¡I C H A B O D!


Philip Huxley se fue a la cama y a dormir como de costumbre. Desde aquel momento en adelante nada fue como de costumbre.


Se dio cuenta de que estaba habitando el cuerpo de otro, y de que pensaba con la mente de otro. El Otro percibía a Huxley, pero no compartía los pensamientos de Huxley.

El Otro se encontraba como en su casa, una casa que Huxley nunca había experimentado, pero que le era familiar. Estaba en la Tierra, era increíblemente hermosa, y todos los árboles y arbustos encajaban en el paisaje como si hubiesen sido dispuestos allí en el esquema armónico de un artista. La casa crecía del suelo.

El Otro salió de la casa con su esposa y se preparaba a partir hacia la capital del planeta. Huxley pensaba que el destino era una "capital" y sin embargo sabía que la idea de un gobierno impuesto por la fuerza era extraña a la naturaleza de aquellas gentes. La "capital" no era sino el lugar de reunión acostumbrado del grupo, cuyo consejo se seguía en las cuestiones que afectaban a toda la raza.

El Otro y su esposa, acompañados por la percepción de Huxley, entraron en el jardín, ascendieron rectos hacia el aire, y avanzaron rápidamente sobre la campiña, volando cogidos de la mano. La campiña era verde, fértil, como un parque, sembrada de algunos edificios; pero Huxley no pudo ver en parte alguna las apretadas masas de una ciudad.

Pasaron rápidamente sobre una gran extensión de agua, quizá tan grande como el moderno Mediterráneo, y aterrizaron en un claro de un bosque de olivos.


Los Hombres Jóvenes -así le parecieron a Huxley- pidieron un cambio radical en las costumbres; primero, que la antigua sabiduría fuese desde entonces la recompensa a la capacidad más bien que el derecho de nacimiento de todos, y, segundo, que los mejores gobernasen a los otros. Loki defendió su punto de vista, con su arrogante cara en alto, y coronada de cabello rojo brillante. Hablaba con palabras, método que perturbaba al anfitrión de Huxley, pues la relación telepática era el método natural de la discusión madura. Pero Loki había cerrado su mente a ello.

Júpiter le contestó, hablando en nombre de todos.

–Hijo mío, tus palabras parecen vanas y sin significado serio. No podemos comprender tu verdadero significado, pues tú y tus hermanos habéis decidido cerrar vuestras mentes para nosotros. Pedís que la antigua sabiduría sea la recompensa de la habilidad. ¿Es que no ha sido siempre así? ¿Es que nuestro primo, el simio, vuela por el aire? ¿Es que el alma niña no está sujeta por el hambre y el sueño, y las enfermedades de la carne? ¿O puede la oropéndola derrumbar la montaña con su mirada? Las fuerzas de los de nuestra clase, que nos sitúan aparte de los espíritus más jóvenes de este planeta, están ahora en manos de quienes son más capacitados, y en los de nadie más. ¿Cómo podemos hacer que sea lo que ya es?

»Pides que los que sean mejores gobiernen a los otros. ¿Es que no es así ahora? ¿Es que no ha sido siempre así? ¿Te manda a ti el niño de pecho? ¿O bien la hierba que ondula genera el viento? ¿Qué dominio deseas que no sea sobre ti mismo? ¿Quieres poder decir a tu hermano cuándo tiene que dormir y cuándo debe comer? Y si es así, ¿con qué objeto?

Vulcano le interrumpió mientras el anciano estaba aún hablando, y Huxley percibió como todo el consejo se agitaba con desagrado ante tal abierto quebrantamiento de los buenos modales.

–Basta ya de jugar con palabras. Nosotros sabemos lo que queremos; vosotros sabéis lo que queremos. Estamos decididos a conseguirlo, con el consejo o sin él. Estamos cansados de esta existencia bovina. Estamos cansados de esta falsa igualdad. Tenemos la intención de terminar con ella. Somos los fuertes y los capaces, los jefes naturales de la Humanidad. Los demás seguirán y nos servirán, como está escrito en el orden natural de las cosas.

Los ojos de Júpiter se posaron pensativamente sobre la torcida pierna de Vulcano.

–Deberías permitir que te curase ese torcido miembro, hijo mío.

–¡Nadie puede curar mi miembro!

–No. Nadie, excepto tú mismo. Y hasta que cures lo retorcido de tu mente no podrás curar lo torcido de tu miembro.

–¡No hay nada torcido en mi mente!

–Cura entonces tu miembro.

El joven se agitó inquieto. Podían ver que Vulcano se estaba poniendo en ridículo. Mercurio se separó del grupo y se adelantó.

–Óyeme, Padre. No queremos pelear contigo. Nuestra intención es más bien aumentar tu gloria. Declárate rey bajo el Sol. Déjanos ser tus delegados que extiendan tu gobierno sobre todas las criaturas que andan, se arrastran o nadan. Permite que creemos para ti el esplendor del dominio y la gloria de la conquista. Déjanos conservar la antigua sabiduría para aquellos que la comprendan. No hay razón para que todos los caminos estén abiertos a todo el mundo. Al contrario, si los muchos sirven a los pocos, entonces nuestros esfuerzos combinados nos harán adelantar más rápidamente en nuestro camino, y se beneficiarán tanto el amo como el criado. ¡Déjanos, Padre! ¡Sé nuestro Rey!

Lentamente el anciano movió la cabeza.

–No puede ser. No hay más conocimiento que el conocimiento de sí mismo, y éste debe ser libre para cualquier hombre que pueda aprender. No hay fuerza, sino la fuerza para gobernarse a si mismo, y ésta tampoco puede ser ni dada ni quitada. Y en cuanto a la poesía del imperio, todo eso ya ha sido hecho antes. No hay necesidad de volverlo a hacer. Si tales historias os divierten, disfrutad de ellas en los archivos; no hay necesidad de volver a ensangrentar el planeta.

–¿Es ésta la última palabra del consejo, Padre?

–Esta es nuestra última palabra. – Se levantó, recogiendo junto a sí su vestidura, indicando que la sesión había terminado. Mercurio se encogió de hombros y se unió a sus amigos.

Hubo otra sesión más del consejo, la última, para decidir lo que había que hacer ante el ultimátum de los Hombres Jóvenes. No todos los miembros del consejo pensaban lo mismo; diferían tanto entre sí como cualquier grupo de seres humanos. Eran en realidad seres humanos, y no superhombres. Algunos eran partidarios de oponerse a los Hombres Jóvenes con todas las fuerzas de que disponían, transportarlos a otra dimensión, lavar sus mentes, incluso aplastarlos por la fuerza.

Pero emplear la fuerza contra los Hombres Jóvenes era contrario a toda su filosofía. "El libre albedrío es el bien fundamental del Cosmos. ¿Es que vamos a degradar, a destruir, todo aquello por lo cual hemos trabajado, subvirtiendo la voluntad de ni siquiera un solo hombre?”

Huxley se dio cuenta de que los Ancianos no tenían necesidad de permanecer sobre la Tierra. Estaban ansiosos por desplazarse a otro lugar, cuya naturaleza no podía comprender, salvo que no pertenecía al espacio y al tiempo que conocía.

La cuestión a debatir era la siguiente: ¿Habían hecho todo lo posible para facilitar el equilibrio de la raza, tan incompletamente desarrollado? ¿Estaban justificados al abdicar?

La decisión fue afirmativa, pero un miembro femenino del consejo, cuyo nombre pareció a Huxley ser Demetria, mantenía que había que dejar testimonios para los que sobreviviesen al inevitable desastre.

–Es cierto que cada uno de los miembros de la raza debe hacerse a sí mismo fuerte y prudente. Y no podemos hacerles prudentes. Y sin embargo, después que el hambre, la guerra y el odio se hayan apoderado de la Tierra, ¿no debería haber un mensaje que les diese a conocer nuestra herencia?

El consejo aprobó, y el anfitrión de Huxley, que era el registrador del consejo, recibió la orden de preparar los testimonios y de dejarlos para los que viniesen después. Y Júpiter añadió un entredicho:

–Sujeta los esquemas de fuerza de modo que los testimonios no se disipen en tanto subsista este planeta. Deposítalos donde perduren a cualquier convulsión local de la corteza, de modo que por lo menos algunos se transmitan a través del tiempo.

Y así terminó aquel sueño. Pero Huxley no se despertó, sino que empezó inmediatamente a soñar otro sueño, pero no a través de los ojos de otro, sino más bien como si estuviese contemplando una película en relieve, donde cada escena le era familiar.

El primer sueño, a pesar de su contenido trágico, no le había afectado de una manera trágica; pero durante todo el segundo sueño le oprimió una sensación de desolación y de un cansancio abrumador.

Después de la abdicación de los Ancianos, los Hombres Jóvenes llevaron a cabo su proyecto y establecieron su dominio, por el fuego y la espada, rayos abrasadores y fuerzas esotéricas, trampas y engaños. Persuadidos de que su destino era gobernar, se convencieron de que el fin justificaba los medios.

El fin era el imperio Mu, el más poderoso de los imperios y madre de los imperios.

Huxley lo vio en su punto álgido y casi se convenció de que los Hombres Jóvenes habían tenido razón, ¡pues era radiante! Su magnificencia sobrecogedora llenó sus ojos de lágrimas, y se lamentó por aquel esplendor, por aquel hermoso e impresionante esplendor, que ya no existía.

Enormes y silenciosos navíos por los aires, inmensos navíos en sus diques, cargados de grano y cueros y especias, procesiones de sacerdotes, acólitos y creyentes, pompa y exhibición de fuerza; vio su complicada belleza, y se dolió de su desaparición.

Pero su creciente poder fue la semilla de su propia ruina. Inevitablemente la Atlántida, su más rica colonia, alcanzó madurez política y resintió su condición subordinada. Cisma y apostasía, desafección y traición, acarrearon duras represalias y nuevas rebeliones.

Se alzaron rebeliones y fueron aplastadas. Hasta que finalmente se levantó una que no fue dominada. En menos de un mes habían muerto los dos tercios de la población del globo; los demás estaban hambrientos y enfermos, y quedaron con un plasma germinal dañado por las fuerzas que habían desencadenado.

Pero los sacerdotes conservaban todavía la antigua sabiduría.

No eran sacerdotes de conciencia firme y orgullosos de su herencia, sino sacerdotes perseguidos y timoratos, que habían visto tambalearse su jerarquía. Había sacerdotes de ésos en ambos bandos, y entre todos desencadenaron fuerzas tales, que comparados con ellas las anteriores luchas resultaban juegos de niños.

Esas fuerzas perturbaron el equilibrio isostático de la corteza terrestre.

Mu se estremeció y se hundió mil metros. Olas enormes se juntaron en su centro, se rompieron, dieron dos veces la vuelta al mundo, treparon por las llanuras de China y lamieron los pies del alto Himalaya.

La Atlántida tembló y rugió y se hundió durante tres días antes de que la cubriesen las aguas. Algunos escaparon por el aire y aterrizaron sobre terreno aún húmedo con las exudaciones del fondo del mar, o sobre montañas lo suficientemente altas para rechazar las olas de las grandes mareas. Allí tuvieron que arrancar su sustento del desnudo suelo, con mentes desacostumbradas a las artes primitivas, pero algunos sobrevivieron.

De Mu no quedaron ni vestigios. Y en cuanto a la Atlántida, solamente algunas islas, que días antes eran picos de montañas, indicaban ahora su posición. Las aguas corrieron por entre las Torres Gemelas del Sol, y los peces nadaron por los jardines del virrey.

La sensación angustiosa que había perseguido a Huxley ahora le dominó. Le parecía oír una voz en su cabeza:

–¡Oh dolor! ¡Maldito sea Loki! ¡Maldita sea Venus! ¡Maldito sea Vulcano! Y tres veces maldito yo, su sirviente apóstata, Orab, Arcipreste de las Islas Bienaventuradas. ¡Oh dolor! Mientras maldigo, siento ansias de Mu, poderoso y pecador. Hace veintidós años, mientras buscaba un sitio donde morir, encontré sobre la cumbre de esta montaña los testimonios de los poderosos que existieron antes de nosotros. Durante veintiún años he trabajado para completar los testimonios, buscando en las profundidades de mi mente conocimientos no usados desde hace tiempo, rebuscando en otros planos conocimientos que nunca poseí.

Y ahora, en el año ochocientos noventa y dos de mi vida, y el trescientos cinco de la destrucción de Mu, yo, Orab, vuelvo a mis padres.

Huxley se sintió feliz de despertarse.


Capítulo VII


"LOS PADRES HAN COMIDO UVAS

VERDES, Y LOS NIÑOS TIENEN
DENTERA”

Ben estaba ya en la sala de estar cuando Phil entró a desayunar. Joan llegó inmediatamente después de Phil. Joan tenía ojeras, y parecía triste. Ben habló en un tono casi insolente.


–¿Qué te pasa, Joan? Pareces algo así como la ira en marcha.

–Por favor, Ben -respondió con voz cansada-, no me chilles. He tenido sueños pesados toda la noche.

–¿De veras? Lo siento, pero si tú te figuras que has tenido sueños pesados toda la noche, me gustaría que hubieses visto las bonitas pesadillas que he tenido yo.

Phil miró a ambos.

–Pero, ¿es que los dos habéis tenido sueños extraños durante toda la noche?

–¿Pues no es esto precisamente lo que estábamos diciendo?

Ben parecía exasperado.

–¿Y qué soñasteis?

Ninguno de los otros dos le contestó.

–Esperad un momento. Yo también he tenido sueños extraños. – Sacó un bloque del bolsillo y arrancó de él tres hojas-. Quiero averiguar una cosa. ¿Queréis escribir lo que cada uno de vosotros ha soñado, antes de decir nada más? Aquí tienes un lápiz, Joan.

Se resistieron un poco, pero lo hicieron.

–Léelos en alta voz, Joan.

Joan tomó la hoja de Ben y leyó: "Soñé que tu teoría de la degeneración de la raza humana era perfectamente correcta."

La dejó y cogió la de Phil: "Soñé que estaba presente en el Ocaso de los Dioses, y que vi la destrucción de Mu y de Atlántida."

El silencio era completo cuando cogió la última hoja, la suya: "Mi sueño fue de cómo las gentes se destruyeron a si mismas rebelándose contra Odín." Ben fue el primero en comprometerse:

–Cualquiera de esas hojas podría aplicarse a mis sueños. – Joan asintió con la cabeza. Phil volvió a levantarse, salió y regresó en seguida con su diario. Lo abrió y se lo entregó a Joan.

–¿Quieres leerlo en voz alta, muchacha, comenzando en el dieciséis de junio?

Lo leyó lentamente, sin levantar la vista de las páginas. Phil esperó hasta que hubo terminado, y cerró el libro antes de hablar.

–Y bien -dijo-, ¿qué?

Ben aplastó un cigarrillo que se había consumido hasta el fin entre sus dedos.

–Es una descripción extraordinariamente exacta de mi sueño, salvo que el anciano a quien llamas Júpiter yo creí que era Ahuramazda.

–Y yo pensé que Loki era Lucifer.

–Ambos tenéis razón -afirmó Phil-. Yo no recuerdo ningún nombre hablado para ninguno de ellos. Sencillamente parecía que sabía sus nombres.

–Y lo mismo yo.

–Oye -interpuso Ben-, estamos hablando como si esos sueños fuesen reales, como si todos hubiésemos estado viendo la misma película.

Phil se volvió hacia él.

–Y bien, ¿qué piensas tú?

–¡Oh!, me figuro que lo mismo que tú. No lo sé. ¿Tenéis algún inconveniente en que desayune, o por lo menos en que tome un poco de café?

Bierce entró antes de que tuviesen la oportunidad de discutirlo después del desayuno; por acuerdo tácito habían permanecido callados durante la breve comida.

–Buenos días, señora; buenos días, caballeros.

–Buenos días, Mr. Bierce.

–Veo -dijo escrutando sus caras-, que ninguno de ustedes parece muy feliz esta mañana. No es sorprendente, pues nadie lo parece inmediatamente después de experimentar los testimonios.

Ben empujó hacia atrás su silla y se inclinó a través de la mesa, hacia Bierce.

–¿Aquellos sueños fueron deliberadamente organizados para nosotros?

–Sí, evidentemente, pero estábamos seguros de que ustedes estaban preparados para beneficiarse de ellos. Pero he venido a pedirles que se entrevisten con el Superior. Pueden reservarse sus preguntas para él, pues será más sencillo.

–¿El Superior?

–Todavía no le conocen. Así llamamos a aquél a quien juzgamos como el más adecuado para coordinar nuestras actividades.


Ephraim Howe llevaba en su cara las colinas de Nueva Inglaterra, y tenía manos sarmentosas como las de un ebanista. No era joven. Su delgada figura era de una gracia cortesano. En él todo indicaba integridad, el brillo de sus ojos azul pálido, su apretón de manos, su manera de hablar.

–Siéntense. Iré inmediatamente al grano. Han sido ustedes expuestos a una serie de cosas curiosas, y tienen derecho a saber por qué. Han visto ustedes los Antiguos Testimonios, parte de ellos. Les explicaré cómo se formó esta institución, cuál es su objeto, y por qué vamos a pedirles que se unan a nosotros.

»Esperen un momento. Esperen un momento -añadió levantando una mano-. No digan nada todavía.


Cuando Fray Junípero Serra vio por vez primera el Monte Shasta en 1781, los indios le dijeron que era un lugar sagrado, únicamente para los hombres medicina. Él les aseguró que era un hombre medicina que servia a un Maestro más grande, y para no quedar mal arrastró su cuerpo débil y enfermo hasta la línea de las nieves, donde durmió antes de regresar.

El sueño que tuvo allí -del Jardín del Paraíso, del Pecado, de la Caída y del Diluvio- le convenció de que era en realidad un lugar sagrado. Regresó a San Francisco, proyectando establecer en Shasta una misión. Pero para un viejo había tanto que hacer, tantas almas que salvar, tantas bocas que alimentar… Dos años más tarde entregó su alma a Dios, si bien dejó instrucciones a otro monje para que llevase a cabo su intención.

Se sabe que ese monje partió de la misión más septentrional en 1785, y que no regresó.

Los indios alimentaron hasta 1843 al hombre que vivía en la montaña, y para aquella fecha había reunido en derredor suyo un grupo de neófitos, tres indios, un ruso y un montañero yanqui. El ruso siguió después de la muerte del fraile hasta que, al unírsele un chino, escapó de su compromiso. El chino adelantó más en pocas semanas de lo que había adelantado el ruso en la mitad de su vida, y el ruso se alegró de cederle el primer puesto.

El chino estaba aún allí más de cien años más tarde, si bien hacía tiempo que se había retirado de la administración. Enseñaba estética y humor.

–Y este establecimiento no tiene más que un objeto -prosiguió Ephraim Howe-. Y es procurar que Mu y la Atlántida no vuelvan a suceder. Estamos en contra de todo lo que los Hombres Jóvenes representaron.

»Vemos la historia del mundo como una serie de crisis en un conflicto entre dos filosofías opuestas. La nuestra se basa en la idea de que la vida, la consciencia, la inteligencia y el ego son las cosas más importantes del mundo. – Los tocó telepáticamente por sólo un instante, y sintieron nuevamente aquella cosa viva y vibrante que Ambrose Bierce les había mostrado y que había sido incapaz de definir con palabras-. Eso nos opone a todas las fuerzas que tienden a destruir, amortiguar y degradar el espíritu humano, o a hacerle obrar de un modo contrario a su naturaleza. Vemos que se acerca otra crisis y necesitamos reclutas. Ustedes han sido elegidos.

»Esta crisis ha venido acercándose a nosotros desde Napoleón. Europa ha sucumbido, y Asia, rendidas al autoritarismo, a necedades tales como "el principio del caudillo", al totalitarismo, a ligámenes sobre la libertad que tratan a los hombres como si fuesen unidades económicas y políticas sin importancia como individuos. Nada de dignidad: hacer lo que se diga, creer lo que se les diga, ¡y callarse! Trabajadores, soldados, unidades reproductoras…

»¡Si ése fuera el objeto de la vida, no habría tenido sentido incluir la consciencia en el esquema!

»Este continente -prosiguió Howe- ha sido un refugio de la libertad, un lugar donde el alma puede desarrollarse. Pero las fuerzas que mataron la civilización en el resto del mundo van extendiéndose hacia aquí. Poco a poco han ido reduciendo la libertad y la dignidad humanas. Una ley represiva, una junta escolar tiránica, un dogma ciego que debe ser aceptado bajo pena de persecución, doctrinas que atenazan a los hombres, y los ciegan para que nunca puedan recuperar su perdida herencia.

»Necesitamos ayuda para combatirlas.

Huxley se levantó.

–Pueden contar con nosotros.

Antes de que Joan y Coburn pudieran hablar, el Superior prosiguió:

–No contesten todavía. Vuelvan a sus habitaciones y piénsenlo. Duerman sobre ello. Volveremos a hablar.


Capítulo VIII


PRECEPTO SOBRE PRECEPTO


Si aquel lugar sobre el monte Shasta hubiese sido una universidad y hubiese tenido un programa (y no era así), los cursos que allí se hubiesen ofrecido habrían incluido las siguientes disciplinas:


Telepatía. Curso básico requerido por todos los estudiantes que no están calificados para examen. Instrucción práctica hasta incluir la coordinación. Requisito previo para todos los departamentos: Laboratorio.

Raciocinio. I, II, III, IV. R.I. Memoria. R.II. Percepción, clarividencia, clariaudición, discreción de masa, tiempo y espacio, relación no matemática, orden y estructura, forma armónica e intervalo.

R.III. Procesos de pensamiento dobles y paralelos. Separación.

R.IV. Meditación (Seminario).

Autocinética. Cinestesia discreta. Control endocrino, con especial aplicación a los sentidos afectivos y a la supresión de la fatiga, regeneración, transformación (aspectos clínicos de la licantropía), determinación sexual, inversión, autoanestesia, rejuvenecimiento.

Telecinética. Continuos vida-masa-espacio-tiempo. Requisito previo; autocinética. Teleportación y acción general a distancia. Proyección. Dinámica. Estática. Orientación.

Historia. Cursos a convenir. Discusiones especiales sobre psicometría con referencia a testimonios telepáticos y a la metempsícosis. La valoración es requisito previo para todos los cursos de este departamento.

Estética humana. Seminario. La autocinética y la técnica de testimonio telepático (psicometría) son requisitos previos.

Ética humana. Seminario. Se cursa simultáneamente con todos les demás cursos. Consúltese con un instructor.

Quizá parte del valor de la instrucción se hubiese perdido de haberla dividido en diversos cursos desconectados tal como se ha indicado más arriba. En todo caso, los adeptos de Monte Shasta podían instruirse en todas aquellas disciplinas, y de hecho así lo hacían. Huxley, Coburn y Joan aprendieron de tutores que les condujeron a enseñarse a sí mismos, y se adaptaron con una facilidad sorprendente, y con la sensación de haber vuelto a casa después de una larga ausencia.

Los tres progresaron rápidamente, pues como poseían una percepción rudimentaria y algunos conocimientos de telepatía, los instructores podían enseñarles directamente. Primeramente aprendieron a dominar sus cuerpos. Volvieron a conseguir el dominio de todas las funciones, músculos, tejidos, glándulas, que los hombres deberían conocer, pero que han olvidado en su mayor parte, excepto por algunos oscuros estudiantes en el lejano Oriente. Causaba un profundo placer desear que el cuerpo obedeciese y conseguirlo. Percibieron íntimamente sus cuerpos, pero éstos no les tiranizaron ya más. La fatiga, el hambre, el frío y el dolor, ya no les dominaban, sino que no eran más que útiles señales que indicaban que la máquina requería atención.

Pero la máquina no necesitaba tanta atención como antes; el cuerpo era regido por una mente que conocía tanto su capacidad como sus limitaciones. Y además, gracias a la mayor comprensión de sus cuerpos, consiguieron aumentar tal capacidad a su máximo posible. Una semana de actividad continua, sin descanso, alimento ni agua, era ahora algo tan sencillo como antes lo había sido una mañana de trabajo. Y en cuanto al trabajo mental, éste no cesaba nunca, excepto cuando así lo deseaban, a pesar del sueño, de la languidez digestiva, del aburrimiento, de los estímulos externos o de la actividad muscular. La mayor delicia era la levitación. Volar a través del aire; permanecer suspendidos en el corazón de una nube; dormir, como Mahoma, flotando entre el suelo y el techo ésas eran inesperadas delicias sensuales, antes nunca experimentadas, salvo en sueños, y de un modo vago. Especialmente Joan se entregó a esta nueva delicia con un alegre abandono. En una ocasión estuvo fuera durante dos días, sin tocar nunca el suelo, compartiendo el cielo con el viento y las golondrinas, mientras el aire helado de las alturas suavizaba su brillante cuerpo. Se zambullía y ascendía, hacía rizos y espirales, y se dejaba caer como un peso muerto desde la estratosfera hasta las copas de los árboles.

Durante la noche siguió a un aeroplano transcontinental, volando invisible por encima de él durante unos dos mil kilómetros. Cuando se aburrió de eso, acercó un instante su cara a la única lucerna iluminada del aparato y miró al interior. El asombrado comerciante al por mayor que le devolvió su mirada creyó que le había sido concedida la visión de un ángel.

Huxley encontró difícil aprender a levitar. Su inquisitiva mente quería saber la razón por la cual la voluntad podía al parecer anular la "ley" de la gravedad, y esa duda disipaba su volición. Su tutor razonó pacientemente con él.

–Ya sabe que la intangible voluntad puede afectar el curso de la masa en el continuo; eso lo experimenta cuando mueve su mano. ¿Es que le resulta imposible mover su mano por el hecho de que no puede proporcionar una explicación racional completa de tal misterio? La vida tiene el poder de afectar a la materia; eso ya lo sabe, pues lo ha experimentado directamente; es un hecho. Ahora bien, no hay "por qué" en referencia a ningún hecho, en el sentido ilimitado en que usted lo pregunta. Ahí está, serenamente, una demostración en sí mismo. Es posible observar relaciones entre hechos, y esas relaciones son otros hechos, pero para una mente que es, ella misma, relativa, seguir tales relaciones hasta su significado final no resulta posible. Primeramente dígame por qué existe… y entonces le diré por qué la levitación es posible.

»Vamos, pues -continuó-, coordine conmigo, trate de sentir como yo, mientras levito.

Phil lo intentó de nuevo.

–No lo consigo -dijo tristemente.

–Mire hacia abajo.

Phil miró, se asombró y cayó desde una altura de un metro. Aquella noche se unió a Ben y Joan en un vuelo sobre las Altas Sierras.

A su instructor le divertía el entusiasmo con que se lanzaron a ejercitar el deporte que les había hecho posible el dominio que acaban de adquirir sobre su cuerpo. Sabía que su placer era natural y saludable, adecuado a aquella fase de su desarrollo, y asimismo sabía que ellos mismos aprenderían su relativo valor, y estarían entonces dispuestos a consagrar sus mentes a trabajos más importantes.


–¡Oh, no, el Hermano Junípero no fue el único que encontró los testimonios! – afirmó Charles, hablando mientras pintaba-. Seguramente os habréis fijado cómo los lugares elevados tienen un significado en las religiones de todas las razas. Algunos de ellos deben ser repositorios de antiguos testimonios.

–¿Y no lo sabéis con seguridad?

–En muchos casos, sí. En el alto Himalaya, por ejemplo. Me refería a lo que una persona inteligente puede deducir de hechos del dominio público. Considerad cuántas montañas son de importancia fundamental en otras tantas religiones diferentes: Olimpo, Popocatepetl, Mauna Loa, Everest, Sinaí, Tai Shan, Ararat, Fujiyama, varios lugares de los Andes. Y en todas las religiones hay referencias a maestros que traen de las alturas mensajes inspirados: Gautama, Jesús, Joseph Smith, Confucio, Moisés. Todos ellos descienden de las alturas y narran historias de creación, caída y redención.

»De todas las narraciones antiguas, la mejor es la del Génesis. Si se tiene en cuenta que fue escrito por vez primera en el lenguaje de nómadas por civilizar, resulta ser una narración exacta y cuidada.

Huxley dio un codazo a Coburn.

–¿Qué tal te gusta eso, querido amigo escéptico? – Y luego, dirigiéndose a Charles-: Ben ha sido un devoto ateo desde que descubrió que Santa Claus llevaba patillas falsas, y le molesta que le refuten sus dudas más queridas.

Coburn sonrió, imperturbable.

–Cálmate, chico. Puedo expresar mis dudas sin tu ayuda. Has planteado otra cuestión, Charles. Algunas de aquellas montañas no parecen suficientemente antiguas para haber sido utilizadas para los antiguos testimonios. Shasta, por ejemplo; es volcánica y parece un poco demasiado joven para tal objeto.

Charles prosiguió pintando rápidamente, al mismo tiempo que contestaba:

–Tienes razón. Parece probable que Orab hizo copias del testimonio original que encontró, y que depositó las copias con su suplemento en diversas alturas del globo. Y es posible que otros después de Orab, pero mucho antes de nuestro tiempo, leyeron los testimonios y los desplazaron para que se conservasen. Quizá la copia que Junípero Serra encontró hubiese estado aquí solamente unos veinte mil años.


Capítulo IX


LOS PICHONES VUELAN


–Podríamos quedarnos por aquí durante cincuenta años aprendiendo cosas nuevas, pero entretanto no adelantaríamos nada. Por lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a regresar -dijo Phil aplastando el cigarrillo y mirando a sus dos amigos.


Coburn frunció los labios y movió lentamente la cabeza.

–Yo también pienso lo mismo, Phil. No hay límite a lo que podríamos aprender aquí, evidentemente; pero llega un momento en que no tienes más remedio que utilizar algunas de las cosas que aprendes, o si no, estallas. Creo que lo mejor será que se lo digamos al Superior, y nos pongamos a hacerlo.

Joan asintió vigorosamente con la cabeza.

–Sí, sí. Yo también lo creo así. Hay trabajo que hacer, y el sitio donde hacerlo es la Universidad de Western, y no en este país de fantasía. ¡Bueno, apenas si puedo esperar a ver la cara que pondrá el viejo Brinckley cuando hayamos terminado con él!

Huxley buscó la mente de Ephraim Howe, y los otros dos esperaron cortésmente a que terminase, sin intentar entrar en la conversación telepática.

–Dice que estaba esperando saber de nosotros, y que tiene la intención de que sea una conferencia del pleno. Se encontrará aquí con nosotros.

–¿Conferencia del pleno? ¿De todos los de la montaña?

–De todos; de la montaña y de fuera de ella. Creo que es la costumbre cuando unos miembros nuevos deciden cuál será su trabajo.

–¡Uf! – exclamó Joan-. Me da miedo nada más pensar en ello. ¿Quién hablará en nombre de nosotros? ¡No será Joan!

–¿Y tú, Ben?

–Bueno… si os parece…

–Pues toma el contacto.

Establecieron la coordinación. Mientras permaneciesen de aquella manera, la voz de Ben expresaría el pensamiento combinado del trío. Ephraim Howe entró solo, pero los otros percibieron que estaba coordenado con, y hablaba en nombre de, no solamente los adeptos de la montaña, sino también de los doscientos y pico de genios dispersos por todo el país.

La conferencia comenzó con un intercambio directo de mente a mente:

Pensamos que ya es hora de que estuviésemos trabajando. Es cierto que no hemos aprendido todo lo que hay que aprender, pero a pesar de ello necesitamos utilizar nuestros conocimientos actuales.

Eso es justo, y es tal como debe ser, Benjamín. Habéis aprendido todo lo que podemos enseñaros de momento. Ahora tenéis que llevar al mundo lo que habéis aprendido, y utilizarlo a fin de que los conocimientos maduren y se hagan sabiduría.

No es solamente por esa razón que deseamos dejaros, sino por otra más urgente. Tal como vosotros nos habéis enseñado, la crisis se acerca. Queremos combatirla.

¿Cómo os proponéis combatir las fuerzas que determinan las crisis?

Pues… -Ben no empleó esa palabra, pero la demora en su pensamiento produjo tal impresión-. Según lo vemos nosotros, a fin de hacer que los hombres sean libres, libres para desarrollarse como hombres y no como animales, es necesario que deshagamos lo que hicieron los Hombres Jóvenes. Los Hombres Jóvenes se negaron a permitir que nadie, excepto los pocos que ellos mismos elegían, participasen en la herencia racial de los antiguos conocimientos. Para que el hombre sea nuevamente libre, fuerte e independiente, es necesario devolver a cada uno de los hombres sus antiguos conocimientos y sus antiguas facultades.

Eso es cierto. ¿Qué intentáis hacer para lograrlo?

Iremos y se lo explicaremos. Nosotros tres estamos en el sistema educativo, y podemos hacernos oír: yo en la escuela médica de Western, Phil y Joan en el departamento de psicología. Con la educación que nos habéis dado podemos trastornar las ideas tradicionales en poco tiempo. Podremos iniciar un renacimiento en la educación que preparará el camino para que todos puedan recibir la sabiduría que vosotros, nuestros mayores, podéis ofrecerles.

–¿Y creéis que eso será tan sencillo?

¿Y por qué no? Oh, no esperamos que sea sencillo. Sabemos que nos daremos de cabeza con algunas de las ideas falsas más queridas de todos, pero podremos utilizar ese mismo hecho en favor nuestro. Será espectacular, y podremos conseguir una publicidad que demostrará que tenemos razón, y que llamará la atención sobre nuestro trabajo. Por ejemplo: supongamos que practicamos públicamente la levitación, y demostramos delante de miles de personas que la mente humana puede hacer las cosas de las cuales sabemos que es capaz. Supongamos que decimos que cualquiera que aprenda en primer término la técnica de la telepatía puede hacer tales cosas. Pues en uno o dos años se podría enseñar telepatía a toda la nación, la cual estaría entonces preparada para la lectura de los testimonios, con todo lo que eso implica.

La mente de Howe permaneció silenciosa durante varios minutos. Los tres amigos se agitaron inquietos bajo su mirada pensativa y sobria. Y finalmente dijo:

Si fuese tan sencillo, ¿no lo hubiésemos hecho ya?

Fueron ahora aquellos tres los que permanecieron silenciosos. Howe continuó amablemente:

Hablad, hijos míos. No temáis. Expresad libremente vuestros pensamientos. No nos ofenderéis.

El pensamiento que Coburn envió en respuesta era vacilante.

Es algo difícil… Muchos de vosotros sois viejos, y sabemos que todos sois sabios. Pero a nosotros nos parece, jóvenes que somos, que habéis esperado demasiado para actuar. Creemos…, creemos que habéis dejado que vuestro afán por comprender minase vuestra voluntad de actuar. Según nuestro punto de vista, habéis esperado año tras año, perfeccionando una organización que nunca será perfecta, mientras la tempestad que trastorna al mundo va ganando intensidad.

Los mayores meditaron antes de que Ephraim Howe contestase:

Quizá tengáis razón, queridos hijos, pero a nosotros no nos lo parece. No hemos intentado poner el conocimiento antiguo en manos de todos los hombres porque pocos están preparadas para ello. No estará más seguro en unas mentes infantiles de lo que estarían unas cerillas en manos de niños.

No obstante…, quizá tengáis razón. Mark Twain así lo creyó, y recibió permiso para explicar todo lo que había aprendido. Así lo hizo, escribiendo en forma tal que cualquiera preparado para el conocimiento pudiese comprenderlo; pero nadie comprendió. Desesperado, explicó con precisión la manera de adquirir el poder telepático, pero a pesar de ello siguieron sin tomarle en serio. Cuanto más en serio hablaba, tanto más se reían de él sus lectores. Murió amargado.

No quisiéramos que os figuraseis que no hemos hecho nada. Esta república, que tanta excepcional importancia da a la libertad personal y a la dignidad humana, no hubiese sobrevivido tanto tiempo si no hubiésemos ayudado en algo. Nosotros escogimos a Lincoln, y Oliver Wendell Holmes fue uno de los nuestros. Walt Witman era un amado hermano nuestro. Hemos ayudado de mil maneras diferentes, cuando ha sido necesario, para evitar una recaída hacia la esclavitud y la oscuridad.

El pensamiento hizo una pausa y prosiguió:

Sin embargo, cada uno debe de obrar tal como lo juzga mejor. ¿Es aún vuestra decisión la misma?

Ben respondió en voz alta y firme:

–Sí; lo es.

¡Pues sea! ¿Recordáis la historia de Salem?

¿Salem? ¿Dónde se celebraron los procesos de brujería? ¿Es que nos advertís de que podemos ser perseguidos por brujos?

No. Hoy en día no hay leyes contra la hechicería, evidentemente. Más valdría que las hubiese. No tenemos el monopolio del poder del conocimiento; no esperéis una victoria fácil. Guardaros de aquellos que poseen parte de los antiguos conocimientos y los utilizan con fines perversos: brujos, hechiceros de magia negra…

La conferencia terminó, y la coordinación se relajó; Ephraim les dio la mano solemnemente y se despidió de ellos.

–Os envidio, muchachos -dijo-, yendo así a meteros con todo el sistema educativo. Ya tendréis trabajo para rato. ¿Recordáis lo que dijo Mark Twain? "Dios hizo un idiota para probar su mano y luego hizo la junta directiva de una escuela". De todos modos me gustaría ir con vosotros.

–¿Y por qué no viene, señor?

–¿Cómo? No; no serviría. La verdad es que no creo en vuestro plan. Por ejemplo: durante los años que pasé vendiendo ferretería en el Estado del Maine, tuve con frecuencia la tentación de enseñar a la gente mejores maneras de hacer las cosas. Pero no lo hice; la gente está tan acostumbrada a cuchillos para pelar patatas y a neveras para helados, que no te darán ni las gracias si les enseñas cómo pueden pasarse sin ellos, con sólo el poder de la mente. Por lo menos, no de una vez. Te echarían de la reunión, y hasta es probable que te linchasen.

»Pero de todos modos, mantendré un ojo sobre vosotros.

Joan se acercó a él y le dio un beso de adiós. Y luego se fueron.


Capítulo X


LA BOCA DEL LEÓN


Phil escogió su mayor clase para hacer la demostración que debía hacer que los periódicos se interesasen en ellos.


Habían tenido la precaución de regresar a Los Angeles y de comenzar el semestre de otoño antes de haber dado motivo alguno para que nadie sospechase que poseían facultades fuera de lo corriente. Habían hecho prometer a Joan que no levitaría, que no haría bromas que incluyesen el control de objetos inanimados, y que no asustaría a ningún extraño con habilidades de esa clase. Joan había aceptado el compromiso tan sumisamente que Coburn decía que estaba preocupado.

–No es normal -objetaba-. No es posible que haya crecido tan de prisa. A ver, déjame ver tu lengua, querida.

–¡Bah! – respondió Joan, sacando la lengua de manera poco respetuosa-. Master Ling dijo que yo había adelantado a lo largo del Camino más que ninguno de vosotros dos.

–Aquel chino es algo raro.

–Seguramente lo decía para animarte a crecer. En serio, Phil, ¿no sería mejor hipnotizarla profundamente y enviarla de nuevo a la montaña para diagnóstico y reajuste?

–¡Ben Coburn, si te acercas a mí te saco un ojo!


Phil preparó cuidadosamente la demostración clave. Sus clases eran tan inocuas que el jefe del departamento pudiera haber entrado de improviso sin encontrar nada que reprender, ni en qué meterse. Pero el esfuerzo de conjunto era para preparar emocionalmente a los estudiantes para lo que vendría después. Y las instrucciones que daba para las lecturas complementarias tendían a aumentar sus probabilidades de éxito.

–La hipnosis es un tema apenas comprendido -comenzó a decir en el día que había elegido-, y antiguamente se la clasificaba junto a la brujería, la magia y demás, es decir, como una estúpida superstición. Pero hoy es del dominio público y puede ser fácilmente demostrada. Por lo tanto, incluso los psicólogos más conservadores tienen que reconocer su existencia y tratar de observar sus características. – Y continuó así, profiriendo sedantes y vulgaridades, mientras medía la actitud emotiva de su clase.

Cuando creyó que estaban ya preparados para aceptar sin sorpresa los fenómenos ordinarios de la hipnosis, llamó a Joan, quien estaba presente con tal objeto, al frente del aula. La muchacha entró fácilmente en un estado de ligera hipnosis. Ejecutaron con rapidez los escasos fenómenos hipnóticos -catalepsia, compulsión, sugestión posthipnótica- mientras hablaba incesantemente sobre la relación entre las mentes del operador y del sujeto, la posibilidad de control telepático directo, los experimentos de Rhine y otras cuestiones semejantes, ortodoxas en si mismas, pero próximas a la frontera del pensamiento heterodoxo.

Entonces ofreció alcanzar telepáticamente la mente del sujeto.

Invitó a todos los estudiantes a que escribiesen algo en un trozo de papel. Un comité voluntario recogió los papeles y se los fue dando a Huxley de uno en uno. Realizó solemnemente la farsa de irlos mirando de uno en uno, mientras Joan los iba leyendo a medida que los ojos de Huxley se fijaban en cada uno de ellos. La muchacha vaciló convincentemente una o dos veces.

¡Bien hecho, muchacha! ¡Gracias, amiga! ¿No podrías alegrarlo un poco? Nada de tus ideas luminosas. Sigue como hasta ahora. Les estás convenciendo.

Así, por etapas fáciles, les llevó a la convicción de que la mente y la voluntad pueden ejercer sobre el cuerpo un dominio mucho más completo de lo que generalmente se supone. Habló, como de paso, de las historias de santones hindúes que pueden elevarse en el aire e incluso trasladarse de un lugar a otro.

–Tenemos una oportunidad excepcional de comprobar prácticamente tales historias -les dijo-. El sujeto cree ciegamente cualquier afirmación que haga el operador. Diré a miss Freeman que tiene que ejercitar su voluntad y elevarse sobre el suelo. Es completamente cierto que ella creerá que puede hacerlo. Su voluntad estará en condiciones óptimas para ejecutar la orden, si es que es posible hacerlo. ¡Miss Freeman!

–Sí, Mr. Huxley.

–Ejercite su voluntad. ¡Elévese en el aire!

Joan se eleva unos dos metros en el aire, hasta que su cabeza casi tocó el elevado techo.

¿Qué tal, amigo?

Estupendo; los estás asombrando. ¡Mira cómo te contemplan!

En aquel momento Brinkley irrumpió en la habitación, con furia en los ojos.


–¡Mr. Huxley, ha faltado usted a la palabra que me había dado y ha deshonrado esta universidad! – Eso ocurría unos diez minutos después del fiasco con que había terminado la exhibición. Huxley se enfrentaba con el presidente en la oficina particular de éste.

–No le prometí a usted nada. Y no he deshonrado la universidad -respondió Phil con tranquila testarudez.

–Se ha dedicado usted a trucos de magia barata para desprestigiar su departamento.

–De modo que soy un truquista, ¿verdad? Viejo fósil… ¡explícame esto! – Huxley levitó hasta alzarse un metro sobre la alfombra.

–¿Que explique qué? – Ante el asombro de Huxley, Brinkley parecía no darse cuenta de que ocurría algo anormal. Continuó mirando al punto donde había estado la cabeza de Phil, y su actitud no revelaba sino una ligera contrariedad ante la aparentemente absurda observación de Huxley.

¿Era posible que aquel viejo idiota pudiese engañarse tanto a sí mismo que fuese incapaz de observar cualquier cosa contraria a sus ideas preconcebidas, incluso cuando ocurrían bajo sus propios ojos? Phil tanteó con su mente, e intentó ver lo que ocurría dentro de la cabeza de Brinkley. Se llevó una de las mayores sorpresas de su vida. Esperaba encontrar allí los casi descompuestos procesos mentales de una senilidad próxima, pero encontró… frío cálculo, capacidad penetrante, engarzados en una matriz de una perversión tal que le causó náuseas.

Fue solamente una ojeada, pues pronto se sintió expulsado de un tirón que atontó su cerebro. Brinkley había descubierto el acto de espionaje y había levantado sus defensas, las fuertes defensas de una mente disciplinada.

Phil descendió al suelo y salió de la habitación, sin decir ni una sola palabra, ni volver la cabeza.


De "El Estudiante de Western", del 3 de octubre:


PROFESOR DE PSICOLOGÍA

EXPULSADO POR FRAUDE

…los relatos de los estudiantes varían, pero todos están de acuerdo en que había sido un hermoso espectáculo. El defensa "Buzz" Arnold manifestó a nuestro reportero: "Sentí mucho lo ocurrido. El Profesor Huxley es un tipo simpático, y su número estuvo muy bien organizado, con una tramoya excelente. Claro está que se veía como lo hacía; era el mismo truco que utilizó el Gran Arturo en el Orpheum durante la pasada primavera. Pero me hago cargo del punto de vista del doctor Brinkley: no se pueden permitir tonterías en un centro de enseñanza serio."


El Presidente Brinkley hizo la siguiente manifestación oficial al "Estudiante": "Con gran pesar debo comunicar el término de la asociación de Mr. Huxley con esta institución, en bien de la universidad. Se había advertido repetidas veces a Mr. Huxley del camino peligroso que seguía. Se trata de un joven de considerable capacidad. Esperemos que esta experiencia le sirva de lección en cualquier línea de actividad que…".


Coburn devolvió el periódico a Huxley.

–¿Sabes lo que me ha ocurrido a mi? – preguntó.

–¿Algo nuevo?

–Invitado a dimitir… Sin publicidad; solamente una insinuación cortés. Mis pacientes se ponían buenos demasiado rápidamente. Había abandonado la cirugía, ¿sabes?

–¡Qué asco! – Eso lo dijo Joan.

–Pues bien -dijo Ben reflexivamente-. No culpo al director médico; Brinkley le forzó la mano. Me temo que menospreciamos al viejo tunante.

–¡Sin duda! Ben es tan capaz como cualquiera de nosotros, y en cuanto a sus razones… cuando pienso en ellas me sofoco.

–¡Y yo que pensaba que era una rata inofensiva! – dijo lamentándose Joan-. La primavera pasada debimos haberle echado a los pozos de alquitrán. Ya os lo dije. ¿Y qué hacemos ahora?

–Proseguir. – La respuesta de Phil era enérgica-. Utilizaremos la situación en ventaja nuestra; tenemos publicidad, y la usaremos.

–¿Qué idea tienes?

–Otra vez la levitación. Es lo más espectacular que tenemos para las masas. Llama a los diarios y diles que demostraremos públicamente la levitación mañana a mediodía en la Plaza Pershing.

–¿Y no crees que los diarios se echen atrás ante una cosa tan sospechosa?

–Es probable; pero he ahí mi plan: haremos que todo parezca absurdo, y les daremos motivos para que puedan escribir algo divertido. Podrán ocuparse de ello como si fuese algo sensacional, en lugar de ser una noticia seria. Estamos en guerra, Joan. No es posible hacer lo que uno desearía; cuanto más descabellado, mejor. En marcha, amigos. Llamaré al Servicio de Información. Ben, entre tú y Joan, repartiros los periódicos.

Los reporteros se mostraron evidentemente interesados. Les interesaba que Joan fuese de buen ver, les divertía la corbata chillona de Phil y sus jactancias, y les impresionaba seriamente su gusto por el whisky. Comenzaron a hacer caso a Coburn cuando éste les sirvió de beber sin preocuparse por tocar la botella.

Pero cuando Joan flotó alrededor de la habitación, y Phil montó por el techo una bicicleta inexistente, se alarmaron.

–Francamente, doctor -dijo uno de ellos-, tenemos que ganarnos la vida, y no pretenderá usted que le contemos al editor de la ciudad cosas como éstas. La verdad; ¿es el whisky o, sencillamente, hipnotismo?

–Llámenlo lo que quieran, señores. Pero no dejen de decir que lo volveremos a hacer en la Plaza de Pershing mañana a mediodía.

La diatriba de Phil en contra de Brinkley resultó poco interesante después de la demostración, pero los reporteros tuvieron la cortesía de tomar nota de ella.


Joan se acostó aquella noche con una sensación vaga de depresión. La excitación de entretener a los muchachos de los periódicos se había desvanecido. Ben había propuesto cenar e ir a bailar para celebrar su última noche de vida privada, pero no había sido un éxito. Para empezar, cuando descendían por una curva cerrada de la carretera de Beachwood se les había reventado un neumático, y el sedán gris de Phil había dado varías vueltas de campana. Hubiesen quedado todos gravemente heridos, de no haber sido por el control automático que poseían de sus cuerpos.

Cuando Phil examinó lo que quedaba del sedán, la causa del accidente le dejó perplejo.

–Aquellos neumáticos estaban perfectamente bien -aseguró-. Los había examinado a fondo por la mañana. – Pero insistió en continuar con su noche de asueto.

El espectáculo les pareció aburrido, y los chistes, burdos y groseros, después del humorismo ligero y sensitivo que habían aprendido a apreciar durante su asociación con Master Ling. Las muchachas del coro eran jóvenes y bonitas, y Joan había disfrutado observándolas hasta que cometió el error de sondar sus mentes. La falta de consistencia que encontró en sus espíritus vacuos e insensitivos, cooperó a su malestar.

Se alegró cuando terminó el espectáculo y Ben la invitó a bailar. Los dos hombres eran buenos bailarines, especialmente Coburn, y se encajó en sus brazos con satisfacción. Pero su placer duró poco, pues una pareja borracha chocó repetidas veces con ellos. El hombre era pendenciero, y la mujer ligeramente vitriólica. Joan pidió a sus compañeros que la llevasen a su casa.

Todas esas cosas le preocupaban mientras se preparaba para acostarse. Joan, que nunca en su vida había conocido un temor agudo, ahora temía solamente una cosa: las emociones corrosivas y sucias de los pobres de espíritu. La malicia, envidia y odio, los sinuosos insultos de mentes despreciables; esas cosas la herían, por su sola presencia, incluso cuando no era ella el objeto directo de su ataque. No era aún lo suficientemente madura para haber adquirido una armadura de indiferencia frente a las opiniones de mentes mezquinas.

Después de un verano en compañía de hombres de buena voluntad, el incidente con la pareja de borrachos la desalentaba. Se sentía ensuciada por su contacto. Y lo que era peor aún, se sentía una extraña, una extranjera en país desconocido.

Se despertó durante la noche con una sensación de soledad exacerbada de una manera abrumadora. Percibía intensamente los tres millones y pico de seres que había a su alrededor, pero toda la ciudad parecía estar llena solamente de entidades malignas, celosas de ella, ansiosas de arrastrarla a su propia condición innoble. Ese ataque contra su espíritu, ese intento de despojar la santidad de su ser interior, adquirió una naturaleza casi corpórea. Le pareció que estaba mordiendo los bordes de su mente, sofocando sus defensas. Aterrada, llamó a Ben y a Phil; no hubo respuesta, pues su mente no pudo encontrarlos.

Aquella cosa repugnante que la amenazaba se daba cuenta de su fracaso; la muchacha sentía que se mofaba de ella. Llena de pánico, llamó al Superior.

Tampoco recibió respuesta. Pero esta vez, aquella cosa habló:

–Ese camino también está cerrado.

Cuando ya la histeria se apoderaba de ella, cuando se derrumbaban sus últimas defensas, cayó en los brazos de un espíritu más fuerte, cuya bondad tranquila e imperturbable la protegió de la cosa perversa que la acechaba.

–¡Ling! – exclamó-. ¡Master Ling! – y sollozó desgarradoramente.

Sintió el humor manso y tranquilizador de su sonrisa, mientras que los dedos mentales de Ling sondaban y apaciguaban las tensiones de su terror. Y se durmió.

La mente de Ling permaneció con ella toda la noche, y habló con ella hasta que se despertó.


Ben y Phil escucharon preocupados la relación que la muchacha hizo de la noche anterior.

–Eso es decisivo -dijo Phil-. Hemos sido demasiado descuidados. Desde ahora en adelante y hasta que hayamos terminado con ese asunto, permaneceremos coordinados de día y de noche, despiertos o dormidos. A decir verdad, también yo lo pasé bastante mal la noche última, si bien no es nada de lo que le ocurrió a Joan.

–También yo, Phil. ¿A ti qué te ocurrió?

–Pues no mucho, solamente una serie de pesadillas durante las cuales perdía confianza en mi capacidad de hacer ninguna de las cosas que aprendimos en Shasta. ¿Y tú?

–Aproximadamente lo mismo, pero con variaciones. Estuve operando toda la noche, y todos mis enfermos morían sobre la mesa de operaciones. No fue muy agradable, pero ocurrió otra cosa que no fue un sueño. Ya sabéis que todavía uso una antigua navaja de afeitar; pues mientras me afeitaba, sin preocuparme, saltó de mi mano y me dio un corte en el cuello, ¿Veis? No se ha curado del todo aún. – Y señaló una delgada línea roja que corría en diagonal a lo largo del lado derecho de su cuello.

–¡Pero, Ben! – chilló Joan-. ¡Podías haberte matado!

–Eso es lo que pensé -confirmó secamente Ben.

–Sabéis, muchachos -dijo Phil hablando despacio-, esas cosas no son puramente accidentales…

–¡Abrid los de ahí dentro! – Esa orden procedía del otro lado de la puerta. Sus sentidos de percepción directa, unidos en una sola mente, atravesaron el macizo roble y examinaron al que hablaba. El hecho de ir de paisano no ocultaba la profesión del grueso individuo que allí esperaba, incluso si no hubiesen podido ver el emblema dorado sobre su chaleco. Otro hombre, más pequeño, pero igualmente oficioso, esperaba junto al primero.

Ben abrió la puerta y preguntó amablemente:

–¿Qué desea?

El hombre más grueso intentó entrar, pero Coburn no se movió.

–Le he preguntado qué deseaba.

–Tipo listo, ¿verdad? Soy de la policía. ¿Es usted Huxley?

–No.

–¿Coburn? – Ben asintió con la cabeza.

–Me servirá lo mismo. ¿Es ése Huxley, detrás de usted? ¿Es que ninguno de ustedes dos pasa nunca la noche en casa? ¿Han estado aquí toda la noche?

–No -dijo secamente Coburn- y además eso no le importa.

–Eso soy yo quien lo tiene que decidir. Quiero hablar con ustedes dos. ¿Qué hay de eso que estaban ustedes explicando a los muchachos?

–Si viene a la Plaza Pershing hoy al mediodía lo sabrá.

–Lo que es hoy no haréis nada en la Plaza Pershing, amigos.

–¿Por qué no?

–Son órdenes de la Comisión de Parques.

–¿Con qué autoridad?

–¿Cómo?

–¿En virtud de qué ley o disposición, se niega a unos ciudadanos pacíficos el derecho de utilizar una plaza pública? ¿Quién es ése que va con usted?

El hombre más pequeño se identificó.

–Me llamo Ferguson, de la oficina D.A. Busco a su compañero Huxley en virtud de una denuncia por libelo criminal. Y necesito a ustedes dos como testigos.

La mirada de Ben se hizo aún más fría, si es que tal cosa era posible.

–¿Es que alguno de ustedes dos -preguntó en tono suavemente despectivo- tiene una orden de arresto?

Se miraron el uno al otro sin responder. Ben prosiguió:

–En tal caso no vale la pena de que continuemos esta conversación, ¿verdad? – Y les cerró la puerta en las narices.

Se volvió a sus compañeros y sonrió.

–Pues bien, se nos están acercando. Veamos lo que dicen los diarios.

No encontraron más que una historia. No decía nada acerca de la exhibición que habían propuesto, pero referían que el doctor Brinkley había presentado una denuncia por libelo contra Phil.

–Que yo sepa, ésta es la primera vez que cuatro periódicos metropolitanos han rechazado una historia sustanciosa -comentó Ben-. ¿Qué vas a hacer sobre la denuncia de Brinkley?

–Nada -respondió Phil-, salvo quizá acusarle también yo a él por libelo. Si mantiene su acusación, será una buena oportunidad de demostrar nuestras afirmaciones ante el tribunal. Lo cual me hace recordar que no queremos que nos estropeen nuestros planes para hoy; aquellos sabuesos pueden volver en cualquier momento con órdenes de arresto. ¿Dónde nos escondemos?

A propuesta de Ben se pasaron la mañana escondidos en una biblioteca pública de la ciudad. A las doce menos cinco tomaron un taxi y se dirigieron a la Plaza Pershing.

Y descendieron del taxi para ir a caer en los brazos de seis robustos policías.


Bien, Phil, ¿cuánto tiempo tengo que aguantar esto?

Tranquilízate, muchacha. No te acalores.

No me acaloro, pero ¿por qué tenemos que continuar sujetos si podemos escaparnos en cualquier momento?

Precisamente por eso. Nunca nos han arrestado antes, así veremos lo que es.


Aquella noche se reunieron alrededor de la chimenea de casa de Joan. No habían tenido dificultad alguna en escapar, pero habían esperado hasta una hora en que la prisión estaba tranquila para demostrar que las paredes de piedra no constituyen prisión para personas que conocen el poder de la mente.

Ben era el que hablaba.

–Lo que digo es que ya tenemos datos suficientes para sacar conclusiones..

–¿Cuáles?

–Sácalas tú mismo.

–Bien. Volvimos de Shasta creyendo que todo lo que teníamos que superar era estupidez, ignorancia y una proporción normal de antagonismo y testarudez humanas. Pero ahora ya no nos engañamos. Cualquier intento de poner en manos de la masa lo esencial de los antiguos conocimientos se enfrenta con un esfuerzo decidido y organizado para impedirlo, y para destruir o anular a cualquiera que lo intente.

–Es peor aún -corrigió Ben-. He empleado nuestro descanso en chirona para echar un vistazo por la ciudad. Me preguntaba por qué el fiscal del distrito tenía tanto interés en nosotros, de modo que ojeé su mente. Averigüé quién era su amo, y miré la mente de éste. Lo que encontré allí me interesó tanto que tuve que desplazarme a la capital del Estado y ver quién era el que movía la tramoya desde allí. Eso me llevó de nuevo a la calle Spring, y al distrito financiero. Aunque parezca imposible, desde allí tuve que ir a mirar a algunos de los personajes más intangibles de la comunidad: hombres de club, jefes de la industria, y demás por el estilo. – Hizo una pausa.

–Bueno, ¿y qué? No me digas que todos son de los otros, o me pondré a llorar.

–No; y eso es lo más extraño de todo. Casi todos aquellos prohombres son seres inofensivos, gentes a las que uno quisiera tratar. Pero generalmente (no siempre, sino generalmente) esos seres inofensivos están dominados por alguien en quien tienen confianza, alguien que les ha ayudado a llegar adonde se encuentran, y esos dominadores no son seres inofensivos, por no decir otra cosa. No pude entrar en todas sus mentes, pero cuando me fue posible hacerlo encontré lo mismo que Phil halló en Brinkley: una percepción fríamente calculadora de que su poder reside en mantener al pueblo en la ignorancia.

Joan se estremeció.

–Bonito cuadro, Ben. Lo más adecuado como historia para antes de irse a la cama. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

–¿Tú qué sugieres?

–¿Yo? No he llegado a conclusión alguna. Quizá lo mejor sería tomar a esos tipos de uno en uno y desprestigiarlos…

–¿Y tú, Phil?

–No puedo ofrecer nada mejor. Pero tendremos que planear nuestra campaña con astucia.

–Pues bien, yo sí que tengo algo que proponer.

–Oigámoslo.

–Admitamos que nos hemos comprometido a más de lo que podemos hacer. Volvamos a Shasta y pidamos ayuda.

–¡Hombre, Ben! – La decepción de Joan se vio reflejada en la compungida cara de Phil. Pero Ben continuó tenazmente:

–Evidentemente, es molesto, pero el orgullo resulta demasiado caro, y el trabajo a realizar es demasiado…

Se detuvo cuando notó la expresión de Joan.

–¿Qué ocurre, muchacha?

–Tendremos que decidirnos pronto; ese coche que acaba de detenerse aquí delante es de la policía.

Ben se volvió hacia Phil.

–¿Qué tiene que ser: quedarnos y luchar, o ir en busca de refuerzos?

–¡Oh, tienes razón! Me di cuenta de ello desde que eché un vistazo a la mente de Brinkley, pero me molestaba admitirlo.

Salieron los tres juntos al patio, se dieron las manos y se lanzaron verticalmente hacia arriba.


Capítulo XI


LUZ EN LAS TINIEBLAS


–¡Bienvenidos al hogar! – Ephraim Howe les recibió cuando aterrizaron-. Me alegro de que hayáis vuelto. – Les condujo a sus habitaciones privadas-. Descansad, mientras atizo el fuego un poco. – Arrojó un trozo de leña de pino al fuego, acercó su vieja y sencilla mecedora hasta colocarse enfrente del fuego y de sus huéspedes, y se arrellanó-. Bueno, contádmelo todo. No; no estoy en conexión con los demás. Podréis hacer un informe completo al consejo cuando estéis preparados.


–La verdad, Mr. Howe, ¿es que no sabe usted ya todo lo que nos ha ocurrido? – Phil miró derechamente al Superior mientras decía aquellas palabras.

–No, de verdad. Os dejamos seguir vuestro camino, y solamente Ling mantuvo un ojo sobre vosotros para que no os hicieseis daño. No me ha informado.

–Muy bien, señor. – Uno tras otro le explicaros todo lo que les había ocurrido, y de vez en cuando le dejaron ver a través de sus mentes los acontecimientos en que habían tomado parte.

Cuando hubieron terminado, Howe les sonrió.

–De modo que habéis llegado a aceptar el punto de vista del consejo, ¿verdad?

–¡No, señor! – Fue Phil quien contestó-. Estamos ahora aún más convencidos que cuando nos fuimos de la necesidad de una acción positiva e inmediata, pero estamos asimismo convencidos de que no somos ni lo bastante fuertes ni lo bastante sabios para intentarla nosotros solos. Hemos venido en busca de ayuda, y para instar al consejo a que abandone su política de enseñar solamente a los que están preparados, y que en lugar de eso se dirija y enseñe a todas las mentes capaces de aceptar vuestras enseñanzas.

»La verdad es, señor, que nuestros antagonistas no esperan. Están activos todo el tiempo. Han ganado Asia, están pujantes en Europa, y quizá ganen aquí en América mientras esperamos que se presente una oportunidad.

–¿Podéis sugerir algún medio de atacar el problema?

–No, y es por eso que hemos vuelto. Cuando tratábamos de enseñar a los demás lo que sabíamos, nos lo impidieron.

–Esa es la dificultad -asintió Howe-. He sido muy de vuestra opinión durante muchos años, pero resulta difícil de llevar a cabo. Lo que podemos ofrecer no se puede publicar en un libro, ni retransmitirlo por la radio. Se tiene que comunicar directamente de una mente a otra, dondequiera que se encuentra una mente preparada para recibirlo.

Terminaron la discusión sin encontrar una solución, pero Howe les dijo que no se preocupasen.

–Proseguid -les dijo-, y pasad unas cuantas semanas en meditación y coordinación. Cuando tengáis una idea que parezca factible, traedla y reuniremos el consejo para considerarla.

–Pero, señor -protestó Joan en nombre del trío-. Verá…, habíamos confiado en el consejo de ustedes para preparar un plan. No sabemos por dónde empezar, o de lo contrario no hubiésemos regresado.

Howe movió la cabeza.

–Sois los hermanos más jóvenes, los más nuevos y los de menos experiencia. Esas son vuestras virtudes, y no vuestros defectos. El hecho de que no habéis pasado años de esta vida pensando en términos de siglos y de razas os da una ventaja. Un punto de vista demasiado amplio, demasiado filosófico, paraliza la voluntad. Quiero que vosotros tres lo consideréis solos.


Hicieron lo que Howe les había pedido. Lo discutieron durante semanas coordinados como una sola mente, lo remacharon en conversaciones habladas, y meditaron sus derivaciones. Exploraron la nación con sus mentes, y examinaron los espíritus humanos que se encontraban tras la acción política y social. Con ayuda de los archivos aprendieron las técnicas por medio de las cuales la fraternidad de adeptos había intercedido en el pasado, cuando había sido amenazada la libertad de pensamiento y de acción en América. Propusieron y rechazaron docenas de esquemas.

–Deberíamos dedicarnos a la política -dijo Phil a los otros dos-, tal como nuestros hermanos lo hicieron en el pasado. Si tuviésemos un Secretario de Educación reclutado entre los ancianos, podría fundar una academia nacional donde realmente prevaleciese la libertad de pensamiento, la cual podría ser la fuente desde donde se podría esparcir el antiguo conocimiento.

Joan hizo una objeción:

–¿Y si perdieses la elección?

–¿Cómo?

–Incluso con las facultades especiales que tienen los adeptos, sería un trabajo ímprobo encontrar delegados para una convención nacional que eligiese a nuestro candidato, luego hacer que resultase elegido frente a las máquinas políticas, grupos presionantes, periódicos, hijos favoritos, etcétera, etcétera, etcétera.

–Y recordad que la oposición puede jugar tan sucio como quiera, mientras que nosotros tenemos que jugar limpio, so pena de ir contra nuestros propios objetivos.

Ben asintió con la cabeza.

–Me temo que tiene razón, Phil; la tienes toda en una cosa; se trata de un problema de educación. – Y se detuvo a meditar, volviendo su propia mente sobre sí mismo.

Pronto volvió a hablar:

–Yo me pregunto si hemos atacado este asunto desde un ángulo acertado. Hemos estado pensando en reeducar adultos, cuyas costumbres son ya fijas. ¿Y los niños? No han cristalizado todavía; ¿no serían ellos más fáciles de enseñar?

Joan se alzó, y sus ojos le brillaban.

–¡Ben, acertaste!

Phil movió la cabeza obstinadamente.

–No. Me molesta echar jarros de agua fría, pero no hay manera de hacerlo. Los niños están constantemente bajo el cuidado de adultos, y no podríamos llegar hasta ellos. No os figuréis ni por un solo instante que podrías prescindir de las juntas de gobierno locales de las escuelas; son las pequeñas oligarquías más cerradas de todo el sistema político.


Estaban sentados en un grupo de pinos de las bajas laderas del Monte Shasta. Un pequeño grupo de figuras humanas apareció por debajo de ellos y comenzó a trepar hacia el punto donde los tres estaban sentados. Suspendieron la discusión hasta que el grupo pasó fuera del alcance del oído. El trío las contempló con un interés amistoso y despreocupado.

Eran todos ellos muchachos de unos diez a quince años de edad, salvo el guía, que llevaba sus dieciséis años con la seria dignidad apropiada a quien es responsable de la seguridad y el bienestar de otros más jóvenes. Iban vestidos con camisas y shorts de color caqui, sombreros de campaña, y pañolones en los que había bordada una conífera y la insignia PATRULLA ALPINA, TROPA I. Todos llevaban una mochila y un bastón.

Cuando la procesión llegó junto a los adultos, el guía de la patrulla les saludó con la mano, y las insignias de mérito de su manga brillaron a la luz del sol. Los tres devolvieron el saludo y observaron cómo desaparecían de la vista por lo alto de la ladera.

Phil los contempló con distraída mirada.

–Aquellos eran días dorados -dijo-. Casi les envidio.

–¿Fuiste tú uno de ellos? – preguntó Ben, contemplando a los muchachos-. Recuerdo lo orgulloso que estuve el día que obtuve mi insignia de mérito por los primeros auxilios.

–Nacido para médico, ¿no, Ben? – comentó Joan, aprobando, y con mirada maternal-. Yo no… ¡pero, oye!

–¿Qué ocurre?

–¡Phil! ¡He ahí la respuesta! He ahí cómo llegar a los niños a pesar de los padres y de las juntas de gobierno de las escuelas.

Joan estableció contacto telepático, derramando con excitación sus ideas en las mentes de los otros dos. Se pusieron en coordinación y discutieron los detalles. Al cabo de un rato Ben afirmó con la cabeza y dijo en voz alta.

–Quizá fuese posible -dijo-. Volvamos y hablémoslo con Ephraim.


–Senador Moulton, esos son los jóvenes de quien le hablaba. – Casi con respetuoso temor, Joan contempló las facciones del pequeño anciano de cabellos blancos, cuyo nombre se había convertido en un sinónimo de integridad. Sintió el mismo impulso que le inspiraba Master Ling de juntar sus manos sobre el centro de su cuerpo y de inclinarse. Y observó que Ben y Phil apenas podían reprimir mostrarse torpes y retozones.

Ephraim Howe prosiguió:

–He estudiado su proyecto, y lo considero practicable. Si usted también lo considera así, el Consejo lo llevará adelante. Pero en gran parte depende de usted.

El senador los contempló con aquella sonrisa que había ablandado los corazones de dos generaciones de duros políticos.

–Explicádmelo bien -les rogó.

Así lo hicieron, cómo habían probado y fracasado en la Universidad de Western, cómo se habían exprimido sus cerebros durante un tiempo, y cómo unos muchachos excursionistas les había inspirado.

–Verá, senador; si pudiésemos hacer subir allá arriba un grupo suficiente de muchachos de una vez, de muchachos lo suficientemente jóvenes para no haber sido corrompidos por el medio ambiente, y educados ya, como esos muchachos lo están, en los ideales de los antiguos (dignidad humana, ayuda mutua, confianza en sí mismos, todas esas cosas que se incluyen en su código); si pudiésemos hacer llegar allá arriba unos cinco mil muchachos de ésos, podríamos enseñarles telepatía, y como comunicar la telepatía a otros.

»Una vez hubiesen sido enseñados, y hubiesen regresado a sus hogares, cada uno de ellos sería un centro de difusión del conocimiento. Los antagonistas no podrían nunca detenerlo; sería demasiado extenso, epidémico. Al cabo de pocos años todos los niños del país serían telépatas, e incluso enseñarían a sus mayores (por lo menos aquellos que no se hubiesen endurecido lo demasiado para aprender).

»¡Y una vez que un ser humano es telépata, podemos dirigirle por el camino de la antigua sabiduría!

Moulton asentía con la cabeza y hablaba consigo mismo.

–Sí, sí, es cierto. Es posible hacerlo. Afortunadamente Shasta es un Parque Nacional. Veamos, ¿quién está en aquel comité? Se necesitaría una resolución conjunta y una pequeña asignación. Ephraim, amigo mío, mucho me temo que tendré que usar un poco de astucia para lograrlo; ¿me perdonará?

Howe sonrió con amplitud.

–Oh, lo digo en serio -prosiguió Moulton-. Las gentes son tan cínicas, tan duras, cuando se trata de conveniencia política (incluso alguno de nuestros hermanos). Veamos, creo que se tardarán unos años antes de poder establecer el primer campamento…

–¿Tanto tiempo? – Joan se sentía decepcionada.

–Oh, sí, querida. Habrá que presentar dos leyes al Congreso, y maniobrar mucho para hacerlas aprobar frente a un calendario legislativo completo. Habrá que llegar a un acuerdo con los ferrocarriles y las compañías de autobuses para que concedan a los muchachos precios especiales que les permitan acudir. Tenemos que comenzar una campaña publicitaria para hacer popular la idea. Luego tiene que haber tiempo suficiente para que tantos de nuestros hermanos como sea posible entren en la administración del movimiento a fin de que entre los jefes del campamento se encuentren muchos de nuestros adeptos. Afortunadamente soy sindico nacional de la organización. Sí, creo que podré conseguirlo en un par de años.

–¡Dios santo! – protestó Phil-. ¿No sería más práctico teleportarlos aquí, enseñarles, y teleportarlos de vuelta?

–No sabes lo que dices, hijo mío. ¿Podemos abolir la fuerza, utilizándola? Todos los pasos deben ser voluntarios, realizados por la razón y la persuasión. Cada ser humano debe liberarse a sí mismo no es posible forzarle a la libertad. Y además, ¿es que dos años son mucho tiempo para realizar un trabajo que ha estado esperando desde el Diluvio?

–Lo siento, señor.

–No lo sientas. Es vuestra impaciencia juvenil lo que ha hecho que sea posible realizar ese trabajo.


Capítulo XII


"CONOCERÉIS LA VERDAD…"


El campamento se levantó sobre las bajas laderas del Monte Shasta, cerca de McCloud. Cuando las últimas nieves primaverales se escondían todavía por las hondonadas y al norte de las vertientes, los camiones de la Intendencia del Ejército de Estados Unidos treparon pesadamente por una carretera construida el otoño precedente por los ingenieros del ejército. Tiendas piramidales se alzaron en hileras al fondo de un valle suavemente ondulado. Aparecieron cocinas, una enfermería y el edificio de un cuartel general. El campamento Mark Twain pasó de ser un proyecto a ser una realidad.


El senador Moulton, trocada la toga por los calzones, polainas, camisa caqui, y un sombrero con la inscripción Director del Campamento, se movía alrededor del campo, animando, decidiendo en nombre de los jefes de paja, y rebuscando, rebuscando las mentes de todos los que se acercaban al campamento con cualquier objeto. ¿Había alguien sospechoso? ¿Se había introducido alguien que estuviese asociado con adeptos parciales que se oponían al verdadero objetivo del campamento? Era demasiado tarde para permitir que algo fallase ahora; demasiado tarde, y lo que se jugaba era demasiado.

En el oeste medio, en el lejano sur, en la ciudad de Nueva York y en Nueva Inglaterra, en las montañas y en la costa, había muchachos que hacían sus maletas, compraban billetes especiales de ida y vuelta a Shasta, y hablaban de ello con sus envidiosos coetáneos.

Y por todo el país los antagonistas de la libertad y de la dignidad humanas, los estraperlistas, los políticos venales, los que se lucran con falsas religiones, los explotadores del obrero, los pequeños caciques, y todos los personajes principales entre los que trafican con la miseria y la opresión humanas, y que eran al mismo tiempo adeptos a las artes de la mente, y se daban bien cuenta del peligro del conocimiento libre, toda esa purria innoble se agitaba inquieta y se preguntaba qué era lo que estaba ocurriendo. Moulton nunca había estado asociado con nada que no fuese desastroso para ellos; el Monte Shasta era el único lugar que nunca habían podido tocar, y odiaban hasta su nombre. Recordaban antiguas historias, y se estremecían.

Se estremecían pero actuaban.

Autobuses transcontinentales cargados con los muchachos elegidos, ¿podrían corromper al conductor? ¿Podrían apoderarse de su mente? ¿Podrían estropear los neumáticos o el motor? Los jóvenes ocupaban trenes enteros, ¿sería posible cambiar una aguja? ¿Podría ensuciarse el agua potable?

Pero otros vigilaban. Un tren lleno de muchachos se desplazaba hacia el oeste; dentro de él, o volando sobre él, viajaba por lo menos un adepto, que exploraba el territorio circundante por medio de su percepción directa, y que comprobaba las intenciones de todas las mentes en varios kilómetros a la redonda del punto donde se encontraban, y cuyo solo deber era asegurarse de que aquellos muchachos llegasen sanos y salvos a Shasta.

Probablemente algunos de los muchachos no hubiesen llegado nunca, de no haber sido que los oponentes de la libertad humana fueron cogidos por sorpresa, dubitativos y desorganizados. Pues el vicio tiene este defecto: no puede ser verdaderamente inteligente. Sus motivos mismos son su debilidad. Los intentos que realizaron para evitar que los muchachos llegasen a Shasta fueron escasos y abortaron. Por aquella vez los adeptos habían tomado la ofensiva, y sus movimientos eran más rápidos y estaban concebidos más racionalmente que los de sus antagonistas.

Una vez llegados al campamento, una pantalla tupida rodeaba todo el Parque Nacional del Monte Shasta. El superior había designado adeptos para que patrullasen de noche y de día, vigilando con todos sus sentidos la presencia de espíritus mezquinos o malignos. El campamento mismo fue depurado. Dos consejeros y unos veinte muchachos fueron enviados de regreso a sus hogares cuando su examen reveló que se trataba de almas dañadas. A los muchachos no se les informó de su deformidad, sino que se les dieron excusas plausibles por la necesaria acción.

Superficialmente el campamento se parecía a cualquier otro semejante. Los cursos de carpintería eran los mismos. Los tribunales de honor se reunían como de costumbre para examinar a los candidatos. Había los cánticos de costumbre, por la noche, alrededor del fuego, y los mismos ejercicios gimnásticos por la mañana antes del desayuno. La mayor seriedad del juramento y de las leyes de la organización, apenas si eran perceptibles.

Durante el transcurso de la temporada cada uno de los muchachos realizó por lo menos una excursión nocturna. Se les enviaba por la mañana en grupos de veinte o treinta y en compañía de un consejero. No resultaba evidente que todos los consejeros que dirigían tales excursiones eran adeptos, pero así sucedía en la práctica. Cada muchacho llevaba su manta, su mochila con raciones, su cantimplora, su cuchillo, hacha y brújula.

Phil salió con uno de esos grupos una mañana de las de la primera semana del campamento. Se dirigió hacia el este de la montaña para mantenerse alejado de las rutas acostumbradas de los turistas. Aquella noche acamparon a la orilla de un torrente alimentado por los glaciares, cuyo sonido resonaba en sus oídos mientras cenaban.

Después de cenar se sentaron alrededor del fuego. Phil les narró historias de los santones del este, y de las facultades que se les atribuían, así como de San Francisco y los pájaros. Estaba en medio de una de esas historias, cuando apareció una figura en el círculo de luz.

O, mejor dicho, varias figuras. Vieron a un anciano, vestido como pudo haberlo ido David Crockett, y a sus costados dos animales; a la izquierda un león montañés que ronroneó al ver el fuego, y a la derecha un cervatillo cuyos pardos ojos contemplaban tranquilamente los de los muchachos.

Al principio algunos de los muchachos se asustaron, pero Phil les dijo tranquilamente que ensanchasen el círculo e hiciesen sitio para los recién llegados. Permanecieron sentados en silencio durante un rato mientras los muchachos se iban acostumbrando a los animales. Finalmente, uno de los chicos comenzó a acariciar tímidamente al enorme gato, el cual respondió girando sobre si mismo y presentándole su suave barriga. El muchacho alzó la vista y preguntó al anciano:

–¿Cómo se llama, señor…?

–Ephraim. Se llama Libertad.

–¡Pues sí es muy manso! ¿Cómo se las ha arreglado para amansarlo tanto?

–Lee mis pensamientos y tiene confianza en mí. Casi todas las cosas son amistosas cuando le conocen a uno, y lo mismo la mayoría de las personas.

El muchacho lo pensó un momento.

–¿Y cómo puede leer sus pensamientos?

–Es sencillo. Tú también puedes leer los suyos. ¿Te gustaría aprender a hacerlo?

–¡Vaya!

–Pues mírame a los ojos un instante. ¡Ya está! Ahora mira a los suyos.

–Pues… pues… ¡de verdad que parece que sí puedo!

Naturalmente que puedes. Y también leer los míos. ¿Has notado que no te estoy hablando en voz alta?

Es cierto. Estoy leyendo sus pensamientos.

Y yo estoy leyendo los tuyos. Fácil, ¿verdad?

Con la ayuda de Phil, Howe consiguió que, al cabo de una hora, estuviesen todos hablando entre sí por transmisión de pensamiento. Luego, y para calmarles les contó historias durante otra hora, historias que formaban parte importante de su programa. Ayudó a Phil a hacer dormir a los muchachos, y se fue seguido de sus animales.

A la mañana siguiente Phil se enfrentó con un joven escéptico.

–Dígame, ¿es que fue un sueño todo aquello del viejo, el puma y el cervatillo?

¿Tú crees?

¡Lo está usted haciendo ahora!

–Sin duda. Y tú también. Y ahora ve y díselo a los demás muchachos.

Antes de que llegasen de regreso al campamento, les aconsejó que no hablasen de ello a ninguno de los chicos que todavía no habían realizado la excursión nocturna, pero que probasen su nueva facultad ensayando con cualquier otro muchacho que ya la hubiese realizado.

Todo marchó bien hasta que uno de los muchachos hubo de regresar a su casa en respuesta a un mensaje de que su padre estaba enfermo. Los ancianos no borraron de su mente sus nuevos conocimientos, sino que le siguieron la pista cuidadosamente. Al cabo de un tiempo habló, y la noticia llegó casi inmediatamente a oídos de los antagonistas. Howe ordenó que se redoblasen las precauciones de la patrulla telepática.

La patrulla consiguió mantener alejadas a las personas indeseables, pero no podía impedir que algo entrase. Una noche estalló un fuego por el lado del viento del campamento. Como ningún ser humano se había acercado a aquel lugar, era evidente que había sido provocado por medio de la telecinética.

Pero lo que el dominio de la materia a distancia es capaz de hacer, también puede deshacer. Moulton apagó la llama con su voluntad, le negó el permiso de arder, hizo detener sus vibraciones.

Durante algún tiempo el enemigo pareció cesar en sus intentos de causar daños físicos a los muchachos. Pero no había abandonado la partida. Phil recibió una llamada frenética de uno de los chicos más jóvenes, pidiéndole fuese inmediatamente a su tienda de campaña; el jefe de su patrulla estaba muy enfermo. Phil encontró al muchacho en un ataque de histeria, y a los demás chicos que le estaban impidiendo que se dañase a sí mismo. Había intentado cortarse el cuello con su cuchillo de monte, y había perdido la cabeza cuando los otros le habían sujetado la mano.

Phil se hizo cargo rápidamente de la situación y llamó a Ben.

–Ben, ven en seguida; te necesito.

Ben fue en seguida, rasgando el aire, y entró volando en la tienda, a través de la puerta casi antes de que Phil hubiese tenido tiempo de echar al muchacho en su litera y de comenzar a forzarle a entrar en trance. Los asombrados compañeros del muchacho no tuvieron tiempo de decidir si el Dr. Ben había entrado volando, cuando ya se encontraba de pie en posición normal al lado de su consejero.

Ben estableció con éste una comunicación cerrada, dejando a los muchachos fuera del circuito.

¿Qué ocurre?

Se han metido con él… y casi lo han deshecho.

-¿Cómo?

Han influido su mente. Han intentado hacer que se suicidase. Pero he podido identificar la conexión. ¿Quién creerás que ha intentado asesinarle?

¡Brinkley!

-¡No!

Seguro. Sustitúyeme aquí; me voy en busca de Brinkley. Dile al Superior que vigile a todos los muchachos que han sido educados para ser sensibles a la telepatía. Tengo miedo de que consigan meterse con alguno de ellos antes de que podamos enseñarle cómo defenderse. – Y diciendo eso desapareció, dejando a los muchachos medio convencidos de la verdad de la levitación.


No había llegado muy lejos, y estaba aún acelerando, cuando oyó en su cabeza una bienvenida voz.

¡Phil, Phil! Espérame.

Disminuyó su velocidad durante unos segundos. Una figura un poco más pequeña llegó a su lado y le asió de la mano.

–Menos mal que estaba conectada con vosotros dos. De lo contrario hubieses ido a meterte con el viejo marrano sin contar conmigo.

Phil trató de conservar su dignidad.

–Si hubiese creído que tenías que venir conmigo para este trabajo, te hubiese llamado, Joan.

–¡Tonterías! ¡Cuentos! Te podrías hacer daño yendo solo contra él. Además quiero echarle a los pozos de alquitrán.

Phil suspiró y lo dejó correr.

–Joan, querida; eres una chica sedienta de sangre, y te quedan diez mil encarnaciones antes de que puedas alcanzar la beatitud.

–No quiero alcanzar la beatitud; lo que quiero es cargarme al viejo Brinkley.

–Pues ven. Y aceleremos.

En aquel momento estaban ya al sur del Tehachapi y se acercaban rápidamente a Los Angeles. Transpusieron la cordillera de Sierra Madre, cruzaron el valle de San Fernando, rozaron la cumbre del Monte Hollywood y aterrizaron sobre el césped de la Residencia del Presidente en la Universidad de Western. Brinkley vio, o sintió, su llegada, y quiso huir, pero Phil se agarró a él.

Y disparó un pensamiento hacia Joan.

Tú quédate al margen, chiquilla, a menos de que pida auxilio.

Brinkley no abandonó la partida con facilidad. Su mente se lanzó sobre la de Phil y trató de sofocarla. Huxley sintió que perdía pie, y retrocedía ante el perverso ataque. Le parecía como si le hundiesen, le ahogasen en una repugnante ciénaga.

Pero se serenó, y luchó resueltamente.


Cuando Phil hubo terminado de hacer con Brinkley lo que era inmediatamente necesario, se levantó y se enjugó las manos, como para limpiarse del cieno espiritual con que había luchado.

–Vámonos -dijo a Joan-, vamos justos de tiempo.

–¿Qué le hiciste, Phil? – La chica contempló con asqueada fascinación aquella cosa que yacía en el suelo.

–Bien poca cosa. Le puse en éxtasis. Tengo que conservarlo para poderlo utilizar durante algún tiempo. Arriba, chica. Vamos de aquí antes de que se de cuenta de nuestra presencia.

Se alzaron por el aire, llevando tras sí el cuerpo de Brinkley sujeto por apretados lazos telecinéticos. Se detuvieron sobre las nubes. Brinkley flotaba tras ellos, con los ojos salientes, la boca entreabierta y su faz rosada carente de expresión.

¡Ben! -transmitió Huxley- ¡Ephraim Howe! ¡Ambrose! ¡A mí! ¡A mí! ¡Apresuraos!

¡Voy, Phil! -respondió Coburn.

Te oigo -Ese pensamiento llevaba el sello de la serenidad del Superior-. ¿Qué ocurre, hijo?; dime.

¡No hay tiempo! -respondió rápidamente Phil-. Usted, Superior, y todos los demás que puedan. ¡Apresúrense!

–Venimos. – El pensamiento era todavía tranquilo y pausado. Pero en el techo de la tienda de Moulton había ya dos agujeros desgarrados. Moulton y Howe estaban ya fuera del alcance de la vista del Campamento Mark Twain.

Tajando, hendiendo el aire, vino el puñado de adeptos que cuidaba del fuego. Llegaron desde ochocientos kilómetros hacia el norte, volando como palomas mensajeras que se apresuran hacia el hogar. Algunos consejeros del campamento, dos tercios del pequeño grupo de encargadas y algunos otros de diversos puntos del continente llegaron en respuesta a la demanda de auxilio de Huxley y del toque de alarma sin precedentes del Superior. Un ama de casa apagó el fuego de su horno y desapareció en el cielo. Un conductor de taxi detuvo su coche y dejó a sus pasajeros sin decir palabra. Los grupos de investigadores en Shasta rompieron su coordinación, abandonaron su amado trabajo, y fueron rápidamente.

–¿Y ahora, Philip? – Howe habló oralmente después de haberse detenido junto a Huxley.

Huxley extendió su mano en dirección a Brinkley.

–¡Ese tiene lo que necesitamos para atacar ahora! ¿Dónde está Master Ling?

–Él y Mrs. Draper están guardando el campamento.

–Le necesito. ¿Es que ella no se basta por sí sola?

Con claridad y suavemente, la voz de la mujer resonó en su cabeza desde una distancia igual a la mitad del Estado.

–¡Sí me basto!

-La tortuga vuela -Ese segundo pensamiento tenía la calidad de humorismo que era la característica inconfundible del viejo chino.

Joan sintió un suave contacto en su mente, y en aquel mismo instante Master Ling se encontró entre ellos, sentado cuidadosamente sobre la nada, con las piernas cruzadas como un sastre.

–Yo me presento; mí cuerpo sigue -anunció-. ¿Es que no podemos proseguir?

Entonces Joan se dio cuenta de que el chino había utilizado las facultades de su mente para proyectarse ante su presencia más rápidamente de lo que podía levitar aquella distancia. Se sintió adulada hasta un punto que no era razonable por aquella atención.

Huxley comenzó inmediatamente:

–A través de la mente de éste -le indicó a Brinkley- he sabido de muchos con los cuales no puede haber tregua. Tenemos que encontrarlos, ocuparnos de ellos en seguida, antes de que puedan recobrarse de lo que le ha ocurrido a él. Pero necesito ayuda. Master, ¿quiere usted extender el presente y examinarle?

Ling les había enseñado la discriminación del tiempo y la percepción del presente, así como a quedarse a un lado y a discriminar la duración de la eternidad. Pero él era increíblemente más hábil que sus discípulos. Sabía dividir el aleteo de una mosca en mil instantes distintos o comprender un milenio en un solo fogonazo de su experiencia. Su discriminación del tiempo y del espacio no estaba limitada ni por su velocidad metabólica ni por sus dimensiones molares. Y ahora exploraba activamente el cerebro de Brinkley como aquel que busca una joya en un montón de basura. Examinó los esquemas de la memoria de aquel hombre y contempló su vida como una sola imagen. Joan vio con asombro como su sempiterna sonrisa cedía el paso a un gesto de asco; miró a través de la mente del chino, y desconectó. Si es que realmente había tantos espíritus perversos en el mundo, prefería encontrarse con ellos de uno en uno, a medida que fuese necesario, en lugar de tener que experimentarlos a todos al mismo tiempo.

El cuerpo de Master Ling se unió al grupo y se confundió con su proyección.

Huxley, Howe y Bierce siguieron el delicado trabajo del chino con toda atención. La cara de Howe reflejaba sombría impasividad; la de Moulton, avejentada y sensitiva, se movía de un lado a otro expresando desaprobación ante tanta perversidad. Bierce se parecía más que nunca a Mark Twain, a un Twain en una furia implacable y amenazadora.

Master Ling levantó la vista.

–Sí, sí -dijo Moulton-. Supongo que tenemos que actuar, Ephraim.

–No tenemos más remedio -afirmó Huxley, con inconsciente y total falta de consideración al precedente-. Superior, ¿quiere asignar las tareas?

Howe le miró fijamente.

–No, Philip, no. Tú mismo. ¡En marcha!

Huxley se contuvo sorprendido durante un brevísimo instante, pero captó el apunte.

–Usted me ayudará, Master Ling. ¡Ben!

–¡Estoy esperando!

Entrelazó las mentes, e hizo que Ling mostrase a Ben su contrincante y los datos que necesitaba.

–¿Enterado? ¿Necesitas alguna ayuda?

–El abuelo Stonebender será suficiente.

–Bien. De prisa y arréglalo.

–Dalo por hecho. – Y desapareció, dejando una estela de viento tras sí.

–Ese otro es de usted, senador Moulton.

–Ya lo sé -y Moulton desapareció.

De uno en uno y de dos en dos les fue asignando sus tareas, y todos ellos se fueron a hacer lo que había que hacer. No hubo discusiones. La mayor parte de ellos se habían dado cuenta mucho antes que Huxley de que el día de la acción llegaría indefectiblemente, pero habían esperado con tranquila serenidad, ocupados en el trabajo que tenían entre manos, hasta que el tiempo hubo incubado la simiente.


En el estudio sin ventanas de una mansión en Long Island, a prueba de ruidos, astutamente cerrado y vigilado, y decorado ostentosamente, había reunidos cinco; tres hombres, una mujer y una cosa en un sillón de ruedas. Esa cosa miraba con furia feroz a los otros cuatro, los miraba sin ojos, pues su frente descendía ininterrumpidamente hasta los pómulos, como una superficie cetrina y lisa.

Una envoltura de tela sobre el regazo, y flojamente recogida a través del sillón disimulaba, pero no ocultaba, el hecho de que aquella criatura no tenía piernas. Agarró los brazos del sillón:

–¿Es que tengo que pensarlo todo por vosotros, imbéciles? – preguntó con voz dulce y suave-. Tú, Arthurson, tú permitiste que Moulton hiciese aprobar en el Senado aquella Ley de Shasta. Morón. – El epíteto resultaba acariciador.

Arthurson se agitó en su silla.

–Examiné su mente. La Ley era inofensiva. Era una compensación por el asunto del Valle del Misuri. Ya se lo dije.

–Examinaste su mente, ¿verdad? ¡Hum!…, te tomó el pelo de lo lindo, memo. ¡Una ley para Shasta! ¿Cuándo aprenderéis vosotros, idiotas sin cerebro, que nunca ha salido nada bueno de Shasta? – Y sonrió con aprobación.

–Bueno; ¿y cómo iba yo a saberlo? Creí que un campamento cerca de las montañas quizá les perturbaría a… ellos.

–Idiota descerebrado. Llegará un día en que podré prescindir de ti -El monstruo no esperó a que la amenaza hubiese sido asimilada, sino que prosiguió-. Pero, basta ahora de eso. Tenemos que movernos para reparar el daño. Ahora son ellos quienes están a la ofensiva, Agnes…

–Sí -respondió la mujer.

–Tus sermones tienen que mejorar…

–He hecho lo mejor que he podido.

–No es suficiente. Necesito una oleada de histeria religiosa que anule la Ley de los Derechos, antes de que se disperse el campamento de Shasta para el verano. Tendremos que obrar con rapidez, y no podemos dejarnos coartar por demasiados legalismos.

–No es posible hacerlo.

–Cállate. Hay que hacerlo. Tu templo recibirá esta semana subvenciones que deberás utilizar para propaganda por televisión en escala nacional. Y al mismo tiempo descubrirás un nuevo mesías.

–¿Quién?

–El hermano Arthemis.

–¿Aquella rata de campo? Y yo, ¿dónde quedo?

–A ti te tocará lo tuyo. Pero no puedes ir a la cabeza de este movimiento; el país no aceptará una mujer en lo más alto. Vosotros dos encabezaréis una marcha sobre Washington y os haréis con el poder. Los hijos del 76 se unirán a vuestras filas y pelearán por las calles. Weems, ésa es tu tarea.

El hombre a quien eso último se dirigía objetó:

–Se tardarán tres, o quizá cuatro meses en enseñarles.

–Tienes tres semanas. Valdrá más que no fracases.

El último de los tres hombres rompió su silencio.

–¿Por qué tanta prisa, jefe? Me parece que te estás asustando demasiado de unos cuantos chiquillos.

–Eso lo juzgo yo. Tienes que iniciar una epidemia de huelgas para paralizar al país en el momento de la marcha sobre Washington.

–Necesitaré algunos incidentes.

–Los tendrás. Tú ocúpate de las uniones; yo me encargaré de la Liga de Mercaderes y Comerciantes. Dame mañana una pequeña huelga. Haz salir las patrullas y yo me encargo de que maten a tres o cuatro. La publicidad estará preparada. Agnes, tú predica un sermón sobre todo eso.

–¿Desde qué punto de vista?

El monstruo levantó los inexistentes ojos hacia el techo:

–¿Es que tengo que pensar en todo? Es elemental. Usad vuestros cerebros.

El hombre que había hablado último dejó cuidadosamente su cigarro y dijo:

–¿Por qué tanta prisa, jefe?

–Ya os lo he dicho.

–No, no nos lo ha dicho. Ha cerrado su mente y no nos ha dejado leer sus pensamientos ni una sola vez. Hemos conocido la existencia del campamento de Shasta desde hace meses. ¿Por qué toda esta excitación? Vamos, hable. No estará usted resbalando, ¿verdad? Pues si está resbalando no puede esperar que le sigamos.

El que carecía de ojos le miró atentamente.

–Hanson -dijo en un tono aún más dulce-, desde hace meses que vienes estudiando tu fuerza. ¿Te importaría medirte conmigo?

El otro miró a su cigarro.

–No me importaría.

–Pues así será. Pero no esta noche. No tengo tiempo de escoger y adiestrar nuevos lugartenientes. Por lo tanto, te diré por qué hay tanta prisa. No puedo alzar a Brinkley. He perdido la comunicación con él. Y no hay tiempo…

–Tiene razón -dijo una nueva voz-. No hay tiempo.

Los cinco se volvieron bruscamente para enfrentarse con el origen de la voz. De pie, uno junto a otro, estaban en el estudio Ephraim Howe y Joan Freeman.


Howe miró al monstruo.

–He tenido que esperar para llegar a este encuentro -dijo alegremente- y te he reservado para mi.

El monstruo salió de su sillón y se adelantó a través del aire en dirección a Howe. Su altura y su posición producían la desagradable sensación de que caminaba sobre piernas invisibles. Howe señaló a Joan.

Ahora comienza. ¿Puedes tener a raya a los otros, querida?

Me parece que sí.

¡Ahora! -Howe puso en juego todo lo que había aprendido en ciento treinta años de trabajo, concentrándose únicamente en el problema de dominio telecinético. Evitó todo contacto con la mente de la cosa perversa que se alzaba frente a él, y dedicó su atención a la destrucción de su envoltura física.

La cosa se detuvo.

Lenta, muy lentamente, como un buzo de gran profundidad víctima de una explosión externa, o como una naranja en un exprimidor, los límites espaciales dentro de los cuales existía fueron disminuyendo. Un lugar espacial esférico la incluyó, y fue reduciéndola.

La cosa se fue encogiendo cada vez más. Los muñones de sus piernas se doblaron sobre el grueso torso. La cabeza se escondió dentro del pecho para escapar a la despiadada presión. Durante unos momentos concentró su enorme y pervertido poder, y presentó batalla. Joan se sintió desconcertada y momentáneamente asqueada por aquella inmensa resaca de perversidad.

Pero Howe se mantuvo firme, sin siquiera cambiar de expresión; y la esfera siguió contrayéndose.

El cerebro sin ojos se partió. E inmediatamente la esfera se redujo a la menor dimensión posible. Una bola de medio metro colgaba del aire, una bola cuyos repugnantes detalles superficiales no invitaban a la preguntó:

Howe mantuvo en su lugar aquella repugnante e inofensiva porquería con una fracción de su mente, y peguntó:

¿Estás bien, querida?

Sí, Superior. Master Ling me ayudó una vez, cuando lo necesitaba.

Eso ya lo había previsto. Vayamos ahora por los otros. -Y hablando en voz alta, dijo-: ¿Qué preferís: reuniros con vuestro jefe, u olvidar lo que sabéis? – Y cogiendo aire entre los dedos hizo el gesto de exprimirlo.

El hombre del cigarro aulló.

–Tomaré eso por respuesta -dijo Howe-. Muy bien, Joan. Pásamelos de uno en uno.

Y operó con sutileza sobre sus mentes, alisando los esquemas con gradientes coloidales establecidos por sus experiencias corpóreas.

Unos cuantos minutos más tarde aquella habitación contenía cuatro adultos cuerdos, pero aniñados, y una masa sanguinolenta sobre la alfombra.


Coburn entró en una habitación donde no había sido invitado.

–Se acabó la juerga, muchachos -anunció alegremente. Y apuntó con un dedo a uno de los ocupantes-. Eso va para ti -De la punta de su dedo surgió una llamarada que envolvió a su adversario-. Sí, y para ti. – Las llamas surgieron por segunda vez-. Y para ti. – Y un tercero recibió la purificación final.


El hermano Arthemis, "El Hombre de la Ira de Dios", se enfrentaba con la televisión.

–Y si esas cosas no fuesen ciertas -dijo con voz tonante-, ¡que el Señor me fulmine en este instante!

El veredicto del forense, quien dictaminó una muerte por fallo del corazón, no explicaba del todo el estado de carbonización de los restos.


Una reunión política se suspendió porque el principal orador no se presentó. Un pordiosero anónimo apareció desplomado sobre sus lápices y su goma de mascar. Un director de diecinueve corporaciones de importancia produjo la histeria de su secretaria, cuando interrumpió su dictado para dialogar con el espacio vacío antes de convertirse en un alegre idiota. Una famosa estrella de televisión y cine desapareció. Y fue necesario desempolvar apresuradamente y completar las notas necrológicas de siete miembros del Congreso, varios jueces y dos gobernadores.


Aquella noche la sesión acostumbrada de canciones del Campamento Mark Twain se celebró sin la presencia del director del Campo Moulton, quien estaba asistiendo a una conferencia en pleno de los adeptos, reunidos físicamente por primera vez desde hacía muchos años.

Cuando Joan entró en la sala, miró en derredor.

–¿Dónde está Master Ling? – preguntó a Howe.

Howe estudió la cara de la muchacha durante un instante. Por primera vez desde que le había conocido hacía casi dos años, la chica pensó que Howe estaba momentáneamente desconcertado.

–Querida -dijo afectuosamente-, ya debiste haberte dado cuenta de que Master Ling permanecía entre nosotros, no en provecho suyo, sino en el nuestro. La crisis que había estado esperando ha sido dominada; lo que queda del trabajo tendremos que hacerlo nosotros solos.

Joan se llevó una mano en la garganta.

–¿Quiere decir que…?

–Era muy anciano, y estaba muy fatigado. Durante los últimos cuarenta años había mantenido su corazón latiendo, y su cuerpo en funcionamiento, gracias a un control continuo.

–Pero, ¿por qué no se renovó y regeneró?

–No lo deseaba. No podíamos esperar que se quedase aquí indefinidamente después que hubo crecido.

–No -Y mordió un labio que temblaba-. No. Es cierto. Nosotros somos niños, él tiene otras cosas que hacer, pero… ¡Oh, Ling! ¡Ling! ¡Master Ling! – Y escondió su cara en el hombro de Howe.

¿Por qué lloras, florecilla?

Joan alzó bruscamente la cabeza.

¡Master Ling!

¿Es que lo que ha sido no puede ser? ¿Existen el pasado y el futuro? ¿Tan mal has aprendido mis lecciones? ¿Es que no estoy ahora contigo, como siempre? -Y en aquel pensamiento percibió la alegría vibrante y eterna, la alegría de vivir, que era la marca del suave chino.

Con parte de su mente, Joan estrechó la mano de Howe.

–Lo siento -dijo Joan-. Me había equivocado. – Y se relajó, tal como Ling le había enseñado, dejando que su conciencia fluyese en el ensueño que reúne a todo el tiempo en un solo ahora inmortal.

Howe, viendo que la muchacha estaba en paz, dirigió su atención a la reunión.

Proyectó su mente y los reunió a todos en la red telepática de una conferencia en pleno.

Creo que todos sabéis para qué nos hemos reunido -pensó-. He servido mi tiempo; y ahora entramos en otro período más activo en que se necesitarán cualidades diferentes de las mías. Os he reunido para que elijáis mi sucesor.

Huxley encontraba difíciles de seguir aquellos mensajes de pensamientos. "Debo estar agotado por el esfuerzo", pensó para si mismo.

Pero Howe estaba nuevamente pensando en voz alta.

Pues, que así sea; estamos de acuerdo. – Y miró a Huxley-. Philip, ¿quieres aceptar nuestra confianza?

–¡¡¿Cómo?!!

–Ahora eres el superior, de común acuerdo.

–Pero… pero… no estoy preparado.

–Nosotros creemos que sí -contestó Howe desapasionadamente-. Tu talento es ahora necesario. Te crecerás bajo la responsabilidad.

¡Anímate, compañero! -Ese era Coburn, por un mensaje privado.

Estamos de acuerdo, Phil -Esta vez era Joan.

Por un momento le pareció que oía la risita de Ling, y su aprobación tranquila.

–¡Probaré! – contestó.


El último día del campamento Joan estaba sentada con Mrs. Draper en una terraza de la Residencia de Shasta, contemplando el valle. Suspiró. Mrs. Draper levantó los ojos de su labor y se sonrió.

–¿Sientes que se haya terminado el campamento?

–¡Oh, no!, me alegro.

–Pues, ¿qué te ocurre?

–Estaba pensando… tanto esfuerzo, tanto trabajo para levantar este campamento. Y luego tuvimos que luchar para mantenerlo a salvo. Y mañana esos muchachos regresan a sus casas, y hay que vigilarlos a todos en tanto se hacen lo bastante fuertes para poderse defender a si mismos de todas las cosas perversas que aún hay en el mundo. El año que viene vendrá otra cosecha de muchachos, y luego otra, y otra. ¿Es que no terminará nunca?

–Sin duda terminará. ¿No recuerdas, en los antiguos testimonios, lo que ocurrió con los ancianos? Cuando hayamos hecho todo lo que hay que hacer aquí, entonces nos iremos a donde haya algo que hacer. La raza humana no está destinada a quedarse aquí para siempre.

–Pero, no obstante, parece interminable.

–Sin duda, si piensas en ello de esta manera, querida. La manera de que parezca corto e interesante consiste en pensar sobre lo que vas a hacer inmediatamente después. Por ejemplo, ¿qué vas a hacer ahora?

–¿Yo? – Joan pareció quedarse perpleja. Luego sus facciones se animaron-. Pues…, pues, ¡voy a casarme!

–Me lo figuraba. – Y las agujas de Mrs. Draper prosiguieron activas su trabajo.


Capítulo XIII


"…Y LA VERDAD OS HARÁ LIBRES!"


El globo continuaba girando alrededor del sol. Las estaciones llegaban y pasaban. El sol brillaba todavía sobre las laderas de las montañas, las colinas eran verdes y los valles resplandecientes. El río iba en busca del seno del mar, ascendía a las nubes, y volvía a encontrarse con las colinas en forma de lluvia. El ganado pacía en las llanuras pardas, y la zorra perseguía la liebre por entre los matorrales. Las mareas respondían a la fuerza de la luna, y las gaviotas picoteaban entre la húmeda arena al retirarse la marea. La tierra era hermosa y estaba llena; llena de vida, rebosante de vida, cuajada de vida.


El hombre no estaba por parte alguna.

Buscadle por las colinas y por las llanuras. Buscad su huella en las verdes selvas tropicales, llamadle a gritos. Seguidle a donde estuvo en las entrañas de la tierra; sondead las profundidades del mar.

El hombre se ha ido; su casa está vacía, y la puerta abierta.


Un gran simio, de cerebro demasiado grande para sus necesidades, y de un espíritu que le perturbaba, dejó su tribu y buscó la paz de las alturas por encima de la selva. Trepó hora tras hora, impulsado por una necesidad que apenas comprendía. Llegó por fin a un lugar de descanso, muy por encima de los verdes árboles de su hogar, mucho más arriba de lo que ninguno de los de su tribu había llegado nunca. Allá encontró una gran piedra llana de color pardo, caliente bajo el sol.

Pero su reposo fue inquieto. Tuvo sueños extraños, diferentes de todos los que había experimentado hasta entonces. Lo despertaron dejándole dolorida la cabeza.

Habrían de pasar muchas generaciones antes de que uno de sus descendientes pudiese comprender lo que habían dejado allí aquellos que se habían ido.


JERRY ERA UN HOMBRE


No echéis la culpa a los marcianos. De todos modos la raza humana hubiese desarrollado la plastobiología. Fijaros en las razas más antiguas de los Clubs de Perros, gigantes glandulares como el San Bernardo y el mastín danés, y pequeñas atrocidades como el chihuahua y el pekinés. Y pensad en los peces de colores de fantasía.


El estropicio lo causó el Dr. Morgan cuando produjo nuevas razas de la mosca de la fruta a fuerza de aporrear sus cromosomas por medio de los rayos X. Después de aquello, la tercera generación de los supervivientes de Hiroshima no nos enseñó nada nuevo; aquellos desgraciados monstruos no hicieron sino dar publicidad a los conocimientos genéticos corrientes.

Mr. y Mrs. Bronson van Vogel no pensaban en ninguna clase de reforma social cuando fueron al Rancho de Cría Fénix; Mr. van Vogel sencillamente quería comprar un pegaso. Lo había mencionado a la hora del desayuno:

–¿Estás ocupada esta mañana, querida?

–Nada de especial. ¿Por qué?

–Me gustaría llegarme a Arizona y encargar el proyecto de un pegaso.

–¿Un pegaso? ¿Un caballo volador? ¿Y para qué, guapo?

Se sonrió:

–Nada más que por diversión. Pudgy Dodge llegó al Club ayer con un pachón de seis patas; debía tener lo menos un metro de largo. Era algo ingenioso, pero postineaba tanto que me gustaría poderle enseñar algo que le hiciese abrir los ojos. Imagínate, Marta, si aterrizase en la plataforma de helicópteros del Club montado en un caballo alado. ¡Les haría estallar los ojos!

Su esposa apartó la vista de la costa de Jersey para contemplar con indulgencia a su marido. No se engañaba; aquello resultaría caro. ¡Pero Brownie era tan simpático!

–¿Cuándo salimos?

Aterrizaron dos horas antes de haber partido. Desde el aire se leía el letrero, en letras de quince metros:


RANCHO DE CRÍA "EL FÉNIX"


Genética controlada

Contratistas de mano de obra autorizados


–¿Contratistas de mano de obra? – dijo ella al leerlo-. Creía que en este lugar no hacían sino idear nuevos animales.


–Idean y producen -explicó él dándose importancia-. Distribuyen a través de la corporación matriz "Trabajadores". Deberías saberlo, pues eres propietaria de un buen paquete de acciones de "Trabajadores".

–¿Quieres decir que soy propietaria de un rebaño de monos? ¿De veras?

–Quizá no te lo había dicho. Haskell y yo… -Se inclinó hacia adelante e informó al aeropuerto que aterrizaría a mano; estaba bastante orgulloso de su aptitud como piloto.

Desconectó el robot y añadió, brevemente, pues su atención se concentraba en hacer descender la nave:

–Haskell y yo hemos estado invirtiendo tus dividendos de Atómica General en "Trabajadores". Buena diversidad, aún hay mucho trabajo duro para los antropoides. – Manipuló los contactos, y el ruido de los chorros de proa cortó la conversación.

Bronson había llamado al gerente desde el aire, y fueron recibidos, si bien no con alfombra roja, dosel y ordenanzas de librea, en forma tal que producía una impresión semejante.

–¡Mr. van Vogel, Mrs. van Vogel! ¡Nos sentimos verdaderamente honrados! – Les hizo entrar en un pequeño y lujoso monorrueda, subieron por una rampa y entraron en el vestíbulo del edificio administrativo. El gerente, Blakesly, no descansó hasta que los hubo instalado alrededor de una fuente en el salón de sus oficinas, y les hubo ofrecido cigarrillos y bebidas frescas.

A Bronson van Vogel le aburría tanta cortesía, ya que estaba evidentemente inspirada por la clasificación que Dunn y Bradstreet otorgaba a su mujer (diez estrellas, explosión solar y música celestial). Le gustaba más la gente que podía convencerle de que había inventado la fortuna de los Briggs, en vez de haberse casado con ella.

–Esta visita es de negocios, Blakesly. Tengo un encargo para usted.

–¿Si? Nuestras instalaciones están a su disposición. ¿Qué desea, señor?

–Quiero que me hagan un pegaso.

–¿Un pegaso? ¿Un caballo volador?

–Eso mismo.

Blakesly frunció los labios.

–¿Desea usted en serio un caballo que vuele? ¿Un animal como el mítico Pegaso?

–Si, si, eso es lo que he dicho.

–Me pone usted en un aprieto, Mr. van Vogel. Me figuro que desea usted un regalo único para su señora. ¿Qué le parecería un elefante enano, de medio metro de altura, perfectamente educado, y que sabe leer y escribir? Agarra el estilete con su trompa. Muy ingenioso.

–¿Y habla? – preguntó Mrs. van Vogel.

–Pues bien, señora, ni su lengua ni su caja de resonancia fueron ideados para el habla, pero si usted insiste, veremos lo que pueden hacer nuestros especialistas en plástica.

–Pero, Marta…

–Puedes encargarte tu pegaso, Brownie, pero me parece que me gustará ese elefante de juguete. ¿Podría verlo?

–Naturalmente. ¡Hartstone!

El aire respondió a Blakesly.

–¿Si, jefe?

–Lleva a Napoleón a mi sala.

–En seguida, señor.

–Y ahora, acerca de su pegaso, señor van Vogel, preveo dificultades, pero necesito consejo técnico. El doctor Cargrew es el verdadero cerebro de la organización, el más eminente diseñador biológico -de origen terrestre, se entiende- en el mundo, hoy en día. – Y alzó la voz para hacer que funcionasen las conexiones-: ¡Dr. Cargrew!

–¿Qué ocurre, Mr. Blakesly?

–Doctor, ¿quiere hacer el favor de venir a mi oficina?

–Más tarde; ahora estoy ocupado.

Mr. Blakesly se excusó, entró en su oficina interior, y luego volvió diciendo que el Dr. Cargrew iría pronto. Entre tanto compareció Napoleón. Se habían conservado en miniatura las proporciones de sus nobles antepasados; parecía una pequeña estatua de un elefante que se hubiese animado como por arte de encanto.

Dio tres pasos hacia el centro de la sala, saludó a todos con la trompa, y al saludar a Mrs. van Vogel dobló al mismo tiempo las rodillas.

–¡Oh, qué encanto! – dijo aquella-. Ven aquí, Napoleón.

El elefante miró a Blakesly, quien asintió. Napoleón dio unos pasos y puso su trompa sobre el regazo de la señora; cuando ésta le rascó las orejas, gruñó de satisfacción.

–Enséñale a esa señora cómo sabes escribir -le ordenó Blakesly-. Ve a buscar las cosas a mi habitación.

Napoleón esperó a que le hubiesen acabado de rascar una parte que le picaba especialmente, y salió para regresar al poco rato con varias hojas de grueso papel blanco y un lápiz muy grande. Extendió una hoja enfrente de Mrs. van Vogel, la sujetó delicadamente con una de sus patas delanteras, agarró el lápiz con el dedo de su trompa y escribió en grandes y vacilantes letras, "USTED ME GUSTA".

–¡Qué rico! – La señora se arrodilló y le puso su brazo alrededor del cuello-. No tengo más remedio que llevármelo. ¿Cuánto vale?

–Napoleón es parte de una edición limitada de seis -dijo cautelosamente Blakesly-. ¿Desea usted un modelo exclusivo, o se podrán vender los otros?

–Me es igual. Quiero a Napoleoncito. ¿Puedo escribirle una nota?

–Desde luego, Mrs. van Vogel. Utilice grandes mayúsculas y emplee inglés básico. Napoleón lo sabe casi perfectamente. Su precio, sin exclusiva, son 350.000. Eso incluye cinco años de sueldo del veterinario que le acompaña.

–Da un cheque a ese caballero, Brownie -dijo Marta por encima del hombro.

–Pero, Marta…

–No seas pesado, Brownie. – Se volvió nuevamente a su nuevo amigo y continuó escribiendo. Apenas si levantó la vista cuando entró el Dr. Cargrew.

Cargrew era un frío individuo que llevaba una bata blanca y un casquete en su cabeza. Dio la mano a todos con brusquedad, encendió un cigarrillo y se sentó. Blakesley le puso al corriente.

Cargrew meneó la cabeza:

–Es una imposibilidad física -dijo.

Van Vogel se levantó.

–Ya veo -dijo distanciadamente- que debería haberme dirigido a los Laboratorio Nuevavida. Vine aquí porque estamos económicamente interesados en esta firma, y porque fui lo suficientemente cándido para creer en sus anuncios.

–¡Siéntese, joven! – le ordenó Cargrew-. Si quiere, páseles el pedido a aquellos idiotas, pero debo advertirle que son incapaces de hacer crecer alas a un saltamontes. Primero escúcheme.

»Podemos hacer crecer lo que sea, y hacer que viva. Le puedo hacer a usted una cosa viva -no lo llamaré un animal- del tamaño y forma de aquella mesa de allá abajo. No serviría de nada, pero estaría viva. Comería, emplearía energía química, produciría excreciones y sería irritable. Pero sería una tontería. Mecánicamente, una mesa y un animal son dos cosas distintas. Sus funciones son diferentes, y sus formas también lo son. Ahora bien; puedo hacerle a usted un caballo alado…

–Me acaba de decir que no podía hacerlo.

–No interrumpa. Puedo hacerle un caballo alado idéntico a los dibujos de los cuentos de hadas. Si está dispuesto a pagarlo, se lo haremos; para esto estamos… Pero no podrá volar.

–¿Por qué?

–Porque no está formado para volar. Los antiguos que idearon ese mito no sabían nada de aerodinámica, y menos aún de biología. Pusieron alas a un caballo, así, sin más. Pero eso no constituye una máquina voladora. Recuerde, amigo, que un animal es una máquina, fundamentalmente una máquina térmica, con un sistema regulador para hacer actuar palancas y sistemas hidráulicos, según leyes de ingeniería bien definidas. ¿Sabe algo de aerodinámica?

–Pues bien; soy piloto.

–¡Hummm!… Pues trate de comprender esto: un caballo no tiene una máquina adecuada para volar. Es un quemador de heno, y eso no es eficiente. Podríamos manipular lo suficiente las tripas de un caballo de modo que pudiese vivir a base exclusivamente de azúcar, y entonces tendría energía suficiente para volar cortas distancias. Pero no se parecería al Pegaso mítico. Para anclar, los músculos voladores necesitaría un esternón de quizá unos tres metros. Y debería tener una amplitud de alas de unos veinticinco metros. Cuando cerrase las alas, le cubriría como una tienda de campaña. Nos enfrentamos con la dificultad del cubo-cuadrado.

–¿Eh?

Cargrew hizo gestos de impaciencia:

–La fuerza ascensional aumenta según el cuadrado de una dimensión determinada, y el peso según el cubo de la misma dimensión, siendo las demás circunstancias iguales. Podría hacerle un pegaso del tamaño de un gato, sin deformar demasiado las proporciones.

–No; quiero uno que pueda montar. No me importa la amplitud de las alas, y me resignaré al esternón. ¿Cuándo me lo pueden entregar?

Cargrew apareció algo asqueado, se encogió de hombros y replicó:

–Tendré que consultar con B'na Kreeth. – Silbó y gorjeó; una parte de la pared que tenían enfrente se disolvió, y se encontraron mirando un laboratorio. En primer plano de aquella imagen tridimensional aparecía un marciano de tamaño natural.

Cuando aquella criatura gorjeó respondiendo a Cargrew, Mrs. van Vogel levantó la vista, pero volvió a apartarla en seguida. Reconocía que era una tontería, pero no podía soportar ver un marciano, y aquellos que se habían modificado adquiriendo una forma semihumana eran los que más le repugnaban.

Después de haber estado gorjeando y haciéndose señas el uno al otro durante unos minutos, Cargrew se volvió a van Vogel.

–B'na dice que lo deje usted correr; se tardaría demasiado. Quiere saber si le gustaría a usted un hermoso unicornio o una pareja de ellos de reproducción exacta garantizada.

–Los unicornios son cosa vieja. ¿Cuánto tardaría el pegaso?

Al término de una nueva conversación en chirridos, Cargrew respondió:

–Probablemente diez años; garantizado en dieciséis.

–¿Diez años? Es ridículo.

Cargrew se molestó.

–Creía que se tardarían unos cincuenta, pero si B'na Kreeth dice que puede conseguirlo en unas tres a cinco generaciones, así debe ser. B'na es el mejor biomicrocirujano de los dos planetas. Su cirugía de cromosomas no tiene rival. Al fin y al cabo, joven, los procesos naturales tardarían hasta un millón de años en conseguir los mismos resultados, si es que los conseguían. ¿Es que cree usted que es posible comprar milagros?

Van Vogel tuvo la gentileza de avergonzarse.

–Lo siento, doctor. Olvidémoslo. Diez años es realmente demasiado tiempo. ¿Qué hay sobre la otra posibilidad? Me dijo que podría hacer un pegaso como un cuadro, siempre y cuando no insistiese en que pudiese volar. ¿Podría montarlo sobre el suelo?

–¡Oh, sin duda! No serviría para jugar al polo, pero podría usted montarlo.

–Pues encargaré eso. Pregunte a Benny Kreeth, o como se llame, cuánto tiempo tardaría en hacerlo.

El marciano había desaparecido de la pantalla.

–No tengo que preguntárselo -afirmó Cargrew-. Eso es cuestión mía, sencillamente manipulación. La colaboración de B'na solamente es necesaria para redistribuir y trasplantar genes, verdadero trabajo genético. Podré entregarle el animal dentro de dieciocho meses.

–¿No le es posible hacerlo más aprisa?

–¿Y qué se figura usted, hombre? Un potro tarda once meses en desarrollarse. Necesito un mes de proyectos y planos. Sacaremos el embrión al cuarto día y lo desarrollaremos en una cápsula extrauterina. Operaré diez o doce veces durante la gestación, injertando y haciendo otras cosas de las cuales no ha oído ni hablar. Dentro de un año tendremos un potro con alas. Luego le entregaré a usted un pegaso de seis meses.

–Aceptado.

Cargrew hizo unas notas, y luego las leyó:

–Un caballo alado, incapaz de volar y de reproducirse exactamente. Raza básica, la que usted elija; yo recomendaría un palomino o un árabe. Alas según las de un cóndor, blancas. Plumas de alfiler simuladas, con un borde injertado de plumas de ave, o facsímile adecuado. – Le pasó la hoja-. Ponga sus iniciales y comenzaremos antes de formalizar el contrato.

–Trato hecho -confirmó van Vogel-. ¿Y cuánto costará? – Escribió su monograma bajo el de Cargrew.

Cargrew hizo nuevas notas y se las pasó a Blakesly, presupuesto de las horas de trabajo de los profesionales, de los técnicos, compras y gastos generales. Había hinchado un poco sus propios números para subvencionar su investigación colateral, pero incluso él mismo alzó las cejas sorprendido ante la interpretación que en término de dólares y centavos, dio Blakesly a sus datos.

–Serán dos millones de dólares justos.

Van Vogel vaciló; su esposa había levantado la vista ante la mención de dinero. Pero volvió de nuevo su atención al educado elefante.

Blakesly añadió apresuradamente:

–Como es natural, ese precio es por una creación exclusiva.

–Evidentemente -asintió van Vogel, y añadió la cantidad al memorándum.


Van Vogel estaba dispuesto a regresar, pero su esposa insistió en ver a los "micos", según llamaba ella a los trabajadores antropoides. El descubrimiento de que poseía una participación considerable en esas criaturas infrahumanas le había intrigado. Blakesly se apresuró a proponer una visita a los laboratorios en los que se producían los trabajadores partiendo de verdaderos simios.

Los laboratorios estaban dispuestos en siete edificios, los siete "Días de la Creación". El "Primer Día" era un gran edificio ocupado por Cargrew, sus ayudantes, los locales de trabajo, los incubadores y los laboratorios. Marta van Vogel contempló con horripilada fascinación los órganos vivientes, e incluso los embriones completos, que vivían vidas artificiales mantenidas por ingeniosos sistemas recirculatorios de vidrio y metal, y por una maquinaria automática exquisita.

No podía apreciar la técnica, pero le pareció deprimente. Ya casi había formado un juicio adverso de la plastobiología, cuando Napoleón, al tirar de sus faldas, le recordó que también producía algo bueno, además de horrores.

No entraron en la habitación "Segundo Día", que estaba ocupada por B'na Kreeth y sus colegas de la misma raza.

–No podríamos vivir ahí dentro, ¿comprenden? – explicó Blakesly.

Van Vogel asintió con la cabeza, y su esposa se apresuró a continuar su camino, no quería saber nada de los marcianos, ni siquiera tras plasticristal.

A partir de aquél, los edificios eran para la producción y desarrollo de trabajadores industriales. El "Tercer Día" se utilizaba para el desarrollo de las variaciones de antropoides que se requerían para satisfacer las siempre cambiantes necesidades de la industria. El "Cuarto Día" era un edificio muy grande enteramente dedicado a incubadores para la producción en serie de antropoides de tipos comerciales. Blakesly explicó que habían prescindido de los nacimientos naturales.

–Ese procedimiento permite un control exacto de las variaciones forzosas, como las del tamaño, y ahorra cientos de miles de horas de trabajo por parte de los antropoides hembras.

Marta van Vogel se quedó encantada con el "Quinto Día", el kindergarten de antropoides, donde los pequeñuelos aprendían a hablar y se acondicionaba al comportamiento social necesario para su situación en la vida. Trabajaban en tareas sencillas tales como la selección de botones y en hacer agujeros en montones de arena, y como recompensa y estímulo de un trabajo rápido y exacto recibían pedazos de caramelo.

El "Sexto Día" completaba la educación de los antropoides. Allí aprendían todos el trabajo inferior que cada uno de ellos debería practicar; limpiar, cavar, y en especial trabajos semiespecializados, tales como espigar, limpiar las malas hierbas y recolectar.

–Un agricultor Nisei con tres neochimpancés puede cultivar el triple de verduras que una docena de empleados agrícolas de los antiguos -afirmó Blakesly-. Cuando terminamos con ellos, verdaderamente les gusta trabajar.

Admiraron los trabajos increíblemente duros que realizaban los gorilas modificados, y se detuvieron a contemplar los pequeños neocapuchinos que recolectaban en elevados árboles, y luego siguieron hacia el "Séptimo Día".

Aquel edificio era utilizado para la mutación radioactiva de genes, y estaba por lo tanto situado a cierta distancia de los demás. Como la acera circulante estaba siendo reparada, tuvieron que ir andando, y el rodeo les llevó junto a los corrales y cobertizos de los trabajadores. Algunos de los trabajadores se acercaron a la tela metálica y comenzaron a gritar:

–¡Cigrillo! ¡Cigrillo! ¡Pofavó Missy, pofavó jefe! ¡Cigrillo!

–¿Qué están diciendo? – preguntó Marta van Vogel.

–Piden cigarrillos -respondió Blakesly, enojado-. Saben que no deben hacerlo, pero son como niños. Verá, pronto se callarán. – Se acercó a la cerca y gritó, dirigiéndose a un macho viejo-. ¡Eh, Jefe-paja!

El trabajador a quien se había dirigido llevaba, además del corto faldellín de costumbre, un brazal raído. Se volvió, y se acercó a la cerca.

–¡Jefe paja -ordenó Blakesly-, llévate de aquí a estos tipos!

–Bien, jefe -El viejo comenzó a dar de puñetazos a los que se encontraban más cerca-. ¡Fuera, sinvergüenzas, fuera!

–Pero yo tengo algunos cigarrillos -protestó Mrs. van Vogel- y me gustaría darles algunos.

–No conviene mimarles -le dijo el gerente-. Se les ha enseñado que las golosinas se ganan por medio del trabajo. Tengo que excusarme en nombre de mis pobres criaturas; esos que están en los corrales se están haciendo viejos, y se olvidan de sus buenos modales.

La dama no respondió, sino que avanzó a lo largo de la cerca hasta donde un viejo neochimpancé se apretaba junto a la tela metálica, mirándola con ojos dulces y trágicos, como los de un niño ante el escaparate de una confitería. No había tomado parte en la tumultuosa demanda de tabaco, y el Jefe paja no se había metido con él.

–¿Te gustaría un cigarrillo? – preguntó Marta.

–Pofavó, Missy.

Le dio uno encendido, que el otro aceptó con embarazado agradecimiento, y que aspiró profundamente, llenándose los pulmones, y dejando que el humo saliese lentamente por las narices; y luego dijo:

–Tacias, Missy. Yo Jerry.

–¿Cómo estás, Jerry?

–¿Cómo estás, Missy? – Se inclinó, doblando las rodillas, bajando la cabeza y juntando sus manos sobre el pecho, en un solo movimiento conjunto.

–Vámonos, Marta -Su esposo y Blakesly habían llegado hasta detrás de ella.

–En seguida -respondió-. Brownie, te presento a mi amigo Jerry. ¿Verdad que se parece al tío Albert? Salvo que tiene un aire tan triste. ¿Por qué estás tan triste, Jerry?

–No comprenden ideas abstractas -dijo Blakesly.

Pero Jerry le sorprendió.

–Jerry triste -anunció en un tono tan doliente que Marta van Vogel no supo si reír o llorar.

–¿Por qué, Jerry? – preguntó afectuosamente-. ¿Por qué estás tan triste?

–No trabajo -enunció-. No cigrillo. No carmelo. No trabajo.

–Todos esos son viejos trabajadores que ya no son de utilidad -repitió Blakesly-. La inactividad les perturba, pero no tenemos ningún trabajo que darles.

–Bueno -dijo Marta-. ¿Por qué no les hacen clasificar botones, o algo así, como hacen los pequeñuelos?

–No sabrían hacer ni eso -le respondió Blakesly-. Esos trabajadores son seniles.

–¡Jerry no es senil! Ya le han oído hablar.

–Bueno; quizá no lo sea. Un momento. – Se acercó al hombre-mono, que estaba en cuclillas y acariciaba la cabeza de Napoleón con un dedo que había pasado a través de la cerca-. ¡Tú, ven aquí!

Blakesly rebuscó alrededor del velloso cuello del trabajador y localizó una delgada cadena de acero de la cual pendía una etiqueta metálica. La estudió.

–Tiene usted razón -admitió-. No es verdaderamente viejo, pero su vista es mala. Recuerdo el lote; cataratas, resultado de una mutación desgraciada. – Y se encogió de hombros.

–Pero eso no es razón para dejar, que se consuman en la inactividad.

–Francamente, Mrs. van Vogel, no deberla usted contrariarse tanto. No están mucho tiempo en esos corrales, solamente unos cuantos días todo lo más.

–¡Ah! – respondió, algo ablandada-. Entonces es que tienen otro lugar a donde retirarlos. ¿Y allá les dan algo que hacer? Deberían hacerlo; Jerry quiere trabajar. ¿Verdad, Jerry?

El neochimpancé se había esforzado por seguir la conversación. Comprendió la última idea expresada, y sonrió.

–¡Jerry trabajar! ¡De veras! Buen trabajador. – Y dobló sus dedos, cerró los puños y exhibió sus pulgares totalmente opuestos.

Mr. Blakesly parecía estar bastante confuso.

–Francamente, Mrs. van Vogel, no es necesario. Verá usted… -Y se detuvo.

Van Vogel había estado escuchando irritado. Los entusiasmos de su esposa le molestaban, cuando no eran los suyos propios. Y además empezaba a culpar a Blakesly de su propio y reciente despilfarro, y tenía el presentimiento de que su esposa le haría pagar, muy afectuosamente, por su capricho.

Y, molesto con los dos, hizo una observación absolutamente desafortunada.

–No seas tonta, Marta. No los jubilan; los liquidan.

La idea tardó algo en ser comprendida, pero cuando lo fue, Marta van Vogel se enfureció.

–Cómo…, cómo… ¡Jamás oí cosa semejante! Deberían darse vergüenza. Usted…, usted… fusilaría a su propia abuela.

–¡Por favor, Mrs. van Vogel!

–Nada de "Mrs. van Vogel" Eso tiene que terminar, ¿me oye? – Y miró en derredor suyo, contemplando a los cientos de viejos trabajadores que había en ellos-. Es algo horrible. Les hacen trabajar hasta que ya no pueden más, luego les suprimen sus pequeños lujos, y se los sacan de delante. ¡Me extraña que no se los coman!

–Pues sí que se los comen -dijo brutalmente su esposo-. Comida para perros.

–¡Qué! Bueno; ¡terminaremos con eso!

–Mrs. van Vogel -suplicó Blakesly-. Permítame que le explique.

–¡Humm! Está bien. Y valdrá más que sea satisfactorio.

–Pues verá; es así… -Su mirada alcanzó a ver a Jerry, quien estaba junto a la cerca con preocupada expresión en sus facciones-. ¡Fuera, Jerry! – Jerry se apartó lentamente.

–Espera, Jerry -dijo Mrs. van Vogel, llamándole. Jerry se detuvo, incierto-. Dígale que vuelva -ordenó a Blakesly.

El gerente se mordió los labios, y luego llamó.

–Vuelve, Jerry -Mrs. van Vogel comenzaba francamente a molestarle, a pesar de su tendencia automática a inclinarse ante un crédito de alto nivel. Eso de que le enseñasen a llevar sus propios asuntos… ¡no faltaba más!– Mrs. van Vogel, admiro su espíritu humanitario, pero es que usted no se hace cargo de la situación. Nosotros comprendemos a nuestros trabajadores y hacemos lo que más les conviene. Mueren sin sufrimientos antes de que su incapacidad les perturbe. Viven vidas felices, más felices que la de usted o la mía. No hacemos sino suprimirles la peor parte. Y no olvide que esos pobres animales ni siquiera hubiesen nacido si no lo hubiésemos dispuesto así nosotros.

Pero Mrs. van Vogel denegó con la cabeza.

–¡Paparruchas! Veo que si me descuido empezará usted a citarme la Biblia. Eso se terminará, Mr. Blakesly. Le consideraré a usted personalmente responsable.

Blakesly asumió un aspecto sombrío:

–Mi responsabilidad es ante los directores.

–¿Se figura usted eso? – Abrió su bolsa y sacó el teléfono. Estaba tan nerviosa que no se preocupó de llamar directamente, sino que estableció contacto con el operador local.

–¿Fénix? Déme Great New York Murray Hill 9Q-4004, Sr. Haskell. Prioridad. Suscriptor de estrella 777. ¡Y rápido! – Permaneció en pie, golpeando el suelo y con la mirada fija, hasta que su gerente comercial respondió-: ¿Haskell? Aquí Marta von Vogel. ¿Cuántas acciones de Corporación "Trabajadores" tengo? No, no, eso no importa… ¿Qué tanto por ciento?… ¿Sí? Pues no es bastante. Quiero el 51 por ciento para mañana por la mañana… Bien, busque intermediarios, pero cómprelo…; no le he preguntado lo que costaría; le he dicho que lo compre. Póngase a la obra. – Desconectó repentinamente, y se volvió hacia su esposo-: Nos vamos, Brownie, y nos llevamos a Jerry con nosotros. Mr. Blakesly, ¿quiere tener la amabilidad de hacerlo sacar de aquel corral? Dale un cheque por lo que valga, Brownie.

–Pero, Marta…

–Estoy decidida, Brownie.

Mr. Blakesly carraspeó. Iba a resultar agradable poner en su sitio a aquella mujer.

–Los trabajadores no se venden nunca. Lo siento, pero es cuestión de política.

–Muy bien; entonces lo arrendaré a perpetuidad.

–Ese trabajador ha sido retirado del mercado del trabajo. No se arrienda.

–¿Es que voy a tener mas dificultades con usted?

–Como usted quiera, señora. Ese trabajador no está disponible en forma alguna, pero, como cortesía hacia usted, estoy dispuesto a transferirle su contrato, gratis. Deseo que usted sepa que la política de esta empresa se basa en una preocupación muy real por el bienestar de nuestros trabajadores, así como en una sana práctica comercial. Por lo tanto, nos reservamos el derecho de inspección en cualquier momento, para asegurarnos de que cuida usted adecuadamente a este trabajador.

"¡Eso le enseñará!", se dijo furiosamente Mr. Blakesly.

–Naturalmente. Gracias, Mr. Blakesly. Es usted muy amable.

El viaje de regreso a Great New York no resultó divertido. A Napoleón no le gustó, y lo hizo notorio; Jerry se portó pacientemente, pero se mareó. Cuando aterrizaron, los van Vogel habían dejado de hablarse.


–Lo siento, Mrs. van Vogel. No fue posible adquirir las acciones. Deberíamos haber encontrado un intermediario en el Grupo O'Toole, pero alguien las había comprometido una hora antes de que llegásemos nosotros.

–Blakesly.

–Sin duda. No debería haberle puesto al corriente; le dio tiempo a que avisase, a sus patronos.

–No pierda el tiempo indicándome los errores que cometí ayer. ¿Qué vamos a hacer hoy?

–Mi querida Mrs. van Vogel, ¿qué puedo hacer? Ejecutaré las instrucciones que tenga a bien darme.

–No diga tonterías. Usted es al parecer más listo que yo; para eso le pago: para que piense por mí.

Mr. Haskell parecía indefenso.

Su superior frotó un cigarrillo para encenderlo, con tanta furia, que lo rompió.

–¿Por qué no está Weinberg aquí?

–En verdad, Mrs. van Vogel, no hay ningún aspecto legal especial. Usted quiere las acciones; no podemos ni comprarlas ni comprometerlas. Por lo tanto…

–Pago a Weinberg para conocer los aspectos legales. Búsquelo.

Weinberg salía en aquel momento de su oficina.

Haskell le localizó por medio del circuito de persecución.

–Sidney -dijo Haskell-. Venga a mi oficina, ¿quiere? Aqui Oscar Haskell.

–Lo siento; ¿va bien a las cuatro?

–Sidney, ¡le necesito ahora! – interpuso la voz de su cliente-. Aquí, Marta van Vogel.

El pequeño hombre se encogió resignadamente de hombros.

–Voy en seguida -dijo. ¡Qué mujer! ¿Por qué no se habría retirado al cumplir los ciento veinticinco años, tal como le había pedido su esposa?

Diez minutos más tarde estaba escuchando las explicaciones de Haskell y las interrupciones de su cliente. Cuando hubieron terminado, extendió sus manos.

–¿Y qué puede usted esperar, Mrs. van Vogel? Aquellos trabajadores son enseres. No ha podido usted adquirir los derechos de propiedad correspondientes, y le han frustrado a usted. Pero no comprendo por qué está usted tan enojada. Le han regalado el trabajador cuya vida deseaba proteger.

Mrs. van Vogel habló con determinación, respondiéndole:

–Eso no es lo importante. ¿Qué significa un trabajador entre millones de ellos? ¡Lo que quiero es detener esa mortandad!

Weinberg meneó la cabeza.

–Si pudiese usted probar que los métodos que siguen para liquidar a esos animales son inhumanos, o que descuidan su bienestar físico antes de destruirlos, o que tal destrucción es injustificable…

–¿Injustificable? Evidentemente lo es.

–Probablemente no en un sentido legal, mi estimada señora. Hubo un caso, de Julius Hartman y otros contra la herencia Hartman, en 1972, según creo, en el cual se otorgó una orden permanente prohibiendo llevar a cabo una de las cláusulas del testamento que exigía la destrucción de una valiosa colección de gatos persas. Pero para poder mantener aquí tal teoría sería preciso poder demostrar que esas criaturas, después de jubiladas, son a pesar de ello de más valor vivas que muertas. No se puede obligar a que una persona conserve unos enseres que ocasionan pérdidas.

–Mire, Sidney, no le llamé para que me explicase la manera de no hacerlo. Si lo que quiero no es legal, haga que se apruebe una ley.

Weinberg miró a Haskell, quien tenía el aspecto de estar embarazado, y respondió:

–Pues bien, es que en realidad ocurre, Mrs. van Vogel, que nos hemos puesto de acuerdo con los demás miembros de la Asociación Republicana para no subvencionar ninguna legislación durante el término de la administración actual.

–¡Qué ridiculez! ¿Y por qué?

–El Grupo Legislativo ha propuesto un nuevo código de acción correcta con una escala progresiva en perjuicio de los pudientes, que nosotros consideramos del todo injusto, que suena muy bien, que prevé disposiciones especiales para honorarios nominales en el caso de cuentas particulares de veteranos, y otras cosas semejantes, pero de hecho el código es para confiscar. De entrar en vigencia tal código, ni siquiera la Fundación Briggs podría permitirse un adecuado interés en los asuntos públicos.

–¡Hura! Bien están las cosas cuando los legisladores forman uniones; son profesionales. Se debería poder competir en el soborno. Consiga un mandato en contra de ellos.

–Mrs. van Vogel -protestó Weinberg-, ¿cómo cree usted que voy a poder conseguir una orden en contra de una organización que no tiene existencia legal? En sentido legal no existe tal Grupo Legislativo, en la misma forma en que la costumbre de apoyar la legislación por medio de subvenciones tampoco tiene existencia legal.

–¡Y los niños vienen de París! Dejen de hacerme perder el tiempo, señores. ¿Qué vamos a hacer?

Weinberg habló cuando se dio cuenta de que Haskell no iba a hacerlo:

–Mrs. van Vogel, creo que deberíamos emplear a un abogado especialista en asuntos espinosos.

–Nunca empleo esa clase de especialistas; no comprendo su manera de pensar. No soy más que una mujer de su casa, Sidney.

Mr. Weinberg se asombró ante la descripción que su clienta hacía de si misma, y anotó mentalmente que no debía permitir que se enterase de que los honorarios del especialista que él mantenía en su plantilla corrían a cargo de Mrs. van Vogel. Tal como lo requerían las apariencias, él no era sino un abogado corriente, pero hacía ya tiempo que había descubierto que los problemas de Marta van Vogel requerían a veces la asistencia de otras ramas legales más exóticas.

–El hombre a quien me refiero es un artista creador -insistió-. No es necesario comprenderle, de la misma manera que no es necesario comprender a un compositor para apreciar una sinfonía. Le recomiendo a usted que, por lo menos, hable con él.

–Bueno, pues; hágalo venir.

–¿Aquí? Pero, ¡querida señora! – Haskell parecía anonadado, y Weinberg estaba asombrado-. Si se supiese que usted había consultado a ese hombre, no solamente sería rechazada cualquier petición que usted presentase a los tribunales, sino que perjudicaría durante años enteros todos los intereses de la empresa Briggs.

Mrs. van Vogel se encogió de hombros.

–Ustedes los hombres nunca comprenderán mi manera de pensar. ¿Por qué no se podrá consultar a un especialista de la misma manera que se consulta a un astrólogo?


James Roderick McCoy no era muy corpulento, pero lo parecía. Conseguía dominar incluso una habitación tan grande como el salón de Mrs. van Vogel. Su tarjeta profesional decía:


J. R. McCoy "El verdadero McCoy"


Abogado especialista con licencia.

Arreglos.

Contactos especiales. Puntos de

vista.

Se garantiza todo el trabajo.


Teléfono Skyline 9-8M4554.

Pregúntese por Mac.

El número indicado era el de la sala de billares del Club de los Tres Planetas. No perdía el tiempo con oficinas, y llevaba su fichero en la cabeza, el único lugar seguro.


Estaba sentado sobre el suelo, tratando de enseñar a Jerry a jugar a los dados, mientras Mrs. van Vogel explicaba su problema.

–¿Qué le parece, Mr. McCoy? ¿No podríamos intentarlo a través de la Protectora de Animales y Plantas? Mi departamento de propaganda podría darle prominencia.

McCoy se levantó.

–Jerry no está tan mal de la vista; me cogió tratando de hacer trampas. No -prosiguió-. La Protectora no serviría. Es precisamente lo que los "Trabajadores" esperan. Estarían preparados para demostrar que en realidad a los antropoides les gusta que los maten.

Jerry hizo sonar los dados, esperanzado.

–Nada más ahora, Jerry; vete.

–Bien, Jefe. – El hombre mono se levantó y se dirigió al gran estéreo que llenaba un rincón de la habitación. Napoleón le siguió y lo puso en marcha. Jerry oprimió un botón selector y salió un cantor irte jazz. Napoleón inmediatamente oprimió otro y luego otro, hasta que obtuvo una banda de música chillona y popular. Y se quedó allí, marcando el ritmo con su trompa.

Jerry puso cara de ofendido y volvió a conectar su cantor de jazz. Pero Napoleón, testarudo, extendió su nariz prensil, y apagó el aparato.

Jerry soltó un taco.

–¡Chicos! – exclamó Mrs. van Vogel-. Basta de peleas. Jerry, deja que Napoleón ponga lo que quiera. Tú podrás poner lo que quieras cuando Napoleón esté haciendo la siesta.

–Está bien, Missy Jefe.

McCoy se mostró interesado.

–¿Le gusta la música a Jerry?

–¿Si le gusta? La adora. Ha estado aprendiendo a cantar.

–¿Cómo? Pues tengo que oírle.

–En seguida. Napi, apaga el estéreo. – El elefante obedeció, pero consiguió asumir un aire ofendido-. Vamos, Jerry. "Campanitas". – Y le ayudó a comenzar:

–Campanitas, campanitas, campanitas todo el día… -y Jerry continuó:

–Capailas, capailas, capailas loro elia. ¡Oh qué divelio el lineo de un caballo!…

Era desafinado y terrible. Estaba ridículo, batiendo incesantemente el ritmo con su pie plano; pero era canto al fin y al cabo.

–Pues no está mal -comentó McCoy-. Lástima que Napi no sepa hablar…, tendríamos un dúo.

Jerry pareció sorprendido:

–Napi hablar bien -dijo. Se inclinó sobre el elefante y le habló. Napoleón gruñó y le contestó mugiendo-. ¿Ves, Jefe? – dijo triunfalmente Jerry.

–¿Qué ha dicho?

–Dice "¿Puede Napi poner estéreo ahora?"

–Está bien, Jerry -intercedió Mrs. van Vogel.

El hombre mono susurró algo al oído de su amigo. Napoleón chilló, pero no puso el estéreo.

–¡Jerry! – exclamó su ama-. No dije nada de eso. No tienes por qué poner tu cantor de jazz. Apártate, Jerry. Napi, puedes poner lo que quieras.

–¿Quiere usted decir que trató de hacer trampa? – preguntó con interés McCoy.

–Sin duda.

–¡Hum! Evidentemente Jerry es un verdadero ciudadano en potencia. Si le afeitas y le pones zapatos quedará muy bien para el barrio donde yo me crié. – Y se quedó contemplando al antropoide. Jerry le devolvió la mirada, perplejo pero paciente. Mrs. van Vogel había tirado el sucio faldón de tela que era al mismo tiempo emblema de su servidumbre y concesión a la decencia, y lo había sustituido por un traje de guerrero escocés del clan Cameron, incluso con bolsa y gorro.

–¿Cree usted que podría aprender a tocar la gaita? – preguntó McCoy-. Empiezo a enfocar el asunto.

–Pues, no sé. ¿Qué idea tiene?

McCoy se sentó con las piernas cruzadas, y comenzó a hacer rodar los dados distraídamente.

–No importa -dijo-, ese enfoque no serviría. Pero nos vamos acercando. ¿Dice usted que Jerry todavía pertenece a la Corporación?

–Nominalmente, sí. Dudo mucho de que traten nunca de recobrarlo.

–Me gustaría que lo intentasen. – Echó una vez más los dados y se levantó-. Eso está en el saco, hermana. Olvídese. Quiero hablar con el agente de publicidad de usted, pero no hace falta que se preocupe usted más.


Es cierto que Mrs. van Vogel debería haber llamado antes de entrar en la habitación de su esposo; pero si lo hubiese hecho no se hubiese enterado de lo que estaba diciendo, ni a quién se lo decía.

–Exactamente -su esposa le oyó decir-, ya no lo necesitamos. Lléveselo, y cuanto antes mejor. Asegúrese de que los hombres que envíe traigan consigo una orden firmada dándonos instrucciones para que se lo devolvamos.

Como ella no había comprendido la conversación, no sintió aprensión ninguna y si solamente curiosidad. Miró la pantalla del video por encima del hombro de su esposo.

Allá vio la cara de Blakesly y su voz estaba diciendo:

–Muy bien, Mr. van Vogel; mañana pasaremos a recoger el antropoide.

Mrs. van Vogel se acercó a la pantalla.

–Un momento, Mr. Blakesly. – Y luego, volviéndose a su esposo-: Brownie, ¿qué demonios estás haciendo?

La expresión que sorprendió en la cara de su marido era una que no le había sido nunca dado contemplar.

–¿Por qué no llamaste?

–Quizá vale más que no lo haya hecho. Brownie, ¿es que te oí bien? ¿Estabas diciendo a Mr. Blakesly que pasase a recoger a Jerry? – Y se volvió hacia la pantalla-. ¿Era eso, Mr. Blakesly?

–Es cierto, Mrs. van Vogel. Y debo añadir que esta confusión es por demás…

–Déjelo correr. – Se volvió de nuevo-. Brownie, ¿qué puedes decir en defensa tuya?

–Marta, te estás portando de un modo absurdo. Entre el elefante y el mono, este sitio se ha convertido en un parque zoológico. Esta mañana hasta sorprendí a tu querido Jerry fumándose mis cigarros especiales, personales… para no citar el hecho de que los dos se pasan el día con el estéreo en marcha, y que no es posible tener un momento de paz. No tengo por qué soportar estas cosas en mi propia casa.

–¿En casa de quién, Brownie?

–Eso no tiene nada que ver. No toleraré que…

–No importa. – Se volvió hacia la pantalla-. Al parecer mi esposo ha perdido la afición a los animales exóticos. Mr. Blakesly, anule el pedido del pegaso.

–¡Marta!

–Para que te vayas enterando. Pagaré tus caprichos, pero no estoy dispuesta a pagar tus locuras. El contrato queda anulado, Mr. Blakesly. Mr. Haskell se entenderá acerca de los detalles.

Blakesly se encogió de hombros.

–Como es lógico, ese comportamiento caprichoso le costará. La penalidad…

–He dicho que Mr. Haskell se entenderá acerca de los detalles. Y otra cosa, señor Gerente Blakesly, ¿ha hecho usted lo que le dije?

–¿Qué quiere usted decir?

–Lo sabe usted perfectamente. ¿Es que aquellas pobres criaturas están aún sanas y salvas?

–Eso no le importa a usted nada.

La verdad era que había suspendido las matanzas; los directores no habían querido arriesgarse en tanto no viesen lo que podía conseguir el trust Briggs, pero Blakesly no quería darle la satisfacción de que ella lo supiese.

Mrs. van Vogel le miró de arriba abajo.

–Conque no, ¿verdad? Pues bien, recuerde bien esto, miserable avefría: le considero a usted responsable personalmente. Si uno solo de ellos se muere, de lo que sea, me haré una alfombra con el pellejo de usted.

Desconectó bruscamente y se volvió hacia su esposo.

–Brownie…

–No vale la pena de decir nada -la interrumpió, en el tono tajante que acostumbraba a utilizar para dominarla-. Estaré en el Club. ¡Adiós!

–Eso era precisamente lo que iba a proponer.

–¿Qué?

–Te enviaré tus ropas. ¿Tienes algo más en la casa?

Él la contempló asombrado.

–No digas tonterías, Marta.

–No estoy diciendo tonterías. – Le miró de arriba abajo-. La verdad es que tienes buen tipo, Brownie. Me figuro que fui muy estúpida al creer que podía comprarme un buen pedazo de hombre con mi libro de cheques. Supongo que las chicas los consiguen gratis, o no los consiguen de ningún modo. Gracias por la lección. – Se volvió, y se fue a sus habitaciones dando un portazo.

Cinco minutos más tarde, después de reparado el maquillaje y de haber tranquilizado los nervios con un poco de Vuela-Bien, llamó a la sala de billares del Club Tres Planetas. McCoy se acercó a la pantalla con un taco en la mano.

–Oh, es usted, mi gatita. Bien, abrevie, la partida va muy en serio.

–Se trata de negocios.

–Bueno, bueno, ¿qué quiere?

Le contó lo más esencial:

–Siento haber anulado el contrato del caballo volador, Mr. McCoy. Espero que no hará su trabajo más difícil. Lamento haber perdido la calma.

–Magnifico. Vuélvala a perder.

–¿Eh?

–Vamos por buen camino. Vuelva a llamar a Blakesly. Dígale que no le envié los procuradores, o que los hará disecar para que sirvan de perchas. Desafíele a que se lleve a Jerry.

–No le comprendo.

–Ni tiene por qué, chiquilla. Pero recuerde esto: no es posible hacer que el toro embista si no se le enfurece. Haga que Weinberg consiga un interdicto provisional prohibiendo a Corporación Trabajadores que reclame a Jerry. Dígale a su agente de publicidad que me llame. Luego llame a los chicos de la prensa y dígales lo que piensa de Blakesly; y que sea bien desagradable. Dígales que está decidida a terminar con esos asesinatos en masa, aunque le cueste hasta su último céntimo.

–Bueno… está bien. ¿Vendrá usted a verme antes de que hable con ellos?

–No. Tengo que acabar mi partida. Quizá mañana. No se preocupe por haber anulado aquel contrato idiota del caballo con alas. Siempre me pareció que a su marido le faltaba un tornillo, y además se ha ahorrado algo que vale la pena. Y que necesitará para cuando le envíe mi cuenta, ¡Será buena, ya verá! ¡Adiós!


Las brillantes letras recorrían los costados del edificio del Times: "La mujer más rica del mundo se lanza a la lucha en defensa del hombre mono." Sobre la gigantesca pantalla de video aparecía una imagen de Jerry en su ridículo traje de jefe de las Highlands. Un pequeño ejército de policías particulares rodeaba la casa de Briggs de la ciudad, mientras Mrs. van Vogel informaba a todo el que quería escuchar, incluyendo a diversas agencias de noticias, que estaba dispuesta a defender a Jerry personalmente y hasta la muerte.

La oficina de relaciones públicas de la Corporación "Trabajadores" negó tener intención ninguna de apoderarse de Jerry; pero su desmentida no les sirvió de nada.

Entre tanto, los técnicos iban instalando circuitos suplementarios en la sala de justicia mayor de la ciudad, pues un tal Jerry (sin apellido), a quien se describía como un residente legal y permanente en estos Estados Unidos, había solicitado un interdicto contra la persona jurídica "Trabajadores", sus jefes, empleados, sucesores o delegados, prohibiéndoles que le hiciesen ningún daño, y en particular prohibiéndoles matarle.

Jerry presentaba la demanda a través de su abogado, el honorable, distinguido y pomposamente respetable Augustus Pomfrey, en nombre propio.


Marta van Vogel no era sino un espectador en el juicio, pero estaba rodeada de secretarios, guardas, doncellas, agentes de publicidad y hombres de paja, y tenía una cámara de televisión para ella sola. Estaba nerviosa. McCoy había insistido en instruir a Pomfrey a través de Weinberg, a fin de que Pomfrey no se enterase de que era ayudada por un "especialista". Por lo que a ella se refería, tenía su opinión propia acerca de Pomfrey…

McCoy había insistido en que Jerry no llevase su hermoso traje nuevo, sino que lo había vestido con un "mono" descolorido, y chaquetilla. A Mrs. van Vogel aquello le parecía teatro barato.

El propio Jerry la preocupaba. Parecía confuso por la luz y los ruidos y la gente, y a punto de hundirse.

Y McCoy se había negado a ir al juicio con ella. Le había dicho que era completamente imposible, y que su sola presencia antagonizaría al tribunal, y Weinberg había estado de acuerdo en ello. ¡Hombres! ¡Qué tortuosas eran sus mentes! Parecía que les gustaba las maneras tortuosas de hacer las cosas. Todo aquello le confirmó en su opinión de que no se debería permitir que los hombres votasen.

Pero sin la presencia inmediata de la fácil confianza en si mismo de McCoy, se sintió algo perdida. Al estar lejos de él se preguntaba cómo era que había confiado una cuestión de tal importancia a un saltimbanqui irresponsable, a un payaso con sesos de pájaro, de la categoría de McCoy. Se mordía las uñas, y deseaba que él hubiese estado presente.

El equipo de abogados que representaba a la Corporación "Trabajadores" comenzó por proponer que se rechazase la acción sin celebración de juicio, alegando que Jerry era un enser de la Corporación, una parte integral de la misma, y que era por lo tanto incapaz de proceder contra ella como lo es el dedo pulgar de proceder contra el cerebro.

El Honorable Augustus Pomfrey apareció realmente con la prestancia de un hombre de estado, cuando saludó al tribunal y a sus antagonistas.

–Es realmente extraño -comenzó diciendo- oír la voz de segunda mano de una ficción legal, de una entidad imaginaria y sin alma, llamada persona jurídica, que mantiene que una criatura de carne y hueso, un ser de esperanzas, ansias y pasiones, no tiene existencia legal. Veo junto a mi a mi pobre primo Jerry. – Golpeó amistosamente la espalda de Jerry, quien, necesitado de apoyo moral, deslizó una mano en la del abogado. Aquello cayó muy bien.

–Y cuando busco esa fantasía abstracta "Trabajadores", ¿qué es lo que encuentro? Nada. Palabras sobre un papel, pliegos firmados…

–Con permiso del Tribunal, una pregunta -interpuso el abogado principal de la oposición-. ¿Es que el ilustre letrado pretende mantener que una sociedad anónima no puede ser propietaria?

–¿Responderá el abogado demandante? – preguntó el juez.

–Gracias. Mi estimado colega ha presentado una ficción. Lo único que he mantenido es que la cuestión de si Jerry es un enser de la Corporación "Trabajadores", es indiferente; ni es esencial, ni viene a cuento. Yo soy parte de la corporación ciudad de Great New York; pero ¿es que eso me priva de mis derechos personales como individuo de carne y hueso? La verdad es que ni siquiera me priva de mi derecho a demandar a tal corporación cívica de la cual formo parte, si estimo que he sido perjudicado por ella.

»Nos encontramos aquí hoy, más a la luz de la equidad que dentro de los estrechos y fríos confines de la ley. Parece que ha llegado la hora de ocuparnos de las extrañas absurdidades en que vivimos, donde una inexistente entidad de papel, y una ficción legal, pueden negar la existencia de este pobre pariente nuestro. Solicito que los sabios letrados de la corporación estipulen que Jerry existe efectivamente, y que prosigamos con la demanda.

Aquellos conferenciaron y respondieron:

–No.

–Muy bien. Mi cliente solicita ser examinado para que el tribunal pueda determinar su estado y condición.

–¡Objeción! Este antropoide no puede ser examinado; no es sino un enser del demandado.

–Eso es precisamente lo que debemos determinar -respondió secamente el juez-. Se rechaza la objeción.

–Ve y siéntate en aquella silla, Jerry.

–¡Objeción! Este animal no puede prestar juramento. Es algo que no puede comprender.

–¿Qué responde a eso, abogado del demandante?

–Con permiso del Tribunal -respondió Pomfrey-, lo más sencillo es hacer que se siente en la silla y averiguarlo.

–Que se adelante; el escribiente tomará el juramento. – Marta van Vogel se agarró a los brazos de su silla; McCoy se había pasado toda una semana adiestrándole para aquel momento. ¿Lo soportaría la pobre bestia, sin McCoy para guiarle?

El escribiente masculló el juramento; Jerry le miró perplejo, pero paciente.

–Señoría -dijo Pomfrey-, cuando un niño pequeño debe prestar declaración, se acostumbra a permitir cierta latitud en la fórmula a fin de ajustarse a su capacidad mental. ¿Se me permite? – Y se adelantó hacia Jerry.

–Jerry, hijo mío, ¿eres un buen trabajador?

–¡Si, seguro! ¡Jerry buen trabajador!

–Quizá mal trabajador, ¿eh? Perezoso, se esconde del Jefe paja.

–¡No, no, no! Jerry buen trabajador. Cava. Deshierba. No arranca verduras. Arranca malas hierbas. Trabaja mucho.

–Ustedes verán -dijo Pomfrey dirigiéndose al Tribunal- que mi cliente tiene ideas bien definidas acerca de lo que es cierto y de lo que es falso. Intentemos ahora averiguar si tiene o no ideas morales que le impulsen a decir la verdad.

–Jerry.

–Sí, Jefe.

Pomfrey extendió su mano enfrente de la cara del antropoide.

–¿Cuántos dedos ves?

Jerry extendió la mano y los contó:

–Uno, dos, tres, cuatro, ¡ah!, cinco.

–¿Seis dedos, Jerry?

–Cinco, Jefe.

–Seis dedos, Jerry; te daré un cigarrillo. Seis.

–Cinco, Jefe. Jerry no hace trampas.

Pomfrey extendió sus manos.

–¿Le aceptará el Tribunal?

El Tribunal le aceptó. Marta van Vogel suspiró. Jerry no sabía contar muy bien, y ella había tenido miedo de que se olvidara de lo que le habían enseñado y aceptara el soborno. Pero le habían prometido todos los cigarrillos que quisiese, y además chocolate, si se acordaba de insistir en que cinco son cinco.

–Supongo -prosiguió Pomfrey- que ha sido aceptado el punto. Jerry es una entidad; si puede ser aceptado como testigo, es entonces evidente que puede actuar como demandante. ¿Están de acuerdo mis apreciados colegas?

La Corporación de Trabajadores aceptó, por medio de su batería de abogados; y justo a tiempo, pues el juez empezaba a enfurruñarse. La pequeña ceremonia le había impresionado mucho.

La marea le acompañaba, y Pomfrey se aprovechó de ello.

–Si el Tribunal lo permite, y acceden a ellos los consejeros del demandado, podemos acortar el proceso. Enunciaré la teoría en virtud de la cual hacemos nuestra petición, y luego, por medio de unas cuantas preguntas será posible resolverla en un sentido u otro. Solicito que se admita que la Corporación Trabajadores tenía la intención de privar de la vida a mi cliente, por intermedio de sus servidores.

La propuesta no fue aceptada.

–¿De veras? Entonces solicito que el Tribunal se dé por enterado oficialmente de que estos trabajadores antropoides son destruidos cuando ya no pueden producir beneficios; por lo tanto voy a llamar a testigos, comenzando por Horace Blakesly, para demostrar que Jerry estaba, y probablemente está aún, condenado a muerte.

Después de otra apresurada conferencia los demandados admitieron que, efectivamente, Jerry había sido destinado a la eutanasia.

–Pues ahora -dijo Pomfrey- enunciaré mi teoría. Jerry no es un animal, sino un hombre. No es legal matarlo; es asesinato.


Primeramente reinó el silencio, y luego el publico emitió un suspiro asombrado. La gente se había acostumbrado a animales que hablaban y trabajaban, pero no estaba más preparada a considerarlos personas humanas de lo que los altivos ciudadanos romanos habían estado dispuestos a admitir sentimientos humanos en sus esclavos bárbaros.

Pomfrey prosiguió atacando mientras estaban aún desconcertados.

–¿Qué es un hombre? ¿Una colección de células y tejidos vivientes? ¿Una ficción legal como esa persona "corporativa" que querría privar de vida al pobre Jerry? No, un hombre no es ninguna de esas cosas. Un hombre es una colección de esperanzas y temores, de deseos humanos, de aspiraciones más elevadas que él mismo, algo más que el barro del cual procede, y algo menos que el Creador que lo formó de aquel barro. Se ha sacado a Jerry de la selva, y con él se ha hecho algo superior a las pobres criaturas que fueron sus antepasados, lo mismo que vosotros y que yo. Pedimos que el Tribunal reconozca su condición humana.

Los abogados de la oposición se dieron cuenta de que el Tribunal había sido afectado, y contraatacaron rápidamente. Mantuvieron que un antropoide no puede ser un hombre, pues carece de forma, y de inteligencia humanas. Pomfrey llamó a su primer testigo, Master B'na Kreeth.

El mal genio acostumbrado del marciano no había precisamente mejorado al haber sido obligado a esperar durante tres días en un tanque de viaje, y por la indignidad de haber tenido que interrumpir sus investigaciones para tomar parte en las infantiles querellas los terrestres.

Se produjeron aún más demoras que le irritaron, cuando Pomfrey tuvo que obligar a los abogados de la Corporación a que aceptasen a B'na como testigo experto. Querían rechazarle, pero no podían, pues era su propio Director de Investigaciones. Y además controlaba el voto de las acciones de "Trabajadores" propiedad de marcianos, hecho que no se mencionó, pero que coartaba sus movimientos.

Y más demora mientras llegaba un intérprete para ayudar a tomar el juramento a B'na Kreeth, pues éste, independiente como todos los marcianos, no se había nunca preocupado de aprender inglés.

En respuesta a la demanda de que dijese la verdad, toda la verdad, etc., estuvo chirriando y gorjeando buen rato, hasta que el intérprete puso cara de angustia.

–Dice que no puede hacerlo -informó al juez.

Pomfrey pidió una traducción exacta.

El intérprete miró al juez con inquietud.

–Dice que si dijese toda la verdad, ustedes, necios que son; bueno, "necios" no es la palabra exacta es una palabra marciana que designa a una especie de gusano sin cabeza. No la entenderían.

El Tribunal discutió por unos momentos la posibilidad de sancionarle por desacato, pero cuando el marciano comprendió que podía ser forzado a permanecer treinta días en el tanque, arrió sus velas y accedió a decir la verdad tan adecuadamente como le fuese posible. Fue aceptado como testigo.

–¿Es usted un hombre? – preguntó Pomfrey.

Según las leyes de ustedes, soy un hombre.

–¿En virtud de qué teoría? Su cuerpo no es como el nuestro; ni siquiera puede usted vivir en nuestro aire. No habla nuestro idioma, y sus ideas son para nosotros extrañas. ¿Cómo puede ser usted un hombre?

El marciano contestó con cautela:

Voy a citar el Tratado Terra-Marciano, que es preciso aceptar como suprema ley: "Todos los miembros de la Gran Raza, mientras residen en el Tercer Planeta, disfrutarán de los derechos y prerrogativas de la raza nativa dominante en el Tercer Planeta." Esta cláusula ha sido interpretada por el Tribunal Biplanetario en el sentido de que los miembros de la Gran Raza son "hombres", aunque sean otra cosa.

–¿Por qué se refiere a los de su clase como a Gran Raza?

Por su superior inteligencia.

–¿Superior a la de los hombres?

Somos hombres.

–¿Superior a la inteligencia de los hombres terrestres?

Eso es evidente por si mismo.

–¿De la misma manera en que nosotros somos superiores en inteligencia a este pobre Jerry?

Eso no es evidente por si mismo.

–He terminado con el testigo.

Más les hubiese valido a los abogados de la oposición dejar ahí las cosas; pero en lugar de eso intentaron que B'na Kreeth definiese las diferencias en inteligencia entre los humanos y los trabajadores antropoides. Master B'na explicó detalladamente que las diferencias de cultura enmascaraban las diferencias intrínsecas, y que, en todo caso, tanto los antropoides como los hombres utilizaban tan poco sus respectivas inteligencias potenciales que era verdaderamente demasiado pronto para determinar cuál de las dos razas sería eventualmente la raza superior del Tercer Planeta.

Había apenas comenzado a discutir cómo se podría criar una raza verdaderamente superior combinando las mejores características de los antropoides y de los hombres, cuando se le ordenó apresuradamente que "bajase".

–Con la venia del Tribunal -dijo Pomfrey-, no hemos propuesto nosotros esa teoría; no hemos hecho sino refutar la pretensión de que para la condición humana sean necesarias cierta forma y un grado determinado de inteligencia. Y ahora pido que se llame nuevamente al demandante para que el Tribunal determine si es, en verdad, humano.

–Con la venia del Tribunal… -La batería de abogados había estado consultando desde que se habían llevado el tanque de B'na Kreeth; ahora habló el letrado director.

–El objeto de la petición parece ser el de proteger la vida de este enser. No hay necesidad de prolongar esta acción; el demandado se compromete a permitir que este enser muera de muerte natural en manos de su custodio, y pide que se dé por terminada la acción.

–¿Qué dice usted a eso? – preguntó el Tribunal a Pomfrey.

Pomfrey se envolvió en su toga con gesto ampuloso.

–No hemos venido a solicitar la caridad de la Corporación, sino la justicia del Tribunal. Pedimos que se establezca legalmente la humanidad de Jerry. Que no pueda votar, que no pueda tener propiedades, que no se le exima de disposiciones policiales adecuadas a su grupo; pero sí pedimos que se admita que es por lo menos tan humano como ese monstruo de acuario que acaba de ser sacado de esta sala…

El juez se volvió a Jerry:

–¿Es eso lo que quieres, Jerry?

Jerry miró inquieto a Pomfrey, y contestó:

–Sí, Jefe.

–Un momento… -el jefe de la oposición legal estaba visiblemente agitado-. Ruego al Tribunal que considere que una sentencia de esta naturaleza podría afectar una práctica comercial establecida de antiguo, y necesaria para la vida económica de…

–¡Objeción! – Pomfrey se alzó de un salto, indignado-. Jamás oí un intento más escandaloso de influir sobre una decisión. Mi apreciado colega podría con igual fundamento solicitar que decidiese sobre un asesinato por consideraciones políticas. Protesto…

–No importa -dijo el Tribunal-. La propuesta no se toma en cuenta. Continúe con los testigos.

Pomfrey se inclinó.

–Estamos explorando el significado de esta cosa llamada "humanidad". Ya hemos visto que no es cuestión de forma, raza, ni planeta de nacimiento, ni tampoco de agudeza mental. A decir verdad, no puede ser definida, pero si puede ser percibida. Va de corazón a corazón, de espíritu a espíritu. – Se volvió a Jerry-. Jerry, ¿quieres cantar tu nueva canción al juez?

–Desde luego. – Jerry contempló algo intimidado las cámaras que giraban, los micrófonos, y carraspeó;


Aya bajo en Suani Riber,

Muy, muy, lejos,

Aya se vuelve mi corasón…


El aplauso le asustó, y los golpes del mazo del juez acabaron de espantarle, pero no importaba. No se podía dudar ya del resultado. Jerry era un hombre.


FIN



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17/10/2009


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