CINCO

Maite cerró la puerta desde afuera en cuanto hubo pasado Adrianna. Esta escuchó el sonido y los pasos alejándose de la doncella. Eso, unido al hombre que estaba de espaldas a ella observando los libros que decoraban una pared llena de estanterías de la sala, hizo que sonara una alarma en su cerebro. No tenía claro el porqué pero sabía que no quería quedarse a solas con él. Aun sin mostrarle nada más que su corto cabello negro y su ancha espalda cubierta por una americana oscura, podía sentir su presencia.

Había personas que por tan solo estar en una habitación parecían llenarla por completo, reclamar cada pada partícula de aire y cada centímetro cuadrado de espacio, de tal manera que eran el centro inmediato de atención de los demás asistentes en la sala, como si estos se hubieran empequeñecido de repente y solo pudieran volver a ser ellos mismos a través de la mirada o la sonrisa de esa persona tan especial.

Eso fue lo que había sentido la joven el otro día en el salón del hotel. Y ahora, en esos momentos, sentía algo parecido solo que, como tan solo estaba ellos dos, era como si él hechizo que la presencia de Ross convocara hubiera sido lanzado tan solo para Adrianna.

Intentó romperlo, fijarse en el sillón que estaba en una esquina, cerca de una mesita y un botellero de madera tallada, como un rincón de ocio para alguien a quien le gustaran tanto la lectura como los licores fuertes. O en la mesa que había en el centro de la sala, con cuatro sillas rodeándola. O en el único cuadro de la estancia, que parecía un Monet pero la mujer no entendía lo suficiente de arte como para saber si era una copia o un original.

Lo intentó… pero no pudo. Recordaba cómo él la había mirado el otro día, el tono de su voz con ese acento inglés, sus ojos oscuros… No pudo. La respiración pausada de Edward mientras hojeaba un libro que acababa de coger de la estantería, ignorándola como si ella no estuviera presente; así como la manera en la que su traje realzaba su figura de espaldas, mostrándole a Adrianna sus anchos hombros y haciéndola fijarse en que él parecía ser alguien que practicaba deporte de manera regular, la tenían completamente absorta, incapaz de moverse o decir algo, tan solo capaz de continuar mirándole.

Confió en que él tomara su silencio por timidez o indecisión, cualquier cosa menos la manera en la que estaba contemplándolo. Que no supiera que la tenía hipnotizada, a su merced, que si él se giraba y la miraba a los ojos ella se quedaría allí capturada toda una eternidad.

Pasaron un par de minutos y la voz masculina, con un leve tono jocoso, arañó la superficie del hechizo sin romperlo. Como si la serpiente se acercara al pájaro sin dejar de tenerlo bajo su absoluto control.

—Veo que te gusta mi biblioteca. Puedes venir cuando desees. Tengo una variada selección de títulos —

le comentó sin girarse.

—Buenas tardes, siento haberte interrumpido —logró decir ella pese a tener la boca seca.

Edward se giró. Sus rasgos seguían siendo puñeteramente apuestos pese a no ser hermosos. Sus ojos, negros, la miraron de arriba abajo, con lentitud, desde sus uñas pintadas en un tono coral hasta su melena ondulada, pasando por sus largas piernas y su estrecha cintura. Ella sintió cómo le ardían las mejillas. No solía ruborizarse con tanta facilidad pero ese hombre tenía algo. Una poderosa presencia física, una voz que de repente parecía acariciarla cuando hablaba, unos ojos que estaban comiéndosela con la mirada.

Entreabrió los labios y expulsó el aire de sus pulmones, de un modo más sonoro de lo que pretendía.

Azorada, cerró por un instante los párpados. Cuando los abrió, Edward se había acercado un par de pasos hacia ella y sus dedos se movían sobre el libro que sujetaba. Era un movimiento leve, apenas un gesto que no sabía si era deliberado o consciente, pero que en ella provocó la vívida imagen de esos mismos dedos sobre su piel, acariciándola. Volvió a cerrar los ojos por un instante. Eran dedos fuertes, de los que podían tocar a una mujer sin cansarse. Apretó con más fuerza los párpados. Esto no podía seguir así. Tomó aire y se obligó a mirarlo muy seria. Era una cita de trabajo, no de placer. Y desde luego ella estaba haciendo el ridículo más espantoso comportándose como una adolescente.

Lo observó con el ceño fruncido.

Y lo que vio fue cómo esos dedos dejaban el libro sobre la mesa (no pudo leer el título, estaba en alemán) y esos labios suyos, irreverentes, carnosos y al mismo tiempo arrogantes, se curvaban en una sonrisa.

Él lo sabía. Sabía el efecto que causaba en Adrianna. Sabía que la joven estaba tensa, que sus sentidos parecían estar más agudizados que nunca, que podía escuchar su respiración profunda, en contraste con la de ella cada vez más agitada. Que en esos momentos, en los cuales él estaba tan cerca de la joven que la acababa de acorralar contra la mesa, ella incluso podía imaginar que sentía su aliento cuando él hablaba, a través del escaso medio metro que los separaba.

—Tienes el contrato y una pluma a tus espaldas, sobre la mesa. Deberías leerlo antes de firmarlo.

Ella notó cómo la risa vibraba en la voz masculina. Eso debería haberla enfadado pero en lugar de ello aún se ruborizó más, como si fuera una niña pillada en una travesura. Pero de niña no tenía nada, como su cuerpo, cada vez más consciente de la presencia masculina, le indicaba.

Se giró. Dejó de notar la dura superficie de la mesa contra su cintura, donde se le había clavado cuando había retrocedido un paso ante él. Vio dos folios de papel impreso y los cogió. Su mano temblaba. Los nervios… (o él). Se inclinó para leerlo. Entonces escuchó sus pasos moviéndose hacia su izquierda y el sonido de una silla que ahora estaba justo detrás de ella.

—Leerás mejor sentada.

Una mano la rozó por la cintura, animándola a tomar asiento.

Al sentirlo, al notar su tacto a través de su top, ella se estremeció. Un calor nació en su vientre, deshaciéndose de manera deliciosa por todo su cuerpo. Señor… ¿por qué su contacto tenía ese efecto? Si a penas la había rozado. Tenían que ser los nervios. Porque ninguno de sus novios, ni en medio del beso más apasionado, la había hecho jamás reaccionar así.

Se obligó a sentarse, a respirar hondo, a concentrarse en el papel que tenía ante sus ojos. Difícil, pero lo logró. Incluso se fijó que en el lado opuesto de la mesa había una bandeja tapada, quizás la comida que se suponía que la estaba esperando. La ignoró y, sin dejar de ser consciente de cada sonido de la respiración masculina, de cada vez que él cambiaba de peso, de cada movimiento que efectuaba a su derecha, la joven leyó el contrato. Vio que no había nada raro. Que ella podía irse en cuanto lo deseara.

Que el sueldo era efectivamente el que él le había indicado. Que en cada uno de los cinco exámenes Edward también podía finalizar el contrato sin penalización económica por su parte. Y lo firmó. Su pulso, más acelerado de lo normal, dejó un par de manchas de tinta sobre el papel. La pluma era muy elegante, parecía cara. La dejó sobre la mesa, al lado del contrato. Entonces apareció un grueso fajo de billetes de cincuenta a su lado.

Sobresaltada, ella se giró.

Él se cernía sobre la joven, con la ventaja de la altura que le daba el hecho de que Adrianna continuara sentada. La miraba fijamente, como si de repente el juego acabara de empezar. Ella notó su boca aún más seca. Tragó saliva y se decidió a preguntar.

—¿Y ese dinero? ¿Un adelanto?

—No. Un extra. La primera prueba eliminatoria acaba de comenzar. Quiero ver si de verdad cumples las características físicas y alguna de las psicológicas. Por eso te lo pido yo y no un médico.

—¿Un, un médico? —balbuceó ella, de repente alarmada.

—Quiero que te desnudes para mí. Si lo haces y todo está correcto, habrás pasado la primera prueba.

—Creo que me has confundido. No soy una puta.

De algún modo, la joven se había horrorizado tanto ante la propuesta que había logrado, no romper el hechizo que Edward ejercía sobre ella, pero sí al menos relegarlo a un segundo plano.

—Más bien tú me has confundido a mí. No pienso tocarte. No tengo ningún interés erótico en ti. Pero quien pase todas las pruebas no puede ser tímida con su cuerpo. Puedes desnudarte y tomar el dinero como un aliciente u horrorizarte pensando que estás vendiendo tu desnudo como si vendieras tu cuerpo.

Lo que desees. No pienso facilitártelo cambiando la prueba por un mero reconocimiento médico.

—Yo…

Adrianna dudó. Y esa duda hizo que la fascinación que él provocaba en ella volviera. Ross la miraba como si de verdad le diera igual lo que la joven eligiera. Porque así era, ¿no? Eran candidatas, nada más.

Y eso la aterraba. ¿Cuál podía ser el trabajo para que tuvieran que verla desnuda? Peor aún, juzgar si era apta por cómo se quitaba la ropa.

No le gustaba. Se iba a ir en ese mismo momento.

Solo tenía que dejar de mirarle para que su cuerpo traidor cesase de mandarle mensajes contradictorios.

Se obligó a apretar los puños con fuerza, para sentir algo que no fuera el puñetero magnetismo que Ross emanaba. Entonces, se levantó y le miró a la cara por última vez.

—Lo siento, no soy el tipo de chica que buscas.

Y lo apartó para caminar hacia la salida.

Justo cuando estaba a mitad de camino él habló, burlón.

—Acabas de firmar, te vas sin nada. ¿De verdad por unos minutos de tu tiempo vas a dejar sufrir a tu hermana?

Eso la dejó helada. ¿Cómo sabía él eso?

Se giró y lo encaró enojada.

Entonces vio el brillo jocoso en sus ojos y la sonrisa satisfecha que formaba su boca. Ah… el muy cabronazo lo sabía. Sabía que la tenía a su merced, que la salud de su hermana no podía ser más importante que su orgullo, no cuando tan solo tenía que quitarse la ropa, coger el dinero y marcharse dándole por culo a ese maldito contrato.

Muy bien… ¿la quería ver desnuda? Se lo daría. Pero con tanto desdén y desprecio que se le iban a quitar las ganas de volverla a ver.

—De acuerdo. Tienes razón. Espero tus tripas aguanten esta especie de violación de mi intimidad.

Él se acercó un par de pasos a ella. ¿Cómo se las apañaba para ser más alto, si la joven llevaba tacones?

Volvió a notar su aliento sobre su piel pero esta vez la determinación y la rabia evitaron que reaccionara erizándose ante su cercanía.

—En eso te equivocas. —Su voz sonó repentinamente ronca, como una caricia—. Lo vas a hacer porque quieres. La puerta no está cerrada, puedes irte cuando desees.

Ella no le contestó. Le miró furiosa.

—Además —continuó él—, creo que en lo de antes nos he mentido a los dos. A ti y a mí. Porque sí que voy a disfrutar observándote.

Sus palabras la dejaron sin respiración, cortando su enfado de golpe. Él, con ese tono de voz tan jodidamente seductor, con esa confesión sobre la atracción que sentía por ella, acababa de desarmarla.

Sintiendo su respiración acelerada, vio cómo él le sonreía y, con una lentitud exasperante, se acercaba al sillón para sentarse en este. A continuación, se sirvió sin levantarse un vaso de licor y cruzó las piernas.

El condenado estaba acomodándose para mirarla mejor. Sabía que volvía a tenerla bajo su control. ¡Pues de eso nada! Ella sintió que le volvían tanto las fuerzas como la determinación de dejarle totalmente decepcionado.

Frunció los labios en una mueca decidida y se quitó su reloj, sus pendientes y sus anillos. Con movimientos rápidos, para nada seductores, los dejó sobre la mesa. Después se agachó para hacer lo mismo con sus zapatos.

Estaba con el cierre de la primera sandalia cuando cometió el error de mirarlo de reojo. Allí estaba, con esa puñetera sonrisa de superioridad en sus labios mientras mantenía la copa a pocos centímetros de estos. El muy puñetero estaba disfrutando. Pese a que ella se estaba quitando los zapatos de manera rápida y del modo menos sugerente que podía, él la miraba como si ella estuviera allí tan solo para complacerle y como si la manera brusca que tenía de buscar el cierre de su sandalia fuera justo como él deseara que lo hiciera.

El calor volvió a su cuerpo. Súbito. Creciendo y explotando en su estómago y desde allí ramificándose por su sangre a todas las zonas de su cuerpo. Todas. Sintió su piel repentinamente sensible, notó un hormigueo en sus partes más íntimas. Y el aliento… el aliento parecía haber abandonado su boca, la cual sentía de repente seca del deseo.

Lo vio, sentado con ese traje que le quedaba tan bien, con ese reloj y esos gemelos que parecían de oro, e imaginó que era ella la que estaba mirándolo y él quien se desnudaba. Por un momento, una visión de unos brazos fuertes y una camisa que con sus dedos masculinos iba abriendo poco a poco, para ella, llenaron su mente. Y, sin darse cuenta, la respiración volvió a su boca y la expulsó con lentitud, casi como si fuera un jadeo, mientras sus propios dedos se tornaban más suaves y delicados y acaban de soltar el cierre de su sandalia como si fuera uno de los blancos botones de la camisa de Edward.

Entonces, sin ser todavía consciente de lo que estaba haciendo, jugó con su pie, elevándolo, dejando la sandalia colgando por una tira de su pulgar y agachándose seductora para recogerla y colocarla en la mesa, junto a sus pendientes. Él, que recibió una visión de su escote cuando la joven se inclinó, le sonrió con descaro mientras tomaba un sorbo de su copa. Sus labios, carnosos, se pegaron al cristal con delicadeza y ella los siguió ávida con la mirada, deseando que fuera de su boca de donde estuvieran bebiendo.

Se estaba dando cuenta de que le estaba siguiendo el juego, quería volver a enfadarse. Pero no podía, no porque de repente todo era irreal. Era como solo existieran él, ella y esa mesa. Un lugar donde dejar su ropa, donde satisfacer ese ego que ni sabía que poseía pero que ahora lo susurraba que lo sedujera, que le dejara con miel en la boca, que le mostrara lo que nunca podría tener. ¡Oh, sí! Que la viera desnuda y expuesta, como nunca habían llegado a verla ninguno de sus novios (ella se había centrado demasiado en los estudios como para permitirles llegar más allá de alguna sesión acalorada de besos y caricias con la ropa todavía puesta), que la deseara como nunca la habían deseado y, por supuesto, que supiera que ella iba a irse de allí nada más acabar el striptease y que él, con todo su dinero, jamás iba a poder tenerla.

Sonrió ladina y se agachó a por el segundo zapato, esta vez dejando que él se recreara más con el escote que sabía que su camiseta estaba revelando. Ella misma echó un vistazo. Vio sus senos, no demasiado grandes pero tersos y bien formados, revelándose en sombras más allá de la tela blanca que los cubría.

Agachada, mientras soltaba el cierre de su sandalia, le miró. Él le sonreía y estaba pasando un dedo por el borde de su copa. El movimiento la cautivó. Imaginó ese mismo dedo por sus labios, imaginó que los recorría, que entreabría su boca y que ella podía saborearlo, sentirlo, duro, contra su lengua y su paladar.

Sintió un leve mareo. Acabó de quitarse el otro zapato con menos delicadeza y lo dejó igualmente sobre la mesa. Él le sonreía divertido. “Ya no te queda nada más que no sean tus pantalones, tu top y tu ropa interior”, parecía decirle.

Adrianna, capturada por sus ojos, llevó sus dedos a la cinturilla de sus pantalones y desabrochó el botón.

Después, bajo la cremallera y los dejó caer con un movimiento enérgico de sus caderas. La mirada masculina recorrió con lentitud sus piernas. Ella se ruborizó. Sabía lo que él veía: unas medias negras, ceñidas a la parte alta de sus muslos con una tira encaje, y unas braguitas a juego. Una no se ponía eso para una entrevista de trabajo, ¿no? La expresión de Edward parecía decirle que se lo había imaginado desde el principio, que sabía que ella se había vestido pensando en él. Y lo peor de todo era que tenía razón. Pues no se había puesto su ropa interior habitual sino la que más guapa y femenina le hacía sentir, una que se había comprado una vez que fue de tiendas con una amiga, una que creía que pasarían años antes de que le permitiera verla a ningún chico.

Y allí estaba Ross, con esa puñetera sonrisa de superioridad, mirándola. Dejando claro que tenía el apoyo de una poderosa multinacional. Y lo peor de todo era que Adrianna seguía sintiendo que nada era real, que esa situación no era más que una fantasía y que deseaba complacerlo porque cada vez que pensaba en sus fuertes manos sobre su piel el calor entre sus muslos aumentaba. Tenía que confesárselo a sí misma: estaba excitada. No debería, no era apropiado, pero eso todavía volvía la situación más jodidamente erótica.

Jadeó. De manera audible. Sin ningún tipo de timidez o de vergüenza esta vez.

Él, al ver el cambio que se había operado en ella, dejó la copa sobre la mesita a su lado y se incorporó en el asiento. Su postura estaba tensa, totalmente pendiente de la mujer que estaba quitándose muy despacio la camisa, subiéndola desde su cintura hasta el borde inferior de su sujetador, con sus manos deteniéndose en su vientre ligeramente cóncavo para disfrutar de la caricia.

¿Sería seda? Sin duda lo parecía. Edward podía ver cómo la piel de ella se erizaba ante el tacto de la prenda, ante esos dedos finos y delicados que tenían que ser condenadamente suaves. A él también le habría gustado acariciar ese vientre, seguir el camino de esas manos que estaban revelándole un sujetador de aros y de encaje negro, uno que estaba lleno por sus pechos. Mientras ella levantaba su top con lentitud, la tela blanca contrastaba con la negra y con la piel blanquecina que bajo el sostén se adivinaba. Cuando se vio uno de sus pezones, erecto y coloreado como una cereza madura, a él le entraron unas ganas terribles de levantarse, apartar esos dedos femeninos que jugueteaban con él a través del encaje, tentadores, y cambiarlos por su boca. Acariciarlo, succionarlo, sentirlo hasta que ella jadeara de placer. En lugar de eso, cambió su expresión por una inescrutable y continuó observándola.

Adrianna, que vio el cambio en su rostro, se quedó quieta por unos instantes, no sabiendo si a él ya no le gustaba lo que ella le mostraba. Pero tan solo tuvo que fijarse en la tensión de su figura y en el bulto de sus pantalones para saber que no era así.

¿Entonces jugaban a eso? ¿A que él endurecía sus rasgos para indicarle que no le afectaba ni lo más mínimo? Ella sonrió. No se reconocía, pero de repente el reto de quitarle esa máscara inexpresiva de su rostro le pareció aún más excitante.

Cerró por un instante los ojos y se dejó llevar. Acabó de quitarse el top y tuvo una idea. Colocó una de sus piernas sobre la mesa y, con movimientos elegantes y pausados, se quitó la media. Hizo lo mismo con la otra y, a continuación, cogió una de las dos y, muy despacio, la llevó ante sus ojos. Con cuidado, bajó sus párpados y se vendó ella misma, rodeando su cabeza con la suave licra y negándose la visión a propósito. Cuando acabara, sería él quien se la quitara y ella, entonces, pensaba ver el deseo oscureciendo su mirada.

—Solo te pido una cosa… me la quitarás tú cuando acabe.

—Será un inesperado placer —le contestó él, con la voz en un tono más ronco de lo que pretendía.

Ella dejó escapar un suave ronroneo y siguiendo ese extraño impulso descarado que la estaba moviendo, esa osadía irreal que la había hecho vendarse los ojos, se dio la vuelta y tanteó con ambas manos por delante de sí hasta tocar la mesa y ponerlas sobre esta. No se permitió pensar, tan solo sentir. Sentir el tacto cálido de la madera en sus dedos a la vez que notaba la temperatura de la habitación, ligeramente fresca, sobre su piel. Sin zapatos, sin medias, sus pies notaban el frío tacto de las baldosas y, sobre todo, ella sabía que a causa de todas esas sensaciones sus pezones estarían marcándose bajo el encaje. Jamás había hecho algo así pero parecía que un demonio determinado y travieso la moviera. Separó sus manos, se inclinó hacia delante y apoyó su vientre y sus senos sobre la mesa. Sabiendo muy bien que le daba a Ross una visión perfecta de la parte posterior de su cuerpo, contoneó con cuidado sus caderas hasta que los huesos de estas chocaron contra la madera y, entonces, se dio la vuelta. Rodó hacia la derecha y se quedó bocarriba, con el rostro vendado hacia el techo, sus vértebras contra la dura superficie de la mesa y sus piernas apoyadas con las puntas de los dedos en el suelo. Sonrió, las elevó y las colocó sobre la mesa, bien abiertas. ¿Eso sería capaz de hacer que le importara, de tenerlo muy atento mirando cómo ella movía su cabeza y espalda hacia detrás, deslizándose por la mesa para poder hacer fuerza con las plantas de los pies y así elevar su trasero? Se centró en sus oídos, le pareció que la respiración masculina se agitaba un poco. Perfecto… Sonrió victoriosa y acabó de separarse de la mesa, de tal modo que su único apoyo sobre esta eran las plantas de sus pies, la parte superior de su columna, sus brazos y su cabeza. Sus piernas, esbeltas, estaban en tensión. El encaje de sus bragas se tensaba sobre su zona púbica, ocultando sus labios más íntimos que en esa postura tan solo podían estar abiertos. Su estómago, cóncavo ahora, se estremecía pensando que él disfrutaba con la vista. Entonces ella, pese a lo complicado de la postura, logró acercar una mano a sus caderas y deslizar la suave seda de su ropa interior hacia abajo. Primero por la cadera derecha, agarrando la fina tira de encaje negro que la rodeaba; después por la izquierda. El movimiento dejó a la vista unos primeros centímetros de su monte de venus, delicioso y tan dorado como el cabello de la joven. Edward se quedó mirando ese punto tan erótico mientras Adrianna volvía a apoyarse también en su brazo derecho y fue el movimiento de sus caderas, rítmico, el hizo que su pubis se estremeciera y que la prenda, poco a poco, se cayera hacia abajo y se retirara por sus muslos. Él, sin darse cuenta, se había inclinado hacia delante, mientras se veía a sí mismo quitándole esas braguitas y pegando sus labios a ese pubis cuya imagen mientras la tela lo desvelaba no podía quitarse de la mente.

Entonces ella, así como estaba, volvió a levantar una de sus manos, la llevó a su boca, la humedeció y la dejó recorrer su vientre, ese estómago de piel tersa cuyos abdominales se tensaban por la incomodidad de la postura. Sus yemas, en una suave caricia, bordearon su ombligo y se dirigieron hacia abajo. Ross contuvo el aliento. Ella se detuvo en el monte de venus, de dorado vello rasurado. Su mano tembló.

Porque… ¿qué estaba haciendo? Se estaba comportando como una fulana, eso no era propio de ella.

Volvió a ruborizarse y estuvo a punto de levantarse avergonzada. Pero entonces volvió a ver en su mente esa cara presuntuosa del ejecutivo y se sintió ofendida. Ella no era un puñetero rostro anónimo en una entrevista. Pensaba hacer que Ross se implicara tanto que solo pudiera pensar en ella, tanto que borrara esa sonrisa de su cara y la cambiara por admiración y deseo. No le miró, no podía hacerlo. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que en esos momentos él había relajado su máscara y era así como la estaba observando. Pero no pudo a causa de la venda; así que Adrianna tomó aire, sus pechos se elevaron con la respiración y notó cómo los hilos del encaje se clavaban en las cimas endurecidas y sensibles que los coronaban. Volvió a sentir ese calor interno, imaginó sus ojos clavados en ella, supo que tenía que estar mirándola con deseo. Su mano reanudó su camino, sus dedos se introdujeron más allá de su corto vello, llegaron a la abertura entre sus carnes, temblaron al pasar sobre su clítoris, recorrieron su sexo en una caricia lenta, húmeda y deliberada.

Adrianna se estremeció. Ya no tenía frío; más bien su piel brillaba como si en cualquier momento una gota de sudor pudiera recorrerla y deslizarse por su vientre. Ronroneó. La osadía de lo que estaba haciendo la envolvía como si fuera el embriagador matiz seductor de una bebida. Acabó el lánguido movimiento de sus dedos y los llevó a su boca, donde los saboreó, se saboreó. Pero en contra de lo que deseaba, Edward no decía nada, no se movía, tan solo respiraba. Y ni siquiera demasiado agitado.

Quizás fuera que lo había dejado sin palabras.

Con un movimiento rápido pero fluido, volvió a apoyar sus nalgas sobre la mesa y se sentó sobre esta.

Una vez así, se quitó muy despacio el sostén. Acompañó a la pieza de lencería con sus manos, tomándose la libertad de pellizcar sus pezones.

Ya no quedaba nada… se acercó al borde de la mesa con cuidado, pues no veía, y se puso en pie sobre las frías baldosas del suelo. Su ropa interior se deslizó por sus largas piernas hasta sus tobillos. Caminó un par de pasos para deshacerse de ella.

—Todavía no he acabado —le informó con suavidad—. Aún llevo puesta una venda.

El silencio respondió a sus palabras. ¿Por qué tenía ese hombre que simular ser tan frío?

—No puedo verte, tendrás que hablar para que llegue ante ti sin tropezarme con nada.

—Aquí.

La joven notó que la voz masculina tenía un tono más profundo de lo normal. Sonrió. Se acercó hacia él.

—Estoy a un paso. —La detuvo.

Ella, entonces, con mucho cuidado se dio la vuelta, se arrodilló en el suelo e inclinó su cabeza hacia detrás, para que él le pudiera quitar la venda. Según sus cálculos, él estaba sentado en el sillón justo a sus espaldas y su rubia cabeza tenía que estar cerca de sus fuertes piernas.

—Acaba por mí, por favor —le dijo con su voz más seductora.

Se sentía satisfecha. Seguro que cuando lo mirara vería deseo y ese sería el momento perfecto para coger el dinero y marcharse. Dejarlo con un palmo de narices. Sí… podía saborear el momento. Pero él no lo hizo.

—Me parece, pequeña, que tienes mucho que aprender y, sinceramente, no sé todavía si has pasado la primera prueba. Confieso que tu cuerpo, tan proporcionado, es más que adecuado pero tu mente… ¿De verdad has intentado seducirme?

—Yo no… —balbuceó ella, cortada de repente, pillada en su treta, sin saber cómo reaccionar.

¿Se habría enfadado Edward?

—Porque en ese caso te falta mucho que aprender.

Su voz le llegó más cercana, su aliento le hizo cosquillas en la piel de su cuello, erizándosela y haciéndola estremecerse. Imaginó que él se habría inclinado hacia ella. Se sintió súbitamente avergonzada.

Ella era virgen, inexperta, apenas había jugado con sus novios. ¿Cómo podía haber pretendido hacer que un hombre como Ross, que tan acostumbrado al sexo contrario parecía, cayera en las redes del primer striptease que hacía en su vida?

Notó cómo su cara ardía. Hizo ademán de llevar sus manos a la parte de atrás de su cabeza para soltar la venda.

—Shhhh, de eso nada —le susurró él, mientras con sus manos agarraba sus muñecas—. Ahora estás en mi poder hasta que yo te quite esa media. Es lo que me has ofrecido. Es lo que acepto. Voy a acabar por ti.

Adrianna pudo por fin escuchar la respiración de él mucho más agitada, ahora que ya no la quería. Su frase anterior, la de “Acaba por mí, por favor”, de repente tenía más significados que el mero “quítame la venda” que ella había pretendido darle. Sintió una emoción extraña en su pecho. Debería ser miedo pero era expectación.

—Yo no… —protestó.

—Shhhh, ¿es que también voy a tener que taparte la boca?

Ese fue el momento en el que ella, si todavía le quedara algo de sentido común, debería haberse levantado y marchado. Dejado allí el puñetero dinero, de acuerdo, pero haberse largado. Sin embargo no lo hizo. Su cuerpo todavía recordaba el calor que había despertado en ella desnudarse para un desconocido. Su boca todavía podía sentir el sabor húmedo de sus propios dedos tras haber recorrido su sexo. Sus pechos continuaban doloridos y tuvo que reconocer que no había estado tan excitada en su vida y, lo que era peor, que no quería irse. Que quería saber qué pensaba hacer Ross con ella.

Por eso se quedó quieta y no contestó.

Él decidió asegurarse de que estaba interpretándola del modo correcto.

—¿Quieres quedarte, verdad? Si es así asiente con la cabeza.

Sin reconocerse, Adrianna así lo hizo. Entonces Edward llevó sus muñecas hacia la espalda femenina, las agarró con una sola de sus manos y tiró de ella hacia detrás, obligándola a levantar sus rodillas del suelo y a caer hacia él, que estaba cómodamente sentado en su sillón.

Lo primero que ella sintió fue el tacto ligeramente áspero de su camisa y la dureza de sus músculos bajo esta. Él, en el momento en el cual la había desequilibrado, había soltado sus muñecas. Por eso la joven estaba ahora con su espalda contra su pecho. Y lo siguiente que la joven notó fue la erección masculina contra sus nalgas, contenida por la tela de sus pantalones.

Lo sabía… sabía que él no había sido indiferente al espectáculo.

—No te regocijes tan pronto, pequeña —le dijo él mientras recorría con suavidad sus labios con uno de sus dedos—. Eso es fácil de conseguir, lo difícil es que él esté dispuesto a contarte sus secretos, a hacer lo que le digas, tras tentarle con tu mente y con tu cuerpo.

Ella no prestaba mucha atención a lo que Edward le decía aunque estuviera revelándole en qué consistía el misterioso trabajo. ¿En seducir? A Adrianna le daba igual pues ya había decidido que no pensaba aceptarlo. A lo que sí que hacía caso era al delicioso tacto de ese dedo calloso contra sus labios. Hmmm, ese hombre podía ir trajeado pero estaba claro que trabajaba con las manos. Mientras Ross recorría los bordes de su boca, ella no podía menos que sentir cómo el calor entre sus piernas aumentaba. Se imaginó, desnuda sobre él, el contraste de su piel blanca contra su traje oscuro, de sus cabellos rubios contra los suyos negros… La imagen era tan erótica que parecía provenir de una de sus fantasías. Jadeó y entreabrió los labios. Él le introdujo un dedo en su boca mientras llevaba una de sus manos hacia el seno derecho de la joven.

Mientras Adrianna sentía esa mano fuerte acariciando con seguridad su pecho, como si supiera exactamente cómo a ella le gustaría que lo hiciera, notó la yema de su dedo contra su lengua y la mordisqueó. Entonces, él hizo la imitó con su pezón, acercando dos de sus dedos a este para pellizcarlo con suavidad. Ella profirió un gemido y soltó su dedo. Él lo retiró de su boca y lo dirigió a su otro pecho.

Podía abarcar cada uno con una mano y comenzó a acariciarlos con lentitud, haciendo que el calor que la joven sentía entre las piernas se ramificara por todo su cuerpo, latiendo también en sus senos. Sin decir ni una palabra, él deslizó sus manos hasta la cintura femenina, la cual agarró para elevar a la joven un poco más sobre su cuerpo, rozando su piel desnuda contra su traje, de tal manera que uno de sus pechos quedó a la altura de su boca. Ella sintió primero su aliento y luego su caricia húmeda, su deliciosa succión. Por su garganta se escapó otro gemido. La respiración de él era rápida, como si le costara controlarse.

—¿La venda? —jadeó Adrianna, que no sabía cuándo se la quitaría y le encantaría poder verlo, saber que había eliminado esa sonrisa y que sus ojos negros aún lo eran más a causa del deseo.

—Shhh… cuando acabe contigo, ¿recuerdas? —le contestó con una dulzura que era la primera vez que ella le escuchaba, mientras llevaba una de sus manos hacia el sexo femenino, buscando su camino entre su carne, rozándola con su tacto áspero.

Un gemido fue toda la respuesta que obtuvo de ella, de la joven con la mente nublada por la pasión. Un gemido y un movimiento de caderas, abriendo las piernas, invitadora.

—Como desees —le susurró con su boca pegada a su pecho, de tal modo que a Adrianna le costó entender sus palabras.

Entonces la acarició con movimientos rítmicos, deslizando sus dedos, evitando cuidadosamente la entrada más profunda de su cuerpo. La irrealidad del momento, el ardor que su cercanía, su calor y su tacto despertaban en la joven, se acumulaban y crecían. Los dedos de Edward eran puro fuego, el erotismo del momento una cascada de sensaciones que hacía demasiado que habían seducido tanto a su cuerpo como a su mente. Así pues Adrianna, notando inminentes las contracciones del orgasmo, se olvidó por completo de donde estaba y se dejó ir. Hasta que llegó. Hasta que pasó. Hasta que volvió a la realidad y él la incorporó dejándola sentada encima suyo, escuchó su risa suave en sus oídos y le quitó la venda. Sonrió como en un sueño, perezosa. Sí… ese era el momento en el cual ella iba a mirarlo y a ver el deseo en sus ojos.

—Todo un detalle de tu parte, Adrianna, dejarme ver cómo eres capaz de reaccionar ante las caricias.

Sin duda has pasado la prueba.

Sus palabras, burlonas, fueron como un cubo de agua fría para ella. De repente consciente de su desnudez, se tapó como pudo los senos con un brazo, se levantó y se dio la vuelta.

Allí seguía esa irritante sonrisa de superioridad. ¡Sería cabronazo! (Y ella ingenua por pensar que Ross había caído también presa del deseo).

—No quiero tu prueba. No soy la puta de nadie. Me voy.

—¿Puta? Lo que quiero es una espía, una elegante y deliciosa Mata Hari moderna. Quiero a alguien que no tenga miedo de usar todas sus armas de mujer para conseguir aquello que mi compañía desea. Solo habrá un hombre al que tengas que seducir y engañar y es joven, rico y apuesto. ¿O es que vas a negarme que no te ha excitado desnudarte para mí?

¿Desnudarse para él?

Ella lo miró muy enfadada. Claro. Ross era joven, rico y apuesto; pero eso no le daba derecho a ser ni tan directo ni tan engreído.

Aunque era verdad…

Se dio la vuelta, se abalanzó a por su ropa y comenzó a vestirse. Quería marcharse pero no podía hacerlo desnuda. Escuchó cómo él se levantaba y caminaba hasta colocarse en frente de ella.

—Piénsatelo. Y cena algo. —Señaló la bandeja de comida intacta en un lado de la mesa, justo el opuesto al que ella había utilizado para tumbarse—. Si decides irte, será una pena pero tengo más candidatas. Si te quedas, mañana a primera hora hay una reunión para todas las chicas que aún sigan aquí. Tenéis que empezar a estudiar y prepararos porque puedo asegurarte, pequeña, que esta prueba no es nada al lado de la segunda.

Lo de “pequeña” lo dijo con un tono ronco que hizo que la chica recordara sus manos sobre su piel, la desinhibición con la que se había corrido contra sus dedos. Volvió a avergonzarse. Él sonrió y esta vez la sonrisa alcanzó sus ojos. Se dio la vuelta y se fue.

Adrianna, todavía a medio vestir, se apoyó contra la mesa.

¿Qué significaba todo esto? ¿Y por qué su corazón había vuelto a latir acelerado al ver la única sonrisa auténtica, no estudiada y fingida, que él le había dirigido?

Oh, señor. Tenía que irse de allí. Coger el dinero y llevárselo a su hermana. Pero primero necesitaba calmarse. Le llegó el olor de la comida de la bandeja y su estómago le recordó que hacía demasiado que no probaba bocado. Dudó. No pasaría nada por comer algo. Y era tarde… mejor ya buscaba un taxi mañana. Se preguntó quiénes serían las otras candidatas seleccionadas.