12
El detective y el carpe diem
La noche de la fiesta de carpe diem, impera en el jardín el silencio de un actor que contuviera el aliento entre bambalinas mientras recita sus frases para sus adentros.
Las copas de champán forman filas ordenadas encima de las mesas, se han erigido carpas privadas para albergar los vicios extraplanetarios más exóticos, y las luciérnagas de anebladores todavía no se han encendido. Una orquesta de Aletargados afina las partes del cuerpo que les sirven de instrumentos, creando una delicada cacofonía de viento. Un experto en fuegos artificiales, tocado con un sombrero de copa, se entretiene colocando cohetes multicolores en un armatoste que recuerda a un órgano en miniatura.
—Bueno, monsieur detective, ¿qué le parece? —pregunta Unruh. Se ha vestido de Sol Jovis, el último día de la semana del calendario dariano. Los colores del gigante gaseoso, desaparecido hace ya mucho tiempo, se irisan sobre la tela de su túnica; a la sombra de los árboles, emite delicados destellos blancos y rojos.
—No tiene nada que envidiar a las fiestas de la antigua Corona —dice Isidore.
—¡Ja! Sí. Se me ocurren formas mucho peores de emplear unos cuantos cientos de megasegundos, eso seguro —Unruh consulta su Reloj, unido al chaleco por una leontina y asombrosamente sencillo: una esfera negra con una sola manilla dorada—. ¿Cuándo estima que se producirá el robo?
—Estamos preparados para cualquier eventualidad. Le Flambeur o no, tendrá que sudar si quiere llevarse el botín.
En realidad, las medidas de seguridad se reducen a un puñado de ágoras distribuidas estratégicamente y varios Aletargados de servicio adicionales que Odette ha alquilado a la Voz: Aletargados de asalto antifoboi equipados con un arsenal de sensores especializados. Isidore espera que sea suficiente. Había contemplado la posibilidad de instalar instrumentos más complejos, para lo que necesitaría tecnología del mercado negro, pero al final concluyó que presentarían más inconvenientes que ventajas.
—Así se habla. —Unruh le da una palmadita en el hombro—. ¿Sabe? Todavía no hemos dicho ni una palabra de sus honorarios.
—Monsieur Unruh, le aseguro que…
—Sí, sí, muy noble por su parte, pero quiero que se quede con la biblioteca. Quizá usted sea capaz de entenderla. O quémelo todo. Odette ya ha redactado el contrato; me aseguraré de transferirle el gevulot antes de que acabe la velada.
Isidore se queda mirando fijamente al milenario.
—Gracias.
—No hay de qué. Limítese a ponerle las cosas difíciles a nuestro invitado. No vendrá usted acompañado esta noche, por casualidad.
Isidore sacude la cabeza.
—Lástima. En fin, tengo depravaciones a las que entregarme antes de morir. Con su permiso.
Isidore supervisa los preparativos durante un rato e instruye a los Aletargados —criaturas bajas, como panteras negras recubiertas de estilizados caparazones— que patrullen los alrededores. A continuación encamina sus pasos hacia una de las habitaciones de invitados, donde le han preparado su disfraz de Sol Lunae. Sigue pareciéndole un poco afeminado, demasiado ceñido donde no debería. Se lo pone de todas formas. Lo asalta el presentimiento de que le falta algo, y se da cuenta de que lleva el anillo de entrelazamiento en el bolsillo del pantalón. Lo saca y lo ensarta en la cadena de su Reloj. Piensa:
De modo que esto es el pánico escénico.
Raymonde y yo llegamos a la fiesta con un retraso razonable, igual que el resto de los invitados. A nuestro alrededor, los aracnotaxis escupen una riada de personas trajeadas, sedas xantheanas de ensueño, encajes y materia inteligente. Puesto que el tema de la fiesta es el Tiempo, abundan los dioses indios y las diosas del calendario dariano, los planetas y las estrellas, y, por supuesto, los Relojes exhibidos a la vista de todos.
—No me puedo creer que me dejara convencer para esto —dice Raymonde. Un deslumbrante Aletargado de servicio humanoide uniformado, con la cara esculpida oculta tras una máscara, comprueba nuestras comemorias de invitación y nos guía entre la multitud que paulatinamente inunda el jardín con forma de reloj de sol, escindiéndose en corrillos. El tintineo de las copas, la melancólica sinfonía de ares nova y el murmullo de los invitados componen una melodía embriagadora por derecho propio.
Sonrío. Raymonde es una Fobos seductora de escote vertiginoso y guantes blanquísimos, con una esfera resplandeciente a la altura del abdomen cuya luminiscencia se distribuye estratégicamente sobre sus curvas. Yo me conformo con representar mi papel de modesto pavo real a su lado, con una corbata blanca, varias réplicas de Relojes ornamentales y una flor en la solapa.
—Te lo aseguro —le digo—, éste es uno de los trabajos menos inmorales en los que me haya visto involucrado jamás. Robar a los ricos para dárselo a los pobres. Más o menos.
—Aun así. —Inclina la cabeza en dirección a una pareja disfrazada de Venus y Marte cuyo gevulot revela lo imprescindible para garantizar que los demás puedan verlos—. Nosotros no hacemos este tipo de cosas. Más bien nos oponemos a ellas, de hecho. —El resplandor del pequeño Fobos de su barriga resalta la elegante estructura ósea de su rostro: parece la estatua de alguna diosa griega.
—Tus amiguitos enmascarados quieren pruebas. Las tendrán. —Cojo una copa de champán de la bandeja de un Aletargado de servicio que pasaba por mi lado. Finjo sacudirle una mota de polvo de la pechera de la chaqueta para rociarlo con una dosis invisible de la Parte A de mi plan, disimulada en la ñor de mi solapa. Aunque la substancia es potente, conviene liberarla lo antes posible: tardará un rato en surtir efecto—. No te preocupes. Siempre y cuando tu contacto logre presentarnos, todo irá sobre ruedas.
¿Cómo vamos con la seguridad?, susurro para Mieli, nuestro refuerzo en el hotel, encargada de coordinar la operación con Perhonen. Es mínima, dice. Aun así, hay más medidas de lo esperado. Me preocupan los Aletargados de combate: sus sensores son bastante decentes.
—Hazme un favor —dice Raymonde—. No intentes tranquilizarme. Venga, mezclémonos con los demás.
Raymonde nos consiguió las invitaciones con pasmosa facilidad. Al parecer, Christian Unruh es patrón de las artes y entusiasta de la Corona, por lo que a una amiga de Raymonde en la Academia de Música se le ocurrió la excelente idea de sugerirle que comentara con él su ópera conceptual. La fiesta es un hervidero de aspirantes a artistas en busca de mecenazgo, por supuesto, pero su contacto prometió conseguirnos una presentación personal. No pido más.
—¡Raymonde! —Una mujer bajita y entrada en años nos saluda con la mano. Su vestido de materia inteligente simula ser un reloj de arena sin cristal: en lugar de tela, es arena marciana roja lo que se escurre sobre su generosa figura. El resultado es hipnótico—. ¡Qué alegría verte aquí! ¿Y quién es este caballero tan apuesto?
Hago una reverencia y entreabro mi gevulot, como dictan las normas de cortesía más elementales, pero me cuido de concederle una impresión permanente de mi apariencia.
—Raoul d’Andrezy, para servirla. —Raymonde se refiere a mi identidad encubierta, un emigrado de Ceres. El gevulot de la señora del reloj de arena me informa de que se trata de Sofia dell’Angelo, profesora en la Academia de Música y Arte Dramático.
—Ah, ya se nos ocurrirá algo —dice Sofía—. Pero bueno, ¿qué ha sido del pobre Anthony? Me encantaba su pelo.
Raymonde se sonroja ligeramente, pero no responde. Sofía me guiña un ojo.
—Ándate con cuidado, jovencito. Te robará el corazón y no volverás a verlo en tu vida.
—Chis, que lo vas a espantar. Me costó mucho atraparlo —dice Raymonde—. ¿Nuestro anfitrión todavía no ha dado señales de vida?
—No —responde Sofía, cariacontecida y con una sombra de rubor en las lustrosas mejillas—, me temo que no. Llevo casi una hora intentando encontrarlo. Debería conocer la existencia de tu nueva obra, estoy convencida, pero parece que esta noche sólo va a codearse con un estrecho círculo de amistades. ¿Sabes? —añade, bajando la voz—. Creo que ese tal le Flambeur le ha metido el miedo en el cuerpo.
—¿Le qué? —pregunta Raymonde.
—¿No te has enterado? Se rumorea que un delincuente extraplanetario se ha invitado a la fiesta él solito… Incluso llegó a enviar una carta para anunciarse. Es de lo más emocionante. Christian ha contratado los servicios de un detective y todo, ¿sabes?, el chico ese del que hablaban todos los periódicos.
Raymonde abre los ojos de par en par. ¿«Para anunciarse»?, sisea Mieli dentro de mi cabeza. ¿Anunciarse?
No sé de qué habla, protesto. Eso sería muy poco profesional. Es cierto: en los últimos días, los preparativos me han mantenido demasiado ocupado como para incorporar floripondios adicionales. Me sobreviene una punzada de pesar: enviar un «se ruega contestación» habría sido el broche de oro. Soy inocente, lo juro. Es lo mismo que con los piratas de gógoles. Alguien sabe demasiado.
Vamos a cancelar la misión, dice Mieli. Si te esperan, será demasiado arriesgado.
No digas bobadas. Una oportunidad como ésta no se presenta todos los días. Así le dará un poco más de emoción al asunto. Además, se me ha ocurrido una idea.
No hay discusión que valga, dice Mieli.
¿Insinúas que vamos a salir corriendo con el rabo entre las piernas? ¿Qué clase de guerrera estás hecha? Dejaré la violencia en tus manos, ¿de acuerdo?, pero tienes que permitir que yo me encargue de esto. Es mi especialidad. A la primera señal de problemas, nos largamos.
Mieli titubea. Vale. Pero te estaré vigilando, dice.
Cuento con ello.
Raymonde agradece a Sofía que se haya tomado tantas molestias, y nos disculpamos. Encontramos una pequeña carpa cerca del claro, donde un grupo de acróbatas están actuando con una pareja de gráciles elefantes —cuyas trompas trazan intrincados dibujos en el aire con unas antorchas— y una bandada de megaloros adiestrados, un tumulto de colores y chillidos.
—Sabía que era una idea nefasta —dice Raymonde—. Jamás conseguiremos acercarnos a Unruh. Además, ¿hacía falta que ése también estuviera aquí? —Fija la mirada en un joven que se encuentra al otro lado del calvero, alto y desgarbado, con el pelo alborotado y un traje negro y plateado que le queda fatal. Deambula entre los invitados con expresión soñadora y ausente.
—¿El detective?
—Isidore Beautrelet, sí.
—Qué interesante. Debe de estar muy ligado a Unruh.
Raymonde me fulmina con la mirada.
—No lo metas en esto.
—¿Por qué no? —Siento las herramientas de los piratas de gógoles dentro de mi cabeza. Todavía no he probado el motor de suplantación de la identidad, pero está ahí, esperando a que alguien lo use—. Tú lo conoces, ¿verdad? ¿Podrías compartir el acceso a su gevulot?
Obtengo un resoplido por toda respuesta.
—Vamos, no seas tan mojigata —insisto—. Estamos intentando cometer un delito. Debemos utilizar todas las herramientas que tengamos a nuestra disposición.
—Sí, dispongo de acceso a gran parte de su gevulot. ¿Y qué?
—Anda… ¿No se tratará de un antiguo amante? ¿Otro al que le robaste el corazón?
—No es de tu incumbencia.
—Échame una mano. Dame su gevulot, y conseguiremos lo que hemos venido a hacer.
—Que no.
Me cruzo de brazos.
—Pues vale. Volvamos a casa y dejemos que los poderes en la sombra sigan moviendo tus hilos. Y los suyos. Y los de todos los demás. —Abarco al detective y a la multitud con un ademán—. A esto precisamente me refería. La victoria exige sacrificios.
Me vuelve la espalda. Su expresión es inescrutable. Intento cogerle la mano, pero se niega a abrir los dedos.
—Mírame. Deja que yo me encargue de esto. Para que no tengas que hacerlo tú.
—Maldición. —Me aferra la muñeca—. Te dé lo que te dé, me lo devolverás cuando esto termine. Júralo.
—Lo juro.
—También yo te prometo una cosa. Como le hagas daño, lamentarás haber salido de la Prisión.
Observo al muchacho. Está apoyado en un árbol, con los ojos entrecerrados, casi como si estuviera quedándose dormido.
—Raymonde, no tengo ninguna intención de lastimarlo. Bueno, en su orgullo quizá, un poquito. Le vendrá bien.
—Nada de lo que haces le ha venido nunca bien a nadie —dice Raymonde.
Extiendo las manos, le dedico una pequeña reverencia y parto al encuentro del detective.
Isidore está alerta mientras deambula de un lado para otro, observando, deduciendo; no es difícil distinguir las pautas sociales que fluyen bajo la corriente de gevulots. Ahí está el compositor responsable de la música que tocarán los Aletargados esta noche, con su sed de cumplidos; allí, un Aletargado activista de la resurrección se esfuerza por conseguir que Unruh realice un donativo para la causa. Isidore procura sentir más que ver, acariciando su entorno con las yemas de los dedos de su intelecto, leyendo un Braille de realidad que siempre ha estado a su alcance, buscando cualquier cosa que parezca fuera de lugar.
—Buenas noches.
Isidore levanta la cabeza, interrumpida su concentración. Ante él se ha plantado un tipo moreno con una corbata blanca, de edad indeterminada, algo más bajito que Isidore. El chaleco del desconocido rutila —ostentosamente, en opinión del detective— tachonado de Relojes ornamentales dorados y, a pesar de la tenue iluminación que proporcionan las luciérnagas, lleva puestas unas gafas tintadas de azul. Le adorna la solapa una flor escandalosamente roja, y lo envuelve la sutilísima insinuación de un perfume femenino, una delicada fragancia conífera.
El hombre se quita las gafas y dedica a Isidore una sonrisa que sus párpados velados convierten en una mueca de hastío. Tiene las cejas muy negras, como dibujadas casi con carboncillo. Su gevulot permanece escrupulosamente cerrado.
—Sí.
—Disculpe, busco un… ¿cómo se dice? Un lugar reservado.
Isidore frunce el ceño.
—¿Perdone?
—Cuestión de… necesidades fisiológicas, no sé si me explico.
—Ah. ¿Viene usted de otro mundo?
—Sí. Jim Barnett. Me temo que me cuesta orientarme por aquí. —El hombre se da unos golpecitos en la sien con un dedo—. Mi cerebro, que todavía no se ha aclimatado, ¿verdad? ¿Puede ayudarme?
—Desde luego. —Isidore le entrega una pequeña comemoria con la ubicación de los aseos del castillo. Al hacerlo experimenta la efímera punzada de una jaqueca incipiente. Igual he estado esforzándome demasiado.
El hombre sonríe y le da una palmadita en el hombro.
—¡Ah! Qué oportuno. Muchísimas gracias. Que se divierta. —Dicho lo cual, se pierde de vista entre el gentío.
Isidore se pregunta si debería encargarle que lo vigile a alguno de los guardias Aletargados, pero en ese momento le llama la atención una anomalía en una de las ágoras próximas. Le suena de algo un tipo bajito disfrazado de Sol Mercurii, todo plata resplandeciente y calor, tocado con un casco alado, que conversa con una joven de vestido de Géminis: una imagen de anebladores de sí misma que imita todos sus movimientos. El hombre tiene la mirada fija en algún punto lejano.
Isidore susurra para alertar a uno de los Aletargados, se acerca a la pareja y apoya una mano en el hombro del tipo.
—Adrián Wu.
El periodista pega un respingo.
—Hablemos —dice Isidore.
—Tengo una invitación —protesta Wu—. Unruh las ha repartido a diestro y siniestro. Necesito cubrir esta historia. Aunque me sorprende verte a ti aquí, lo reconozco. ¿Hay algo que mis lectores deberían saber?
—No. —Isidore frunce el ceño—. ¿Has estado sacando fotografías analógicas?
—Pues…
Uno de los Aletargados de asalto se sitúa junto a Isidore sin hacer ruido. Su cabeza sin rostro apunta fijamente al periodista. El silencioso ronroneo subsónico que lo envuelve retumba en los pulmones de Isidore. Wu se lo queda mirando sin pestañear.
—Por si no lo sabías —dice Isidore—, soy encargado de seguridad.
—Pero…
—Dámelas, y dejaré que te quedes.
Wu se quita el casco, desenrosca un objeto cilíndrico adosado a él y se lo entrega a Isidore. Se trata de una cámara analógica, accionada al parecer por el barboquejo, un cachivache rudimentario dotado de una película fotosensible, inmune al gevulot debido a su misma simplicidad.
—Gracias. —Isidore asiente en dirección a la mujer Géminis—. Yo en su lugar tendría mucho cuidado con lo que dijera delante de este hombre. Avíseme si le causa alguna molestia. —Sonríe a Wu—. Puedes agradecérmelo luego.
Ha comenzado el primer baile. Isidore decide que se ha ganado un trago y coge una copa de vino blanco. A continuación comprueba la hora: faltan sesenta minutos para que a Unruh se le agote el Tiempo.
En ese momento se da cuenta de que el anillo de entrelazamiento ha desaparecido de su cadena. El corazón le da un vuelco. Teleparpadea su encuentro con el hombre de las gafas azules y ve cómo el desconocido lo roba con un movimiento casi imperceptible, separando el Reloj de la leontina antes de devolverlo a su sitio y sustrayendo el anillo en cuestión de segundos, sin dejar de conversar con Isidore en ningún momento, enmascarando todo lo que puede enmascararse con gevulot.
Isidore respira hondo. Su mente surca las ágoras de la fiesta a gran velocidad, enviando la comemoria del hombre a Odette y a los guardias Aletargados. Pero no hay ni rastro de él; o bien se ha ido o bien lo enmascara su gevulot. Empieza a caminar con paso desesperado, intentando localizar todos los borrones de gevulot que pudieran estar ocultando al huésped indeseado cuyo nombre no puede ser otro que Jean le Flambeur. Pero es como si el hombre se hubiera esfumado. ¿Por qué se acercó a hablar conmigo? ¿Para provocarme? O… Lo asalta otra vez el extraño dolor de cabeza, acompañado de una desconcertante sensación de déjà vu, rostros intermitentes, como si se encontrara en dos sitios a la vez.
Saca la lupa y la cámara de Wu, y examina la película. Sin esfuerzo, el artefacto zoku traduce los granos del film en imágenes a todo color. Les echa un vistazo por encima, tamborileando con los dedos en el disco de cristal. Mujeres conocidas en la alta sociedad. Artistas. Y ahí… Unruh. Una foto sacada hace apenas unos minutos, según la marca de tiempo, en la que el milenario sale riendo con un grupo de amigos entre los cuales se cuenta una figura vestida de negro y plateado que le resulta familiar, con el pelo alborotado…
Isidore suelta la cámara y sale corriendo.
Duplicar el físico del detective sólo me lleva un momento. Lo hago en una de las carpas de intimidad integral que nuestro considerado anfitrión ha erigido para las apetencias carnales y otras actividades clandestinas de sus invitados: imprimo su imagen tridimensional sobre mi cuerpo y reprogramo mi atuendo para que imite el suyo. No es preciso que la similitud sea absoluta: el gevulot se encargará de disimular las imperfecciones más evidentes.
Distraído, examino el anillo que le he robado: tecnología zoku, sin duda. Decido investigarlo más tarde y me lo guardo en el bolsillo.
El verdadero problema lo plantea su firma identificativa, pero para eso cuento con el gevulot que me ha conseguido Raymonde. La capacidad de computación de Perhonen me permitirá aproximarme al estado cuántico que emplea su Reloj para identificarse.
Creía que ser ladrón era fácil, dice la nave mientras intercambiamos la información. Me estás haciendo sudar.
—Te lo dije, al final todo se reduce a esperar y combatir el pánico. —A fin de cumplir la promesa que le hice a Raymonde, me esfuerzo por ignorar los recuerdos que se suceden en mi mente mientras la nave y el motor de suplantación de la personalidad trabajan con ellos. Atisbo destellos de rostros hieráticos esculpidos en una pared, una chica con una joya zoku en la garganta. Un extraño halo de inocencia envuelve esas memorias, y por un instante me pregunto qué hace este crío persiguiendo a piratas de gógoles y criminales como yo.
Me sacudo esos pensamientos de encima: no he venido a robar el pasado del detective, sino Tiempo. El motor de gógoles tintinea, anunciando que la operación se ha realizado con éxito, comunicándose con mi Reloj pirateado y obligando al mundo a pensar que soy Isidore Beautrelet. Momentos antes su Reloj renueva su firma identificativa con el gevulot ambiental, por lo que no tengo tiempo que perder. Compruebo el resto del equipo —la araña-q y el gatillo en mi mente— y decido que ha llegado el momento del plato fuerte de la noche.
Me acerco al grupo de Unruh —el gevulot prestado ahora me permite verlos— e imito el paso zigzagueante y distraído del detective. Mi objetivo, ebrio y locuaz, está hablando con una mujer muy alta vestida de blanco glacial.
—¡Monsieur Beautrelet! —exclama al verme—. ¿Cómo va la caza del villano?
—Hay tantos que no sé ni por dónde empezar —replico. Unruh estalla en carcajadas, pero la mujer de blanco me observa con curiosidad. Será mejor darse prisa.
—Veo que el espíritu festivo se le ha contagiado —dice Unruh—. ¡Me alegro por usted! Brindo por eso. —Apura la copa.
Cojo otra de un camarero Aletargado que pasaba por mi lado y se la ofrezco a Unruh. Mientras la acepta, le doy una instrucción rápida a la araña-q, que corretea por mi brazo, salta a la palma de su mano y se pierde de vista en la manga coloreada como un gigante gaseoso. A continuación, empieza a buscar su Reloj.
La araña tardó tres días en desarrollarse; hizo falta otra prolongada discusión con Mieli antes de que ésta accediera a permitirme jugar con el cuerpo de la Sobornost. La diseñamos Perhonen y yo, y se crio en el doblez de mi codo, una bolita erizada de patas equipada con algunos de los estados de EPR que utilizamos Mieli y yo para comunicarnos con la nave mediante nuestro enlace superdenso. Sonrío a Unruh mientras guío el artefacto con mi mente.
—Era inevitable —digo—. Los fuegos artificiales están a punto de empezar.
Ahí. La araña se cuela en el Reloj y corretea por su interior, conectando diminutos hilos de puntos-q a las trampas de iones que almacenan las unidades de Tiempo personalizadas e infalsificables de Unruh, estados cuánticos que su Reloj remite al sistema de resurrección uno por uno, descontando su tiempo de vida como humano. A continuación, envía una discreta señal a Perhonen. Uno, dos, tres, diez, sesenta segundos de Tiempo teletransportados cuánticamente, transformados en estados cuánticos en el cielo, almacenados en las alas de Perhonen. ¡Sí!
Unruh frunce el ceño.
—Reservaba los fuegos artificiales para mi gran momento esta noche —dice.
Sonrío.
—¿No deberían ser grandes todos los momentos?
Unruh vuelve a reírse.
—Monsieur Beautrelet, no sé dónde ha encontrado su ingenio, si en el fondo de una copa o en los labios de una chica bonita, pero me alegro.
—Monsieur le Flambeur, supongo.
El detective se encuentra delante de mí, flanqueado por dos guardias Aletargados, estilizadas criaturas de color negro hechas de fuerza bruta y ferocidad. Enarco las cejas. Antes de lo que esperaba, mucho antes. Se merece la reverencia que le dedico.
—A su servicio. —Dejo que mis rasgos reviertan a su estado original. Sonrío en dirección a Unruh—. Ha sido usted un anfitrión estupendo, pero me temo que tengo que irme ya.
—Monsieur le Flambeur, debo rogarle que no se mueva.
Lanzo la flor al aire y formo la imagen mental de un gran botón rojo oprimido.
Todos los cohetes despegan a la vez. El firmamento se puebla de estelas de fuego que tejen dobles y triples tirabuzones, de estrellas que estallan en copos de plata y de truenos inesperados. Tras una cascada de reluciente confeti morado, dos proyectiles azules dibujan el símbolo del infinito. El aire huele a pólvora.
La fiesta se detiene a mi alrededor. Los guardias Aletargados se convierten en estatuas. Cesa la música. Unruh suelta la copa pero se queda de pie, con la mirada vidriosa. Se producen unos cuantos desvanecimientos a cámara lenta, pero en general, casi todos los asistentes a la celebración permanecen erguidos, con la mirada fija en algo muy, muy lejano, pero sin ver nada, mientras los fuegos de artificio sisean y se consumen sobre nuestras cabezas.
Otro truco del manual de los piratas de gógoles: un virus optogenético que vuelve las células cerebrales hipersensibles a determinadas longitudes de onda luminosas. No fue difícil personalizarlo para que, en vez de provocar una transferencia, creara un periodo de inactividad. Parece que la infección de mi flor se ha propagado más deprisa de lo que pensaba. Y los fabricantes de fuegos artificiales de la Ciudad Errante son pocos: sobornarlos con el pretexto de estar preparando una sorpresa inocente para monsieur Unruh fue lo más sencillo de todo.
Me envuelvo en gevulot y me abro paso entre la multitud aturdida, silenciosa y catatónica. Raymonde me espera en la puerta del jardín, embozada a su vez en intimidad integral.
—¿Seguro que no te quieres quedar para un último baile? —le pregunto. Cierro los ojos, anticipando una bofetada que no se produce. Cuando vuelvo a abrirlos, Raymonde está observándome, inescrutable.
—Devuélvemelo. Su gevulot. Ahora mismo.
Y lo hago, renuncio a todos los accesos a los recuerdos del detective que me había dado, purgándolo de mi ser, convirtiéndome una vez más en Jean le Flambeur, ni más ni menos.
Raymonde exhala un suspiro.
—Así está mejor. Gracias.
—Espero que tu gente cubra nuestro rastro a partir de aquí.
—No te preocupes. Limítate a cumplir con tu parte.
—Por si te sirve de consuelo —le digo—, lo que tengo que hacer a continuación es morir.
Nos encontramos en el parque público. Es de noche. Raymonde se transforma en el Caballero y flota en el aire. Los fuegos artificiales moribundos se reflejan en su máscara plateada.
—Nunca te deseé la muerte —replica—. Siempre se trató de otra cosa.
—¿Qué? ¿Venganza?
—Avísame cuando lo averigües —dice, a modo de despedida.
Asombrosamente, la fiesta continúa al expirar el periodo de tiempo robado. Han transcurrido diez minutos. La banda retoma su melodía, y las conversaciones se reanudan. Y, por supuesto, sólo tratan de un único tema.
A Isidore le laten las sienes. Con los guardias Aletargados y Odette, registra los terrenos y la exomemoria del jardín, una y otra vez. Pero no hay ni rastro de le Flambeur. La sensación de fracaso y desilusión es un peso plomizo en su vientre. Ya es casi medianoche cuando regresa a la fiesta.
Unruh ha abierto su gevulot al público. Es el centro de atención y le encanta, halagado por su valentía al enfrentarse al ladrón. Al cabo, agita una mano.
—Amigos, ha llegado el momento de abandonaros —dice—. Gracias por vuestra paciencia con nuestro improvisado número de entretenimiento. —Risas—. Pero al menos… y gracias al aplomo de nuestro estimado monsieur Beautrelet… se marchó con las manos vacías.
»Mi intención era hacer esto en la cama, entre estas encantadoras damiselas de aquí —continúa, ciñendo con los brazos los talles de dos cortesanas de la calle de la Serpiente—, tal vez incluso mientras me aplastaba un elefante. —Levanta la copa en dirección al grácil paquidermo que se yergue al fondo de la multitud—. Pero quizá sea mejor hacerlo aquí, rodeado de amigos. El Tiempo es lo que nosotros hacemos de él; relativo, absoluto, finito, infinito. Elijo dejar que este momento dure eternamente, para que mientras me esfuerce por limpiar vuestras alcantarillas, protegeros de los foboi y transportar vuestra ciudad a mi espalda pueda recordar qué se siente al tener amigos así.
»Y así, con un trago y un beso —Unruh besa a ambas chicas— o dos —risas—, me muero. Nos veremos en…
La copa se escurre entre sus dedos, y Unruh se desploma en el suelo. Parpadeando, contemplando fijamente la figura inerte del milenario, Isidore consulta su Reloj. Falta un minuto para la medianoche. ¿Cómo es posible? Lo había planeado todo con tanto cuidado, hasta la última palabra. Pero sus pensamientos se ahogan entre los vítores y las botellas de champán descorchadas a su alrededor.
Mientras los Resurrectores retiran el cadáver y comienza la parte del velatorio de las celebraciones, Isidore se sienta con una copa de vino y empieza a deducir.