Capítulo 1
DICIEMBRE de 1077
Conall MacKerrick iba atravesando a duras penas el bosque, con nieve hasta las rodillas, mientras exploraba con la mirada el polvo blanco en busca de huellas de animales. Se notaba el corazón cansado, le pesaba dentro del pecho.
Es inútil.
Echó sólo un vistazo rápido a las hendiduras dentadas del rastro de un cervatillo: la huella de la pezuña estaba poco marcada por los bordes y la nieve reciente la cubría hasta la mitad; aquel animal había pasado por ahí hacía horas. No iba a servir de nada perseguirlo.
Conall prosiguió el arduo camino.
El viento, con su aullido, azotó los árboles e hizo que se le erizase la piel a través de la fina túnica, obligándole a recolocarse el paño de cuadros sobre el pecho y a ajustárselo más firmemente con el cinto y las correas del fardo que llevaba a la espalda. Volvió a colgarse el arco y el carcaj del hombro y le dio un tirón a la correa con la que sujetaba al cordero que venía detrás de él. El animal baló y se apresuró para alcanzarlo.
Conall se sentía entumecido, y no sólo por el frío que hacía en su tierra montañosa. Ahí estaba él, MacKerrick, jefe de su clan, abandonando su pueblo y a la gente a la que debía proteger. Pero lo hacía sólo por el bien de los demás.
Conall se alegraba de que su padre no hubiera vivido para presenciar el fracaso de su hijo.
La mujer de Conall y su bebé recién nacido habían muerto. No habría pasado más de un ciclo lunar desde aquello. Madre e hija; ambas demasiado pequeñas y débiles para sobrevivir en aquella región tan inhóspita de Escocia.
Había sido su hermano, Duncan, quien le anunció el triste nacimiento, saliendo de la casa del propio Conall con el rostro ensombrecido por el dolor.
—Ha sido una niña pequeñita —susurró con los ojos llenos de lágrimas—. Conall, ellas…, Nonna no ha…
Pero Conall no esperó a oír el resto de la declaración de su hermano gemelo. Arremetió contra la casa de adobe de techo bajo, abrió la puerta de golpe y fue instintivamente hacia el camastro que había al fondo. Prefirió ignorar el olor fecundo de la sangre, que hizo que se le erizase de forma inquietante el vello de la nuca. Puede que no estuviese equivocado: no había oído ningún llanto de bebé, pero tal vez Dios se apiadase de él, sólo por una vez.
—Nonna —la llamó dulcemente—, Nonna.
Había un bulto pequeño envuelto en un paño de cuadros acurrucado al lado de su mujer, y Conall oyó a Duncan entrar tras él, oyó los murmullos de las mujeres del pueblo congregadas al otro lado de la puerta, sacó una mano temblorosa para posarla sobre el pecho inmóvil de Nonna y lo comprendió.
Estaban muertas las dos.
—Lo siento, Conall —susurró Duncan.
Dios no se había apiadado de Conall MacKerrick.
Sopló otra racha de viento y la oveja baló lastimera, trayendo a Conall de vuelta al presente. Se sorbió la nariz y se la secó con el paño de cuadros.
Se había marchado antes de que los primeros rayos llegaran hasta el pueblo de los MacKerrick aquella madrugada, a pesar de las protestas de Duncan y de su madre. Nonna ya no estaba. Su bebé ya no estaba. Conall no iba a dejar que el pueblo, ya de por sí enfermo y hambriento, tuviese que cuidar de su jefe durante lo que quedaba del más crudo invierno que él había presenciado jamás. Otra cosa no, pero MacKerrick era un cazador muy hábil. Pasaría el invierno solo y buscaría caza en las profundidades del bosque. Si triunfaba, volvería al pueblo.
Si fracasaba, se moriría de hambre.
Mientras tanto, se valdría de aquel exilio voluntario para lamentarse en privado y para decidir, de una vez por todas, lo que iba a hacer con la maldición que asolaba su pueblo, la condena que desde hacía décadas pendía sobre el nombre del clan por culpa de una mujer que pasó por aquellas tierras hacía mucho tiempo. Una maldición que se volvía más maléfica cada año que transcurría. Las cosechas se arruinaban. Cuando no se resentían por las sequías, lo hacían por las inundaciones. La enfermedad visitaba constantemente el pueblo.
Y ahora, Nonna y el bebé ya no estaban.
Conall era consciente de que al final se iba a ver forzado a pedir asilo al clan que había más al sur, cosa que su padre se había negado a hacer, o a ver morir a su pueblo entero, habitante por habitante.
Se sabía al dedillo todas las palabras del conjuro, transmitidas con amargura por su padre, Dáire MacKerrick: Hambruna y enfermedades son mis regalos para vosotros, las bestias MacKerrick, que me habéis arrancado el corazón del pecho para dárselo de comer a los cuervos. Dejad, pues, que esos mensajeros alados sean lo único que llene vuestras tripas y que su canto sea lo único que llene vuestros oídos hasta que yo vuelva. Porque volveré. Sólo cosecharéis dolor y fatigas hasta que nazca un bebé Buchanan para gobernar el clan MacKerrick. Y cuando estéis de rodillas, yo me vengaré.
Con el primer deshielo de primavera, si Conall seguía vivo, podía suplicar perdón a Angus Buchanan por las afrentas que sufrió la hermana del jefe del clan cuando Conall y Duncan aún eran niños de teta. Aunque su gente le había pedido a gritos que no lo hiciera, porque supondría reconocer el poder de la brujería de los Buchanan, Conall sabía que seguramente aquella era la única manera de sobrevivir.
Atravesó una ciénaga estrecha, arrastrando a la oveja tras de sí, y oteó la loma que tenía delante en busca de las rocas desmoronadas que señalaban el sendero que llevaba a la vieja cabaña de Ronan. Hacía meses, tal vez más de un año ya, que no viajaba hasta los confines del territorio MacKerrick, pero esperaba que la cabaña del valle, abandonada durante tanto tiempo, todavía se pudiese habitar.
Lo que Conall necesitaba desesperadamente era paz y soledad, y estaba seguro de que las encontraría en el refugio de caza de su tío, justo detrás de la loma.
Vio una delgada columna de humo que salía del tejado antes de sentir el olor de la turba que ardía.
Y el de la carne. Olía a carne al fuego. A Conall le rugieron las tripas.
En dos zancadas más, la vieja casa apareció ante sus ojos, agazapada en la tierra como una seta, con la pequeña puerta de madera entreabierta.
A Conall se le ensombreció el rostro. Dejó caer el fardo, el arco, el carcaj y la correa de la oveja, y empuñó la espada.
Evelyn arrancó del espetón una tira de carne ennegrecida con los dedos índice y pulgar para soplarla y sacudirla antes de lanzársela a Alinor, que la cazó al vuelo de un bocado. En dos mordiscos voraces, el trozo había desaparecido. Alinor se pasó la lengua larga y rosa con fruición por los colmillos afilados.
—Mmm, estoy de acuerdo —dijo Evelyn, arrancando otra tira de carne—. Está bastante buena.
Hincó los dientes en el trozo duro de carne medio quemada, tratando de arrancar un pedazo lo bastante pequeño como para poder masticarlo.
—Aunque una pizca seca —puntualizó con la boca llena.
Le tiró el trozo que había sobrado a la loba, que estaba echada cerca de ella.
Alinor despachó rápido aquel pedazo y luego se puso a lamerse el pellejo alrededor del vendaje improvisado que llevaba en la cintura.
—Te pica, ¿verdad? —le preguntó Evelyn, y se chupó bien los dedos antes de levantarse del fuego y atravesar cojeando la cabaña para ir a comprobar si unos paños harapientos que colgaban del techo estaban ya secos. Eligió dos y los descolgó.
Cogió un barreño de nieve derretida en la que flotaban unos pedazos de musgo y volvió al lado de la loba. Se sentó en el suelo rezongando. Su tobillo, su rodilla y su cadera iban mejorando a medida que pasaban los días. Ya casi no los tenía hinchados, pero todas las articulaciones de su pierna derecha seguían decoradas con cardenales de color negro oscuro, morado y verde.
Alinor se dejó caer de lleno sobre un costado dando un gran suspiro y estiró las patas a ambos lados de Evelyn. La loba cerró los ojos.
—Esto te gusta, ¿a que sí?
Evelyn sonrió, buscó el nudo y lo desató. Sacó las vendas de debajo del animal y las dejó a un lado para lavarlas más tarde.
Cogió el terrón de musgo pegajoso que le había puesto a Alinor en las costillas y lanzó la masa sucia al fuego.
La herida que tenía debajo había mejorado notablemente. Aunque todavía le doliera, ya no tenía la piel llena de marcas de dientes de un rojo tan vivo, ni tampoco olía ya tan mal. Evelyn alcanzó a ver que le estaba empezando a crecer otra vez el vello negro sobre la piel inusitadamente blanca.
Satisfecha, sacó una de las tiras de tela limpias y la mojó en el barreño, para escurrirla y pasársela con cuidado a Alinor por la herida. La loba se molestó un poco al principio, pero luego se volvió a relajar.
Dios mío, gradas, dijo Evelyn para sus adentros mientras atendía al animal. Probablemente habría dicho esa frase mil veces durante las últimas… ¿cuántas, tres o cuatro semanas? Evelyn no habría podido decir cuánto tiempo había pasado desde que descubrió a la yegua de Minerva muerta, pero, sinceramente, eso ya no le importaba. Sentía que nunca iba a poder agradecer bastante a la intervención divina que hubiera traído a Alinor a su vida.
Cuando los lobos grises huyeron, Evelyn se vio a sí misma cayendo en el más gélido y oscuro de los infiernos. Aterrizó de golpe sobre la pierna y la cadera derechas, quedándose sin aliento y, de paso, sin consciencia. Cuando despertó, lo hizo en un universo de oscuridad granulada, de olor a podrido y a moho, y con un dolor lacerante en la pierna. Notó el suelo frío de tierra húmeda contra la mejilla y se preguntó si estaría muerta, aunque no alcanzaba a imaginarse quién habría podido pasar por allí para enterrarla.
Pero no tenía tierra por encima, así que, tras armarse de valor para mover su cuerpo maltrecho, se arrastró a ciegas por el suelo apelmazado hasta encontrarse con un obstáculo. Evelyn se irguió hasta quedar sentada y entonces llegó por primera vez a sus oídos aquel aullido lastimero. Se puso tensa, con la mente todavía presa de imágenes de colmillos amenazadores y sangre que salpicaba el aire gélido.
Sus ojos se desplazaron instintivamente hacia arriba para encontrar un agujero irregular en aquella oscuridad que la envolvía, por el que se filtraba una luz turbia. ¿Estaría de verdad atrapada, pero en algún tipo de cueva?
Volvió a oírse el aullido y Evelyn se estremeció mientras el tono del llanto le perforaba el corazón.
Dolor.
Escuchó al animal durante lo que le pareció una eternidad, hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas y rompió en sollozos. El miedo le había declarado la guerra a su alma. Unos ojos amarillos y un cuerpo negro que se retorcía en la lucha le llenaban el pensamiento, y Evelyn sabía que la que lloraba era la loba negra.
Dolor. Dolor.
Evelyn empezó otra vez a arrastrarse por el suelo, palpando con los dedos la tierra húmeda.
Tocó algo tosco de madera y lo recorrió con las palmas de las manos, comprobando sus dimensiones.
¿Una puerta? Sus dedos agarraron un picaporte rudimentario en forma de L y tiraron de él. La madera chirrió.
Aún oía a la loba al otro lado de la puerta y se preguntó si no le estaría abriendo la puerta a su propia muerte.
Dolor.
Tiró más fuerte y un débil haz de luz gris le dio en la cara; era la luz del día que se desvanecía. Evelyn gruñó al hacer más fuerza, hasta que la puerta por fin se abrió.
La loba negra gigante estaba a menos de tres metros de ella, en la densa tarde cada vez más oscura. La cabeza del animal se agachaba y se balanceaba sobre su enorme cuello. El hocico apuntaba hacia el suelo. Tenía una pata suspendida delicadamente en el aire, y un ancho camino de nieve carmesí conducía hasta sus cuartos traseros.
Sangre. Sangre de la loba.
La bestia levantó sus ojos amarillos hacia Evelyn, como si se acabara de dar cuenta de que la estaban observando. Volvió a aullar, sin fuerzas, y trató de recular en la nieve para alejarse de Evelyn.
Dolor. Miedo.
Pero la pata herida, combinada con la evidente pérdida de sangre, pudo con la loba; se cayó de lado con un gemido de angustia. Se esforzó momentáneamente por volver a levantarse, pero luego se rindió, respirando a duras penas mientras el río de sangre se hacía más ancho.
Aquella loba le había salvado la vida, de eso Evelyn estaba segura. Aunque ahora pudiese significar su muerte, no era capaz de quedarse parada viéndola sufrir. De ninguna manera.
Miedo.
Evelyn se acercó a la loba cruzando a gatas la puerta, clavando en la nieve los brazos casi hasta los codos, pero sin sentir ya el frío.
—Por favor, no me mates. Por favor, no me mates —suspiraba una y otra vez a medida que se iba acercando al animal caído.
Miedo. Miedo, miedo, miedo…
Un sollozo se apoderó del pecho de Evelyn.
—Ya ves, preciosa. Yo también tengo miedo —susurró cuando ya casi había llegado hasta ella.
Evelyn estaba por fin tan cerca de la loba que podría haberla tocado. Pero no tuvo ocasión, porque de repente el animal se puso a dar golpes con las patas y a aullar, tratando de ponerse de pie.
Evelyn gritó e instintivamente levantó la mano para defenderse, pero la loba se volvió a derrumbar, con la poca energía que le quedaba consumida. En aquel pecho tan ancho, silbaban resuellos desgarrados.
Evelyn respiró hondo y se acercó más a la enorme bestia. La pierna le palpitaba, y el corazón le latía de tal modo que se imaginó el sonido que hacía al chocar contra sus costillas.
Vio las heridas profundas del lomo y el cuello del animal, y el hilo pegajoso que le salía del hocico. Pero el corte que tenía en el costado era el más grave: la carne rasgada dejaba a la vista el músculo fibroso y un trozo blanco de costilla. De ahí manaba la sangre que había en la nieve.
¿Cómo habría logrado escapar si los otros eran muchos más?
—Te has hecho un poco de daño aquí, ¿verdad, preciosa? —preguntó con un susurro tembloroso.
La loba aulló desde lo más profundo de su garganta.
Evelyn volvió la vista por primera vez hacia el sitio del que había salido a rastras y se quedó tan impresionada que por un momento se olvidó de las heridas y del miedo.
Era… una casa.
Increíble.
Las paredes de adobe bajas y el tejado de paja asomaban entre la nieve, y Evelyn se dio cuenta de que debía de haberse caído por el agujero de salida de humos.
Una casita. Abandonada, evidentemente.
La loba profirió con dificultad una serie de aullidos cortos, y entonces Evelyn oyó el coro de aullidos que provenían de la espesura. Siguió con los ojos el rastro de sangre que llegaba hasta el bosque, y supo que los lobos grises se habían llevado ya lo que quedaba de la yegua de Minerva y ahora andaban al acecho de la loba negra caída. Si la encontraban, y con ella a Evelyn, heridas e indefensas como estaban, sería el final de sus días.
Miró la puerta de la casita y otra vez a la loba negra. Volvió a mirar la puerta y luego la considerable masa del animal, tratando de comparar la distancia con su propia falta de fuerzas.
El animal aullaba lastimero.
Miedo.
Evelyn cerró los ojos. Dios mío, dame fuerzas. Luego abrió los ojos y, sin titubeos, le puso una mano a la loba sobre la cadera.
La loba se estremeció y soltó otro aullido, pero no se volvió contra ella.
En las entrañas del bosque, pero ya más cerca, ganando terreno, los lobos grises aullaron otra vez.
Tratando de hacerse a la idea de que estaba a punto de coger en brazos a un animal salvaje, herido y moribundo, que era casi de su mismo tamaño, Evelyn se arrastró por la nieve para acercarse por detrás sin que su mano perdiera en ningún momento el contacto con el animal.
Trató de hablar con calma.
—No te voy a hacer daño. Y tampoco voy a dejar que otros te hagan daño —le prometió.
La loba levantó las orejas, pero no se movió.
Así que, sin pensarlo dos veces, la rodeó con el brazo, se apoyó en ella y luego tiró hacia arriba.
La loba intentó zafarse con debilidad y dejó escapar un gruñido igualmente débil, pero Evelyn no la soltó. Le pasó el otro brazo por debajo y la levantó hasta la altura de su pecho, gritando de dolor al hacerlo. De espaldas a la puerta de la casita, clavó la pierna sana en la nieve hasta dar con el zapato en el suelo congelado y empujó con todas sus fuerzas.
Se movieron quizás un par de centímetros.
Se colocó al animal un poco más alto sobre el torso, juntó las dos manos firmemente bajo el pecho de la loba, consciente de la sangre caliente que le empapaba la capa y le calaba hasta el vestido. La loba, de repente, se dejaba llevar, y Evelyn pensó que se le iban a descoyuntar los brazos.
Volvió a hacer fuerza con la pierna en el suelo. La estiró y la dobló una y otra vez. Los músculos le ardían, le aullaban. Empezó a llorar.
Transcurrió lo que a ella le pareció una eternidad, pero por fin tenía la espalda contra la puerta. Por delante, un camino rojo de sangre surcaba limpiamente la nieve aplastada.
Los lobos grises salieron del bosque.
Con dificultad, dio un último empujón y entró en la casa. Cerró la puerta de una patada y la sujetó con el pie tembloroso, haciendo que la pierna se le estremeciera hasta la médula. Gritó de dolor y de espanto.
Uno de los lobos grises se había abalanzado contra la puerta soltando un rugido furioso.
La loba negra se le revolvió en los brazos y Evelyn la dejó en el suelo.
—No pasa nada, preciosa, estamos a salvo —respiró—. Ahora estamos a salvo.
Divisó en la penumbra un tablón apoyado contra la pared de la cabaña, así como unos herrajes rudimentarios anclados a la puerta y al adobe por ambos lados. Sin quitar el pie de la puerta, cogió la madera y se estiró para ponerla en los herrajes.
La puerta volvió a sacudirse y Evelyn reculó. Sintió algo mojado y tibio en la palma de la mano. Dio un grito y se llevó la mano al pecho antes de mirar para abajo.
La loba negra la miró con ojos vidriosos.
Le había lamido la mano.
Ahora, Evelyn canturreaba mientras le ponía un trozo nuevo de musgo húmedo a Alinor en el costado, sujetando la masa esponjosa en su sitio mientras envolvía a la loba con otro trozo de tela rosa del resto de su vestido destrozado. Le ató la venda de tela fina con un nudo fuerte, y en un arranque le hizo un bonito lazo con los extremos.
—Divino —dijo Evelyn contemplando su obra de arte.
La gruesa cola de Alinor golpeó el suelo dos veces.
Evelyn le acarició el pelo a la loba y luego se levantó con la pierna rígida, recogió las vendas usadas y las echó en un cubo que había cerca de la puerta. Se fue a echar más turba al fuego, mientras Alinor se levantaba y cruzaba la cabaña para entrar en uno de los corrales interiores de la casa. Se echó sobre las ramas de pino frescas que Evelyn había puesto en el suelo y se durmió enseguida.
El fuego echaba mucho humo. Evelyn arrancó la carne que quedaba en el espetón y la colocó junto a su daga, que tenía ya la punta rota y roma, en una estrecha tabla que había en la pared del fondo. La luz del día se había convertido en luz de tarde, y pensó que no tenía que olvidarse de coger un cubo de nieve cuando Alinor y ella se fuesen por fin a descansar. Después se atrincherarían para pasar la noche.
Entre las dos habían establecido algo parecido a una rutina a lo largo de los días en aquel cobertizo primitivo: iban a recoger nieve para beber y lavar y ramas caídas para complementar la menguante pila de turba; y hacían acopio de carne. Evelyn le curaba la herida a la loba, y a medida que se iban recuperando, iban saliendo a pasear en círculos cada vez mayores alrededor de la casa en busca de comida. Casi todos los días volvían con las manos vacías. A veces tenían que apañarse con un puñado de frutos secos no demasiado podridos. Una vez, Alinor estuvo a punto de cazar un conejo.
Pero sólo salían a explorar cuando el sol estaba en lo más alto, porque los lobos grises dominaban el bosque desde el atardecer hasta el amanecer y aún no habían dejado de acechar la cabaña y a sus ocupantes. Todas las noches, tras ponerle la tranca a la puerta, Alinor se echaba temblando en el camastro desvencijado al lado de Evelyn, con las orejas atentas al más mínimo ruido, y se enfadaba cuando los lobos grises la llamaban desde el bosque para burlarse de ella. Aquellas bestias habían estado a punto de matar a Alinor una vez, y aún la querían. Se la querían comer. La misma Evelyn recordaba perfectamente aquel pellejo gris: cómo la había mirado a los ojos, como si la conociese y estuviera esperando a que ella se adentrase en aquella parte del bosque.
Al pensar en aquellos diablos, Evelyn se llenaba de resentimiento, y por eso pegó un respingo cuando Alinor soltó un gruñido profundo. La preocupación hizo que a Evelyn, al volverse hacia la puerta, se le pusiera la carne de los brazos de gallina.
Sin duda, era muy temprano aún para…
Alinor se puso de pie de un salto, ladrando hacia la puerta entreabierta. La venda formaba un escalón en el pellejo erizado de su lomo.
Evelyn estaba furiosa. ¡Malditas bestias! Como fueran los lobos grises, no iban a poder salir a por nieve y no se desharían de ellos en toda la noche.
Cruzó la habitación resoplando frustrada, dispuesta a echar la tranca.
Pero, antes de que hubiera llegado siquiera al hoyo de la lumbre, la puerta se abrió de golpe y se estampó contra la pared, y en aquel preciso instante apareció en el umbral un enorme…
¡Hombre!