Paz.
Después del mediodía comenzamos a marchar hacia el rancherío. Aunque ya los guerreros de la tribu habían decidido abandonar todo vestigio de guerra, temía por la reacción del Cacique y de Kona. Mientras marchaba sentía el peso de la armadura, que con el paso del tiempo se me había hecho ajeno. Y ya estando acostumbrado a andar en cueros, sentía que aquella carga era innecesaria.
Algunos pemenos me veían con muy mala cara, comenzando por el vigía. El fortachón, por su parte, parecía tranquilo en su andar. Yo temía que aquellos cristianos, como los que me habían acompañado en el arroyo, mostraran su peor cara apenas llegáramos al poblado. Sin embargo, los veía flacos y tristes. En sus rostros no había si quiera rabia ya. Sólo resignación.
A mi lado marchaba Lope. Otrora conversador y sonriente, ahora arrastraba sus pies en silencio. Sólo escuchaba el metal rozando la tierra y su respiración entrecortada. Entonces decidí ser yo quien comenzara la cháchara:
- ¿Los ha enviado Alfínger a buscar ayuda?
Lope me miró y bajó la mirada de inmediato. Siguió con su semblante lúgubre cuando me respondió:
- No hay a quién ayudar. Somos lo único que queda de la expedición.
- Entonces el alemán...
- Murió. Lo mataron unos indios en Nueva Granada. Le dieron un flechazo en el cuello y estuvo agonizando por cuatro días.
Reaccioné con sorpresa y él siguió hablando.
- No es para menos. Un hombre así, que se gana de enemigos a todas las tribus que encontramos. Alguien que ha sembrado tanto odio no podía morir de otra forma.
- ¿Y ahora?
- Juan De Villegas está a cargo de la expedición. Pareciera menos sanguinario. Si es inteligente, debería saber que hay que hacer alianzas. Que así, imponiéndose, no vamos a poder pasar por estas tierras.
Él me hablaba y yo miraba a los cristianos.
- Pero, y los hombres. ¿Crees que lo escuchen?
- Nosotros sólo queremos regresar, Francisco. Tuvimos que comernos a los caballos y a los perros. No te imaginas por lo que hemos pasado.
Yo apenas iba a responder cuando él mismo, siempre astuto, me quitó la palabra:
- Pero, ¿cómo te voy a decir yo eso a ti? Si encontrarte con vida es lo único bueno que ha pasado en meses. No me puedo ni imaginar las cosas por las que has tenido que pasar, porque encontrarte así, vestido como un salvaje.
El comentario me incomodó un poco, especialmente porque yo mismo me expresaba así de los indios. Después de haber sido uno de ellos, me sentía un poco indignado por la palabra. No dije nada y seguí marchando, vigilante de cristianos e indios, que intercambiaban miradas con suspicacia.
Vi a los cristianos sudando y marchando con dificultad y me pregunté por qué, si yo era uno de ellos, se me hacía tan sencillo marchar por aquellas tierras. Tal vez sería la armadura, ese metal pesado con el que pasé años pensando que era parte de mi persona. Tal vez me habría ayudado en algún combate contra otra tribu, pero en mi vida en Tierra Firme no tenía cabida.
Sentí cierto temor cuando nos aproximamos al rancherío, pero saqué coraje de donde no tenía y me posicioné de primero en el grupo, por delante de los cristianos y acompañando a los indios. Al vernos las primeras mujeres corrieron a meterse en algunas chozas mientras el Cacique, flanqueado de dos guerreros jóvenes, salió con actitud desafiante. En su rostro mostraba cierta molestia, pero siempre oculta detrás de una serena fortaleza. Lejos de ocultarse o mostrar miedo, se irguió mostrándose más alto que nunca, ayudado por una pluma en la cabeza que rara vez portaba. Parecía entregarse al destino valientemente.
Súbitamente se alzó la aguda voz del vigía:
- Es uno de ellos. Tal como dije.
- Un momento. – Interrumpí yo. – Estos hombres vienen en paz. Están cansados y tienen hambre. No van a hacer ningún daño.
Me volví para señalar a los cristianos y pude ver en sus rostros cierta sorpresa al escucharme hablar en pemeno. El Cacique sacó su gruesa voz, firme, y me habló:
- ¿No son ellos los hombres que mataron a los topeyes? – Y luego habló más enérgicamente, por primera vez cediendo al coraje. – ¡Di la verdad!
- Sí. Han sido ellos. Pero recibían órdenes de un líder sanguinario que ya no está.
El Cacique me miró fijamente:
- Entonces, lo conoces porque… Eres uno de ellos.
Yo quería voltear la mirada por la vergüenza que tenía, pero respiré profundo y lo miré también fijamente cuando le dije la verdad.
- Sí. Digo la verdad. Yo estuve entre estos hombres y no quieren pelear. Vienen en paz.
El Cacique miró a su alrededor, como midiendo las posibles consecuencias de sus palabras. Luego me miró de nuevo y habló con firmeza:
- Si vienen en paz. Entonces que entreguen sus armas y serán recibidos.
Por un instante me quedé helado, temeroso del nivel del espíritu de los cristiano al comprender tamaña petición. Pero decidí no pensar demasiado y me di la vuelta al momento. Allí estaba Juan De Villegas, con su cara delgada y pómulos salientes. Lo vi tranquilo. Me miraba con una mezcla de calma y resignación.
- El Cacique dice que… Debemos entregar las armas.
Villegas inmediatamente miró a sus hombres y les hizo seña de que bajaran las armas. Los hombres se mostraron reacios y temerosos. Por un momento dudaron en obedecerle, puesto que si Alfínger inspiraba temor, éste ni siquiera se había ganado el respeto de los hombres. Sin embargo, lanzó una frase sencilla pero convincente:
- Si queremos que confíen en nosotros, debemos confiar en ellos.
Villegas bajó su espada y con ella los hombres bajaron mosquetes y ballestas también. Los indios se mostraron sorprendidos. Desde el vigía hasta el fortachón, pasando por el Cacique y algunos guerreros. Al fondo, pude ver a algunas mujeres señalar y murmurar. No pude ver a Kona, y tal vez era lo mejor.
Juan alzó las manos y se encogió un poco, haciendo un gesto de reverencia. El Cacique se acercó a él, sin quitar mirada de los soldados detrás de él. El silencio era apenas cortado por pequeños chasquidos de las armaduras, que incomodaban a algunos indios. Finalmente la severa voz del Cacique rompió el silencio:
- Denle algo de comer a estos hombres.
Y entonces algunas de las mujeres se acercaron con yuca y maíz. Los soldados comenzaron a mostrarse contentos y los indios también se relajaron. Incluso el vigía, con su desconfianza de siempre, se veía un poco más tranquilo. Juan De Villegas se puso de pie y bajó la cabeza en señal de agradecimiento.
Y apenas pasadas un par de horas, cristianos e indios se mezclaban. Los niños correteaban con los soldados españoles. Las mujeres murmuraban. Algunos indios guerreros portaban armas cristianas. Mientras tanto, los españoles devoraban cuanta comida le ponían por delante. En algún momento pensé que no sería suficiente.
Veía a las mujeres que acomodaban las comidas y allí, entre ellas, pude ver a mi esposa, cargando a mi hijo. Ella me miraba fijamente, mientras Paquito dormía. ¿Qué sería de nosotros? ¿Existiría un nosotros? Ahora que habían vuelto los cristianos me di cuenta de que yo no era un pemeno. Menos con ellos sabiendo realmente quién era yo. Miraba a Kona cuando se acercó Lope, pareciendo darse cuenta de mi fijación con la india.
- ¿Qué haces? – Dijo éste, apenas llegó.
- Quiero que seas mi testigo. – Dije. Sabía que era cuestión de tiempo antes de que todos comenzaran a hacer preguntas, así que decidí hablar primero.- Quiero dejar testimonio de lo que ha pasado. ¿Quién es el escriba?
Lope se volvió y llamó al capitán Villegas.
Apenas le comenté mis intenciones sacó papel y pluma y comenzó a anotar. Pedí que Lope fuese uno de mis testigos y algún otro Pedro que había cerca también escuchó el relato.
Y lo conté todo. La expedición, los ataques, cómo abandonamos a los nuestros en el camino. El hambre, los granos, el oro perdido y el oro enterrado, que parecía ser lo que más importaba. Finalmente llegué a mi vida con los indios y allí parecieron no estar muy interesados, más allá de preguntarme por qué vestía así y por qué me había afeitado las barbas. Allí, para evitar su juicio, les dije que los indios lo habían hecho.
Me preguntaron si me habían tratado mal y les conté que había pasado hambre y también que casi me matan. Que me pusieron en un palo cerca de brasas listos para quemarme vivo.
- ¿Y qué los detuvo? – Inquirió Juan.
- Una india… Con la que me echaba.
- ¿Cuál? – Insistió.
Yo quedé perplejo, sin esperar esa pregunta tan específica. No podía señalar a Kona puesto que tenía un niño pequeño en brazos. Los españoles sabrían que yo tenía un hijo indio. Pensé en señalar a otra india cuando retumbó la voz de Lope.
- ¿Qué importa? Todas son iguales. Y él igual no se va a quedar con ella.
Lope me miró con una mirada cómplice, aunque manteniendo su seriedad. Juan de Villegas siguió escribiendo lo que yo le decía. A veces negaba con la cabeza y mostraba preocupación. Finalmente antes de finalizar me miró, muy serio él:
- Francisco. Que todo esto que has dicho y hecho. Pues… Es suficiente para mandarte a juicio. Haz faltado el respeto a Dios, has sido idólatra. Haz cometido pecado con una india sin estar casado… Eso es pena de muerte, puedes ir a la hoguera.
- Pero, he tenido que hacerlo para sobrevivir. – Dije yo, que para excusarme es que quería dar mi testimonio – Juro que sólo por eso lo he hecho.
En ese momento temí haber sobrevivido a la hoguera de los pemenos sólo para ser puesto en la hoguera de los herejes. A fin de cuentas, las dos se me hicieron muy parecidas.
- ¿Lo juras por Dios?
- Sí. No ha pasado un día sin que me encomendase a Nuestra Señora para que me dejase ver cristianos.
Y al decir esto Juan no puso más contratiempos y simplemente se dedicó a escribir. Pronto acabó y firmó el folio. Lope miró a los indios y luego me miró con cierta preocupación. Al volverme pude ver que el vigía me miraba con curiosidad. Él tenía una ballesta en su mano, pero la dejó en el piso para acercarse a mí.
- ¿Qué hacía ese hombre?
- Estaba… - Busqué la palabra y me di cuenta de que no existía la palabra escribir en su vocabulario. – Estaba dibujando, repitiendo lo que yo decía.
- ¿Para qué?
- El dibuja mis palabras en el papel. Así cualquiera que no haya estado aquí puede verlas y saber lo que aquí ha ocurrido.
Detrás de nosotros se encontraba el Cacique, quien no decía nada pero estaba lo suficientemente cerca para haberlo escuchado todo. Él parecía contener cierta curiosidad.
Escuché la voz de Juan, nuevamente:
- Ea, Francisco. Ya que habláis tan bien su lengua, tal vez podéis les pedir que nos guíen.
Yo asentí con la cabeza y así lo hice. Al caer la tarde los cristianos decidieron dormir en la aldea y partir al día siguiente.
Fue una noche larga, el vigía y algunos guerreros se quedaron despiertos para no perder de vista a los cristianos. Éstos, tampoco lentos, dejaron a un par de vigilantes. Yo ni siquiera tenía sueño, pero me acerqué a la hamaca para intentar acostarme. Allí me recibió el Cacique, quien al apenas verme me dijo:
- Esta ya no es tu casa. Anda a dormir con los tuyos.
En su voz había molestia y dolor. Detrás de él pude ver a Kona, quien ni siquiera quería regalarme una mirada. Ella cargaba a Paquito, que a pesar del ruido ya se había dormido. Yo quería decirle algo, pero sabía que el Cacique no me dejaría, así que simplemente me di media vuelta y me fui a dormir con los cristianos.
Al día siguiente desperté y comenzamos a andar. Busqué y busqué a Kona con la mirada, pero parecía no estar allí. Los cristianos me llamaron para comenzar a andar y fue así como no me pude despedir de mi mujer ni de mi hijo. Me tocaba abandonarlos.
Fortuna.
El viento húmedo y caliente me pegó en la cara. Escuchaba las gaviotas y las olas del mar que en la orilla se veía marrón pero al fondo se iba haciendo azul. Una barca castellana atracaba en el muelle de Coro. Tal vez sería ese el barco en el que me iría de vuelta a Extremadura.
No podía creer que ya había pasado un mes del encuentro con los cristianos. Tampoco podía creer que no había podido despedirme de mi mujer y de mi hijo. Quería al menos poder abrazarlos por última vez y despedirme antes de partir.
Tanto trabajo por el que había pasado. Tantas veces que había estado cerca de morir. Y aquel día todo me parecía en vano. Estaba a punto de devolverme a casa con las manos vacías. Mi empresa en Tierra Firme había sido un fracaso, pero al menos me quedaba el consuelo de volver a vivir entre gentes civilizadas.
A pesar de que me repetía esto una y mil veces, mi espíritu estaba bajo. Pero me animé un poco al ver a lo lejos a Lope, quien estaba sentado con un par de soldados cerca del mar, en un tronco caído.
Caminé hacia ellos y pude ver entonces que Lope, como siempre, tenía su mano de barajas y quería iniciar una partida de Truc. Como necesitaban uno más para hacer dos parejas no dudé en saludar y ofrecerme:
- Ea, Francisco. Ven y juega con nosotros. Una última partida antes de regresar a Extremadura.
Me senté y comenzaron a echar las barajas. Siendo partida de equipos sabían que iban a hablar para confundir. Lope y yo estábamos en el mismo equipo.
- ¿Te regresas ya? ¿Y qué vas a hacer allá? – Preguntó uno.
- No sé. Tal vez trabajar de mercenario. – Dije, sin ningún convencimiento.
- Anda, que aquí pareciera que todos son unos expertos en matar, pero nadie sabe sembrar ni cultivar. – Dijo Lope, juzgándome. – No sé para qué habéis venido a buscar tierras si no sabéis trabajarlas.
- ¿Tierras? Yo he venido acá es por el oro. – Dijo uno.
- Claro, Lope. Que todos los que hemos venido aquí es a hacer fortuna. – Reclamó el otro.
Lope los miró a los dos y luego me miró a mí con esa mueca característica que hacía. Me parecía una especie de sonrisa burlona que hacía antes de dar algún discursillo condescendiente, y esta vez no sería la excepción:
- ¿Fortuna? La Fortuna es mucho más que el oro. ¿Qué vais a hacer con él una vez que se os acabe?
- ¡Podemos comprar muchas cosas en Zaragoza! – Respondió el otro.
- Pues, yo te digo qué no podéis comprar: tierras. Y esa es la oportunidad que tenemos frente a nosotros. La oportunidad de tener algo nuestro y hacerlo crecer, para dar más oportunidad a los nuestros. Gente común como tú y yo.
- ¿Y no pensáis en regresar? – Pregunté yo.
- ¿Regresar a Andalucía? No.
Me sorprendió esa repentina negativa de Lope. Quería interpelarlo pero uno de los otros soldados se me adelantó:
- Hombre, que allá has nacido. ¿No queréis volver?
- ¿A hacer qué? ¿A seguir sufriendo por un mendrugo de pan? He venido porque acá tengo la oportunidad de hacer más. Allá no podría tener tierras. Aquí sí. Y como además no hay invierno, podemos cultivar mucho y vender a muchos reinos. Y a estos indios les gusta vender.
Lope podía lanzarse ese discurso magistral sin sacar el ojo de la baraja. Era un maestro.
- Sí, yo los he visto. – Intervine yo, apenas con unas palabras.
- Claro, si los pudiésemos convencer para trabajar juntos. – Dijo Lope, apoyando mi idea.
- ¿Trabajar juntos? ¿No habéis visto la guerra que nos han dado? – Dijo uno.
- Yo creo que es posible. – Replicó el otro, para mi sorpresa – Antes de venir acá yo estaba en Margarita. Y allá Fajardo ha hecho las cosas diferentes. Están pescando perlas.
- ¿Con los indios? – Preguntó el otro.
- Sí. De hecho vive con ellos. Hasta se ha casado con una jefa india.
- ¿Así, sin que nadie lo obligase?
Lope aprovechaba la tertulia de los otros dos para hacerme alguna seña que yo no entendía. Honestamente, yo era muy malo jugando a la baraja.
- Nadie lo ha obligado. De hecho hasta han tenido un hijo.
- ¿Un hijo con una india? ¡Qué sacrilegio! ¿Qué clase de criatura puede salir de ahí?
La frase se me clavó como un cuchillo. Casi dejé caer la baraja.
Lope rápidamente cambió el tema y señaló el barco que había atracado. Pudimos ver que en los barcos traían negros encadenados. Algunos ya estaban en la orilla, marchando en fila y con unos pantalones blancos y rotos.
- Ea, que ha llegado la mano de obra para tus tierras. – Dijo uno de los soldados a Lope.
- Esto a mí no me parece bien. – Dijo él, mostrando cierta preocupación.
- Claro, a éste le preocupa que como es medio moro, lo vayamos a esclavizar también.
El soldado hizo referencia al tono más oscuro de la piel de Lope. Según me había comentado alguna vez, su abuelo era moro y se había convertido al cristianismo hacía muchos años. Ambos de sus padres eran cristianos, pero aun así él se llamaba Lope Moros.
- Ea, - dijo él, tomándoselo a broma- aquí el único que ha sido esclavo es Francisco.
- Hombre, verdad. – Dijo uno de los soldados - ¿Y qué cosas te han obligado a hacer?
- Ese es el detalle. Que lo han obligado, y nadie puede trabajar bien obligado. ¿O acaso tú has hecho tu mejor esfuerzo cuando te tenían esclavizado? – Me preguntó.
- No. – Respondí con honestidad – Claro que no.
- Esto de traer a tantas gentes que ni siquiera quieren estar aquí no puede terminar bien. A mí me parece un gran error. Yo preferiría trabajar con los indios, que además ya conocen la tierra.
Lope comenzaba a agarra impulso cuando los soldados cantaron Truc y terminó la partida para nosotros. Luego de bromear un rato nos preparamos para la segunda cuando a lo lejos vi a un soldado haciendo señas al grupo. Yo señalé a los demás esperando que no quisieran hablar conmigo. De alguna manera, sentí que no estaba listo para irme. Pero él insistió y me hizo ademán de que lo acompañase. Me puse de pie y, en medio de bromas y despedidas de los soldados, me marché.
Caminé por la playa, mientras al fondo escuchaba las cadenas de los esclavos negros que marchaban, obligados a establecerse en Tierra Firme. Si a mí, que había venido de mi plena voluntad y consentimiento, a veces me invadía la tristeza y el desconsuelo, no me imaginaba lo que podían sentir aquellas gentes.
Seguí avanzando hasta que llegué a una tienda improvisada a la orilla de la playa. Allí había une mesa, en medio de la arena blanca, donde un capitán español de nombre Venegas estaba sentado revisando algunos folios. Su cara redonda y barba castaña se movían mucho, aunque él no hablase. Parecía inquieto o ansioso. Apenas levantó la mirada para verme y siguió leyendo.
- ¿Eres tú Francisco Martín?
- El mismo. – Respondí yo.- ¿Es usted el capitán Venegas?
- Sí. ¿Sabéis por qué te he mandado a llamar?
- Francamente, no. – Respondí con honestidad.
- Estuve leyendo tu testimonio…
Hizo una pausa para revisar el folio una vez más. Ante la inminencia de mi regreso, sabía que sólo se podía tratar de alguna acusación de herejía. Me mantuve prudente y no dije más nada, esperando que completase su frase.
- Habéis dicho que dos mochilas de oro desaparecieron en el río. Pero lograron rescatar una. Y la habéis enterrado. ¿Eso es cierto?
- Sí. Todo lo que dije es cierto.
- Según tu testimonio, debe haber unos sesenta mil pesos de oro enterrados entre Maracaibo y Pauxoto. ¿Sabéis dónde?
- Pues, ya estábamos perdidos. – Dije, adivinando lo que este personaje se proponía.
El hombre respiró profundo y luego pasó a explicarme con mucha seriedad, pero sin caer en el enfado:
- No sé si sabéis, Martín, pero la Corona debe saldar una deuda con los alemanes. Cada peso cuenta, y no podemos dejarlo perder. Menos cuando tantos hombres dieron su vida por él. ¿Estáis seguro de que ya estaban en Venezuela cuando enterraron el oro?
- Yo creo que sí.
- ¿Crees? Esta vez no podemos volver a cruzar a Nueva Granada. Esa fue una violación de Alfínger. Una afrenta que terminó pagando con su vida.
- Estoy seguro. Sí, ya estábamos en Venezuela.
- Yo voy a hacer una compañía de sesenta hombres para ir a buscar ese oro. ¿Estarías en capacidad de guiarlos hasta el sitio?
- Pues… - Dije, tomándome cierto tiempo para pensar si verdaderamente estaría la capacidad de emprender dicha empresa.
- Pues, yo sé que debe ser difícil para ti. – Dijo él, insistiendo.- Pero si traen los sesenta mil pesos en oro, podéis quedarte con dos mil y regresar a Huelva en el próximo barco.
- Yo soy de Extremadura.
- Hombre, igual, creo que entiendes mi oferta. ¿No? ¿La aceptas?
Finalmente la posibilidad de regresar con algo, de no haber hecho todo aquel viaje en vano. Ni siquiera tuve que pensarlo mucho.
- Acepto.
- Entonces prepárate. Salimos mañana mismo.
Apenas dijo esto Venegas volvió a bajar la mirada y siguió revisando folios. Puso un ábaco en la mesa y parecía contar y calcular todo cuanto podía. Yo esperaba algún tipo de despacho, pero al no despedirse, simplemente me di media vuelta y me regresé hacia donde estaban los soldados.
Al volver me encontré a Lope preguntando a uno de los soldados sobre el tal Fajardo:
- Margarita, ¿no? ¿Y eso de las perlas paga bien? ¿Sabéis si Fajardo necesita hombres?- Me vio y en seguida me preguntó - ¿Todo bien?
- Sí, me ha pedido que guíe a unos hombres al tesoro enterrado.
Como un reflejo, Lope se puse de pie con una sonrisa:
- Hombre, pues si tú vas, yo voy contigo.
Me conmovió su lealtad. Lope, alguien que nunca me había pedido nada y siempre me había ofrecido su apoyo.
- ¿En serio? ¿Por qué?
- Porque quiero ver la aventura de cómo consigues tu fortuna en Tierra Firme.
Y así bromeamos un rato. Nos fuimos a cenar y luego de la caída del sol fuimos a descansar. El día siguiente comenzaba una nueva expedición.
Riqueza.
La expedición fue muy extraña. Al comenzar sentí cierto temor, recordando muchos momentos de la empresa de Gasconya. El recorrido se me hizo mucho más corto, tal vez porque ya no marchábamos hacia lo desconocido, sino por tierras ya recorridas donde, para bien o para mal, los cristianos habíamos dejado nuestra huella.
Muchos días amanecía cansado. En las noches no podía dormir porque tenía pesadillas con Montañés. Viscayno y San Martín. Andaba como alma en pena, recorriendo aquellos lugares esperando ver alguna luz que me señalase mi camino. Ya pasadas algunas semanas quería sinceramente encontrar el oro, tener mis dos mil pesos y volver a Extremadura, seguir con mi vida.
Debían haber pasado tres semanas desde el inicio de la expedición cuando abrí los ojos y vi a Lope, frente a mí, con los ojos cerrados y hormigas recorriéndole el rostro. Me desperté sobresaltado con malos recuerdos de muerte. Di un pequeño grito y él se despertó, exaltado. Se quitó las hormigas de la cara y empuñó su espada como preparándose para un ataque.
- ¿Qué pasó?
- Nada. – Respondí yo, recuperando mi aliento.
- ¿Otro mal sueño? Hombre, haz guardia que yo voy a dormir unos minutos más.
Apenas dijo esto y se volvió a echar a dormir. Yo lo intenté, pero ya era el alba y el sol radiante de Tierra Firme no me dejaba conciliar sueño. Al rato desayunamos y comenzamos a andar. Yo iba adelante con algunos indios que también nos guiaban, seguido de los soldados armados y los negros, que cargaban gran parte del equipaje.
Me costaba saber hacia dónde estábamos yendo. Por más que teníamos mapas, todas las trochas me parecían iguales. Árboles, el arroyo de fondo. Me sentía cerca de mi fortuna, pero también rodeado de cierto miedo. Aquel día estaba muy cansado y se me notaba. Yo marchaba lentamente cuando Lope se me acercó al trote, hablando con su tono consolador:
- ¿Estáis bien?
- Sí, un poco cansado.
- Hombre, es normal que tengas tantas pesadillas. Estas tierras te han tratado muy mal. Deberías considerar irte a Margarita. Creo que allá buscan soldados más como nosotros, con ganas de trabajar y sembrar tierras.
- ¿Margarita? – Dije yo, mientras seguía marchando. – Yo quiero encontrar el oro para poder regresar a Extremadura.
Al escucharme decir esto, Lope miró hacia un lado y sonrió:
- ¿Qué? - Pregunté yo, inquisidor y molesto de su mueca.
- Que yo no creo. Aún si regresas con dos mil pesos, allá tipos como tú y yo, nunca seremos nobles. En cambio aquí, podemos ser alguien. Cuando te vi entre aquellas gentes, convenciéndolos de que veníamos en paz, me di cuenta de que para ellos tú eras alguien. Y eso, es algo que no lo da el oro ni nada. Uno debe estar donde sea valorado, ¿sabes? Y si algo enseñó Jesús es que a veces no se es profeta en su Tierra.
- ¿Y si aquí tampoco nos valoran?
- Pues podemos irnos más al sur. O al norte. ¿Sabéis cuál es la diferencia entre estos árboles que ves aquí y nosotros? Que si a nosotros no nos gusta la tierra donde estamos, nos podemos ir.
Ambos reímos y así seguimos avanzando gran parte de la mañana, bromeando.
Pasado el mediodía almorzamos y me sentía todavía más cansado. Indios, negros y cristianos tomamos nuestra comida y nos preparamos para avanzar, a pesar del intenso calor y humedad. Bajo la sombra de aquella plétora de árboles provocaba más echarse una buena siesta que seguir avanzando por caminos improvisados, cortando maleza y siendo picado por mosquitos.
Pero avanzamos y yo seguí arrastrando mis pies con el cansancio. Sentía que mi lentitud retrasaba toda la empresa, pero no le veía sentido a seguir avanzando si no sabíamos hacia dónde íbamos. Tanto apuro para llegar a dónde.
Seguí avanzando. Cortaba maleza con el machete cuando vi que uno de los indios le atisbó un golpe a un arbusto que teníamos cerca. Le mandé a detener en su lengua, que no era tan diferente de la de los pemenos. Él me preguntó qué pasaba y le señalé el arbusto. Al igual que yo, él y otros indios los reconocieron. Era hayo.
Hicimos una pausa de unos momentos para arrancar unas hojas y triturarlas en unas vasijas que traían los indios consigo. Venegas veía todo desde lejos, con un gesto de desconfianza y preocupación. Lope simplemente manifestaba curiosidad. Los demás aprovecharon la pausa para seguir descansando, puesto que nadie tenía ganas de caminar.
Apenas terminamos de triturar yo probé un poco y lancé un gruñido de alegría. Sabía que en cuestión de pocos momentos me sentiría recargado. Los indios también probaron y se mostraron alegres y enérgicos. Pasábamos el plato de madera cuando se acercó Lope, curioso:
- ¿Y eso qué es?
- Hayo. Te va a dar fuerza.
Lope se llevó un poco a la boca y reaccionó con cierto asco al probar el sabor.
- Espero que el efecto valga la pena.
Dijo y se puso de pie, asqueado. Los indios me miraron y me dijeron en su lengua:
- No le des mucho, no vaya a ser que se ponga a ver espíritus.
Yo le entendí y comencé a reír. Los indios reían conmigo cuando se acercó Venegas, como siempre serio. Me miraba fijamente y se acercó. Me imaginé que quería hayo y le ofrecí el plato, pero él negó con un ademán.
- ¿Qué pasa? – Lo inquirí.
Él se acercó y me examinó el rostro de cerca:
- Pues, que leí en tu testimonio que los indios te han pelado las barbas. Y me sorprende que si te lo han hecho por la fuerza, no te hayan dejado ni una cicatriz.
Él se levantó, serio, y mandó a los hombres a ponerse de pie y seguir caminando. Los indios siguieron riendo y haciendo bromas, pero a mí me preocupó el sentido de aquella frase. ¿Por qué decirla precisamente en aquel momento? Me puse de pie y lancé una seña a los indios y a los soldados. Comencé a marchar sin saber muy bien el rumbo, pero siguiendo el arroyo con la esperanza de encontrar algo.
Y así nos dio la tarde, caminando en un sendero natural, siguiendo el arroyo. Quienes habíamos tomado hayo marchábamos con energía y animados. Yo iba de primero, acelerado y un poco preocupado por la actitud de Venegas. Marchaba rápido, como si de alguna manera el ir tan rápido me ayudase a huir de los problemas. Me seguían los indios, que también andaban apresurados y reían, haciéndose comentarios entre ellos que yo había decidido ignorar.
Más atrás venía Lope, también acelerado. Tan animado estaba que incluso estaba cantando a viva voz. Era una tonada que parecía triste, pero sin aires de villancico. Era un lamento que parecía cantado en árabe. Yo no me atreví a hacer pregunta alguna, pues no quería llamar la atención del Capitán. Pero justo en uno de sus lamentos más profundos se acercó Venegas.
- Hombre, ¡calla! ¿Estáis cantando en moro?
- No. Es castellano. Así cantamos en Andalucía.
- Pues, igual no se te entiende nada. Además, no queremos llamar la atención. ¡Chitón!
Y sin decir nada, Lope quedó en silencio. Y siguió caminando antes de comenzar a murmurar la misma tonada que venía cantando antes. Venegas no dijo nada y seguimos marchando.
Caminamos y caminamos, hasta que el efecto del hayo pasó y estábamos peor que antes. Las piernas me pesaban y me dolía todo el cuerpo. Sentía que me arrastraba. Detrás venían los indios, quejándose en su lengua. Más atrás los soldados y los esclavos, que aunque eran quienes cargaban todo, de alguna manera se veían menos afectados por el calor y parecían estar más tranquilos. O tal vez resignados.
Lope, que estaba cerca de mí, habló súbitamente:
- Creo que estoy peor que antes. Ese remedio no me ha hecho ningún bien.
Seguimos marchando en silencio por unos instantes cuando me vino una pregunta a la mente:
- Lope, ¿sabes qué significa mi nombre?
- ¿Francisco? – Respondió él – Pues, si recuerdo bien, viene de Francia.
- Entonces, ¿es francés?
- Pues, francés viene de franken. Que era una tribu germánica.
Lope era muy conocedor, pero a veces parecía dar vueltas para mostrar su cultura.
- ¿Y qué quiere decir franken? – Le insistí.
- Hombres libres… - Dijo él.- Tu nombre quiere decir que eres un hombre libre.
Yo volví para responderle cuando justo tropecé con una rama. Caí de frente en la tierra húmeda cercana al arroyo. Lope y los indios corrieron a ayudarme, con cierta preocupación.
- ¿Estás bien? – Preguntó Lope.
Yo sentía que me estaban dando calenturas, y me sentía un poco mareado.
- No, no me siento muy bien…
- ¡Yo tampoco! – Gritó algún soldado a lo lejos.
Y tras este grito algunos hombres empezaron a murmurar, pero inmediatamente Venegas salió al paso, con su voz grave e imponente.
- Vamos, que sólo ha tomado demasiado de esa mata. ¡Eso es todo!
Yo comencé a ponerme de pie, ayudado por uno de los indios y un esclavo que se había acercado, mandado por Venegas. Me querían ayudar a ponerme de pie, pero yo les hice señas de que me dejaran sentarme un poco en el piso para recuperar fuerzas. Fue allí cuando vi que frente a mí había un racimo de ramas picadas que sobresalían de la tierra.
- Venga, Francisco. – Dijo Venegas, tratando de animarme.- A ponerse de pie. Que encontráis el oro y nos vamos todos de vuelta.
Frente a mí, cerca del arroyo estaba la rama que habíamos picado años antes. Ya tenía buenos retoños, pero tenía que ser esa. Y justo al lado, el árbol. Ya la montaña de tierra tenía cierta grama encima, y se veía todo muy natural, como si siempre hubiese sido así. Pero yo sabía que aquellas eran las señas que nosotros habíamos dejado.
- Francisco. – Decía la voz de Venegas – Un poco de ánimo y te devuelves a Extremadura con tu riqueza bien ganada.
Y sí, lo vi todo. Justo frente a mí el árbol con sesenta mil pesos en oro enterrados en su raíz. Y de ellos, dos mil sólo para mí. Allí entendí por qué había ido a Tierra Firme. Vi mi futuro. Vi lo que realmente me importaba. En ese instante comprendí que toda esa jornada había sido para hacerme un hombre rico. Finalmente había encontrado mi riqueza.
- Ese árbol, ahí en frente. – Dije yo.
- ¿Sí? - Respondió Venegas.
- Ya lo he visto antes.
Venegas se llenó de energía y llegó a donde yo estaba, casi dando saltos.
- ¿Estáis seguro? – Dijo, ahora con voz de niño emocionado.
- Completamente seguro. Hemos pasado por aquí ayer. Estamos caminando en círculos.
- ¡Lo sabía! – Gritó otro soldado desde lejos.
Y así, los hombres comenzaron a murmurar una vez más y Venegas lanzó un gruñido mientras intentaba pedir calma. Escuché a los hombres decir muchas cosas más. “Nos vamos a perder como los hombres de Gasconya”. “Si Martín no sabe dónde estamos, ¿qué esperanza tenemos?”. “Tenemos que volver a Coro”, dijo otro. Finalmente Venegas pareció resignarse y tras respirar profundo dijo.
- Está bien. Entonces volvamos a Coro.
Yo respiré profundo y me puse de pie. Mientras me alejaba volví a mirar atrás y por segunda oportunidad me despedí del oro, esta vez sabiendo que iba al encuentro de algo mucho más valioso.
Y como ya caía la noche los hombres decidieron acampar no muy lejos de allí. Venegas, cansado y molesto, hizo su hamaca y se fue a dormir temprano. Los esclavos hablaban sus lenguas y se daban apoyo, aunque a nadie le importaba. Los indios se echaron en el piso mientras algunos soldados tocaban la guitarra.
Yo me recosté lejos de la fogata y lejos de todos, y cerré los ojos. Los cerré hasta que no escuché ruido de hombre alguno, sólo la naturaleza. Entreabrí los ojos y pude ver a un soldado haciendo guardia, cerca de la fogata. Lo miré esperando que se durmiera, pero hizo bien su trabajo hasta muy entrada la madrugada. Comenzaba el cielo a pintarse de azul cuando me di cuenta de que todos los hombres dormían. Entonces me moví lentamente. Me puse de pie esperando que mis pasos no dieran con hojas secas.
Avancé un par de pasos hasta que pisé un palo que crujió fuertemente y justo frente a mí se levantó un soldado que me vio. Era Lope, quien se me quedó viendo, primero sorprendido y luego con cierta alegría. Me miró con una sonrisa y asintió con la cabeza, levantó la mano en señal de adiós y cerrando los ojos volvió a bajar la cabeza. Aunque su gesto me conmovió, tuve que seguir andando, con miedo.
Y lo logré. Salí del campamento y me di a la fuga, entre ruidos de animales y pájaros que comenzaban a cantar. Me fugué de los cristianos y corrí con la esperanza de encontrarme con los míos. Con mi familia.
Felicidad.
Pasaron un par de horas en las que deambulé por la selva de Tierra Firme. No sabía exactamente hacia dónde ir. Además, comenzaba a temer que los cristianos me dieran alcance. Sabía que el grupo, que marchaba con mucha parsimonia, difícilmente podría darme alcance. Sin embargo, temía que echaran los perros a perseguirme y éstos sí pudieran encontrarme y darme caza.
Pensé en arrojar mi armadura para aligerar el peso, pero los indios me habían enseñado a no dejar rastro. Sabía que si lanzaba algo por el camino, los cristianos podrían encontrarlo y conocer mi rumbo.
Entonces seguí, cansado, arrastrando mi armadura. Sin tiempo para comer, ni para tomar un descanso. Ni siquiera un segundo para dudar. Seguía entre la maleza encomendado, como había hecho antes. Rogaba por no andar en círculos ni terminar regresándome al paradero de aquellos de quienes huía. Aunque Alfínjer ya no estaba, sabía muy bien qué clase de castigo le dan a quienes deciden abandonar la expedición. Además, con esta huida mi honor desaparecía. Podían desconfiar de mi palabra y creer que todo mi testimonio había sido falso. Podían creer que iría a por el tesoro yo solo para escaparme.
Esa posibilidad me dio ánimos y seguí andando con rapidez. Era una subida de espíritu que ni con el hayo había sentido jamás. Era la emoción de la esperanza, del sentir que todo iba a estar bien. Corría entre las ramas, temeroso pero con una fe sólida. Los verdes de las hojas me parecían más verdes que nunca. Los ruidos de los animales me parecían una bendición.
Una mariposa azul salió de entre las ramas y su color casi me encandiló. Me pareció una bienvenida, una guía enviada por la naturaleza para decirme que iba por el camino correcto. Aunque el ruido de un correr de agua me hizo dudar. Llegué a un riachuelo y me pareció reconocer aquel en el que habían muerto Floryan y compañía. Sin embargo, cuando comencé a avanzar por la ribera me di cuenta que aquel era el río que, si subía por algunas trochas complicadas, podría llevarme de vuelta al rancherío.
Solo con mi fe y mi armadura cristiana seguí río arriba. Escondido entre la maleza que bordeaba el agua para evitar desagradables sorpresas. No sabía qué animales ni qué generaciones de gente podrían estar acechando por ahí. Pero pronto me di cuenta de que quien acechaba era yo.
Vi la figura de un niño pequeño caminando al borde del río. Tuve mis dudas, pero luego una sensación que me invadió todo el cuerpo me confirmó que se trataba de Paquito. Quise salir de entre las ramas para abrazarlo, pero la figura materna de Kona, se acercó para abrazarlo. Mi niño caminaba.
Yo salté de entre las ramas directo al agua. Ella abrió la boca para lanzar un grito, mientras recogía al niño. Pero al darse cuenta de que ella yo, se quedó congelada. Me miró fijamente, como si hubiese visto a un fantasma o un muerto. Parecía asustada. Yo avancé por el río, y me acerqué. Ella seguía inmóvil. Yo me acerqué aún más. Vi su piel desnuda, que me resultaba tan natural. Me sentía yo tan tonto portando esa armadura. El deseo y el amor me sobrecogieron y no pude hacer más que acercarme a su rostro y besarla. Ella era mi esposa y yo su marido. Los dos nos besamos y quise abrazarla. Ella pareció quedarse allí, inmóvil, hasta que me tomó de los brazos y me alejó. Luego dio un salto atrás y, haciéndome ademán de que me alejara, tomó a Paquito y se fue por la vereda hacia el rancherío.
Escuché algunos gritos, sin duda avisos de vigías que ya me habían visto. Imaginaba que ya me habían reconocido, o que al menos no buscarían hacer daño a cristiano luego de la tregua que habían acordado. Así que yo también fui caminando, lentamente, hacia la vereda. Las piernas no me daban ya más, y quería demostrar mi total indefensión y ánimo pacífico.
Avancé por aquel camino viendo mujeres y niños que me veían con espanto. Suponía que hacía tiempo no me veían con barbas. También podía ser que nunca me habían visto con la armadura completa, con casco y espada ancha. Y así entré. Y allí estaban los guerreros esperándome. El fortachón, el vigía, algunos cazadores. Y detrás de todos ellos, el Cacique. Yo me acerqué y me puse de rodillas. Clavé mi espada en la tierra y me quité el casco en señal de respeto. Bajé la cabeza y dije, de nuevo en pemeno:
- Vengo a pedir perdón.
Yo miraba la tierra, sin saber qué se pasaba. Hubo un largo silencio. Finalmente el Cacique habló:
- Voy a hablar con él. Déjennos solos.
Vi la sombra del Cacique que se acercaba y que me llamó por el nombre de Paco. Me hizo señas con la mano para que me pusiese de pie y así lo hice. Lo seguí, ante la mirada atenta de todos los hombres, mientras las mujeres se iban a la choza más lejana. Todos nos veían con miedo y ansiedad. Yo no sabía qué me deparaba, pero mi alma estaba tranquila. Había hecho todo lo que había podido.
El Cacique finalmente entró en la choza que me sirvió de celda durante un tiempo. Aquello no auguraba nada bueno, pero igual entré. Los olores fuertes de las ramas me trajeron recuerdos, muchos no buenos. El Cacique me hizo seña de que me sentara y de inmediato me dejé caer en el piso. Él también lo hizo, y sin perder tiempo comenzó a preguntarme:
- ¿Para qué has vuelto?
Sin perder tiempo, y seguro, respondí:
- Porque soy el esposo de su hija. Y no quiero que mi hijo crezca sin padre.
Él pareció sorprendido con mi respuesta, pero siguió inquiriendo:
- No tenías ninguna obligación. ¿Por qué lo has hecho?
- Porque quería. Porque quiero ser un buen esposo y un buen padre.
Él me miró fijamente. No se veía molesto, ni tampoco pasivo. Parecía determinado, y yo también los estaba:
- ¿Por qué no has querido quedarte con los tuyos?
- Porque es aquí donde quiero estar.
- ¿Por qué hemos de aceptarte?
- Cuando me creían topey me aceptaron, ¿por qué no hacerlo ahora?
Él respiró profundo y me habló con calma:
- Porque no eres uno de los nuestros.
- Sé que no soy pemeno ni topey. La fortuna ha querido que yo naciera lejos de esta tierra, pero he decidido por mi propia voluntad estar entre ustedes. He aprendido su lengua y su cultura. ¿No es eso suficiente?
- ¿Crees que eso te hace un pemeno?
- Yo lo quiero ser, y creo que tiene más valor ser pemeno porque uno así lo elige, que por suerte o casualidad haber nacido aquí.
Ante esta respuesta él me miró. Esbozó una pequeña sonrisa, pero siguió hablando con su tono decidido. Me di cuenta que yo también estaba muy brusco y decidí suavizar el tono ante su siguiente pregunta:
- ¿Por qué has mentido antes?
- Porque los guerreros me iban a dar muerte. Yo quería vivir.
Él se quedó en silencio y miró algunas de las yerbas que nos rodeaban. Sin quitar sus ojos de la naturaleza, comenzó a hablar en tono pausado:
- Cuando te trajeron como esclavo, supe que no eras de aquí. No sabía cómo nos serías más útil. Por tu cuchillo de metal pensé que traerías nuevos conocimientos, y por eso te hice piache. No te quería hacer guerrero porque no sabía por quién peleabas, pero pronto demostraste que estabas dispuesto a morir con nosotros. – Me miró al rostro.- Al conocer de la llegada de los cristianos, supe que eras uno de ellos. Los guerreros querían hacerte rehén para negociar, pero yo sabía que contigo podríamos hacer una alianza. Ya ves que yo también quería vivir. Yo también quería que mi pueblo viviese. Pero…
Parecía que no estaba claro en lo que quería decir:
- ¿Qué? – Insistí.
- Yo pensé que los cristianos querían vivir aquí. Yo pensé que podríamos vivir juntos, que el poder de ustedes serviría para traer paz a estas tierras. Pero cuando me dijiste que sólo querían oro, me di cuenta de que la guerra seguiría. Pensé que viviría para ver la llegada de la paz, pero creo que no será así. La guerra estaba antes de que ustedes llegaran, y creo que estará mucho tiempo después de que yo me vaya.
- Tal vez no sea así… - Dije, intentando consolarlo.
Lo vi triste y resignado, pero luego me lanzó una mirada y una sonrisa:
- Al menos hemos sobrevivido a los cristianos, y eso te lo debo a ti. – La fugaz felicidad volvió a dar paso a la tristeza en su semblante.- Sólo quiero que me respondas algo más. Si en realidad quieres ser uno de nosotros, ¿por qué te fuiste cuando llegaron los tuyos?
Me sorprendió esta pregunta, porque me parecía evidente la respuesta:
- Porque ellos no me iban a dejar ir. ¿Acaso usted dejaría que un pemeno se fuese?
- Claro, como te dejamos ir a ti. Nosotros somos una familia, y no podemos obligar a nadie a que se quede.
- ¿Y no les importa que esa persona los abandone?
- No podemos cambiar lo que los demás sienten. Si alguien decide irse lo que hay que preguntarse es: ¿qué estamos haciendo mal para que alguien quiera abandonarnos?
Los dos nos quedamos en silencio intentando responder esa pregunta. ¿Qué estaba haciendo yo mal? ¿Estaría haciendo algo bien? Cada uno, en su mundo y en su conciencia intentaba responderse a sí mismo, desde el silencio. ¿Cómo mejorar? ¿Cómo ser mejor persona?
- Tú eres bienvenido aquí. Puedes volver a la choza.
Me di cuenta de que el camino que él había elegido era el perdón. Aquel paso, recibirme de vuelta después de yo haber mentido, era de un gran hombre. Lo ayudé a ponerse de pie y caminé junto a él hacia la choza central. Los indios nos veían esperando algún tipo de palabra o ceremonia, pero él no dijo nada.
El Cacique siguió avanzando, con pasos largos y lentos. Miraba con calma a su alrededor. Algunos pemenos no nos quitaban los ojos de encima, otros seguían en sus labores diarias. Entre quienes no nos prestaban atención, pude ver un grupo de media docena de mujeres, lejos de la choza, tejiendo unos chinchorros. Allí estaba Kona, ensimismada, tejiendo. No sabía si estaba muy concentrada o si me estaba evitando con la mirada, pero sus ojos estaban fijados en sus delicadas manos, que tejían con cuidado y dedicación.
Había algo diferente en ella, una madurez que tal vez sólo la maternidad podía darle. Tal vez era algo de tristeza. Sólo subió la mirada cuando uno de los guerreros se le acercó a decirle algo. Ella le respondió y luego me miró, sin ninguna expresión en su rostro. Él le insistió y ella se puso de pie, respirando profundo y mirando al piso. Las indias alrededor siguieron tejiendo, sin levantar mirada, sin decir nada, sin darle aliento o condenarla. Aquel silencio hería peor que cualquier insulto, y sabía que yo no era querido por las indias del rancherío. Lo que más me dolía es que ellas tenían razón.
Kona se acercó sola. Con voz seca y sin mirarme me dijo:
- Sé que mi padre te recibió. Puedes ir a la hamaca.
- ¿Puedo hablar contigo?
- No. Tú nos abandonaste, así que mis obligaciones de esposa terminaron.
Aquellas palabras me removieron más las entrañas que el hambre o cualquiera de las calenturas que había sufrido en Tierra Firme. La voz se me quebró un poco cuando volví a hablar:
- ¿Puedo ver a mi hijo? Si no quieres recibirme como esposo, lo acepto y lo respeto. Pero yo soy su padre.
- El haber dormido conmigo no te hace su padre. Padre no es quien engendra, sino quien cría.
- Entonces, te suplico. Dame la oportunidad de criarlo.
Ella quedó en silencio, ocultando una rabia que se filtraba por cada poro de su cuerpo:
- Está bien.
No había terminado de decir la frase cuando se había dado media vuelta. Al caminar hizo una seña a una de las indias mayores, que luego de verla me miró a mí. Kona volvió a sentarse a tejer unos chinchorros, mirando hacia sus manos y sin cambiar palabra con nadie.
La señora mayor se acercó con Paquito. La criatura ya estaba grande, comenzaba a perder su cara de bebé para tener rostro de niño. La señora se acercó a mí y me tendió al crío. Yo coloqué mis manos para recibirlo, mientras le hablé con mi voz más dulce:
- ¿Quieres venir con papá?
Pero él arrugó la cara en señal de disconformidad y se agarró más a ella. Comenzó a sollozar, y yo con él, aunque de forma interna. “¡Mamá!” gritó el bebé, buscando la protección de Kona. La india, un poco apenada, me dijo unas palabras:
- Debe ser todo eso. – Dijo la señora, señalando mi armadura como razón de la inconformidad del bebé.
El niño se puso más inquieto y ella lo alejó para mantener la paz. Me volví y pude ver que Kona había visto todo, pero de inmediato volvió a tejer.
Aquel día lo pasé en soledad, cerca del río y un poco alejado de la tribu. Me quité la armadura y volví a estar solo con mis pantalones blancos, que se sentían tan pesados. Mi barba me picaba, la sentía molesta. Todo era tan extraño. Sentí que no pertenecía.
Esa noche recé en silencio, encomendándome una vez más a Santa María. Ella, quien me había guiado hasta aquel pueblo en un primer lugar, debía tener algún plan divino para mí. Pero igual que la primera vez, no me senté a esperarlo.
Al día siguiente me paré más temprano que todos los demás, excepto el vigía y un par de guerreros que hacían guardia. Me vieron irme temprano hacia el río con un cuchillo, y aunque al principio se mostraron suspicaces, luego respiraron aliviados al ver que había ido a afeitarme. La tarea fue complicada, puesto que no había mucho sol y mi reflejo apenas se veía en las aguas turbulentas.
Cuando comenzó la vida en el rancherío todo fue un poco menos tenso. Kona todavía dormía en su chinchorro con Paquito montado encima. Yo la vi dormir tan placentera, con ganas de abrazarla, de completar aquella familia que habíamos iniciado.
- Paco. – Dijo la gruesa voz del Cacique.- Unos guerreros van a cazar. Ve con ellos.
Yo asentí, mirando a Kona. Él se dio cuenta y siguió hablando:
- Eso te ayudará a sentirte de vuelta.
Entre el grupo estaba también el vigía. Aquel que me había odiado tanto y que ahora parecía tratarme con cierta indiferencia. El grupo estaba compuesto de unos jóvenes y delgados guerreros. Yo traté de dejar de pensar demasiado y simplemente me sumé a la pequeña compañía.
Salimos de inmediato y nos perdimos por las veredas que dan a la selva. Todas las veredas me parecían iguales. Marchaba como un alma en pena, sin propósito ni vida. Los guerreros marchaban en silencio y yo entre ellos. ¿Con ellos? ¿Realmente pertenecía allí? ¿Era la bendición del Cacique razón suficiente para ser aceptado por los demás?
Marchando por aquellos caminos verdes y escuchando el río correr a nuestro lado recordé la resignación que había experimentado allí antes. Fue a la orilla de un río, cuando me creía muerto, que me resigné a la suerte y la fortuna, al destino. Entendí lo que me dijo el Cacique. Hay fuerzas que uno no puede controlar, y sólo queda dar lo mejor de sí y esperar que sea suficiente.
Hacía hambre en el pueblo y aparentemente no quedaba mucho oro para ir a comprar yuca y maíz en los poblados del norte. Mientras marchábamos, el vigía, extrañamente parlanchín, me echaba todos esos cuentos:
- Si tan sólo tuviésemos oro no tendrías que preocuparte por alimentar a tu esposa y tu hijo.
Me dijo él, mientras yo pensaba en aquel árbol y caminando bajo la sombra de tantos. El aire caliente pesaba, y el sol quemaba la piel. Por dentro, el hambre azotaba el estómago, y seguíamos marchando. Súbitamente a lo alto se escuchó el cantar un ave grande. Uno de los cazadores subió su arco y disparó una flecha, pero falló y el ave se fue volando:
- ¡Deja de lanzar flechas! Tienes que apuntar…
Entre el revoloteo y el regaño escuché algo extraño. Hice ademán de silencio y los indios se quedaron quietos. Había un pequeño crujido de hojas cerca de nosotros, los pasos de una criatura pequeña. Pero debía tener mucho cuidado. Miré hacia todos lados buscando el origen, hasta que entre los matorrales y cerca del río pude ver un gran ratón marrón. O tal vez era un perro. Era una criatura enorme, de pelaje grueso y que parecía tranquila. Estaba comiendo hierbas, pero súbitamente se detuvo. Parecía estar alerta de nuestra presencia, así que apunté rápidamente con el arco. Pude ver el miedo en su rostro y me di cuenta de que no iba a poder disparar.
El vigía lanzó un gruñido al verme bajar mi arco y con destreza y rapidez apuntó el suyo. Yo lancé un grito para intentar detenerlo, pero su flecha salió en dirección e inmediatamente se escuchó el golpe seco. La flecha se clavó en la tierra mientras que el animal se dio a la fuga.
El vigía se puso de pie para intentar perseguirlo, pero yo le hice seña de que se detuviese. Él me incriminó, molesto:
- Era un chigüire. Podíamos haberlo llevado para la tribu. ¿Qué te pasó? – Me dijo, casi gritando.
- No sé. – Fue lo único que alcancé a responder. No tenía tan si quiera excusa.
Los indios me miraron mal y nos sentamos los tres en silencio. Deambulamos en la dirección por donde se había ido el chigüire, siguiendo sus pasos, pero estos se perdían en la orilla del río y no parecía haber señal de la criatura, que para ser tan grande y lenta había hecho un buen trabajo para desaparecer de nuestra vista. Y yo, de cierta forma, me sentía aliviado de no haberle dado muerte.
Pasaron las horas en silencio y yo sentí que aquella salida me había alejado todavía más del grupo. De mala gana y sin cambiar mucha palabra comenzamos el regreso hacia el rancherío. Yo me sentía con mucha vergüenza y con gana de inventar alguna excusa para mi indisposición, cuando apartando una rama creí descubrir algo.
“Un momento”, dije, mientras tomaba el pequeño cuchillo que había colocado en mi taparrabos y comencé a cortar la rama que estaba allí. Tal como sospechaba, era palmito. Abundante en la zona, pero tal vez menospreciado por los pemenos que tenían mejores cosas que sembrar y comer.
- Esto se come.
Agarré un pedazo y me lo llevé a la boca. Les di a probar y parecieron sentirse a gusto. Al menos el vigía, porque el otro lo escupió rápidamente, al no pasar su amargo sabor inicial. Pero pronto se animaron y comenzaron a tumbar algunas ramas, mientras que yo las cortaba con el cuchillo. Luego nos las echamos al hombro y seguimos caminando. Aunque cansados, el paso era mucho más ligero y hasta llegué a verlos sonreír. No había sido aquello el motivo de nuestro viaje, pero regresábamos felices. Me sentí pleno al saber que había conseguido algo que darle de comer a mi hijo.
Llegamos al rancherío y yo esperaba ver algunos rostros de sorpresa de otros pemenos al ver a los cazadores regresar con unas ramas, pero al parecer la recolección también era cosa común. Dejamos las ramas cerca de donde habitualmente hacíamos la fogata y luego fui yo quien se llevó una sorpresa al ver a Kona acercarse a mí.
- Quiero hablar. – Dijo, sin más.
- Ayer me dijiste que no querías. – Atisbé a decir yo, sin poder hilar mejor respuesta.
- Hoy sí quiero. – Me dijo ella, con firmeza.
Mi esposa quería hablar conmigo. Era un gesto pequeño. En otro lugar, tal vez sería insignificante. Pero allí, para mí, en aquel lugar y rodeado de gente que tal vez no me aceptaba, significaba el mundo. La posibilidad de hacer una familia, de vivir y ser feliz.
Amor.
Kona era una mujer determinada. Parecía tranquila y sumisa, como muchas esposas en Extremadura. Sin embargo, detrás de su aparente serenidad se escondía una valentía y coraje que pocas veces había visto en ser humano alguno. Esa era apenas una de las muchas razones por las cuales yo la admiraba. El día anterior no había querido hablarme, y yo no intenté convencerla de lo contrario porque sabía que con ella no había manera alguna de lograrlo. Pero ese día, por alguna razón, sea la que fuese, ella decidió que sí iba a escucharme.
Caminamos cerca del bohío central. En uno de los chinchorros estaba una india, un tanto mayor, jugando con nuestro hijo. Seguramente era alguna tía de Kona, puesto que en aquel poblado tan pequeño, todo el mundo estaba emparentado. Cuando el Cacique decía que eran una familia no lo decía sólo por decir. Y yo, de alguna manera y poco a poco, me sentía parte de aquella familia.
Kona cargó al niño, que se veía un poco intranquilo pero al ver a su madre dibujó una inocente sonrisa y le dio un gran abrazo. Yo moría de ganas por despertar ese tipo de reacción en la criatura. Ella jugaba con el bebé y sin quitarle la mirada, comenzó a hablarme:
- Mi padre me ha dicho que los cristianos te iban a dar muerte si te quedabas. ¿Es eso cierto?
- Sí. – Respondí con la ligereza que sólo da la honestidad. – Los cristianos creen sólo en su Dios, y cualquiera que crea en otra cosa no puede recibir sino la muerte.
- ¿Y tú crees en ese Dios?
Me sorprendió un poco la pregunta, pero de alguna manera, sentí que tenía muy clara la respuesta en mi corazón:
- Sí creo en el Dios cristiano. Creo que él ha creado todo lo que está en la Tierra. Y eso incluye a Tierra Firme, y todos los seres que habitan en ella. Si él no quisiera que ustedes vivieran, ¿por qué les habría dado vida? ¿Quién soy yo para quitar lo que él ha dado?
- Los cristianos, dices. – Dijo ella, en tono recriminatorio.- Tú eres uno de ellos. Cuando te tenían en la hoguera decías que eras topey. Me lo dijiste a mí. Me mentiste.
- Sí, y me disculpo por eso. Mentí por la misma razón por la que mentí a los cristianos, porque si decía la verdad me iban a dar muerte. Pero ahora, digo la verdad. Ya no soy uno de ellos. Nací entre ellos, pero he decidido vivir entre ustedes.
Mientras yo hablaba ella besaba al bebé con mucha ternura. Se veía calmada, aunque con cierto aire de melancolía. Cargando a la criatura contra su pecho se acercó hacia mí. Me miraba fijamente.
- Pensé que me habías abandonado.
- Lo siento, pero ahora sabes que no lo hice. En este viaje he abandonado a mucha gente, los he dejado morir. Incluso a mí me abandonaron también, pero… No podía decirte adiós, ni decirle adiós a mi hijo. Estoy cansado de pelear para sobrevivir. Ya sólo quiero vivir y ser feliz, vivir en paz.
Ella bajó la mirada y abrazó al bebé, mientras se alejaba un poco de mí. Yo no entendí su reacción, por lo que procedí a preguntarle:
- ¿Qué ocurre?
- ¿Mi padre no te dijo?
- ¿Qué cosa?
- Que me quiero ir. – Dijo ella, mientras se paseaba con Paquito alrededor de la choza.- Yo también quiero vivir en paz, pero temo que en esta Tierra no se pueda. Cuando mi padre decidió establecerse aquí, quería otra vida para nosotros. Hemos peleado mucho, esperando que cada batalla sea la última y nos dejen en paz, pero ahora temo que ese día nunca llegue. Antes eran los topeyes y los timotes, ahora son los cristianos. Uno no debería criar un hijo en medio de tanta muerte. Nadie debería vivir así.
- Pero, ¿ir a dónde? – Pregunté yo, extrañado de su respuesta titubeante.- ¿Acaso existe un lugar en esta Tierra que no conozca la guerra?
- No lo sé. – Dijo ella.- Pero yo voy a seguir buscándolo. Algún día viviremos en paz.
Yo me acerqué y la besé. Los abracé a los dos con mucha fuerza. Hubo algo en aquel abrazo que hizo que finalmente el niño se siéntese en calma conmigo. Kona se dio cuenta y trató de darle todavía más ánimo:
- ¿Quieres ir con papá? ¿Papá? – Dijo ella, como esperando que el bebé respondiese algo.
- ¿Ya lo dice? – Inquirí yo.
La tristeza volvió a su rostro:
- Preguntó por ti cuando no estuviste. ¿Viste que ya camina?
Yo asentí con la cabeza, también triste.
- Te has perdido de mucho.
Lo sabía, y no había nada que pudiese hacer para reparar el tiempo perdido. Cada momento contaba, y cada momento merecía felicidad. Por eso los abracé y les dije:
- Ya no más.
Y los abracé. Los abracé para más nunca dejarlos ir. Esa era mi familia.
Tolerancia.
Al día siguiente desperté de la mejor manera que alguien puede esperar, rodeado de gente querida. Mi bebé dormía en mi pecho y mi mujer dormía a mi lado. Ellos eran míos y yo era de ellos. Éramos una familia.
Los pájaros cantaban dulcemente, mientras la brisa barría los árboles. Yo quise ponerme de pie, pero no quería que aquel momento terminara. Pude ver cómo los dos dormían plácidamente y yo me sentía pleno y contento. En algún momento Paquito despertó y comenzó a llorar, probablemente con algo de hambre. Kona despertó inmediatamente y actuó como una madre, llevándoselo a los brazos para consolarlo.
Yo también me puse de pie para actuar como buen padre. Fui a encontrarme con los demás guerreros y salimos a buscar comida. Pero ya sabiendo que no cazaríamos y que podíamos cortar palmitos, caminamos por la maleza cercana recogiendo muchas ramas para comer. Y sin mayor contratiempo regresamos al rancherío antes de mediodía, sin habernos alejado mucho.
Para la tarde ya estaba de nuevo con mi esposa y mi hijo. Ahora ella tejía mientras yo me ocupaba del bebé, Estábamos en la tierra, jugando con algún saltamontes que nos habíamos encontrado. Yo se lo mostraba, mientras mi hijo se veía muy interesado. Mi hijo que todavía no me decía “papá”.
- ¡Pa-pá! Vamos, dilo… - Le decía yo con una sonrisa - ¡Papá! – Decía yo en castellano.
A lo lejos, desde aquella choza curandero que me había servido de calabozo, surgió la figura del fortachón. Aquel mismo que antes me había ayudado tanto, y que ahora se mostraba tan distante. No sabía si era porque sentía amenazada su posición en la tribu, o si porque se sentía traicionado por haberme defendido tantas veces. Esa tarde su rostro me volvió a lanzar una mirada suspicaz:
- ¿Estás hablándole en tu lengua?
- Sí. – Respondí yo – Le hablo en castellano.
- Pues, esta no es tu tierra, así que no hables tu lengua. No queremos cristianos aquí.
- Pues, tienen un grave problema, porque yo soy cristiano. Y este niño que está aquí, el nieto del Cacique, también es hijo de un cristiano.
Yo le respondí con cierta altanería mientras me ponía de pie, pero abrazaba al pequeño Paquito para evitar que fuese presa de la furia de aquel fortachón que venía a paso lento pero fuerte. Pisaba la tierra como tratando de hacer un temblor para intimidarme, pero yo no me moví.
Mi tono desafiante se diluyó cuando apareció el vigía, quien se tornó en inesperado aliado, interrumpiendo la conversación:
- ¿Qué haces? – Lo increpó.
- No quiero escuchar esa lengua aquí.
- Suenas muy valiente ahora. – Dijo, con cierto tono burlón - ¿Por qué no dijiste eso hace unas lunas, cuando estaban los soldados cristianos aquí?
El fortachón, un poco insultado, intentó responder con cierta coherencia:
- No lo hice para evitar un enfrentamiento, porque eran muchos.
- Pues, los enfrentamientos no sólo se evitan respetando las costumbres de los que son muchos, sino de todos, aunque sean pocos. – Respondió el vigía.
El indio fortachón pareció querer responder algo, pero no lo hizo. Tal vez se había quedado sin palabras. Se fue como vino, caminando con pasos fuertes; pero ya no se escuchaban amenazantes, sino perezosos. El vigía, en cambio, llegó con paso con paso rápido y me habló directamente, con un tono conciliador que no le había escuchado antes:
- Yo sí quisiera conocer tu lengua. ¿Cómo hacen para comunicarse con dibujos?
Me quedé un poco sorprendido con su pregunta. En Extremadura llegué a ver gente que sabía de la existencia de la escritura, pero jamás se habían molestado en aprenderla puesto que sentían que no la necesitaban en su vida diaria. Ahora, este indio, que no tenía a quién escribir, que ni siquiera tenía dónde escribir, parecía tan emocionado. Me miraba con una sonrisa. Yo, al verlo tan ávido de saber, procedí a decirle lo poco que sabía.
- Hacemos letras, y la combinación de las letras hace un sonido. Así, lo que escribimos se convierte en palabra y nuestras palabras se pueden escribir.
Paquito comenzaba a inquietarse y yo decidí sentarme de nuevo en el piso. El vigía se puso de cuclillas esperando alguna explicación. Yo puse al bebé en el suelo, y él comenzó a gatear cerca. Trató de llevarse tierra a la boca y yo lo detuve. Luego tomé una rama que estaba cerca y comencé a dibujar en el piso. Primera una “P”.
- Esta letra se dice. Pé.
Luego una “A”.
- Esta es Á. Y juntas dicen “pa”.
Luego puse otra P seguida de otra A y dije.
- ¿Ves, Paquito? “Papá”. Es muy fácil.
El vigía dijo “Papá”. Me pidió la rama y comenzó a tratar de imitar mis letras al lado. Justo se acercó el bebé, gateando encima del “Papá” que yo había escrito. Yo reí y en ese momento, como muchos otros, me di cuenta de que era feliz. Pasamos un buen rato allí sentados, haciendo garabatos en la tierra y borrándolos. Al rato vi que Kona se acercaba, me puse de pie y le pedí al vigía que se quedara con Paquito mientras yo hablaba con ella.
Su rostro estaba cruzado por una sonrisa que parecía sostener esperanza. Tenía un aura de felicidad que sólo había visto el día que me dijo que estaba embarazada. ¿Sería que íbamos a tener otro hijo?
- Mi padre ha aceptado. Nos vamos.
Yo me sentía cansado y tenía ganas de quedarme allí por siempre, pero al ver su emoción no pude sino contagiarme. Con una sonrisa en el rostro le pregunté:
- ¿Cuándo?
- Mañana va a anunciarlo a todos. Dejaremos todo atrás y nos iremos por donde sale el sol. Por allá caminaremos a tierras más tranquilas.
Ella me estampó un beso que apenas tuve tiempo de devolver. Me encantaba cuando ella me robaba besos. La abracé con fuerza mientras escuchaba a nuestro niño reír de fondo, luego escuché con más calma y pude entender lo que el Vigía le decía:
- Los topeyes son gente muy mala. Algún día vas a ser un gran guerrero y vas a poder matar uno de ellos.
Yo escuchaba todo esto mientras caminaba hacia él. Kona me seguía, sin entender muy bien el enojo. Yo simplemente le sonreí a mi bebé y lo agarré por los brazos, que él había subido para que lo cargase. El vigía se puse de pie, un poco extrañado por mi comportamiento. Me miró esperando alguna palabra mía, pero yo sólo me di media vuelta y me fui. Él me persiguió:
- ¿No quieres que tu hijo sea un guerrero como tú? – Me dijo.
- ¿Y qué pasa si los topeyes le hacen lo mismo a sus niños? – Dije yo – Si se encuentran en la selva se van a odiar sin haberse jamás conocido.
- Todos hemos crecido con historias así. – Me insistió.
- ¿Y le has funcionado? Si tú quieres criar a tus hijos para la guerra, hazlo. Pero yo voy a criar al mío para la paz.
Me di media vuelta y me fui. El vigía pareció un poco confundido, pero no le vi molesto. En todo caso, no me tenía muy preocupado. En aquel rancherío había muchos indios, algunos me querían y otros, los que menos, me toleraban. Y la tolerancia para mí ya era un tesoro que valía mucho más que aquel que había dejado enterrado en alguna parte de la sierra.
Esa tarde cantamos con las maracas y cenamos yuca y maíz. Luego nos echamos en el chinchorro. Los tres nos acurrucamos ante el frío de aquella noche despejada. A la luz de la luna le di un beso a Kona, esperando con ansias el día siguiente.
Libertad.
Me despertó un ruido, como un grito seco. Abrí los ojos y me sentí incómodo. Sentí un objeto punzante sobre mi pecho derecho.
- ¡Francisco Martín!
Dijo una voz con acento castizo. Habían llegado. Los cristianos estaban aquí.
- ¡Estás loco! – Insistió la voz, con tono asqueado.
Subí la mirada y lo pude ver. Era él, Venegas. Y una docena de hombres más. Me rodeaban con espadas. No había nada que yo pudiese hacer. ¿Y Kona? ¿Y Paquito? ¿Dónde los tendrían? Miré a todos lados. Cristianos con armaduras, y algunos indios a los lejos, que veían con horror lo que ocurría. Pero nadie parecía herido. Nadie resistía. No habían venido a matar a nadie. Habían venido por mí.
- Dijiste que renunciabas a estas costumbres bárbaras, pero habéis mentido. ¡Eres un hereje!
Yo subí las manos. No tenía nada que responder. Sólo podía rendirme. No había manera de luchar contra tanto odio cegado por una religión. Nada que hacer. Sólo ponerme de pie y esperar que la situación no se saliese de control.
- Está bien. Calma.
Finalmente salí de la hamaca, viendo a todos lados. Entre el grupo de indios, a lo lejos, pude ver a Kona y Paquito. No sobresalían, ningún soldado los tenía apuntados. No sabían quiénes eran. No sabían que eran mi familia, mi futuro, mi mayor riqueza. Las dos personas que más amaba en este mundo, y con quienes quería pasar el resto de mis días. Pero ahora la guerra y el cristianismo en el que tanto creí, me lo arrebataban todo. Venegas, con su voz ronca y recriminadora, ya no me parecía un guía fuerte e iluminado por Nuestro Señor; no era más que un viejo ignorante y pobre de espíritu.
Y me daba rabia. Me daba rabia estar bajo el comando de alguien tan ignorante que permitiese que sus fanatismo me condenara a mí a vivir lejos de los míos. A tener que renunciar a todo. No estaba dispuesto a hacerlo:
- ¿Qué les importa a ustedes? – Dije, desafiante
- Tú eres un hombre de Cristo. ¿Cómo queréis que te dejemos entre estos salvajes? ¡Vas a ir al infierno!
- ¿Y si esa es mi elección? Dios dice que tenemos libre albedrío. Si él respeta mi libertad, ¿por qué ustedes no?
Los soldados respondieron con un suspiro de incredulidad ante mi respuesta. Seguía con mis manos arriba, pero avanzaba hacia él. Venegas dio algunos pasos hacia atrás, aunque lleno de cólera.
- ¿Cómo osas decir que elijes la herejía? – Dijo él, cegado por su dogma.
- Pues, que es mi vida y yo elijo cómo vivirla. Y yo elijo vivir aquí.
Venegas hizo una seña y los soldados bajaron las espadas:
- Pues, tú eres un soldado y tienes la orden de regresar.
Los soldados movieron sus armaduras para tomarme de los brazos.
- No. – Dije, sin poder creer que me trataban como un loco.
Traté de sacudirme. Me retorcía, pero los hombres comenzaron a agarrarme fuerte. Sentí que comenzaban a inmovilizarme. Así terminaba todo para mí. “¡No! ¡Dejadme!”, seguía gritando, implorando una piedad que sabía que no existía en aquellas gentes. Los soldados me tomaban fuerte, comenzando a hacerme daño. Yo trataba con todas mis fuerzas de zafarme.
- ¡Suéltenme, por el amor de Dios! – Grité.
- ¿Qué vais a hablar tú de Dios, hereje?
Fue lo último que escuché antes de sentir un golpe metálico en mi cabeza. Tan fuerte fue que mi cuerpo lanzó un espasmo y los hombres me dejaron caer sobre la tierra. Era Venegas que me había dado con la espada en la sien. Subí la mano para tocar la herida mortal, pero no había nada. Me habría dado de plano o con el mango del arma. No podía pararme, estaba en el suelo, vencido y golpeado. Y a lo lejos escuché a mi niño:
- ¡Papá! ¡Papá!
Me volví hacia la criatura, que daba pasos apresurados hacia donde estaba yo. Kona corrió a tomarlo, pero ya era tarde. Venegas abrió los ojos como si se fuesen a salir de su rostro. Estaba horrorizado. Tomó su espada con fuerza y comenzó a marchar hacia Kona.
- ¡No! ¡Son mi familia! ¡Son mi familia! – Comencé a llorar - ¡Por Dios, son mi familia! ¡No los matéis!
Pero Venegas no escuchaba. Avanzó decidido, con esa actitud implacable que sólo un fanático puede ser. Y empuñó su espada y luego… Se quedó allí. Amenazante. Tal vez pensando en la tregua que tenía con los pemenos. Tal vez pensando en no repetir los errores de Alfínjer. Pero allí quedó, congelado. No hizo nada. Sólo vio a los indios con desprecio y se dio media vuelta hacia mí.
- ¡Traigan a este hereje!
Yo estaba en el piso, llorando. Sabía que ya no podría ser. Que mis sueños de paz en Tierra Firme no serían realidad. Los soldados me levantaron para cargarme cuando me volví y le hablé a Kona en Pemeno, casi gritando:
- Todo va a estar bien. Cuida mucho a Paquito. No te detengas por mi. Sigue caminando.
No les pude dar un beso de despedida a mi esposa ni a mi hijo. Me fui arrastrado por la barbarie de la civilización. Pero no podía hacer más. Puse mis pies en el suelo y comencé a caminar. No podía pelear, tenía que renunciar a lo que quería para que los míos pudiesen tener la oportunidad de vivir mejor. Y las lágrimas me corrían por los ojos cuando pensaba que mi familia estaba allí mismo, pero probablemente más nunca los podría volver a ver. Tenía que seguir marchando, como había hecho tantas veces; como había que hacer siempre. Seguir marchando, aunque todo estuviese perdido.