CAPÍTULO IV
Terminada la cena que, como se imaginará fue de las más tristes, se pusieron a discutir.
— ¿Vislumbran ustedes alguna esperanza? -preguntó Juana tres compañeros.
Leonardo hizo un gesto negativo con la cabeza.
— ¡Si el sol no brilla mañana en el alba estamos perdidos!
— No hay que contar con eso, baas -declaró Nutria-. El tiempo sigue invariable desde hace cinco semanas. Con un clima como este empiezo a comprender que la gente tenga tan mal carácter.
Juana ocultó un instante el rostro entre las manos, para decir después:
— Parece que no quieren hacer daño a usted ni a Francisco. Quizá lo indulten.
— Lo dudo mucho; además, es mejor hablarlo ahora mismo; si usted ha de morir, prefiero morir con usted.
— Es usted muy bueno, Leonardo, pero con esa solución no se resuelve nada. ¿Cuáles serán las intenciones de esa gente? ¿Piensan de verdad arrojarnos desde la estatua?
— Si lo intentan nos queda un recurso para escapar a esa horrible agonía. ¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto su droga Juana?
— Creo que todo lo más en medio minuto. ¿Es cierto que Nutria ha rechazado su parte? Tenga en cuenta que la otra muerte es mucho más atroz.
El enano, que en presencia del peligro inminente, había vuelto a ser tal como era antes de entregarse a la bebida, es decir lleno de bravura y de serenidad, replicó a Juana:
— No, Pastora, mi propósito es no dejar que me arrojen al abismo; prefiero hacer yo mismo la zambullida. Cuando se es una nutria, como me dieron fama, se puede nadar en la superficie, igual que debajo del agua y si no me mato del golpazo, trataré de burlar al monstruo; en último extremo estoy dispuesto a combatir con él. Voy en seguida a preparar todo lo necesario para dar la batalla.
Se levantó dirigiéndose al sitio donde tenía costumbre de dormir. Francisco acababa de retirarse también para buscar un rincón tranquilo donde ponerse en oración.
Solo con Juana, Leonardo permaneció varios minutos en silenciosa contemplación ante ella. Vista así, a la luz vacilante de las antorchas, con su traje blanco tan sencillo y su bello rostro severo y entristecido, tenía algo de admirable y de doloroso al mismo tiempo. El joven se sintió, de improviso, dominado por una gran amargura y profunda piedad. La sangre de aquella inocente iba a caer sobre él, sin que le fuera posible hacer nada para salvarla. En su impulso de brutal egoísmo la había arrastrado en la mísera empresa y ahora, al aproximarse su fin lamentable le afectaba el atribuirse toda la responsabilidad de su muerte; ser el propio asesino de la mujer amada y que confiara a su guarda el padre moribundo.
— Perdóneme usted -; murmuró con un sollozo en la voz y colocando su mano sobre la de Juana.
— ¿De qué quiere usted que le perdone, Leonardo? — respondió, ella con dulzura-, Al aproximarse nuestro fin, recuerdo los meses últimos y me parece, por el contrario, que soy yo quien debe pedirle perdón. ¡Tantas veces le he tratado con dureza!
— Calle usted, Juana. Es mi temeridad insensata la causante de su muerte. Por mi culpa va usted a sucumbir en plena juventud; en el más perfecto desarrollo de su belleza. Yo soy su asesino.
Titubeó un segundo y dijo, bajando el tono de la voz:
— ¡Había jurado no hacerle nunca esta confesión, pero el sentimiento es más fuerte que mi voluntad. En este instante supremo, debo declararlo, Juana; usted representa todo para mí y la amo con verdadera pasión.
— ¿Qué usted me ama, Leonardo? ¡Tiene gracia! ¿Olvida usted a Jane Beach?
— Es completamente exacto, Juana, que experimenté en otro tiempo cierto afecto por Jane Beach, y también es verdad que su imagen y su recuerdo se conservan confusos y vagos en mi corazón; hace muchos años que no la he visto y estoy seguro de que se encuentra casada. La mayor parte de los hombres tuvieron varios amores en su juventud; yo sólo tuve uno y no hace falta evocarlo hoy.
»Cuando la vi a usted por primera vez en el campamento de los negreros no pude reprimir mi emoción y desde entonces comprendí que la amaba, aunque su actitud y sus palabras me infundieran pocas esperanzas de ser correspondido. Sé que los sentimientos de usted respecto a mi persona siguen siendo los mismos, sin lo cual no me hubiera usted hablado como lo hizo después de la marcha de Olfan, y me pregunto francamente por qué le hago esta confesión, sabiendo que sólo consigo importunarla y no ha de servir sin duda más que para turbar inútilmente sus últimos instantes. Le ruego me disculpe si no pude resistir al deseo de decirlo antes de mi partida a ese más allá donde debemos perder todos nuestros amores y nuestras ilusiones.
— ¡O volverlos a encontrar! -interrumpió Juana con la mirada siempre fija.
Hubo un prolongado silencio y Leonardo, temiendo contrariarla, iba a marcharse para que estuviera sola y en el momento de disponerse a hacerlo, Juana salía por primera vez de su inmovilidad, y habiéndose vuelto lentamente hacia él, le tendió los dos brazos, dejando caer la cabeza sobre su pecho.
Leonardo quedó petrificado, preguntándose si soñaba despierto; pero reaccionando en el acto la oprimió contra su cuerpo abrazándola cariñosamente.
Un instante después se desprendió Juana con suavidad y le dijo:
— ¿Son acaso ciegos todos los hombres, Leonardo?… ¿Es posible que usted no haya advertido una cosa, para mí tan dolorosamente indudable desde hace cinco o seis meses? Leonardo, no fue usted el único en quedar enamorado en el campamento de los negreros. Pero usted se apresuró a refrenar mi locura contándome la historia de Jane Beach. Sabido eso, como es natural, a pesar del fuerte sentimiento que experimentaba por usted, hice todo lo posible para ocultarlo. Parece que lo conseguí mucho mejor de lo calculado. Por otra parte me pregunto si hago bien en revelarlo al presente; aunque usted afirma que Jane Beach ha salido de su vida, nada me prueba que no pueda volver a entrar de improviso un día u otro. No creo que un hombre consiga olvidar nunca su primer amor. Muchos se torturan por convencerse de que lo logran, pero es… cuando el objeto de su amor se encuentra lejos.
— ¿No le parece mejor dejar tranquila a Jane Beach? -respondió él impaciente.
Las palabras que Juana acababa de pronunciar, evocaron en su memoria otras escenas de amor que prefería no recordar,
— Yo no deseo otra cosa -replicó Juana-; ¿quiere usted que intentemos evitar cualquier molestia? Nuestro tiempo es precioso y no se debe perder en divagaciones. Dígame que me quiere, repítalo sin cesar y con esas palabras espero ansiosa llenar mis oídos antes de que lleguen a quedar sordos para siempre, y confío en que usted las pronunciará también dentro de pocas horas y así irán vibrando en mi corazón al ser acogida en el otro mundo. No se canse de decir que me ama hoy, mañana y siempre.
Y Leonardo pronunció las palabras que ella le pedía, y muchas otras más; todas las palabras de ternura y de esperanza que puede murmurar al ser querido el hombre que sabe estar próximo a partir para esas costas lejanas hacia las cuales bogamos todos, misteriosas y desconocidas aun que oímos cada día romper el oleaje en sus playas. Todavía estuvieron bastante tiempo conversando, y a medida que intimaban, Juana se hizo más dulce, más humana y menos orgullosa. Por último, casi desfallecida se puso a llorar sobre el pecho de Leonardo, como un niño afligido, acabando por caer en una especie de somnolencia próxima al desmayo. Entonces, besándola sobre la frente, el joven la transportó a la sala vecina depositándola en su lecho con objeto de que descansara un poco antes de morir.
De nuevo volvió a la sala del trono donde se encontraban Francisco y Nutria.
El enano sacó de debajo de su capa un objeto en el que había estado trabajando más de una hora y dijo a su amo:
— Mira, baas.
Era un instrumento terrorífico y fantástico, fabricado con ayuda de las dos cuchillas de sacrificio que, como se recordará, abandonaron los sacerdotes, después del secuestro de los últimos servidores negros. Utilizando tiras de cuero, Nutria consiguió atar fuertemente los mangos, y pudo hacer un arma de más de sesenta centímetros de longitud, cuyas hojas curvadas tenían las puntas en direcciones opuestas.
— ¿Para qué sirve eso, Nutria? -preguntó distraídamente Leonardo que pensaba en otra cosa.
— Es para dar de comer al cocodrilo, baas. Lo he visto muchas veces capturar de esta forma en los pantanos del Zambezé. Sin duda cree que voy a ser triturado fácilmente, pero le preparo otro plato más apetitoso. ¡Ah! Lo que sí estoy seguro es de una cosa; que se pegará de firme antes de que el uno o el otro se manifieste vencido.
Y se puso en seguida a fijar en los mangos de las cuchillas una cuerda compuesta de tiras de cuero, atándola en la cintura por medio de un nudo corredizo para enrollarla en su cuerpo, en toda su longitud que podía alcanzar ochenta metros, teniendo cuidado de ocultarlo todo bajo su capa de piel de cabra y su moocha.
— Ahora he vuelto a ser un hombre, baas -declaró el enano con acento feroz-. Ya no me emborracho ni hago ninguna de las locuras a que me entregaba en las horas de vagancia, porque ha llegado el instante de combatir. Sí, baas; ¡yo seré el vencedor! En el agua estoy en mi elemento y no temo al cocodrilo más grande del mundo; tú sabes que di muerte a más de uno. Verás; verás como triunfo.
— ¡Ay!, creo más bien que no veré nada, Nutria — respondió tristemente Leonardo-; pero te deseo muy buena suerte, amigo mío. Si logras tu objeto, entonces te tomarán por un dios verdadero, y si tienes el buen acuerdo de no beber, podrás gobernar aquí todo el tiempo que te reste de vida.
— Esos honores no me entusiasman, baas, si tú hubieras muerto -replicó el enano dando un fuerte suspiro-. ¡Ay, yo tengo la culpa de todo lo ocurrido, pero te juro que si sobrevivo, y mi instinto me dice que no moriré, será para vengarte! No te apures, baas, cuando vuelva a ser dios los mataré a todos, uno a uno, y después me suicidaré para ir en tu busca.
— Verdaderamente eres muy amable -dijo Leonardo reprimiendo una carcajada.
A los pocos minutos se apartaron las cortinas, apareciendo Soa acompañada de cuatro sacerdotes armados.
— ¿Qué quiere esta mujer? -preguntó Leonardo, instintivamente dispuesto a precipitarse sobre ella.
— ¡Atrás Libertador! -ordenó Soa levantando la mano y expresándose en dialecto sisutu que sus acompañantes no podían comprender-. Estoy defendida y a mi muerte seguiría en el acto la de ustedes. Además sentiría usted mucho matarme porque le traigo la esperanza de vivir a usted y a lo que usted ama. Atienda; el sol no brillará mañana en la aurora; la niebla se levanta ya y es casi imposible que pueda disiparse. En vista de eso, la Pastora y el enano serán arrojados al abismo, desde lo alto de la cabeza de la estatua, mientras que usted y Cráneo-Calvo, después de haber asistido a su fin, quedaréis vivos hasta las fiestas de otoño en las que los sacrificarán con las otras víctimas. Pero como yo, a pesar de todo, quiero a la Pastora tanto o más que usted, vengo a salvarla. Le he dicho que habrá mucha bruma; la estatua se encuentra muy alta y son muy pocos los sacerdotes que pueden ver a las víctimas de cerca. Suponga usted que se consigue substituir a la Pastora por otra persona de su misma estatura y de un grueso aproximado y en la luz difusa del alba y con el ropaje que la oculta el rostro, nadie se dará cuenta de que no es ella.
Leonardo se estremeció.
— ¿Y a quién pondrá usted en su lugar?
Soa levantó lentamente su mano flaca para designar a Francisco.
— ¡A ese! -respondió con la mayor tranquilidad-. Es frágil como una jovencita y en condiciones semejantes puede pasar sin dificultad por la Pastora, y no hay peligro de que se descubra más tarde; la sima de la Serpiente no restituye nunca lo que traga.
Leonardo se sentía horrorizado del proyecto de Soa, y aun más por la sangre fría con que lo expuso; retrocedió un paso, acercándose a Francisco que los miraba a los dos en actitud de perplejidad.
— Dígaselo usted -indicó Soa.
— Espere un poco -replicó el inglés con voz ronca-. Admitiendo que se realice su plan; ¿qué va a ser de la Pastora?
— Disfrazada con la sotana del cura, la ocultaremos en los calabozos del templo hasta el día en que se encuentre un medio de facilitarle la fuga, o de hacerla que vuelva a gobernar el pueblo, cosa que llegará a ser posible desde el momento en que se la crea omnipotente. Sólo mi padre está enterado de mis deseos, y por el cariño que me profesa, permite que los ponga en ejecución, a pesar de los grandes obstáculos que es necesario vencer. Además (y esto le prueba que digo la verdad) estando él mismo en peligro, tiene la esperanza de propagar la nueva de que la Pastora ha sobrevivido al sacrificio, y en este caso, considerándola el pueblo como una diosa inmortal, no pedirá que el gran sacerdote sea condenada a muerte el día de la vista de su proceso.
— ¿Y usted se cree, miserable perjura, que yo seré bastante idiota para confiarla a usted y al canalla de su padre? No, es preferible que muera en seguida; así, al menos, acabarán sus terrores y sus tormentos.
— Yo no lo exijo que me la confíe. Si ella salva la vida será con usted que ha de acompañarla también en su escondite. Los hombres que vienen conmigo tienen la misión de conducirla a los calabozos con Cráneo-Calvo; usted reemplaza al cura y todo queda arreglado. No discutamos más tiempo; explíquele lo que propongo por si acaso se negara a lo que verdaderamente sólo significa el anticipar varios días su sacrificio.
— Venga aquí, Francisco -, dijo Leonardo en portugués.
Y delante de Soa, que los espiaba con mirada maligna, le expuso el horrible proyecto. El sacerdote le escuchó, cada vez más pálido y tembloroso, pero al concluir de hablar, lo veía Leonardo en plena calma, pareciéndole hasta transfigurado.
— Acepto -pronunció con voz firme — porque con esa combinación podré, al mismo tiempo, salvar la vida de la señora y rescatar mis pecados. Vamos a que me preparen.
— Francisco -balbuceó Leonardo emocionado y estrechándole las manos-; ¡es usted un héroe y un santo! Yo también lo hubiera hecho de buena voluntad, pero, ¡ay! es imposible.
— ¿Para qué, amigo mío? Vale más que sea yo quien se sacrifique; usted quedará a su lado para amarla y consolarla.
Leonardo reflexionó un instante.
— ¿Y es necesario entregarse sin garantía a la infame de Soa?… No me inspira ninguna confianza, pero… ¿qué va a ser de Juana? La verdad que es horrible, ¡muy horrible!… Dios mío, ¿cómo afrontar este dilema espantoso?
— Hay que intentar la suerte y entregamos a la Providencia -respondió Francisco-. A pesar de todo, Soa tiene mucho cariño a su joven ama, y si corrió en busca de su padre y nos ha traicionado, lo hizo impulsada por los celos y nada más que por los celos.
— Otra cosa en la cual no hemos pensado -prosiguió Leonardo-; ¿cómo valernos para conducir a Juana? Si ella sospecha lo que tenemos intención de hacer, no consentirá nunca en prestarse a semejante estratagema. Escuche, Soa.
Comunicó a la hija de Nam, la valerosa resolución de Francisco, participándole igualmente sus temores de que Juana no quisiera aceptar el cambio de personas.
— Lo tenía previsto, Libertador. Por esto traigo algo que puede vencer la dificultad… tenga -añadió sacando un frasco oculto en su vestido, es la misma agua que Saga hizo beber al perro criado de usted cuando yo me fugué. Agréguele un poco de aguardiente y despierte a la Pastora para que lo tome a pretexto de restaurar sus fuerzas. Seguramente le obedecerá, cayendo muy pronto en profundo sueño que ha de prolongarse durante seis horas.
— ¿Me garantiza usted que no es veneno? -preguntó Leonardo receloso.
— No por cierto. ¿Qué objeto tenía envenenar a quien debe morir al amanecer?
Leonardo tomó una jarra, mezclando el narcótico con unas gotas de aguardiente indígena, y entrando en la habitación donde descansaba Juana para ofrecerle la bebida. Al despertar, dijo la joven un poco azorada:
— ¿Es usted Leonardo? ¿Qué sucede? ¿Amanece ya?
— Todavía no, pero falta poco. Tenga, beba esto que le dará ánimo.
Juana tomó la jarra, bebiendo maquinalmente.
— ¡Qué mal gusta tiene este aguardiente! -murmuró devolviendo la jarra a Leonardo.
Dejándose caer sobre sus cojines se durmió casi inmediatamente. El narcótico era muy fuerte y de efecto instantáneo. Entonces Leonardo, volvió en busca de Soa y de Francisco. Los sacerdotes, formando un grupo al otro lado de la puerta, parecían no preocuparse de lo que pasaba.
— Quítese esas ropas, Cráneo-Calvo -dijo Soa a Francisco -voy a darle otras.
Despojado de su sotana, y mientras la vieja revestía con ella el cuerpo inerte de su ama, Leonardo llamó a Nutria aparte explicándole en pocas palabras lo que se proyectaba.
— Escucha -concluyó- van a encerrarnos en los calabozos del templo. Si por una casualidad increíble logras salvarte, ve en busca de Olfan y entre los dos haréis todo lo que se pueda por acudir en nuestro socorro. De lo contrario ¡adiós Nutria y ojalá nos encontremos un día en un mundo mejor!
— ¡Oh, baas, baas! -gimió el pobre negro con los ojos llenos de lágrimas-. Para mí es igual vivir que morir, pero me entristece el pensar que tú puedas morir solo, sin estar yo a tu lado. Perdona si he sido para tí tan mal servidor; ahora ya no tiene remedio…
La amargura le ahogaba y Leonardo sintió una gruesa lágrima rodar sobre su mano.
— No hables como un criado, Nutria. Tú eres para mí el mejor amigo que he tenido nunca, lo mismo entre los blancos que entre los negros. ¡Qué el cielo te lo pague! Procura, si puedes, prestar algún auxilio al baas Francisco cuando llegue el momento. Sobre todo, no olvides hacerle tragar su droga, porque es impresionable y débil, Y la muerte que le espera sería demasiado atroz para él.
Terminado el arreglo de su ama, Soa se dedicó a cubrir a Francisco con el ropaje negro de la diosa Aca.
— ¡Admirable! -exclamó triunfante-. Desafío a quien quiera a distinguir el uno del otro.
Y agregó, entregando a Leonardo el grueso rubí que había desprendido de la frente de Juana:
— Tenga, Libertador, esto le pertenece; no pierda tan bella piedra; le cuesta bastante caro.
Leonardo cogió el rubí y su primer impulso fue arrojarlo a la cara arrugada de la vieja, pero comprendiendo lo cándido que sería su gesto de cólera, no dijo nada, guardándolo en su bolsillo.
— Ahora, en marcha -ordenó Soa-. Usted, Libertador, llevará en brazos a la Pastora; yo diré a los sacerdotes que es Cráneo-Calvo desmayado de pánico. Adiós, Cráneo-Calvo; después de todo es usted un valiente y le admiro por lo que acaba de hacer. Tenga cuidado de ocultar bien la cara, si ha de salvarse la Pastora, y no hable una palabra ni dé un grito, aunque se muera de espanto.
Francisco se había aproximado al lecho donde Juana estaba tendida y murmuró algunas oraciones, levantando la mano derecha como para bendecidla. Después, sin pronunciar una palabra, volvía al lado de Leonardo, y estrechándole en un fuerte abrazo le daba también su bendición.
— Adiós Francisco -le dijo Leonardo con voz ahogada por la emoción-; seguramente el reino de los cielos no debe estar compuesto más que de hombres tales como usted.
— No lloren, amigos míos -respondió el sacerdote- porque en ese reino de los cielos espero volver a encontrarlos un día.
Y con estas palabras se despidieron aquellos hombres, de los que la adversidad hizo dos amigos.