3

Después de que sus acompañantes la dejaran, Lady Agnes se quedó durante cinco minutos en silencio con su hija mayor, y al final de dicho lapso observó:

—Supongo que se ha de comer, en cualquier caso. —Y, levantándose, abandonó el lugar donde habían estado sentadas—. Y ¿adónde tenemos que ir? Odio comer fuera —continuó.

—¡Ay, cuando se viene a París! —repuso Grace, en un tono que pareció insinuar que en una aventura tan temeraria se debe estar preparado para rebajarse a concesiones y compromisos. Las dos mujeres deambularon hasta donde vieron un gran cartel que rezaba «Buffet» suspendido en el aire, y entraron en un recinto reservado dentro del cual había mesitas de blancos manteles, sillas de asiento de paja y camareros de largos delantales. Uno de estos funcionarios se les acercó con presteza y con un «Mesdames sont seules?», que recibió como respuesta, por parte de su señoría, la afirmación ligeramente gruñona de «Non; nous sommes beaucoup!». Entonces las llevó a una mesa más grande que la mayoría, y bajo su protección tomaron asiento en ella y comenzaron, más bien lánguida y vagamente, a considerar la cuestión nutricia. El camarero había depositado una carte en manos de Lady Agnes, y ella la estudió, a través de sus anteojos, con ausencia de interés, mientras él enumeraba con fluidez profesional los recursos del establecimiento y Grace observaba a la gente de las otras mesas. Se hallaba hambrienta, y acababa de arrancar un bocado de un panecillo alargado.

—Nada de bistec frío con adobos, ya sabes —le observó a su madre. Lady Agnes no prestó atención a este comentario inelegante, sino que bajó los anteojos y apartó el pringoso documento. —¿Qué más da, en realidad? Seguro que es asqueroso lodo —continuó Grace; y añadió, improcedentemente—: Si Peter acude, no hay duda de que se va a mostrar escrupuloso.

—¡Que se muestre lo bastante escrupuloso para acudir, en primer lugar! —exclamó su señoría, dirigiendo una fría mirada al camarero.

Poulet chasseur, filets mignons, sauce béarnaise —sugirió el hombre.

—Usted nos traerá lo que yo le diga —repuso Lady Agnes; y mencionó, con distinción y autoridad, los platos de que deseaba que la comida estuviera compuesta. Él probó con tres o cuatro sugerencias más, pero como no produjeran ninguna impresión, se volvió silencioso y sumiso, rindiéndose, por lo visto, a las ideas de Lady Agnes. Pues Lady Agnes tenía sus ideas; y aun cuando debido a su estado de ánimo se le había ocurrido decir, diez minutos antes, que se declaraba inhábil para estos menesteres, la forma en que se las impuso al camarero como originales, prácticas y económicas reveló a la mujer de clase y resoluta, la madre de hijos, la hija de condes, la consorte de un dignatario, la dispensadora de hospitalidad, cuya carrera incluía toda una vida de almuerzos. Había tenido muchos cuidados a su cargo, y el avituallamiento de multitudes (era honorablemente consciente de haberlas alimentado con mucha decencia, como siempre lo había hecho todo a lo largo de su vida) siempre había sido uno de ellos. —Todo es absurdamente caro —le espetó a su hija cuando el camarero se hubo retirado. Grace no respondió a este comentario. Se había acostumbrado, desde hacía algún tiempo, a oír que todo era muy caro; era lo que una siempre se esperaba. Así, pues, falló el caso para sus adentros, aunque se mostró a su respecto no menos ingeniosa que tácita.

Nada más pasó, en lo referente a conversación con su madre, mientras esperaban a que las órdenes de ésta fueran cumplidas, hasta que Lady Agnes reflexionó en voz alta:

—¡Me hace infeliz, con la forma como habla de Julia!

—A veces pienso que lo hace para martirizarla a una. ¡Es imposible mencionarla! —respondió Grace.

—Es mejor, en efecto, no mencionarla; es preferible dejarlo estar.

—Sin embargo, si no, él nunca la mencionaría por iniciativa propia.

—En algunos casos se supone que eso demuestra que alguien le agrada a alguien… si bien y por descontado hace falta algo más que eso —continuó reflexionando Lady Agnes—. A veces creo que está pensando en ella; pero otras no logro imaginarme en qué puede estar pensando.

—Sería endiabladamente ventajoso —dijo Grace, mordiendo su panecillo.

Su madre se quedó silenciosa unos instantes, como si estuviese buscando un terreno más elevado sobre el cual debatir la cuestión. Entonces, por lo visto, dio con ese nivel más encumbrado mediante la observación siguiente:

—Por supuesto tiene que apreciarla; la conoce desde siempre.

—Nada puede ser más claro que ella lo aprecia a él —declaró Grace.

—¡Pobre Julia! —exclamó Lady Agnes; y su tono insinuó que sabía sobre aquello más de lo que estaba dispuesta a declarar.

—No es como si no fuese inteligente e instruida —insistió su hija—. De no haber nada más, quedaría una razón en el hecho de que esté tan interesada en la política, en todo lo que él es.

—Ah, lo que él es… ¡es lo que a veces me pregunto!

Grace Dormer miró a su madre unos instantes:

—Pero bueno, mamá. ¿Es que no va a ser como papá? —Esperó una respuesta, que no llegó; tras lo cual reanudó el comentario—: Creía que ya lo habías dado por igual a él.

—Pues no —dijo Lady Agnes con impasibilidad.

—¿Quién lo es, en ese caso? Sin duda que Percy no.

Lady Agnes permaneció callada unos instantes. Y luego dijo:

—No hay nadie como tu padre.

—¡Papá querido! —exclamó Grace. Luego añadió, en una lapida transición—: Sería tan beneficioso para todos nosotros; ella nos trataría tan bien.

—Ya lo hace, a su modo —dijo Lady Agnes, escrupulosamente, habiéndose adaptado al cambio de rumbo, por rápido que fuera—. ¡Mucho bien le produce! —Y reprodujo aquí el tono de su exclamación de hacía un momento.

—Algo le produce, si una se ocupa de ello. Yo lo hago, y creo que lo sabe —declaró Grace—. En cualquier caso, una puede mantener alejadas a las demás mujeres.

—¡No intrigues! Eres muy inelegante —fue el comentario no especialmente complacido de su madre—. Hay más mujeres que son hermosas, y hay más que son inteligentes y ricas.

—Sí, pero no todo junto en una sola; eso es lo fantástico de Julia. Su fortuna sería sólo un elemento complementario; él no daría la impresión de haberse casado con ella por ese motivo.

—Si lo hace, no lo parecerá —dijo Lady Agnes, una pizca oscuramente.

—Sí, es lo que resulta tan maravilloso. Y entonces él ya podría hacerlo todo, ¿no es así?

—Bueno, tu padre no tenía una fortuna, que digamos.

—Sí, pero ¿no lo ayudó tío Percy?

—Lo ayudó su esposa —dijo Lady Agnes.

—¡Mamá querida! —exclamó la muchacha—. Hay otra cosa —añadió—: que el señor Carteret siempre ayudará a Nick.

—¿A qué te refieres con eso de «siempre»?

—Caramba, se case o no con Julia.

—Las cosas no son tan sencillas —respondió Lady Agnes—. Todo dependerá de la conducta de Nick: puede desbaratarlo todo mañana mismo.

Grace Dormer miró con fijeza; evidentemente, creía que la beneficencia del señor Carteret era parte del acontecer natural de las cosas.

—¿Cómo podría desbaratarlo? —preguntó.

—No siendo serio. No es tan complicado conseguir que la gente deje de darle dinero a alguien.

—¿Serio? —repitió Grace—. ¿Quiere que sea un fatuo envarado, como Lord Egbert?

—Sí, eso quiere. Y lo que está dispuesto a hacer por él, está dispuesto a hacerlo solamente si se casa con Julia.

—¿Eso te ha dicho? —inquirió Grace. Y después, antes de que su madre pudiera contestar, exclamó—: ¡Me dejas de piedra!

—No me lo ha dicho, pero es así como suceden las cosas. —Lady Agnes era menos optimista que su hija, y el optimismo que cultivaba era un velo muy fino, con un sentido de las cosas como éstas se muestran a su trasluz—. Si Nick se hace rico, Charles Carteret lo hará aún más rico. Si no, no le dará ni un chelín.

—¡Oh, mamá! —protestó Grace.

—Está muy bien eso de decir que hoy día el dinero no es necesario para dedicarse a la vida pública, aunque antes sí lo fuera —siguió su señoría, cavilando tristemente—. Quienes eso dicen no saben nada de nada. Siempre es necesario.

Su hija se quedó visiblemente afectada ante la melancolía de su tono, y se sintió obligada a recordar, como correctivo, un hecho más animador:

—No digo que no; pero queda el hecho, ¿verdad?, de que el pobre de papá tuvo tan poco.

—¡Sí, y queda el hecho de que eso acabó con él!

Estas palabras brotaron con una extraña y rápida pequeña llamarada de pasión. Dejaron atónita a Grace Dormer, que se sobresaltó y exclamó: «¡Ah, mamá!». Al instante inmediato, sin embargo, añadió, con voz distinta: «¡Ah, Peter!». Pues, con aire de satisfacción, un caballero se dirigía hacia donde ellas estaban.

—¿Cómo estás, prima Agnes? ¿Cómo estás, pequeña Grace? —dijo Peter Sherringham, riendo y estrechándoles las manos; y tres minutos más tarde se había instalado en su asiento a la mesa, sobre la cual ya habían sido colocados los primeros componentes del banquete. Se exigieron y se ofrecieron explicaciones de un lado y del otro, de las cuales pareció desprenderse que los dos bandos habían sido víctimas de malentendidos en alguna medida. El día anterior a que Lady Agnes y sus acompañantes viajaran a París, Sherringham se había ido a Londres para estar cuarenta y ocho horas por asuntos privados del embajador, habiendo regresado, a bordo del tren nocturno, sólo a primeras horas de aquella mañana. Se había producido por este hecho un retraso en su recepción de las dos notas de Nick Dormer. Si Nick hubiese ido a la embajada en persona (habría podido hacerle el honor de ir a buscarlo), se habría enterado de que el segundo secretario se hallaba ausente. Lady Agnes no triunfó enteramente en su empeño por atribuir un motivo al rechazo por parte de su hijo de este procedimiento tan cortés. Dijo:

—Yo esperaba, yo quería, que fuera allí; y de hecho, si no hubiésemos sabido de ti, él habría ido de inmediato… dentro de una o dos horas, al abandonar este lugar. Pero somos aquí tan discretos… no revolver nada, no parecer que queremos llamar la atención del embajador. Me dijo: «Mamá, nos mantendremos apartados de eso; una nota amistosa servirá». No sé con exactitud de qué quería mantenerse apartado, excepto que es de cualquier cosa salvo de la diversión. La embajada no es divertida, ya lo sé. Pero estoy segura de que su nota sería amistosa, ¿verdad? Yo diría que ya lo verás por ti mismo: cambia tan pronto como sale al extranjero; no parece importarle nada. —Lady Agnes hizo una pausa momentánea, sin explorar a fondo esta disquisición concreta; luego retomó la palabra—: Dijo que habrías visto a Julia y que lo entenderías todo a través de ella; y cuando le pregunté cómo iba a saber ella nada, respondió: «¡Oh, pero si lo sabe todo!».

—No me decía ni una palabra sobre Julia —comentó Peter Sherringham. Lady Agnes y su hija intercambiaron una mirada ante esto; esta última ya había preguntado tres veces dónde estaba Julia, y su señoría había dejado caer que habían estado esperando que estaría en disposición de venirse con Peter. El joven explicó que Julia se hallaba en aquel momento en un hotel de la Rue de la Paix, pero que estaba allí tan sólo desde aquella mañana: la había visto antes de venirse a los Campos Elíseos. Ella había llegado a París en un tren temprano: había estado en Versalles. Había estado una semana en París a su regreso de Cannes (su estancia allí había sido cercana a un mes… ¡figuraos!) y luego se había marchado a Versalles para ver a la señora Billinghurst. Quizá la recordaran, la hermana del malogrado Dallow. Ésta se había llegado hasta aquella localidad para que sus hijas (¡tenía una o dos docenas!) aprendieran francés, y Julia había pasado tres días con ella. Julia iba a regresar a Inglaterra alrededor del 25. Haría siete semanas que se había ausentado de su pueblo, cosa extraña en ella; solía permanecer allí durante el verano.

—¡Tres días con la señora Billinghurst: qué amabilidad por su parte! —comentó Lady Agnes.

—Oh, se portan muy bien con ella —dijo Sherringham.

—¡Vaya, espero que sí! —apostilló Grace Dormer—. ¿Por qué no la has hecho venirse?

—Se lo propuse, pero no quiso. —Ante esto, otra mirada fugaz circuló entre las dos mujeres, y Peter continuó—: Dijo que debíais ir a hacerle una visita, al Hôtel de Hollande.

—Por supuesto que lo haremos —declaró Lady Agnes—. Nick fue a preguntar por ella al Westminster.

—Lo abandonó; no querían darle las habitaciones que solicitaba, su grupo habitual.

—¡Es deliciosamente exquisita! —murmuró Grace. Luego añadió—: Le gusta la pintura, ¿verdad?

Peter Sherringham se quedó mirando pasmado.

—Podría ser —respondió—. Pero no es eso lo que tiene en la cabeza esta mañana. Tiene noticias procedentes de Londres; está inmensamente excitada.

—¿Qué es lo que tiene en la cabeza? —preguntó Lady Agnes.

—¿Cuáles son sus noticias de Londres? —inquirió Grace.

—Quiere que Nick se presente.

—¿Que Nick se presente? —exclamaron ambas damas.

—Se compromete a presentarlo por Harsh. El señor Pinks ha muerto; el individuo, ya sabéis, que consiguió el escaño en las elecciones generales. Falleció en Londres: enfermedad del corazón, o algo por el estilo. Julia tiene un telegrama, pero sé que venía en los periódicos de anoche.

—¡Figúrate: Nick no lo ha mencionado hasta ahora! —dijo Lady Agnes.

—¿No lo sabes, mamá? En el extranjero sólo lee periódicos extranjeros.

—Oh, sí, lo sé. No tengo paciencia con él —continuó su señoría—. ¡Julia querida!

—Es un distrito poco agradecido de conquistar, y Pinks había ganado por estrecho margen, 107 o algo por el estilo; pero si produjo un escaño liberal hace un año, es posible que lo haga de nuevo. En cualquier caso, Julia se fait forte, como dicen aquí, para introducirlo.

—Estoy segura de que si puede lo hará —reflexionó Grace.

—¡Julia, Julia querida! Y Nick puede hacer algo por su parte —dijo la madre de este candidato.

—No tengo duda de que puede hacer lo que sea —ratificó Peter Sherringham, de buen talante. Luego añadió—: ¿Te refieres a los gastos?

—¡Ah, me temo que no puede hacer mucho en cuestión de gastos, el pobre muchacho! Y es horrible lo poco que podemos contar con Percy.

—Pues yo sugeriría que deberíais contar con Julia. Creo que es la idea que ella tiene.

—¡Julia encantadora! —espetó Lady Agnes—. ¡Si el pobre Sir Nicholas pudiese verlo! Por supuesto Nick debe volver inmediatamente a casa —añadió.

—No le gustará —dijo Grace.

—En ese caso tendrá que ir sin gustarle.

—Eso va a estropear un poco vuestra pequeña excursión, puesto que acabáis de llegar —sugirió Peter—. Y la de la gran Biddy, si está disfrutando de París.

—Podemos quedamos, tal vez… con Julia para cuidar de nosotras —dijo Lady Agnes.

—Ah, no se va a quedar. Partirá junto a su hombre.

—¿Su hombre?

—El individuo que se presente, quienquiera que sea; especialmente si es Nick. —Estas últimas palabras hicieron que los ojos de las acompañantes de Peter Sherringham se encontraran de nuevo, mientras él proseguía—: Se va derechita a Harsh.

—¡Julia maravillosa! —pronunció entrecortadamente Lady Agnes—. Por supuesto Nick debe ir derechito allí también.

—Bueno, supongo que primero deberá comprobar si están dispuestos a elegirlo.

—¿Si están dispuestos a elegirlo? Vaya, ¿cómo puede decirlo hasta que lo intente?

—Me refiero a la gente del partido, a los individuos que lo organizan.

Lady Agnes se inflamó un poco, y repuso:

—Mi querido Peter, ¿supones que habrá la menor duda de que «elegirán» a quien es digno hijo de su padre?

—Por supuesto que es un gran apellido, prima Agnes, un apellido grandísimo.

—Uno de los más grandes, sencillamente —dijo Lady Agnes, sonriendo.

—¡El mejor apellido del mundo! —agregó Grace Dormer.

—Así y todo, no le impidió perder su escaño.

—Por media docena de votos. ¡Fue tan odioso! —exclamó su señoría.

—Lo recuerdo, lo recuerdo. Y, en un caso así, ¿por qué no lo presentaron de inmediato por algún otro lugar?

—¡Cómo se ve que vives en el extranjero, Peter! Sucede que ha habido la más extraordinaria escasez de oportunidades (nunca he visto nada parecido) durante un año. Lo han tenido a mano, manteniéndolo preparado. Seguramente ya le han telegrafiado.

—Y ¿no te lo ha dicho?

Lady Agnes dudó.

—¡Se vuelve tan extraño cuando sale al extranjero! —dijo.

—También en casa se despreocupa de las cosas —intervino Grace—. Hace tan poco; no se toma molestias. —Su madre sufrió esta descripción y la dejó pasar incontrovertida, y Grace prosiguió, con filosofía—: Supongo que es porque sabe que es tan inteligente.

—Y lo es, el querido y viejo muchacho. Pero ¿a qué se dedica, qué ha estado haciendo últimamente, que sea digno de mención?

—Ha estado pintando.

—¡Oh, no en serio! —protestó Lady Agnes.

—Es la peor forma —dijo Peter Sherringham—. ¿Pinta bien?

Ninguna de las damas ofreció una respuesta directa, sino que Lady Agnes comentó:

—Ha dado discursos repetidamente. Siempre están recurriendo a él.

—Habla magníficamente —atestiguó Grace.

—Es otra de las cosas que adoro, viviendo en el extranjero. Y ¿está recorriendo el Salón ahora, con la gran Biddy?

—Sólo los objetos de esta parte. No sé qué los retiene tanto tiempo —declaró Lady Agnes—. ¿Has visto en tu vida lugar tan espantoso?

Sherringham se quedó mirando sorprendido.

—¿No están bien las obras? —preguntó—. Tenía idea de que…

—¿Bien? —exclamó Lady Agnes—. Son tan odiosas, tan depravadas.

—Ah —dijo Peter, riendo—, en eso termina cayendo la gente cuando es extranjera. Los franceses no deberían ser extranjeros.

—Aquí llegan —anunció Grace en este punto—, pero traen a un extraño consigo.

—¡Qué fastidio, cuando lo que queremos es hablar! —suspiró Lady Agnes.

Peter se levantó, con aire de bienvenida, y permaneció unos instantes contemplando a los otros aproximarse.

—No habrá dificultades para hablar, a juzgar por el caballero —insinuó.

Y mientras Peter permanece tan conspicuo, nuestra mirada puede posarse sobre él brevemente. Era de estatura mediana, y era visiblemente un representante de la rama nerviosa de su raza mucho más que de la flemática. Poseía un rostro ovalado, rasgos delicados y firmes, y una tez que propendía al marrón. Marrones eran sus ojos, y las mujeres los consideraban primorosos; marrón oscuro su pelo, en el cual el mismo jurado a veces lamentaba la ausencia de una pequeña ondulación. Era acaso para ocultar esa lasitud por lo que lo llevaba muy corto. Sus dientes eran blancos; su bigote terminaba en punta, y lo mismo hacía la pequeña barba que adornaba el extremo de su barbilla. Su rostro expresaba inteligencia y era realmente muy vivaz, y poseía la suprema peculiaridad de a menudo parecerles, a los observadores superficiales, dotado de un cierto carácter extranjerizante. Los observadores más profundos, empero, habitualmente se percataban de que era bastante inglés. Circulaba la impresión de que, habiendo elegido la carrera diplomática y habiéndose ido a vivir a extrañas tierras, cultivaba la apariencia de un extranjero: italiano o español; de un extranjero en cuestión de épocas, incluso: uno de los temibles agentes diplomáticos ubicuos del siglo XVI. En realidad, habría sido imposible ser más contemporáneo que Peter Sherringham, y más representativo de la clase propia y del país propio. Pero esto no le impedía a una parte de la comunidad —Bridget Dormer, por ejemplo— admirar el color de sus mejillas debido a sus ricos tonos oliváceos, y su bigote y su barba por su semejanza con los de Carlos I. Al mismo tiempo —ella casi amontonaba confusamente sus comparaciones—, Biddy consideraba que tenía el aspecto de un Tiziano.