CAPITULO IV
PRENTISS Thielen arrojó el cigarro al suelo y lo aplastó rabiosamente con la punta de la bota. Estaba asustado y la prueba de ello eran los innumerables cigarros que tapizaban el suelo de la habitación. Todos se hallaban a medio consumir y habían sido pisados, como si el tabaco fuese el enemigo particular del comprador de ganado.
Prentiss tenía cuarenta y ocho años, medía cinco pies y tres pulgadas. Era muy ancho de espaldas y el vientre, abultado, parecía que quería huir por encima del grueso cinturón que lo aprisionaba.
Sus facciones eran toscas, anchas y coloradas. Todo su aspecto resultaba demasiado untuoso, falso e hipócrita. Vestía una levita negra, pantalones a rayas grises, botas de montar, camisa clara y corbata de lazo. Sobre una silla tenía un sombrero de anchas alas y copa aplastada. No llevaba armas a la vista, pero en la axila izquierda, oculto por la levita, tenía un revólver del calibre 32 que siempre le había dado muy buenos resultados.
Paseaba como un tigre enjaulado por el interior de la habitación y muy a menudo levantaba la sucia cortina que cubría la ventana para echar rápidas miradas a la calle.
Encendió otro cigarro y le dio un par de furiosas chapadas, después secó el sudor que resbalaba por su rostro y continuó paseando. Aquella mañana, cuando en la calle estallaron las secas detonaciones de las recortadas, él estaba durmiendo, ya que se había acostado al amanecer, después de una animada partida de poker
El había ganado; también había ganado un vaquero llamado Philip Rigg, aunque suponía que el dinero no le había aprovechado mucho, porque cuando salió del saloon fue seguido por un jugador profesional, poco después se oyeron dos apagadas detonaciones y el jugador regresó visiblemente satisfecho.
No prestó mucha atención a lo que ocurría en la calle. Estaba acostumbrado a vivir en ciudades broncas, donde los disparos formaban parte de la vida normal. Lo que le extrañó fue el profundo silencio que reinó bruscamente en la calle.
Se levantó y sin ponerse los pantalones se asomó a la ventana. Lo que vio le hizo dar un salto hacia atrás, como si temiese ser visto. El sueño huyó dé sus ojos... y también el color de su abotagado rostro.
¡Allí, en Burlington, apenas a treinta yardas de distancia, se hallaban aquellos malditos texanos...! Prentiss comprendió que había cometido un enorme error al regresar del Este después de vender las reses que había robado a Matt, Ray y Brian, pero su ambición .no tenía límites. ¡Tenía que continuar comprando ganado robado...!, y cuando se presentase la ocasión repetir la jugada que había hecho en Denver.
Pero ya era tarde para rectificar. Aquellos hombres habían seguido su rastro a través de diversos territorios y ciudades... y eran tres hombres sin piedad, capaces de bajar al infierno, pegarle seis balazos al mismo Satanás y después regresar a la tierra.
Prentiss sabía que su única salvación estaba en la huida. Nerviosamente se puso los pantalones, las botas y la levita, pero tuvo que quitarse ésta porque se había olvidado de ponerse la camisa.
Cuando quedó completamente vestido sacó un alargado maletín que había ocultado a los pies de la cama. Lo abrió y lanzó una mirada a los paquetes de dinero que lo llenaban hasta la mitad. Allí estaba el dinero que había robado a los texanos. También había otro porcentaje de otras estafas; total ciento ochenta mil dólares..., el producto de toda una vida de ladrón y canalla.
Encima de los dólares había un pesado Colt del 45. Prentiss solamente lo usaba en casos desesperados. Cerró el maletín, dejando el revólver en su interior. Era mejor que aquellos tres diablos creyesen que estaba desarmado. Había oído decir que a pesar de ser ladrones de ganado, nunca disparaban contra un hombre que no llevase armas.
Dejó el maletín al alcance de su mano y volvió a la ventana. Levantó ligeramente la cortina y miró hacia abajo. Ahogó una maldición al ver que los tres y el campesino que se había salvado de la horca se hallaban delante mismo de la puerta, como si esperasen que él saliese para descargarle en el vientre aquellas peligrosas recortadas.
Al mediodía, cuando vio que los tres texanos habían desaparecido, cogió el maletín, se encasquetó el sombrero, y descendió a la planta baja. Kirch, con el escaso pelo que le quedaba, cuidadosamente peinado y lleno de brillantina, se hallaba detrás del mostrador, secando un enorme montón de vasos.
—Hola, Prentiss. ¿Has dormido bien?—preguntó sin dejar de secar vaso tras vaso.
—No lo sé. ¿Dónde están los tres tipos que han impedido el linchamiento?—preguntó nerviosamente el obeso comprador de ganado lanzando temerosas miradas hacia las batientes puertas.
—¿Los conoces?—preguntó Kirch en vez de contestar.
—No..., no, solamente he visto lo ocurrido desde mi ventana—contestó Prentiss no muy seguro.
—Van buscando a un comprador de ganado... que tiene cierto parecido contigo—dijo Kirch burlonamente sin dejar de secar vasos.
—¿Han estado aquí?—preguntó Prentiss dando un salto hacia la escalera que conducía al piso superior.
—Sí.
—¿Dónde..., dónde están ahora?
Kirch se limitó a encogerse de hombros. Nunca se preocupaba de los asuntos de sus clientes..., lo que le permitía continuar vivo cuando otros cuatro propietarios del saloon habían muerto en «tiroteos accidentales».
Matt había estado en el loca! preguntando por Prentiss, pero Kirch había seguido el mismo sistema. Ni había negado ni afirmado..., siempre limpiaba vasos y se encogía de hombros.
Matt no se dejó engañar, y conociendo la afición que Prentiss tenía al poker, comprendió que estaba en aquel local. Salió del saloon y se dirigió al establo más cercano. Allí, el viejo encargado no fue tan prudente y recordó perfectamente a Prentiss e incluso indicó la habitación que ocupaba.
Matt fue a colocarse en una barbería situada a unas veinte yardas del edificio de Kirch. El saloon y hotel llevaba el nombre de «Snake Palace» y no era nada más que un sucio edificio de madera levantado sobre la tumba de Richard Burlington, el obispo mormón que había dado su nombre al poblado, muy a pesar suyo, porque si él no hubiese sido ahorcado, Burlington se llamaría de otra forma.
Los cuatro propietarios del «Snake» habían tenido más suerte que el mormón. Los cuatro habían sido enterrados por Ephraim, y como el judío no carecía de cierto sentido de la estética, los había colocado uno a continuación del otro... y había dejado espacio suficiente para enterrar a Kirch y a los futuros dueños del saloon.
Era curioso leer en las lapidas: «Mike Collins, propietario del «Snake Palace»... «Joseph Black, propietario del «Snake Palace»... «Lewis Summer, propietario del «Snake Palace»... «Samuel Sterling, propietario del «Snake Palace»...
El comprador de ganado no hizo más preguntas. Sin despedirse de Kirch abandonó el «Snake» y salió a la calle. El dueño del local no le pidió ¡que abonase la cuenta porque tenía la seguridad, de que no tardaría en regresar.
No se equivocó. Prentiss cruzó la calle corriendo, entró en la compañía de diligencias..., y dio media vuelta rápidamente al descubrir a Roy fumando tranquilamente en el incómodo banco.
El texano se puso en pie y sin quitarse el cigarrillo de los labios salió detrás de Prentiss. Este, cada vez más blanco, nervioso y aterrado, se dirigió hacia el establo..., pero también retrocedió al ver a Brian.
Jadeando a causa del esfuerzo, regresó al «Snake»..., pero Matt ya no se hallaba en la barbería. Prentiss lanzó una mirada llena de pánico por encima de su hombro antes de penetrar en el local y un escalofrío de terror recorrió su obeso cuerpo, haciendo temblar sus grasas, cuando vio a Roy y a Brian descender por la polvorienta calle llevando las recortadas acunadas entre sus brazos.
Kirch sonrió cuando lo vio pasar jadeando como una vaca asmática. Cruzó la sala de juego, no se detuvo en el mostrador para hablar con el dueño del saloon y a pesar de su obesidad, subió los peldaños de dos en dos.
Al llegar al piso superior se encaminó hacia su habitación, empujó violentamente la puerta y una vez en el interior de la sucia estancia llena de colillas, cerró rápidamente y apoyó la sudorosa frente en la reseca madera.
Giró sobre sus pies..., y un alarido de terror, más parecido al chillido de un cerdo que llevan al matadero, brotó de su garganta. ¡Allí, tranquilamente sentado a los pies de la cama, fumando y encañonándole con la recortada, estaba Matt Dawne!
—Hola, Prentiss, no pareces muy contento al verme, a pesar de que han pasado algunos meses —dijo lentamente Matt sin moverse.
—Yo..., yo..., no podía esperar en Denver..., mis negocios...
—Lo comprendo, Prentiss, siempre has sido un hombre muy ocupado. No te esfuerces en convencerme ni me cuentes que tu madre se puso enferma y tuviste que salir de Denver sin poder hacemos una visita al incómodo y frío calabozo. No, no me lo cuentes porque siempre he sido muy sensible y me harías llorar—contestó muy seriamente Matt.
—No, no fue mi madre...
—¿La has tenido, Prentiss? Alguien me aseguró que eras hijo de un billete de diez dólares y de una moneda de cincuenta centavos.
Prentiss iba a contestar cuando unos discretos golpes sonaron en la puerta. El ganadero se pasó el dorso de la mano por los resecos labios y miró suplicante a Matt.
—Puedes abrir, Prentiss.,,—dijo éste—...son tus viejos y queridos amigos Roy Break y Brian Downey que están ansiosos de verte. Abre..., o te lleno la tripa de perdigones tan gruesos como garbanzos.
El comprador de ganado abrió..., al segundo intento. Sus manos temblaban tanto que la llave se escurrió de sus dedos. Finalmente pudo abrir y un empujón que nada tenía de cariñoso lo mandó al centro de la habitación.
Roy fue el primero en entrar y Brian se encargó de cerrar la puerta y después de dar dos vueltas a la llave, la guardó en uno de sus bolsillos.
El comprador de ganado sudaba a chorros. Si los tres texanos hubiesen gritado, golpeado y amenazado, se hubiese sentido más seguro, pero aquella calma y tranquilidad, le aterraban más que todas las amenazas.
—Tenemos una pequeña cuenta pendiente, Prentiss..., y hemos venido para saldarla. Se trataba de mil reses..., a sesenta dólares cada una, lo que hace un total de setenta mil dólares—dijo Matt
—Sesenta mil—rectificó Brian.
—¡He dicho setenta mil.,., y son setenta mil! —exclamó Matt con gran firmeza.
—Tienes razón, yo siempre he sido una desgracia en cuestión de números—contestó Brian.
—El precio de las reses era a cuarenta dólares por cabeza—dijo tímidamente Prentiss que había dado aquel precio porque no pensaba pagarlo.
—Esto era en Denver, Colorado, ahora estamos en Burlington, Idaho..., y aquí valen sesenta. ¿Estás de acuerdo?—preguntó Matt.
—Sí..., creo que sí—respondió el comprador.
—En este caso, puedes empezar a pagar—insinuó Brian.
Prentiss asintió mudamente y se dirigió hacia la puerta. Recogió el alargado maletín, lo dejó sobre la cama y lo abrió. Sus dedos rozaron la culata del pesado revólver, pero si pensaba empuñarlo, la voz de Roy le demostró que iba a cometer Un suicidio.
—Si se te ocurre cogerlo, Prentiss, no sé si alguien quedará huérfano, pero sí sé que tú estarás muerto.
—Solamente pensaba coger el dinero—contestó Prentiss.
—Es mejor que lo haga yo. En el Ejército llegué a ser capitán pagador—dijo Matt apoderándose del maletín.
—Hay más dinero del que les debo—protestó Prentiss que al ver que no lo mataban inmediatamente empezaba a recobrar la calma.
—¿Estás seguro? Bien, lo contaremos cuando llegue la noche...—contestó Matt cerrando el maletín—...ahora queremos hacerte unas preguntas; esperamos que contestes a ellas.
—Sí..., lo haré—respondió el comprador de ganado lanzando una mirada llena de tristeza a> su maletín.
—¿Qué haces en Burlington?—preguntó Brian.
—Comprar ganado. Un ganadero llamado Whipple me mandó llamar. Yo me hallaba en Salt Lake City cuando recibí su aviso.
—Tú solamente te dedicas a comprar ganado robado, Prentiss y Whipple se dedica a criar reses?. El precio que tú le pagarías por ellas sería ruinoso—dijo Matt.
—Fijamos la cantidad de treinta y dos dólares por cabeza..., y se trata de ganado robado—contestó Prentiss que solamente deseaba salvar su cabeza sin importarle si sus declaraciones mandaban a otro hombre al infierno.
—Creo adivinar el juego de nuestro amigo Cash —comentó Matt.
—Yo tenía que recoger las manadas en Salmón, a orillas del río que lleva este mismo nombre— dijo Prentiss.
—¿Sabes algo sobre la muerte de un hombre llamado Philip Rigg que fue asesinado ayer noche?—preguntó Roy.
—Sí, formaba parte de mi partida. Lo mató un jugador llamado Poker Slade. Salió detrás de él y poco después sonaron dos disparos apagados. Cuando Poker regresó parecía muy satisfecho.
—Bien, Prentiss, esto es todo. Ahora te ataremos porque es muy temprano y lo que tenemos que hacer contigo se tiene que hacer de noche. Atalo, Roy, tú sabes hacerlo a la perfección—dijo Matt.
Prentiss abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiese articular una sola palabra, un sucio pañuelo fue introducido en ella y en medio segundo quedó amordazado. Después Roy ató sus manos y pies y lo dejó en el suelo, hecho un fardo.
Brian abrió la puerta y descendió en busca de una botella de whisky, unos vasos y una baraja.
Los tres texanos se pasaron la tarde bebiendo, jugando y observando la calle a través de la ventana. No hablaron mucho y cuando se cansaron de jugar sacaron el dinero de Prentiss y se dedicaron a contarlo.
—Estamos en paz, Prentiss, estos dólares nos compensarán de todas las molestias que nos has causado—dijo alegremente Matt pensando que al fin podría hacer una buena comida después de tantos meses de pasar calamidades.
El comprador de ganado quiso decir algo, pero la mordaza se lo impidió. Roy adivinó su pensamiento y se apresuró a contestarle.
—No te preocupes, donde tú vas a ir no te hará falta dinero.
A las doce en punto de la noche, Brian desató al prisionero y le quitó la mordaza. Le ayudó a ponerse en pie, y le colocó el sombrero correctamente en la cabeza.
Los cuatro hombres abandonaron el interior de la habitación y descendieron a la planta baja. Todas las mesas estaban ocupadas y Prentiss respondiendo a una pregunta hecha por Matt indicó hacia un rincón diciendo:
—Aquel de la cicatriz en el pómulo es Poker Slade.
Salieron a la calle y Matt empujó a Prentiss hacia el almacén de Ephraim. Los tres texanos vigilaban atentamente todas las sombras y callejones. Esperaban la reacción de Cash, aunque éste aún no había tenido tiempo de regresar del Doble Círculo a la cabeza de sus salvajes vaqueros, pero la experiencia había enseñado a los tres aventureros que las precauciones nunca sobran.
Ephraim abrió la puerta y retrocedió llevándose una mano a la garganta cuando reconoció a sus nocturnos visitantes. Solamente se llevó una mano al cuello porque la otra la tenía ocupada sosteniendo una lámpara.
—¿Qué desean, caballeros?—preguntó al ver que los cuatro hombres penetraban en el local.
—Un ataúd—fue la desconcertante respuesta que le dio Matt que no se apartaba del alargado maletín—...y no te preocupes, Samuel, no lo queremos a crédito. Te lo pagaremos..., y también las armas y municiones.
—¿Cómo lo quieren?—preguntó dejando la lámpara sobre el mostrador.
—Fuerte y resistente..., es para este amigo— contestó Brian empujando a Prentiss.
—Ochenta dólares, de madera de roble con remaches de plata... Sin remaches, sesenta dólares —dijo Ephraim.
—Prentiss se lo merece todo, saca el de ochenta, pero que sea cómodo. Es para un viaje muy largo—contestó Brian.
—Caballero, ninguno de mis clientes ha protestado. ¿Tengo que retocar el cadáver? El caballero tiene muy buenos colores y sería una pena que llegase descolorido a su destino—preguntó Ephraim frotándose las manos.
—No, tú saca el ataúd que el cadáver le ponemos nosotros—contestó Roy.
El judío conocía los métodos de sus clientes y se apresuró a obedecer. Fue en busca de un ataúd mientras Prentiss tenía que ser sostenido por Matt y Brian.
—¡Caramba, nunca había visto a un tipo tan asustadizo!—exclamó Matt.
—¿Te gusta, Prentiss?—preguntó Brian cuando Ephraim regresó arrastrando un hermoso ataúd de brillante madera—...es maravilloso, seguro que nunca esperabas una cosa así para emprender un viaje tan largo.
No fue necesario disparar ni pegarle en la cabeza. Prentiss dejó escapar un gemido y se desplomó sin conocimiento. Matt hizo un ademán con la cabeza y Roy se apresuró a coger los pies ¿el comprador de ganado mientras su amigo lo asía por los hombros.
—¿Qué van a hacer?—preguntó Ephraim al ver que se disponían a meter el cuerpo en el ataúd.
—Enterrarlo—gruñó Roy,
—¿Sin matarlo?—preguntó el judío.
—¡Se morirá él solo—respondió Matt.
Cuando el cuerpo quedó depositado en el ataúd, Roy volvió a atarlo y amordazarlo, mientras Brian abría una serie de agujeros en la tapa.
—Necesitamos una carreta—dijo Matt dejando un billete de quinientos dólares sobre el mostrador.
—Inmediatamente, caballero—respondió el judío cogiendo el dinero.
—No quiero el cambio..., pero nos vas a reservar todas las recortadas y municiones que tengas en el almacén. Después del «enterramiento» pasaremos a recogerlas o quizá más tarde —añadió Matt.
—Gracias..., sabía que eran unos caballeros, unos perfectos caballeros, aunque sus ropas estén, rotas..., también tengo excelentes telas, caballeros, buenas telas inglesas, fuertes y resistentes, de la....
—La carreta, Samuel..., o tendremos que enterrar a dos —interrumpió Matt.
Diez minutos después, una destartalada carreta conducía un negro y reluciente ataúd basta la puerta de la compañía de diligencias. Roy entró en el edificio, sacó un pasaje para Salt Lake City y cuando el pesado vehículo se detuvo para continuar su viaje hacia Utah, entregó cien dólares al mayoral y le dijo:
—Cuídelo mucho, amigo, es mi pobre tío. Al llegar a Salt Lake ábralo y échele una mirada. Ya lo hemos enterrado tres veces y siempre ha sido un error. Podría darse el caso de que también esta vez lo fuese.
—¿A quién lo entrego?
—Al sheriff..., es su hermano—respondió Roy que en lugar de dedicarse a robar ganado hubiese ganado más dinero trabajando en el teatro.
—No se preocupe, amigo, lo cuidaré como si fuese mi tío.
—Si hace mucho ruido no le haga caso. Siempre tuvo pesadillas—añadió Matt.
—¿Qué ocurrirá cuando llegue a Salt Lake? —preguntó Brian cuando la diligencia partió.
—No lo sé..., pero me gustaría estar presente —respondió Roy soltando uña alegre carcajada.
—Matar a Prentiss hubiese sido un asesinato, aunque el maldito canalla no merecía otra cosa.
—Poker Slade nos espera—dijo Matt.
—Vamos—respondió secamente Roy.