Rana salva a Tokio
AL regresar a su apartamento, Katagiri se encontró con una enorme rana que lo estaba esperando. Alzada sobre las dos patas traseras, mediría más de dos metros. Y, encima, era robusta. El flacucho Katagiri, con su escaso metro sesenta de estatura, se sintió abrumado ante un corpachón tan imponente.
—Llámeme Rana —dijo la rana con voz estentórea.
Katagiri perdió el habla y, boquiabierto, se quedó plantado en la puerta del recibidor.
—No tiene por qué asustarse tanto, hombre. No voy a hacerle ningún daño. Entre y cierre la puerta —indicó la rana.
Katagiri, con la cartera del trabajo colgando de la mano derecha y sosteniendo con la izquierda la bolsa de papel del supermercado llena de verduras y conservas de salmón, fue incapaz de dar un solo paso.
—Vamos, señor Katagiri. Cierre la puerta enseguida y quítese los zapatos.
Al oír que lo llamaba por su nombre, Katagiri finalmente reaccionó. Cerró la puerta tal como le decía, dejó la bolsa del supermercado en el suelo y, sujetando la cartera bajo el brazo, se descalzó. Luego, siguiendo las indicaciones de Rana, se sentó en una silla de la mesa de la cocina.
—Señor Katagiri —dijo Rana—. Discúlpeme por haber entrado sin permiso durante su ausencia. Comprendo su sorpresa. Pero me resultaba imposible obrar de otro modo. ¿Le apetece un té? Suponía que estaría al caer y he puesto el agua a calentar.
Katagiri seguía manteniendo la cartera firmemente aferrada bajo el brazo. ¿Se trataría de una broma? ¿Habría alguien oculto dentro de la rana tomándole el pelo? Claro que, lo miraras por donde lo mirases, tanto la figura como los movimientos de Rana, que ahora echaba agua caliente en la tetera canturreando con voz nasal, parecían auténticos. Rana depositó una taza de té frente a Katagiri y otra ante sí.
—¿Se ha tranquilizado un poco? —preguntó Rana sorbiendo su té.
Katagiri aún no había recuperado el habla.
—Ya sé que lo correcto hubiera sido concertar una cita antes de venir —dijo Rana—. Me hago cargo, señor Katagiri. Cualquiera se asombraría al volver a su casa y encontrarse con una rana enorme esperando. Pero se trata de un asunto urgente, de capital importancia. Disculpe, pues, mi descortesía.
—¿Un asunto? —Katagiri había logrado, al fin, recuperar el habla, o algo parecido.
—En efecto, señor Katagiri. De no ser así, jamás hubiera irrumpido en su casa de esta forma. No soy tan maleducado.
—¿Y ese asunto está relacionado con mi trabajo?
—La respuesta es sí, y es no —dijo Rana ladeando la cabeza—. Es no, y es sí.
«Debería calmarme un poco», pensó Katagiri.
—¿Puedo fumar?
—Faltaría más, faltaría más —respondió Rana afablemente—. ¿Acaso no está usted en su casa? No tiene por qué ir pidiéndome permiso. Fume o beba tanto como le plazca. Yo no fumo, pero tengo el suficiente sentido común como para no ir esgrimiendo mis derechos de no fumador en casa ajena.
Katagiri se sacó del bolsillo un paquete de tabaco, prendió una cerilla. Al encender el cigarrillo se dio cuenta de que le temblaba la mano. Sentado frente a él, Rana seguía con gran interés sus movimientos.
—¿Usted no tendrá algo que ver, por casualidad, con algún sindicato del crimen? —aventuró Katagiri.
—¡Ja, ja, ja! —rió Rana. Sus carcajadas eran alegres y sonoras. Se golpeó las rodillas con sus manos de dedos palmeados—. Tiene usted un gran sentido del humor, señor Katagiri. Piénselo un poco. Por mucha falta de mano de obra cualificada que haya hoy en día, ¿qué grupo mafioso iba a contratar los servicios de una rana? Se convertirían en el hazmerreír de todo el mundo.
—Pues si ha venido a negociar la devolución de un préstamo, pierde usted el tiempo —dijo Katagiri con firmeza—. Individualmente, yo no tengo el menor poder de decisión. Yo sigo las decisiones de mis superiores, me limito a cumplir las órdenes que me dan. Se trate de lo que se trate, no creo que pueda serle de ninguna utilidad.
—Oiga, señor Katagiri —dijo Rana levantando un dedo en el aire—. No he venido por este tipo de asuntos. Sé que usted es jefe adjunto del departamento de gestión de préstamos de la sucursal de Shinjuku de la Caja de Crédito y Seguridad de Tokio. Pero mi caso no tiene nada que ver con la devolución de un préstamo. Lo que me ha traído aquí es salvar a Tokio de la destrucción.
Katagiri echó una mirada a su alrededor. ¿No estaría siendo víctima de alguna broma pesada, tipo cámara oculta o algo similar? Pero no había cámaras por ninguna parte. La habitación era pequeña. Allí no podía ocultarse nadie.
—Estamos los dos solos, señor Katagiri. Es posible que crea que soy una rana loca. O que esté soñando. Pero ni yo estoy loco ni usted está soñando. Es una historia muy seria.
—Oiga, señor Rana —dijo Katagiri.
—¡Rana! —rectificó Rana levantando un dedo.
—Rana —corrigió Katagiri—. No es que no confíe en usted. Sólo es que no acabo de captar la situación. No comprendo qué está ocurriendo aquí en estos momentos. ¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—Faltaría más, faltaría más —dijo Rana—. El mutuo entendimiento es esencial. Claro que hay quien dice que la comprensión no es más que una suma de equívocos y yo, personalmente, encuentro muy interesante este punto de vista, pero ahora, por desgracia, no disponemos del tiempo suficiente para perdernos en amenas disquisiciones. Lo primordial es que alcancemos un entendimiento mutuo en la distancia más corta. Así que pregunte lo que quiera.
—¿Es usted una rana auténtica?
—Claro que sí. Tal como puede observar, soy una rana de verdad. Y aquí no caben metáforas, alusiones, hipérboles, paradigmas ni ningún tipo de figura complicada. Soy una rana auténtica. ¿Quiere oírme croar?
Rana miró hacia el techo y puso en movimiento su enorme garganta.
—Cro-croo-crooooo croo-croooooooooo.
Un vozarrón imponente. Tanto como para que los marcos que colgaban de las paredes empezaran a vibrar y a ladearse.
—Vale, vale —dijo Katagiri apresuradamente. Era un apartamento barato de paredes delgadas—. Es suficiente. Usted es una rana, sin lugar a dudas.
—Tal vez podría afirmar, incluso, que soy el compendio de todas las ranas. Pero eso no alteraría el hecho de que soy una rana. Y si alguien afirmara lo contrario, sería un mentiroso inmundo al que habría que destruir.
Katagiri asintió. Para calmarse, alcanzó la taza y tomó un sorbo de té.
—Usted ha hablado de evitar la destrucción de Tokio, ¿no es así?
—Eso he dicho.
—¿Y a qué tipo de destrucción se refiere?
—A un terremoto —dijo Rana con voz solemne.
Katagiri lo miraba boquiabierto. Rana, a su vez, clavó los ojos en Katagiri sin pronunciar palabra. Estuvieron unos instantes observándose el uno al otro. Luego, habló Rana.
—Un gran terremoto. Asolará Tokio el dieciocho de febrero a las ocho y media de la mañana. Es decir, dentro de tres días. Aún será mayor que el de Kobe del mes pasado. Se calcula que habrá alrededor de ciento cincuenta mil muertos. La mayor parte, por descarrilamientos, vuelcos y colisiones de los medios de transporte en plena hora punta. Desplome de autopistas, hundimientos del metro, caída de ferrocarriles aéreos, explosión de camiones cisterna. Los edificios se convertirán en montañas de cascotes que sepultarán a la gente. Las llamas se alzarán por doquier. El tráfico de las carreteras quedará colapsado, las ambulancias y coches de bomberos serán meros trastos inútiles. La gente irá muriendo y muriendo, sin más. ¡Ciento cincuenta mil víctimas! Un auténtico infierno. La gente deberá tomar consciencia de la fragilidad extrema de esta gran concentración de seres humanos llamada «ciudad» —dijo Rana sacudiendo levemente la cabeza—. El epicentro se situará muy cerca del ayuntamiento de Shinjuku, a poca profundidad.
—¿Cerca del ayuntamiento de Shinjuku?
—Para ser exactos, justo debajo de la sucursal de Shinjuku de la Caja de Crédito y Seguridad de Tokio.
Se hizo un profundo silencio.
—Entonces..., si lo he entendido bien... —dijo Katagiri—, se trata de impedir que ocurra el terremoto, ¿no es así?
—Exacto —asintió Rana—. De eso se trata. Usted y yo descenderemos al subsuelo de la sucursal de Shinjuku de la Caja de Crédito y Seguridad de Tokio y lucharemos con Gusano.
Como empleado del departamento de gestión de préstamos de la Caja de Crédito y Seguridad, Katagiri ya había tenido que librar más de una batalla sangrienta. Al salir de la universidad había entrado en la Caja de Crédito y Seguridad de Tokio y llevaba ya dieciséis años en el departamento de gestión de créditos. Era el encargado de recaudar las devoluciones. Un puesto de trabajo que no gozaba precisamente de gran popularidad. Conceder un préstamo era algo que le apetecía a cualquiera. En especial durante la época de la burbuja financiera. En aquella época corría tanto dinero que, si el cliente tenía algún terreno o valores susceptibles de ser hipotecados, el responsable de créditos estaba dispuesto a concederle un préstamo tan elevado como quisiera. Éste era su trabajo. Sin embargo, a veces los préstamos eran irrecuperables y, en esos casos, allí estaba Katagiri para tomar las disposiciones pertinentes para conseguirlo. Su volumen de trabajo había ido aumentando con gran celeridad, sobre todo después de que estallara la burbuja. Primero había bajado la cotización de los valores en bolsa, luego, el precio del suelo. Al suceder esto, las hipotecas habían perdido su sentido original.
—Sácale todo el dinero que puedas, por poco que sea —era la máxima suprema que recibía de sus superiores.
El barrio Kabukichō de Shinjuku es un dédalo de violencia. Desde antiguo ha sido feudo de los yakuza; también han arraigado allí asociaciones criminales de origen coreano, además de la mafia china. Hay armas y drogas por todas partes. Grandes cantidades de dinero fluyen de las tinieblas a las tinieblas sin asomar jamás a la superficie. No es extraño que de vez en cuando se desvanezca alguien como el humo. Katagiri, al ir a cobrar una deuda, más de una vez se había visto rodeado por yakuza que lo amenazaban de muerte. Pero él nunca había tenido miedo. ¿Qué ganaban ellos con liquidar a un recadero de la Caja de Crédito y Seguridad? Si querían apuñalarlo, que lo apuñalaran. Si querían pegarle un tiro, que se lo pegaran. Por suerte, no tenía ni mujer ni hijos, y sus padres ya habían muerto. Se había hecho cargo de su hermano y su hermana menores, les había dado estudios universitarios, incluso los había casado. Aunque lo mataran, no fastidiarían a nadie. Ni siquiera a él en particular.
Pero, al ver que Katagiri permanecía sereno, eran los yakuza que lo rodeaban quienes iban poniéndose nerviosos. Gracias a ello, Katagiri gozaba, en aquel mundo, de cierta reputación, como hombre de sangre fría. Sin embargo, ahora se sentía perplejo. ¿Qué se suponía que debía hacer? No tenía la menor idea. ¿Qué diablos era toda aquella historia? ¿Gusano?
—¿Y quién es Gusano? —preguntó Katagiri medrosamente.
—Gusano vive en las entrañas de la tierra. Es una lombriz enorme. Cuando se enfada, provoca terremotos —dijo Rana—. Y ahora está lleno de ira.
—¿De ira? ¿Contra qué?
—No lo sé —dijo Rana—. Lo que Gusano piensa dentro de su negro cabezón, eso no puede saberlo nadie. También son contados los que lo han visto. Por lo general está sumido en un largo sueño. Arropado por la oscuridad y la tibieza de las entrañas de la tierra, duerme profundamente durante años, durante décadas. Como es lógico, sus ojos se han atrofiado. Sus sesos se han ido deshaciendo en su largo sueño, transformándose en una materia distinta, gelatinosa. Yo imagino que, en realidad, no piensa nada. Se limita a captar con su cuerpo ecos y vibraciones que vienen de lejos, los va succionando, uno tras otro, los acumula. Luego, debido a alguna reacción química, la mayor parte de ellos se convierte en odio. No sé por qué sucede esto. Yo no le encuentro ninguna explicación. —Rana enmudeció y se quedó mirando fijamente a Katagiri. Esperó a que sus palabras penetraran en su mente y se asentaran en ella. Luego, prosiguió su relato—. No quiero que me malinterprete. No es que sienta odio o enemistad hacia Gusano. Tampoco creo que sea la encarnación del mal. Jamás se me ha pasado por la cabeza la idea de ser amigo suyo, ni nada por el estilo, pero creo que, en cierto sentido, al mundo no le importa que existan seres como él. El mundo es un abrigo enorme y tiene que tener bolsillos de diferentes formas. Pero Gusano, ahora, se ha convertido en un ser peligroso al que hay que controlar. Su cuerpo ha absorbido y acumulado cantidades tan ingentes de odio que ha alcanzado un tamaño descomunal, mayor que el que había alcanzado jamás. Por si fuera poco, el terremoto de Kobe del mes pasado lo despertó bruscamente de su profundo y agradable sueño. Y él, inducido por la cólera, tuvo una revelación. Decidió que había llegado el momento de que él, a su vez, desencadenara un gran terremoto bajo Tokio. Unos bichos amigos míos me han proporcionado información fiable sobre el día, la hora y la intensidad del terremoto. No hay lugar a dudas.
Rana enmudeció y entrecerró los ojos como si estuviera cansado de hablar.
—De modo —dijo Katagiri— que usted y yo descenderemos al subsuelo, nos batiremos con Gusano y evitaremos el terremoto.
—Exacto.
Katagiri agarró la taza de té, volvió a depositarla sobre la mesa.
—Todavía no consigo entenderlo del todo. ¿Cómo es que me ha elegido a mí como compañero?
—Señor Katagiri —dijo Rana mirándolo a los ojos—. Hace tiempo que lo admiro como ser humano. Durante los últimos dieciséis años, usted ha desempeñado en silencio un trabajo poco brillante y peligroso que nadie quería hacer. Sé muy bien lo duro que ha sido. Por desgracia, ni sus superiores ni sus compañeros se lo han reconocido en su justa medida. Ésos seguro que ni se han dado cuenta. Sin embargo, a pesar de que no se lo hayan reconocido, a pesar de que no lo hayan propuesto para ningún ascenso, usted no ha formulado la menor queja.
»Y no se trata únicamente de su trabajo. Tras la muerte de sus padres, usted se hizo cargo, en solitario, de sus hermanos menores aún adolescentes, les dio estudios y los ayudó a casarse. Para ello tuvo que sacrificar gran parte de su tiempo y de sus ingresos, incluso renunció a casarse. Sin embargo, ni su hermano ni su hermana le han agradecido nunca sus desvelos. Ni lo más mínimo. Al contrario. Lo menosprecian, jamás le han mostrado más que ingratitud. A mí, si me permite decirlo, eso me parece inaudito. La verdad es que me dan ganas de propinarles un puñetazo. Pero usted no parece tomárselo a mal.
»A decir verdad, usted no tiene muy buena presencia. Tampoco posee el don de la elocuencia. Por eso los que le rodean le tienen en poca consideración. Pero yo lo sé muy bien. Sé que usted es una persona sensata y valiente. Y que, con lo grande que es Tokio, usted es el único en quien puedo confiar como compañero de batalla.
—Señor Rana —dijo Katagiri.
—¡Rana! —volvió a rectificar Rana levantando un dedo.
—Rana. ¿Cómo es que me conoce tan bien?
—Es que no llevo mucho tiempo siendo rana,[2] ¿sabe? Y veo todo lo que hay que ver en este mundo.
—Pero, oiga, Rana —dijo Katagiri—. Yo no soy nada forzudo, tampoco conozco el subsuelo. Me veo totalmente incapaz de luchar con Gusano en la oscuridad. Seguro que habrá personas mucho más fuertes que yo. Alguien que sepa karate, por ejemplo, o algún miembro de las tropas de élite de las Fuerzas de Autodefensa.
Rana hizo girar sus ojazos.
—Señor Katagiri, de luchar con Gusano me encargaré yo. Pero no puedo hacerlo solo. Aquí está el quid de la cuestión. Necesito su valor y su sentido de la justicia. Necesito que esté a mis espaldas diciéndome: «¡Ánimo, Rana! ¡Adelante! Tú puedes ganar. Eres tú quien tiene razón». —Rana desplegó los brazos y volvió a dejarlos caer, de golpe, sobre las rodillas—. Si le soy sincero, a mí también me da miedo luchar con Gusano en medio de las tinieblas. Durante mucho tiempo, inmerso en la naturaleza, amante de las artes, he llevado vida de pacifista. Detesto luchar. Pero lucharé porque eso es lo que debo hacer. Será una batalla sin cuartel. Es posible que no regrese con vida. También es posible que acabe mutilado. Pero no huiré. Porque, tal como dijo Nietzsche: «El grado más alto del conocimiento se alcanza con la superación del miedo». Lo que yo espero de usted, señor Katagiri, es que comparta su valor conmigo. Que me apoye de corazón, como amigo. ¿Me comprende?
Lo cierto es que Katagiri no comprendía nada. Sin embargo, por alguna extraña razón, sentía que las palabras de Rana —por muy fantásticas que parecieran— eran dignas de crédito. La expresión de su rostro y su manera de hablar traslucían una sinceridad que llegaba directamente al corazón de los demás. En los años que llevaba trabajando en el departamento más duro de la Caja de Crédito y Seguridad, Katagiri había aprendido a percibir este tipo de cosas, y esta facultad había llegado a ser algo consustancial a él.
—Señor Katagiri, entiendo muy bien cómo se siente. No debe de resultar fácil que se le aparezca de improviso una rana grande, le salga con esa historia y le pida que la crea sin más. Su desconcierto es lógico y natural. Permítame ofrecerle, por lo tanto, una prueba de que mi existencia es real. Usted, en estos momentos, tiene grandes problemas para cobrar un préstamo que concedieron a Negocios Gran Oso Oriental, ¿no es así?
—Es cierto —reconoció Katagiri.
—Esa gente emplea a extorsionadores profesionales vinculados a un grupo mafioso para que presionen a los accionistas, planean hacer quebrar la empresa y dejar las deudas sin liquidar. El responsable de su banco de concederles financiación les prestó alegremente, sin investigar apenas, una gran cantidad de dinero. Y ahora, como de costumbre, usted debe arreglar el desaguisado. Sin embargo, esta vez son demasiado fuertes y usted lo tiene muy, pero que muy difícil. Porque ésos, a sus espaldas, disponen de un político muy influyente que los protege. El crédito asciende, en total, a setecientos millones de yenes. ¿Me equivoco?
—No, es exacto.
Rana extendió los brazos en alto. Sus grandes dedos palmeados de color verde se desplegaron como pálidas alas.
—No se preocupe, señor Katagiri. Déjelo en mis manos. Mañana por la mañana el problema estará resuelto. Olvídese de todo y descanse. Buenas noches.
Rana se levantó, sonrió afablemente y, aplastándose como si fuera un calamar, se escurrió por la rendija de la puerta y se fue. Katagiri se quedó solo en la estancia. Sobre la mesa había dos tazas de té: la única prueba de que Rana había estado allí.
Al día siguiente, en cuanto Katagiri llegó al banco a las nueve de la mañana, sonó el teléfono de su mesa.
—Señor Katagiri —dijo una voz masculina. El tono era frío, ejecutivo—. Soy Shiraoka, el abogado que lleva el caso Negocios Gran Oso Oriental. Esta mañana he recibido una llamada de mi cliente acerca del préstamo que nos ocupa. Mi cliente está decidido a asumir su responsabilidad y a liquidar la suma que se le demanda dentro del plazo acordado. También se compromete a firmar un documento certificando el próximo pago. De modo que no vuelvan a enviarle a Rana a su casa. Se lo repito: quiere que usted le pida a Rana que no vuelva a ir a su casa. Yo no sé muy bien de qué se trata, ¿lo comprende usted, señor Katagiri?
—Lo comprendo perfectamente —dijo Katagiri.
—¿Tendrá la amabilidad de comunicarle a Rana lo que acabo de decirle?
—Por supuesto. Se lo transmitiré tal como usted me ha dicho. Rana no volverá a aparecer.
—Perfecto. En este caso, tendré listo el documento para mañana.
—Gracias —dijo Katagiri.
Se cortó la comunicación.
A mediodía, Rana se presentó en el despacho de Katagiri en la Caja de Crédito y Seguridad.
—¿Qué tal? Ha ido bien con los de Negocios Gran Oso Oriental, ¿verdad?
Katagiri miró precipitadamente a su alrededor.
—No se preocupe. Sólo puede verme usted —dijo Rana—. Ya se ha convencido de que mi existencia es real, ¿verdad? No soy una fantasía producto de su imaginación. Actúo en la realidad y obtengo resultados. Soy un ser vivo real.
—Señor Rana —dijo Katagiri.
—Rana —corrigió Rana levantando un dedo.
—Rana —rectificó Katagiri—, pero ¿qué les ha hecho?
—No gran cosa. Nada que cueste mucho más esfuerzo que hervir unas coles de Bruselas. Los he amenazado un poco. Les he provocado terror psicológico. Tal como escribió Joseph Conrad: «El auténtico terror es el que se siente hacia la propia imaginación». En fin, ¿qué le ha parecido, señor Katagiri? He llevado bien el asunto, ¿verdad?
Katagiri asintió y encendió un cigarrillo.
—Eso parece.
—¿Cree, entonces, lo que le dije anoche? ¿Luchará conmigo contra Gusano?
Katagiri suspiró. Se quitó las gafas y limpió los lentes.
—Si le soy sincero, la idea no me entusiasma, pero supongo que no puedo negarme.
Rana asintió.
—Es un asunto de responsabilidad y de honor. Por poco que nos entusiasme la idea, no nos queda más remedio que bajar al subsuelo y enfrentarnos a Gusano. En caso de que seamos derrotados y perdamos la vida, nadie nos compadecerá. Aunque tengamos éxito y logremos exterminar a Gusano, nadie nos felicitará. Nadie sabrá siquiera que se ha librado esta batalla muy por debajo de sus pies. Usted y yo seremos los únicos que lo sabremos. Vaya como vaya, será una lucha solitaria.
Katagiri permaneció unos instantes contemplándose las manos, se quedó mirando el hilo de humo que ascendía del cigarrillo. Luego dijo:
—¿Sabe, señor Rana? Yo soy un hombre normal y corriente.
—Rana —rectificó Rana. Pero Katagiri lo ignoró.
—Soy un hombre corriente. Normal y corriente a más no poder. Mi pelo empieza a clarear, tengo barriga, el mes pasado cumplí los cuarenta. Tengo los pies planos, en la revisión médica me han diagnosticado tendencia a la diabetes. La última vez que me acosté con una mujer fue ya hace tres meses. Y encima era una profesional. Respecto al cobro de los préstamos, en mi departamento sí valoran algo mi trabajo, pero eso no quiere decir que me respeten. No me aprecia nadie, ni en la oficina ni en mi vida privada. Como no tengo facilidad de palabra y soy tímido ante los desconocidos, me cuesta hacer amigos. Carezco de reflejos, desafino al cantar, soy esmirriado, tengo fimosis y soy miope. Incluso padezco astigmatismo. Mi vida es un desastre. Me limito a dormir, levantarme, comer e ir de vientre. Mi vida es un asco. Ni siquiera sé para qué estoy viviendo. ¿Por qué tiene que salvar a Tokio una persona como yo?
—Señor Katagiri —dijo Rana con voz suave—. Tokio sólo puede ser salvado por una persona como usted. Y yo sólo estoy dispuesto a salvar la ciudad por personas como usted.
Katagiri suspiró de nuevo.
—Entonces, dígame qué debo hacer.
Rana le explicó sus planes. El día diecisiete de febrero (es decir, la víspera de la fecha en que estaba previsto el terremoto), a medianoche, descenderían al subsuelo. La entrada se encontraba dentro de la sala subterránea de calderas de la sucursal de Shinjuku de la Caja de Crédito y Seguridad de Tokio. Desprendiendo un trozo de pared hallarían una hendidura y, tras descender unos cincuenta metros por una escala de cuerda, llegarían a la guarida de Gusano. Ambos se reunirían a medianoche en la sala de calderas (Katagiri se habría quedado en el edificio con el pretexto de hacer horas extras).
—¿Y tiene alguna estrategia de ataque? —preguntó Katagiri.
—Pues claro. No es un adversario al que se pueda vencer sin una táctica de combate. Piense que es un sujeto escurridizo del que no se distingue la cabeza del culo, grande como un vagón de la línea Yamanote.
—¿Y cuál es la estrategia?
Rana reflexionó unos instantes.
—Cuanto menos se hable, mejor.
—¿Quiere decir que es mejor no preguntar?
—Tal vez también pueda decirse así.
—Y si, en el último momento, me vence el miedo y salgo huyendo, ¿qué hará usted, señor Rana?
—Rana —corrigió Rana.
—¿Qué hará usted, Rana? Si se da el caso.
—Pues lucharé solo —repuso Rana tras meditarlo un poco—. Claro que, en ese caso, la probabilidad de que pueda vencer a Gusano será sólo algo mayor que la que tenía Ana Karénina de enfrentarse con éxito a la locomotora que se le echaba encima a toda máquina. Por cierto, ¿ha leído usted Ana Karénina, señor Katagiri?
Cuando Katagiri le dijo que no la había leído, Rana puso cara de decepción. Debía de gustarle mucho Ana Karénina.
—Pero no creo que me abandone. Estoy convencido de ello. Es, ¿cómo lo diríamos...? Es una cuestión de cojones. Aunque yo, por desgracia, no los tengo. ¡Ja, ja, ja, ja! —rió Rana abriendo su enorme boca. Rana no sólo no tenía cojones. Tampoco tenía dientes.
Ocurrió un suceso inesperado.
El día diecisiete de febrero por la tarde, Katagiri fue abatido por un disparo. Estaba andando por un callejón de Shinjuku tras concluir una diligencia, de vuelta a la Caja de Crédito y Seguridad, cuando se le plantó delante un hombre joven con una cazadora de cuero. El rostro del sujeto era terriblemente anodino, carente de expresión. Katagiri vio que sostenía una pequeña automática de color negro en la mano. La pistola era demasiado negra, demasiado pequeña, para parecer auténtica. Katagiri se quedó mirando distraídamente aquel objeto negro que el hombre sostenía en la mano. No era consciente de que el cañón apuntara hacia él, de que el gatillo estuviese a punto de ser accionado. Era todo demasiado absurdo, demasiado repentino. Pero el arma hizo fuego.
Vio cómo el cañón daba una sacudida en el aire al retroceder. Al mismo tiempo, notó un impacto en el hombro derecho, como si le golpeasen fuertemente con un martillo. No sintió dolor. El impacto lo arrojó contra el suelo del callejón. La cartera de piel que sostenía en la mano derecha salió volando en dirección contraria. El cañón lo apuntaba de nuevo. Se efectuó un segundo disparo. El cartel del bar que Katagiri tenía delante explotó hecho añicos. Oyó los alaridos de la gente. Sus gafas habían volado hacia alguna parte, lo veía todo borroso. Vislumbró al hombre acercándose, pistola en mano. «¡Voy a morir!», pensó Katagiri. «El auténtico terror es el que se siente hacia la propia imaginación», había dicho Rana. Katagiri, sin dudarlo, cerró el interruptor de la imaginación y se sumió en una quietud ingrávida.
Al despertar, estaba acostado en una cama. Primero abrió un ojo, miró a su alrededor, después abrió el otro. Lo primero que penetró en su campo visual fue el soporte metálico que estaba a la cabecera de la cama y la serie de tubitos del gota a gota que descendían hasta su cuerpo. Vio a una enfermera con bata blanca. Se dio cuenta de que estaba tendido boca arriba en una cama dura y de que lo cubría una extraña vestimenta. Por debajo, al parecer, estaba completamente desnudo.
«¡Ah, sí! Me han disparado mientras andaba por el callejón. Deben de haberme alcanzado en el hombro. En el hombro derecho», se dijo. Revivió las imágenes de aquel instante en su cabeza. Al pensar en la pequeña pistola negra que el joven sostenía en la mano, su corazón empezó a palpitar con un sonido siniestro. «Esos tipejos han intentado matarme de verdad», se dijo Katagiri. «Pero, al parecer, sigo con vida. Mi memoria está bien. No me duele nada. No, no sólo no siento dolor. Es que no siento nada de nada. Ni siquiera puedo levantar la mano.»
La habitación no tenía ventanas. ¿Era de día o de noche? Le habían disparado antes de las cinco de la tarde. ¿Cuánto tiempo debía de haber transcurrido desde entonces? ¿Habría pasado ya la hora de su cita nocturna con Rana? Katagiri buscó un reloj en el interior de la habitación. Pero, sin gafas, no veía bien de lejos.
—Disculpe —dijo Katagiri dirigiéndose a la enfermera.
—¡Ah! Por fin ha recuperado el conocimiento. Menos mal —dijo la enfermera.
—¿Qué hora es?
La enfermera lanzó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Las nueve y cuarto.
—¿De la noche?
—No, qué va. De la mañana.
—¿Las nueve y cuarto de la mañana? —dijo Katagiri con voz ronca alzando un poco la cabeza de la almohada. No parecía su propia voz—. ¿Las nueve y cuarto de la mañana del dieciocho de febrero?
—Sí. —Por si acaso, ella levantó la muñeca y confirmó la fecha en su reloj digital—. Del día dieciocho de febrero de mil novecientos noventa y cinco.
—¿Y esta mañana no ha habido un gran terremoto en Tokio?
—¿En Tokio?
—Sí, en Tokio.
La enfermera negó con la cabeza.
—Que yo sepa, no ha habido ninguno especialmente grande.
Katagiri lanzó un suspiro de alivio. De un modo u otro, se había logrado evitar el terremoto.
—Por cierto, ¿cómo está la herida?
—¿Herida? —dijo la enfermera—. ¿A qué herida se refiere?
—A la herida de bala.
—¿Bala?
—Sí, de una pistola. Un hombre joven me disparó cerca de la entrada de la Caja de Crédito y Seguridad. Creo que en el hombro derecho.
La enfermera esbozó una sonrisa incómoda.
—No sé qué decirle, señor Katagiri. A usted no le ha disparado nadie.
—¿Que no me han disparado? ¿En serio?
—En serio. No le ha disparado nadie. Tan cierto como que esta mañana no ha habido ningún terremoto de envergadura.
Katagiri se quedó perplejo.
—¿Y por qué estoy en el hospital entonces?
—Ayer por la tarde lo encontraron inconsciente en un callejón de Kabukichō. Sin lesiones visibles. Sólo estaba desvanecido en el suelo. De momento se desconocen las causas. Dentro de un rato pasará el médico. Hable con él.
¿Inconsciente? Katagiri había visto con sus propios ojos cómo el cañón apuntaba hacia él, cómo hacía fuego. Respiró hondo y se dispuso a ordenar su mente. «Voy a analizar un hecho tras otro, a ver si me aclaro», se dijo.
—O sea, que he estado acostado en esta cama todo el tiempo desde ayer por la tarde. Inconsciente.
—Exacto —confirmó la enfermera—. Anoche estuvo terriblemente alterado, señor Katagiri. Por lo visto, tenía unas pesadillas atroces. No paraba de gritar: «¡Rana! ¡Rana!», una y otra vez. ¿«Rana» es el apodo de un amigo suyo?
Katagiri cerró los ojos y aguzó el oído a los latidos de su corazón. Iban marcando lentamente, de forma regular, el ritmo de la vida. ¿Hasta qué punto era real todo aquello y a partir de qué punto pertenecía al terreno de la fantasía? ¿Existía Rana de verdad y había evitado el terremoto luchando con Gusano? ¿O no había sido más que el fragmento de un largo sueño? Katagiri era incapaz de responder.
A medianoche, Rana compareció en la habitación del hospital. Al abrir los ojos, Katagiri lo descubrió en la penumbra. Rana se hallaba sentado en una silla metálica, recostado contra la pared. Parecía exhausto. Sus grandes ojos saltones de color verde estaban cerrados formando una línea recta horizontal.
—¡Rana! —lo llamó Katagiri.
Rana abrió lentamente los ojos. Su gran vientre blanco subía y bajaba al compás de su respiración.
—Tenía la intención de reunirme con usted en la sala de calderas, tal como le había prometido. Pero, por la tarde, tuve un percance y me trajeron a este hospital —le dijo Katagiri.
Rana esbozó un gesto negativo con la cabeza.
—Lo comprendo perfectamente. Tranquilícese. No tiene por qué preocuparse. Usted me ayudó mucho durante el combate, tal como debía.
—¿Que le ayudé, dice?
—Sí. Usted me ayudó, con todas sus fuerzas, en sueños. Por eso he podido luchar hasta el final contra Gusano. Gracias a usted, señor Katagiri.
—No lo entiendo. Pero si yo he estado inconsciente todo el tiempo, conectado al gota a gota. No recuerdo nada de lo que he hecho en sueños.
—Está bien así, señor Katagiri. Es mejor que no se acuerde de nada. Sea como sea, toda esa terrible lucha se desarrolló en el terreno de la imaginación. Porque éste es nuestro campo de batalla. Ahí ganamos, ahí perdemos. Claro que nuestra existencia es limitada y, al final, siempre acabamos siendo derrotados. Pero, tal como comprendió Ernest Hemingway, el valor definitivo de nuestras vidas no lo decide nuestra manera de ganar sino nuestra forma de perder. Usted y yo, señor Katagiri, hemos logrado evitar la destrucción de Tokio. Hemos arrancado a ciento cincuenta mil personas de las fauces de la muerte. Nadie se ha dado cuenta, pero lo hemos conseguido.
—¿Y cómo ha logrado derrotar a Gusano? ¿Y yo? ¿Qué he hecho yo?
—Luchamos desesperadamente, señor Katagiri. Nosotros... —En este punto, Rana enmudeció y exhaló un hondo suspiro—. Usted y yo empleamos todas las armas que estaban a nuestro alcance, hicimos acopio de todo nuestro valor. Las tinieblas eran las aliadas de Gusano. Usted, sirviéndose de una dinamo con pedales que llevaba consigo, estuvo vertiendo, hasta el límite de sus fuerzas, una luz brillante sobre aquel lugar. Gusano intentó hacerle retroceder valiéndose de espejismos de tinieblas. Pero usted no se arredró. La luz y la oscuridad libraron una batalla sin cuartel. Envuelto en esa luz, yo peleé cuerpo a cuerpo con Gusano. Él se enroscaba alrededor de mi cuerpo, me bañaba en el viscoso jugo del pánico. Lo descuarticé. Pero, aun hecho pedazos, Gusano seguía con vida. Solamente quedaba dividido en diversos trozos. Y luego... —En este punto, Rana enmudeció. Al fin, sacó fuerzas de flaqueza y prosiguió—: Fiódor Dostoievski describió con una ternura infinita a los hombres abandonados por Dios. Él descubrió el valor de la vida humana en la terrible paradoja según la cual el hombre que ha creado a Dios es abandonado por ese mismo Dios. Mientras luchaba con Gusano entre las tinieblas, de pronto me acordé de Noches blancas, de Dostoievski. Yo... —balbuceó Rana—. Señor Katagiri, ¿puedo dormir un poco? Estoy cansado.
—Duerma tanto como desee.
—No he podido derrotar a Gusano —dijo Rana cerrando los ojos—. He logrado, mal que bien, detener el terremoto, pero lo máximo que he conseguido ha sido llegar a un empate. Le he hecho daño a Gusano, él me ha hecho daño a mí... Pero ¿sabe, señor Katagiri?
—¿Qué?
—Soy una rana auténtica, pero, al mismo tiempo, soy la representación del mundo de las no-ranas.
—No lo acabo de entender.
—Yo tampoco —repuso Rana aún con los ojos cerrados—. Pero ésta es la sensación que me da. Lo que ven nuestros ojos no tiene por qué ser forzosamente la verdad. Mi enemigo es, a la vez, una parte de mí mismo. En mi interior existe un no-yo. Mi cabeza está llena de confusión. Se acerca la locomotora. Pero quiero que me comprenda, señor Katagiri.
—Está cansado, Rana. Si duerme, se recuperará.
—Señor Katagiri, estoy volviendo, poco a poco, al caos. Sin embargo... Yo...
Rana perdió el habla, se sumió en un sopor letárgico. Sus largos brazos colgaban inertes hasta el suelo, la gran boca plana entreabierta. Al aguzar la vista, Katagiri descubrió que tenía el cuerpo cubierto de profundas heridas. Líneas de color más claro lo cruzaban en distintas direcciones, le habían arrancado parte de la cabeza.
Katagiri permaneció largo tiempo contemplando la figura de Rana cubierta por el velo del sueño. Se dijo que, en cuanto saliera del hospital, compraría Ana Karénina y Noches blancas y los leería. Luego hablaría largo y tendido con Rana sobre esas dos obras literarias.
Poco después, Rana empezó a moverse de forma espasmódica. Al principio, Katagiri pensó que se agitaba en sueños. Pero no era así. Los movimientos de Rana tenían algo de antinatural, parecían los de una gran marioneta manipulada por la espalda. Conteniendo el aliento, Katagiri aguardó a ver qué sucedía. Hubiera querido ponerse en pie y acercarse a Rana. Pero su cuerpo estaba paralizado, no le obedecía.
Pronto, la zona por encima de los ojos de Rana se convirtió en un enorme bulto que sobresalía, prominente. Alrededor de los hombros y en los costados aparecieron unas protuberancias similares, como chichones deformes. Todo su cuerpo se llenó de abscesos. Katagiri no podía imaginar siquiera qué estaba sucediendo. Mantenía los ojos fijos en la escena, conteniendo la respiración.
Luego, de pronto, uno de los bultos reventó. La piel explotó con un estallido seco, como si saltara un tapón de corcho, brotó un jugo espeso, un desagradable olor empezó a expandirse por la habitación. Los otros abscesos fueron estallando uno tras otro. Reventaron veinte, treinta bultos en total. Jirones de piel desgarrada y aquella secreción salpicaron las paredes, un olor nauseabundo, insoportable, inundó el pequeño cuarto. Del interior de los negros agujeros que los abscesos habían dejado al reventar brotó un enjambre de gusanos de diferentes tamaños, grandes y pequeños, que empezaron a escurrirse hacia fuera contrayendo sus anillos. Gusanos blandos, flácidos, de color blanco. Tras los gusanos emergió algo parecido a escolopendras de pequeño tamaño. Avanzaban produciendo un macabro siseo con las patas. Los insectos fueron deslizándose, uno tras otro, hacia el exterior. El cuerpo de Rana —o lo que antes había sido el cuerpo de Rana— quedó recubierto de oscuros insectos de diferente tipo. Los grandes globos oculares cayeron de las cuencas, rebotaron sobre el suelo. Insectos negruzcos de potente mandíbula se esparcieron inmediatamente sobre ellos y empezaron a devorarlos con avidez. Cientos de gusanos trepaban, incansables, como si se disputaran la primera posición, por las paredes del cuarto y pronto alcanzaron el techo. Se diseminaron sobre la superficie de la lámpara, se introdujeron dentro de la alarma contra incendios.
El suelo también quedó recubierto de insectos. Cubrieron la lamparilla, interceptaron la luz. Y, por supuesto, empezaron a arrastrarse hacia el lecho. Un enjambre de insectos se escurrió bajo las mantas de Katagiri. Se deslizaron por sus piernas, se introdujeron por debajo del pijama, alcanzaron su entrepierna. Pequeños gusanos y lombrices penetraron en su cuerpo por el ano, por las orejas, por la nariz. Las escolopendras le abrieron la boca a la fuerza, fueron deslizándose, una tras otra, en su interior. Katagiri lanzó un alarido, presa de una terrible desesperación.
Alguien apretó el interruptor. La luz inundó la habitación.
—Señor Katagiri —lo llamó la enfermera.
Bañado por la luz, abrió los ojos. Su cuerpo estaba anegado en sudor, como si lo hubiesen rociado con agua. Los insectos habían desaparecido. Sólo quedaba una sensación pegajosa a lo largo de todo su cuerpo.
—Ha vuelto a tener pesadillas. ¡Pobre! —La enfermera preparó una inyección con mano experta, le clavó la aguja en el brazo.
Katagiri tomó una gran bocanada de aire, espiró. Su corazón se contraía con violencia, luego se dilataba.
—¿Con qué estaba soñando?
Era incapaz de discernir los límites del territorio de los sueños y de la realidad.
—Lo que ven nuestros ojos no tiene por qué ser forzosamente la verdad —dijo Katagiri como si hablara consigo mismo.
—Pues sí —repuso la enfermera sonriendo—. Sobre todo en lo que a los sueños se refiere.
—Rana —susurró Katagiri.
—¿Qué le sucede a Rana?
—Rana ha evitado, él solo, que Tokio fuera destruido por un terremoto.
—¡Qué bien! Tokio no necesita que le caigan encima más desastres. Le basta con los que tiene.
—Pero, a cambio, Rana ha salido perdiendo, ha desaparecido. O quizás haya vuelto al caos de donde procedía. Ya no volverá.
Aún con la sonrisa en los labios, la enfermera enjugó con una toalla el sudor de la frente de Katagiri.
—Usted, señor Katagiri, quería mucho a Rana, ¿verdad?
—La locomotora —dijo Katagiri con lengua torpe—. Más que a nadie. Luego, cerró los ojos y se sumió en un apacible sueño sin sueños.