Primera noche

Llevaba ya muchos años trabajando en la tahona de la tan desconcertante como perturbada Dona Esmeralda, la noche fatal en que sonaron los disparos y encontré a Nelio bañado en su propia sangre. Nadie había resistido con ella tanto tiempo como yo.

Dona Esmeralda era una mujer sorprendente, a la que todos los habitantes de la ciudad -y todos sabían quién era Dona Esmeralda- admiraban abiertamente, si no la tachaban de loca. Cuando, sin que ella lo supiera, Nelio murió sobre el tejado de su horno, tenía la mujer ya más de noventa años y no faltaban quienes aseguraban que había cumplido los cien. Sin embargo, nadie lo sabía con certeza. Eso era lo único que podía afirmarse de Dona Esmeralda sin temor a equivocarse, que nada de lo que se decía de ella era seguro. Parecía que hubiera existido desde siempre, en todas las épocas, hasta el punto de que resultaba imposible disociar su persona de la ciudad y sus orígenes. Tampoco había nadie que la recordara de joven, como si en todo momento hubiera tenido noventa o cien años. Siempre se la había visto pasar a toda velocidad con la capota de su viejo automóvil bajada, ya por un lado de la calzada, ya por el otro. Siempre había vestido ropas de seda envolvente y sombreros anudados a la barbilla con anchas cintas. Y siempre se la había considerado como una anciana, aunque los lugareños solían revelar a los foráneos que lograban sobrevivir a su manera de conducir absolutamente salvaje que era la hija menor del célebre gobernador de la ciudad, Dom Joaquim Leonardo dos Santos, quien, durante su vida pública, tan perseguida por el escándalo, había inundado la ciudad con un sinnúmero de estatuas ecuestres distribuidas por todos los parques céntricos de la villa. Acerca de la persona de Dom Joaquim circulaban innumerables historias, buena parte de ellas relacionadas con la multitud de hijos ilegítimos que había dejado tras de sí. Su esposa, Dona Celestina, mujer frágil como un pájaro, le había dado tres hijas, de las que Dona Esmeralda era la más parecida a su padre, si no en el físico, sí en cuanto al carácter. Dom Joaquim perteneció a una de las estirpes coloniales más antiguas, de las que habían llegado de ultramar a mediados del siglo precedente. Su familia llegó a ser, en poco tiempo, una de las más influyentes del país. Sus hermanos habían sabido agenciarse una buena posición, gracias a la prospección de piedras preciosas en las lejanas provincias, como monteros de caza mayor, prelados y militares. El propio Dom Joaquim se ganó un lugar, desde muy joven, en el mundo de la política local, un campo aquejado de profunda desorientación. Dado que el país era gobernado desde ultramar como una provincia, los gobernadores locales podían, si así lo deseaban, hacer lo que les viniera en gana, sin que nadie tuviera posibilidad de controlar lo que se traían entre manos. En las pocas ocasiones en que la desconfianza crecía, un grupo de funcionarios del gobierno realizaba la correspondiente travesía para, sobre el terreno, controlar lo que en realidad ocurría en el seno de la administración local. En alguna de esas ocasiones, Dom Joaquim llenó de serpientes los despachos de los funcionarios, o alojó en una vivienda próxima a un grupo de nativos para que tocasen el tambor, con lo que los funcionarios o bien se volvían locos o, sumidos en profundo silencio, se embarcaban en el primer navío rumbo a Europa. Sus informes solían ser tranquilizadores: todo marchaba bien en la colonia. Para que dieran fe de ello, tenía Dom Joaquim por costumbre introducir pequeñas talegas llenas de piedras preciosas en los bolsillos de los funcionarios, en el momento de despedirlos desde el muelle. La primera vez que fue elegido gobernador de la ciudad en unas elecciones locales, no contaba más de veinte años. Su oponente, un viejo coronel afable y confiado, se retiró de la campaña electoral cuando Dom Joaquim, haciendo gala de no poca habilidad, hizo propagar el rumor de que el militar había sido condenado por crímenes de juventud, cuya índole no llegó a precisar, cuando aún vivía al otro lado del océano. A pesar de la falsedad de las acusaciones, el coronel comprendió que nunca podría combatir los rumores y terminó por abandonar. Como en todas las demás campañas electorales, el fraude constituyó, ya en esta primera, el principio organizador básico de Dom Joaquim, que resultó elegido por una mayoría muy superior al número total de votantes censados. El componente de mayor peso de su programa electoral fue la promesa de aumentar el número de fiestas locales, en caso de resultar elegido, promesa que, ciertamente, cumplió de inmediato una vez que se hubo instalado en su nuevo cargo y se dejó ver, por vez primera, en la escalinata de la residencia del gobernador, tocado con el sombrero de plumas de tres picos símbolo definitivo de su nueva dignidad, conquistada por la vía democrática. Entre las primeras medidas de Dom Joaquim como gobernador electo, cabe destacar el haber ordenado construir un balcón en la fachada principal de su residencia, desde el que podría dirigirse a los ciudadanos cuando la situación lo requiriese. Tras ser elegido aquella primera vez, Dom Joaquim procuró asegurarse de que nunca nadie le arrebatara su cargo de gobernador y así consiguió resultar reelegido durante los sesenta años siguientes, cada vez con mayorías más numerosas, pese a que la población disminuyó de forma considerable durante esa época. Cuando por fin murió, llevaba ya mucho tiempo sin dejarse ver en público. Tal era por aquel entonces su grado de turbación y tan sumido se hallaba en la niebla de la vejez, que llegó a creer que ya había fallecido, por lo que dormía en un ataúd dispuesto junto al amplio lecho del palacete. A nadie se le ocurrió, no obstante, poner en duda la conveniencia del hecho de que siguiera siendo gobernador, ya que todos lo temían. Cuando finalmente falleció de verdad, con medio cuerpo fuera del ataúd, como si hubiera querido arrastrarse hasta su balcón para contemplar la ciudad por última vez -esa ciudad que tanto había cambiado durante su prolongada regencia-, nadie osó reaccionar hasta que, varios días después, con el intenso calor, su cuerpo empezó a despedir hediondas vaharadas.

Así era el padre de Dona Esmeralda. Ella siguió sus pasos. Cuando como una furia atravesaba la ciudad en su descapotable, acompañaban su mirada las grandiosas estatuas de los parques que le recordaban a su padre. Dom Joaquim estuvo siempre alerta ante cualquier signo de descontento revolucionario y de agitación entre los habitantes del país. Ya en sus primeros tiempos creó un cuerpo de policía secreta cuya existencia todos conocían, sin que nadie pudiera probarla. Su única misión consistía en mezclarse con la población y escuchar y detectar el menor signo de agitación. Del mismo modo, en cuanto una revolución estallaba en cualquier país vecino, se apresuraba Dom Joaquim a encerrar en prisión, expatriar o colocar ante un pelotón de fusilamiento a los déspotas en cuestión. Acto seguido, presentaba una oferta de compra de todas las estatuas que las masas furibundas se habían dedicado a derribar. Tras pagar por ellas una buena suma, las hacía transportar a la ciudad en barcos y en carros. Una vez allí, ordenaba lijar las placas con las correspondientes inscripciones y grabar encima su apellido. Procedía de un linaje de sencillos campesinos originarios de las llanuras rurales del sur de Europa, así que se inventó, sin el menor escrúpulo, un nuevo árbol genealógico. De este modo, la ciudad se vio inundada de estatuas de antiguos generales de su familia que nunca existieron. Puesto que las revoluciones estallaban de forma ininterrumpida en los países vecinos, el flujo de estatuas era tan abundante que se vio obligado a construirles nuevas plazas. En el año de su muerte, todos los espacios abiertos imaginables de la ciudad aparecían plagados de monumentos británicos, alemanes, franceses y portugueses, dedicados a personas que ahora se incluían en la multitud de generales, pensadores y descubridores de que Dom Joaquim, en su inagotable fantasía, había dotado a su estirpe.

Todos esos recuerdos de la vida de Dom Joaquim murmuraban al paso de su hija, la eterna centenaria Esmeralda, en su inquieta búsqueda del sentido de la vida. Cuatro veces había contraído matrimonio y nunca estuvo más de un año con cada marido, ya que se cansaba casi de inmediato y, además, los hombres que elegía acababan huyendo despavoridos de su violento malhumor. No se le conoció descendencia, si bien corría el rumor de que tenía un hijo cuya existencia mantenía en secreto en algún lugar. De este hijo se decía que un día se daría a conocer y se haría elegir gobernador, siguiendo las huellas de su abuelo. Sin embargo, esto nunca sucedió, con lo que la vida de Dona Esmeralda había continuado cambiando de rumbo al ritmo de su agitada búsqueda en pos de algo desconocido, al parecer, hasta para ella misma.

Durante esa época de la vida de la ciudad, que bien podría llamarse la era de Dona Esmeralda, las guerras coloniales llegaron a afectar también a nuestro país, una de las últimas colonias de todo el continente africano. Los jóvenes que habían tomado la decisión de cumplir con su deber histórico e ineludible de liberar al país del, a la sazón, bastante menguado poder colonial, atravesaron la frontera norte y establecieron sus bases y sus universidades en el país vecino, que ya se había desembarazado de su pasado de servidumbre. Llegado el momento, volvieron a cruzar la frontera cargados de armas y de confianza en sí mismos.

La guerra empezó una oscura noche de septiembre, cuando un chefe de posto

* recibió un disparo en el pulgar. El responsable fue un soldado revolucionario de diecinueve años al que más tarde se confiaría el cargo de general en jefe de las fuerzas armadas nacionales, una vez conseguida la independencia. El país de ultramar se negó a reconocer la realidad de tal guerra durante los primeros cinco años de la misma. En su propaganda, cada vez más transparente, se tachaba al ejército revolucionario de terroristas desorientados y criminosos perturbados, con lo que se aconsejaba a la población que les propinaran un buen tirón de orejas, en lugar de escuchar su malintencionado discurso acerca de otros tiempos y otro mundo por venir. Sin embargo, con el paso de los años, el poder colonial se vio obligado a admitir que aquellos jóvenes eran extremadamente conscientes de cuál era su objetivo y que era evidente que contaban con el oído desleal de la población. Una armada colonial se hizo a la mar con toda premura. Empezaron a bombardear al azar los lugares que sospechaban constituían las bases de los libertadores revolucionarios y, casi sin sentir, fueron sufriendo una derrota tras otra. Quienes habían llegado al país como colonizadores se negaron a aceptar lo que estaba ocurriendo hasta el último momento. Incluso con la ciudad cercada y los jóvenes revolucionarios a pocos kilómetros de los barrios negros, los colonizadores blancos seguían administrando y planificando un futuro que nunca había de producirse.

Tan sólo cuando la derrota era un hecho consumado y el país hubo proclamado la independencia, descubrieron las largas hileras de lápidas en el cementerio. Allí yacían los jóvenes, la mayoría de dieciocho o diecinueve años, que fueron enviados desde el otro lado del mar para participar en una guerra que no comprendían en absoluto y para sucumbir a los disparos de unos soldados a los que jamás habían visto. El caos se adueñó de la ciudad. Muchos de los colonizadores huían precipitadamente abandonando sus hogares, sus vehículos, sus jardines, sus zapatos, a sus amantes negras… Se empujaban y pisaban unos a otros en las puertas de salida del aeropuerto y se enzarzaban en rudas peleas por las plazas libres de los barcos que se disponían a abandonar el puerto. Los más previsores habían cambiado su dinero y pertenencias por piedras preciosas, que ahora ocultaban en pequeñas talegas bajo las camisas sudorosas. Otros lo dejaban todo a sus espaldas y abandonaban el país entre maldiciones contra los revolucionarios, hombres injustos que habían ido a arrebatarles cuanto poseían.

Pese a que Dona Esmeralda nunca se interesó por cuestiones políticas y que tenía ya por lo menos ochenta años por esa época, comprendió muy pronto, tal vez por puro instinto, que los jóvenes revolucionarios iban a ganar la guerra y que, en efecto, se implantaría una nueva era. Por tanto, se vio obligada a decidir de qué lado iba a estar. No le costó el menor esfuerzo reconocer que ella pertenecía a los jóvenes revolucionarios. Estaba dispuesta a combatir, con mezcla de cólera y de alegría, la inoperante burocracia que parecía constituir la única contribución del poder colonial a su lejana provincia. Se puso el más oscuro de sus sombreros, quién sabe si para camuflar las intenciones alevosas que la movían, y salió de la ciudad en su coche en dirección al norte. Pasó una serie de barreras militares en las que en vano intentaron persuadirla de que diera la vuelta, con la advertencia de que estaba a punto de adentrarse en la zona controlada por sangrientos revolucionarios, que le confiscarían el vehículo, le quitarían el sombrero y le cortarían el cuello. A pesar de todo, Dona Esmeralda continuó su camino, con lo que ganó fama de perturbada y nació el rumor de que sin duda, estaba loca.

En efecto, los jóvenes revolucionarios le dieron el alto, aunque sin llegar a arrebatarle el sombrero ni a cortarle el cuello. Muy al contrario, la trataron con amabilidad y respeto. El comandante de una de las bases cercanas la interrogó acerca del motivo de su viaje solitario en aquel descapotable. Ella contestó brevemente, al tiempo que sacaba del bolso una vieja pistola oxidada, que era su deseo alistarse en el ejército revolucionario. El comandante, que se llamaba Lorenzo y que terminaría cayendo en desgracia por su mala costumbre de desear a la mujer ajena, la envió a otra base situada a unos cien kilómetros de la suya, bosque adentro. Allí, un mando superior del ejército revolucionario sabría decidir qué hacer con Dona Esmeralda. Aquel hombre, de nombre Marcelino, era coronel del ejército revolucionario y había oído hablar del viejo gobernador Dom Joaquim. Le dio la bienvenida a Dona Esmeralda, le cambió su abigarrado sombrero por una gorra militar y dirigió personalmente su instrucción en las enseñanzas ideológicas en que la lucha revolucionaria había depositado su plena confianza. Completada dicha instrucción, la envió a un hospital ambulante donde, según creía la propia interesada, podría prestar un buen servicio. Bajo el adiestramiento de unos médicos cubanos aprendió, en muy poco tiempo, a asistir en operaciones quirúrgicas complejas. Allí permaneció hasta el fin de la guerra colonial. Cuando los nuevos dirigentes finalmente realizaron su gloriosa entrada en la ciudad, la población vio, con no poco desconcierto, que aquel descapotable que tan familiar les resultaba, y que no veían desde hacía años, regresaba conducido por Dona Esmeralda, ahora chófer de uno de los dirigentes revolucionarios que saludaba a la gente desde el asiento trasero. En medio del caos que caracterizó el período posterior a la embriaguez de la liberación, el nuevo presidente le preguntó qué papel quería desempeñar en la recién iniciada reconstrucción revolucionaria del antiguo sistema social.

- Quiero fundar un teatro -repuso sin dudar.

Lleno de asombro, el presidente intentó persuadirla de asumir una tarea con un valor revolucionario algo mayor, pero Dona Esmeralda estaba resuelta. Comprendiendo que nunca la haría cambiar de opinión, el presidente promulgó un decreto, ratificado por el ministro de Cultura, conforme al cual se asignaba a Dona Esmeralda la responsabilidad de dirigir el único teatro de la ciudad.

Así empezó la nueva era. Dona Esmeralda estaba tan ocupada con las obligaciones de su recién estrenada vida que ni siquiera se dio cuenta de que las estatuas que su padre con tanto esfuerzo había comprado de los restos mortales de distintas dictaduras vecinas estaban siendo derribadas y almacenadas o fundidas en una vieja fortaleza. La ciudad, hasta entonces marcada por el sello de su inexistente linaje, se transformaba sin que ella lo notase. Pasaba los días en el oscuro teatro semiderruido. Había estado abandonado durante tanto tiempo que se encontraba en un estado similar al de una cloaca: el hedor era insoportable y por el escenario, donde se pudrían los viejos bastidores, corrían ratas tan grandes como gatos.

Dona Esmeralda declaró la guerra tanto al hedor como a las ratas y, con rabiosa energía, se propuso como único objetivo reconquistar el teatro, que semejaba un buque hundido en el lodo. Ninguno de los que la observaron durante ese tiempo dejó de apreciar el hecho de que su locura se manifestaba ahora en toda su plenitud. Sus conciudadanos constataban con aversión y mal disimulado desprecio que estaba cometiendo el peor de los delitos al dedicarse en cuerpo y alma a una tarea totalmente inútil. De vez en cuando, un grupo de jóvenes tan ociosos como ignorantes acerca de las cuestiones teatrales le ofrecían su ayuda. Ella solía explicar que el teatro era «como el cine, pero sin proyector». Les ofrecía luego la seductora posibilidad de demostrar algún día su talento en aquel escenario aún medio enterrado entre mugre y escombros. De este modo conseguía a veces que se arremangaran y se emplearan en sacar lodo a paletadas, en perseguir ratas y en extraer los ruinosos bastidores del edificio.

Medio año le llevó la reconquista del escenario y de la platea, con sus estropeadas sillas de plástico rojo, además de lograr que el sistema eléctrico volviese a funcionar. El día en que pudo encender las luces del teatro fue, sin duda, un gran día. Dos focos de treinta años explotaron al momento, lo que ella interpretó como una salva de ovación. Por fin podía contemplar su teatro, convencida de que tenía razón, aunque nadie sabía aún qué se proponía.

Otros seis meses tardó en reunir un grupo de personas de talento y en escribir una pieza fabulesca sobre una lagartija halakawuma,

[1] mala consejera de su rey. El tiempo de representación superaba las siete horas. La propia Dona Esmeralda confeccionó los bastidores y el vestuario, además de dirigir a los actores y representar ella misma los papeles que nunca pudo asignar a nadie.

Una noche de diciembre se inauguraría el teatro. Estaban invitados el presidente y el ministro de Cultura, que no estaba muy satisfecho con el rechazo de que habían sido objeto los buenos consejos de su ministerio acerca de la adecuada gestión del teatro. El presidente había declinado la invitación, pero el corpulento y antiguo zapatero Adelinho Manjate, a la sazón ministro de Cultura en razón de los éxitos cosechados como bailarín durante sus años de soldado revolucionario, acudió a la inauguración. Un fuerte y repentino temporal de lluvia provocó un cortocircuito en la instalación eléctrica justo en el momento de dar comienzo la representación. El estreno se retrasó varias horas, durante las cuales no cesaba de chorrear agua sobre un público tan acicalado como descontento.

Eran ya más de las diez de la noche cuando Dona Esmeralda pudo por fin encender los focos y el primer actor, que para entonces había olvidado su papel, hizo su entrada en escena. La representación resultó una extraordinaria aventura que no concluyó hasta el amanecer. Pese a que ninguno de los allí presentes, incluidos los actores, logró comprender de qué trataba la obra, tampoco podrían olvidar la experiencia. Al amanecer, ya sola sobre el escenario, Dona Esmeralda experimentó la infrecuente felicidad que sólo puede sentir quien ha llevado a cabo una misión imposible. Pensó melancólica en sus padres, el viejo gobernador, quien se había visto privado de vivir aquel instante glorioso y se dio cuenta, de repente, de que estaba hambrienta, ya que durante todo el año transcurrido no había tenido tiempo de comer.

Salió del teatro. La lluvia había cesado y las acacias en flor que adornaban las calles principales de la ciudad despedían un fresco aroma. Observaba a la gente con curiosidad, como si por primera vez en mucho tiempo tomase conciencia de que no estaba sola en la ciudad. También descubrió que todas aquellas estatuas que su padre se dedicó a comprar y a colocar en los parques habían desaparecido. Por un instante se sintió vieja y lamentó el hecho de que una consecuencia de esa nueva etapa fuese precisamente el que nada volvería a ser como antes. Sin embargo, la dulzura del triunfo era más intensa que la tristeza. Pronto desechó aquellas reflexiones y se dirigió a un café, donde pidió pan y coñac. Se puso a pensar, mientras comía, en cómo conseguir dinero para continuar con el teatro, y así fue como se le ocurrió reformar la antigua taquilla y el café, situados en el vestíbulo del edificio, y convertirlos en panadería. Con los beneficios de la venta de pan conseguiría el dinero necesario. Terminó de comer, se levantó y volvió al teatro, donde enseguida se puso manos a la obra. Vendió su coche a un empleado de la embajada británica e invirtió el dinero en hornos y amasaderas. Tres meses más tarde abría su panadería.

Yo, José Antonio Maria Vaz, acudí a ella en cuanto se extendió el rumor de que pensaba abrir una panadería en la ciudad. Por aquel entonces trabajaba yo en el horno de Felisberto, en el barrio del puerto, que no tenía intención de abandonar. A pesar de todo no pude resistir la tentación de visitar a Dona Esmeralda al salir del trabajo, una tarde en que estaba contratando personal. La cola se prolongaba hasta la puerta lateral del teatro. Me coloqué en último lugar y, aunque parecía una empresa inútil, me quedé para, por una vez en mi vida, haber visto de cerca a aquella singular mujer. Cuando por fin me llegó el turno, fui conducido a una habitación donde una reluciente amasadera de acero inoxidable parecía esperar que se la pusiera a trabajar. En el centro de la habitación, sentada en un taburete, estaba ella, con largo vestido de seda y sombrero floreado de ala ancha. Me clavó su mirada grave e inquisidora, como en un intento de recordar dónde me había visto antes. Asintió, tras unos instantes, como si hubiera tomado una decisión importante.

- Tú pareces panadero -afirmó-. ¿Tienes nombre?

- José Antonio Maria Vaz -contesté-. He trabajado como panadero desde que tenía seis años.

Le dije dónde trabajaba, aunque no estaba seguro de que me estuviera escuchando.

- ¿Cuánto te paga Felisberto? -me interrumpió.

- Ciento treinta mil -respondí.

- Te daré ciento veintinueve mil -repuso entonces-. Si de verdad quieres trabajar para mí, sabrás contentarte con menos de lo que él te paga.

Asentí. Me contrató, hace ya más de cinco años, aunque lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Dona Esmeralda me pidió que empezara de inmediato. Quería que le ayudara a planificar la compra de harina, azúcar, levadura, mantequilla y huevos. Durante los largos días y noches de trabajo conjunto antes de la apertura de la panadería, me contó su vida. De este modo se explica que yo sepa cuanto sé de ella, la persona que me ayudó a empezar a entender algo acerca de la ciudad en la que vivía, acerca de mi país.

Sobre su locura no me puedo pronunciar. Sí puedo, no obstante, asegurar que tenía una energía y una voluntad para mí desconocidas hasta entonces. La gente era capaz de sucumbir de cansancio tan sólo de verla trajinar en el teatro y la tahona. Pese a su avanzada edad, nunca la vi descansar. Muchas noches ni siquiera se iba a casa, sino que se envolvía en unos sacos de harina y daba las buenas noches a los panaderos, para reaparecer a la media hora con renovadas fuerzas, como si hubiera despertado de un largo sueño reparador. De vez en cuando, mientras esperábamos a que la masa fermentase, nos poníamos a discutir acerca de cuándo y qué comía. Tenía por costumbre raspar los filos de la amasadera con los dedos, pero nadie la había visto nunca comer otra cosa que los cantos que sacaba. Sin embargo, sí que tenía una botella de coñac siempre a mano. Suponíamos que de ella extraía la fuerza necesaria. Éramos gente sencilla, nunca nos habíamos podido permitir el lujo de tomar bebidas destiladas de importación, sino que nos limitábamos a remojar las celebraciones con nuestro aguardiente tontonto. De ahí que nos preguntásemos si sus botellas no contendrían también algún elixir de juventud, si Dona Esmeralda no acudiría a un curandeiro que le proporcionase bebidas con poderes mágicos.

Cuando yo, José Antonio Maria Vaz, llegué a la tahona de Dona Esmeralda, que se llamaba El horno del Pan Sagrado, acababa de cumplir dieciocho años, era experto panadero y, aunque no tuviera el diploma de maestro, ése había sido mi oficio desde que tenía seis años.

Fue mi padre quien, a tan temprana edad, me llevó al horno de su tío, el maestro panadero Fernando, situado en el bairro africano, al otro lado del aeropuerto. Mi padre, que nunca fue hombre demasiado realista, decidió un día, al contemplar mis manos, que era un par de manos muy apropiadas para formar cruasanes. Mi futuro y mi manutención estaban en ese oficio. Como casi todos los africanos, éramos gente pobre. Crecí durante los años en que nadie había oído hablar aún de los jóvenes revolucionarios, que ya habían atravesado la frontera norte. Nadie podía imaginar entonces que un día se llegase a cuestionar el poder de los blancos que gobernaban nuestro país y nuestras vidas; menos aún que salieran huyendo del país para no regresar jamás. A lo largo de varias generaciones nos vimos obligados a inclinar nuestras cabezas de súbditos. Ahora sé que la opresión nunca podrá convertirse en costumbre y ya entonces germinaba la resistencia silenciosa al gobierno de los blancos. Sin embargo, nadie, salvo los jóvenes revolucionarios, confió nunca en que las cosas cambiasen. Mi padre, que se pasó la vida hablando sin parar, solía maldecir en lengua autóctona, para que ningún blanco comprendiera, a los advenedizos que nos obligaban a trabajar en sus plantaciones de té y en sus frutales. No obstante, no se trataba más que de protestas que se volvían en contra de quien las profería, sin contribuir a otra cosa que al incremento de la palabrería.

Cuarenta años pasó mi padre sentado bajo un árbol en la explanada del bairro negro, entre chozas y cobertizos. A la sombra de aquel árbol, hablaba con otros hombres tan ociosos como él mismo, mientras esperaba a que mi madre terminara de preparar la comida. Habló sin parar durante todos esos años mientras mi madre lo escuchaba resignada, aunque sólo fuese a medias. Estoy convencido de que fue su hermosa voz lo que la enamoró. Tuvieron once hijos, de los que yo fui el octavo. Siete de los once crecimos y sobrevivimos a nuestros padres. Mi padre, Zeca Antonio, llegó a la ciudad procedente de la zona oeste del país y no abandonó nunca la idea de regresar un día en compañía de su familia. A mi madre, Graça, que había nacido en la ciudad, la conoció nada más llegar. La sedujo con su abundante discurso y terminaron por construirse una mezquina vivienda en aquel bairro que crecía a medida que avanzaba la construcción del nuevo aeropuerto. Ninguno de los dos sabía leer ni escribir, como tampoco sus hijos, salvo yo y una de mis hermanas, aprendieron nunca a manejar letras y palabras.

Así, la indignación no conmovió las conciencias hasta que no llegaron a la ciudad los jóvenes revolucionarios y las estatuas ecuestres de Dom Joaquim no desaparecieron- de sus pedestales. Como si hasta ese momento no se hubieran percatado de las injusticias seculares a las que se habían visto expuestos, interpretaron la liberación, la libertad de que hablaban los jóvenes revolucionarios, como la libertad de dejar de trabajar. Al darse cuenta de que esa libertad significaba trabajar tan duro como antes y, además, empezar a pensar por sí mismos y a planificar el trabajo, fueron muchas las almas que quedaron sumidas en la más profunda ofuscación. Algunos años después de que los blancos desaparecieran del país, oí a mi padre quejarse del avance revolucionario con la misma cautela con que una vez criticara la vida colonial y añorar de veras los buenos tiempos de antaño, cuando todo era orden y concierto y los blancos decidían cómo había que pensar. Fueron aquéllos días de turbación, en que, de forma tan repentina, había que dejar de decir patrão y había que llamar camarada a todo el mundo. Un tiempo en que todo había de cambiar, pero en el que todo seguía igual, aunque con otra apariencia.

También por aquel entonces estalló la interminable guerra civil. Los jóvenes revolucionarios, a la sazón hombres maduros que circulaban en mercedes de color negro escoltados por policías que los seguían en vistosas motos, dieron en llamar a los del otro bando bandidos armados. Tan escasamente comprendíamos lo que sucedía que pensamos que eran los blancos que soñaban con su regreso los que estaban detrás de la organización de aquel ejército de bandidos, formado por negros incautos. Ya empezábamos a imaginar que algún día volverían a restituir las estatuas de Dom Joaquim a las plazas de la ciudad, y a recuperar su derecho a decidir cómo teníamos que pensar, además de obligar a los revolucionarios cuarentones a cruzar de nuevo la frontera norte. En nombre de los blancos, cometían los bandidos un sinnúmero de actos execrables, de modo que en los espíritus de todos crecía el terror ante la idea de que ganasen la guerra.

Ésta terminó el mismo año que conocí a Nelio. Se firmó un tratado de paz y el jefe de los bandidos fue invitado a la ciudad, donde recibió una calurosa acogida por parte del presidente. Es decir, los blancos habían vuelto, aunque se tratase de otros blancos. Procedían éstos de países con nombres muy curiosos y no venían para devolvernos a las plantaciones de té y al cultivo de hortalizas, sino para ayudarnos a reconstruir lo que la guerra había destruido. Muchos de ellos eran clientes de Dona Esmeralda. Sabíamos que nuestro pan era bueno. Si un día se producía algún fallo, Dona Esmeralda cerraba la tahona y no la volvía a abrir hasta que no se pudiera hornear pan de la mejor calidad.

Pronto empecé a sentirme a gusto con ella, a pesar de su carácter caprichoso y antojadizo, y de que casi nunca tenía dinero para los salarios cuando llegaba el fin de mes. Por otro lado, la proximidad del teatro llenó mi vida de experiencias nuevas y singulares. Poco después del legendario estreno, Dona Esmeralda creó un grupo exclusivamente dedicado a la representación teatral, lo que podía calificarse de exceso indignante, a decir de muchos. «¿Acaso pensaba que la gente iba a cobrar por subirse al escenario unas cuantas noches a la semana? ¿Podía el teatro llegar a ser otra cosa que simple entretenimiento?» Ella defendía su aspiración de tales ataques con apasionamiento. Logró reunir un grupo con los que se consideraba eran los mejores actores del país, los cuales se dedicaban a ensayar sus nuevas obras durante el día y a representarlas por la noche.

Había una escalera, endeble e inestable, que conducía desde la tahona hasta el tejado del teatro. Justo debajo de las planchas del tejado uno podía escurrirse a través de un hueco practicado en su día para alojar los enormes acondicionadores de aire. Por un ventanuco se accedía luego a la habitación en que, como un animal prehistórico, se alzaba el viejo proyector cinematográfico. Desde allí, a través de las mirillas de la pared, podíamos seguir el desarrollo de la acción que se representaba sobre el escenario iluminado. Dona Esmeralda sabía que los panaderos solíamos subir allí a ver los ensayos cuando nos quedaba tiempo y, la verdad, nos animaba a hacerlo para luego pedir nuestro parecer. Muchas veces nos prometía que nos permitiría sentarnos en la galería y ver el ensayo general completo, si sabíamos guardar silencio.

Yo, que soy panadero y que no aprendí a leer hasta cumplidos los quince años, gracias a los viejos periódicos y la enconada lucha de don Fernando contra mi pereza, no puedo, como es natural, pronunciarme acerca de las creaciones teatrales de Dona Esmeralda y sus actores. Sí creo haber comprendido que muchos de los jóvenes actores eran buenos. Al menos, nosotros teníamos confianza en su trabajo y en los personajes a los que representaban, que con tanta frecuencia nos hacían reír. No pienso, sin embargo, que Dona Esmeralda fuera buena dramaturga. No fueron pocas las ocasiones en que, tras colarnos por el hueco del aire acondicionado, tuvimos la oportunidad de escuchar las discusiones entre ella y los actores. Éstos no comprendían el mensaje de la autora; ella se enfurecía ante su imposibilidad de explicarse o de convencer a sus artistas. Todo ello solía desembocar en tremendos escándalos, como si los ensayos tuvieran la condición intrínseca de piezas dramáticas. Al final, siempre se cumplía la voluntad de Dona Esmeralda, que era quien pagaba los salarios de los actores y quien más aguante tenía… Para los que trabajábamos en la panadería era una especie de privilegio, que al menos parcialmente compensaba la ausencia total de salario o el retraso en el pago del mismo, el tener la posibilidad de ver tan de cerca el espectáculo de esos mundos que en proceso constante de creación o exterminio surgían sobre el escenario que Dona Esmeralda había recuperado de las hediondas cloacas.

Hubo momentos de auténtica magia sobre aquel proscenio iluminado por antiguos focos, que se apagaban a veces con grandes estallidos. Aún hoy me parece estar viendo los espíritus que sobrevolaban la escena como flores de tela amarilla que la propia Dona Esmeralda colgaba de las cuerdas de la tramoya, ya en peligroso estado de descomposición. Recuerdo con un escalofrío cómo los navíos cargados de esclavos se deslizaban por la escena con su carga gimiente, sus blancas velas al viento, de fabricación casera, hechas con sábanas viejas y sacos de harina vacíos, y un ancla que parecía pesar una tonelada pese a no ser más que papel mojado y sujeto a una tela metálica. Los actores emprendían sus viajes por el tiempo y el espacio con las obras de Dona Esmeralda como única guía. Nosotros, vestidos de blanco, desde el tejado o en la galería, sentados sobre periódicos para no manchar las sillas, asistíamos al espectáculo y, cuando reíamos, ella lo interpretaba como una señal de que la obra estaba lista para su representación, que ya se podía abrir la taquilla y anunciar un nuevo estreno.

Todos amábamos en secreto a la joven y hermosa Eliza, la estrella de la compañía, que a sus dieciséis años sabía embrujarnos con su naturalidad teatral, ya representara a una puta cínica y cargada de afeites, en alguna de las piezas más realistas de Dona Esmeralda, ya encarnase a una mujer que, junto a algún río imaginario de cauce invisible, balancease poéticamente un cántaro de agua sobre su cabeza. Todos los panaderos estábamos enamorados de ella y todos lamentamos profundamente el día en que dejó el teatro. Eliza se marchó con un funcionario de una embajada extranjera, que vino al teatro una noche. Volvió el hombre las veintitrés noches siguientes, pidió a Eliza en matrimonio y se fueron los dos a un país del otro lado del océano. Yo me preguntaba cómo se sintió Dona Esmeralda en aquel momento, si traicionada e invadida por la pena o, por el contrario, llena de cólera. Nunca hizo comentario alguno al respecto.

Unos meses más tarde encontró a una sustituta en Marguerida, quien pronto hizo palidecer el recuerdo de Eliza. El mundo del teatro parecía no estar dispuesto a sucumbir jamás.

Para mí, José Antonio Maria Vaz, supuso el inicio de una nueva vida el día que me presenté a Dona Esmeralda y encontré trabajo y misericordia. Pensé después que si bien mi padre no había hecho otra cosa en su vida que hablar y hablar, no se equivocó, al menos, en cuanto a mis manos. Yo era un panadero de verdad. Había encontrado mi sitio en la vida, lo que todos buscan y tan pocos encuentran. Hice amigos entre los otros panaderos y también entre las muchachas deslenguadas que trabajaban como dependientas vendiendo el oloroso pan recién horneado. Tuve oportunidad de conocer a cuantos vivían en las proximidades del teatro, en la amplia avenida que atravesaba la ciudad y que conducía hasta la vieja fortaleza en que se amontonaban las estatuas ecuestres de Dom Joaquim. Y, por supuesto, me hice amigo de los niños de la calle que vivían entre cartones o en coches a medio desguazar, alimentándose de lo que encontraban en la basura, de lo que lograban robar y que luego vendían, o de lo que vendían y robaban después.

También por aquel entonces oí hablar de Nelio por primera vez.

No sé quién mencionó su nombre. Quizá Sebastião, el viejo soldado de la pierna mutilada que vivía en la escalera que conducía al taller de fotografía del siempre apesadumbrado Abu Cassamo, el fotógrafo hindú, situado enfrente del café del siempre borracho señor Leopoldo, uno de los blancos que nunca participó en la gran huida de regreso a su país al otro lado del océano. El señor Leopoldo solía entretener a los contados clientes que acudían a su mugriento café con discursos interminables y maldiciones vehementes acerca de lo mal que iba todo desde que los jóvenes revolucionarios llegaron a la ciudad y tomaron el poder.

- Todos ríen -solía decir-. Pero ¿de qué demonios se ríen? ¿De que todo vaya de mal en peor? Llorar es lo que deberían hacer esos negros. Antes las cosas eran muy distintas, en aquellos tiempos, antes de que…

Pudo haber sido cualquiera de ellos, pero también cualquier otra persona, un cliente ocasional de la panadería. Lo que sí recuerdo con absoluta claridad fueron los términos en que se referían a él, unos términos que me hicieron reparar en el hecho de que había un niño de la calle, un niño muy peculiar, llamado Nelio.

«El presidente debería convertirlo en su consejero. Es la persona más sensata de todo el país.»

Unos días más tarde, una de las dependientas de la panadería me dijo quién era. Creo que fue la esbelta Dinoka, la que meneaba el trasero de forma tan seductora siempre que había un hombre cerca. Señaló un grupo de niños de la calle que tenían su cuartel general junto al teatro. Nelio era el más pequeño de todos ellos. Tal vez tuviera entonces nueve años.

- Nunca le han dado una paliza -dijo Dinoka con admiración-. ¿Te lo imaginas? ¡Un niño de la calle al que nunca le han dado una paliza!

La vida de los niños de la calle era dura. Una vez que iban a parar allí, no había vuelta atrás. Vivían en medio de la mugre, dormían en cajas de cartón o en coches abandonados, comían lo que podían y bebían agua de las fuentes resquebrajadas que seguían en pie desde los tiempos de Dom Joaquim. Si llovía, solían embarrar los coches aparcados a la puerta de los bancos para luego hacer a sus propietarios el inocente ofrecimiento de lavárselos cuando salían a tomar café al Scala o al Continental. Robaban siempre que tenían ocasión, transportaban sacos de harina para Dona Esmeralda a cambio de pan duro y tenían la certeza de que, para ellos, la vida nunca sería más fácil de lo que era entonces.

Las distintas bandas de niños de la calle tenían sus territorios bien delimitados. Organizaban sus vidas a modo de pequeñas dictaduras en las que el jefe disfrutaba de poder ilimitado a la hora de juzgar y aplicar castigos. No eran infrecuentes las peleas entre sí, con otros grupos que invadían su territorio o con la policía, que siempre sospechaba que eran ellos los autores de los robos en los que no se recuperaban los objetos robados. Se dedicaban a perseguir perros callejeros o a cazar ratas en ingeniosas trampas que ellos mismos construían para luego llenarlas de gasolina robada, y saltaban y gritaban de alegría mientras las veían arder.

Procedían de lugares muy diversos y tenía cada uno su propia historia. Algunos habían perdido a sus padres durante la guerra, otros no conservaban el menor recuerdo de haberlos tenido. Muchos de ellos habían huido de padrastros y madrastras, a otros simplemente los habían echado de sus casas cuando ya no había sitio o comida para ellos.

Sin embargo, reían siempre. A veces, cuando el calor del horno era demasiado intenso y aún faltaba para sacar el pan, salía a la calle a mirarlos, y siempre estaban riendo, aunque estuvieran hambrientos, cansados o enfermos. Reían sin cesar y, por supuesto, se reían de buena gana de la ira del borrachín de don Leopoldo. Había días en que salía furibundo de su café, gritándoles por formar demasiado escándalo al tiempo que arrojaba contra ellos latas de cerveza vacías, aunque bien sabía él que al día siguiente iba a encontrarlas en filas bien ordenadas delante de la puerta de su café, estorbándole para abrir.

Muchas eran las historias que circulaban acerca de Nelio, sobre su astucia y su sagacidad, su sentido de la justicia y su habilidad para evitar las palizas. También oí rumores sobre sus supuestos poderes mágicos. Decían que su cuerpo albergaba el espíritu de un curandeiro muerto del que se contaba que, en el origen de los tiempos, había puesto en práctica sus poderes con los habitantes de la amplia desembocadura del río.

Yo sabía, pues, de su existencia, y estaba al corriente de que se trataba de un ser especial.

Sin embargo, nunca había hablado con él hasta aquella noche en que me encontraba solo en la tahona y de repente oí el sonido agudo de los disparos procedentes del interior del teatro vacío. Subí corriendo por la escalera y me deslicé hasta la galería. Me sorprendió comprobar que los focos de la escena estaban encendidos y que había un decorado que no había visto antes.

En medio de la luz estaba Nelio. Sangraba y su sangre era casi negra sobre el fondo de la camisa blanca de algodón hindú. Intentaba pensar en la oscuridad mientras oía los latidos de mi corazón. «¿Quién le habría disparado?» «¿Por qué estaba allí tendido, a medianoche, bañado de luz y de sangre?» Presté atención por si oía algún ruido, pero todo estaba en silencio.

Percibí después su respiración fatigosa. Bajé a tientas la escalera, con el temor constante de que alguien apareciera de entre las sombras y apuntase su arma contra mí también. Cuando por fin alcancé la tarima y me arrodillé a su lado, pensé que ya estaba muerto. Como si me hubiese leído el pensamiento, abrió los ojos, aún con brillo pese a haber perdido mucha sangre.

- Iré a buscar ayuda -dije.

Él negó ligeramente con la cabeza.

- Llévame al tejado -respondió-. No necesito nada más que aire.

Me quité el delantal blanco, sacudí los restos de harina y lo rasgué en tiras. Le vendé la parte del tórax donde le habían disparado, lo tomé en brazos y lo llevé por la angosta escalera hasta el tejado. Tenía yo un colchón que había encontrado una mañana en la basura, a la puerta de la panadería, y allí lo tumbé. Acerqué mi cara a su boca, para comprobar si aún respiraba. Cuando estuve seguro de que seguía con vida, bajé corriendo al horno a buscar agua y una lámpara y volví a subir.

- He de ir a buscar ayuda -insistí-. Aquí no puedes continuar en este estado.

De nuevo negó con un gesto.

- Quiero quedarme aquí -repuso-. No me voy a morir. Aún no.

Había decisión en el tono de su voz. De vez en cuando le daba agua con la que humedecer sus labios. No me atrevía a darle a beber, ya que le habían disparado en el pecho.

Ésa fue la primera noche.

Me quedé allí a su lado, junto al colchón. Cuando me parecía que dormía, bajaba a vigilar que el pan no se quemase.

Mucho antes del amanecer, abrió los ojos de nuevo. Ya no sangraba. La sangre perdida se había coagulado en las vendas que rodeaban su escuálido pecho.

- Esta quietud -dijo-. Aquí no temo dejar libres a mis espíritus.

No supe qué responder. Eran palabras extrañas en boca de un niño de su edad.

«¿Qué quería decir?»

No lo comprendería hasta mucho más tarde.

Eso fue todo cuanto dijo.

El resto de la noche, la primera, guardó silencio.