Catón el marciano
En Marte sólo hablaban un idioma, de modo que los idiomas de la Tierra les parecían aun más fascinantes. El estudio del inglés era la manía favorita de la señora Erdig. El inglés era bastante popular, pero últimamente los marcianos que estudiaban chino eran más y más numerosos; antes el idioma preferido había sido el ruso. Pero la señora Erdig opinaba que ningún otro idioma tenía la variedad de inflexiones, matices y significados del inglés.
Por ejemplo, la palabra righteousness (rectitud, virtud, honradez, probidad). Se la mencionó esa noche a su marido.
—Te digo que apenas puedo comprenderla —dijo—. Quiero decir que se me escapa cuando me parece que ya la tengo. Y tú sabes qué torpe se siente uno con una palabra terrestre tan elusiva.
—No, no lo sé —replicó el señor Erdig, distraído.
El señor Erdig —significativamente— era especialista en latín, idioma registrado únicamente por medio de las infrecuentes transmisiones de la radio del Vaticano. Los marcianos que se especializaban en latín no sumaban más de un millar.
—Torpe, es evidente —repitió su esposa.
—Oh. ¿Por qué?
—Lo sabes. Me gustaría que no te hicieses el lerdo. Uno espera sentirse superior a esos salvajes del tercer planeta. Es irritante que una palabra terrestre se nos escape.
—¿Qué palabra?
—Entonces no escuchabas. Righteousness.
—Bueno, no alardeo de mi inglés, pero recuerdo el significado de right.
—Y righteous es algo enteramente distinto.
—¿Has consultado el diccionario de Lqynn? —preguntó el señor Erdig, con el pensamiento todavía enredado en sus propios problemas.
—¡Lqynn es un tonto!
—Por supuesto, querida. Podrías consultar al juez Grylyg en el Interductor. Es un experto en verbos ingleses.
—¡Oh, ni siquiera me escuchas! —exclamó la señora Erdig, desesperada—. Incluso tú debieras saber que righteous no es un verbo. Tengo la impresión que hablo con la pared.
El señor Erdig se incorporó —o hizo algo equivalente, pues las articulaciones de sus siete miembros poco se parecían a las de un ser humano— y le pidió perdón a su mujer. En realidad la quería y la respetaba.
—Lo siento terriblemente —dijo—. De veras, querida. Pero tengo tantas preocupaciones… Me pierdo en mis pensamientos, y además estoy deprimido.
—Lo sé, lo sé —dijo su mujer con una ternura inmediata—. Hay tantas preocupaciones. Sé cómo todo pesa sobre ti.
—Es una carga que nunca quise.
—Lo sé, lo sé muy bien.
—Sí, hay marcianos y marcianos. —El señor Erdig suspiró fatigado—. Algunos han intrigado, sobornado y apelado a toda clase de tretas para ingresar en el Consejo Planetario. Yo no. Nunca lo deseé, nunca lo pensé.
—Por supuesto.
—Hasta quise negarme…
—¿Cómo podías hacerlo? —convino su esposa benévolamente—. Nadie se negó nunca. Hubiésemos sido unos parias. Los niños no hubieran vuelto a levantar la cabeza. Y es un honor, querido, un honor superior a todos. Eres joven, no tienes más que doscientos ochenta años, y estás en la flor de la vida. Sé qué carga es esa. Tienes que llevarla lo más ligeramente posible y no oponerte a todo lo que no te gusta.
—No me opongo a todo lo que no me gusta —dijo el señor Erdig lenta pero claramente—. A todo no. A lo que está mal.
—¿Y sabes cuando algo está mal?
—Esta vez sí, estoy seguro.
—Catón otra vez, supongo.
—¡El viejo tonto! ¿No le ven el juego? ¿No ven que es un idiota pomposo?
—Algunos sí, pero Catón parece reflejar el sentimiento prevaleciente.
—¿De veras? Pues te digo que mucho de eso que llamas el sentimiento prevaleciente es obra de él. Ayer pidió la palabra, se puso de pie, se aclaró la garganta y gritó: «¡La Tierra debe ser destruida!». Lo mismo que ha dicho en todas las sesiones en los últimos treinta años. Y esta vez, asómbrate, querida, esta vez tuvo el descaro de repetirlo en latín: Terra esse delendam. Pronto creerá que es Catón.
—¿Por qué no lo tomas como un homenaje? Al fin y al cabo, eres el primer latinista de Marte. Fuiste el primero que lo llamó Catón el Censor, y ahora todos lo llaman Catón. No me sorprendería que hayan olvidado su verdadero nombre. Puedes sentirte orgulloso de tu influencia.
—No es esa la cuestión —suspiró el señor Erdig.
—Sólo quiero darte un poco de ánimo.
—Lo sé, querida. No debiera enojarme contigo. Pero cada día sonríen menos, y lo escuchan más. Recuerdo las sonrisas divertidas cuando inició su campaña, los murmullos y los sacudimientos de cabeza. Muchos opinábamos que no estaba en sus cabales y necesitaba tratamiento médico. Luego, poco a poco, la actitud ha ido cambiando. Ahora todos lo escuchan seriamente…, y aceptan lo que dice. ¿Sabes que se propone someterlo a votación mañana?
—Bueno, el Consejo decidirá lo que conviene. Lo mejor que puedes hacer es dormir bien esta noche. Vamos.
El señor Erdig se levantó para seguir a su esposa. Estaban ya acostados, cuando ella dijo:
—Desearía que hubieras elegido el inglés, querido. ¿Por qué debe ser la palabra righteous tan desconcertante?
Cuando llegó el señor Erdig, la mayoría de los miembros del Consejo Planetario de Marte estaba ya allí. Mientras el señor Erdig se abría camino entre los otros representantes no pudo dejar de observar cierta frialdad, cierta restricción en los saludos. La señora Erdig hubiera dicho que él era demasiado sensible y que con esa sensibilidad nadie podía disfrutar de paz mental, pero el señor Erdig no se hacía ilusiones. Se enorgullecía de su perspicacia psicológica acerca del estado de ánimo del Consejo. Consideradas todas las cosas, estaba ya seguro que aquél era el día de Catón.
Cuando ocupaba su escaño, su amigo, el señor Kyegg, confirmó sus sombríos presentimientos.
—Advierto que piensa lo mismo que yo, Erdig —dijo.
—Sí.
—Bueno, que serait, serait. Lo que será, será. Es francés, idioma que habla sólo un puñado de personas en el continente europeo, pero muy elegante.
—Sé que Francia está en el continente europeo —observó el señor Erdig tiesamente.
—Por supuesto. Pues bien, el viejo Fllari me convenció para que lo estudiara con él. El pobre tipo necesita dinero.
El señor Erdig notó que su irritación con Kyegg aumentaba, y sin motivo. Kyegg era un compañero muy decente a quien el señor Erdig había conocido hacía más de doscientos años. Era infantil permitir que un estado de irritación general lo separase de un miembro de ese reducido círculo de los que aún podía llamar amigos.
En momentos de tensión como ese, el señor Erdig solía arrellanarse en su asiento y contemplar el techo de la sala del Consejo. Como la mayoría de los marcianos, el señor Erdig era dueño de un agudo y bien desarrollado sentido estético, y no se cansaba de contemplar las bellezas de los edificios y paisajes marcianos. En realidad, la creación de belleza y la apreciación de la misma eran preocupaciones esenciales en la sociedad marciana. Ni siquiera el señor Erdig hubiese negado la superioridad marciana en estas cuestiones.
El cielo raso de la Cámara del Consejo reproducía el firmamento nocturno de Marte, de un color azul purpúreo aterciopelado. Las estrellas eran como flores en un árbol primaveral. La luz plateada de las estrellas iluminaba la sala.
«¡Qué hermosas y sabias son las creaciones que acompañan nuestras vidas! —pensaba el señor Erdig—. ¡Qué bueno es ser marciano!».
Compadecía a los pobres diablos del tercer planeta. ¿Por qué los otros no podían sentir lo mismo?
Los toques de campana que anunciaban el comienzo de la sesión lo sacaron de su arrobamiento. Todos los asientos estaban ocupados.
—Ha llegado el momento —dijo el amigo del señor Erdig, el señor Kyegg—. No hay un asiento vacío en la casa.
Leyeron las minutas de la reunión anterior.
—El primero que hablará será Catón —afirmó el señor Kyegg.
—No hace falta mucha perspicacia para preverlo —replicó el señor Erdig agriamente, señalando a Catón.
Catón había levantado ya el brazo (o el miembro, o el tentáculo, según el punto de vista).
El presidente se inclinó y le concedió la palabra.
Catón el Censor terminaba todos sus discursos en el Senado romano pidiendo que Cartago fuera destruida. Catón el marciano lo superaba, pues comenzaba y terminaba todos los suyos pidiendo la destrucción de la Tierra.
—La Tierra debe ser destruida —comenzó también esta vez, e hizo una pausa hasta que terminaron los aplausos—. ¿Por qué sigo año tras año haciendo un pedido que en otro tiempo parecía a tantos sanguinario y cruel? Les aseguro que cuando mis labios formaron por vez primera esa frase, se me oprimió el corazón y el asco me revolvió las entrañas. Soy un marciano como todos ustedes, y como para ustedes el homicidio es para mí el mal fundamental, y la fuerza es la marca de la bestia. ¡Piensen en lo que me costó crear esa frase y pronunciarla por vez primera en esta cámara, hace tantos años! ¡Recuerden cómo se sintieron ustedes! ¿Fue acaso fácil entonces, fue acaso fácil en todos estos años? ¿Es acaso fácil el papel de patriota? Sí, empleo una palabra que nos ha enseñado la Tierra: patriota. Una palabra que hoy tiene para nosotros mucho significado.
—Le patriotisme est le dernier refuge d’un gredin —observó el señor Kyegg cáusticamente—. Francés, un idioma sentencioso.
—Inglés en realidad —le corrigió el señor Erdig—. Patriotism is the last refuge of a scoundrel.[1] La frase es de Samuel Johnson, creo. El decano y el mayor ingenio del mundo literario de Londres hace dos siglos. —El señor Erdig se sentía lo bastante desagradable para poner al señor Kyegg en su lugar—. Londres es la ciudad más grande de Inglaterra, una isla situada a pocos kilómetros del continente europeo.
—Oh, sí —asintió débilmente el señor Kyegg.
—… No sólo porque amo a Marte —decía Catón—, sino también porque amo la esencia y el significado de la vida. Hace ya casi medio siglo captamos las primeras señales radiotelegráficas terrestres. En Marte no conocíamos la palabra guerra; nos la enseñó la Tierra. No sabíamos qué significaba matar, destruir, torturar. En verdad, cuando comenzamos a analizar y comprender los diversos idiomas de la Tierra, dudamos de nuestros propios sentidos, de nuestra capacidad analítica. Oíamos, pero nos negábamos a creer lo que oíamos. Nos negábamos a creer que hubiese una raza inteligente dedicada al asesinato, el robo y la brutalidad en una medida que los marcianos no podíamos imaginar…
—Nunca cambia una palabra —murmuró el señor Erdig—. Siempre es el mismo discurso una y otra vez.
—Ha aprendido a decirlo muy bien, ¿no le parece? —preguntó el señor Kyegg.
—… ¡No podíamos creerlo! —exclamó Catón—. ¿Quién podía creer algo semejante? Somos una raza bondadosa y misericordiosa. Tratábamos de razonar, de explicar, de disculpar, pero cuando nuestros receptores captaron las primeras señales de televisión, ya no pudimos interpretar racionalmente, ni explicar ni disculpar. Aquello que podían haber puesto en duda nuestros oídos, lo comprobaban nuestros ojos. Lo que nuestra sensibilidad rechazaba, la realidad nos lo imponía. No tengo que recordarles lo que hemos visto en quince años de transmisiones de televisión terrestre. ¡Crimen, crimen, crimen y violencia! ¡Asesinato y muerte violenta, ésos son los sueños, la vida y las ilusiones de los terrestres! Hombre contra hombre, nación contra nación, madres contra hijos, y siempre violencia y muerte…
—Dijo que no iba a recordarlo —murmuró el señor Erdig.
—Es bueno saberse de memoria un discurso —dijo el señor Kyegg—, de ese modo no es necesario escucharlo con atención.
Pero los miembros del Consejo escuchaban con atención mientras Catón continuaba:
—¡Y guerra! Nuestro lenguaje no tenía esta palabra, que nos llegó de la Tierra. ¡Una guerra interminable, guerras grandes y pequeñas, hasta que la mitad del mundo es un cementerio y la atmósfera misma está empapada en odio!
—Hermosa imagen, ¿no le parece? —preguntó el señor Kyegg a su compañero, pero el señor Erdig no se dignó contestarle.
—Y luego —prosiguió Catón en voz baja y siniestra— vimos cómo hacían estallar la primera bomba atómica. La televisión nos mostró cómo probaban una y otra vez esa arma monstruosa, envenenaban la atmósfera y se preparaban para una nueva guerra. ¡Ah!, recuerdo muy bien la calma que guardaban nuestros filósofos. «Déjenlos —decían—, se destruirán a sí mismos». ¿Lo harán? Marte significa mucho para los marcianos, y yo no tengo fe en los filósofos.
—Se refiere a usted —le dijo el señor Kyegg al señor Erdig.
—¡Los filósofos! —repitió Catón con desprecio—. Conozco bien a uno de ellos. Por burla me ha apodado Catón, exhibiendo sus conocimientos latinos. Pues bien, acepto el nombre. Y como Catón digo que la Tierra debe ser destruida. No por lo que la Tierra ha hecho y sigue haciendo (convengo en que eso no nos concierne), sino por eso que, como lo sabe todo marciano, la Tierra nos hará inevitablemente a nosotros. Hemos visto cómo enviaban a la atmósfera sus primeros satélites; no hicimos nada mientras ellos lanzaban al espacio sus proyectiles de exploración; y ahora, ahora, como confirman nuestros astrónomos, han enviado un cohete a la Luna.
—Eso cierra la cuestión —suspiró el señor Erdig.
—¿Hasta cuándo esperaremos? —gritó Catón—. ¿Nuestro hermoso planeta se convertirá en un desierto atómico sin que nosotros movamos un dedo? ¿No haremos nada hasta que los primeros invasores terrestres desciendan en Marte? ¿O destruiremos esa plaga tan firme y seguramente cómo destruiríamos una nueva y terrible enfermedad? ¡Digo que la Tierra debe ser destruida! ¡Pero no el próximo mes o el año que viene, sino ahora mismo! ¡La Tierra debe ser destruida!
Catón se sentó, pero no como anteriormente entre una pequeña salva de aplausos o un silencio desaprobador, sino entre una tormenta de asentimiento y aprobación.
Soy un necio al considerarme un filósofo, pensaba el señor Erdig mientras se levantaba para hablar, pero supongo que lo soy, aunque un filósofo menor. Y anunció a los miembros del Consejo que no los iba a entretener mucho tiempo.
—Soy uno de esos individuos —dijo— que aun cuando saben que no ganarán una discusión, encuentran cierta satisfacción en exponer sus ideas. Ya saben que no estoy de acuerdo con Catón. Lo he dicho categóricamente y en muchas ocasiones, pero esta es la conclusión de un largo debate, y no el comienzo de otro.
»Nunca creí que llegaría a ver el día en que este Consejo convendría en que la Tierra debe ser destruida. Pero parece evidente que están de acuerdo con Catón. Permítanme que les hable de algunas de las cosas qué nos proponemos destruir.
»Nosotros, los marcianos, nunca apreciamos realmente nuestra longevidad hasta que comenzamos a escuchar, podríamos decirlo así, lo que ocurría en la Tierra, y hasta que comenzamos a verlo. Todos tenemos bastantes años como para recordar esa época en que los pobladores de la Tierra no habían descubierto aún el secreto de las transmisiones de radio y televisión. ¿Era entonces nuestra vida tan rica como hoy?
»Muchas cosas han cambiado en ese breve período de dos veintenas de años terrestres. Nuestro antiguo y hermoso idioma marciano se ha enriquecido con centenares de palabras terrestres. Los idiomas de la Tierra son hoy el pasatiempo y el placer de millones de marcianos. Los juegos de la Tierra nos divierten y entretienen, de tal modo que el béisbol, el tenis y el golf nos parecen juegos nativos, perfectamente adecuados para nosotros. Todos recuerdan la monotonía y estancamiento en que había caído nuestro arte; el arte de la Tierra le infundió nueva vida, dándonos nuevas formas, ideas y direcciones. En nuestras bibliotecas hay millares de libros que tratan de la Tierra, sus usos, sus tradiciones y su historia; y como en la Tierra tienen la costumbre de leer libros y poemas por radio, disponemos ahora de los tesoros literarios de ese planeta.
»¿En qué aspecto de nuestra vida no se siente la influencia de la Tierra? Nuestros arquitectos han imitado los edificios terrestres. Nuestros médicos han encontrado en la Tierra técnicas y métodos que han salvado aquí muchas vidas. Las sinfonías terrestres se tocan en nuestras salas de concierto, y las canciones de la Tierra han inundado el aire marciano.
»He señalado sólo algunos tesoros, de una lista casi interminable. Y se proponen destruir esa Tierra. ¡Oh, no puedo refutar a Catón! Dice la verdad. La Tierra es un misterio para nosotros. Nunca hemos respirado el aire de la Tierra, ni hemos pisado su suelo, ni hemos visto directamente las grandes ciudades y los verdes bosques. Sólo nos llega una sombra de la realidad, y esa sombra nos confunde y asusta. Comparados con nosotros los habitantes de la Tierra viven poco. Desde el nacimiento hasta la muerte es sólo un momento. ¿Cómo han hecho tanto en tan frágiles momentos de existencia? No lo sabemos realmente, no lo comprendemos. Los vemos divididos, alimentando odio, temor y resentimiento. Vemos cómo matan y destruyen, y nos quedamos perplejos y confusos. ¿Cómo esos seres que crean tan magníficamente pueden destruir con tanta facilidad?
»¿Pero la destrucción resuelve acaso este problema? Hay dos mil millones y medio de personas en la Tierra, tres veces el número de los habitantes de Marte. ¿Podremos dormir alguna vez en paz, soñar en paz, si los destruimos?
La respuesta de Catón al señor Erdig fue muy breve:
—¿Podremos dormir alguna vez en paz, soñar en paz, si no los destruimos?
El señor Erdig se sentó y comprendió que todo había terminado.
—No es como si lo hiciésemos nosotros —le dijo la señora Erdig a su marido esa noche en su casa.
—Lo mismo, querida.
—Pero como tú dices hay allí dos países, como ellos los llaman, la Unión Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica, los dos países más poderosos de la Tierra, armados hasta los dientes con quién sabe cuántas bombas atómicas, preparados para lanzarse el uno contra el otro. Conozco bastante la historia de la Tierra y sé que tarde o temprano estallará una guerra, aunque sólo sea por accidente.
—Quizás.
—Y nosotros —dijo la señora Erdig dulcemente— no haremos más que apresurar ese accidente inevitable.
—Sí, hemos llegado a eso —respondió el señor Erdig con tristeza—. Guerra, crueldad e injusticia, palabras terrestres que hemos aprendido, palabras extranjeras, palabras detestables. Sería inmoral que nos armáramos para la guerra o que pensáramos en la guerra. Pero un accidente es otra cosa, ciertamente. Fabricaremos un cohete, le pondremos una cabeza atómica, y lo lanzaremos al espacio. Circundará la Tierra, pasando sobre los polos, e irá a caer en el desierto de Arizona, en los Estados Unidos. En el peor de los casos, destruiremos unas pocas serpientes y vacas. Sí, no nos ensuciaremos las manos. Poco después que estalle esa bomba, la Tierra iniciará su propia destrucción. Pero nosotros nos hemos declarado inocentes.
—No me gusta oírte hablar de ese modo, querido —protestó la señora Erdig—. Nunca oí hablar así a un marciano.
—No me enorgullece ser marciano.
—¡Erdig!
—Me revuelve el estómago.
Había algo de aspereza en la voz de la señora Erdig cuando dijo:
—No sé cómo puedes estar tan seguro de tener razón y que todos los demás se equivocan. A veces pienso que discrepas sólo por el placer de discrepar, o de parecer desagradable. Me parece que para un marciano no debiera haber nada más importante que nuestra seguridad y nuestro sistema de vida. Y no comprendo que sea un error tan terrible apresurar algo que de todos modos sucederá más pronto o más tarde. Si los habitantes de la Tierra fuesen gente digna, sería distinto…
El señor Erdig no escuchaba. Largos años de matrimonio le habían enseñado que cuando su mujer ponía en marcha esa oleada de razonamientos y pruebas podía seguir así mucho tiempo. Dejó entonces que su pensamiento, como hacía tan frecuentemente, evocara las verdes praderas terrestres y aquellos mares azules y cabrilleantes. ¡Cuántas veces había soñado con esa inmensidad de agua ondulante e inquieta! ¡Cuán maravillosa y terrible tenía que ser! No había mares en Marte, de modo que no era fácil imaginarse los océanos terrestres. Pero no podía pensar en esos océanos sin recordar los habitantes de la Tierra, las grandes ciudades de la Tierra.
De pronto sintió una punzada de dolor, como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho. En el viejo y no hablado lenguaje de la Tierra que había llegado a apreciar tanto, murmuró:
—Magna civitas, magna solitudo.
El cohete había sido terminado y tenía ya una cabeza atómica, tarea fácil para la tecnología marciana. En los templos (o sus equivalentes) de Marte se rezó una plegaria por las almas de los terrestres, y luego el cohete se elevó en el espacio.
Los astrónomos lo observaron y los matemáticos le siguieron la pista. A pesar del lúgubre propósito y del terrible destino del cohete, los marcianos no pudieron reprimir un sentimiento de orgullo. La capacidad y la eficiencia de los hombres de ciencia marcianos eran indiscutibles. El cohete pasó sobre el polo norte de la Tierra y aterrizó en el desierto de Arizona, a menos de diez kilómetros de distancia del blanco elegido.
La atmósfera de Marte es tenue y clara, y millones de marcianos cuentan con excelentes telescopios. Millones de marcianos observaron pues cómo estallaba la cabeza atómica, y millones se quedaron con los telescopios enfocados en la Tierra, esperando presenciar el holocausto de radiación y llamas que indicaría el principio de la guerra atómica terrestre.
Esperaron en vano. Los marcianos eran seres civilizados, de ningún modo sedientos de sangre, pero tenían mucho miedo, y algunos esperaron y observaron hasta que la mañana marciana encendió el firmamento con violetas y rojos.
Pero no había guerra en la Tierra.
—Me pregunto qué puede haber salido mal —dijo la señora Erdig alzando la vista del ejemplar de Feria de vanidades que leía por segunda vez.
En realidad no esperaba una respuesta, pues en los últimos días su marido estaba cada vez menos comunicativo. Se sorprendió un poco cuando él contestó:
—¿No lo adivinas?
—No sé por qué te consideras tan superior. Nadie puede adivinarlo. ¿Tú puedes?
En vez de contestar, el señor Erdig dijo:
—Envidio tu conocimiento del inglés, aunque sólo sea para leer a novelistas como Thackeray.
—Es divertido —confesó la señora Erdig—, pero no puedo acostumbrarme a la pesadilla de la vida en la Tierra.
—No sabía que era para ti una pesadilla.
—¿Qué otra cosa puede ser?
—No lo sé —suspiró el señor Erdig—. Pero me hubiese gustado leer La Conquista de la Galia, de César. Nunca la transmitieron por radio.
—Quizá la transmitan.
—No, no. No habrá más transmisiones de radio desde la Tierra, no habrá más televisión.
—¿Por qué? Si no inician esa guerra y no se destruyen a sí mismos, volverán a sus transmisiones.
—Lo dudo —dijo el señor Erdig.
El segundo cohete lanzado desde Marte estalló en el desierto de Siberia. Otra vez los marcianos observaron durante horas con sus telescopios, y esperaron. Todos menos el señor Erdig. La obsesión corriente en Marte no le interesaba. La mayor parte del tiempo la dedicaba al estudio del inglés, sumiéndose en la lectura de las novelas, los diccionarios y las enciclopedias de la señora Erdig. Su progreso, como les contaba la mujer a los vecinos, era pasmoso. Sabía ya bastante inglés como para mantener una conversación regular.
Cuando el Consejo Planetario de Marte se reunió y resolvió enviar un cohete a Londres, el señor Erdig no estaba presente. Se quedó en su casa leyendo un libro, uno de los ejemplares en inglés de su mujer.
Como muchos de los recientes hábitos de su marido, aquella ausencia del Consejo molestó a la señora Erdig. Decidió entonces darle una conferencia acerca de los deberes de un buen marciano y, en particular, sobre aquella lamentable falta de patriotismo. Esta palabra estaba muy de moda en Marte aquellos días.
—Tengo cosas más importantes que hacer —replicó finalmente el señor Erdig ante tanta insistencia.
—¿Qué cosas?
—Leer este libro, por ejemplo.
—¿Qué libro?
—Se llama Huckleberry Finn. Lo escribió un norteamericano, Mark Twain.
—Es un libro tonto. No le encontré pies ni cabeza.
—Bueno…
—No sé por qué es importante.
El señor Erdig meneó la cabeza y siguió leyendo.
Y esa noche, cuando encendieron la radio, los Erdig se enteraron, lo mismo que los otros marcianos, que habían lanzado un cohete contra la ciudad de Londres.
Pasó un mes antes que la primera bomba atómica terrestre estallara en la superficie de Marte. Siguieron otras. Y todavía no había guerra en el planeta Tierra.
Los Erdig tenían buena suerte, pues vivían en una parte de Marte que todavía no había experimentado el impacto monstruoso y esterilizante de una bomba de hidrógeno. Mantenían así una apariencia de vida normal, y el señor Erdig continuaba con su costumbre de leer aproximadamente una hora antes de acostarse. Como tenía el Intertator en funcionamiento casi constante en esos días, se había retirado al equivalente marciano de una caverna humana. Estaba allí esa noche particular cuando la señora Erdig entró apresuradamente y le informó que la primera flota de naves terrestres acababa de descender en Marte. Los soldados de la Tierra estaban ocupando Marte y no había resistencia posible.
—Muy interesante —dijo el señor Erdig.
—¿No me has oído?
—Te he oído, querida.
—¡Son soldados, soldados armados de la Tierra!
—Sí, querida.
Y el señor Erdig volvió a su libro, y cuando su esposa vio que leía por tercera vez aquella tontería llamada Huckleberry Finn, salió de la habitación desesperada. Iba a cerrar dando un portazo, cuando el señor Erdig dijo:
—Oh, querida.
La señora Erdig volvió a entrar y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Recordarás —contestó el señor Erdig, como si los soldados terrestres no descendiesen en Marte en aquel mismo momento— que hace un tiempo no le encontrabas sentido a una palabra inglesa, righteous.
—¡Por Dios!
—Bueno, te preocupaba tanto…
—¿Pero no oíste lo que dije?
—¿De esas naves que llegan de la Tierra? Sí, sí, por supuesto. Bueno, estaba leyendo este libro por tercera vez, un libro muy notable, y encontré esa palabra, y no es realmente una palabra oscura. De ningún modo. Un hombre righteous es un hombre puro, sensato, bueno, santo y justo, sobre todo justo. Y equitativo, podría añadir. Catón el Censor era un hombre así. Sí, y también Catón el marciano, creo. ¡Pobre Catón! Lo frió una de esas bombas de hidrógeno, ¿no es así? Era un hombre muy righteous.
La señora Erdig huyó de la habitación sollozando histéricamente. El señor Erdig suspiró y volvió a su novela.