del viejo, el puma
y el cervatillo?
–¿Tú crees?
–¡Lo está usted haciendo
ahora!
–Sin duda. Y tú también. Y ahora ve y
díselo a los demás muchachos.
Antes de que llegasen de regreso al campamento, les aconsejó
que no hablasen de ello a ninguno de los chicos que todavía no
habían realizado la excursión nocturna, pero que probasen su nueva
facultad ensayando con cualquier otro muchacho que ya la hubiese
realizado.
Todo marchó bien hasta que uno de los muchachos hubo de
regresar a su casa en respuesta a un mensaje de que su padre estaba
enfermo. Los ancianos no borraron de su mente sus nuevos
conocimientos, sino que le siguieron la pista cuidadosamente. Al
cabo de un tiempo habló, y la noticia llegó casi inmediatamente a
oídos de los antagonistas. Howe ordenó que se redoblasen las
precauciones de la patrulla telepática.
La patrulla consiguió mantener alejadas a las personas
indeseables, pero no podía impedir que algo entrase. Una noche
estalló un fuego por el lado del viento del campamento. Como ningún
ser humano se había acercado a aquel lugar, era evidente que había
sido provocado por medio de la telecinética.
Pero lo que el dominio de la materia a distancia es capaz de
hacer, también puede deshacer. Moulton apagó la llama con su
voluntad, le negó el permiso de arder, hizo detener sus
vibraciones.
Durante algún tiempo el enemigo pareció cesar en sus intentos
de causar daños físicos a los muchachos. Pero no había abandonado
la partida. Phil recibió una llamada frenética de uno de los chicos
más jóvenes, pidiéndole fuese inmediatamente a su tienda de
campaña; el jefe de su patrulla estaba muy enfermo. Phil encontró
al muchacho en un ataque de histeria, y a los demás chicos que le
estaban impidiendo que se dañase a sí mismo. Había intentado
cortarse el cuello con su cuchillo de monte, y había perdido la
cabeza cuando los otros le habían sujetado la
mano.
Phil se hizo cargo rápidamente de la situación y llamó a
Ben.
–Ben, ven en seguida; te necesito.
Ben fue en seguida, rasgando el aire, y entró volando en la
tienda, a través de la puerta casi antes de que Phil hubiese tenido
tiempo de echar al muchacho en su litera y de comenzar a forzarle a
entrar en trance. Los asombrados compañeros del muchacho no
tuvieron tiempo de decidir si el Dr. Ben había entrado volando,
cuando ya se encontraba de pie en posición normal al lado de su
consejero.
Ben estableció con éste una comunicación cerrada, dejando a
los muchachos fuera del circuito.
–¿Qué ocurre?
–Se han metido con él… y casi lo han
deshecho.
-¿Cómo?
–Han influido su mente. Han intentado
hacer que se suicidase. Pero he podido
identificar la conexión. ¿Quién creerás que ha intentado
asesinarle?
–¡Brinkley!
-¡No!
–Seguro. Sustitúyeme aquí; me voy en
busca de Brinkley. Dile al Superior que vigile a todos los
muchachos que han sido educados para ser sensibles a la telepatía.
Tengo miedo de que consigan meterse con alguno de ellos antes de
que podamos enseñarle cómo defenderse. – Y diciendo eso
desapareció, dejando a los muchachos medio convencidos de la verdad
de la levitación.
No había llegado muy lejos, y estaba aún acelerando, cuando
oyó en su cabeza una bienvenida voz.
–¡Phil, Phil!
Espérame.
Disminuyó su velocidad durante unos segundos. Una figura un
poco más pequeña llegó a su lado y le asió de la
mano.
–Menos mal que estaba conectada con vosotros dos. De lo
contrario hubieses ido a meterte con el viejo marrano sin contar
conmigo.
Phil trató de conservar su dignidad.
–Si hubiese creído que tenías que venir conmigo para este
trabajo, te hubiese llamado, Joan.
–¡Tonterías! ¡Cuentos! Te podrías hacer daño yendo solo
contra él. Además quiero echarle a los pozos de
alquitrán.
Phil suspiró y lo dejó correr.
–Joan, querida; eres una chica sedienta de sangre, y te
quedan diez mil encarnaciones antes de que puedas alcanzar la
beatitud.
–No quiero alcanzar la beatitud; lo que quiero es cargarme al
viejo Brinkley.
–Pues ven. Y aceleremos.
En aquel momento estaban ya al sur del Tehachapi y se
acercaban rápidamente a Los Angeles. Transpusieron la cordillera de
Sierra Madre, cruzaron el valle de San Fernando, rozaron la cumbre
del Monte Hollywood y aterrizaron sobre el césped de la Residencia
del Presidente en la Universidad de Western. Brinkley vio, o
sintió, su llegada, y quiso huir, pero Phil se agarró a
él.
Y disparó un pensamiento hacia Joan.
–Tú quédate al margen, chiquilla, a menos
de que pida auxilio.
Brinkley no abandonó la partida con facilidad. Su mente se
lanzó sobre la de Phil y trató de sofocarla. Huxley sintió que
perdía pie, y retrocedía ante el perverso ataque. Le parecía como
si le hundiesen, le ahogasen en una repugnante
ciénaga.
Pero se serenó, y luchó resueltamente.
Cuando Phil hubo terminado de hacer con Brinkley lo que era
inmediatamente necesario, se levantó y se enjugó las manos, como
para limpiarse del cieno espiritual con que había
luchado.
–Vámonos -dijo a Joan-, vamos justos de
tiempo.
–¿Qué le hiciste, Phil? – La chica contempló con asqueada
fascinación aquella cosa que yacía en el suelo.
–Bien poca cosa. Le puse en éxtasis. Tengo que conservarlo
para poderlo utilizar durante algún tiempo. Arriba, chica. Vamos de
aquí antes de que se de cuenta de nuestra
presencia.
Se alzaron por el aire, llevando tras sí el cuerpo de
Brinkley sujeto por apretados lazos telecinéticos. Se detuvieron
sobre las nubes. Brinkley flotaba tras ellos, con los ojos
salientes, la boca entreabierta y su faz rosada carente de
expresión.
–¡Ben! -transmitió Huxley- ¡Ephraim Howe! ¡Ambrose! ¡A mí! ¡A mí!
¡Apresuraos!
–¡Voy, Phil! -respondió
Coburn.
–Te oigo -Ese pensamiento llevaba el
sello de la serenidad del Superior-. ¿Qué
ocurre, hijo?; dime.
–¡No hay tiempo! -respondió
rápidamente Phil-. Usted, Superior, y todos los
demás que puedan. ¡Apresúrense!
–Venimos. – El pensamiento era todavía tranquilo y pausado.
Pero en el techo de la tienda de Moulton había ya dos agujeros
desgarrados. Moulton y Howe estaban ya fuera del alcance de la
vista del Campamento Mark Twain.
Tajando, hendiendo el aire, vino el puñado de adeptos que
cuidaba del fuego. Llegaron desde ochocientos kilómetros hacia el
norte, volando como palomas mensajeras que se apresuran hacia el
hogar. Algunos consejeros del campamento, dos tercios del pequeño
grupo de encargadas y algunos otros de diversos puntos del
continente llegaron en respuesta a la demanda de auxilio de Huxley
y del toque de alarma sin precedentes del Superior. Un ama de casa
apagó el fuego de su horno y desapareció en el cielo. Un conductor
de taxi detuvo su coche y dejó a sus pasajeros sin decir palabra.
Los grupos de investigadores en Shasta rompieron su coordinación,
abandonaron su amado trabajo, y fueron
rápidamente.
–¿Y ahora, Philip? – Howe habló oralmente después de haberse
detenido junto a Huxley.
Huxley extendió su mano en dirección a
Brinkley.
–¡Ese tiene lo que necesitamos para atacar ahora! ¿Dónde está
Master Ling?
–Él y Mrs. Draper están guardando el
campamento.
–Le necesito. ¿Es que ella no se basta por sí
sola?
Con claridad y suavemente, la voz de la mujer resonó en su
cabeza desde una distancia igual a la mitad del
Estado.
–¡Sí me basto!
-La tortuga vuela -Ese segundo
pensamiento tenía la calidad de humorismo que era la característica
inconfundible del viejo chino.
Joan sintió un suave contacto en su mente, y en aquel mismo
instante Master Ling se encontró entre ellos, sentado
cuidadosamente sobre la nada, con las piernas cruzadas como un
sastre.
–Yo me presento; mí cuerpo sigue -anunció-. ¿Es que no
podemos proseguir?
Entonces Joan se dio cuenta de que el chino había utilizado
las facultades de su mente para proyectarse ante su presencia más
rápidamente de lo que podía levitar aquella distancia. Se sintió
adulada hasta un punto que no era razonable por aquella
atención.
Huxley comenzó inmediatamente:
–A través de la mente de éste -le indicó a Brinkley- he
sabido de muchos con los cuales no puede haber tregua. Tenemos que
encontrarlos, ocuparnos de ellos en seguida, antes de que puedan
recobrarse de lo que le ha ocurrido a él. Pero necesito ayuda.
Master, ¿quiere usted extender el presente y
examinarle?
Ling les había enseñado la discriminación del tiempo y la
percepción del presente, así como a quedarse a un lado y a
discriminar la duración de la eternidad. Pero él era increíblemente
más hábil que sus discípulos. Sabía dividir el aleteo de una mosca
en mil instantes distintos o comprender un milenio en un solo
fogonazo de su experiencia. Su discriminación del tiempo y del
espacio no estaba limitada ni por su velocidad metabólica ni por
sus dimensiones molares. Y ahora exploraba activamente el cerebro
de Brinkley como aquel que busca una joya en un montón de basura.
Examinó los esquemas de la memoria de aquel hombre y contempló su
vida como una sola imagen. Joan vio con asombro como su sempiterna
sonrisa cedía el paso a un gesto de asco; miró a través de la mente
del chino, y desconectó. Si es que realmente había tantos espíritus
perversos en el mundo, prefería encontrarse con ellos de uno en
uno, a medida que fuese necesario, en lugar de tener que
experimentarlos a todos al mismo tiempo.
El cuerpo de Master Ling se unió al grupo y se confundió con
su proyección.
Huxley, Howe y Bierce siguieron el delicado trabajo del chino
con toda atención. La cara de Howe reflejaba sombría impasividad;
la de Moulton, avejentada y sensitiva, se movía de un lado a otro
expresando desaprobación ante tanta perversidad. Bierce se parecía
más que nunca a Mark Twain, a un Twain en una furia implacable y
amenazadora.
Master Ling levantó la vista.
–Sí, sí -dijo Moulton-. Supongo que tenemos que actuar,
Ephraim.
–No tenemos más remedio -afirmó Huxley, con inconsciente y
total falta de consideración al precedente-. Superior, ¿quiere
asignar las tareas?
Howe le miró fijamente.
–No, Philip, no. Tú mismo. ¡En marcha!
Huxley se contuvo sorprendido durante un brevísimo instante,
pero captó el apunte.
–Usted me ayudará, Master Ling. ¡Ben!
–¡Estoy esperando!
Entrelazó las mentes, e hizo que Ling mostrase a Ben su
contrincante y los datos que necesitaba.
–¿Enterado? ¿Necesitas alguna ayuda?
–El abuelo Stonebender será suficiente.
–Bien. De prisa y arréglalo.
–Dalo por hecho. – Y desapareció, dejando una estela de
viento tras sí.
–Ese otro es de usted, senador Moulton.
–Ya lo sé -y Moulton desapareció.
De uno en uno y de dos en dos les fue asignando sus tareas, y
todos ellos se fueron a hacer lo que había que hacer. No hubo
discusiones. La mayor parte de ellos se habían dado cuenta mucho
antes que Huxley de que el día de la acción llegaría
indefectiblemente, pero habían esperado con tranquila serenidad,
ocupados en el trabajo que tenían entre manos, hasta que el tiempo
hubo incubado la simiente.
En el estudio sin ventanas de una mansión en Long Island, a
prueba de ruidos, astutamente cerrado y vigilado, y decorado
ostentosamente, había reunidos cinco; tres hombres, una mujer y una
cosa en un sillón de ruedas. Esa cosa miraba con furia feroz a los
otros cuatro, los miraba sin ojos, pues su frente descendía
ininterrumpidamente hasta los pómulos, como una superficie cetrina
y lisa.
Una envoltura de tela sobre el regazo, y flojamente recogida
a través del sillón disimulaba, pero no ocultaba, el hecho de que
aquella criatura no tenía piernas. Agarró los brazos del
sillón:
–¿Es que tengo que pensarlo todo por vosotros, imbéciles? –
preguntó con voz dulce y suave-. Tú, Arthurson, tú permitiste que
Moulton hiciese aprobar en el Senado aquella Ley de Shasta. Morón.
– El epíteto resultaba acariciador.
Arthurson se agitó en su silla.
–Examiné su mente. La Ley era inofensiva. Era una
compensación por el asunto del Valle del Misuri. Ya se lo
dije.
–Examinaste su mente, ¿verdad? ¡Hum!…, te tomó el pelo de lo
lindo, memo. ¡Una ley para Shasta! ¿Cuándo aprenderéis vosotros,
idiotas sin cerebro, que nunca ha salido nada bueno de Shasta? – Y
sonrió con aprobación.
–Bueno; ¿y cómo iba yo a saberlo? Creí que un campamento
cerca de las montañas quizá les perturbaría a…
ellos.
–Idiota descerebrado. Llegará un día en que podré prescindir
de ti -El monstruo no esperó a que la amenaza hubiese sido
asimilada, sino que prosiguió-. Pero, basta ahora de eso. Tenemos
que movernos para reparar el daño. Ahora son ellos quienes están a
la ofensiva, Agnes…
–Sí -respondió la mujer.
–Tus sermones tienen que mejorar…
–He hecho lo mejor que he podido.
–No es suficiente. Necesito una oleada de histeria religiosa
que anule la Ley de los Derechos, antes de que se disperse el
campamento de Shasta para el verano. Tendremos que obrar con
rapidez, y no podemos dejarnos coartar por demasiados
legalismos.
–No es posible hacerlo.
–Cállate. Hay que hacerlo. Tu templo recibirá esta semana
subvenciones que deberás utilizar para propaganda por televisión en
escala nacional. Y al mismo tiempo descubrirás un nuevo
mesías.
–¿Quién?
–El hermano Arthemis.
–¿Aquella rata de campo? Y yo, ¿dónde quedo?
–A ti te tocará lo tuyo. Pero no puedes ir a la cabeza de
este movimiento; el país no aceptará una mujer en lo más alto.
Vosotros dos encabezaréis una marcha sobre Washington y os haréis
con el poder. Los hijos del 76 se unirán a vuestras filas y
pelearán por las calles. Weems, ésa es tu tarea.
El hombre a quien eso último se dirigía
objetó:
–Se tardarán tres, o quizá cuatro meses en
enseñarles.
–Tienes tres semanas. Valdrá más que no
fracases.
El último de los tres hombres rompió su
silencio.
–¿Por qué tanta prisa, jefe? Me parece que te estás asustando
demasiado de unos cuantos chiquillos.
–Eso lo juzgo yo. Tienes que iniciar una epidemia de huelgas
para paralizar al país en el momento de la marcha sobre
Washington.
–Necesitaré algunos incidentes.
–Los tendrás. Tú ocúpate de las uniones; yo me encargaré de
la Liga de Mercaderes y Comerciantes. Dame mañana una pequeña
huelga. Haz salir las patrullas y yo me encargo de que maten a tres
o cuatro. La publicidad estará preparada. Agnes, tú predica un
sermón sobre todo eso.
–¿Desde qué punto de vista?
El monstruo levantó los inexistentes ojos hacia el
techo:
–¿Es que tengo que pensar en todo? Es elemental. Usad
vuestros cerebros.
El hombre que había hablado último dejó cuidadosamente su
cigarro y dijo:
–¿Por qué tanta prisa, jefe?
–Ya os lo he dicho.
–No, no nos lo ha dicho. Ha cerrado su mente y no nos ha
dejado leer sus pensamientos ni una sola vez. Hemos conocido la
existencia del campamento de Shasta desde hace meses. ¿Por qué toda
esta excitación? Vamos, hable. No estará usted resbalando, ¿verdad?
Pues si está resbalando no puede esperar que le
sigamos.
El que carecía de ojos le miró atentamente.
–Hanson -dijo en un tono aún más dulce-, desde hace meses que
vienes estudiando tu fuerza. ¿Te importaría medirte
conmigo?
El otro miró a su cigarro.
–No me importaría.
–Pues así será. Pero no esta noche. No tengo tiempo de
escoger y adiestrar nuevos lugartenientes. Por lo tanto, te diré
por qué hay tanta prisa. No puedo alzar a Brinkley. He perdido la
comunicación con él. Y no hay tiempo…
–Tiene razón -dijo una nueva voz-. No hay
tiempo.
Los cinco se volvieron bruscamente para enfrentarse con el
origen de la voz. De pie, uno junto a otro, estaban en el estudio
Ephraim Howe y Joan Freeman.
Howe miró al monstruo.
–He tenido que esperar para llegar a este encuentro -dijo
alegremente- y te he reservado para mi.
El monstruo salió de su sillón y se adelantó a través del
aire en dirección a Howe. Su altura y su posición producían la
desagradable sensación de que caminaba sobre piernas invisibles.
Howe señaló a Joan.
–Ahora comienza. ¿Puedes tener a raya a
los otros, querida?
–Me parece que sí.
–¡Ahora! -Howe puso en juego todo lo
que había aprendido en ciento treinta años de trabajo,
concentrándose únicamente en el problema de dominio telecinético.
Evitó todo contacto con la mente de la cosa perversa que se alzaba
frente a él, y dedicó su atención a la destrucción de su envoltura
física.
La cosa se detuvo.
Lenta, muy lentamente, como un buzo de gran profundidad
víctima de una explosión externa, o como una naranja en un
exprimidor, los límites espaciales dentro de los cuales existía
fueron disminuyendo. Un lugar espacial esférico la incluyó, y fue
reduciéndola.
La cosa se fue encogiendo cada vez más. Los muñones de sus
piernas se doblaron sobre el grueso torso. La cabeza se escondió
dentro del pecho para escapar a la despiadada presión. Durante unos
momentos concentró su enorme y pervertido poder, y presentó
batalla. Joan se sintió desconcertada y momentáneamente asqueada
por aquella inmensa resaca de perversidad.
Pero Howe se mantuvo firme, sin siquiera cambiar de
expresión; y la esfera siguió contrayéndose.
El cerebro sin ojos se partió. E inmediatamente la esfera se
redujo a la menor dimensión posible. Una bola de medio metro
colgaba del aire, una bola cuyos repugnantes detalles superficiales
no invitaban a la preguntó:
Howe mantuvo en su lugar aquella repugnante e inofensiva
porquería con una fracción de su mente, y peguntó:
–¿Estás bien,
querida?
–Sí, Superior. Master Ling me ayudó una
vez, cuando lo necesitaba.
–Eso ya lo había previsto. Vayamos ahora
por los otros. -Y hablando en voz alta, dijo-: ¿Qué preferís:
reuniros con vuestro jefe, u olvidar lo que sabéis? – Y cogiendo
aire entre los dedos hizo el gesto de exprimirlo.
El hombre del cigarro aulló.
–Tomaré eso por respuesta -dijo Howe-. Muy bien, Joan.
Pásamelos de uno en uno.
Y operó con sutileza sobre sus mentes, alisando los esquemas
con gradientes coloidales establecidos por sus experiencias
corpóreas.
Unos cuantos minutos más tarde aquella habitación contenía
cuatro adultos cuerdos, pero aniñados, y una masa sanguinolenta
sobre la alfombra.
Coburn entró en una habitación donde no había sido
invitado.
–Se acabó la juerga, muchachos -anunció alegremente. Y apuntó
con un dedo a uno de los ocupantes-. Eso va para ti -De la punta de
su dedo surgió una llamarada que envolvió a su adversario-. Sí, y
para ti. – Las llamas surgieron por segunda vez-. Y para ti. – Y un
tercero recibió la purificación final.
El hermano Arthemis, "El Hombre de la Ira de Dios", se
enfrentaba con la televisión.
–Y si esas cosas no fuesen ciertas -dijo con voz tonante-,
¡que el Señor me fulmine en este instante!
El veredicto del forense, quien dictaminó una muerte por
fallo del corazón, no explicaba del todo el estado de carbonización
de los restos.
Una reunión política se suspendió porque el principal orador
no se presentó. Un pordiosero anónimo apareció desplomado sobre sus
lápices y su goma de mascar. Un director de diecinueve
corporaciones de importancia produjo la histeria de su secretaria,
cuando interrumpió su dictado para dialogar con el espacio vacío
antes de convertirse en un alegre idiota. Una famosa estrella de
televisión y cine desapareció. Y fue necesario desempolvar
apresuradamente y completar las notas necrológicas de siete
miembros del Congreso, varios jueces y dos
gobernadores.
Aquella noche la sesión acostumbrada de canciones del
Campamento Mark Twain se celebró sin la presencia del director del
Campo Moulton, quien estaba asistiendo a una conferencia en pleno
de los adeptos, reunidos físicamente por primera vez desde hacía
muchos años.
Cuando Joan entró en la sala, miró en
derredor.
–¿Dónde está Master Ling? – preguntó a Howe.
Howe estudió la cara de la muchacha durante un instante. Por
primera vez desde que le había conocido hacía casi dos años, la
chica pensó que Howe estaba momentáneamente
desconcertado.
–Querida -dijo afectuosamente-, ya debiste haberte dado
cuenta de que Master Ling permanecía entre nosotros, no en provecho
suyo, sino en el nuestro. La crisis que había estado esperando ha
sido dominada; lo que queda del trabajo tendremos que hacerlo
nosotros solos.
Joan se llevó una mano en la garganta.
–¿Quiere decir que…?
–Era muy anciano, y estaba muy fatigado. Durante los últimos
cuarenta años había mantenido su corazón latiendo, y su cuerpo en
funcionamiento, gracias a un control continuo.
–Pero, ¿por qué no se renovó y regeneró?
–No lo deseaba. No podíamos esperar que se quedase aquí
indefinidamente después que hubo crecido.
–No -Y mordió un labio que temblaba-. No. Es cierto. Nosotros
somos niños, él tiene otras cosas que hacer, pero… ¡Oh, Ling!
¡Ling! ¡Master Ling! – Y escondió su cara en el hombro de
Howe.
–¿Por qué lloras,
florecilla?
Joan alzó bruscamente la cabeza.
–¡Master Ling!
–¿Es que lo que ha sido no puede ser?
¿Existen el pasado y el futuro? ¿Tan mal has aprendido mis
lecciones? ¿Es que no estoy ahora contigo, como siempre? -Y en
aquel pensamiento percibió la alegría vibrante y eterna, la alegría
de vivir, que era la marca del suave chino.
Con parte de su mente, Joan estrechó la mano de
Howe.
–Lo siento -dijo Joan-. Me había equivocado. – Y se relajó,
tal como Ling le había enseñado, dejando que su conciencia fluyese
en el ensueño que reúne a todo el tiempo en un solo ahora
inmortal.
Howe, viendo que la muchacha estaba en paz, dirigió su
atención a la reunión.
Proyectó su mente y los reunió a todos en la red telepática
de una conferencia en pleno.
–Creo que todos sabéis para qué nos hemos
reunido -pensó-. He servido mi tiempo; y
ahora entramos en otro período más activo en que se necesitarán
cualidades diferentes de las mías. Os he reunido para que elijáis
mi sucesor.
Huxley encontraba difíciles de seguir aquellos mensajes de
pensamientos. "Debo estar agotado por el esfuerzo", pensó para si
mismo.
Pero Howe estaba nuevamente pensando en voz
alta.
–Pues, que así sea; estamos de acuerdo. – Y miró a Huxley-.
Philip, ¿quieres aceptar nuestra
confianza?
–¡¡¿Cómo?!!
–Ahora eres el superior, de común acuerdo.
–Pero… pero… no estoy preparado.
–Nosotros creemos que sí -contestó Howe desapasionadamente-.
Tu talento es ahora necesario. Te crecerás bajo la
responsabilidad.
–¡Anímate, compañero! -Ese era
Coburn, por un mensaje privado.
–Estamos de acuerdo, Phil -Esta vez
era Joan.
Por un momento le pareció que oía la risita de Ling, y su
aprobación tranquila.
–¡Probaré! – contestó.
El último día del campamento Joan estaba sentada con Mrs.
Draper en una terraza de la Residencia de Shasta, contemplando el
valle. Suspiró. Mrs. Draper levantó los ojos de su labor y se
sonrió.
–¿Sientes que se haya terminado el
campamento?
–¡Oh, no!, me alegro.
–Pues, ¿qué te ocurre?
–Estaba pensando… tanto esfuerzo, tanto trabajo para levantar
este campamento. Y luego tuvimos que luchar para mantenerlo a
salvo. Y mañana esos muchachos regresan a sus casas, y hay que
vigilarlos a todos en tanto se hacen lo bastante fuertes para
poderse defender a si mismos de todas las cosas perversas que aún
hay en el mundo. El año que viene vendrá otra cosecha de muchachos,
y luego otra, y otra. ¿Es que no terminará nunca?
–Sin duda terminará. ¿No recuerdas, en los antiguos
testimonios, lo que ocurrió con los ancianos? Cuando hayamos hecho
todo lo que hay que hacer aquí, entonces nos iremos a donde haya
algo que hacer. La raza humana no está destinada a quedarse aquí
para siempre.
–Pero, no obstante, parece interminable.
–Sin duda, si piensas en ello de esta manera, querida. La
manera de que parezca corto e interesante consiste en pensar sobre
lo que vas a hacer inmediatamente después. Por ejemplo, ¿qué vas a
hacer ahora?
–¿Yo? – Joan pareció quedarse perpleja. Luego sus facciones
se animaron-. Pues…, pues, ¡voy a casarme!
–Me lo figuraba. – Y las agujas de Mrs. Draper prosiguieron
activas su trabajo.
El hombre no estaba por parte alguna.
Buscadle por las colinas y por las llanuras. Buscad su huella
en las verdes selvas tropicales, llamadle a gritos. Seguidle a
donde estuvo en las entrañas de la tierra; sondead las
profundidades del mar.
El hombre se ha ido; su casa está vacía, y la puerta
abierta.
Un gran simio, de cerebro demasiado grande para sus
necesidades, y de un espíritu que le perturbaba, dejó su tribu y
buscó la paz de las alturas por encima de la selva. Trepó hora tras
hora, impulsado por una necesidad que apenas comprendía. Llegó por
fin a un lugar de descanso, muy por encima de los verdes árboles de
su hogar, mucho más arriba de lo que ninguno de los de su tribu
había llegado nunca. Allá encontró una gran piedra llana de color
pardo, caliente bajo el sol.
Pero su reposo fue inquieto. Tuvo sueños extraños, diferentes
de todos los que había experimentado hasta entonces. Lo despertaron
dejándole dolorida la cabeza.
Habrían de pasar muchas generaciones antes de que uno de sus
descendientes pudiese comprender lo que habían dejado allí aquellos
que se habían ido.
El estropicio lo causó el Dr. Morgan cuando produjo nuevas
razas de la mosca de la fruta a fuerza de aporrear sus cromosomas
por medio de los rayos X. Después de aquello, la tercera generación
de los supervivientes de Hiroshima no nos enseñó nada nuevo;
aquellos desgraciados monstruos no hicieron sino dar publicidad a
los conocimientos genéticos corrientes.
Mr. y Mrs. Bronson van Vogel no pensaban en ninguna clase de
reforma social cuando fueron al Rancho de Cría Fénix; Mr. van Vogel
sencillamente quería comprar un pegaso. Lo había mencionado a la
hora del desayuno:
–¿Estás ocupada esta mañana, querida?
–Nada de especial. ¿Por qué?
–Me gustaría llegarme a Arizona y encargar el proyecto de un
pegaso.
–¿Un pegaso? ¿Un caballo volador? ¿Y para qué,
guapo?
Se sonrió:
–Nada más que por diversión. Pudgy Dodge llegó al Club ayer
con un pachón de seis patas; debía tener lo menos un metro de
largo. Era algo ingenioso, pero postineaba tanto que me gustaría
poderle enseñar algo que le hiciese abrir los ojos. Imagínate,
Marta, si aterrizase en la plataforma de helicópteros del Club
montado en un caballo alado. ¡Les haría estallar los
ojos!
Su esposa apartó la vista de la costa de Jersey para
contemplar con indulgencia a su marido. No se engañaba; aquello
resultaría caro. ¡Pero Brownie era tan simpático!
–¿Cuándo salimos?
Aterrizaron dos horas antes de haber partido. Desde el aire
se leía el letrero, en letras de quince metros:
Genética controlada
–Idean y producen -explicó él dándose importancia-.
Distribuyen a través de la corporación matriz "Trabajadores".
Deberías saberlo, pues eres propietaria de un buen paquete de
acciones de "Trabajadores".
–¿Quieres decir que soy propietaria de un rebaño de monos?
¿De veras?
–Quizá no te lo había dicho. Haskell y yo… -Se inclinó hacia
adelante e informó al aeropuerto que aterrizaría a mano; estaba
bastante orgulloso de su aptitud como piloto.
Desconectó el robot y añadió, brevemente, pues su atención se
concentraba en hacer descender la nave:
–Haskell y yo hemos estado invirtiendo tus dividendos de
Atómica General en "Trabajadores". Buena diversidad, aún hay mucho
trabajo duro para los antropoides. – Manipuló los contactos, y el
ruido de los chorros de proa cortó la
conversación.
Bronson había llamado al gerente desde el aire, y fueron
recibidos, si bien no con alfombra roja, dosel y ordenanzas de
librea, en forma tal que producía una impresión
semejante.
–¡Mr. van Vogel, Mrs. van Vogel! ¡Nos sentimos verdaderamente
honrados! – Les hizo entrar en un pequeño y lujoso monorrueda,
subieron por una rampa y entraron en el vestíbulo del edificio
administrativo. El gerente, Blakesly, no descansó hasta que los
hubo instalado alrededor de una fuente en el salón de sus oficinas,
y les hubo ofrecido cigarrillos y bebidas frescas.
A Bronson van Vogel le aburría tanta cortesía, ya que estaba
evidentemente inspirada por la clasificación que Dunn y Bradstreet
otorgaba a su mujer (diez estrellas, explosión solar y música
celestial). Le gustaba más la gente que podía convencerle de que
había inventado la fortuna de los Briggs, en vez de haberse casado
con ella.
–Esta visita es de negocios, Blakesly. Tengo un encargo para
usted.
–¿Si? Nuestras instalaciones están a su disposición. ¿Qué
desea, señor?
–Quiero que me hagan un pegaso.
–¿Un pegaso? ¿Un caballo volador?
–Eso mismo.
Blakesly frunció los labios.
–¿Desea usted en serio un caballo que vuele? ¿Un animal como
el mítico Pegaso?
–Si, si, eso es lo que he dicho.
–Me pone usted en un aprieto, Mr. van Vogel. Me figuro que
desea usted un regalo único para su señora. ¿Qué le parecería un
elefante enano, de medio metro de altura, perfectamente educado, y
que sabe leer y escribir? Agarra el estilete con su trompa. Muy
ingenioso.
–¿Y habla? – preguntó Mrs. van Vogel.
–Pues bien, señora, ni su lengua ni su caja de resonancia
fueron ideados para el habla, pero si usted insiste, veremos lo que
pueden hacer nuestros especialistas en plástica.
–Pero, Marta…
–Puedes encargarte tu pegaso, Brownie, pero me parece que me
gustará ese elefante de juguete. ¿Podría verlo?
–Naturalmente. ¡Hartstone!
El aire respondió a Blakesly.
–¿Si, jefe?
–Lleva a Napoleón a mi sala.
–En seguida, señor.
–Y ahora, acerca de su pegaso, señor van Vogel, preveo
dificultades, pero necesito consejo técnico. El doctor Cargrew es
el verdadero cerebro de la organización, el más eminente diseñador
biológico -de origen terrestre, se entiende- en el mundo, hoy en
día. – Y alzó la voz para hacer que funcionasen las conexiones-:
¡Dr. Cargrew!
–¿Qué ocurre, Mr. Blakesly?
–Doctor, ¿quiere hacer el favor de venir a mi
oficina?
–Más tarde; ahora estoy ocupado.
Mr. Blakesly se excusó, entró en su oficina interior, y luego
volvió diciendo que el Dr. Cargrew iría pronto. Entre tanto
compareció Napoleón. Se habían conservado en miniatura las
proporciones de sus nobles antepasados; parecía una pequeña estatua
de un elefante que se hubiese animado como por arte de
encanto.
Dio tres pasos hacia el centro de la sala, saludó a todos con
la trompa, y al saludar a Mrs. van Vogel dobló al mismo tiempo las
rodillas.
–¡Oh, qué encanto! – dijo aquella-. Ven aquí,
Napoleón.
El elefante miró a Blakesly, quien asintió. Napoleón dio unos
pasos y puso su trompa sobre el regazo de la señora; cuando ésta le
rascó las orejas, gruñó de satisfacción.
–Enséñale a esa señora cómo sabes escribir -le ordenó
Blakesly-. Ve a buscar las cosas a mi habitación.
Napoleón esperó a que le hubiesen acabado de rascar una parte
que le picaba especialmente, y salió para regresar al poco rato con
varias hojas de grueso papel blanco y un lápiz muy grande. Extendió
una hoja enfrente de Mrs. van Vogel, la sujetó delicadamente con
una de sus patas delanteras, agarró el lápiz con el dedo de su
trompa y escribió en grandes y vacilantes letras, "USTED ME
GUSTA".
–¡Qué rico! – La señora se arrodilló y le puso su brazo
alrededor del cuello-. No tengo más remedio que llevármelo. ¿Cuánto
vale?
–Napoleón es parte de una edición limitada de seis -dijo
cautelosamente Blakesly-. ¿Desea usted un modelo exclusivo, o se
podrán vender los otros?
–Me es igual. Quiero a Napoleoncito. ¿Puedo escribirle una
nota?
–Desde luego, Mrs. van Vogel. Utilice grandes mayúsculas y
emplee inglés básico. Napoleón lo sabe casi perfectamente. Su
precio, sin exclusiva, son 350.000. Eso incluye cinco años de
sueldo del veterinario que le acompaña.
–Da un cheque a ese caballero, Brownie -dijo Marta por encima
del hombro.
–Pero, Marta…
–No seas pesado, Brownie. – Se volvió nuevamente a su nuevo
amigo y continuó escribiendo. Apenas si levantó la vista cuando
entró el Dr. Cargrew.
Cargrew era un frío individuo que llevaba una bata blanca y
un casquete en su cabeza. Dio la mano a todos con brusquedad,
encendió un cigarrillo y se sentó. Blakesley le puso al
corriente.
Cargrew meneó la cabeza:
–Es una imposibilidad física -dijo.
Van Vogel se levantó.
–Ya veo -dijo distanciadamente- que debería haberme dirigido
a los Laboratorio Nuevavida. Vine aquí porque estamos
económicamente interesados en esta firma, y porque fui lo
suficientemente cándido para creer en sus
anuncios.
–¡Siéntese, joven! – le ordenó Cargrew-. Si quiere, páseles
el pedido a aquellos idiotas, pero debo advertirle que son
incapaces de hacer crecer alas a un saltamontes. Primero
escúcheme.
»Podemos hacer crecer lo que sea, y hacer que viva. Le puedo
hacer a usted una cosa viva -no lo llamaré un animal- del tamaño y
forma de aquella mesa de allá abajo. No serviría de nada, pero
estaría viva. Comería, emplearía energía química, produciría
excreciones y sería irritable. Pero sería una tontería.
Mecánicamente, una mesa y un animal son dos cosas distintas. Sus
funciones son diferentes, y sus formas también lo son. Ahora bien;
puedo hacerle a usted un caballo alado…
–Me acaba de decir que no podía hacerlo.
–No interrumpa. Puedo hacerle un caballo alado idéntico a los
dibujos de los cuentos de hadas. Si está dispuesto a pagarlo, se lo
haremos; para esto estamos… Pero no podrá volar.
–¿Por qué?
–Porque no está formado para volar. Los antiguos que idearon
ese mito no sabían nada de aerodinámica, y menos aún de biología.
Pusieron alas a un caballo, así, sin más. Pero eso no constituye
una máquina voladora. Recuerde, amigo, que un animal es una
máquina, fundamentalmente una máquina térmica, con un sistema
regulador para hacer actuar palancas y sistemas hidráulicos, según
leyes de ingeniería bien definidas. ¿Sabe algo de
aerodinámica?
–Pues bien; soy piloto.
–¡Hummm!… Pues trate de comprender esto: un caballo no tiene
una máquina adecuada para volar. Es un quemador de heno, y eso no
es eficiente. Podríamos manipular lo suficiente las tripas de un
caballo de modo que pudiese vivir a base exclusivamente de azúcar,
y entonces tendría energía suficiente para volar cortas distancias.
Pero no se parecería al Pegaso mítico. Para anclar, los músculos
voladores necesitaría un esternón de quizá unos tres metros. Y
debería tener una amplitud de alas de unos veinticinco metros.
Cuando cerrase las alas, le cubriría como una tienda de campaña.
Nos enfrentamos con la dificultad del
cubo-cuadrado.
–¿Eh?
Cargrew hizo gestos de impaciencia:
–La fuerza ascensional aumenta según el cuadrado de una
dimensión determinada, y el peso según el cubo de la misma
dimensión, siendo las demás circunstancias iguales. Podría hacerle
un pegaso del tamaño de un gato, sin deformar demasiado las
proporciones.
–No; quiero uno que pueda montar. No me importa la amplitud
de las alas, y me resignaré al esternón. ¿Cuándo me lo pueden
entregar?
Cargrew apareció algo asqueado, se encogió de hombros y
replicó:
–Tendré que consultar con B'na Kreeth. – Silbó y gorjeó; una
parte de la pared que tenían enfrente se disolvió, y se encontraron
mirando un laboratorio. En primer plano de aquella imagen
tridimensional aparecía un marciano de tamaño
natural.
Cuando aquella criatura gorjeó respondiendo a Cargrew, Mrs.
van Vogel levantó la vista, pero volvió a apartarla en seguida.
Reconocía que era una tontería, pero no podía soportar ver un
marciano, y aquellos que se habían modificado adquiriendo una forma
semihumana eran los que más le repugnaban.
Después de haber estado gorjeando y haciéndose señas el uno
al otro durante unos minutos, Cargrew se volvió a van
Vogel.
–B'na dice que lo deje usted correr; se tardaría demasiado.
Quiere saber si le gustaría a usted un hermoso unicornio o una
pareja de ellos de reproducción exacta
garantizada.
–Los unicornios son cosa vieja. ¿Cuánto tardaría el
pegaso?
Al término de una nueva conversación en chirridos, Cargrew
respondió:
–Probablemente diez años; garantizado en
dieciséis.
–¿Diez años? Es ridículo.
Cargrew se molestó.
–Creía que se tardarían unos cincuenta, pero si B'na Kreeth
dice que puede conseguirlo en unas tres a cinco generaciones, así
debe ser. B'na es el mejor biomicrocirujano de los dos planetas. Su
cirugía de cromosomas no tiene rival. Al fin y al cabo, joven, los
procesos naturales tardarían hasta un millón de años en conseguir
los mismos resultados, si es que los conseguían. ¿Es que cree usted
que es posible comprar milagros?
Van Vogel tuvo la gentileza de avergonzarse.
–Lo siento, doctor. Olvidémoslo. Diez años es realmente
demasiado tiempo. ¿Qué hay sobre la otra posibilidad? Me dijo que
podría hacer un pegaso como un cuadro, siempre y cuando no
insistiese en que pudiese volar. ¿Podría montarlo sobre el
suelo?
–¡Oh, sin duda! No serviría para jugar al polo, pero podría
usted montarlo.
–Pues encargaré eso. Pregunte a Benny Kreeth, o como se
llame, cuánto tiempo tardaría en hacerlo.
El marciano había desaparecido de la
pantalla.
–No tengo que preguntárselo -afirmó Cargrew-. Eso es cuestión
mía, sencillamente manipulación. La colaboración de B'na solamente
es necesaria para redistribuir y trasplantar genes, verdadero
trabajo genético. Podré entregarle el animal dentro de dieciocho
meses.
–¿No le es posible hacerlo más aprisa?
–¿Y qué se figura usted, hombre? Un potro tarda once meses en
desarrollarse. Necesito un mes de proyectos y planos. Sacaremos el
embrión al cuarto día y lo desarrollaremos en una cápsula
extrauterina. Operaré diez o doce veces durante la gestación,
injertando y haciendo otras cosas de las cuales no ha oído ni
hablar. Dentro de un año tendremos un potro con alas. Luego le
entregaré a usted un pegaso de seis meses.
–Aceptado.
Cargrew hizo unas notas, y luego las leyó:
–Un caballo alado, incapaz de volar y de reproducirse
exactamente. Raza básica, la que usted elija; yo recomendaría un
palomino o un árabe. Alas según las de un cóndor, blancas. Plumas
de alfiler simuladas, con un borde injertado de plumas de ave, o
facsímile adecuado. – Le pasó la hoja-. Ponga sus iniciales y
comenzaremos antes de formalizar el contrato.
–Trato hecho -confirmó van Vogel-. ¿Y cuánto costará? –
Escribió su monograma bajo el de Cargrew.
Cargrew hizo nuevas notas y se las pasó a Blakesly,
presupuesto de las horas de trabajo de los profesionales, de los
técnicos, compras y gastos generales. Había hinchado un poco sus
propios números para subvencionar su investigación colateral, pero
incluso él mismo alzó las cejas sorprendido ante la interpretación
que en término de dólares y centavos, dio Blakesly a sus
datos.
–Serán dos millones de dólares justos.
Van Vogel vaciló; su esposa había levantado la vista ante la
mención de dinero. Pero volvió de nuevo su atención al educado
elefante.
Blakesly añadió apresuradamente:
–Como es natural, ese precio es por una creación
exclusiva.
–Evidentemente -asintió van Vogel, y añadió la cantidad al
memorándum.
Van Vogel estaba dispuesto a regresar, pero su esposa
insistió en ver a los "micos", según llamaba ella a los
trabajadores antropoides. El descubrimiento de que poseía una
participación considerable en esas criaturas infrahumanas le había
intrigado. Blakesly se apresuró a proponer una visita a los
laboratorios en los que se producían los trabajadores partiendo de
verdaderos simios.
Los laboratorios estaban dispuestos en siete edificios, los
siete "Días de la Creación". El "Primer Día" era un gran edificio
ocupado por Cargrew, sus ayudantes, los locales de trabajo, los
incubadores y los laboratorios. Marta van Vogel contempló con
horripilada fascinación los órganos vivientes, e incluso los
embriones completos, que vivían vidas artificiales mantenidas por
ingeniosos sistemas recirculatorios de vidrio y metal, y por una
maquinaria automática exquisita.
No podía apreciar la técnica, pero le pareció deprimente. Ya
casi había formado un juicio adverso de la plastobiología, cuando
Napoleón, al tirar de sus faldas, le recordó que también producía
algo bueno, además de horrores.
No entraron en la habitación "Segundo Día", que estaba
ocupada por B'na Kreeth y sus colegas de la misma
raza.
–No podríamos vivir ahí dentro, ¿comprenden? – explicó
Blakesly.
Van Vogel asintió con la cabeza, y su esposa se apresuró a
continuar su camino, no quería saber nada de los marcianos, ni
siquiera tras plasticristal.
A partir de aquél, los edificios eran para la producción y
desarrollo de trabajadores industriales. El "Tercer Día" se
utilizaba para el desarrollo de las variaciones de antropoides que
se requerían para satisfacer las siempre cambiantes necesidades de
la industria. El "Cuarto Día" era un edificio muy grande
enteramente dedicado a incubadores para la producción en serie de
antropoides de tipos comerciales. Blakesly explicó que habían
prescindido de los nacimientos naturales.
–Ese procedimiento permite un control exacto de las
variaciones forzosas, como las del tamaño, y ahorra cientos de
miles de horas de trabajo por parte de los antropoides
hembras.
Marta van Vogel se quedó encantada con el "Quinto Día", el
kindergarten de antropoides, donde los
pequeñuelos aprendían a hablar y se acondicionaba al comportamiento
social necesario para su situación en la vida. Trabajaban en tareas
sencillas tales como la selección de botones y en hacer agujeros en
montones de arena, y como recompensa y estímulo de un trabajo
rápido y exacto recibían pedazos de caramelo.
El "Sexto Día" completaba la educación de los antropoides.
Allí aprendían todos el trabajo inferior que cada uno de ellos
debería practicar; limpiar, cavar, y en especial trabajos
semiespecializados, tales como espigar, limpiar las malas hierbas y
recolectar.
–Un agricultor Nisei con tres neochimpancés puede cultivar el
triple de verduras que una docena de empleados agrícolas de los
antiguos -afirmó Blakesly-. Cuando terminamos con ellos,
verdaderamente les gusta trabajar.
Admiraron los trabajos increíblemente duros que realizaban
los gorilas modificados, y se detuvieron a contemplar los pequeños
neocapuchinos que recolectaban en elevados árboles, y luego
siguieron hacia el "Séptimo Día".
Aquel edificio era utilizado para la mutación radioactiva de
genes, y estaba por lo tanto situado a cierta distancia de los
demás. Como la acera circulante estaba siendo reparada, tuvieron
que ir andando, y el rodeo les llevó junto a los corrales y
cobertizos de los trabajadores. Algunos de los trabajadores se
acercaron a la tela metálica y comenzaron a
gritar:
–¡Cigrillo! ¡Cigrillo! ¡Pofavó Missy, pofavó jefe!
¡Cigrillo!
–¿Qué están diciendo? – preguntó Marta van
Vogel.
–Piden cigarrillos -respondió Blakesly, enojado-. Saben que
no deben hacerlo, pero son como niños. Verá, pronto se callarán. –
Se acercó a la cerca y gritó, dirigiéndose a un macho viejo-. ¡Eh,
Jefe-paja!
El trabajador a quien se había dirigido llevaba, además del
corto faldellín de costumbre, un brazal raído. Se volvió, y se
acercó a la cerca.
–¡Jefe paja -ordenó Blakesly-, llévate de aquí a estos
tipos!
–Bien, jefe -El viejo comenzó a dar de puñetazos a los que se
encontraban más cerca-. ¡Fuera, sinvergüenzas,
fuera!
–Pero yo tengo algunos cigarrillos -protestó Mrs. van Vogel-
y me gustaría darles algunos.
–No conviene mimarles -le dijo el gerente-. Se les ha
enseñado que las golosinas se ganan por medio del trabajo. Tengo
que excusarme en nombre de mis pobres criaturas; esos que están en
los corrales se están haciendo viejos, y se olvidan de sus buenos
modales.
La dama no respondió, sino que avanzó a lo largo de la cerca
hasta donde un viejo neochimpancé se apretaba junto a la tela
metálica, mirándola con ojos dulces y trágicos, como los de un niño
ante el escaparate de una confitería. No había tomado parte en la
tumultuosa demanda de tabaco, y el Jefe paja no se había metido con
él.
–¿Te gustaría un cigarrillo? – preguntó
Marta.
–Pofavó, Missy.
Le dio uno encendido, que el otro aceptó con embarazado
agradecimiento, y que aspiró profundamente, llenándose los
pulmones, y dejando que el humo saliese lentamente por las narices;
y luego dijo:
–Tacias, Missy. Yo Jerry.
–¿Cómo estás, Jerry?
–¿Cómo estás, Missy? – Se inclinó, doblando las rodillas,
bajando la cabeza y juntando sus manos sobre el pecho, en un solo
movimiento conjunto.
–Vámonos, Marta -Su esposo y Blakesly habían llegado hasta
detrás de ella.
–En seguida -respondió-. Brownie, te presento a mi amigo
Jerry. ¿Verdad que se parece al tío Albert? Salvo que tiene un aire
tan triste. ¿Por qué estás tan triste, Jerry?
–No comprenden ideas abstractas -dijo
Blakesly.
Pero Jerry le sorprendió.
–Jerry triste -anunció en un tono tan doliente que Marta van
Vogel no supo si reír o llorar.
–¿Por qué, Jerry? – preguntó afectuosamente-. ¿Por qué estás
tan triste?
–No trabajo -enunció-. No cigrillo. No carmelo. No
trabajo.
–Todos esos son viejos trabajadores que ya no son de utilidad
-repitió Blakesly-. La inactividad les perturba, pero no tenemos
ningún trabajo que darles.
–Bueno -dijo Marta-. ¿Por qué no les hacen clasificar
botones, o algo así, como hacen los pequeñuelos?
–No sabrían hacer ni eso -le respondió Blakesly-. Esos
trabajadores son seniles.
–¡Jerry no es senil! Ya le han oído hablar.
–Bueno; quizá no lo sea. Un momento. – Se acercó al
hombre-mono, que estaba en cuclillas y acariciaba la cabeza de
Napoleón con un dedo que había pasado a través de la cerca-. ¡Tú,
ven aquí!
Blakesly rebuscó alrededor del velloso cuello del trabajador
y localizó una delgada cadena de acero de la cual pendía una
etiqueta metálica. La estudió.
–Tiene usted razón -admitió-. No es verdaderamente viejo,
pero su vista es mala. Recuerdo el lote; cataratas, resultado de
una mutación desgraciada. – Y se encogió de
hombros.
–Pero eso no es razón para dejar, que se consuman en la
inactividad.
–Francamente, Mrs. van Vogel, no deberla usted contrariarse
tanto. No están mucho tiempo en esos corrales, solamente unos
cuantos días todo lo más.
–¡Ah! – respondió, algo ablandada-. Entonces es que tienen
otro lugar a donde retirarlos. ¿Y allá les dan algo que hacer?
Deberían hacerlo; Jerry quiere trabajar. ¿Verdad,
Jerry?
El neochimpancé se había esforzado por seguir la
conversación. Comprendió la última idea expresada, y
sonrió.
–¡Jerry trabajar! ¡De veras! Buen trabajador. – Y dobló sus
dedos, cerró los puños y exhibió sus pulgares totalmente
opuestos.
Mr. Blakesly parecía estar bastante confuso.
–Francamente, Mrs. van Vogel, no es necesario. Verá usted… -Y
se detuvo.
Van Vogel había estado escuchando irritado. Los entusiasmos
de su esposa le molestaban, cuando no eran los suyos propios. Y
además empezaba a culpar a Blakesly de su propio y reciente
despilfarro, y tenía el presentimiento de que su esposa le haría
pagar, muy afectuosamente, por su capricho.
Y, molesto con los dos, hizo una observación absolutamente
desafortunada.
–No seas tonta, Marta. No los jubilan; los
liquidan.
La idea tardó algo en ser comprendida, pero cuando lo fue,
Marta van Vogel se enfureció.
–Cómo…, cómo… ¡Jamás oí cosa semejante! Deberían darse
vergüenza. Usted…, usted… fusilaría a su propia
abuela.
–¡Por favor, Mrs. van Vogel!
–Nada de "Mrs. van Vogel" Eso tiene que terminar, ¿me oye? –
Y miró en derredor suyo, contemplando a los cientos de viejos
trabajadores que había en ellos-. Es algo horrible. Les hacen
trabajar hasta que ya no pueden más, luego les suprimen sus
pequeños lujos, y se los sacan de delante. ¡Me extraña que no se
los coman!
–Pues sí que se los comen -dijo brutalmente su esposo-.
Comida para perros.
–¡Qué! Bueno; ¡terminaremos con eso!
–Mrs. van Vogel -suplicó Blakesly-. Permítame que le
explique.
–¡Humm! Está bien. Y valdrá más que sea
satisfactorio.
–Pues verá; es así… -Su mirada alcanzó a ver a Jerry, quien
estaba junto a la cerca con preocupada expresión en sus facciones-.
¡Fuera, Jerry! – Jerry se apartó lentamente.
–Espera, Jerry -dijo Mrs. van Vogel, llamándole. Jerry se
detuvo, incierto-. Dígale que vuelva -ordenó a
Blakesly.
El gerente se mordió los labios, y luego
llamó.
–Vuelve, Jerry -Mrs. van Vogel comenzaba francamente a
molestarle, a pesar de su tendencia automática a inclinarse ante un
crédito de alto nivel. Eso de que le enseñasen a llevar sus propios
asuntos… ¡no faltaba más!– Mrs. van Vogel, admiro su espíritu
humanitario, pero es que usted no se hace cargo de la situación.
Nosotros comprendemos a nuestros trabajadores y hacemos lo que más
les conviene. Mueren sin sufrimientos antes de que su incapacidad
les perturbe. Viven vidas felices, más felices que la de usted o la
mía. No hacemos sino suprimirles la peor parte. Y no olvide que
esos pobres animales ni siquiera hubiesen nacido si no lo
hubiésemos dispuesto así nosotros.
Pero Mrs. van Vogel denegó con la cabeza.
–¡Paparruchas! Veo que si me descuido empezará usted a
citarme la Biblia. Eso se terminará, Mr. Blakesly. Le consideraré a
usted personalmente responsable.
Blakesly asumió un aspecto sombrío:
–Mi responsabilidad es ante los directores.
–¿Se figura usted eso? – Abrió su bolsa y sacó el teléfono.
Estaba tan nerviosa que no se preocupó de llamar directamente, sino
que estableció contacto con el operador local.
–¿Fénix? Déme Great New York Murray Hill 9Q-4004, Sr.
Haskell. Prioridad. Suscriptor de estrella 777. ¡Y rápido! –
Permaneció en pie, golpeando el suelo y con la mirada fija, hasta
que su gerente comercial respondió-: ¿Haskell? Aquí Marta von
Vogel. ¿Cuántas acciones de Corporación "Trabajadores" tengo? No,
no, eso no importa… ¿Qué tanto por ciento?… ¿Sí? Pues no es
bastante. Quiero el 51 por ciento para mañana por la mañana… Bien,
busque intermediarios, pero cómprelo…; no le he preguntado lo que
costaría; le he dicho que lo compre. Póngase a la obra. –
Desconectó repentinamente, y se volvió hacia su esposo-: Nos vamos,
Brownie, y nos llevamos a Jerry con nosotros. Mr. Blakesly, ¿quiere
tener la amabilidad de hacerlo sacar de aquel corral? Dale un
cheque por lo que valga, Brownie.
–Pero, Marta…
–Estoy decidida, Brownie.
Mr. Blakesly carraspeó. Iba a resultar agradable poner en su
sitio a aquella mujer.
–Los trabajadores no se venden nunca. Lo siento, pero es
cuestión de política.
–Muy bien; entonces lo arrendaré a
perpetuidad.
–Ese trabajador ha sido retirado del mercado del trabajo. No
se arrienda.
–¿Es que voy a tener mas dificultades con
usted?
–Como usted quiera, señora. Ese trabajador no está disponible
en forma alguna, pero, como cortesía hacia usted, estoy dispuesto a
transferirle su contrato, gratis. Deseo que usted sepa que la
política de esta empresa se basa en una preocupación muy real por
el bienestar de nuestros trabajadores, así como en una sana
práctica comercial. Por lo tanto, nos reservamos el derecho de
inspección en cualquier momento, para asegurarnos de que cuida
usted adecuadamente a este trabajador.
"¡Eso le enseñará!", se dijo furiosamente Mr.
Blakesly.
–Naturalmente. Gracias, Mr. Blakesly. Es usted muy
amable.
El viaje de regreso a Great New York no resultó divertido. A
Napoleón no le gustó, y lo hizo notorio; Jerry se portó
pacientemente, pero se mareó. Cuando aterrizaron, los van Vogel
habían dejado de hablarse.
–Lo siento, Mrs. van Vogel. No fue posible adquirir las
acciones. Deberíamos haber encontrado un intermediario en el Grupo
O'Toole, pero alguien las había comprometido una hora antes de que
llegásemos nosotros.
–Blakesly.
–Sin duda. No debería haberle puesto al corriente; le dio
tiempo a que avisase, a sus patronos.
–No pierda el tiempo indicándome los errores que cometí ayer.
¿Qué vamos a hacer hoy?
–Mi querida Mrs. van Vogel, ¿qué puedo hacer? Ejecutaré las
instrucciones que tenga a bien darme.
–No diga tonterías. Usted es al parecer más listo que yo;
para eso le pago: para que piense por mí.
Mr. Haskell parecía indefenso.
Su superior frotó un cigarrillo para encenderlo, con tanta
furia, que lo rompió.
–¿Por qué no está Weinberg aquí?
–En verdad, Mrs. van Vogel, no hay ningún aspecto legal
especial. Usted quiere las acciones; no podemos ni comprarlas ni
comprometerlas. Por lo tanto…
–Pago a Weinberg para conocer los aspectos legales.
Búsquelo.
Weinberg salía en aquel momento de su
oficina.
Haskell le localizó por medio del circuito de
persecución.
–Sidney -dijo Haskell-. Venga a mi oficina, ¿quiere? Aqui
Oscar Haskell.
–Lo siento; ¿va bien a las cuatro?
–Sidney, ¡le necesito ahora! – interpuso la voz de su
cliente-. Aquí, Marta van Vogel.
El pequeño hombre se encogió resignadamente de
hombros.
–Voy en seguida -dijo. ¡Qué mujer! ¿Por qué no se habría
retirado al cumplir los ciento veinticinco años, tal como le había
pedido su esposa?
Diez minutos más tarde estaba escuchando las explicaciones de
Haskell y las interrupciones de su cliente. Cuando hubieron
terminado, extendió sus manos.
–¿Y qué puede usted esperar, Mrs. van Vogel? Aquellos
trabajadores son enseres. No ha podido usted adquirir los derechos
de propiedad correspondientes, y le han frustrado a usted. Pero no
comprendo por qué está usted tan enojada. Le han regalado el
trabajador cuya vida deseaba proteger.
Mrs. van Vogel habló con determinación,
respondiéndole:
–Eso no es lo importante. ¿Qué significa un trabajador entre
millones de ellos? ¡Lo que quiero es detener esa
mortandad!
Weinberg meneó la cabeza.
–Si pudiese usted probar que los métodos que siguen para
liquidar a esos animales son inhumanos, o que descuidan su
bienestar físico antes de destruirlos, o que tal destrucción es
injustificable…
–¿Injustificable? Evidentemente lo es.
–Probablemente no en un sentido legal, mi estimada señora.
Hubo un caso, de Julius Hartman y otros contra la herencia Hartman,
en 1972, según creo, en el cual se otorgó una orden permanente
prohibiendo llevar a cabo una de las cláusulas del testamento que
exigía la destrucción de una valiosa colección de gatos persas.
Pero para poder mantener aquí tal teoría sería preciso poder
demostrar que esas criaturas, después de jubiladas, son a pesar de
ello de más valor vivas que muertas. No se puede obligar a que una
persona conserve unos enseres que ocasionan
pérdidas.
–Mire, Sidney, no le llamé para que me explicase la manera de
no hacerlo. Si lo que quiero no es legal, haga que se apruebe una
ley.
Weinberg miró a Haskell, quien tenía el aspecto de estar
embarazado, y respondió:
–Pues bien, es que en realidad ocurre, Mrs. van Vogel, que
nos hemos puesto de acuerdo con los demás miembros de la Asociación
Republicana para no subvencionar ninguna legislación durante el
término de la administración actual.
–¡Qué ridiculez! ¿Y por qué?
–El Grupo Legislativo ha propuesto un nuevo código de acción
correcta con una escala progresiva en perjuicio de los pudientes,
que nosotros consideramos del todo injusto, que suena muy bien, que
prevé disposiciones especiales para honorarios nominales en el caso
de cuentas particulares de veteranos, y otras cosas semejantes,
pero de hecho el código es para confiscar. De entrar en vigencia
tal código, ni siquiera la Fundación Briggs podría permitirse un
adecuado interés en los asuntos públicos.
–¡Hura! Bien están las cosas cuando los legisladores forman
uniones; son profesionales. Se debería poder competir en el
soborno. Consiga un mandato en contra de ellos.
–Mrs. van Vogel -protestó Weinberg-, ¿cómo cree usted que voy
a poder conseguir una orden en contra de una organización que no
tiene existencia legal? En sentido legal no existe tal Grupo
Legislativo, en la misma forma en que la costumbre de apoyar la
legislación por medio de subvenciones tampoco tiene existencia
legal.
–¡Y los niños vienen de París! Dejen de hacerme perder el
tiempo, señores. ¿Qué vamos a hacer?
Weinberg habló cuando se dio cuenta de que Haskell no iba a
hacerlo:
–Mrs. van Vogel, creo que deberíamos emplear a un abogado
especialista en asuntos espinosos.
–Nunca empleo esa clase de especialistas; no comprendo su
manera de pensar. No soy más que una mujer de su casa,
Sidney.
Mr. Weinberg se asombró ante la descripción que su clienta
hacía de si misma, y anotó mentalmente que no debía permitir que se
enterase de que los honorarios del especialista que él mantenía en
su plantilla corrían a cargo de Mrs. van Vogel. Tal como lo
requerían las apariencias, él no era sino un abogado corriente,
pero hacía ya tiempo que había descubierto que los problemas de
Marta van Vogel requerían a veces la asistencia de otras ramas
legales más exóticas.
–El hombre a quien me refiero es un artista creador
-insistió-. No es necesario comprenderle, de la misma manera que no
es necesario comprender a un compositor para apreciar una sinfonía.
Le recomiendo a usted que, por lo menos, hable con
él.
–Bueno, pues; hágalo venir.
–¿Aquí? Pero, ¡querida señora! – Haskell parecía anonadado, y
Weinberg estaba asombrado-. Si se supiese que usted había
consultado a ese hombre, no solamente sería rechazada cualquier
petición que usted presentase a los tribunales, sino que
perjudicaría durante años enteros todos los intereses de la empresa
Briggs.
Mrs. van Vogel se encogió de hombros.
–Ustedes los hombres nunca comprenderán mi manera de pensar.
¿Por qué no se podrá consultar a un especialista de la misma manera
que se consulta a un astrólogo?
James Roderick McCoy no era muy corpulento, pero lo parecía.
Conseguía dominar incluso una habitación tan grande como el salón
de Mrs. van Vogel. Su tarjeta profesional decía:
Arreglos.
vista.
Pregúntese por Mac.
Estaba sentado sobre el suelo, tratando de enseñar a Jerry a
jugar a los dados, mientras Mrs. van Vogel explicaba su
problema.
–¿Qué le parece, Mr. McCoy? ¿No podríamos intentarlo a través
de la Protectora de Animales y Plantas? Mi departamento de
propaganda podría darle prominencia.
McCoy se levantó.
–Jerry no está tan mal de la vista; me cogió tratando de
hacer trampas. No -prosiguió-. La Protectora no serviría. Es
precisamente lo que los "Trabajadores" esperan. Estarían preparados
para demostrar que en realidad a los antropoides les gusta que los
maten.
Jerry hizo sonar los dados, esperanzado.
–Nada más ahora, Jerry; vete.
–Bien, Jefe. – El hombre mono se levantó y se dirigió al gran
estéreo que llenaba un rincón de la habitación. Napoleón le siguió
y lo puso en marcha. Jerry oprimió un botón selector y salió un
cantor irte jazz. Napoleón inmediatamente
oprimió otro y luego otro, hasta que obtuvo una banda de música
chillona y popular. Y se quedó allí, marcando el ritmo con su
trompa.
Jerry puso cara de ofendido y volvió a conectar su cantor de
jazz. Pero Napoleón, testarudo, extendió su
nariz prensil, y apagó el aparato.
Jerry soltó un taco.
–¡Chicos! – exclamó Mrs. van Vogel-. Basta de peleas. Jerry,
deja que Napoleón ponga lo que quiera. Tú podrás poner lo que
quieras cuando Napoleón esté haciendo la siesta.
–Está bien, Missy Jefe.
McCoy se mostró interesado.
–¿Le gusta la música a Jerry?
–¿Si le gusta? La adora. Ha estado aprendiendo a
cantar.
–¿Cómo? Pues tengo que oírle.
–En seguida. Napi, apaga el estéreo. – El elefante obedeció,
pero consiguió asumir un aire ofendido-. Vamos, Jerry.
"Campanitas". – Y le ayudó a comenzar:
–Campanitas, campanitas, campanitas todo el día… -y Jerry
continuó:
–Capailas, capailas, capailas loro elia. ¡Oh qué divelio el
lineo de un caballo!…
Era desafinado y terrible. Estaba ridículo, batiendo
incesantemente el ritmo con su pie plano; pero era canto al fin y
al cabo.
–Pues no está mal -comentó McCoy-. Lástima que Napi no sepa
hablar…, tendríamos un dúo.
Jerry pareció sorprendido:
–Napi hablar bien -dijo. Se inclinó sobre el elefante y le
habló. Napoleón gruñó y le contestó mugiendo-. ¿Ves, Jefe? – dijo
triunfalmente Jerry.
–¿Qué ha dicho?
–Dice "¿Puede Napi poner estéreo ahora?"
–Está bien, Jerry -intercedió Mrs. van
Vogel.
El hombre mono susurró algo al oído de su amigo. Napoleón
chilló, pero no puso el estéreo.
–¡Jerry! – exclamó su ama-. No dije nada de eso. No tienes
por qué poner tu cantor de jazz. Apártate,
Jerry. Napi, puedes poner lo que quieras.
–¿Quiere usted decir que trató de hacer trampa? – preguntó
con interés McCoy.
–Sin duda.
–¡Hum! Evidentemente Jerry es un verdadero ciudadano en
potencia. Si le afeitas y le pones zapatos quedará muy bien para el
barrio donde yo me crié. – Y se quedó contemplando al antropoide.
Jerry le devolvió la mirada, perplejo pero paciente. Mrs. van Vogel
había tirado el sucio faldón de tela que era al mismo tiempo
emblema de su servidumbre y concesión a la decencia, y lo había
sustituido por un traje de guerrero escocés del clan Cameron,
incluso con bolsa y gorro.
–¿Cree usted que podría aprender a tocar la gaita? – preguntó
McCoy-. Empiezo a enfocar el asunto.
–Pues, no sé. ¿Qué idea tiene?
McCoy se sentó con las piernas cruzadas, y comenzó a hacer
rodar los dados distraídamente.
–No importa -dijo-, ese enfoque no serviría. Pero nos vamos
acercando. ¿Dice usted que Jerry todavía pertenece a la
Corporación?
–Nominalmente, sí. Dudo mucho de que traten nunca de
recobrarlo.
–Me gustaría que lo intentasen. – Echó una vez más los dados
y se levantó-. Eso está en el saco, hermana. Olvídese. Quiero
hablar con el agente de publicidad de usted, pero no hace falta que
se preocupe usted más.
Es cierto que Mrs. van Vogel debería haber llamado antes de
entrar en la habitación de su esposo; pero si lo hubiese hecho no
se hubiese enterado de lo que estaba diciendo, ni a quién se lo
decía.
–Exactamente -su esposa le oyó decir-, ya no lo necesitamos.
Lléveselo, y cuanto antes mejor. Asegúrese de que los hombres que
envíe traigan consigo una orden firmada dándonos instrucciones para
que se lo devolvamos.
Como ella no había comprendido la conversación, no sintió
aprensión ninguna y si solamente curiosidad. Miró la pantalla del
video por encima del hombro de su esposo.
Allá vio la cara de Blakesly y su voz estaba
diciendo:
–Muy bien, Mr. van Vogel; mañana pasaremos a recoger el
antropoide.
Mrs. van Vogel se acercó a la pantalla.
–Un momento, Mr. Blakesly. – Y luego, volviéndose a su
esposo-: Brownie, ¿qué demonios estás haciendo?
La expresión que sorprendió en la cara de su marido era una
que no le había sido nunca dado contemplar.
–¿Por qué no llamaste?
–Quizá vale más que no lo haya hecho. Brownie, ¿es que te oí
bien? ¿Estabas diciendo a Mr. Blakesly que pasase a recoger a
Jerry? – Y se volvió hacia la pantalla-. ¿Era eso, Mr.
Blakesly?
–Es cierto, Mrs. van Vogel. Y debo añadir que esta confusión
es por demás…
–Déjelo correr. – Se volvió de nuevo-. Brownie, ¿qué puedes
decir en defensa tuya?
–Marta, te estás portando de un modo absurdo. Entre el
elefante y el mono, este sitio se ha convertido en un parque
zoológico. Esta mañana hasta sorprendí a tu querido Jerry fumándose
mis cigarros especiales, personales… para no citar el hecho de que
los dos se pasan el día con el estéreo en marcha, y que no es
posible tener un momento de paz. No tengo por qué soportar estas
cosas en mi propia casa.
–¿En casa de quién, Brownie?
–Eso no tiene nada que ver. No toleraré que…
–No importa. – Se volvió hacia la pantalla-. Al parecer mi
esposo ha perdido la afición a los animales exóticos. Mr. Blakesly,
anule el pedido del pegaso.
–¡Marta!
–Para que te vayas enterando. Pagaré tus caprichos, pero no
estoy dispuesta a pagar tus locuras. El contrato queda anulado, Mr.
Blakesly. Mr. Haskell se entenderá acerca de los
detalles.
Blakesly se encogió de hombros.
–Como es lógico, ese comportamiento caprichoso le costará. La
penalidad…
–He dicho que Mr. Haskell se entenderá acerca de los
detalles. Y otra cosa, señor Gerente Blakesly, ¿ha hecho usted lo
que le dije?
–¿Qué quiere usted decir?
–Lo sabe usted perfectamente. ¿Es que aquellas pobres
criaturas están aún sanas y salvas?
–Eso no le importa a usted nada.
La verdad era que había suspendido las matanzas; los
directores no habían querido arriesgarse en tanto no viesen lo que
podía conseguir el trust Briggs, pero Blakesly no quería darle la
satisfacción de que ella lo supiese.
Mrs. van Vogel le miró de arriba abajo.
–Conque no, ¿verdad? Pues bien, recuerde bien esto, miserable
avefría: le considero a usted responsable personalmente. Si uno
solo de ellos se muere, de lo que sea, me haré una alfombra con el
pellejo de usted.
Desconectó bruscamente y se volvió hacia su
esposo.
–Brownie…
–No vale la pena de decir nada -la interrumpió, en el tono
tajante que acostumbraba a utilizar para dominarla-. Estaré en el
Club. ¡Adiós!
–Eso era precisamente lo que iba a proponer.
–¿Qué?
–Te enviaré tus ropas. ¿Tienes algo más en la
casa?
Él la contempló asombrado.
–No digas tonterías, Marta.
–No estoy diciendo tonterías. – Le miró de arriba abajo-. La
verdad es que tienes buen tipo, Brownie. Me figuro que fui muy
estúpida al creer que podía comprarme un buen pedazo de hombre con
mi libro de cheques. Supongo que las chicas los consiguen gratis, o
no los consiguen de ningún modo. Gracias por la lección. – Se
volvió, y se fue a sus habitaciones dando un
portazo.
Cinco minutos más tarde, después de reparado el maquillaje y
de haber tranquilizado los nervios con un poco de Vuela-Bien, llamó
a la sala de billares del Club Tres Planetas. McCoy se acercó a la
pantalla con un taco en la mano.
–Oh, es usted, mi gatita. Bien, abrevie, la partida va muy en
serio.
–Se trata de negocios.
–Bueno, bueno, ¿qué quiere?
Le contó lo más esencial:
–Siento haber anulado el contrato del caballo volador, Mr.
McCoy. Espero que no hará su trabajo más difícil. Lamento haber
perdido la calma.
–Magnifico. Vuélvala a perder.
–¿Eh?
–Vamos por buen camino. Vuelva a llamar a Blakesly. Dígale
que no le envié los procuradores, o que los hará disecar para que
sirvan de perchas. Desafíele a que se lleve a
Jerry.
–No le comprendo.
–Ni tiene por qué, chiquilla. Pero recuerde esto: no es
posible hacer que el toro embista si no se le enfurece. Haga que
Weinberg consiga un interdicto provisional prohibiendo a
Corporación Trabajadores que reclame a Jerry. Dígale a su agente de
publicidad que me llame. Luego llame a los chicos de la prensa y
dígales lo que piensa de Blakesly; y que sea bien desagradable.
Dígales que está decidida a terminar con esos asesinatos en masa,
aunque le cueste hasta su último céntimo.
–Bueno… está bien. ¿Vendrá usted a verme antes de que hable
con ellos?
–No. Tengo que acabar mi partida. Quizá mañana. No se
preocupe por haber anulado aquel contrato idiota del caballo con
alas. Siempre me pareció que a su marido le faltaba un tornillo, y
además se ha ahorrado algo que vale la pena. Y que necesitará para
cuando le envíe mi cuenta, ¡Será buena, ya verá!
¡Adiós!
Las brillantes letras recorrían los costados del edificio del
Times: "La mujer más rica del mundo se lanza a
la lucha en defensa del hombre mono." Sobre la gigantesca
pantalla de video aparecía una imagen de Jerry en su ridículo traje
de jefe de las Highlands. Un pequeño ejército de policías
particulares rodeaba la casa de Briggs de la ciudad, mientras Mrs.
van Vogel informaba a todo el que quería escuchar, incluyendo a
diversas agencias de noticias, que estaba dispuesta a defender a
Jerry personalmente y hasta la muerte.
La oficina de relaciones públicas de la Corporación
"Trabajadores" negó tener intención ninguna de apoderarse de Jerry;
pero su desmentida no les sirvió de nada.
Entre tanto, los técnicos iban instalando circuitos
suplementarios en la sala de justicia mayor de la ciudad, pues un
tal Jerry (sin apellido), a quien se describía como un residente
legal y permanente en estos Estados Unidos, había solicitado un
interdicto contra la persona jurídica "Trabajadores", sus jefes,
empleados, sucesores o delegados, prohibiéndoles que le hiciesen
ningún daño, y en particular prohibiéndoles
matarle.
Jerry presentaba la demanda a través de su abogado, el
honorable, distinguido y pomposamente respetable Augustus Pomfrey,
en nombre propio.
Marta van Vogel no era sino un espectador en el juicio, pero
estaba rodeada de secretarios, guardas, doncellas, agentes de
publicidad y hombres de paja, y tenía una cámara de televisión para
ella sola. Estaba nerviosa. McCoy había insistido en instruir a
Pomfrey a través de Weinberg, a fin de que Pomfrey no se enterase
de que era ayudada por un "especialista". Por lo que a ella se
refería, tenía su opinión propia acerca de
Pomfrey…
McCoy había insistido en que Jerry no llevase su hermoso
traje nuevo, sino que lo había vestido con un "mono" descolorido, y
chaquetilla. A Mrs. van Vogel aquello le parecía teatro
barato.
El propio Jerry la preocupaba. Parecía confuso por la luz y
los ruidos y la gente, y a punto de hundirse.
Y McCoy se había negado a ir al juicio con ella. Le había
dicho que era completamente imposible, y que su sola presencia
antagonizaría al tribunal, y Weinberg había estado de acuerdo en
ello. ¡Hombres! ¡Qué tortuosas eran sus mentes! Parecía que les
gustaba las maneras tortuosas de hacer las cosas. Todo aquello le
confirmó en su opinión de que no se debería permitir que los
hombres votasen.
Pero sin la presencia inmediata de la fácil confianza en si
mismo de McCoy, se sintió algo perdida. Al estar lejos de él se
preguntaba cómo era que había confiado una cuestión de tal
importancia a un saltimbanqui irresponsable, a un payaso con sesos
de pájaro, de la categoría de McCoy. Se mordía las uñas, y deseaba
que él hubiese estado presente.
El equipo de abogados que representaba a la Corporación
"Trabajadores" comenzó por proponer que se rechazase la acción sin
celebración de juicio, alegando que Jerry era un enser de la
Corporación, una parte integral de la misma, y que era por lo tanto
incapaz de proceder contra ella como lo es el dedo pulgar de
proceder contra el cerebro.
El Honorable Augustus Pomfrey apareció realmente con la
prestancia de un hombre de estado, cuando saludó al tribunal y a
sus antagonistas.
–Es realmente extraño -comenzó diciendo- oír la voz de
segunda mano de una ficción legal, de una entidad imaginaria y sin
alma, llamada persona jurídica, que mantiene que una criatura de
carne y hueso, un ser de esperanzas, ansias y pasiones, no tiene
existencia legal. Veo junto a mi a mi pobre primo Jerry. – Golpeó
amistosamente la espalda de Jerry, quien, necesitado de apoyo
moral, deslizó una mano en la del abogado. Aquello cayó muy
bien.
–Y cuando busco esa fantasía abstracta "Trabajadores", ¿qué
es lo que encuentro? Nada. Palabras sobre un papel, pliegos
firmados…
–Con permiso del Tribunal, una pregunta -interpuso el abogado
principal de la oposición-. ¿Es que el ilustre letrado pretende
mantener que una sociedad anónima no puede ser
propietaria?
–¿Responderá el abogado demandante? – preguntó el
juez.
–Gracias. Mi estimado colega ha presentado una ficción. Lo
único que he mantenido es que la cuestión de si Jerry es un enser
de la Corporación "Trabajadores", es indiferente; ni es esencial,
ni viene a cuento. Yo soy parte de la corporación ciudad de Great
New York; pero ¿es que eso me priva de mis derechos personales como
individuo de carne y hueso? La verdad es que ni siquiera me priva
de mi derecho a demandar a tal corporación cívica de la cual formo
parte, si estimo que he sido perjudicado por ella.
»Nos encontramos aquí hoy, más a la luz de la equidad que
dentro de los estrechos y fríos confines de la ley. Parece que ha
llegado la hora de ocuparnos de las extrañas absurdidades en que
vivimos, donde una inexistente entidad de papel, y una ficción
legal, pueden negar la existencia de este pobre pariente nuestro.
Solicito que los sabios letrados de la corporación estipulen que
Jerry existe efectivamente, y que prosigamos con la
demanda.
Aquellos conferenciaron y respondieron:
–No.
–Muy bien. Mi cliente solicita ser examinado para que el
tribunal pueda determinar su estado y condición.
–¡Objeción! Este antropoide no puede ser examinado; no es
sino un enser del demandado.
–Eso es precisamente lo que debemos determinar -respondió
secamente el juez-. Se rechaza la objeción.
–Ve y siéntate en aquella silla, Jerry.
–¡Objeción! Este animal no puede prestar juramento. Es algo
que no puede comprender.
–¿Qué responde a eso, abogado del
demandante?
–Con permiso del Tribunal -respondió Pomfrey-, lo más
sencillo es hacer que se siente en la silla y
averiguarlo.
–Que se adelante; el escribiente tomará el juramento. – Marta
van Vogel se agarró a los brazos de su silla; McCoy se había pasado
toda una semana adiestrándole para aquel momento. ¿Lo soportaría la
pobre bestia, sin McCoy para guiarle?
El escribiente masculló el juramento; Jerry le miró perplejo,
pero paciente.
–Señoría -dijo Pomfrey-, cuando un niño pequeño debe prestar
declaración, se acostumbra a permitir cierta latitud en la fórmula
a fin de ajustarse a su capacidad mental. ¿Se me permite? – Y se
adelantó hacia Jerry.
–Jerry, hijo mío, ¿eres un buen trabajador?
–¡Si, seguro! ¡Jerry buen trabajador!
–Quizá mal trabajador, ¿eh? Perezoso, se esconde del Jefe
paja.
–¡No, no, no! Jerry buen trabajador. Cava. Deshierba. No
arranca verduras. Arranca malas hierbas. Trabaja
mucho.
–Ustedes verán -dijo Pomfrey dirigiéndose al Tribunal- que mi
cliente tiene ideas bien definidas acerca de lo que es cierto y de
lo que es falso. Intentemos ahora averiguar si tiene o no ideas
morales que le impulsen a decir la verdad.
–Jerry.
–Sí, Jefe.
Pomfrey extendió su mano enfrente de la cara del
antropoide.
–¿Cuántos dedos ves?
Jerry extendió la mano y los contó:
–Uno, dos, tres, cuatro, ¡ah!, cinco.
–¿Seis dedos, Jerry?
–Cinco, Jefe.
–Seis dedos, Jerry; te daré un cigarrillo.
Seis.
–Cinco, Jefe. Jerry no hace trampas.
Pomfrey extendió sus manos.
–¿Le aceptará el Tribunal?
El Tribunal le aceptó. Marta van Vogel suspiró. Jerry no
sabía contar muy bien, y ella había tenido miedo de que se olvidara
de lo que le habían enseñado y aceptara el soborno. Pero le habían
prometido todos los cigarrillos que quisiese, y además chocolate,
si se acordaba de insistir en que cinco son cinco.
–Supongo -prosiguió Pomfrey- que ha sido aceptado el punto.
Jerry es una entidad; si puede ser aceptado como testigo, es
entonces evidente que puede actuar como demandante. ¿Están de
acuerdo mis apreciados colegas?
La Corporación de Trabajadores aceptó, por medio de su
batería de abogados; y justo a tiempo, pues el juez empezaba a
enfurruñarse. La pequeña ceremonia le había impresionado
mucho.
La marea le acompañaba, y Pomfrey se aprovechó de
ello.
–Si el Tribunal lo permite, y acceden a ellos los consejeros
del demandado, podemos acortar el proceso. Enunciaré la teoría en
virtud de la cual hacemos nuestra petición, y luego, por medio de
unas cuantas preguntas será posible resolverla en un sentido u
otro. Solicito que se admita que la Corporación Trabajadores tenía
la intención de privar de la vida a mi cliente, por intermedio de
sus servidores.
La propuesta no fue aceptada.
–¿De veras? Entonces solicito que el Tribunal se dé por
enterado oficialmente de que estos trabajadores antropoides son
destruidos cuando ya no pueden producir beneficios; por lo tanto
voy a llamar a testigos, comenzando por Horace Blakesly, para
demostrar que Jerry estaba, y probablemente está aún, condenado a
muerte.
Después de otra apresurada conferencia los demandados
admitieron que, efectivamente, Jerry había sido destinado a la
eutanasia.
–Pues ahora -dijo Pomfrey- enunciaré mi teoría. Jerry no es
un animal, sino un hombre. No es legal matarlo; es
asesinato.
Primeramente reinó el silencio, y luego el publico emitió un
suspiro asombrado. La gente se había acostumbrado a animales que
hablaban y trabajaban, pero no estaba más preparada a considerarlos
personas humanas de lo que los altivos ciudadanos romanos habían
estado dispuestos a admitir sentimientos humanos en sus esclavos
bárbaros.
Pomfrey prosiguió atacando mientras estaban aún
desconcertados.
–¿Qué es un hombre? ¿Una colección de células y tejidos
vivientes? ¿Una ficción legal como esa persona "corporativa" que
querría privar de vida al pobre Jerry? No, un hombre no es ninguna
de esas cosas. Un hombre es una colección de esperanzas y temores,
de deseos humanos, de aspiraciones más elevadas que él mismo, algo
más que el barro del cual procede, y algo menos que el Creador que
lo formó de aquel barro. Se ha sacado a Jerry de la selva, y con él
se ha hecho algo superior a las pobres criaturas que fueron sus
antepasados, lo mismo que vosotros y que yo. Pedimos que el
Tribunal reconozca su condición humana.
Los abogados de la oposición se dieron cuenta de que el
Tribunal había sido afectado, y contraatacaron rápidamente.
Mantuvieron que un antropoide no puede ser un hombre, pues carece
de forma, y de inteligencia humanas. Pomfrey llamó a su primer
testigo, Master B'na Kreeth.
El mal genio acostumbrado del marciano no había precisamente
mejorado al haber sido obligado a esperar durante tres días en un
tanque de viaje, y por la indignidad de haber tenido que
interrumpir sus investigaciones para tomar parte en las infantiles
querellas los terrestres.
Se produjeron aún más demoras que le irritaron, cuando
Pomfrey tuvo que obligar a los abogados de la Corporación a que
aceptasen a B'na como testigo experto. Querían rechazarle, pero no
podían, pues era su propio Director de Investigaciones. Y además
controlaba el voto de las acciones de "Trabajadores" propiedad de
marcianos, hecho que no se mencionó, pero que coartaba sus
movimientos.
Y más demora mientras llegaba un intérprete para ayudar a
tomar el juramento a B'na Kreeth, pues éste, independiente como
todos los marcianos, no se había nunca preocupado de aprender
inglés.
En respuesta a la demanda de que dijese la verdad, toda la
verdad, etc., estuvo chirriando y gorjeando buen rato, hasta que el
intérprete puso cara de angustia.
–Dice que no puede hacerlo -informó al juez.
Pomfrey pidió una traducción exacta.
El intérprete miró al juez con inquietud.
–Dice que si dijese toda la verdad, ustedes, necios que son;
bueno, "necios" no es la palabra exacta es una palabra marciana que
designa a una especie de gusano sin cabeza. No la
entenderían.
El Tribunal discutió por unos momentos la posibilidad de
sancionarle por desacato, pero cuando el marciano comprendió que
podía ser forzado a permanecer treinta días en el tanque, arrió sus
velas y accedió a decir la verdad tan adecuadamente como le fuese
posible. Fue aceptado como testigo.
–¿Es usted un hombre? – preguntó Pomfrey.
–Según las leyes de ustedes, soy un
hombre.
–¿En virtud de qué teoría? Su cuerpo no es como el nuestro;
ni siquiera puede usted vivir en nuestro aire. No habla nuestro
idioma, y sus ideas son para nosotros extrañas. ¿Cómo puede ser
usted un hombre?
El marciano contestó con cautela:
–Voy a citar el Tratado Terra-Marciano,
que es preciso aceptar como suprema ley: "Todos los miembros de la
Gran Raza, mientras residen en el Tercer Planeta, disfrutarán de
los derechos y prerrogativas de la raza nativa dominante en el
Tercer Planeta." Esta cláusula ha sido interpretada por el Tribunal
Biplanetario en el sentido de que los miembros de la Gran Raza son
"hombres", aunque sean otra cosa.
–¿Por qué se refiere a los de su clase como a Gran
Raza?
–Por su superior
inteligencia.
–¿Superior a la de los hombres?
–Somos hombres.
–¿Superior a la inteligencia de los hombres
terrestres?
–Eso es evidente por si
mismo.
–¿De la misma manera en que nosotros somos superiores en
inteligencia a este pobre Jerry?
–Eso no es evidente por si
mismo.
–He terminado con el testigo.
Más les hubiese valido a los abogados de la oposición dejar
ahí las cosas; pero en lugar de eso intentaron que B'na Kreeth
definiese las diferencias en inteligencia entre los humanos y los
trabajadores antropoides. Master B'na explicó detalladamente que
las diferencias de cultura enmascaraban las diferencias
intrínsecas, y que, en todo caso, tanto los antropoides como los
hombres utilizaban tan poco sus respectivas inteligencias
potenciales que era verdaderamente demasiado pronto para determinar
cuál de las dos razas sería eventualmente la raza superior del
Tercer Planeta.
Había apenas comenzado a discutir cómo se podría criar una
raza verdaderamente superior combinando las mejores características
de los antropoides y de los hombres, cuando se le ordenó
apresuradamente que "bajase".
–Con la venia del Tribunal -dijo Pomfrey-, no hemos propuesto
nosotros esa teoría; no hemos hecho sino refutar la pretensión de
que para la condición humana sean necesarias cierta forma y un
grado determinado de inteligencia. Y ahora pido que se llame
nuevamente al demandante para que el Tribunal determine si es, en
verdad, humano.
–Con la venia del Tribunal… -La batería de abogados había
estado consultando desde que se habían llevado el tanque de B'na
Kreeth; ahora habló el letrado director.
–El objeto de la petición parece ser el de proteger la vida
de este enser. No hay necesidad de prolongar esta acción; el
demandado se compromete a permitir que este enser muera de muerte
natural en manos de su custodio, y pide que se dé por terminada la
acción.
–¿Qué dice usted a eso? – preguntó el Tribunal a
Pomfrey.
Pomfrey se envolvió en su toga con gesto
ampuloso.
–No hemos venido a solicitar la caridad de la Corporación,
sino la justicia del Tribunal. Pedimos que se establezca legalmente
la humanidad de Jerry. Que no pueda votar, que no pueda tener
propiedades, que no se le exima de disposiciones policiales
adecuadas a su grupo; pero sí pedimos que se admita que es por lo
menos tan humano como ese monstruo de acuario que acaba de ser
sacado de esta sala…
El juez se volvió a Jerry:
–¿Es eso lo que quieres, Jerry?
Jerry miró inquieto a Pomfrey, y contestó:
–Sí, Jefe.
–Un momento… -el jefe de la oposición legal estaba
visiblemente agitado-. Ruego al Tribunal que considere que una
sentencia de esta naturaleza podría afectar una práctica comercial
establecida de antiguo, y necesaria para la vida económica
de…
–¡Objeción! – Pomfrey se alzó de un salto, indignado-. Jamás
oí un intento más escandaloso de influir sobre una decisión. Mi
apreciado colega podría con igual fundamento solicitar que
decidiese sobre un asesinato por consideraciones políticas.
Protesto…
–No importa -dijo el Tribunal-. La propuesta no se toma en
cuenta. Continúe con los testigos.
Pomfrey se inclinó.
–Estamos explorando el significado de esta cosa llamada
"humanidad". Ya hemos visto que no es cuestión de forma, raza, ni
planeta de nacimiento, ni tampoco de agudeza mental. A decir
verdad, no puede ser definida, pero si puede ser percibida. Va de
corazón a corazón, de espíritu a espíritu. – Se volvió a Jerry-.
Jerry, ¿quieres cantar tu nueva canción al juez?
–Desde luego. – Jerry contempló algo intimidado las cámaras
que giraban, los micrófonos, y carraspeó;
Aya bajo en Suani
Riber,
Muy, muy, lejos,
Aya se vuelve mi
corasón…
El aplauso le asustó, y los golpes del mazo del juez acabaron
de espantarle, pero no importaba. No se podía dudar ya del
resultado. Jerry era un hombre.
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17/10/2009
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Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/