Capítulo V

lucha

 

 

Justo después de que Alex disparara contra el hombre, las balas empezaron a volar en su dirección. Fue inevitable que el colosal caos que se desató en aquel lugar llamara la atención de indeseados visitantes; los muertos vivientes empezaban a colarse por la recién creada entrada. «¡Brecha!», gritaban los centinelas apenas hacían una pausa para recargar sus armas.

Dos hombres a sus doce en punto, y tres más a sus diez y media; Alex se escondió detrás del automóvil mientras esperaba por el momento perfecto. Los proyectiles golpeaban inclementes contra el metal del vehículo, pero Alex no parecía inquietarse. Esperaba en calma el momento oportuno; el instante, por el destino prometido, en el que su siguiente blanco sucumbiría. Apenas un segundo en el que el silencio volvió al lugar, justo cuando sus enemigos cargaban sus armas, en una inintencionada sincronía.

Alex salió de su escondite y disparó su arma por segunda vez. Aquella bala, como la primera, viajó con impecable precisión hasta la cabeza de su objetivó. Antes de que los otros pudieran contraatacar Alex ya volvía a cubrirse.

―¡Filip! ―gritó uno de ellos―. ¡Maldito! ¡Mataste a mi hermano! ¡Acabaré contigo!

―No lo harás ―contestó Alex―, seguirás a tu hermano en un momento.

El hombre, embrutecido por la furia, detonó su arma una y otra vez, sin alcanzar a Alex, hasta que se quedó si balas. Alex se asomó nuevamente, lanzando un pequeño cuchillo que impactó directo en su corazón.

―La munición se ha vuelto muy valiosa ―dijo Alex―, nadie debería derrocharla de esa manera.

Los tres hombres restantes hicieron caso omiso a la recomendación de Alex. Fue tan intensa la arremetida que ni siquiera detrás del vehículo Alex estuvo a salvo. Uno de los proyectiles lo golpeó a un costado de su abdomen. Una herida terrible que seguramente le pesaría.

Tan agudo fue el dolor que incluso perdió la concentración. Las enfermas criaturas que se habían estado amontonado hacia el interior del amurallado suburbio, estaban casi encima de él sin que siquiera se percatara.

Mientras se ocupaba en esquivar las balas, uno de los monstruos se abalanzó sobre su espalda. Casi a punto de ser mordido se volteó agarrando a la criatura con ambas manos. En el forcejeo por su vida, su arma cayó al suelo; con toda su fuerza empujó al muerto viviente pero detrás de éste otro empujaba intentando unirse al festín.

Alex se fue al piso sosteniendo a ambas bestias sobre su cuerpo. El indiscriminado ataque de los embravecidos hombres, seguía llevando balas hasta su posición. Si una de ellas no lo hería de muerte, de seguro alguna de aquellas espantosas criaturas lo haría.

Ni Zia ni Alisa…, ¿fracasaría al fin? Qué iluso fue. Se creyó invencible, que nada podía detenerlo. ¿Era aquello una muestra de la realidad?, ¿una lección enviada para que comprendiera lo irracional de su fantasía? No. No fue así. Una de las balas, disparada con la intención de acabar con él, terminó salvándolo. Golpeó contra la cabeza de la bestia que intentaba comerlo, acabando con ella en el acto.

Fortalecida su intrepidez, con sus brazos y sus piernas movió a ambos monstruos, el que había sido alcanzado por la bala y el que estaba detrás de éste. Ahora que se había librado, no tenía tiempo que perder, una horda de muertos vivientes seguía entrado al lugar.

Tomó su arma del suelo, se levantó de golpe y disparó tres veces, una bala para cada hombre que lo atacaba. Solo acertó a dos de ellos. El otro, al observar la creciente invasión a lo que había pensado, era su impenetrable fuerte, se echó a correr en dirección a un pequeño edificio de apartamentos. Después de que eliminaran a la mayoría de la comunidad, Gav y sus seguidores se habían mudado al lugar. El mismo lugar en el que mantenían a las mujeres de las que abusaban.

―¡Gav! ¡Los infectados están entrando! ―gritó el hombre.

De las otras casas y edificios dentro de la fortaleza, empezaron a salir personas. Hombres que fueron doblegados y algunas mujeres, las que Gav no habían tomado para él y los suyos.

―¿Qué está pasando? ―gritó alguien aterrorizado.

Ninguno venía armado. Todos lucían flacos e incluso algo golpeados. Alex se detuvo por un momento a contemplar aquello. No lo había pensado antes. Esas pobres personas habían sido dominadas por Gav, seguramente los trataba como esclavos obligándolos a hacer las tareas que él no quería. Ahora estaban condenados también, seguramente serían presas fáciles para los muertos vivientes.

No tuvo que esperar mucho para confirmarlo, una de las personas fue atacada por las criaturas. Los gritos y los lamentos conmocionaron a Alex de inmediato. Su egoísmo había vuelto a sobreponerse. Pero no tuvo otra opción, aquella era la única forma de salvar a Alisa. «Estas personas no son inocentes, permitieron que Gav y sus hombres abusaran de ellos. Debieron detenerlo. Ellos son tan culpables como él», pensaba Alex intentando justificar sus actos.

Cuando Alex estaba por perder el ánimo, el sonido de la voz de un hombre volvió a encender su furia.

―¿Qué diablos pasa? ¿Quién ha hecho esto? ―Era Gav, se asomaba por una de las ventanas del pequeño edificio.

―¡Ábreme! ―gritó el hombre que hasta hacían un momento disparaba contra Alex― ¡Por favor!

―¿Cómo pasó esto?

―El tipo que trajo a la niña. Ha destruido el muro. ¡Ábreme!

―¿Qué…?

Alex apuntó a Gav y haló el gatillo. Su cólera seguro amainaría cuando lo viera morir, pero nada sucedió. Su arma se había quedado sin balas.

―Ahí está ―dijo el hombre que golpeaba a la puerta del edificio―. Ahora déjame entrar.

El rostro de Gav se llenó de sorpresa justo antes de volverse en una mueca de rabia. Miró como Alex sacó de sus bolsillos algunas balas para recargar su arma. «Ese hijo de…», dijo Gav justo antes de apuntarlo con un rifle automático. «¡Maldito!», gritó y empezó a disparar.

Alex empezó a correr hacia el edificio, mientras intentaba esquivar la ráfaga. El hombre en la puerta aún la golpeaba pidiendo que lo dejaran entrar. A las balas del rifle de Gav se unieron las del resto de sus hombres que se asomaban a las ventadas disparando contra Alex y los muertos vivientes que asaltaban el lugar.

La gente corría desesperada entre gritos y caos, algunos eran alcanzados por las bestias y otros eran golpeados por las balas. Vacío esfuerzo el de encontrar algún escondite en un legítimo campo de guerra. Debieron luchar por sus vidas. O eso era lo que se decía Alex para mitigar su culpa.

Sin detenerse, Alex avanzó a toda velocidad hasta la guarida de su enemigo. En la puerta, el cobarde hombre continuaba insistente con sus súplicas: «¡Ábranme. No quiero morir!». Alex sorteó de un saltó unas pequeñas gradas que llevaban hasta la puerta principal. Aún en el aire, y con un rápido movimiento, Alex movió su mano para poner su revólver en la misma dirección que la nuca del hombre y disparó. Su cuerpo continuó con su viaje hasta que golpeó con fuerza, como era su intención, contra el hombre y la puerta, desbaratando la cerradura de la última y abriéndose ésta en el mismo instante. Ambos, él y el cuerpo del hombre, cayeron al suelo ahora dentro del edificio.

De inmediato se puso en pie. Se encontró en un pasadizo estrello con puertas a ambos lados, y al final, unas escaleras que llevaban al siguiente piso. Abrió una de ellas esperando encontrar a Alisa. La primera habitación estaba vacía, la segunda también… y la tercera. Quizá tendría suerte en el segundo piso. Se apuró a las escaleras y empezó a subir.

A medio camino fue sorprendido; uno de los hombres de Gav venía a recibirlo con un cuchillo. Lazó una estocada contra Alex, pero fue lo suficientemente rápido para esquivarla. Alex contratacó con un golpe al rostro del hombre; no se detuvo, siguió golpeándolo una y otra vez hasta que lo dejó fura de combate. Cayó por las escaleras hasta la base; Alex bajó para registrarlo y tomar las armas que cargaba. Lo primero que encontró fue una pequeña arma automática. Hubiera seguido buscando, pero un grito en la puerta principal del edificio llamó su atención. «¡Ayuda!», era un hombre buscando refugio; justo cuando estuvo por entrar al edificio, fue tomado por las piernas por varias criaturas. Se agarraba de la puerta intentando soltarse, pero las criaturas ya empezaban a comerlo vivo. El edificio sería invadido en poco tiempo, Alex debía apurarse.

Se levantó y subió al segundo piso en donde fue recibido por una ráfaga de disparos, obligándolo a esconderse detrás de una máquina expendedora de refrescos que yacía en el suelo. Dos hombres disparaban contra él, desde el otro lado de un pasillo, tan estrecho como el del piso de abajo, a excepción de aquella pequeña sección donde terminaban las escaleras y que daban pie a las que llevaban al tercer piso.

Si hubiera querido, Alex se habría movido hacia las escaleras, aprovechando la protección que la máquina le proveía, y subir al siguiente piso sin enfrentarse a los hombres, pero no había seguridad de que Alisa no estuviera en ninguna de las habitaciones del segundo piso, debía revisarlas todas.

Tomó, con su mano derecha, su recién adquirida arma automática y la asomó por encima de la máquina, disparándola contra los hombres. Al mismo tiempo, por el lado izquierdo de la misma, apuntó con su revólver a los dos hombres que se ocupan en esquivar las balas del arma automática. Alex disparó su revólver y acabó con uno de ellos.

Sin esperar ni un momento, y aprovechando que su otro blanco se agachaba detrás de un mesa, se levantó y disparó contra ésta, golpeado a su objetivo repetidas veces, pero sin lograr terminarlo. El hombre, mal herido pero aún en pie, pateó la mesa lejos y disparó contra Alex, rosándole su pierna. Alex disparó su revólver hasta que estuvo vacío. Una vez que acabó con el hombre, se detuvo un momento a buscar munición en su bolsa; no halló más que una bala. Cargó el revólver con ésta y lo guardó en su cinturón, y empezó a abrir las puertas en busca de Alisa.

La escena de aquella habitación le causó gran conmoción: dos mujeres en una cama, medio desnudas, con marcas de agujas en sus brazos. «¡Hey! ¡Despierta!», dijo Alex a la que parecía más viva, dando suaves palmadas en su mejilla. «Busco a una niña», insistió, pero no encontró respuesta.

Casi a punto de entrar en desesperación, intentó levantarlas. «Debemos irnos», decía, pero sus esfuerzos parecían inútiles. Cuando hacía el último intento, un hombre irrumpió en el lugar, clavando un pequeño cuchillo en su espalda.

Alex reaccionó con rapidez; forcejearon en el suelo por un momento, cada uno tirando un golpe tras otro. En el fragor de la lucha, cayó al suelo una jeringa que alguien había dejado en una pequeña mesa de noche; el hombro rápidamente la tomó y la clavó en el cuello de Alex, inyectándole un poco de la sustancia que ésta contenía, hasta que Alex pudo alinear la pequeña arma automática contra el hombre. «¡Sabandija!», le dijo y apretó el gatillo vaciando el cargador por completo.

Alex botó el arma, arrancó la jeringa de su cuello, tomó el pequeño cuchillo y salió de la habitación. Buscó en la siguiente y en la siguiente, hasta que todo el piso quedó descartado. Debía continuar con el siguiente piso.

Corrió a las escaleras, dispuesto a subir y pudo notar cómo, desde el piso de abajo, empezaban a llegar los muertos vivientes. Llegó, ahora más cuidadoso que antes, al tercer piso: tenía heridas en el abdomen, la pierna y la espalda. Si quería triunfar debía ser sigiloso.

Miró y descubrió que en el pasillo no había ni un alma, pero era claro que el piso estaba cargado de hostiles. Podía escuchar detonaciones de armas al extremo opuesto.

Discretamente empezó a abrir puertas buscando a Alisa, pero solo encontraba mujeres medio muertas. Una de ellas lo estaba; tenía un orificio de bala en la cabeza; seguramente había muerto de sobredosis y le habían disparado para evitar que se convirtiera. Aquello perturbó a Alex, no porque no estuviera acostumbrado a la crueldad del mundo, sino porque empezaba a perder las esperanzas de salvar a Alisa.

Comenzó a sentirse mareado y un tanto extraviado. «¡Me abandonaste!», escuchó en su cabeza. Era la voz de Zia la que le reclamaba. «¿Por qué no me salvaste?», le repetía. Quizá estaba muerta porque Alex no fue a buscarla a tiempo. «Lo intenté», respondió él angustiado. Todo empezaba a moverse, y se le hacía más difícil caminar.

Salió de la habitación al pasillo, sosteniéndose de las paredes. Solo dos puertas le restaban por abrir. Se acercó a una de ellas, y sin pensarlo, la abrió. En el interior había tres hombres disparando por la ventana a los muertos vivientes que intentaban ingresar al edificio. Tan desesperados estaban que no notaron la presencia de Alex. «¡Maldición, siguen entrando!», decía uno. «¡Dispara, dispara!», dijo otro. Alex levantó el cuchillo y lo clavó en la cabeza del que estaba más cerca. «¿Qué…?», dijo el siguiente al darse cuenta.

Alex sostuvo el cuerpo del hombre al que acababa de matar antes de que callera al suelo, lo colocó al frente cubriéndose con él, mientras el otro se volvía para dispararle. Cargaba un gran rifle. Igual que los otros. Las balas vinieron como un vendaval, sobre Alex y el cuerpo que sostenía.

Alex cayó al suelo, todavía usando a su última víctima como escudo. Tomó el que había sido su rifle y contestó el fuego, terminando con el hombre.

El otro, el que no había sido capaz de reaccionar antes, soltó su arma y rogó por su vida: «¡Me rindo, me rindo! ¡Déjame ir!», pero Alex ignoró sus suplicas por completo. Volvió a accionar el fusil hasta que lo mató.

Como pudo se levantó y se dirigió a la habitación que faltaba. Abrió la puerta y encontró dos hombre que, al igual que en el cuarto anterior, se ocupaban disparando por las ventanas. «¡Malditos!», les gritó antes de matarlos a sangre fría.

«¡Alex, renunciaste a mí!», volvió a escuchar en su cabeza. «¡Mírate! ¡Eres un monstruo!». Quizá lo era. Un verdadero asesino. «¡Abandonas a todos los que te necesitan!». Zia, su familia, su tío. La pequeña Alisa. Ya todos podrían estar muertos.

Salió de la habitación y se apuró tambaleante hacia la escalera. De ella bajaban dos hombres armados con fusiles de asalto, como los otros. Alex apenas tuvo tiempo de atravesar una de las puertas que antes había abierto, para esconderse. Los hombres disparaban sus armas avanzando poco a poco. Seguramente estaba perdido.

No los veía, solo escuchaba los disparos. Se acercaban hacia su posición. Era el final. Decidió morir peleando. Salir y disparar contra ellos. «Lo siento Alisa. Lo siento Zia». Cuando estaba por salir escuchó un grito. «¡Ayuda!», pidió uno de los hombres. Justo después escuchó el particular sonido que había escuchado tantas veces: los quejidos que hacen las personas cuando empiezan a ser devorados. Un muerto viviente había subido hasta el tercer piso, y muchos más le seguían.

El compañero del hombre que era atacado se volteó intentando ayudarlo. Disparó contra la criatura, pero su amigo ya estaba condenado. Miró aterrado cómo subían más monstruos por la escalera. «¡Ya están aquí!», gritó, seguro intentando alertar a los que estaban arriba.

Alex lo supo de inmediato. Era el momento para salir. Caminó fuera y vio cómo el hombre arremetía inútilmente contra los muertos vivientes. Cuando estuvo a su lado, lo golpeó con fuerza con su arma, y siguió a prisa hacia las escaleras que conducían hacia arriba antes de que las criaturas lo volvieran imposible. Tuvo que atacar a un par que estuvieron por atraparlo, pero logró alcanzar su objetivo. Sin detenerse, subió al último piso. Su camino estaba libre.

Abrió una puerta y no encontró lo que buscaba. Siguió con la otra, con similares resultados. Empezaba a sentirse más y más débil. Así continuó hasta que solo faltaba una puerta. De seguro en ella encontraría a Gav y Alisa. Antes de entrar, miró detrás y comprobó que el piso empezaba a llenarse de muertos vivientes.

Se preparó y abrió la puerta de golpe, accionando su arma contra la primera figura que encontró, el último hombre de Gav. Esta vez no tuvo tanta suerte. Su fusil se había quedado sin balas. Al verlo, el hombre se abalanzó sobre Alex, golpeándolo con su arma, enviándolo al suelo.

―¡Maldito! ―dijo Gav desde atrás―. Mira lo que has causado.

―¿Lo mato?

―¡Cierra la puerta, idiota!

El hombre corrió a cerrar la puerta, después empujó un pequeño mueble contra ésta para asegurarla. Alex seguía en el suelo, mal herido y confundido.

―¿Dónde está Alisa? ―balbuceó.

―¿Alisa? ¿Todo esto por una niña? Voy a darte parte por parte a los infectados. ¿Acaso sabes lo que has hecho? Has destruido todo lo que he creado. Maldita basura. ―Gav se acercó a Alex y lo pateó con fuerza en el rostro―. Ni siquiera creo que pueda esperar a eso. Voy a matarte ahora mismo.

―¿Dónde está Alisa? ―insistió.

―Alisa está ahí. ―Se agachó a un lado de Alex y tomó su cabeza con fuerza―. Mírala. Está inconsciente por la golpiza que le he propinado.

La pobre niña yacía en una esquina, golpeada y cubierta de sangre. La culpa que Alex sintió solo se equiparaba con la confusión que lo abrumaba. Empezó a perder la noción de lo que era real. De repente Alisa desapareció frente a sus ojos. Zia tomó su lugar. Amarrada en una esquina, pidiéndole ayuda: «Alex, ¿eres tú? Libérame, por favor».

―¿Qué le has hecho? ―preguntó Alex.

―Aún nada. Se defendió como una fiera. ―Gav seguía sosteniéndolo. Tenía una perversa mirada mientras hablaba―. Supongo que debería agradecerte. Tú la trajiste ante mí.

«Alex. Libérame», volvió a escuchar. Luchaba por no desmayarse pero sus fuerzas se estaban agotando.

―Maldito ―le dijo Alex―, estarás muerto en unos momentos.

Gav se levantó del lugar y lo miró en silencio por un instante. De repente empezó a patearlo con fuerza una y otra vez, en el estómago, en el pecho, en las piernas y por último en la cara, hasta que tuvo que detenerse para tomar un respiro.

―El que morirá eres tú.

―Gav ―interrumpió el otro hombre. Lucía bastante asustado―, el maldito tiene razón. Moriremos si no hacemos algo. ―Al mismo tiempo algo empezó a golpear bruscamente la puerta. Del otro lado se escuchaban las hambrientas bestias.

―No seas cobarde… No moriremos aquí, podemos saltar desde esa ventana ―y señaló una a un costado de la habitación― al edificio de al lado.

―Ese edificio es dos pisos más pequeños. Saltar desde aquí es casi un suicidio. Y aunque lográramos saltar, que haríamos después. Mira a afuera. Está repleto de infectados.

―Puedes quedarte aquí haciéndole compañía a esta basura si así lo prefieres. Yo me marcho.

Gav caminó hasta donde Alisa, la levantó y la puso en su hombro. «¿Vienes o no?», le preguntó a su perturbado compañero.

―…Por supuesto.

―Bien. Toma esa escopeta de ahí. Dispárale a ese maldito en una rodilla. Quiero que esas bestias se lo coman. ―La puerta empezaba a ceder. Es unos minutos los muertos vivientes ingresarían.

El hombre tomó la escopeta y se acercó al malherido Alex, quien permanecí aún tumbado en el suelo. Colocó el arma sobre su pierna y se preparó para disparar. «Espero que mueras lento», le dijo, y movió su dedo hasta el gatillo. Un segundo después un disparo se escuchó en la habitación. El hombre que sostenía la escopeta, cayó muerto en el mismo instante.

Alex levantaba su mano, empuñando su viejo revólver, había usado la única bala que le quedaba para acabar con el último de los hombres de Gav; ahora solo quedaba él, pero no tenía nada más con qué defenderse.

Sin saber que Alex se había quedado sin balas, Gav soltó a la niña y se apuró a atacarlo. Se lanzó sobre él, golpeándolo con sus puños una y otra vez. «Mue…re. Maldito», decía. Alex apenas respondía, había usado todo lo que le quedaba.

Sin poder hacer nada para evitarlo, Alex miró como Gav puso sus manos alrededor de su cuello y comenzó a asfixiarlo. «Alex, ¿no ibas a salvarme?», escuchaba mientras moría.

―Lo… sien…to… ―se escuchaba.

―¡Muere! ―replicó Gav con esfuerzo.

«Alex, ¿estás ahí?», preguntó la voz. Alex, a punto de morir, miró a un lado y vio a Zia, de pie junto a ellos. Su hermoso rostro y su perfecto cabello negro. Aquellos bellos ojos azules; el reflejo de la pureza de su corazón. ¿Estaba ahí para despedirse, o quizá para recibirlo? Ninguna de las dos. La imagen de Zia se desvaneció, y pudo mirar la realidad. Aquella que estaba de pie junto a ellos era Alisa.

―¡Gav! ―gritó con lágrimas en sus ojos. Cargaba la escopeta que el último hombre de Gav había dejado―. ¡Déjalo! ¡Déjalo!

Que grande fue la impresión que sintió Gav. Su mirada lo reflejaba. Era solo un cobarde. Soltó a Alex y se arrastró lejos de él rogando por su vida:

―Alisa, ¿qué haces? Yo soy tu familia, soy lo único que te queda… Suelta esa arma, no tienes que hacer esto… Desde ahora voy a cuidarte… Lo prometo… Me iré. ¿Es eso lo que quieres? Me iré y te dejaré con esta persona. Voy a…

Alisa sostuvo el arma tan fuerte como le fue posible y apretó el gatillo, disparando la escopeta contra el rostro de su primo. Lo único que quedó fue una horripilante figura.

La niña estuvo paralizada por un momento, de pie en aquella habitación, rodeada de muerte. Miraba a todos lados lamentando su suerte; lamentando lo que había tenido que hacer. Fue hasta que miró a Alex que volvió a tomar fuerzas.

―¡Alex! ¿Estás bien? ―preguntó la niña llorando. Se acercó a Alex y lo levantó para recostarlo contra la pared―. Alex, dime algo.

Alex respiraba con dificultad. Su mirada parecía perdida. Alisa lucía desesperada, los muertos vivientes rugían al otro lado de la puerta.

―¿Alex?

―Debes saltar, Alisa. Por esa ventana. Debes intentarlo.

―Está bien, Alex. Vamos, rápido.

Alex movió su cabeza de izquierda derecha y de vuelta. Estaba en muy mal estado. Seguro de que no iba a ser capaz de continuar, deseaba que la niña siguiera por su cuenta. Ambos se quedaron en silencio un instante, mientras las bestias golpeaban a la puerta. Un momento después, Alex habló:

―Sabes… nunca conocí a mi padre, murió antes de que yo naciera. Mi madre intentó cuanto pudo para que su afecto fuera suficiente, pero yo fui muy ingrato… No sé por qué, simplemente soy así.

―Alex…

―Cuando era niño siempre escapaba de casa. Me sentaba solo en alguna banca, odiando al mundo… Nunca encajé, miraba a las personas y no encontraba nada interesante en ellas.

Alisa miraba desconcertada; ¿cómo era posible que Alex hablara de tales cosas cuando era obvia la urgencia en la que se encontraban?

―Alex, debemos apurarnos.

―Mi madre volvió a casarse… Odié al tipo desde el primer momento. Es curioso, ¿no?, cómo de algo que odias puede salir algo tan bueno.

―Ya no hay tiempo, Alex, están a punto de entrar… ¡Vamos, levántate!

―Lo siento, Alisa. Debes ir sin mí. Ve.

―No. No iré sin ti. ―Las lágrimas bajaban por las mejillas de la niña―. Si no vienes conmigo entonces voy a quedarme.

―No puedes quedarte, Alisa. Debes irte. Debes luchar.

―¿Por qué soy solo yo quien debe luchar? Si no vienes estoy sola ¿Por qué vivir así?

―Ve, Alisa. ―Alex estaba casi muerto.

Uno de los golpes abrió un agujero en la puerta. Las bestias estaban por ingresar. Alex volvió a insistir:

―¡Anda, debes salvarte! ¡Debes hacerlo!

―Pero… Alex… No quiero hacerlo sin ti.

―Siempre estaré contigo. ―Alex levantó su mano y acarició levente la mejilla de Alisa―… Te pareces mucho a ella. La única persona que amé en mi vida. La dulce Zia. Desearía haber podido verla aunque fuera una última vez… ¿Dónde estará ahora? ¿Se encontrará todavía aquella pureza en sus ojos? Pobre Zia. ¿Dónde estará mi dulce hermana?