Mao no quiso entrar en el tema: «No quiero meterme a fondo en estas cuestiones problemáticas». Apuntó que iban a tratarse con el primer ministro.

¿Qué pretendía transmitir, pues, Mao con aquel diálogo aparentemente lleno de divagaciones? Puede que los mensajes más importantes fueran los que no se pronunciaron. En primer lugar, después de décadas de recriminaciones mutuas sobre Taiwan, en realidad no surgió el tema. El resumen de lo que se trató es el que sigue:

MAO: A nuestro viejo amigo común, el generalísimo Chiang Kai-shek, no le parece bien. Nos llama malhechores comunistas. Hace poco ha publicado un discurso. ¿Lo ha leído?

NIXON: Chiang Kai-shek llama malhechor al presidente. ¿Cómo llama a Chiang Kai-shek el presidente?

ZHOU: Normalmente hablamos de ellos llamándolos la camarilla de Chiang Kai-shek. En los periódicos, a veces lo llamamos malhechor; y a nosotros, ellos también nos llaman malhechores. En fin, nos insultamos mutuamente.

MAO: En realidad, la historia de nuestra amistad con él es mucho más larga que la de la amistad de ustedes con él.²³

Ni amenazas, ni peticiones, ni plazos límite, ni referencias al bloqueo. Después de una guerra, dos enfrentamientos militares y 136 reuniones de embajadores sin ningún tipo de avance, la cuestión de Taiwan había perdido urgencia. Era algo que se dejaba a un lado, al menos por el momento, tal como había sugerido Zhou en la primera reunión secreta.

En segundo lugar, Mao quería dejar claro que Nixon era bienvenido en China. La foto lo había dejado patente. En tercer lugar, Mao estaba impaciente por eliminar cualquier amenaza de su país contra Estados Unidos:

En estos momentos, la cuestión de la agresión de Estados Unidos o de la agresión de China es relativamente poco importante; o sea, podría decirse que no es una cuestión básica, porque actualmente no estamos en una situación de guerra entre nuestros dos países. Podrían retirar parte de sus tropas en su país; las nuestras no salen al exterior.24

La críptica frase de que los soldados chinos permanecían en su país despejó las preocupaciones de que Vietnam pudiera acabar como Corea, con una intervención masiva por parte de China.

En cuarto lugar, Mao quería poner de relieve que había topado con escollos en su apertura hacia Estados Unidos, pero que los había salvado. Brindó un irónico epitafio a Lin Biao, que había huido de la capital en septiembre de 1971 en un avión militar que se había estrellado en Mongolia, tras un supuesto golpe de Estado frustrado:

En nuestro país también existe un grupo reaccionario que se opone a nuestro contacto con ustedes. Acabaron huyendo al extranjero en un avión. [...] En cuanto a la Unión Soviética, ellos fueron quienes desenterraron los cadáveres, pero no se pronunciaron sobre el tema.25

En quinto lugar, Mao era partidario de acelerar la cooperación bilateral y pidió con insistencia conversaciones técnicas sobre el tema:

Nosotros somos también estrictos a la hora de abordar las cuestiones. Ustedes querían, por ejemplo, algún intercambio de personas en el ámbito personal, cosas de este tipo; también negocios. Pero en lugar de ello seguimos, erre que erre, con la postura de que sin resolver los asuntos importantes no hay nada que hacer con los secundarios, yo me mantuve en esta posición. Más tarde vi que tenían razón y jugamos al tenis de mesa.26

En sexto lugar, Mao puso el acento en su buena voluntad personal hacia Nixon, en el ámbito personal y también porque dijo que prefería tener tratos con gobiernos de derechas, pues los consideraba más de fiar. Mao, el artífice del Gran Salto Adelante y de la Campaña Antiderechista, hizo el sorprendente comentario de que «votaba a favor» de Nixon, y dijo que se sentía «relativamente feliz cuando subía al poder la derecha» (al menos en Occidente):

NIXON: Cuando el presidente dice que vota a mi favor, vota por lo menos malo.

MAO: Me gustan los derechistas. Se dice que ustedes son derechistas, que el Partido Republicano está a la derecha, que el primer ministro Heath27 también es de derechas.

NIXON: Y el general De Gaulle.28

MAO: De Gaulle es una cuestión distinta. Dicen también que el Partido Democratacristiano de Alemania occidental es asimismo de derechas. En cierto modo, me complace que la derecha llegue al poder.29

Hizo notar, no obstante, que si los demócratas accedían al poder en Washington, China también establecería contacto con ellos.

Al principio de la visita de Nixon, Mao estaba preparado para comprometerse en la dirección que implicaba esta, aunque por el momento no en los detalles de las negociaciones específicas que iban a dar comienzo. No estaba claro si surgiría una fórmula para Taiwan (las demás cuestiones básicamente se habían decidido). De todas formas, estaba dispuesto a refrendar una importante agenda de cooperación en las quince horas de diálogo que se habían programado entre Nixon y Zhou. En cuanto se hubo establecido la dirección básica, Mao aconsejó paciencia y escurrió el bulto por si no llegábamos a un consenso para el comunicado. En vez de considerar el revés como un fracaso, el dirigente comunista mantuvo que había de servir de acicate para impulsar un nuevo esfuerzo. El plan estratégico inminente pasó por encima del resto de los problemas, incluso del bloqueo sobre Taiwan. Mao aconsejó a las dos partes no arriesgar demasiado en una ronda de negociaciones:

Es positivo hablar y lo es también aunque no surjan acuerdos, porque ¿qué sacamos de permanecer en un punto muerto? ¿Por qué tenemos que ser capaces de conseguir resultados? La gente dirá [...] si fracasamos la primera vez, ¿se preguntarán por qué no lo hemos logrado a la primera? La única explicación será que hemos optado por la vía equivocada. ¿Qué van a decir si lo conseguimos a la segunda?30

Dicho de otro modo, aunque por alguna razón imprevista se estancaran las conversaciones que iban a iniciarse, China perseveraría hasta llegar al resultado deseado de colaboración estratégica con Estados Unidos en el futuro.

Cuando la reunión estaba a punto de terminar, Mao, el profeta de la revolución permanente, recalcó al presidente de la hasta entonces vilipendiada sociedad imperialista-capitalista que la ideología ya no venía al caso en las relaciones entre los dos países:

MAO: [Señalando al doctor Kissinger] «Aproveche la hora y aproveche el día». Creo que, por regla general, las personas como yo parecemos cañones [carcajadas de Zhou.] Es decir, algo así como «el mundo tiene que unirse y derrotar al imperialismo, al revisionismo y a todos los reaccionarios y establecer el socialismo».³¹

Mao se rió a mandíbula batiente de la insinuación de que todo el mundo podía haberse tomado en serio una consigna que llevaba décadas pintada en los lugares públicos de todo el país. Acabó su intervención con un comentario especialmente irónico, socarrón y tranquilizador:

Pero tal vez usted, como persona, no estará entre los derrocados. Se comenta que él [el doctor Kissinger] también se encuentra entre los que no van a ser derrocados a título personal. Y si lo son todos ustedes, no van a quedarnos amigos.³²

Garantizada así nuestra seguridad personal a largo plazo y certificada la base no ideológica de nuestra relación por la máxima autoridad en el tema, las dos partes iniciaron un período de cinco días de diálogo y banquetes, que intercalaron con algún viaje turístico.

EL DIÁLOGO ENTRE NIXON Y ZHOU

Las cuestiones básicas se dividieron en tres categorías, y en la primera se situaron los objetivos a largo plazo de las dos partes, así como su colaboración contra los poderes hegemónicos, una forma de decir la Unión Soviética sin tener que pasar por el desagradable trago de nombrarla. Iban a ocuparse de ellas Zhou y Nixon, junto con un reducido grupo de colaboradores, en el que me encontraba también yo. Nos reunimos todas las tardes, como mínimo durante tres horas.

En segundo lugar, se organizó un foro para tratar el tema de la cooperación económica y los intercambios científicos y técnicos dirigido por los ministros de Asuntos Exteriores de las dos partes. Por último, se constituyó un grupo de redacción para el comunicado final encabezado por el viceministro de Asuntos Exteriores Qiao Guanhua y yo mismo. Las reuniones de preparación del documento se celebraron de noche, después de los banquetes.

Las reuniones entre Nixon y Zhou fueron algo insólito entre jefes de gobierno (Nixon, por supuesto, era también jefe de Estado) por el hecho de que en ellas no se tocó ninguna cuestión del momento; estas se dejaron al albedrío del grupo de redacción del comunicado y del de ministros de Asuntos Exteriores. Nixon se centró en situar una hoja de ruta conceptual de Estados Unidos ante su homólogo. Dado el punto de partida de las dos partes, era importante que nuestros interlocutores chinos tuvieran una guía seria y fidedigna de los objetivos estadounidenses.

Nixon era una persona con una preparación extraordinaria para esta función. Como negociador, su poca disposición a entrar en enfrentamientos cara a cara —en efecto, su forma de eludirlos— llevaba en general a una cierta imprecisión y ambigüedad. Sabía resumir a la perfección. De los diez presidentes de Estados Unidos que he conocido, él ha sido el que ha demostrado una comprensión más cabal de las tendencias internacionales a largo plazo. Aprovechó las quince horas de reuniones con Zhou para presentarle una perspectiva de las relaciones entre Estados Unidos y China y sus consecuencias en los asuntos mundiales.

Mientras me encontraba camino de China, Nixon había comunicado a grandes rasgos su perspectiva al embajador estadounidense en Taipei, a quien tocaría luego la desagradable tarea de explicar a sus anfitriones que a partir de entonces Estados Unidos cambiaría el eje de su política china: lo pasaría de Taipei a Pekín:

Debemos tener en mente, y ellos [Taipei] tienen que estar preparados para la realidad de que seguiremos con una relación gradualmente más normalizada con la otra China, la del continente. Es algo que exigen nuestros intereses. Y no es porque nos gusten, sino porque están ahí [...] y porque la situación mundial ha cambiado de una forma tan drástica.³³

Nixon había previsto que, a pesar del caos y las privaciones que vivía China, las excepcionales cualidades de su pueblo a la larga impulsarían el país hacia la primera línea de las potencias mundiales:

Pues parémonos a pensar qué podría suceder si cualquier país con un sistema de gobierno decente tomara el control de este territorio continental. ¡Dios mío! [...] No existiría potencia en el mundo capaz... Me refiero a que pones a 800 millones de chinos a trabajar en un sistema decente [...] y se convierten en la primera potencia del mundo.34

Aquellos días en Pekín, Nixon se encontraba como pez en el agua. Independientemente de su arraigada opinión negativa sobre el comunismo como sistema de gobierno, no había ido a China a convertir a sus dirigentes a los principios de la democracia y la libre empresa estadounidenses, pues lo consideraba una tarea inútil. Lo que persiguió a lo largo de toda la guerra fría fue un orden internacional estable para un mundo atestado de armamento nuclear. Así, en su primera reunión con Zhou, rindió homenaje a la sinceridad de los revolucionarios, cuyo éxito él mismo había denigrado anteriormente como un fallo de las señales en la política estadounidense: «Sabemos que cree firmemente en sus principios, y nosotros creemos firmemente en los nuestros. No le pedimos que ceda en los suyos, de la misma forma que no va a pedirnos que cedamos en los nuestros».35

Nixon reconoció que en el pasado sus principios le habían llevado —al igual que a muchos de sus compatriotas— a defender políticas contrarias a los objetivos chinos. Pero el mundo había cambiado y los intereses de Estados Unidos exigían que Washington se adaptara a estos cambios:

Comoquiera que yo había estado en la administración de Eisenhower, en aquella época había tenido opiniones parecidas a las de Dulles. Pero desde entonces el mundo había cambiado, como tenía que cambiar también la relación entre la República Popular y Estados Unidos. Como dijo el primer ministro en una reunión con Kissinger, el timonel tiene que surcar las olas, de lo contrario se hundirá en la marea.36

Nixon propuso basar la política exterior en la reconciliación de intereses. Siempre y cuando se apreciara claramente el interés nacional y que este tuviera en cuenta los intereses mutuos de estabilidad, o al menos de evitar la catástrofe, aquello podía abrir el camino de la previsibilidad en las relaciones entre China y Estados Unidos:

Aquí, el primer ministro sabe, y yo también sé, que la amistad —que tengo la impresión de que mantenemos a título personal— no puede constituir la base en la que pueda apoyarse una relación establecida. [...] Como amigos, podemos ponernos de acuerdo sobre un tipo de lenguaje, pero a menos que se satisfagan nuestros intereses personales poniendo en práctica las decisiones tomadas en este lenguaje, poco habremos avanzado.37

Para un planteamiento de aquel tipo, la franqueza era la condición previa para la auténtica colaboración. Tal como dijo Nixon a Zhou: «Es importante que lleguemos a la franqueza total y establezcamos que ninguno de nosotros hará nada si no considera que es en interés de uno y otro».38 Los críticos de Nixon condenaban a menudo este tipo de declaraciones, tachándolas de egoístas. Los dirigentes chinos, en cambio, se referían a ellas con frecuencia como garantía de la fiabilidad estadounidense, pues las consideraban precisas, dignas de confianza y recíprocas.

Sobre esta base, Nixon planteó un razonamiento pensado para una función duradera de su país en Asia, a pesar de la retirada del grueso de las fuerzas estadounidenses de Vietnam. Lo insólito era que lo presentara como de interés mutuo. La propaganda china había atacado durante años la presencia de Estados Unidos en la zona calificándola de opresión colonialista y había llamado al «pueblo» a levantarse contra ella. Pero en Pekín, Nixon insistió en que los imperativos geopolíticos traspasaban los límites de la ideología, como daba testimonio de ello su propia presencia en la capital. Con un millón de soldados soviéticos en la frontera septentrional de China, Pekín no podía basar su política exterior en consignas sobre la necesidad de acabar con «el imperialismo estadounidense». Antes del viaje me había insistido sobre el papel determinante a escala mundial que ejercía Estados Unidos:

No podemos pedir demasiadas disculpas sobre la función de nuestro país en el mundo. No lo pudimos hacer en el pasado, no lo podemos hacer en el presente, ni en el futuro. No nos podemos mostrar excesivamente abiertos respecto a lo que hará Estados Unidos. En otras palabras, darnos golpes de pecho, ponernos cilicios y empezar con que vamos a retirarnos, vamos a hacer esto, lo otro y lo de más allá. Porque considero que lo que tenemos que decir es: «¿A quién amenaza Estados Unidos? ¿Quién preferiríais que ejerciera esta función?».39

Es difícil aplicar la invocación del interés nacional en su forma absoluta, como la planteada por Nixon, como único concepto capaz de organizar el orden internacional. Las condiciones con las que se define el interés nacional son demasiado distintas y las fluctuaciones en la interpretación tienen una importancia excesiva para proporcionar una guía de conducta fiable. En general, hace falta una cierta coherencia en los valores que proporcione un elemento de moderación.

Cuando China y Estados Unidos iniciaron los contactos tras un paréntesis de veinte años, lo hicieron con unos valores distintos, por no decir opuestos. Con todas sus dificultades, un consenso sobre interés nacional constituía el elemento más significativo de moderación con el que podía contarse. La ideología podía llevar a las dos partes a la confrontación y fomentar pruebas de fuerza alrededor de una amplia periferia.

¿Era suficiente el pragmatismo? Es algo que puede intensificar choques de intereses, de la misma forma que es capaz de solucionarlos. Cada lado conoce mejor sus objetivos que los del otro. Según la solidez de la postura interior de cada cual, la oposición interior puede utilizar las concesiones necesarias desde el punto de vista pragmático como demostración de debilidad. Así pues, existe la tentación constante de doblar la apuesta. En los primeros contactos con China, la cuestión que se planteaba era hasta qué punto eran o podían ser coherentes las definiciones de los intereses. Las conversaciones entre Nixon y Zhou proporcionaron el marco de la coherencia, y el puente que llevaría a ella era el comunicado de Shanghai y su tan debatido párrafo sobre el futuro de Taiwan.

EL COMUNICADO DE SHANGHAI

Los comunicados suelen ser perecederos. Definen más un estado de ánimo que una dirección. No fue este el caso, sin embargo, del comunicado que resumió la visita de Nixon a Pekín.

Los dirigentes tienden a crear la impresión de que los comunicados nacen directamente de sus cabezas y de las conversaciones que mantienen con sus homólogos. Suelen fomentar la idea de que redactan y deciden hasta la última coma de sus escritos. No obstante, los estadistas con experiencia y juicio saben que no es así. Nixon y Zhou eran conscientes del peligro de obligar a los dirigentes a concluir pactos durante los cortos períodos de una cumbre. En general, las personas tenaces —no estarían donde están si no lo fueran— tienen problemas por resolver los estancamientos cuando el tiempo apremia y los medios de comunicación insisten. Como consecuencia, los diplomáticos suelen acudir a las reuniones importantes con los comunicados casi listos.

Nixon me mandó a Pekín en octubre de 1971 —en una segunda visita— con este objetivo en mente. En los intercambios subsiguientes se decidió que el nombre en clave del citado viaje sería Polo II, puesto que después de poner Polo I al primer viaje secreto, nos fallaba la imaginación. El principal objetivo del Polo II era el de ponernos de acuerdo en un comunicado que pudieran aprobar los dirigentes chinos y el presidente cuando, cuatro meses más tarde, se diera por finalizada la visita de Nixon.

Llegamos a Pekín en un momento de convulsiones en la estructura gubernamental china. Unas semanas antes habían acusado al sucesor de Mao, Lin Biao, de una conspiración cuyas dimensiones nunca se rebelaron oficialmente. Existen distintas versiones de los hechos. La imperante a la sazón era que Lin Biao, el recopilador del Pequeño Libro Rojo de las frases de Mao, parecía haber decidido que la seguridad del país se garantizaría mejor con la vuelta a los principios de la Revolución Cultural que con las maniobras que se llevaban a cabo con Estados Unidos. Se apuntó también sobre este punto que Lin se oponía a Mao desde una perspectiva próxima a la posición de Zhou y Deng y que su fanatismo ideológico respecto al exterior no era más que una táctica defensiva.40

Los vestigios de la crisis seguían en el aire cuando mi equipo y yo llegamos a Pekín el 20 de octubre. Durante el desplazamiento desde el aeropuerto vimos carteles con la típica consigna de «Abajo el capitalismo imperialista estadounidense y sus lacayos». Algunos estaban en inglés. En las habitaciones del pabellón de huéspedes encontramos también panfletos sobre temas similares. Pedí a mi ayudante que los recogiera y los devolviera al jefe de protocolo chino, alegando que los ocupantes anteriores los habían dejado allí.

Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores en funciones que me acompañó al Gran Salón del Pueblo, donde tenía que entrevistarme con Zhou, tomó nota de la violenta situación. Me señaló un cartel que habían colocado sobre uno de los que resultaban ofensivos y rezaba en inglés: «Bienvenidos al campeonato afroasiático de ping-pong». Vimos otros muchos que habían sido pintados por encima. Zhou comentó como de pasada que teníamos que observar la práctica china y no fijarnos en sus «cañones sin munición» retóricos, un anuncio de lo que iba a comentar Mao a Nixon meses después.

La discusión sobre el comunicado empezó de una forma bastante convencional. Yo mismo propuse un borrador que había preparado junto con mi equipo, ya aprobado por Nixon. En él, ambas partes afirmaban su lealtad a la paz y pedían colaboración sobre los temas más destacados. La parte dedicada a Taiwan estaba en blanco. Zhou aceptó el borrador como base para la discusión y prometió presentar a la mañana siguiente las modificaciones y las alternativas chinas. Todo seguía el proceso convencional de redacción de un comunicado.

No así lo que sucedió después. Mao intervino para ordenar a Zhou que dejara el redactado de lo que denominó un «comunicado del género tonto». A pesar de que calificara de «cañones sin munición» sus exhortaciones sobre la ortodoxia comunista, no estaba preparado para abandonarlas como directrices para los cuadros comunistas. Dio instrucciones a Zhou de que preparara un comunicado que replanteara la ortodoxia comunista como postura china. Dijo que los estadounidenses podían exponer su punto de vista si así lo deseaban. Mao había basado su vida en la idea de que la paz solo podía surgir de la lucha, que no era un fin en sí. A China no le importaba reconocer sus diferencias con Estados Unidos. El borrador de Zhou (y mío) era aquel tipo de banalidad que habrían firmado los soviéticos, aunque sin convicción, y que nunca habrían puesto en práctica.41

En la presentación, Zhou siguió las instrucciones de Mao. Expuso un proyecto de comunicado en el que constaba la postura china con un lenguaje intransigente. Había en él unas páginas en blanco para que nosotros dejáramos constancia de nuestro punto de vista, que se esperaba que fuera tan contundente como el de ellos. Incluía también un apartado final reservado a posturas comunes.

Al principio aquello me desconcertó. Pero al reflexionarlo, me di cuenta de que aquella forma no ortodoxa parecía resolver los problemas de las dos partes. Cada cual podía reafirmar sus convicciones básicas, con lo que tranquilizaría a sus respectivos pueblos y a sus incómodos aliados. Las diferencias se habían hecho patentes durante veinte años. El contraste iba a destacar los acuerdos a los que se había llegado y así serían mucho más creíbles las conclusiones positivas. Al no tener posibilidades de consultar con Washington, puesto que no disponíamos de representación diplomática, ni de una comunicación segura y adecuada, confié en las ideas de Nixon a la hora de seguir adelante.

Así, un comunicado que vio la luz en China y publicaron los medios de comunicación de este país permitió que Estados Unidos declarara su compromiso por «la libertad individual y el progreso social de todos los pueblos del mundo»; que anunciara sus estrechos vínculos con los aliados de Corea del Sur y Japón, y que articulara una perspectiva sobre el orden internacional que rechazara la infalibilidad de cualquier país y permitiera que todas las naciones se desarrollaran sin interferencias extranjeras.42 El redactado chino del comunicado era, evidentemente, igual de expresivo en las perspectivas opuestas. No podía constituir una sorpresa para la población china: lo habían oído y visto constantemente en los medios de comunicación. Ahora bien, con la firma de un documento que incluía ambos puntos de vista, cada parte iniciaba efectivamente una tregua ideológica y ponía de relieve los puntos de convergencia en sus planteamientos.

El más significativo de ellos, con mucho, era el apartado sobre la hegemonía, que precisaba:

Ni una parte ni otra debe pretender alcanzar la hegemonía en la región asiática del Pacífico y ambas se oponen a los empeños de cualquier otro país o grupo de países por establecer dicha hegemonía.43

Se habían creado alianzas con mucho menos que esto. Pese al estilo ampuloso, la conclusión resultaba contundente. Los países que medio año antes eran enemigos declarados anunciaban su posición conjunta a la expansión de la esfera soviética. Aquello constituía una verdadera revolución diplomática, puesto que el paso siguiente iba a centrarse, inevitablemente, en encontrar una estrategia para responder a las ambiciones soviéticas.

Esta estrategia se mantendría dependiendo de los progresos que se consiguieran en Taiwan. Cuando se había abordado este tema en el viaje de Nixon, las partes ya habían estudiado la cuestión, empezando en los días de la visita secreta, siete meses antes.

Las negociaciones habían llegado al punto en que el diplomático puede elegir. Una de las tácticas —en efecto, el enfoque tradicional— consiste en perfilar la postura de máximos e irla rebajando poco a poco hasta un nivel que se considere al alcance. Se trata de una táctica muy valorada por los negociadores impacientes por proteger su posición nacional. De todas formas, si bien puede parecer «duro» empezar con un conjunto de peticiones límite, el proceso conlleva un debilitamiento progresivo, propiciado por el abandono del impulso inicial. En ella, la otra parte siente la tentación de atrincherarse en cada estadio para comprobar qué da de sí la siguiente modificación y convertir el proceso de negociación en una prueba de resistencia.

En lugar de primar el proceso frente a lo esencial, es preferible formular las primeras propuestas lo más ajustadas posible a lo que uno considera que sería el resultado más sostenible, y con lo de «sostenible» me refiero en abstracto a lo que las dos partes tienen interés en mantener. Esto representó un reto específico respecto a Taiwan, cuestión en la que los dos países mantenían un margen de concesión bastante limitado. Así pues, nosotros desde el principio expusimos las perspectivas sobre Taiwan que consideramos necesarias para una evolución constructiva. Nixon las propuso el 22 de febrero en forma de cinco principios extraídos de los intercambios anteriores en mis reuniones de julio y octubre. Eran globales y al mismo tiempo constituían el límite de las concesiones estadounidenses. Habría que avanzar en el futuro partiendo de este marco. He aquí los cinco principios: afirmación de la política de una sola China; de que Estados Unidos no iba a apoyar los movimientos internos de independencia de Taiwan; de que Estados Unidos desaconsejaría cualquier avance japonés hacia Taiwan (una cuestión, teniendo en cuenta la historia, que preocupaba especialmente a China); apoyo a todas las resoluciones pacíficas a las que llegaran Pekín y Taipei, y compromiso de seguir con la normalización.44 El 24 de febrero, Nixon expuso la posible evolución en el ámbito nacional de la cuestión de Taiwan, mientras Estados Unidos impulsaba estos principios. Afirmó que tenía la intención de concluir el proceso de normalización durante su segundo mandato y de retirar los soldados estadounidenses de Taiwan durante dicho período, si bien advirtió de que no estaba en posición de adoptar compromisos formales. Zhou respondió que ambas partes tenían «dificultades» y que no existía un «límite de tiempo».

Así pues, con los principios y el pragmatismo en un equilibrio precario, Qiao Guanhua y yo redactamos la sección que quedaba del comunicado de Shanghai. El pasaje clave contenía tan solo un párrafo, pero tardamos casi dos noches enteras en dejarlo listo. Así quedó redactado:

La parte de Estados Unidos declara: Estados Unidos reconoce que todos los chinos de un lado y otro del estrecho de Taiwan afirman que no hay más que una China y que Taiwan forma parte de ella. El gobierno de Estados Unidos no discute esta postura. Reafirma su interés en un acuerdo pacífico sobre la cuestión de Taiwan llevado a cabo por los propios chinos. Teniendo en cuenta esta perspectiva, ratifica el objetivo final de la retirada de todas las fuerzas e instalaciones militares estadounidenses de Taiwan. Mientras tanto, irá reduciendo las fuerzas e instalaciones militares de Taiwan a medida que disminuya la tensión en la zona.45

Este párrafo daba por concluidas unas cuantas décadas de guerra civil y animadversión con un principio general positivo que podían suscribir Pekín, Taipei y Washington. Estados Unidos resolvía la política de una sola China reconociendo las convicciones de los chinos de uno y otro lado de la línea divisoria. La flexibilidad de la fórmula permitió a Estados Unidos pasar del «reconocimiento» al «apoyo» a su postura en las décadas siguientes. Se había dado la oportunidad a Taiwan de desarrollarse en el ámbito económico y en el interno. China lograba el reconocimiento de su «interés básico» en una relación política entre Taiwan y el continente. Estados Unidos declaraba su interés por una resolución pacífica.

A pesar de las tensiones ocasionales, el comunicado de Shanghai ha cumplido con su cometido. En los cuarenta años transcurridos desde su firma, ni China ni Estados Unidos han permitido que se interrumpa el curso de su relación. Ha sido un proceso delicado y en alguna ocasión tenso; a lo largo de él, Estados Unidos ha dejado sentada su perspectiva sobre la importancia de un acuerdo pacífico, y China su convicción de que la unificación final es imperativa. Una parte y otra han actuado con circunspección y han intentado ahorrarse mutuamente una prueba de voluntad o de fuerza. China ha invocado principios básicos, pero se ha mostrado flexible respecto a la planificación de su puesta en práctica. Estados Unidos se ha mantenido pragmático, ha avanzado caso por caso, a veces bajo la fuerte influencia de la presión interior. En general, Pekín y Washington han dado prioridad a la importancia primordial de la relación chino-estadounidense.

Ahora bien, no hay que confundir un modus vivendi con una situación permanente. Ningún dirigente chino ha dejado de insistir en la unificación final, ni puede esperarse que lo haga. Tampoco es probable que ningún dirigente estadounidense abandone la convicción de que el proceso tiene que ser pacífico o que cambie la perspectiva del país sobre este tema. Hará falta habilidad política para evitar desviarse hacia un punto en el que las dos partes se sientan obligadas a poner a prueba la firmeza y la naturaleza de las convicciones del otro.

LAS CONSECUENCIAS

El lector no debe perder de vista que el tipo de protocolo y de hospitalidad descritos han evolucionado mucho desde aquella época. Curiosamente, la hospitalidad de los primeros dirigentes comunistas era más parecida a la de la tradición imperial china que la que se practica actualmente, menos elaborada, con menos brindis y menos efusividad por parte del gobierno. Lo que no ha experimentado cambio significativo alguno es la minuciosa preparación, la complejidad en la argumentación, la capacidad de planificar a largo plazo y la sutil percepción de lo intangible.

La visita de Nixon a China constituye una de las pocas ocasiones en las que una visita de Estado estableció un cambio fundamental en los asuntos internacionales. La reincorporación de China al juego diplomático mundial y el aumento de las opciones estratégicas para Estados Unidos inyectaron nueva vitalidad y flexibilidad al sistema internacional. A la visita de Nixon le siguieron otras también importantes de mandatarios de otras democracias occidentales y de Japón. La adopción de las cláusulas contra la hegemonía en el comunicado de Shanghai se tradujo en un cambio de facto en las alianzas. Si bien en un principio quedó limitada a Asia, la labor se amplió un año después y llegó a incluir el resto del mundo. Las consultas entre China y Estados Unidos llegaron a un grado de intensidad poco corriente incluso entre aliados formales.

Durante unas semanas se respiró una atmósfera de júbilo. Muchos estadounidenses dieron la bienvenida a la iniciativa china de permitir que su país volviera a la comunidad de naciones a la que había pertenecido originariamente (lo que era cierto) y consideraron la nueva situación como algo permanente en la política internacional (y no era así). Ni Nixon, escéptico por naturaleza, ni yo olvidamos que la política china descrita en anteriores capítulos se había llevado adelante con la misma convicción que la de aquellos momentos, ni que los dirigentes que nos recibían con tanta gentileza y elegancia hacía poco que se habían mostrado igual de insistentes y convincentes en su forma de proceder diametralmente opuesta. Tampoco podía darse por supuesto que Mao, o sus sucesores, iban a abandonar las convicciones de toda una vida.

La dirección de la política china en el futuro sería guiada por la ideología y el interés nacional. Lo que consiguió la apertura hacia China fue la oportunidad de aumentar la colaboración en los casos en los que los intereses eran compatibles y moderar las diferencias existentes. En el momento del acercamiento, la amenaza soviética había proporcionado el impulso, pero existía el reto más profundo de creer en la colaboración a lo largo de los años para que una nueva generación de dirigentes se sintiera motivada por las mismas necesidades. Por otra parte, había que fomentar el mismo tipo de evolución en la parte estadounidense. La recompensa de la aproximación entre China y Estados Unidos no sería una situación de amistad eterna o una armonía en los valores, sino un reajuste en el equilibrio mundial que exigiría un cuidado constante y que tal vez, con el tiempo, reportaría un mayor equilibrio en los principios.

En este proceso, cada parte sería el guardián de sus propios intereses. Y cada cual intentaría utilizar al otro como elemento de presión en sus relaciones con Moscú. Mao nunca se cansó de insistir en que el mundo no iba a permanecer estático, en que la contradicción y el desequilibrio eran leyes de la naturaleza. Sobre este punto de vista, el Partido Comunista de China publicó un documento en el que describía la visita de Nixon como un ejemplo de la «utilización de las contradicciones, la división de los enemigos y el realce del propio papel de China».46

¿Algún día los intereses de las dos partes podrían llegar a coincidir del todo? ¿Serían capaces de apartarse lo suficiente de sus ideologías imperantes para evitar el malestar de las emociones encontradas? La visita de Nixon a China había abierto la puerta para abordar estos retos, que aún siguen en pie.

10

La semialianza

Conversaciones con Mao

El viaje secreto a China restableció la relación chino-estadounidense. Con la visita de Nixon se inició un período de colaboración estratégica. Pero si bien fueron surgiendo los principios de esta colaboración, quedó por establecer el marco en el que tenían que aplicarse. El redactado del comunicado de Shanghai implicaba un tipo de alianza. La realidad de la independencia de China dificultó la relación entre la forma y el contenido.

Las alianzas han existido desde que la historia guarda constancia de los asuntos internacionales. A lo largo del tiempo, se han creado por distintas razones: para aunar las fuerzas de los diferentes aliados; para conseguir la obligación de la asistencia mutua; para proporcionar un elemento disuasivo más allá de las consideraciones tácticas del momento. Las relaciones entre China y Estados Unidos, no obstante, tenían una característica especial: sus componentes pretendían coordinar las acciones sin establecer una obligación formal para ello.

Esta realidad era inherente a la forma en que China percibía las relaciones internacionales. Tras proclamar que China había «resistido», Mao quiso llegar a Estados Unidos, pero jamás admitió no poseer suficiente fuerza para cualquier desafío que pudiera presentarse. Tampoco aceptó la obligación abstracta de prestar una ayuda que fuera más allá de las exigencias del interés nacional, como surgió en momentos determinados. En los primeros estadios del gobierno de Mao, China estableció una única alianza: con la Unión Soviética en los inicios de la República Popular, cuando China necesitaba apoyo en su avance a tientas para hacerse con una posición en el marco internacional. En 1961 firmó un Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua con Corea del Norte, en el que constaba una cláusula de defensa mutua contra una agresión exterior, documento que sigue en vigor en la actualidad. Pero aquello formaba más bien parte de la naturaleza de la relación tributaria que había marcado la historia china: Pekín ofrecía protección; la reciprocidad norcoreana era intrascendente en la relación. La alianza soviética naufragó desde un principio básicamente porque Mao no aceptó el más mínimo atisbo de subordinación.

Tras la visita de Nixon a China, surgió una sociedad que no respondía a los compromisos recíprocos que se incluían en la documentación. Aquello no fue ni siquiera una alianza táctica basada en acuerdos informales. Se trató más bien de una semialianza, nacida de los acuerdos que surgieron en las conversaciones con Mao —en febrero y noviembre de 1973— y de las largas reuniones con Zhou, tras interminables horas en 1973. A partir de entonces, Pekín ya no pretendió limitar o controlar la proyección del poder estadounidense, como había hecho antes de la visita del presidente Nixon. Por el contrario, la meta declarada por China fue la de contar con Estados Unidos como contrapeso respecto al «oso polar» por medio de un plan estratégico explícito.

Este paralelismo dependía de si los dirigentes chinos y estadounidenses conseguían compartir objetivos geopolíticos comunes, sobre todo respecto a la Unión Soviética. Los chinos ofrecieron a sus homólogos estadounidenses seminarios particulares sobre las intenciones soviéticas, a menudo en un lenguaje categórico, poco corriente en ellos, como si temieran que el tema fuera demasiado importante para tratarlo con su sutileza y sus rodeos habituales. Estados Unidos les correspondió con amplia información sobre sus planes estratégicos.

En los primeros años de la nueva relación, los dirigentes chinos siguieron disparando de vez en cuando algún «cañón» ideológico contra el imperialismo estadounidense —con una retórica muy ensayada a veces—, si bien en privado criticaban a las autoridades estadounidenses por mostrarse, en todo caso, excesivamente moderadas en política exterior. En efecto, durante la década de 1970, Pekín presionó más que la ciudadanía o el Congreso estadounidense para que Estados Unidos actuara de forma enérgica contra los planes soviéticos.

LA «LÍNEA HORIZONTAL»: LOS PASOS DE CHINA DE CARA A LA CONTENCIÓN

Lo que faltó en el plan durante un año fue el visto bueno de Mao. El mandatario chino había aprobado la dirección general en las conversaciones con Nixon, pero se había negado ostentosamente a hablar de estrategia o táctica, tal vez porque aún no se había dado por bueno el comunicado de Shanghai.

Mao cubrió esta laguna con dos largas conversaciones conmigo: la primera, durante la noche del 17 de febrero de 1973, entre las 23.30 y la 1.20. La segunda, en la tarde del 12 de noviembre de 1973, entre las 17.40 y las 20.25. El contexto de las conversaciones clarifica su alcance. La primera tuvo lugar cuando aún no había transcurrido un mes después de que Le Duc Tho —el principal negociador norvietnamita— y yo iniciáramos los Acuerdos de Paz de París para dar por terminada la guerra de Vietnam. Con ello, China ya no tenía que demostrar la solidaridad comunista con Hanoi. La segunda se celebró después del papel decisivo que desempeñó Estados Unidos en la guerra árabe-israelí y el cambio que se produjo a raíz de ello, pues los árabes, en especial Egipto, que tenían depositada su confianza en la Unión Soviética, se pusieron más del lado de Estados Unidos.

En ambas ocasiones, Mao refrendó calurosamente la relación chino-estadounidense frente a los medios de comunicación reunidos allí. En febrero precisó que Estados Unidos y China en otra época habían sido «enemigos». Luego añadió: «Pero ahora, a la relación existente entre nosotros la llamamos amistad».¹ Una vez calificada de amistad la nueva relación, Mao pasó a darle una definición operativa. Puesto que le gustaba utilizar las parábolas, escogió el tema que podía preocuparnos menos: las posibles operaciones de los servicios de inteligencia chinos contra las autoridades estadounidenses que visitaban China. Era una forma indirecta de declarar una especie de asociación sin exigir reciprocidad:

Pero no pronunciemos palabras falsas ni entremos en artimañas. Nosotros no les hemos robado sus documentos. Pueden dejarlos aposta en cualquier parte y ponernos a prueba. Tampoco nos dedicamos a escuchar a escondidas, ni a colocar micrófonos. Esos pequeños trucos no sirven para nada. Como tampoco sirven las grandes maniobras. Se lo dije a su corresponsal, Edgar Snow. [...] Nosotros también contamos con nuestros servicios secretos y ocurre lo mismo. No funcionan muy bien [el primer ministro Zhou se ríe]. No sabían, por ejemplo, lo de Lin Biao [el primer ministro Zhou se ríe]. Tampoco sabían que usted quería venir.²

La perspectiva menos plausible era que China y Estados Unidos fueran a abandonar la práctica de acumular información mutua. Si los dos países entraban realmente en una nueva era en su relación era importante la transparencia entre ellos y también que crearan cálculos similares. Sin embargo, la limitación de las actividades de sus servicios de inteligencia era un comienzo bastante inverosímil. El presidente chino ofrecía transparencia, pero también advertía de que era imposible engañarle, precisión que él mismo dejó caer en la conversación de noviembre. A título introductorio, contó, con una mezcla de humor, desdén y visión estratégica, cómo había enmendado su promesa de llevar adelante una campaña de diez mil años de lucha ideológica con los soviéticos:

MAO: Intentaron hacer las paces a través de Ceauşescu [Nicolae, el dirigente comunista] de Rumanía y nos quisieron convencer de que no siguiéramos con la lucha en el terreno ideológico.

KISSINGER: Recuerdo que estuvo aquí.

MAO/ZHOU: De eso hace mucho.

ZHOU: La primera vez que vino a China [frase pronunciada en inglés].

MAO: Y la segunda vez vino el propio Kosiguin [Alexéi, el primer ministro soviético], fue en 1960. Le dije que íbamos a iniciar una campaña de lucha contra él que duraría diez mil años [risas].

INTÉRPRETE: El presidente decía diez mil años de lucha.

MAO: Y en esta ocasión, hice una concesión a Kosiguin. Le dije que primero había hablado de diez mil años de lucha. Por el mérito de haber venido a verme en persona, voy a reducirlo a mil años [risas]. Vean cuán generoso soy. Hago una concesión y es por mil años.³

El mensaje básico era el mismo: colaboración siempre que sea posible y nada de maniobras tácticas, pues sería imposible engañar a este veterano bregado en todo tipo de conflictos imaginables. En un nivel más profundo, era también una advertencia de que, si fracasaba la conciliación, China podía convertirse en un enemigo tenaz e intimidatorio.

En la conversación con Nixon un año antes, Mao había omitido toda referencia sustancial a Taiwan. En aquellos momentos, para eliminar cualquier elemento amenazador, el dirigente chino desvinculó el tema de Taiwan de la relación global entre Estados Unidos y su país: «La cuestión de las relaciones de Estados Unidos y China tiene que ser algo aparte de nuestras relaciones con Taiwan». Mao apuntó que Estados Unidos debería «cortar las relaciones diplomáticas con Taiwan», tal como había hecho Japón (manteniendo al mismo tiempo vínculos sociales y económicos extraoficiales). Y siguió diciendo: «Solo así será posible que nuestros dos países resuelvan la cuestión de las relaciones diplomáticas». Pero sobre las relaciones de Pekín con Taiwan, Mao advirtió: «Es algo bastante complejo. No creo en una transición pacífica». Acto seguido, se dirigió a Ji Pengfei, ministro de Asuntos Exteriores chino, y le preguntó: «¿Usted cree en ella?». Tras un largo coloquio con los demás chinos de la sala, Mao expuso su punto principal: que no existían presiones de ningún tipo en lo relativo al tiempo:

MAO: Son una pandilla de contrarrevolucionarios. ¿Cómo iban a colaborar con nosotros? De momento podemos arreglárnoslas sin Taiwan, y si tiene que ocurrir, que sea dentro de cien años. No hay que tomarse los asuntos de este mundo con tanta rapidez. ¿Para qué tanta prisa? Al fin y al cabo no es más que una isla con unos doce millones de habitantes.

ZHOU: Ahora tienen dieciséis.

MAO: Respecto a sus relaciones con nosotros, creo que no harán falta cien años.

KISSINGER: Eso espero. Imagino que llegarán antes.

MAO: Ustedes no deciden. Nosotros no les apremiamos. Si lo ven necesario, adelante. Si consideran que no se puede conseguir ahora, lo pospondremos para más tarde.

[...]

KISSINGER: No es cuestión de verlo necesario; es una cuestión de posibilidades prácticas.

MAO: Es lo mismo [risas].4

En el característico estilo paradójico de Mao se planteaban dos puntos básicos de igual importancia: en primer lugar, que Pekín no iba a descartar su opción de recurrir a la fuerza en Taiwan, y en realidad contaba con utilizarla algún día; pero, en segundo lugar, al menos por el momento, Mao lo posponía, incluso más: dijo estar dispuesto a esperar cien años. La broma estaba pensada para despejar el camino y plantear la cuestión clave, una aplicación decidida de la teoría de la contención de George Kennan según la cual si se evitaba la expansión del sistema soviético, este se desplomaría a consecuencia de las tensiones internas.5 Ahora bien, mientras Kennan aplicaba sus principios básicamente al modo de hacer de la diplomacia y la política interior, Mao apuntaba hacia la confrontación directa siguiendo todo el abanico de presiones posibles.

Mao me dijo que la Unión Soviética constituía una amenaza mundial contra la que había que oponer una resistencia también mundial. Hicieran lo que hiciesen las otras naciones, China resistiría a un ataque aunque sus fuerzas tuvieran que retirarse hacia el interior del país para librar una guerra de guerrillas. No obstante, la colaboración con Estados Unidos y con otros países de ideas afines aceleraría la victoria en una lucha, cuyo resultado se preveía por la debilidad de la Unión Soviética. China no pediría ayuda ni condicionaría su colaboración a la de los demás. De todas formas, estaba preparada para adoptar estrategias convergentes, en especial con Estados Unidos. El vínculo serían las convicciones comunes y no las obligaciones formales. Podía imponerse una política soviética de resuelta contención global, alegaba Mao, pues las ambiciones soviéticas estaban por encima de sus capacidades:

MAO: Tienen que enfrentarse a tantos adversarios... Tienen que enfrentarse al Pacífico. Tienen que enfrentarse con Japón. Tienen que enfrentarse con China. Tienen que enfrentarse con el sur de Asia, donde hay unos cuantos países. Y solo tienen un millón de soldados, con los que no pueden defenderse, y mucho menos atacar. Pero no van a atacar a menos que les dejen entrar, y primero se les ofrece Oriente Próximo y Europa para que puedan desplegar las tropas en dirección este. Y para ello hace falta más de un millón de soldados.

KISSINGER: Eso no va a suceder. Estoy de acuerdo con el presidente de que si Europa, Japón y Estados Unidos se mantienen juntos —y nosotros seguimos haciendo en Oriente Próximo lo que comen tamos con el presidente la última vez—, el peligro de un ataque a China será muy reducido.

MAO: También estamos conteniendo a una parte de sus efectivos, algo que les favorece a ustedes en Europa y Oriente Próximo. Tienen, por ejemplo, tropas destacadas en Mongolia Exterior, algo que no había sucedido en la época de Jruschov. Por aquel entonces aún no habían destacado soldados en Mongolia Exterior, pues el incidente en la isla Zhenbao se produjo después de Jruschov, durante el mandato de Brézhnev.

KISSINGER: Fue en 1969. Por eso es importante que Europa occidental, China y Estados Unidos sigan un rumbo coordinado en este período.

MAO: En efecto.6

La colaboración que fomentaba Mao no se limitaba a las cuestiones asiáticas. Sin rastro de ironía, impulsó la implicación militar estadounidense en Oriente Próximo para contraatacar a los soviéticos: exactamente el tipo de «agresión imperialista» contra la que tanto se había vociferado en la propaganda china. Poco después de la guerra árabe-israelí de 1973, y tras la visita a Moscú de Sadam Husein, Irak atrajo la atención de Mao, quien presentó al país como parte de su estrategia mundial:

MAO: Y ahora, un tema crucial: la cuestión de Irak, Bagdad. No sé si podrán llevar a cabo el mismo trabajo en esta zona. Nuestras posibilidades son escasas.

ZHOU: Es relativamente complicado. Podemos establecer contacto con ellos, pero llevará un tiempo conseguir que cambien de orientación. Es posible que lo hagan cuando sufran sus consecuencias.7

Zhou sugería que para una política coordinada había que conseguir que Irak considerara que pagaba muy cara la confianza con la Unión Soviética y decidiera cambiar de orientación, como estaba haciendo en aquellos momentos Egipto. (Habría sido un comentario irónico sobre la posibilidad de que los aliados se cansaran del trato autoritario de Moscú, como le había ocurrido a China.) Así, Mao revisó los puntos fuertes y los débiles de los distintos estados de Oriente Próximo, prácticamente país por país. Subrayó la importancia de Turquía, Irán y Pakistán como barreras contra la expansión soviética. Además de Irak, le inquietaba Yemen del Sur.8 Apremió a Estados Unidos para que aumentara sus efectivos en el océano Índico. Era el defensor por antonomasia de la guerra fría; los conservadores estadounidenses habrían estado de acuerdo con él.

Japón constituía el principal componente de la estrategia coordinada de Mao. En la reunión secreta de 1971, los dirigentes chinos seguían sospechando de la connivencia entre Estados Unidos y Japón. Zhou nos previno contra el Estado nipón; la amistad existente, dijo, se desmoronará en cuanto la recuperación económica sitúe a Japón en posición de desafiarnos. En octubre de 1971 subrayó que a Japón «le habían crecido plumas en las alas y estaba a punto de despegar».9 Repliqué, y Nixon le explicó con detalle en su visita que Japón podía ser mucho más problemático aislado que como parte de un orden internacional, en el que se incluyera una alianza con Estados Unidos. En nuestras conversaciones de noviembre de 1973, Mao había aceptado ya este punto de vista. Me insistió en que me centrara más en Japón y dedicara más tiempo a cultivar la relación con sus dirigentes:

MAO: Hablemos de una cuestión sobre Japón. Esta vez permanecerá allí unos días más de lo habitual.

KISSINGER: El presidente siempre me reprende sobre este tema. Yo me tomo muy en serio lo que me dice, y en esta ocasión estaré allí dos días y medio. Tiene bastante razón. Es importante que Japón no se sienta aislado y abandonado. Tampoco debemos hacerle caer en la tentación de maniobrar.

MAO: Y eso no es obligarlo a pasar al bando soviético.10

¿Cómo iba a organizarse la coordinación mundial entre Estados Unidos y China? Mao apuntó que cada parte podía desarrollar una idea clara sobre su interés nacional y colaborar siguiendo sus propias necesidades:

MAO: Decimos también en la misma situación [gesticuló con la mano] lo que dijo su presidente cuando estuvo sentado aquí, que cada una de las partes tiene sus propios medios y actúa según lo que le dictan sus necesidades. De ahí salió que los dos países actuaran de la mano.

KISSINGER: En efecto, ambos nos enfrentamos al mismo peligro. Tal vez tengamos que utilizar métodos distintos en algún momento, pero los objetivos son los mismos.

MAO: Sería bueno. Siempre que los objetivos sean los mismos, no les perjudicaremos, y ustedes no nos perjudicarán a nosotros. Así podremos trabajar conjuntamente para tomar medidas contra algún hijo de perra. [Risas.] Puede que en alguna ocasión nosotros les critiquemos o ustedes nos critiquen. Esto, según su presidente, es la influencia ideológica. Ustedes dirán: ¡No nos fastidiéis, comunistas! Nosotros diremos: ¡No nos fastidiéis, imperialistas! A veces tenemos salidas como esta. Tienen que surgir a la fuerza.¹¹

Dicho de otra forma, cada cual podía armarse con las consignas ideológicas que satisficieran sus necesidades internas, siempre que no interfirieran en la necesidad de colaboración contra el peligro soviético. La ideología iba a quedar relegada a la gestión del interior de cada país; había desaparecido de la política exterior. Por supuesto, el armisticio ideológico solo era válido mientras los objetivos siguieran siendo compatibles.

En la ejecución de la política, Mao podía ser pragmático; en su concepción, siempre hacía el máximo esfuerzo por encontrar unos principios primordiales. Mao no había sido durante medio siglo dirigente de un movimiento ideológico para abrazar de repente el pragmatismo puro. La teoría de la contención de Kennan era aplicable fundamentalmente a las relaciones de Europa y el Atlántico; la de Mao era mundial. Según la idea de Mao, los países que se sentían amenazados por el expansionismo soviético «tenían que trazar una línea horizontal: Estados Unidos-Japón-Pakistán-Irán [...] Turquía y Europa».¹² (Así surgió el tema de Irak en un diálogo anterior.) Mao me habló de esta idea en febrero de 1973 y me explicó que este grupo tenía que ocuparse de la lucha contra la Unión Soviética. Más tarde examinó la cuestión con el ministro de Asuntos Exteriores japonés, considerando la extensión como un «gran territorio» compuesto por los países situados a lo largo de la línea frontal.¹³

Nos pusimos de acuerdo en el fondo del análisis. Pero las diferencias entre los sistemas chino y estadounidense que intentó sortear surgieron de nuevo al plantearse las cuestiones prácticas. ¿Cómo iban a aplicar la misma política dos sistemas tan distintos? Para Mao, concepción y ejecución eran lo mismo. Para Estados Unidos, la dificultad estribaba en conseguir un consenso de apoyo entre los ciudadanos y los países aliados en un momento en que el escándalo Watergate ponía en entredicho la autoridad del presidente.

La estrategia del mantenimiento de una línea horizontal contra la Unión Soviética reflejaba el análisis objetivo de China sobre la situación internacional. La necesidad estratégica constituía su propia justificación. Pero también ponía de manifiesto las ambigüedades inherentes a una política basada en gran medida en los intereses nacionales. Los cálculos comparables entre caso y caso dependían de la capacidad de cada una de las partes. Una coalición formada por Estados Unidos, China, Japón y Europa tenía que imponerse a la Unión Soviética. Pero ¿y si algunos asociados hicieran un cálculo distinto, sobre todo en ausencia de obligaciones formales? ¿Y si, como temía China, algunos decidían que el mejor sistema que tenía Estados Unidos, o Europa, o Japón, para crear equilibrio era la conciliación con la Unión Soviética en vez de la confrontación? ¿Qué ocurriría si uno de los componentes de la relación triangular intuía la oportunidad de cambiar la naturaleza del triángulo en vez de estabilizarlo? ¿Qué harían, en resumen, los otros países si se aplicaban a sí mismos el principio de la distancia y la autonomía? Así, el momento de máxima colaboración entre China y Estados Unidos llevó también a sus dirigentes a discutir de qué forma podían verse tentados los distintos elementos de la semialianza a explotarla en aras de sus propios objetivos. La idea de autonomía de China tenía una consecuencia paradójica: impedía a sus dirigentes creer en la voluntad de sus asociados de correr los mismos riesgos que ellos.

En la aplicación de esta idea de la línea horizontal, Mao, el especialista en contradicciones, se enfrentó a unas cuantas. En primer lugar, que era un concepto que costaba conciliar con el de la autonomía china. La colaboración se basaba en la confluencia de análisis independientes. Si todos coincidían con el de China, no se planteaba problema alguno. Pero en caso de desacuerdo entre las partes, los recelos de China se convertirían en algo más espinoso y difícil de superar.

La idea de la línea horizontal implicaba una versión sólida de la del concepto occidental de seguridad colectiva. En la práctica, sin embargo, la seguridad colectiva funciona más con el mínimo común denominador que sobre la base de las convicciones del país que posee el plan geopolítico más elaborado. En efecto, esta ha sido la experiencia de Estados Unidos en las alianzas que ha pretendido encabezar.

Estos problemas, inherentes a cualquier sistema mundial de seguridad, se vieron agravados en el caso de Mao, puesto que la apertura hacia América no tuvo las consecuencias que había previsto en un principio en las relaciones de Estados Unidos con la Unión Soviética. El giro de Mao hacia Estados Unidos se basaba en la creencia de que las diferencias entre estadounidenses y soviéticos impedirían, finalmente, cualquier compromiso importante entre las dos superpotencias nucleares. En cierto modo, era una de las aplicaciones de las estrategias comunistas del «frente unido» de las décadas de 1930 y 1940, como se expresaba en la consigna que se difundió después de la visita de Nixon: «Utilizar las contradicciones y derrotar a los enemigos de uno en uno». Mao había dado por supuesto que la apertura de Estados Unidos hacia China multiplicaría la desconfianza y aumentaría las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Se produjo lo primero, pero no lo segundo. Después de la apertura hacia China, Moscú inició la pugna por el favor de Washington. Se multiplicaron los contactos entre las superpotencias nucleares. Si bien Estados Unidos dejó patente que consideraba a China como un elemento básico del orden internacional e iba a apoyar a este país en caso de amenaza, el simple hecho de que Estados Unidos contara con una opción aparte, más estratégica, iba en contra de los instintos estratégicos revolucionarios de siempre.

La idea de la línea horizontal presentaba, como empezó a estudiar Mao, un problema: suponiendo que los cálculos del poder determinaran todas las conductas, la relativa debilidad militar de China haría que este país dependiera en cierta forma del apoyo estadounidense, al menos durante un período transitorio.

Precisamente por ello, en cada uno de los estadios del diálogo sobre colaboración, Mao y otros dirigentes chinos insistieron en una propuesta pensada para mantener la libertad de maniobra y la honorabilidad de China: no necesitaban protección y China era capaz de solucionar todas las crisis previsibles, en solitario si hacía falta. Utilizaron la retórica de la seguridad colectiva, pero se reservaron el derecho de imponer su contenido.

En cada una de las conversaciones que mantuvimos con Mao en 1973, el dirigente comunista se esforzó en dejar clara la impasibilidad china frente a cualquier forma de presión, incluso, y tal vez en especial, la presión nuclear. En febrero afirmó que si una guerra nuclear mataba a todos los chinos de más de treinta años, el país se beneficiaría de ello, ya que se unificaría lingüísticamente: «Si la Unión Soviética arroja sus bombas y mata a todos los chinos que tienen más de treinta años, nosotros veremos solucionado el problema [de la complejidad de tantos dialectos en China], puesto que la gente mayor como yo es incapaz de aprender el chino [mandarín]».14

Cuando Mao me contó con detalle hasta qué punto tenía que replegarse hacia el interior de su país para llevar al agresor hasta el señuelo de una población hostil y envolvente, le pregunté: «¿Y si utilizan bombas en lugar de enviar a los soldados?». Él respondió: «¿Qué haríamos? Quizá usted puede montar una comisión para estudiar el problema. Dejaríamos que nos machacaran y con ello perderían recursos».15 La idea de que los estadounidenses teníamos tendencia al estudio, mientras que los chinos pasaban a la acción explica por qué Mao, a la vez que defendía su teoría sobre la línea horizontal, recurría a detalles espectaculares sobre la preparación del país para resistir en solitario en caso de que fallara la semialianza. Mao y Zhou (y, posteriormente, Deng) insistían en que China «abría túneles» y estaba preparada para sobrevivir durante décadas a base de «fusiles y mijo». En cierta forma, es probable que la grandilocuencia tuviera como finalidad encubrir la vulnerabilidad de China, aunque también reflejaba un análisis serio sobre cómo iba a enfrentarse este país a la pesadilla existencial de una guerra mundial.

Algunos observadores occidentales consideraban que las cavilaciones que Mao iba traduciendo en palabras sobre la capacidad de China de sobrevivir a una guerra nuclear, a veces con despreocupación y sentido del humor —porque en realidad el número de chinos era desproporcionado, incluso para eliminarlos con armamento nuclear—, eran una señal de un estado de perturbación mental y, en cierto sentido, debilitaban la determinación de Occidente, pues fomentaban el miedo a la guerra nuclear.

Lo que sí preocupaba a Mao, sin embargo, era tener que enfrentarse a las implicaciones de la doctrina en la que Estados Unidos y el mundo occidental basaban su idea de seguridad. La teoría dominante de la disuasión por destrucción mutua asegurada dependía de la capacidad de provocar un porcentaje determinado de devastación total. Se contaba con que el adversario poseía una capacidad comparable. ¿Cómo impedir que se convirtiera en un bluf la amenaza del suicidio mundial? Mao interpretó que la confianza de Estados Unidos en el asunto de la destrucción mutua asegurada reflejaba que ponía en duda la efectividad del resto de sus fuerzas armadas. Fue el tema de una conversación de 1975, en la que Mao entró en el fondo de nuestro dilema sobre la guerra fría nuclear: «Confían y creen en el armamento nuclear. No confían en su propio ejército».16

¿Qué haría, pues, China, expuesta al peligro nuclear sin, por un tiempo, los medios adecuados de revancha? Mao respondió que eso crearía un argumento basado en la práctica histórica y en la resistencia bíblica. No hay otra sociedad capaz de imaginar que podrá crear una política de seguridad creíble por medio de la voluntad de prevalecer después de sufrir cientos de millones de víctimas y la devastación o de la ocupación de la mayor parte de sus ciudades. Esta es la brecha que definía la diferencia entre la percepción de Occidente y la de China respecto a la seguridad. La historia de China da fe de la capacidad de este país por superar todo tipo de estragos que nadie más es capaz de dejar atrás, e imponerse haciendo valer su cultura o su extensión frente al posible conquistador. Esta fe en su propio pueblo y en su cultura era la otra cara de la moneda de las reflexiones a veces misántropas de Mao en su práctica diaria. No se trataba únicamente de que hubiera demasiados chinos; contaba también con la firmeza de su cultura y la cohesión de sus relaciones.

No obstante, los dirigentes occidentales, más en sintonía y más receptivos con su ciudadanía, no estaban preparados para librar la batalla de una forma tan categórica (si bien lo hacían indirectamente a través de su doctrina estratégica). Para ellos, había que demostrar que la guerra nuclear era el último recurso y no un procedimiento operativo estándar.

Los estadounidenses no siempre entendieron bien la independencia casi obsesiva de los chinos. Acostumbrados como estábamos a fortalecer nuestros vínculos europeos mediante un ritual tranquilizador, en ocasiones no juzgamos correctamente unas declaraciones parecidas expresadas por los dirigentes chinos. Cuando el coronel Alexander Haig, al mando del equipo que preparaba el viaje de Nixon, se reunió con Zhou en enero de 1972, utilizó el lenguaje habitual de la OTAN al decir que la administración de Nixon opondría resistencia a la lucha de los soviéticos por poner cerco a China. Mao reaccionó de forma categórica: «¿Poner cerco a China? Lo que tienen que hacer es socorrerme, ¿cómo puede ser? [...] ¿Acaso no les preocupo? Es algo así como ¡“el gato que llora por el ratón muerto”!».17

Al finalizar mi visita de noviembre de 1973, sugerí a Zhou un teléfono rojo entre Washington y Pekín como parte de un acuerdo sobre reducción de riesgos de guerra accidental. Mi objetivo era tener en cuenta los recelos de China de que las negociaciones sobre el control de armamento formaban parte de un plan entre Estados Unidos y la Unión Soviética para aislar a su país, dándole la oportunidad de participar en el proceso. Mao lo vio de otra forma. «Alguien nos quiere prestar un paraguas —dijo—. Nosotros no queremos un paraguas de protección nuclear.»18

China no compartía nuestro punto de vista estratégico sobre las armas nucleares, y mucho menos nuestra doctrina sobre seguridad colectiva; aplicaba la máxima tradicional de «utilizar a los bárbaros contra los bárbaros» a fin de conseguir una periferia dividida. La pesadilla histórica de China había sido la de que los bárbaros rechazaran tanta «utilización», se unieran y recurrieran a su fuerza superior o bien para conquistar China, o bien para dividirla en distintos feudos. Desde la perspectiva de China, la pesadilla nunca desapareció del todo, encerrada como se encontraba en una relación hostil con la Unión Soviética y la India y con sus propias sospechas respecto a Estados Unidos.

En el planteamiento fundamental respecto a la Unión Soviética existía una marcada diferencia. China se inclinaba por una postura de confrontación sin tregua. Estados Unidos era igual de intransigente frente a lo que pudiera amenazar el equilibrio internacional. Nosotros, sin embargo, manteníamos abierta la perspectiva de una mejora de las relaciones en otras cuestiones. La apertura hacia China conmocionó a Moscú; en realidad, esta había sido una de las razones que nos había movido a abordar las negociaciones. En efecto, durante los meses en los que preparamos el viaje secreto estuvimos estudiando simultáneamente una eventual cumbre entre Nixon y Brézhnev. Se plasmó antes la de Pekín, en buena parte por el intento soviético de condicionar la visita de Moscú, táctica que abandonaron en cuanto se anunció la de Nixon a Pekín. Los chinos vieron que estábamos más cerca de Moscú y Pekín que ellos entre sí. Aquello provocó unos cáusticos comentarios de los dirigentes chinos sobre la distensión.

Incluso en el punto álgido de las relaciones entre China y Estados Unidos, Mao y Zhou expresaron en alguna ocasión su inquietud acerca de la forma en que los estadounidenses podían poner en práctica su flexibilidad estratégica. ¿Acaso Estados Unidos tenía la intención de «llegar a la Unión Soviética a hombros de China»?19 ¿Tal vez el compromiso «antihegemónico» estadounidense era una estratagema y, en cuanto China bajara la guardia, Washington y Moscú actuarían en connivencia para destruir Pekín? ¿Occidente engañaba a China o se engañaba a sí mismo? En cualquier caso, la consecuencia práctica sería la de empujar las «aguas turbias de la Unión Soviética» hacia el este, en dirección a China. De esto habló Zhou en febrero de 1973:

ZHOU: Puede que ellos [los europeos] quieran empujar las aguas turbias de la Unión Soviética hacia otra dirección, hacia el este.

KISSINGER: Tanto si la Unión Soviética ataca hacia el este como si lo hace hacia el oeste, el peligro para Estados Unidos es el mismo. No ganamos nada con que ataque hacia el este. En realidad, si la Unión Soviética ataca es mejor que lo haga hacia el oeste, pues contamos con más apoyo de la opinión pública para resistir.

ZHOU: En efecto, por tanto, consideramos que también es una ilusión lo de que Europa occidental aspira a empujar a la Unión Soviética hacia el este.20

Mao, que llevaba siempre sus ideas hasta las últimas consecuencias, atribuyó a Estados Unidos una estrategia dialéctica tal como la habría puesto en práctica él. Sostuvo que Estados Unidos podía pensar en resolver el problema del comunismo de una vez por todas aplicando la lección de Vietnam: que la implicación en guerras locales representa una sangría para la superpotencia que participa en ellas. En esta interpretación, la teoría de la línea horizontal o la idea occidental de la seguridad colectiva podían convertirse en una trampa para China:

MAO: Ya que al quedar empantanados en Vietnam vivieron tantos problemas, ¿usted cree que a ellos [los soviéticos] les gustaría mucho quedar empantanados en China?

KISSINGER: ¿A la Unión Soviética?

NANCY TANG: A la Unión Soviética.

MAO: Y luego pueden dejarlos empantanados en China medio año, o uno, dos, tres o cuatro años. Después les hincan el dedo en la espalda. La consigna será luego la de la paz, es decir, derrocar el imperialismo socialista por la paz. Y quizá pueden empezar a echarles una mano en lo que sea, diciendo que en lo que necesiten les ayudaremos contra China.

KISSINGER: Es importantísimo, señor presidente, que cada uno comprenda las razones del otro. Nosotros nunca colaboraremos a sabiendas en un ataque contra China.

MAO: [interrumpe] No, no es eso. En lo que he dicho, su objetivo sería el de abatir a la Unión Soviética.²¹

Mao tenía razón. Teóricamente era una estrategia viable para Estados Unidos. Lo único que faltaba era un dirigente que la concibiera o una ciudadanía que la apoyara. La manipulación abstracta ni podía conseguirse ni era deseable en Estados Unidos; la política exterior estadounidense nunca ha podido basarse tan solo en la política de poder. La administración de Nixon hablaba sinceramente sobre la importancia que concedía a la seguridad de China. En la práctica, Estados Unidos y China intercambiaron una gran cantidad de información y colaboraron en muchos ámbitos. Pero Washington no podía renunciar al derecho a determinar las tácticas encaminadas a conseguir la seguridad de otro país, por importante que fuera.

LAS CONSECUENCIAS DEL WATERGATE

En un momento en que las perspectivas estratégicas estadounidenses y chinas se centraban en la coherencia, la crisis del Watergate amenazó con desbaratar el avance que se había conseguido en la relación al debilitar la capacidad de Estados Unidos de controlar el desafío geopolítico. Pekín no comprendió la destrucción del presidente que había ideado la apertura hacia China. La dimisión de Nixon, el 8 de agosto de 1974, y la toma de posesión del cargo por parte del presidente Gerald Ford llevaron al hundimiento del apoyo del Congreso a una política exterior activa en las subsiguientes elecciones de noviembre de 1974. Llegó la polémica sobre el presupuesto militar. Se establecieron embargos a un aliado clave (Turquía); dos comisiones del Congreso (la Comisión Church del Senado y la Comisión Pike en la Cámara de Representantes) pusieron en marcha una investigación pública sobre el ámbito de los servicios secretos, de donde salió a raudales la información clasificada de los servicios de inteligencia. Con la aprobación de la Ley Sobre los Poderes de Guerra se redujo la capacidad que tenía Estados Unidos de evitar las aventuras soviéticas en el mundo en desarrollo. Estados Unidos entraba poco a poco en una situación de parálisis interior —con un presidente no elegido frente a un Congreso hostil—, lo que proporcionó a los soviéticos la ventaja de que algunos dirigentes chinos se inclinaran a creer que era algo tramado por nosotros. A principios de 1975, la actuación del Congreso que impidió el avance de una iniciativa conjunta entre Estados Unidos y China para crear un gobierno de coalición en Camboya se interpretó en Pekín como un gesto de debilidad frente al cerco soviético de China.²² En esta coyuntura, desde el punto de vista de China, la política de distensión amenazaba con convertirse en lo que Mao denominó simulacro de combate, que creaba la ilusión, y no la realidad, del avance diplomático. Los dirigentes chinos dieron una lección a los estadounidenses (y a muchos otros líderes occidentales) sobre los peligros de la conciliación. Las críticas chinas se cebaron sobre todo en la Conferencia de Helsinki sobre Seguridad y Cooperación, alegando que creaba la ilusión de la estabilidad y la paz.²³

La semialianza se había basado en la convicción de China de que para la seguridad mundial era indispensable la contribución estadounidense. Pekín había iniciado la relación considerando a Washington como baluarte contra el expansionismo soviético. En aquellos momentos, Mao y Zhou empezaban a intuir que lo que parecía una debilidad de Washington en realidad era un juego de más calado: el intento de enfrentar a soviéticos y chinos en una guerra pensada para la destrucción de ambos. Poco a poco, los chinos empezaron a acusar a Estados Unidos de algo peor que la traición: de falta de efectividad. Así estaban las cosas cuando, a finales de 1973, las tribulaciones que vivía China empezaron a asemejarse a las nuestras.

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El fin de la era de Mao

En cada etapa de la revolución diplomática de China, Mao se debatió entre el pragmatismo sinocentrista y el fervor revolucionario. Tuvo que escoger a la fuerza y optó a sangre fría por el pragmatismo, aunque nunca de buen grado. Cuando conocimos a Mao en 1972, ya enfermo, comentaba —con cierta ironía para un ateo confeso— que había recibido una «invitación de Dios». Había destruido o radicalizado la mayor parte de las instituciones del país, entre ellas el Partido Comunista, y echó mano cada vez más del magnetismo personal y de la manipulación de las facciones opuestas para gobernar. En aquellos momentos, cuando su mandato tocaba a su fin, su forma de aferrarse al poder y su capacidad de manipulación se iban desvaneciendo. La crisis de Lin Biao había eliminado al sucesor designado por Mao. El dirigente chino no tenía heredero claro y la China de después de Mao no contaba con proyecto alguno.

LA CRISIS DE LA SUCESIÓN

En lugar de escoger a un nuevo sucesor, Mao intentó institucionalizar su propia ambigüedad. Lo que legó a China fue un conjunto extraordinariamente complejo de rivalidades políticas, pues promocionó a funcionarios de uno y otro lado de su perspectiva sobre el destino de China. Con su característica circunlocución estimuló a ambos bandos y después los enfrentó, al tiempo que fomentaba las «contradicciones» en cada facción (por ejemplo, entre Zhou y Deng) para asegurarse de que nadie poseía un dominio lo suficientemente claro como para erigirse en autoridad comparable a la suya. En un lado estaban los administradores prácticos, con Zhou a la cabeza, a quien seguía Deng; en el otro, los puristas ideológicos alrededor de Jiang Qing y su facción de radicales de Shanghai (a los que más tarde Mao catalogó despectivamente como «la Banda de los Cuatro»). Estos insistían en la aplicación literal del Pensamiento de Mao Zedong. Entre ellos destacó Hua Guofeng, el inmediato sucesor de Mao, en quien recayó la imponente (y, a la larga, imposible de controlar) tarea de dominar las «contradicciones» que Mao había consagrado (y de cuya breve existencia tratará el siguiente capítulo).

Las dos principales facciones se enzarzaron en un sinfín de peleas sobre cultura, política, política económica y prerrogativas del poder, en resumen, sobre la forma de gobernar el país. Pero el trasfondo correspondía a las cuestiones filosóficas que habían ocupado las mentes más preclaras durante los siglos XIX y XX: cómo definir las relaciones de China con el mundo exterior y qué se podía aprender de los extranjeros, en el caso de que tuvieran algo que enseñar.

La Banda de los Cuatro defendía la involución. La facción pretendía purificar la cultura y la política chinas y eliminar de ella influencias sospechosas (en lo que se incluía cualquier tendencia tachada de extranjera, «revisionista» burguesa, tradicional, capitalista o posiblemente antipartido), a fin de revitalizar la ética china de la lucha revolucionaria y el igualitarismo radical y reorientar la vida social hacia un culto básicamente religioso de Mao Zedong. La esposa de Mao, Jiang Qing, ex actriz, supervisó la reforma y la radicalización de la tradicional ópera de Pekín y la creación de ballets revolucionarios, entre los que sobresalió El destacamento rojo femenino, representado para el presidente Nixon en 1972, para estupefacción general de la delegación estadounidense.

Después de que Lin cayera en desgracia, Jiang Qing y la Banda de los Cuatro subsistieron. Los ideólogos de su tendencia dominaron buena parte de los medios de comunicación, la universidad y la cultura y utilizaron su influencia para denigrar a Zhou, a Deng y a la supuesta tendencia de China hacia el «revisionismo». Su comportamiento durante la Revolución Cultural les había granjeado muchas enemistades en los círculos de poder, por lo que no eran los aspirantes mejor situados para la sucesión. Al carecer de contactos con el estamento militar y con los veteranos de la Larga Marcha, difícilmente podían esperar situarse en lugares destacados: una actriz y productora teatral que buscaba un puesto al que solo habían accedido un reducido número de mujeres en toda la historia china (Jiang Qing); un periodista y teórico político (Zhang Chunqiao); un crítico literario izquierdista (Yao Wenyuan), y un antiguo guardia de seguridad, que había alcanzado la fama en la revuelta contra la gestión de su fábrica y que no poseía base de poder propia (Wang Hongwen).¹

La Banda de los Cuatro se plantó contra un grupo relativamente pragmático relacionado con Zhou Enlai y, cada vez más, con Deng Xiaoping. A pesar de que Zhou fuera un comunista entregado, con décadas de fiel servicio a Mao, para muchos chinos se había convertido en el representante del orden y la moderación. Tanto para sus críticos como para sus admiradores, Zhou era el símbolo de la larga tradición china de caballerosos funcionarios mandarines: de ciudad, culto, comedido en sus hábitos personales y, dentro del espectro comunista chino, en sus preferencias políticas.

Deng tenía un estilo personal más directo y menos refinado que Zhou; de vez en cuando interrumpía sus conversaciones escupiendo ruidosamente, lo que provocaba situaciones bastante desconcertantes. No obstante, compartía, y superaba, la perspectiva de Zhou sobre una China que equilibraba sus principios revolucionarios con orden y con la búsqueda de la prosperidad. A la larga consiguió solucionar la ambigüedad de Mao entre la ideología radical y un planteamiento de reforma con base más estratégica. Ninguno de los dos creía en los principios de la democracia occidental. Ambos habían participado en las primeras fases de agitación de Mao sin mostrarse críticos con ellas. Pero contrariamente a Mao y a la Banda de los Cuatro, Zhou y Deng eran reacios a hipotecar el futuro de China en aras de la revolución permanente.

Acusados por sus críticos de «vender» China a los extranjeros, los dos reformadores de los siglos XIX y XX pretendían utilizar la tecnología y las innovaciones económicas occidentales para apuntalar el vigor del país y conservar a la vez su esencia.² Zhou se identificaba totalmente con el acercamiento chino-estadounidense y con el intento de llevar los asuntos internos del país hacia un modelo más normalizado después de la Revolución Cultural, puntos a los que se oponía la Banda de los Cuatro, pues consideraba que traicionaban los principios revolucionarios. Deng y los funcionarios afines a él, como Hu Yaobang y Zhao Ziyang, se asociaban al pragmatismo económico, lo que la Banda de los Cuatro atacaba, pues lo consideraba una recuperación de determinados aspectos del sistema capitalista.

A medida que se fue debilitando la salud de Mao, el gobierno del país se encerró en una lucha por el poder y en un debate sobre el destino de China, que afectaron profundamente las relaciones chino-estadounidenses. Cuando los radicales chinos consiguieron un poder relativo, las relaciones entre Estados Unidos y China se enfriaron; cuando la libertad de acción en Estados Unidos se vio limitada por las convulsiones internas, en China se fortalecieron los argumentos de los radicales según los cuales el país comprometía de forma innecesaria su pureza ideológica al vincular la política exterior a un país sumido en las disputas internas e incapaz de colaborar en la seguridad china. Mao intentó hasta el fin resolver la contradicción de conservar el patrimonio de la revolución permanente y mantener al mismo tiempo el acercamiento estratégico hacia Estados Unidos, que seguía considerando importante para la seguridad de su país. Siempre dio la impresión de que simpatizaba con los radicales aun cuando los intereses nacionales le llevaban a apoyar las nuevas relaciones con Estados Unidos, país que, por su parte, lo decepcionó a raíz de sus propias divisiones internas.

Mao, en la flor de la vida, habría superado los conflictos internos, pero en su vejez se debatió entre la complejidad que él mismo había creado. Zhou, que fue leal a Mao durante cuarenta años, se convirtió en una víctima de su ambigüedad.

LA CAÍDA DE ZHOU ENLAI

La supervivencia política del número dos en una autocracia es en general difícil. Exige situarse lo suficientemente cerca del dirigente para no dejar espacio posible a un futuro competidor, pero no tanto como para que el propio dirigente se sienta amenazado. Ninguno de los segundos de a bordo de Mao consiguió realizar con éxito este número de equilibrismo: Liu Shaoqi, quien ejerció como número dos con el cargo de presidente entre 1959 y 1967 y fue encarcelado durante la Revolución Cultural, y Lin Biao fueron destruidos políticamente y perdieron la vida en el proceso.

Zhou fue nuestro principal interlocutor en todas las reuniones. En nuestra visita a China en noviembre de 1973 nos percatamos de que se le veía algo más dubitativo de lo habitual e incluso que trataba a Mao con más deferencia. Pero esto se compensó con una conversación de casi tres horas con el presidente, en la revisión más completa sobre estrategia política exterior que nos habían ofrecido hasta entonces. Tras la sesión, Mao me acompañó hasta la antesala y un comunicado oficial me aclaró que el presidente y yo habíamos mantenido «una conversación profunda en un ambiente amistoso».

Con el manifiesto visto bueno de Mao, todas las negociaciones terminaron de forma rápida y favorable. El comunicado final amplió la oposición conjunta respecto a la hegemonía desde «la región asiática del Pacífico» (como en el comunicado de Shanghai de 1972) al plano mundial. Expresaba la necesidad de ahondar en las consultas entre los dos países a unos «niveles de autoridad» incluso superiores. Había que aumentar los intercambios y el comercio. Tendría que ampliarse el alcance de las oficinas de contacto. Zhou dijo que llamaría a consulta al jefe de la oficina de contacto de China en Washington para informarle sobre la naturaleza del diálogo de cooperación acordado.

Los historiadores chinos de la época indican que fue entonces cuando las críticas de la Banda de los Cuatro contra Zhou alcanzaron su punto crítico. Nos enteramos a través de los medios de comunicación de que se llevaba a cabo una campaña anticonfuciana, pero no pensamos que podía tener una importancia inmediata en la política exterior o en las cuestiones de poder de China. En sus contactos con los estadounidenses, Zhou siguió mostrando una seguridad en sí mismo imperturbable. Tan solo en una ocasión le falló la serenidad. En un banquete celebrado en el Gran Salón del Pueblo en noviembre de 1973, en una conversación general, hice el comentario de que me parecía que China se había mantenido esencialmente confuciana en su creencia en una sola verdad universal, aplicable en general, como principio de la conducta individual y de la cohesión social. Lo que había hecho el comunismo, apunté, era establecer el marxismo como el contenido de dicha verdad.

No recuerdo qué me llevó a hacer aquella afirmación, que, por muy precisa que fuera, en realidad no había tenido en cuenta los ataques de Mao contra los confucianos, que se suponía que obstaculizaban sus políticas. Zhou perdió la paciencia; fue la única ocasión en que lo vi hecho una furia. El confucianismo, dijo, era una doctrina de opresión de clase, mientras que el comunismo representaba una filosofía de la liberación. Con una insistencia inusitada, mantuvo la polémica, sin duda hasta cierto punto para que constara en el registro, en beneficio de Nancy Tang, la intérprete cercana a Jiang Qing, y a Wang Hairong, la sobrina nieta de Mao, que no se movía del círculo de Zhou.

Poco después nos enteramos de que Zhou padecía cáncer y lo habían retirado de las ocupaciones de gestión diarias. A ello le siguió un cambio espectacular. La visita a China había terminado con nota. La reunión con Mao no solo había sido la más fundamental de todas, sino que su simbolismo —su extensión, las efusivas muestras de cortesía, como el detalle de acompañarme hasta la antesala, el cordial comunicado— estaba pensado para poner énfasis en su significado. Mientras me iba, Zhou me dijo que consideraba que aquel había sido el diálogo más importante desde la visita secreta:

ZHOU: Le deseamos éxito a usted y también al presidente.

KISSINGER: Se lo agradezco y le agradezco asimismo la recepción que nos han ofrecido, como siempre.

ZHOU: Lo merecían. Y una vez establecido el rumbo, como en 1971, seguiremos con él.

KISSINGER: Nosotros haremos lo mismo.

ZHOU: Por eso utilizamos la expresión visión de futuro para describir su reunión con el presidente.³

El diálogo recogido en el comunicado nunca se concretó en la realidad. Las negociaciones sobre cuestiones económicas casi definidas del todo se quedaron sobre el papel. El jefe de la oficina de contacto volvió a Pekín, pero no regresó a Washington hasta al cabo de cuatro meses. El funcionario del Consejo de Seguridad Nacional encargado de China informó de que las relaciones bilaterales habían quedado «inmovilizadas».4 En el lapso de un mes, se hizo patente el cambio en la suerte de Zhou, aunque no su alcance.

A partir de entonces se supo que en diciembre de 1973, cuando aún no había transcurrido un mes después de lo descrito anteriormente, Mao obligó a Zhou a pasar por unas «sesiones de autocrítica» ante el Politburó para justificar su política exterior, descrita como excesivamente acomodaticia por Nancy Tang y Wang Hairong, los incondicionales del círculo de Mao. Durante las sesiones, Deng, de vuelta del exilio como posible alternativa a Zhou, resumió así las críticas imperantes: «Tu posición está a un paso [del] presidente. [...] Para otros, la presidencia está cercana, pero fuera de su alcance. En cambio, para ti está cercana y al alcance de la mano. Espero que lo tengas siempre en mente».5 En efecto, acusaban a Zhou de ser excesivamente ambicioso.

Cuando terminó la sesión, en una reunión del Politburó se criticó abiertamente a Zhou:

En general, [Zhou] pasó por alto el principio de evitar el «derechismo» en su alianza [con Estados Unidos]. Eso se debió fundamentalmente a que había pasado por alto las instrucciones del presidente. Sobrestimó el poder del enemigo y menospreció el poder del pueblo. Tampoco entendió el principio de combinar la diplomacia con el apoyo a la revolución.6

A principios de 1974, Zhou desapareció como dirigente político, supuestamente a causa del cáncer que padecía. Sin embargo, la enfermedad no basta para explicar el olvido en el que cayó. Ninguna autoridad china volvió a referirse a él. En mi primera reunión con Deng a comienzos de 1974, en repetidas ocasiones citó a Mao, pero hizo caso omiso de mis referencias a Zhou. Si había que referirse al historial de la negociación, nuestros homólogos chinos citaban las dos conversaciones con Mao en 1973. Vi a Zhou solo en otra ocasión en diciembre de 1974, cuando llevé a unos miembros de mi familia a Pekín en una visita oficial. Mi familia fue invitada al encuentro. Allí, en lo que nos dijeron que era un hospital pero parecía un pabellón de huéspedes estatal, Zhou evitó hablar de temas políticos o diplomáticos aduciendo que sus médicos le habían prohibido que hiciera esfuerzos. La entrevista duró poco más de veinte minutos. Se había organizado con esmero para dejar claro que el diálogo sobre las relaciones chino-estadounidenses con Zhou habían terminado.

Era un triste final a una carrera caracterizada por la lealtad absoluta hacia Mao. Zhou se había mantenido al lado del viejo presidente en los momentos de crisis que le habían obligado a compensar su admiración por el liderazgo revolucionario de Mao con el instinto pragmático y más humano de su propia naturaleza. Había sobrevivido porque era indispensable y, en un sentido decisivo, leal, demasiado leal, afirmaban sus críticos. Lo habían destituido del cargo cuando parecía que la tormenta amainaba y tenía el fin cerca. No había discrepado de la política de Mao como lo había hecho Deng diez años antes. En ningún contacto con Estados Unidos se detectó desviación alguna de lo que Mao había dicho (en cualquier caso, el presidente controlaba las reuniones leyendo todas las noches las transcripciones). Es cierto que Zhou trató a las delegaciones estadounidenses con la máxima —aunque distante— cortesía; aquel era el requisito previo para avanzar en la asociación con Estados Unidos que exigía la problemática situación de seguridad de su país. Yo interpreté su modo de actuar como una forma de facilitar lo que necesitaba China, no como una concesión a mi persona o a la de otros compatriotas míos.

Puede que Zhou hubiera empezado a plantearse la relación con Estados Unidos como algo permanente, mientras que Mao la consideraba una fase táctica. Tal vez Zhou había llegado a la conclusión de que China, recién salida de la devastación de la Revolución Cultural, no sería capaz de prosperar en el mundo a menos que pusiera fin a su aislamiento y pasara a formar parte del orden internacional. En realidad, es algo que supuse por el comportamiento de Zhou, no por sus palabras. En nuestro diálogo, nunca surgió ningún comentario personal. Al hablar conmigo, algunos de sus sucesores se refieren a él llamándole «su amigo Zhou». En la medida en que se refieren literalmente a esta condición —aunque aprecie un trasfondo irónico—, lo considero un honor.

Políticamente renqueante, escuálido, en fase terminal, Zhou hizo una última aparición pública en enero de 1975. Fue en una reunión del Congreso Nacional del Pueblo de China, la primera convocatoria de este tipo desde el inicio de la Revolución Cultural. Zhou, técnicamente, seguía siendo el primer ministro. Inauguró el congreso con alabanzas a la Revolución Cultural y a la campaña anticonfuciana formuladas con gran meticulosidad, es decir, a lo que prácticamente le había destruido, aunque él hablaba de su influencia calificando los dos hitos como «singulares», «importantes» y «trascendentales». Fue la última declaración pública de lealtad al presidente con el que había colaborado durante cuarenta años. Pero a medio discurso, Zhou emprendió, como si se tratara de la continuación lógica del programa, una nueva dirección. Volvió a examinar la propuesta que permanecía latente desde antes de la Revolución Cultural: dijo que China tenía que esforzarse por conseguir una «amplia modernización» en cuatro sectores clave: agricultura, industria, defensa nacional y ciencia y tecnología. Zhou precisó que hacía este llamamiento —en efecto, un rechazo de los objetivos de la Revolución Cultural— «siguiendo instrucciones del presidente Mao», si bien no aclaró cuándo y dónde se habían formulado estas.7

Zhou exhortó a China a lograr las «cuatro modernizaciones» «antes de que acabara el siglo». Quienes le escuchaban comprendieron que él no vería hecho realidad su objetivo. Y tal como atestiguaba la primera parte de su discurso, suponiendo que se llevara a cabo la modernización, se conseguiría después de otra lucha ideológica. Aun así, los allí presentes recordarían sus palabras, en parte previsión, en parte reto: «A finales del siglo XX, la economía nacional china se situará entre las primeras del mundo».8 En los años posteriores, algunos considerarían aquellas palabras y abogarían por el progreso tecnológico y la liberalización económica, incluso corriendo un serio riesgo político y personal.

ÚLTIMAS REUNIONES CON MAO: LAS GOLONDRINAS Y LA TORMENTA QUE SE AVECINA

Después de la desaparición de Zhou, a principios de 1974, Deng Xiaoping se convirtió en nuestro interlocutor. Pese a que acababa de regresar del exilio, se ocupó de los asuntos con el aplomo y la seguridad en sí mismo que parecían innatos en los dirigentes chinos, y poco después fue nombrado viceprimer ministro ejecutivo.

Para entonces ya se había abandonado —hacía tan solo un año— la idea de la línea horizontal, porque se asemejaba demasiado a los conceptos de alianza tradicionales y limitaba la libertad de acción de China. En su lugar, Mao presentó la perspectiva de los «tres mundos», que ordenó a Deng anunciar en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU en 1974. El nuevo planteamiento sustituía la línea horizontal por una perspectiva de tres mundos: Estados Unidos y la Unión Soviética pertenecían al primer mundo; Japón y Europa formaban parte del segundo mundo; y todos los países subdesarrollados constituían el Tercer Mundo, al que también pertenecía China.9

Según esta perspectiva, los asuntos del mundo se desarrollaban a la sombra del conflicto entre las dos superpotencias nucleares. Como expuso Deng en su discurso en la ONU:

Puesto que las dos superpotencias compiten por la hegemonía en el mundo, las contradicciones entre ellas son irreconciliables; una de ellas no tiene más opción que dominar a la otra o ser dominada por ella. Su compromiso y su connivencia solo pueden ser parciales, temporales y relativos, mientras que su discrepancia lo abarca todo, es permanente y absoluta. [...] Pueden llegar a ciertos acuerdos, pero no son más que de fachada, engañosos.10

El mundo en desarrollo tenía que utilizar aquel conflicto para sus propios objetivos: las dos superpotencias habían «creado su propia antítesis» al «suscitar una fuerte resistencia entre el Tercer Mundo y la población de todo el planeta».¹¹ El auténtico poder no reside en Estados Unidos o la Unión Soviética; al contrario: «Quien tiene realmente el poder es el Tercer Mundo y la población de todos los países al unirse, atreverse a luchar y atreverse a ganar».¹²

La teoría de los tres mundos devolvió a China la libertad de acción, como mínimo desde el punto de vista ideológico. Permitía diferenciar entre las dos superpotencias a conveniencia. Proporcionaba un medio para que China consiguiera un papel activo, independiente, a través de su función en el mundo en desarrollo, y le facilitaba además flexibilidad táctica. Así y todo, no podía resolver el desafío estratégico de China, como había explicado Mao en sus dos largas conversaciones en 1973: la Unión Soviética constituía una amenaza para Asia y Europa; China tenía que participar en el mundo si quería acelerar su desarrollo económico; y había que mantener la semialianza entre China y Estados Unidos, a pesar de que la evolución interna de ambos países presionaba a sus gobiernos en dirección contraria.

¿Había alcanzado suficiente influencia con Mao el elemento radical para llevar a la destitución de Zhou? ¿O puede que Mao utilizara a los radicales para derribar a su número dos de la misma manera que había hecho con los predecesores de Zhou? Sea cual fuere la respuesta, Mao necesitaba la triangulación. Simpatizaba con los radicales, pero era un estratega demasiado destacado para abandonar la seguridad que podía proporcionar Estados Unidos; al contrario, pretendía fortalecerla todo el tiempo que los estadounidenses demostraran ser unos socios efectivos.

Un acuerdo impreciso conseguido en una cumbre entre el presidente Ford y el primer ministro soviético Brézhnev en Vladivostok, en noviembre de 1974, complicó las relaciones entre Estados Unidos y China. Se había tomado la decisión por razones puramente prácticas. Ford, como nuevo presidente, tenía interés en conocer a su homólogo soviético. Se decidió que no podían ir a Europa sin haber establecido contacto con algunos dirigentes europeos deseosos de entablar relaciones con el nuevo presidente, lo que iba a apretar bastante la agenda del presidente estadounidense. Durante la presidencia de Nixon ya se había programado un viaje a Japón y Corea; un desvío de veinticuatro horas a Vladivostok no era excesivo para la planificación presidencial. Durante el proceso, no tuvimos en cuenta que Rusia se había hecho con Vladivostok un siglo antes en uno de los «tratados desiguales» constantemente criticados en China y que la ciudad se encontraba en el extremo oriental ruso, donde los conflictos entre China y la Unión Soviética habían llevado a la nueva planificación de nuestra política respecto a China hacía unos años. Las conveniencias técnicas habían pasado por encima del sentido común.

La irritación de los chinos con Washington tras la reunión de Vladivostok seguía patente cuando me desplacé de Vladivostok a Pekín en diciembre de 1974. Fue la única visita en la que Mao no me recibió. (Puesto que nunca podía solicitarse una reunión, el desaire podía presentarse como una omisión en lugar de como un rechazo.)

Dejando a un lado el traspié, Estados Unidos siguió fiel a la estrategia iniciada durante la administración de Nixon, independientemente de las fluctuaciones en las políticas internas de China y Estados Unidos. Suponiendo que los soviéticos hubieran atacado China, ambos presidentes con los que trabajé, Richard Nixon y Gerald Ford, habrían apoyado totalmente a China y hecho todo lo posible para acabar con la aventura soviética. Estábamos también firmemente decididos a defender el equilibrio internacional. Así y todo, consideramos que se servía mejor a los intereses estadounidenses y a la paz mundial si Estados Unidos mantenía la capacidad de diálogo con los dos gigantes comunistas. Si nos situábamos más cerca de cada uno de ellos de lo que se encontraban ambos entre sí podíamos conseguir la máxima flexibilidad diplomática. Lo que Mao describía como «simulacro de combate» era lo que tanto Nixon como Ford creían imprescindible para establecer un consenso en política exterior después de la guerra de Vietnam, del Watergate y de la llegada al poder de un presidente no electo.

En esta situación internacional e interior, mis dos últimas conversaciones con Mao tuvieron lugar en octubre y diciembre de 1975. Brindó la ocasión para ello la primera visita a China del presidente Ford. La primera reunión se dedicó a preparar la cumbre entre los dos dirigentes; la segunda, a la conversación en sí. En ellas, además de dejar patente un resumen de las últimas perspectivas del presidente que se encontraba a las puertas de la muerte, se demostró la colosal fuerza de voluntad de Mao. Su salud ya era precaria cuando se reunió con Nixon; pero luego estaba en una situación física desesperada. Necesitaba la asistencia de dos enfermeras para levantarse de la silla. Apenas podía hablar. Dado que el chino es una lengua tonal, Mao, martirizado por las dolencias, mandó a la intérprete poner por escrito el significado de los resuellos que salían de su maltrecho cuerpo. Esta le mostraba luego la interpretación y él asentía o negaba con la cabeza ante el texto. Teniendo en cuenta sus enfermedades, el presidente llevó adelante las dos conversaciones con una lucidez extraordinaria.

Más destacable fue la forma en que dichos encuentros reflejaron la agitación interior que vivía Mao cuando ya tenía un pie en la tumba. Con sarcasmo y agudeza, provocando y también colaborando, sus salidas rezumaban una convicción revolucionaria en pugna con un complejo sentido de la estrategia. Mao inició la conversación del 21 de octubre de 1975 poniendo en cuestión un comentario banal que le hice a Deng el día anterior en el sentido de que China y Estados Unidos no querían nada uno del otro: «Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir a la otra, ¿por qué habría venido usted a Pekín? Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir, ¿por qué deseaba venir a Pekín y por qué nosotros hemos estado dispuestos a recibirle a usted y al presidente?».¹³ En otras palabras, las expresiones de buena voluntad abstractas no tenían sentido alguno para el apóstol de la revolución permanente. Seguía en su búsqueda de una estrategia común, y como estratega, reconocía la necesidad de las prioridades aunque fuera a costa de sacrificar temporalmente algunos de los objetivos históricos de China. Así pues, avanzó una garantía respecto a la reunión anterior: «La cuestión secundaria es Taiwan; la primordial, el mundo».14 Como tenía por costumbre, Mao llevó al extremo la necesidad con su característica combinación de fantasía, imperturbable paciencia e implícita amenaza, en algunos momentos con un discurso esquivo, cuando no insondable. No solo mantuvo la calma, como había indicado que haría en la reunión con Nixon y las siguientes conmigo, sino que no quiso confundir el debate sobre Taiwan con la estrategia para la protección del equilibrio mundial. Por consiguiente, hizo una afirmación impensable dos años antes: dijo que en aquellos momentos China no quería Taiwan:

MAO: Es mejor que esté en sus manos. Si quisieran devolvérmelo ahora, diría que no, porque no es algo deseable. Allí hay un hatajo de contrarrevolucionarios. Dentro de cien años nos interesará [gesticuló con la mano] y entonces lucharemos por recuperarla.

KISSINGER: Cien años no.

MAO: [Contando con gestos de la mano] Es difícil precisarlo. Cinco años, diez, veinte, cien años. Es difícil precisarlo. [Señala hacia el techo] Y cuando me vaya al cielo y vea a Dios, le diré que es mejor que Taiwan esté bajo la tutela de Estados Unidos.

KISSINGER: Le sorprenderá mucho oír eso del presidente.

MAO: No, porque Dios les protege a ustedes, no a nosotros. Dios no nos quiere [gesticula con las manos] porque yo soy un caudillo militante, y además comunista. He aquí por qué no me quiere. [Señala a los tres estadounidenses]15 Les quiere a usted, a usted y a usted.16

No obstante, existía una urgencia en llevar correctamente la cuestión de la seguridad internacional: según Mao, China había pasado al último lugar en las prioridades estadounidenses entre los cinco centros de poder del mundo, con la Unión Soviética en la primera posición, seguida por Europa y Japón: «Vemos que lo que hacen es saltar hacia Moscú utilizando como palanca nuestros hombros, unos hombros que ahora resultan inútiles. Estamos en quinto lugar. Somos el dedo meñique».17 Por otra parte, seguía Mao, a los países europeos, aunque superaran a China en términos de poder, les intimidaba la Unión Soviética, lo que resumió en una alegoría:

MAO: Este mundo no está tranquilo; se avecina una tormenta de viento y lluvia. Y ante la llegada de la lluvia y el viento, vemos a las golondrinas atareadas.

TANG: Él [el presidente] me pregunta cómo se dice «golondrina» en inglés y qué significa «gorrión». Le he respondido que son dos pájaros distintos.

KISSINGER: Sí, aunque espero que tengamos un poco más de influencia sobre la tormenta que las golondrinas sobre el viento y la lluvia.

MAO: Es posible posponer la llegada del viento y de la lluvia, pero difícil impedir que vengan.18

Cuando repliqué que estábamos de acuerdo sobre la llegada de la tormenta, pero maniobrábamos para situarnos en la mejor posición de cara a la supervivencia, Mao respondió con una palabra lapidaria: «Dunkerque».19

Mao explicó que el ejército estadounidense en Europa no era suficientemente fuerte para oponer resistencia al ejército de tierra soviético y que la opinión pública impediría utilizar armamento nuclear. No aceptó mi afirmación de que Estados Unidos probablemente utilizaría armamento nuclear en defensa de Europa: «Existen dos posibilidades. Una es la de ustedes; la otra, la del New York Times»20 (en referencia al libro Can America Win the Next War?, del periodista del New York Times Drew Middleton, quien ponía en duda que Estados Unidos pudiera imponerse en una guerra general con la Unión Soviética en Europa). Al menos, añadió el presidente, no tiene importancia, porque ni en un caso ni en otro China confiaría en las decisiones de otros países:

Adoptamos la estrategia de Dunkerque, es decir, dejaremos que ocupen Pekín, Tianjin, Wuhan y Shanghai y de esta forma, por medio de estas tácticas venceremos y el enemigo quedará derrotado. Las dos guerras mundiales, la primera y la segunda, se llevaron a cabo de esta forma y la victoria se consiguió más tarde.²¹

Mientras tanto, Mao hacía un esbozo en el que colocaba algunas piezas en su perspectiva internacional del tablero de wei qi. Europa estaba «demasiado dispersa, demasiado disgregada»;²² Japón aspiraba a la hegemonía; la unificación alemana era deseable, pero solo iba a conseguirse si se debilitaba la Unión Soviética, y «sin una lucha, no podía debilitarse la Unión Soviética».²³ En cuanto a Estados Unidos, «no hacía falta llevar de aquella forma el caso Watergate»,24 es decir, destruir a un presidente de probada solidez por unas controversias de carácter interno. Mao invitó al secretario de Defensa, James Schlesinger, a visitar China —tal vez como parte integrante del séquito del presidente Ford en su visita, donde podría recorrer las regiones fronterizas cercanas a la Unión Soviética, como Xinjiang y Manchuria—. Probablemente, esto se hizo para demostrar que Estados Unidos estaba dispuesto a correr el riesgo de enfrentarse a la Unión Soviética. Se trataba asimismo de un intento poco sutil de situar a China en las discusiones internas estadounidenses, puesto que se había informado de que Schlesinger había cuestionado la política de distensión reinante.

Parte de la dificultad se centraba en un problema de perspectiva. Mao era consciente de que no iba a durar mucho y estaba impaciente por asegurar que después de él se impondría su punto de vista. Habló con la melancolía propia de la senectud, intelectualmente consciente de los límites, aún no preparado del todo para enfrentarse a que, para él, el repertorio de alternativas iba disminuyendo y desaparecían los medios para ponerlas en práctica.

MAO: He cumplido ya ochenta y dos años. [Señala al secretario Kissinger] ¿Cuántos años tiene usted? Cincuenta tal vez.

KISSINGER: Cincuenta y uno.

MAO: [Señala al viceprimer ministro Deng] Él, setenta y uno. [Agita las manos] Y cuando estemos todos muertos, yo mismo, él [Deng], Zhou Enlai y Ye Jianying, usted seguirá vivo. ¿Ve? Nosotros, los viejos, no lo lograremos. No vamos a seguir adelante.25

Añadió: «Yo estoy en una vitrina de cara a las visitas».26 Pero a pesar de su decrepitud física, el frágil presidente no podía permanecer en una postura pasiva. Cuando terminaba la reunión —un momento que solía conllevar un gesto de conciliación—, de pronto desató el desafío sin contención, afirmando la inmutabilidad de su trayectoria revolucionaria:

MAO: Usted no conoce mi temperamento. Me gusta que las personas digan pestes de mí [levanta la voz y golpea la butaca con la mano]. Tiene que decir que el presidente Mao es un viejo burócrata, y así me apresuraré para reunirme con usted. Si no me insulta, no voy a verlo y me limitaré a dormir tranquilamente.

KISSINGER: Eso es difícil para nosotros, sobre todo lo de llamarle burócrata.

MAO: Lo ratifico [golpea la butaca con la mano]. Solo me sentiré contento cuando todos los extranjeros peguen porrazos sobre la mesa y me insulten.

Mao intensificó aún más la cuestión de la amenaza provocándome sobre la intervención china en la guerra de Corea:

MAO: La ONU aprobó una resolución presentada por Estados Unidos en la que se declaraba que China había agredido a Corea.

KISSINGER: Eso fue hace veinticinco años.

MAO: En efecto. No tiene una vinculación directa con usted. Fue en la época de Truman.

KISSINGER: Eso es. Hace mucho tiempo, y nuestro parecer ha cambiado.

MAO: [Se toca la parte superior de la cabeza] Pero aún no se ha anulado la resolución. Sigo con el sambenito de «agresor». De todas formas, lo considero el mayor honor, el que ninguno puede superar. Es positivo, muy positivo.

KISSINGER: Por tanto, ¿no habría que cambiar la resolución de la ONU?

MAO: No, no lo hagan. Nosotros nunca hemos presentado esa petición. [...] No tenemos forma de negarlo. Efectivamente, hemos agredido a China [Taiwan] y también a Corea. ¿Querrá usted ayudarme a hacer pública la declaración, tal vez en uno de sus informes?

KISSINGER: Creo que dejaré que lo hagan público ustedes. Puede que yo no hiciera la declaración históricamente correcta.27

Mao establecía como mínimo tres puntos: primero, China estaba preparada para resistir sola, como había hecho en la guerra de Corea contra Estados Unidos y en la década de 1960 contra la Unión Soviética; segundo, reafirmaba los principios de la revolución permanente que había presentado en esas confrontaciones, aunque pudiera resultar tan poco atractiva a las superpotencias; por fin, estaba dispuesta a volver a ellos si veía frustrado su propio rumbo. La apertura hacia Estados Unidos no implicaba para Mao el fin de la ideología.

Los prolijos comentarios de Mao reflejaban una profunda ambigüedad. Nadie comprendía mejor que el moribundo presidente los imperativos geopolíticos de China. En aquel momento de la historia entraban en pugna con la idea tradicional de la autosuficiencia de China. Pese a las críticas de Mao sobre la política de la distensión, Estados Unidos sufrió la confrontación con los soviéticos y tuvo que pagar la mayor parte de los gastos militares del mundo no comunista. Aquellos fueron los requisitos previos para la seguridad de China. Habían pasado cuatro años desde el restablecimiento de las relaciones con China. Estábamos de acuerdo con la perspectiva general de Mao sobre la estrategia. No se podía delegar a China su ejecución y Mao era consciente de ello. Pero el dirigente chino se oponía precisamente a este margen de flexibilidad.

Por otra parte, para asegurar que el mundo comprendía los vínculos que seguían existiendo y sacaba de ello las conclusiones correctas, una declaración china anunció que Mao «había mantenido una conversación con Kissinger en un clima amistoso». Esta declaración positiva se acompañaba con una sutil perspectiva en la imagen que la ilustraba: en ella se veía a Mao sonriendo al lado de mi esposa y a mí moviendo un dedo, sugiriendo que tal vez Estados Unidos necesitaba una cierta guía altruista.

Siempre resultaba difícil resumir los comentarios elípticos y aforísticos de Mao, incluso a veces comprenderlos. En un informe oral que hice para el presidente Ford, le describí el talante de Mao como «algo admirable» y le recordé que aquella era la misma gente que había llevado adelante la Larga Marcha (la retirada estratégica de un año a través de terrenos complicados, bajo ataques frecuentes, que había conservado la causa de la China comunista durante la guerra civil).28 El objeto del comentario de Mao no tenía como tema la distensión, sino el de aclarar cuál de las tres partes de la relación triangular podía quedar absorbida en la crisis en evolución. Como le dije al presidente Ford:

Le garantizo que si entramos en conflicto con la Unión Soviética, nos atacarán a nosotros y a la Unión Soviética y atraerán a su alrededor al Tercer Mundo. Para nuestras relaciones con China, lo mejor es establecer buenos vínculos con la Unión Soviética, y viceversa. Nuestro problema es la debilidad: nos ven en conflicto con las SALT y la distensión. Ellos juegan con ventaja.29

Winston Lord, en aquellos momentos jefe de personal de Planificación Política del Departamento de Estado y responsable de la organización de mi visita secreta y posteriormente de política china, añadió una sutil interpretación de los ambiguos comentarios de Mao, que yo trasladé al presidente:

El mensaje básico del presidente estaba claro, así como los temas principales. Evidentemente, montaron un marco estratégico para la visita de Kissinger pensando en la evolución de nuestras relaciones en los dos últimos años. Pero quedaban algunos pasajes críticos sin descifrar. Existe la tendencia de buscar las sutilezas, el significado profundo que encierra el discurso mundano y lacónico del presidente. En la mayor parte de los casos se ve claro el sentido general. En otros, sin embargo, puede no haber nada especialmente significativo, o puede haber aparecido un atisbo de la senilidad del hombre. [...] Por citar solo uno de los ejemplos de ambigüedad: ¿«No sabría usted de algo que pudiera ayudarme a solucionar el problema que tengo ahora mismo, la dificultad de hablar con claridad?». Lo más probable es que se tratara de una frase sin importancia sobre su salud. Parece casi imposible que pidiera en serio asistencia médica. Pero ¿no sería que quería transmitir que no se oía su voz en China (o en el mundo), que su influencia había quedado ya muy limitada y quería que Estados Unidos lo ayudara a afianzar su posición por medio de nuestra política? ¿Acaso pretendía que le ayudáramos a «hablar con claridad» en el sentido más amplio?30

En aquellos momentos, los comentarios de Lord me parecieron exagerados. Teniendo en cuenta que desde entonces he aprendido mucho sobre las maniobras internas de China, ahora me planteo que Mao se refería a aquello en el sentido más amplio.

En todo caso, el viaje de octubre para preparar el terreno de la visita de Ford se desarrolló en un ambiente gélido, que reflejaba las tensiones internas de China. Nos pareció tan poco prometedor que limitamos la visita presidencial a tres días, eliminamos dos paradas fuera de Pekín y las sustituimos por breves visitas a Filipinas e Indonesia.

Cuando volví de China, ya habían destituido a Schlesinger como secretario de Defensa y habían nombrado a Donald Rumsfeld como sustituto. Se me comunicó más tarde y en realidad habría preferido que no se hubiera producido el cambio; estaba convencido de que aquel nombramiento crearía polémica en el ámbito de la política exterior de Washington y que la controversia podía poner en peligro el proceso diplomático en el que me veía envuelto. En efecto, la dimisión no tuvo nada que ver con la invitación de Mao para que Schlesinger visitara China. La iniciativa de Ford constituía un intento de preparar las defensas para una inminente campaña política; siempre se había sentido incómodo ante la mordacidad de Schlesinger. Pero sin duda algunos dirigentes chinos interpretaron la dimisión de este como una demostración del rechazo a las críticas contra China.

Un poco más tarde, la primera semana de diciembre, el presidente Ford hizo su visita inaugural a China, durante la cual quedó patente la división interna de este país. La esposa de Mao, Jiang Qing, artífice de la Revolución Cultural junto con otros comunistas, hizo acto de presencia tan solo unos minutos en una recepción ofrecida en un evento deportivo. Qing mantenía su poder y mostró una actitud cortés, aunque fría y distante, en el poco espacio de tiempo en que estuvo presente. (Durante la estancia de Nixon solo había aparecido para presentar el ballet revolucionario.)

Mao estuvo casi dos horas conversando con Ford y en ese tiempo se hizo patente la división entre los dirigentes chinos. Su estado de salud se había deteriorado un poco respecto a cuando le había recibido cinco semanas antes. Sin embargo, había decidido que hacía falta dar un impulso a las relaciones con Estados Unidos y emprendió la tarea con buen humor:

MAO: Su secretario de Estado ha interferido en mis asuntos internos.

FORD: ¿En qué sentido?

MAO: No me ha permitido que vaya a reunirme con Dios. Incluso me dice que desobedezca la orden que Dios me ha dado. Dios me ha mandado una invitación, pero él [Kissinger] dice que no tengo que aceptarla.

KISSINGER: Si lo hiciera, se produciría una combinación de una fuerza desmesurada.

MAO: Él es ateo [Kissinger]. Va contra Dios. Y al mismo tiempo pretende minar mis relaciones con Dios. Es un hombre feroz y no tengo más remedio que obedecer sus órdenes.³¹

Mao siguió con el comentario de que no esperaba que ocurriera «nada excepcional» en las relaciones entre Estados Unidos y China durante los dos años siguientes, o sea, en el período de las elecciones presidenciales de 1976 y después de estas. «Puede que luego la situación mejore un poco.»³² ¿Se refería a que cabía la posibilidad de que surgiera de ello una mayor unidad en Estados Unidos, o que para entonces se hubieran superado las luchas internas en China? Sus palabras venían a decir que esperaban que la tambaleante relación durara toda la presidencia de Ford.

Lo que explicaba con más claridad el paréntesis en la relación Estados Unidos-China era la situación interna en este último país. Mao captó en un comentario de Ford que valoraba la tarea del jefe de la oficina de contacto de Pekín con Washington (Huang Zhen) y que esperaba que siguiera en el cargo:

Algunos jóvenes lo critican [al embajador Huang].³³ Y estas dos [Wang y Tang]34 dirigen también alguna crítica al señor Qiao.35 Y es gente con la que no se puede jugar. Por otra parte, de sus manos llegará el sufrimiento, es decir, una guerra civil. Hoy se ven en el exterior muchos carteles con letras grandes. Pueden acercarse a la Universidad de Tsinghua y a la de Pekín para echar un vistazo.36