La gente de la televisión
1
Un domingo por la tarde, la gente de la televisión apareció en mi cuarto.
La estación, primavera. Bueno, eso creo. En cualquier caso, no hacía calor ni tampoco frío. A decir verdad, la estación del año no es lo importante aquí. Lo que de verdad importa es que fue un domingo por la tarde.
No me gustan las tardes de domingo. Mejor dicho, no me gustan las cosas peculiares de los domingos, por ejemplo, la atmósfera de sus tardes. A partir del mediodía siempre empieza a dolerme la cabeza. La intensidad del dolor varía cada vez, pero siempre está ahí, en las sienes, localizado a un centímetro o centímetro y medio de profundidad. En ese punto, la carne blanca se tensa y tiembla de una forma extraña, como si desde el centro saliera un hilo invisible del que alguien tirara despacio. No duele mucho. Debería, pero extrañamente no lo hace. Es como cuando una aguja pincha una zona anestesiada.
Oigo cosas. No son sonidos definidos, más bien crujidos que brotan de un voluminoso silencio que se arrastra por la oscuridad. KRZSHAAAL KKRZSHAAAAL KKKKRMMMS. Son los primeros indicios. Primero el dolor, después una ligera distorsión de la visión seguida de oleadas de confusión en las que se mezclan presentimientos con recuerdos y viceversa. En el cielo flota la luna blanca, que resplandece como un cuchillo, mientras las raíces de la duda se extienden por el interior de la tierra oscura. La gente camina por el pasillo haciendo mucho ruido para fastidiarme. KRRSPUMK DUWB KRRSPUMK DUWB KRRSPUMKDUWB.
Por eso se presentó en mi cuarto la gente de la televisión precisamente el domingo por la tarde. Como pensamientos melancólicos, como lluvia silenciosa, casi como un secreto, entraron a hurtadillas en la penumbra de la tarde.
2
Permítanme decir algo sobre el aspecto de la gente de la televisión.
Son algo más pequeños que ustedes y que yo. No es algo evidente, apenas una ligera diferencia de tamaño. Digamos que entre el veinte y el treinta por ciento. Cada parte de su cuerpo es más pequeña de manera uniforme. Para ser preciso, más que pequeños debería decir que son reducidos.
De hecho, cuando nos encontramos con ellos en alguna parte, al principio no nos percatamos de ese detalle. Puede suceder, incluso, que uno no llegue a darse cuenta del todo y solo le produzcan una impresión extraña. En su presencia se siente una especie de inquietud, se percibe que sucede algo anormal y nos fijamos mejor. A primera vista no hay nada fuera de lo normal, pero tampoco es natural. Quiero decir, su tamaño y sus proporciones son completamente distintas a las de los niños o a las de las personas de estatura baja. Cuando vemos a un niño o a una persona de baja estatura, tenemos la sensación de que son pequeños, una impresión motivada por las desproporciones en sus cuerpos. Son pequeños, sin duda, pero no de manera uniforme. Las manos pueden serlo mientras que la cabeza no. Eso es lo más habitual. No. La pequeñez de la gente de la televisión es algo completamente distinto. Parecen una fotocopia reducida, como si todo en ellos hubiera sido calibrado de forma mecánica. Digamos que si su altura se ha reducido el setenta por ciento, la anchura de sus hombros ha encogido de forma similar, como los pies, la cabeza, las orejas y los dedos. Igual que copias en vinilo solo que más pequeñas que la realidad. Algo así como maquetas para mirar desde una perspectiva determinada. Están cerca, pero en realidad parecen estar lejos. Un trampantojo en el que una superficie plana está, en realidad, deformada y ondulada. Una ilusión donde la mano no alcanza lo que parece tener a su alcance.
Así es la gente de la televisión.
Así es la gente de la televisión.
Así es la gente de la televisión.
Así es la gente de la televisión.
3
Había tres en total.
No llamaron al timbre ni golpearon la puerta con los nudillos. Tampoco saludaron. Se limitaron a entrar en la habitación en silencio. Ni siquiera oí sus pasos. Uno de ellos abrió la puerta. Los otros dos cargaban con una televisión. No era un aparato grande, tan solo una Sony normal y corriente. Creo que la puerta estaba cerrada con llave, pero no estoy seguro. Quizá olvidé cerrarla.
Cuando entraron, estaba tumbado en el sofá mirando el techo distraído. Me encontraba solo en casa. Mi mujer había quedado con unas amigas, unas compañeras de la época del instituto que se reunían de vez en cuando para salir a cenar. Antes de marcharse, me había dicho:
—¿Te haces tú la cena? Hay verduras y comida congelada en el frigorífico. Te las arreglas, ¿verdad? Por cierto, acuérdate de recoger la ropa antes de que se haga de noche.
—De acuerdo —le dije—. Solo se trata de una cena —susurré como si hablara para mí—, de ropa tendida, cosas insignificantes. Eso lo arreglo yo en un abrir y cerrar de ojos. ¡SLUPPP KRRRTZ!
—¿Has dicho algo? —preguntó ella.
—No, nada.
Me pasé la tarde tranquilamente tumbado en el sofá. No tenía nada mejor que hacer. Leí un rato, escuché algo de música, me tomé una cerveza. Sin embargo, no podía concentrarme en nada. Pensé en echarme un rato en la cama y tratar de dormir, pero no tenía sueño. Al final me quedé tumbado en el sofá con la mirada clavada en el techo.
Por la forma que tengo de pasar las tardes de los domingos, muchas cosas terminan por parecerse. Haga lo que haga, todo suele quedarse a medias porque soy incapaz de concentrarme. Por la mañana tengo la impresión de que todo puede salir bien: leeré este libro, escucharé este disco, responderé esa carta, ordenaré por fin los cajones de la mesa, iré a la compra y lavaré el coche, que está indecente desde ni me acuerdo cuándo. Sin embargo, cuando el reloj marca las dos o las tres, todos mis propósitos se van al traste. Al final resulta que no hago nada, tan solo me paso las horas muertas tumbado en el sofá hasta que incluso el ruido del reloj termina por molestarme. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. Un ruido como de gotas de lluvia empieza a erosionarlo todo a mi alrededor. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. En las tardes de domingo todo me resulta reducido, gastado. Igual que la gente de la televisión.
4
La gente de la televisión me ignoró desde el primer momento. Con sus gestos me daban a entender que era como si no existiera. Abrieron la puerta y metieron el aparato en la habitación. Los dos que lo transportaban lo dejaron sobre el aparador. El otro lo enchufó. En el aparador había también un reloj y un montón de revistas. El reloj era un regalo de boda de unos amigos. Era gigantesco, muy pesado, como si fuera el mismísimo tiempo. Hacía mucho ruido. Por toda la habitación resonaba su TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. La gente de la televisión lo quitó de ahí y lo dejó en el suelo. Pensé que mi mujer se iba a enfadar mucho. No le gusta que cambien las cosas de sitio sin su permiso. Si algo no está donde debe, se pone de un humor de perros, y si ese reloj enorme se quedaba ahí en el suelo, seguro que me tropezaría con él en plena noche. Me despierto todas las noches a las dos de la madrugada para ir al baño y siempre me choco con algo.
Lo siguiente que hicieron fue dejar las revistas encima de la mesa. Eran revistas femeninas (yo apenas leo ninguna, solo libros. Reconozco que me gustaría que desaparecieran todas las revistas del mundo). Elle, Marie Claire, Ideas para tu Hogar, cosas de ese estilo, todas ellas perfectamente ordenadas encima del aparador. A mi mujer no le hace ni pizca de gracia que las toque, que se las descoloque, y si se me ocurre, organiza un escándalo de cuidado, así que mejor ni me acerco. La gente de la televisión, en cambio, las recolocó sin la más mínima consideración. No parecían preocupados en absoluto. Las quitaron de donde estaban y las pusieron en cualquier sitio de cualquier manera: Marie Claire encima de Croissant, Ideas para tu Hogar debajo de An-An. Imperdonable. Y lo peor de todo, dejaron caer los marcapáginas con los que mi mujer tenía señaladas algunas partes. Si lo había hecho, era porque había algo importante para ella. No sabía qué podía ser, tal vez tuviera relación con el trabajo o tal vez fuera algo personal. De todos modos, era importante para ella y así me lo haría saber antes o después. Ya me parecía escuchar sus quejas: «No veo a mis amigas desde hace tiempo, vuelvo a casa y me lo encuentro todo hecho un desastre». En fin, pensé. Sacudí la cabeza.
5
Encima del aparador no quedó nada. Lo quitaron todo para colocar la televisión. La enchufaron y la encendieron. Después de un ligero chisporroteo, la pantalla se iluminó. Esperé. No se veía nada. Empezaron a cambiar de canal con el mando, pero solo se veía la pantalla en blanco. Imaginé que era por no estar conectada a la antena. Debía de haber un enchufe en alguna parte. Cuando nos mudamos a esa casa, creo recordar que el técnico me lo explicó, pero era incapaz de recordar dónde estaba. Como no teníamos televisión, se me había olvidado.
Sin embargo, la gente de la televisión no parecía especialmente molesta por no sintonizar ningún canal. Ni siquiera buscaron la conexión de la antena. En la pantalla no se veía nada, pero no parecían preocuparse. Enchufarla a la corriente y darle al botón de encendido parecía ser todo lo que querían hacer.
Era un aparato nuevo. No venía guardado en una caja, pero bastaba con verlo para saber que estaba por estrenar. El manual de instrucciones y la garantía estaban metidos en una bolsa de plástico pegada a un lado con celo. El cable brillaba como un pez recién sacado del agua.
Los tres se pusieron a examinar la pantalla en blanco desde distintos ángulos de la habitación. Uno de ellos se puso a mi lado y confirmó que se veía desde donde estaba sentado. El aparato se hallaba justo enfrente, a una distancia adecuada. Parecían satisfechos. Daba la impresión de que habían terminado su trabajo. Unos de ellos (el que estaba a mi lado) dejó el mando sobre la mesa.
Durante todo ese tiempo no dijeron una sola palabra. Sus movimientos eran ordenados y exactos. No parecían tener nada especial que decirse. Cada uno cumplía su parte del trabajo eficazmente. Se manejaban con destreza, eran hábiles. En poco tiempo lo tuvieron todo listo. Uno de ellos recogió el reloj que habían dejado en el suelo y buscó durante unos instantes un lugar adecuado donde ponerlo. Al no dar con el sitio, se resignó y volvió a depositarlo en el suelo. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. Las agujas marcaban pesadamente el paso del tiempo desde el suelo. El apartamento era muy pequeño y por culpa de mis libros y del material de referencia que acumulaba mi mujer, apenas había espacio para moverse. Algún día terminaría por tropezarme con algo y darme un golpe. Estaba resignado. Sucedería sin lugar a dudas. Hubiera apostado algo a que sí.
Los tres vestían chaqueta azul marino lisa de no sé qué tejido. Llevaban vaqueros y zapatillas de tenis. Tanto la ropa como las zapatillas estaban reducidas en proporción a su tamaño. Después de observarlos durante un rato, sentí como si lo incorrecto fuera mi tamaño. Tenía la impresión de ir boca abajo en una montaña rusa con unas gafas de cristales gruesos. Mi visión se deformaba, me mareaba, el equilibrio del que disfrutaba en el lugar donde vivía dejó de ser algo absoluto. Así es como se sentía uno al observar a la gente de la televisión.
Hasta el último momento no dijeron una sola palabra. Comprobaron de nuevo la pantalla y, en cuanto confirmaron que no había ningún problema, apagaron la televisión con el mando. El blanco de la pantalla desapareció y el chisporroteo cesó. La televisión recuperó su color gris oscuro. Fuera ya había empezado a anochecer. Oí que alguien llamaba a otra persona, pasos en el corredor, ruidosos, como de costumbre, un jaleo intencionado de unos zapatos de cuero: KRRSPUMK DUWB KRRSPUMK DUWB. Era domingo por la tarde.
La gente de la televisión inspeccionó una vez más el interior de la habitación. Después abrieron la puerta y se marcharon. Igual que al llegar, no me prestaron la más mínima atención. Seguían comportándose como si no existiera.
6
Desde que entraron hasta que se marcharon no me moví un milímetro ni dije una sola palabra. Los observé sin levantarme del sofá. Tal vez parezca una reacción poco natural, extraña: entran unos desconocidos en mi casa, tres para ser exactos, instalan un televisor sin mi permiso y, mientras tanto, me quedo tranquilamente sentado sin decir ni hacer nada. Raro, ¿verdad?
Sí, me limité a observarlos en silencio. Imagino que lo hice porque ellos me ignoraban por completo. De haber estado en mi piel, tal vez ustedes habrían hecho lo mismo. No pretendo justificarme, pero si un desconocido lo ignora a uno, al final se acaba por perder la certeza de la propia existencia. Me miré las manos e incluso tuve la impresión de que se transparentaban. Me sentía impotente, hechizado. Tanto mi cuerpo como mi existencia me resultaban cada vez más transparentes. Al cabo de un rato no podía moverme, no podía decir nada, tan solo contemplar cómo aquellos tres colocaban una televisión encima del aparador. El miedo a escuchar mi propia voz me impedía hablar.
Cuando se marcharon, volví a quedarme solo, recuperé el sentido de la realidad, mis manos volvieron a ser mis manos. La oscuridad se había tragado ya la última luz de la tarde. Encendí una lámpara y cerré los ojos. Incluso así notaba la presencia de la televisión. El reloj marcaba el paso del tiempo: TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS.
7
Curiosamente, mi mujer no comentó nada sobre la aparición de un aparato de televisión en casa. Tampoco reaccionó de modo alguno. Cero. Ni siquiera pareció verlo. Muy extraño. Como he dicho antes, es una maniática del orden. Si a alguien se le ocurre mover algo cuando no está, nada más entrar por la puerta de casa se da cuenta. Es una especie de habilidad suya. Frunce el ceño y lo coloca todo igual que estaba. No como yo. Para mí no significa nada que Ideas para tu Hogar esté debajo de An-An o si un bolígrafo está en el bote de los lápices. Lo más probable es que ni lo vea. A mí me parece que vivir así es agotador. En cualquier caso, es su problema, no el mío. Por eso no le digo nada. Que haga lo que quiera. Yo actúo así. Me sale de un modo natural. Ella es todo lo contrario. De vez en cuando se enfada mucho, dice que no soporta mi falta de delicadeza. Tampoco yo, le digo, aguanto de vez en cuando la falta de delicadeza de la ley de gravitación universal y de E = mc2. Tal cual, pero si cuando se lo digo se queda callada, quizá lo interpreta como un insulto, aunque nada que ver. No la insulto, es solo mi forma de decir lo siento.
Por la noche, cuando llegó a casa, echó un vistazo a la habitación. Tenía preparadas unas cuantas excusas que lo explicaban todo. Había venido la gente de la televisión y lo habían dejado todo manga por hombro. Es difícil que te entiendan cuando se trata de la gente de la televisión. Puede que no se lo creyera, pero, de todos modos, tenía la intención de ser sincero y explicárselo.
Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a echar un vistazo. Encima del aparador estaba la televisión; sobre la mesa, sus revistas desordenadas, el reloj en el suelo, y, a pesar de todo, no dijo nada. No tuve que explicarle nada.
—¿Has cenado bien? —me preguntó mientras se desvestía.
—No he cenado.
—¿Y eso por qué?
—No tenía hambre.
Se quedó pensativa mientras terminaba de desvestirse. Me miró como si dudase entre decir algo o no. El reloj rompía el silencio con sus pesados ruidos. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. Hice como si no lo oyera, como si aquellos ruidos no alcanzaran mis oídos, pero eran muy pesados, demasiado intensos. No había nada que hacer. Terminaban por abrirse camino por mucho que tratase de evitarlos. Ella también parecía prestarles atención. Sacudió la cabeza.
—¿Quieres que te prepare algo rápido?
—Estaría bien.
No quería nada especial, pero si me servía algo en un plato me lo comería.
Se puso cómoda y, mientras preparaba un arroz con verduras y una tortilla, me habló del encuentro con sus amigas. Me contó quién hacía qué, quién decía esto y lo otro, quién había mejorado con el nuevo corte de pelo o quién había dejado a su novio. A pesar de que conocía a la mayoría de sus amigas, escuché sin prestar demasiada atención mientras me tomaba una cerveza. No podía dejar de pensar en la gente de la televisión. No entendía por qué no decía nada sobre la repentina aparición de aquel aparato. ¿No se había dado cuenta? Era imposible que precisamente ella no se percatara de semejante cosa. ¿Por qué no decía nada entonces? Era muy extraño. Algo no iba bien y no sabía cómo enderezar el asunto.
Cuando la comida estuvo lista, me senté a la mesa y me comí el arroz, la tortilla, las ciruelas con sal. En cuanto terminé recogió los platos. Me tomé otra cerveza. Ella se sirvió un poco. Levanté la vista para mirar el aparador. La televisión seguía allí, apagada. Sobre la mesa estaba el mando. Me levanté, alcancé el mando y la encendí. La pantalla se puso en blanco y se escuchó el chisporroteo. No apareció ninguna imagen, tan solo el destello blanco producido por el tubo de rayos catódicos. Subí el volumen y el ruido del chisporroteo aumentó. Contemplé el destello durante veinte o treinta segundos y lo apagué. El ruido y la luz desaparecieron en un segundo. Mientras tanto, mi mujer se había sentado en la alfombra y hojeaba un número de Elle. No mostró el más mínimo interés por la televisión. Ni siquiera pareció enterarse de que la había encendido y apagado.
Dejé el mando sobre la mesa y me senté de nuevo en el sofá. Retomé la lectura de una extensa novela de García Márquez. Tengo la costumbre de leer después de cenar. Hay días que lo dejo en treinta minutos y otros puedo leer dos horas seguidas. Sea como sea, leo a diario. Sin embargo, aquel día no pude ni con media página. Por mucho que me esforzase en concentrarme, mi atención se desviaba hacia la televisión. Levantaba la vista sin querer y la miraba. La pantalla estaba frente a mí.
8
Cuando me desperté a las dos y media de la madrugada, el aparato seguía en el mismo sitio. Me levanté de la cama con la idea de que había desaparecido, pero no. Fui al baño y después me senté en el sofá con los pies encima de la mesa. Alcancé el mando para encenderla. Nada nuevo. Lo mismo de siempre. Luz blanca y ruido. Nada más. La apagué enseguida.
Volví a la cama para tratar de dormir. Estaba cansadísimo, pero no lograba conciliar el sueño. Cerraba los ojos y se me aparecía la imagen de la gente de la televisión: la gente de la televisión transportando el aparato, la gente de la televisión quitando el reloj de su sitio, la gente de la televisión dejando las revistas encima de la mesa, la gente de la televisión enchufando el aparato, la gente de la televisión comprobando la pantalla, la gente de la televisión abriendo la puerta y marchándose en silencio. Pululaban en mi mente, caminando de aquí para allá. Me levanté para ir a la cocina. Tomé una taza de café que había en el escurridor, me serví un brandy doble y me lo bebí. Me tumbé en el sofá y abrí el libro. No lograba sumergirme, concentrarme en la lectura. No entendía nada de lo que había allí escrito.
Dejé el libro y empecé a hojear una revista. No me iba a pasar nada por leer un Elle de vez en cuando. Sin embargo, no me interesaba nada de lo que publicaban: artículos sobre peinados, sobre elegantes camisas de seda blanca, sobre restaurantes de moda o qué ponerse para ir a la ópera. Cosas por el estilo. Ningún interés. La dejé a un lado. De nuevo, miré la televisión encima del aparador.
Estuve despierto hasta el amanecer sin hacer nada. A las seis puse a hervir agua. Preparé café. Como no tenía nada que hacer, hice unos sándwiches de jamón antes de que se levantara mi mujer.
—Has madrugado mucho —dijo ella mientras se desperezaba.
—Sí.
Después de un desayuno sin intercambiar apenas palabras, salimos juntos de casa y nos separamos en dirección a nuestras respectivas oficinas. Ella trabaja en una pequeña editorial que publica revistas especializadas en comida sana y estilo de vida. Publican artículos sobre cómo prevenir la gota con el shitake, sobre el futuro de la agricultura orgánica, cosas así. No venden mucho, pero tampoco necesitan un gran presupuesto, y como tienen suscriptores entusiastas, casi devotos como si pertenecieran a una secta, se mantienen y no les falta para comer. Yo trabajo en la sección de relaciones públicas de una fábrica de aparatos eléctricos. Hacemos anuncios de tostadoras, lavadoras, microondas.
9
Nada más llegar a la oficina me crucé en las escaleras con uno de los tipos de la televisión, uno de los que habían llevado el aparato a mi casa el día anterior. Al menos eso me pareció. De hecho, podía ser el primero que entró, el que no llevaba nada en las manos. Como no tienen unos rasgos físicos peculiares, resulta difícil diferenciarlos. No puedo estar seguro del todo, como mucho al ochenta o al noventa por ciento. Vestía la misma chaqueta azul. No llevaba nada en las manos. Tan solo bajaba las escaleras mientras yo subía. Odio los ascensores y siempre subo y bajo por las escaleras. Mi despacho está en la novena planta del edificio, así que aprovecho para hacer un poco de ejercicio. Si tengo prisa, acabo empapado en sudor, pero prefiero eso a subir en el maldito ascensor. Todos se mofan de mí. Como no tengo ni tele ni vídeo, ni uso el ascensor, mis compañeros me consideran un tipo raro. Imaginan que arrastro un trauma de la infancia que me impide madurar. A mí me extraña que lo asocien a eso, no lo entiendo, la verdad.
En cualquier caso, soy el único que utiliza las escaleras. Me crucé con él entre el cuarto y el quinto piso. Sucedió de forma tan inesperada que no supe cómo reaccionar. Podía haberle dicho algo, pero no lo hice. No se me ocurrió nada y, además, el tipo tenía cara de pocos amigos.
Bajaba la escalera con pasos rítmicos, precisos, mecánicos. Me ignoró por completo, como el día anterior. Ni siquiera tuve la impresión de entrar en su campo de visión. Sin saber qué hacer, me limité a pasar a su lado. Durante un segundo sentí como si la gravedad a mi alrededor sufriera una ligera variación.
Ese día teníamos una importante reunión desde primera hora de la mañana. Era sobre el diseño de la estrategia comercial para un nuevo artículo. Unos compañeros leyeron documentos, escribieron números en la pizarra, proyectaron gráficos en las pantallas de los ordenadores. Se inició una discusión entusiasta. También yo participé a pesar de que mi papel allí no era muy destacado. No tenía relación directa con ese proyecto en concreto y a menudo la cabeza se me iba a otra parte. Aun así, expresé mi opinión en un momento determinado. No era nada crucial, solo el comentario razonable de un simple observador. Aunque no tuviera relación directa con el asunto, no podía estar allí sin decir nada. No me considero especialmente emprendedor, pero ya que me pagan un salario siento el peso de la responsabilidad. Hice un breve resumen de lo que se había dicho hasta entonces y, para relajar el ambiente, incluso me permití una broma. Me remordía la conciencia por estar todo el tiempo distraído con la gente de la televisión. Algunos se rieron, y en cuanto terminé con lo que tenía que decir, volví con la gente de la televisión mientras fingía concentrarme en los documentos. Me daba igual el nombre que le pusieran al nuevo microondas. Mis pensamientos giraban única y exclusivamente en torno a la gente de la televisión. No podía dejar de pensar en ellos, de preguntarme qué sentido tenía aquel aparato en mi casa, por qué se habían tomado la molestia de llevarlo, por qué mi mujer no había hecho ningún comentario al respecto, por qué me cruzaba con uno de ellos en las escaleras de la oficina.
Las reuniones resultan interminables. A mediodía hubo un descanso para el almuerzo. Demasiado corto para salir a la calle a comer algo. En lugar de eso, todo el mundo pidió sándwiches y café. La sala de reuniones estaba inundada de humo de tabaco y decidí comer sentado a mi mesa. Mientras almorzaba, se me acercó el jefe de sección. Para ser sincero, no me gusta ese tipo, aunque no sé muy bien por qué. No tengo nada que reprocharle. Da la impresión de haberse criado en un buen ambiente y, desde luego, no es tonto. Tiene buen gusto para las corbatas y no se muestra orgulloso ni altivo con sus subalternos. Incluso se preocupa de mí. De vez en cuando me invita a cenar y, aun así, no llego a encajar con él. En mi opinión, toca demasiado a su interlocutor cuando habla. Sea hombre o mujer, lo hace todo el rato, le sale con naturalidad. No creo que tenga segundas intenciones, por supuesto, es casi un gesto instintivo. La mayoría de la gente ni siquiera se da cuenta, sin embargo, a mí me resulta insoportable y, en cuanto le veo, me pongo rígido. Quizá solo sea un detalle sin importancia, pero, de todos modos, me molesta.
Me puso la mano en el hombro y se agachó.
—Tu comentario ha sido muy pertinente —me dijo en un tono amistoso—. Breve y conciso. Me ha gustado mucho. Un punto de vista interesante. Ha motivado muchos otros comentarios positivos en la sala y ha llegado en el momento justo. Continúa así, por favor.
Se marchó enseguida. Imagino que tendría prisa por comer algo. Le agradecí sus palabras, pero más por sorpresa que por otra cosa. No me acordaba de lo que había dicho, solo de que no me parecía buena idea quedarme callado. Solo por eso me obligué a decir algo. ¿Por qué se tomaba entonces la molestia de venir a mi mesa con sus alabanzas? Seguro que otros habían dicho cosas más importantes. Me extrañaba. No entendía bien lo que pasaba, pero seguí comiendo y de pronto pensé en mi mujer. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Habría salido a comer? Quería llamarla, hablar con ella aunque no fuera más que dos o tres palabras. Marqué los tres primeros números, pero renuncié. En realidad no tenía nada que decir. Solo sentía cómo el mundo se desequilibraba ligeramente, pero no sabía cómo explicárselo por teléfono en el breve intervalo de tiempo antes de entrar de nuevo en la reunión. Además, no le gustaba que la llamase al trabajo. Colgué el auricular, suspiré y me terminé el café. Después tiré el vaso de plástico a la papelera.
10
Durante la reunión de la tarde vi de nuevo a la gente de la televisión. En esa ocasión eran dos. Como el día anterior en mi casa, cruzaron la sala de reuniones con una televisión Sony que cargaban entre ambos. La única diferencia es que el aparato era algo mayor que el anterior. ¡Qué situación! Sony era nuestro principal competidor y llevar ahí un aparato de esa marca representaba un verdadero problema. Para comparar productos, a veces traemos algunos de la competencia, pero siempre nos tomamos la molestia de ocultar la marca para que nadie se sienta incómodo. La gente de la televisión, por el contrario, no se había tomado ninguna molestia. El logo de Sony se veía con toda claridad. Entraron mostrándolo a todo el mundo, se pasearon arriba y abajo en busca de un lugar donde dejarla, y como no lo encontraron, se dieron media vuelta en dirección a la salida. Nadie en la sala reaccionó a su presencia. Era imposible que no los hubieran visto. Habían tenido que hacerlo y la prueba es que se apartaban para dejarlos pasar, pero sucedía siempre lo mismo, como si un camarero hubiera entrado a servir unas bebidas, como si existiera el acuerdo tácito de no reaccionar a su presencia. Todos sabían que estaban ahí, solo que actuaban como si no lo supieran.
Nada tenía sentido. ¿Todo el mundo conoce la existencia de la gente de la televisión? ¿Solo yo? Quizá mi mujer también la conozca. Es posible. Quizá por eso ni los mencionó. Es la única explicación que se me ocurre, pero eso me confunde aún más. ¿Quién o qué son entonces? ¿Por qué arrastran siempre un aparato de televisión de un lado para otro?
Uno de mis colegas se levantó para ir al baño y aproveché para ir yo también. Habíamos empezado a trabajar para la empresa en la misma época y teníamos buena relación. De vez en cuando salíamos a tomar algo después del trabajo. No era algo que hiciera con cualquiera. Me puse a su lado en el baño.
—¡Uf! No vamos a acabar con esto hasta que se haga de noche. Reuniones y más reuniones —me quejé.
—Estoy de acuerdo.
Nos lavamos las manos. También él me hizo un cumplido sobre mi intervención de la mañana y se lo agradecí.
—Por cierto, quería preguntarte sobre esa gente que acaba de traer… —dije sin terminar la frase.
Él no comentó nada. Cerró el grifo, sacó dos toallas de papel del dispensador y se secó las manos. Ni siquiera me miró. Se tomó mucho tiempo para secarse bien las manos. Hizo una bola con el papel y la tiró a la papelera. Tal vez no me había oído. Tal vez sí, pero fingió que no. No sabía qué decir, pero me pareció mejor no insistir. Me sequé las manos y volví a la sala de reuniones. Durante el resto de la tarde evitó mirarme a los ojos.
11
Cuando volví del trabajo, la casa estaba a oscuras. Había empezado a llover. Desde la ventana del balcón se veían las nubes bajas, oscuras. Olía a lluvia. Anochecía. No había rastro de mi mujer. Me quité la corbata, la estiré y la colgué en una percha. Cepillé el traje antes de dejarlo en su sitio. Metí la camisa en el cesto de la ropa sucia. Apestaba a tabaco, como mi pelo. Entré en la ducha y me lo lavé. La historia de siempre. Después de una de esas reuniones interminables, el olor a tabaco te impregnaba todo el cuerpo. Mi mujer también lo odiaba. De hecho, lo primero que hizo después de casarnos fue obligarme a dejar de fumar. Ya hacía cuatro años de eso.
Nada más salir de la ducha me senté en el sofá y, mientras me secaba la cabeza con una toalla, me tomé una cerveza. El aparato que trajo la gente de la televisión seguía encima del aparador. Alcancé el mando y lo encendí. No ocurrió nada. Presioné el botón de encendido varias veces y nada de nada. La pantalla seguía oscura. Miré el enchufe. Estaba conectado. Lo desenchufé y volví a enchufarlo. Nada. Seguía sin funcionar. La pantalla no se ponía en blanco. Comprobé las pilas del mando. Confirmé que no se habían gastado con un medidor de voltaje que tenía a mano. Estaban nuevas. Me resigné. Dejé el mando y di un sorbo de cerveza.
¿Por qué me preocupaba por semejante cosa? Me extrañaba hacerlo. Aunque hubiese encendido la televisión, ¿qué iba a pasar después? Como mucho se pondría en blanco y se escucharía un chisporroteo. No debía preocuparme por eso y, sin embargo, lo hacía. La noche anterior se había encendido sin problemas. No la había tocado desde entonces, así que no había razón para que no funcionase.
Volví a alcanzar el mando. Apreté con suavidad el botón de encendido. Nada, el mismo resultado de antes. Ninguna reacción. La pantalla estaba muerta, congelada como la superficie de la luna.
Congelada.
Saqué una segunda cerveza de la nevera y le di un buen sorbo. Comí algo de ensalada de patata que tenía guardada en un recipiente de plástico. Eran más de las seis. Me senté a leer el periódico de la tarde. Si tuviera que señalar algo de él, diría que me resultó mucho más aburrido de lo normal. No había un solo artículo que mereciera la pena, pero, como no se me ocurría otra cosa que hacer, continué leyendo. ¿Pero y después qué? Para evitar pensar en ello dilaté la lectura. ¿Y si me dedicaba a responder algunas cartas? Hacía poco había recibido la invitación de boda de un primo y debía excusarme sin demorarme mucho. Para esa fecha tenía previsto un viaje con mi mujer a Okinawa. Nos había costado mucho planearlo, hacer coincidir las vacaciones. No podíamos cancelarlo porque, de hacerlo, quién nos iba a decir cuánto tiempo pasaría antes de volver a tener semejante oportunidad. Además, tampoco tenía una relación demasiado estrecha con ese primo en concreto. Hacía al menos diez años que no le veía. De todos modos, debía responderle lo antes posible. Como es lógico, querrían calcular el número exacto de invitados, pero me sentía incapaz de ponerme a escribir. No estaba de humor.
Volví al periódico y leí dos veces el mismo artículo. Pensé en preparar la cena, pero quizá mi mujer tuviera que cenar fuera por asuntos de trabajo. Sería un desperdicio. Yo me podía arreglar con cualquier cosa. No tenía que tomarme la molestia de cocinar. En caso de que apareciera le propondría salir.
Algo extraño ocurría. Teníamos la costumbre de avisarnos con antelación cuando uno de los dos iba a llegar más tarde de lo normal. Era una regla, y aunque fuera en el contestador, dejábamos el mensaje. De ese modo podíamos organizarnos, por ejemplo, cenar solos, cocinar para los dos o irnos pronto a la cama. Muchas veces no me quedaba más remedio que volver tarde a casa por culpa del trabajo. También ella, cuando tenía una reunión o cuando les tocaba entrar en imprenta. Nuestros horarios no son fijos ni estrictos. En épocas de mucho estrés podían pasar tres días sin que hablásemos como era debido. De ahí que tratásemos de mantener unas reglas básicas para facilitar la vida cotidiana. Si uno iba a llegar tarde, llamaba para decírselo al otro. A veces yo me olvidaba, pero ella jamás.
Sin embargo, en el contestador no había ningún mensaje.
Dejé el periódico, me tumbé en el sofá y cerré los ojos.
12
Soñé que me encontraba en una reunión. Estaba de pie, decía algo que no era capaz de entender. Movía la boca, hablaba. Si dejaba de hacerlo, moriría. No podía callarme, aunque para eso tuviera que decir cosas incomprensibles durante toda la eternidad. A mi alrededor estaban todos muertos. Se habían convertido en estatuas de piedra. El viento aullaba, había destrozado las ventanas y se colaba dentro. Estaba la gente de la televisión. Eran tres, como la primera vez que los vi. También llevaban una televisión Sony. En la imagen de la pantalla se veía a más gente de la televisión. Poco a poco me fui quedando sin palabras, sentía cómo se me endurecían las yemas de los dedos. Yo también me convertía en una estatua de piedra.
Al despertarme, la habitación estaba inundada de una luz blanquecina, como en los pasillos de los acuarios. La televisión estaba encendida. Fuera de su alcance todo quedaba a oscuras, pero de ella salía un brillo intenso acompañado de un leve ruido. Me incorporé y me di un masaje en las sienes. Las yemas de mis dedos aún estaban blandas. La boca me sabía a la cerveza que había tomado antes de dormir. Tragué saliva. Tenía la garganta seca y me costó. Después de un sueño tan realista, la vigilia me parecía mucho más irreal que el propio sueño. En cualquier caso, era la realidad. Nadie se había convertido en estatua de piedra. No sabía qué hora era. Miré el reloj, que seguía en el suelo. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. Casi las ocho.
Como había ocurrido en el sueño, uno de los tipos de la televisión apareció en la pantalla. Se parecía al hombre con el que me había cruzado en la escalera de la oficina. Era él, seguro. El mismo que abrió la puerta de mi casa. Seguro al cien por cien. Estaba de pie con una luz blanca fluorescente a la espalda y me miraba. Parecía un resto del sueño que hubiera logrado abrirse paso en la realidad. Parpadeé varias veces para que desapareciera por completo. Sin embargo, ahí seguía. La figura de la pantalla no dejó de agrandarse hasta que su cara ocupó todo el espacio, como si se hubiera acercado hasta quedar en primer plano.
Salió de la pantalla, apoyó una mano en el marco y sacó primero las piernas. En la pantalla solo quedó la luz blanca. Como si necesitara adaptarse al mundo exterior, se frotó sus reducidas manos durante mucho tiempo. No parecía tener ninguna prisa. Se comportaba con tranquilidad, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Parecía un presentador con años de experiencia. Al fin me miró.
—Estamos fabricando un avión —dijo con una voz plana, sin ángulos, como si estuviera escrita en un papel.
Mientras hablaba, en la pantalla apareció una máquina negra. Todo resultaba muy profesional, como en un noticiario. Primero proyectaron la imagen de un espacio muy amplio, como el de una fábrica. La cámara se acercó después hacia el centro, al lugar de trabajo. Otros dos de los tipos de la televisión manipulaban una máquina, usaban llaves para apretar pernos, ajustaban medidores. Estaban concentrados en el trabajo. Era una máquina extraña, de forma cilíndrica, fina, alargada, alta. Cada pocos metros, sobresalía algo con forma aerodinámica. Más que un avión, parecía un exprimidor de naranjas gigante. Carecía de alas y asientos.
—No tiene en absoluto aspecto de avión —le dije.
Mi voz no parecía mía. Sonó muy extraña, como si después de pasar muchos filtros hubiera perdido sus nutrientes. Me sentía como si hubiera envejecido.
—Será porque aún no lo hemos pintado —dijo él—. Lo haremos mañana. Entonces se verá claramente que se trata de un avión.
—No es una cuestión de color, sino de forma. Eso no es un avión.
—Si no es un avión, ¿qué es entonces?
No supe qué responder.
—¿Qué demonios es eso? —pregunté al fin.
—Repito que es culpa del color —dijo en un tono suave—. Si lo pintamos bien, parecerá un auténtico avión.
Renuncié a discutir con él. ¿De qué iba a servir? Ya fuera un avión capaz de exprimir naranjas o un exprimidor de naranjas capaz de volar, a mí qué más me daba. ¿Por qué no volvía mi mujer?
Me di otro masaje en las sienes. El reloj no dejaba de hacer ruido: TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. Encima de la mesa estaba el mando, junto al montón de revistas. El teléfono seguía sin sonar. La habitación estaba iluminada por la luz de la pantalla.
Los dos tipos del otro lado de la pantalla trabajaban con ahínco. La imagen se veía mucho más nítida que antes. Podía leer incluso los números de los diales. Aunque apenas se oía, también me llegó algún sonido. La máquina hacía ruido. TAABZHRAYBGG TAABZHRAYBGG ARP ARPP TAABZHRAYBGG. De vez en cuando se oía el ruido seco de un metal golpear contra otro metal. AREEEENBT AREEEENBT. Se oían otros ruidos, pero no era capaz de distinguir a qué correspondían. Los dos tipos no dejaban de trabajar con entusiasmo. Me fijé en lo que hacían. El que está fuera de la pantalla se quedó callado y observó a sus compañeros al otro lado. Aquella máquina negra e incomprensible, que no parecía un avión la mirase como la mirase, flotaba en un espacio inundado de luz blanca.
—Lo siento por tu mujer —dijo el que estaba a mi lado.
Le miré sin entender a qué se refería, como si mirase el tubo de rayos catódicos.
—Tu mujer no va a volver —dijo en el mismo tono.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque es imposible.
Su voz sonaba como la tarjeta que sirve de llave de un hotel. Una voz plana, sin entonación, que se colaba como un cuchillo por ranuras estrechas.
—No vuelve porque es imposible.
«No vuelve porque es imposible», repetí mentalmente. Una frase plana, irreal, fuera de contexto. La causa tragada por el efecto. Me levanté para ir a la cocina. Abrí la nevera, respiré hondo y volví al sofá con una cerveza en la mano. El tipo seguía de pie junto a la televisión y miró cómo tiraba de la anilla hacia arriba. Tenía el codo derecho apoyado en el aparato. No me apetecía especialmente tomar una cerveza, pero era incapaz de estar sin hacer nada. Di un sorbo y me supo muy mal. Tuve la lata tanto tiempo en la mano que al final no aguanté más el peso y la dejé encima de la mesa.
Pensé de nuevo en lo que me había dicho el tipo ese de la televisión que estaba a mi lado, lo de que mi mujer no iba a volver. Ya no funcionábamos y por eso no volvía. No podía creer que nuestra relación acabara así. Está claro que nunca fuimos la pareja perfecta. En cuatro años hemos tenido disputas, problemas, pero siempre los hemos resuelto. Algunas cosas se han quedado pendientes, otras no, pero la mayor parte de lo que no hemos logrado afrontar hemos terminado dejándolo pasar. De acuerdo, habíamos tenido nuestros momentos buenos y malos, lo admito, pero eso no significa que ya no funcionemos. ¿Acaso hay un lugar en el mundo donde los matrimonios no tengan problemas? Además, solo eran las ocho pasadas. Si no había llamado era por alguna razón. Podía enumerar tantas como quisiera. Por ejemplo… No, no se me ocurría ninguna. Estaba irremediablemente confundido.
Me recosté en el sofá.
Ese avión —si es que se le podía llamar así—, ¿cómo iba a volar? ¿Dónde estaban los reactores, las ventanas, el morro, la cola?
Me moría de cansancio. Estaba exhausto y aún debía contestar a mi primo. «No puedo ir a tu boda por motivos de trabajo. Lo lamento. De todos modos, enhorabuena por tu matrimonio…» Algo así le diría.
Los dos tipos de la televisión al otro lado de la pantalla seguían concentrados en su trabajo ignorándome por completo. En ningún momento habían dejado de mover las manos. Cuando terminaban con una cosa, enseguida empezaban con la siguiente. No parecían tener un plan de trabajo, pero sabían perfectamente qué hacer en cada momento. La cámara los seguía sin perder detalle. El operador conocía su oficio y con sus planos facilitaba la comprensión global del proceso. Imagino que sería otro de los de la televisión. El cuarto y el quinto, operador de cámara y mezclador.
Era extraño, pero cuanto más miraba más me parecía un avión. Al menos empezaba a pensar que no había nada raro en el hecho de que fuera un avión. Me daba igual si tenía morro o cola. Un trabajo tan preciso y admirable podía resultar perfectamente en un avión. Aunque a mí no me lo pareciera, a ellos sí. El tipo a mi lado tenía razón: «Si no es un avión, ¿qué es entonces?».
El tipo ese de la gente de la televisión que estaba fuera no se movía desde hacía rato. Apoyado con su codo derecho en el aparato, no dejaba de observarme. Los de dentro seguían a lo suyo. Oí el ruido del reloj. TRPP Q SCHAOUS TRPP Q SCHAOUS. El cuarto estaba a oscuras. El calor era sofocante. Alguien caminaba por el corredor haciendo ruido con los zapatos.
Se me ocurrió que tal vez tuviera razón. Que quizá mi mujer no iba a volver. Puede que se hubiera marchado muy lejos, que hubiera tomado no sé qué transporte público para alejarse de mí. Quizá nuestra relación había sufrido algún daño irreparable. Quizá la pérdida era irremediable. Puede que yo fuera el único que no se había dado cuenta de nada. Se me ocurrían sin cesar todo tipo de pensamientos.
—Tal vez tenga razón —dije en voz alta.
La voz salía débil del interior de mi cuerpo.
—Cuando lo pintemos mañana, lo verá mucho mejor —dijo el de la gente de la televisión—. Con ese toque de color se convertirá en un avión decente.
Me miré las palmas de las manos. Parecían más pequeñas de lo normal, como si se hubieran reducido. Apenas un poco. Tal vez me equivocaba. Tal vez se trataba de un efecto óptico, tal vez el equilibrio en las perspectivas se había vuelto loco, pero lo cierto es que las veía así, reducidas. ¡Un momento! Quería decir algo. Había algo que debía decir. Si no, me convertiría en una estatua de piedra como los demás.
—El teléfono sonará en breve —dijo el que estaba a mi lado. Se calló un momento como si calculara—. Dentro de unos cinco minutos.
Miré el teléfono. Pensé en el cable que conectaba unos aparatos con otros sin fin, en ese infinito laberinto de conexiones detrás del cual estaba mi mujer. Lejos, muy lejos, donde no podía alcanzarla con la mano. Noté los latidos de su corazón. Quedaban cinco minutos. ¿Dónde está el morro y dónde la cola? Me levanté para decir algo, pero tan pronto como me puse en pie, las palabras desaparecieron.