Parte V
Temprano a la mañana siguiente partimos de regreso por el Penobscot, mi acompañante con la intención de recorrer unas veinticinco millas más allá del porteadero de Moosehead hasta un campamento próximo a la bifurcación y buscar allí alces. Nuestro anfitrión nos dio algo por el cuarto de alce que habíamos llevado y que le venía muy bien. Dos exploradores venidos del lago Chamberlain partieron al mismo tiempo que nosotros. En el bosque han de usarse camisas de franela rojas, aunque más no sea por el hermoso contraste que ese color hace con el verde de la vegetación y con el agua. Eso pensé cuando vi las siluetas de los exploradores en su canoa de abedul atravesando los rápidos delante nuestro, distantes contra la floresta. Es también el color del topógrafo, distinguible bajo todas las circunstancias. Nos detuvimos a comer junto al Ragmuff, como antes. Esta vez fue mi compañero el que anduvo corriente arriba buscando alces, mientras Joe dormía en la ribera para que estuviésemos tranquilos con respecto a él; y yo aproveché la oportunidad para estudiar las plantas y bañarme. Poco después de partir nuevamente, mientras Joe iba a la canoa a traer la sartén, que habíamos dejado, juntamos un par de cuartos de galón de bayas de viburno para una compota.
Me sorprendió que Joe me preguntase a qué distancia quedaba el Moosehorn. Él conocía perfectamente dicha corriente, pero había notado mi curiosidad sobre las distancias y que yo poseía varios mapas. Joe, y los indios en general con quienes he hablado, son incapaces de describir con precisión dimensiones o distancias según nuestros patrones de medición. Él podía, si acaso, calcular a qué hora llegaríamos, pero no a qué distancia estaba. Vimos algunos patos de la Florida, tadornas y patos negros, pero en esta estación no eran allí tan numerosos como en nuestros ríos de Massachusetts. Asustamos a la misma familia de patos, a la ida y al regreso. También oímos la nota de un pigargo, hasta cierto punto semejante a la de un pájaro carpintero, y poco después lo vi posado casi en lo más alto de un pino blanco seco, con el fondo de la isla donde habíamos acampado primero, mientras poco más abajo, en un bajío arenoso, una bandada de blancas pezpítaras gorjeaban y brincaban sobre la carcasa de un alce. Durante muchas millas fuimos forzando al pigargo, mediante gritos y silbidos, a pasar de un árbol a otro. Como íbamos río arriba, es obvio que tuvimos que trabajar mucho más duro que antes, y utilizamos con frecuencia la pértiga. A veces remábamos los tres a un tiempo, de pie, pese a lo pequeña que era la canoa y a la pesada carga que llevaba. A unas seis millas del Moosehead empezamos a ver las montañas al este del extremo norte del lago, y a las cuatro llegamos al porteadero.
Los indios seguían acampados allí. Eran tres, incluido el indio franciscano que había venido con nosotros en el vapor. Uno de los otros se llamaba Sabattis. Joe y el franciscano eran claramente indios, los otros dos, parecían mestizos; pero a la vista, la diferencia se reducía a los rasgos y la tez. Allí cocinamos para la cena la lengua del alce. El labio superior, que es considerado la parte más selecta y cuya preparación requiere mucho trabajo, lo dejamos hirviendo en Chesuncook. Hicimos asimismo la compota de bayas de viburno (Viburnum opulus), endulzándola con azúcar. Los leñadores las cocinan a veces con melaza. Tambíén fueron usadas en la expedición de Arnold. Esta compota nos resultó muy agradable, después de haber estado limitados a pan de centeno, cerdo y carne de alce, y, a pesar de las semillas, los tres la declaramos igual a la de arándano, aunque puede que en eso hubiera influido nuestro particular apetito. Valdría la pena cultivar ese arbusto, tanto por su belleza como por su valor comestible. Más adelante lo vi en un huerto, en Bangor. Joe me dijo que ellos a las bayas las llaman ebeemenar.
Mientras cenábamos, Joe comenzó a curar la piel del alce, sobre la que yo me había sentado durante buena parte del viaje, y a la que él ya le había quitado la mayor parte del pelo con su navaja en el Caucomgomoc. Hincó en la ribera dos fuertes palos ahorquillados de siete u ocho pies de altura y a otro tanto de separación, y tras hacer unos cortes de ocho o diez pulgadas, igualmente distanciados, cerca del borde, en los costados del cuero, los atravesó con varas, y luego, colocando una de las varas sobre las estacas ahorquilladas, ató fuertemente la otra abajo. Los dos extremos fueron también atados con corteza de cedro, su hilo habitual, a los palos erectos, a través de pequeños orificios hechos a breves intervalos. El cuero, así estirado e inclinado un poco hacia el norte para exponer al sol el lado de la carne, medía ocho pies por seis. Donde quedaba aún carne adherida, Joe la tajaba con enérgicos golpes de navaja para abrirla al sol. La piel parecía ahora en cierto modo con manchas y lastimada por el disparo fallado. En muchos lugares de acampada en estos bosques pueden verse viejos armazones en los que se han estirado pieles de animales.
Por una u otra razón se descartó la ida a la bifurcación del Penobscot, y decidimos parar allí, con el propósito de que mi compañero intentara cazar de noche por el río. Los indios nos invitaron a compartir su alojamiento, pero mi compañero se inclinaba por ir al campamento maderero sobre el porteadero. Ese campamento estaba cerca, era sucio y olía muy mal, así que, si no armábamos el nuestro, preferí aceptar la oferta de los indios; porque aunque estos últimos eran también sucios, estaban mucho más al aire libre, y su compañía era mucho más agradable, e incluso más cortés, que la de los leñadores. El asunto más interesante del que se hablaba en el campamento de los leñadores era cuál de los hombres podría «manejar» a otro en el porteadero; y la mayoría no poseía cualidades que uno no fuese capaz de descubrir. De modo que fuimos al campamento de los indios, o wigwam.
Hacía bastante viento, y en consecuencia Joe decidió cazar después de medianoche, si el viento menguaba, cosa que los otros indios no creían, pues venía del sur. Los dos de sangre mezclada, sin embargo, salieron río arriba al anochecer en busca del alce antes de que llegásemos a su campamento. Era este un somero emplazamiento provisional, estilo cobertizo, que llevaba allí varias semanas, abierto hacia el fuego por el lado oeste. Si el viento cambiaba, podían hacerlo girar. La cubierta, constituida en parte por una vieja vela y en parte por corteza de abedul, era bastante imperfecta, pero estaba asegurada con ataduras y llegaba hasta el suelo por los costados. En la parte trasera del recinto había un gran tronco utilizado como cabecera, y extendidas por el suelo se veían dos o tres pieles de alce, con el pelo hacia arriba. Varias prendas de vestuario aparecían remetidas en los costados y las esquinas, o colgando del techo. Estaban ahumando carne de alce en una cesta semejante a la representada por With en «Collectio peregrinationun» de De Bry[45], publicado en 1588, llamada por los nativos brasileños boucan (origen de «bucanero») y en la cual con frecuencia se veían trozos de carne humana ahumándose con el resto. Se alzaba delante del campamento sobre la acostumbrada gran hoguera en forma de cuadrado oblongo. Dos fuertes estacas bifurcadas separadas cuatro o cinco pies entre sí, y a cinco de altura, eran clavadas en el suelo a cada extremo, y luego se tendían de un lado a otro dos varas de diez pies de longitud sobre el fuego, y se colocaban atravesadas sobre estas otras más pequeñas, a un pie de distancia entre ellas. De estas últimas se colgaban grandes tiras delgadas de carne de alce para ahumar y secar, dejando un espacio despejado sobre el centro de la hoguera. Colgando en un extremo estaba el corazón entero, negro como una bala de cañón de treinta y dos libras. Según dijeron, curar aquella carne, que podía durarles un año o más, llevaba tres o cuatro días. Trozos desechados, en diversas etapas de descomposición, aparecían esparcidos por el suelo, y algunos también en el fuego, medio sepultados y chisporroteando entre cenizas, negros y sucios como un zapato viejo. De estos últimos creí al principio que los hubieran tirado, pero después supe que los estaban cociendo. También tenían un tremendo fragmento de costillar asándose ante el fuego, empalado en una estaca vertical. Había una piel de alce estirada y secándose en un aparejo semejante al nuestro, y cerca de esta una pila considerable de pieles ya curadas. Habían matado veintidós alces en el curso de dos meses, pero como solo podían aprovechar muy poca carne, abandonaban los cadáveres. Visto en su totalidad, el espectáculo era más o menos tan salvaje como el que pudiera haberse visto en cualquier época remota, y yo me sentí de golpe situado trescientos años atrás. Afuera, sobre un tocón, listas para usar, había numerosas antorchas de corteza de abedul, con la forma recta de un cuerno de hojalata.
Por miedo a la suciedad extendimos nuestras mantas sobre las pieles, evitando tocarlas por ningún sitio. Al principio solo estaban allí el indio franciscano y Joe, y estuvimos tendidos de espaldas hablando con ellos hasta medianoche. Eran muy sociables, y cuando no estaban hablando con nosotros, mantenían una sostenida charla en su propio lenguaje. En el momento en que oscureció oímos a un pajarito que, según Joe, cantaba a cierta hora de la noche, creía que a las diez. También oímos a los lagartos y a las ranas, así como a los leñadores cantando en su campamento, distante un cuarto de milla. Yo conté que había visto en viejos libros imágenes de carne humana secándose en unas cestas como aquella; seguidamente ellos repitieron una vieja tradición acerca de los mohawk comiendo carne humana, las partes que preferían, etc., y también sobre una batalla con los mohawks cerca del Moosehead, en la cual murieron muchos de estos últimos; pero descubrí que era poco lo que sabían de la historia de su raza y que los cuentos sobre sus antepasados o cualesquiera otros los mantenían interesados. Al principio casi termino asado, pues me tumbé hacia un lado del campamento y sentía el calor reflejado no solo desde la corteza de abedul arriba, sino desde el costado; y de nuevo recordé el sufrimiento de los misioneros jesuitas, y los extremos de calor y de frío que se decía que los indios eran capaces de soportar. Estuve largo rato luchando entre el deseo de permanecer hablando con ellos y el impulso de salir corriendo a echarme sobre la hierba fresca; y cuando estaba a punto de hacer esto último, Joe, oyéndome refunfuñar, o porque él mismo estaba incómodo, se levantó a dispersar parcialmente el fuego. Imagino que esa es la actitud propia del indio, defenderse.
Mientras estaba tumbado escuchando a los indios, me entretuve tratando de adivinar de qué hablaban, ya fuera por los gestos o por algún nombre propio que mencionasen. No puede haber prueba más evidente de que son una raza distinta y comparativamente aborigen, que escuchar ese lenguaje indio inalterado, que el hombre blanco no sabe hablar ni entiende. Podemos sospechar cambios y deterioro con respecto a casi cualquier otro particular, excepto en el lenguaje que nos resulta tan ininteligible. Eso me cogió por sorpresa, pese a mi experiencia en idiomas ajenos, y me convenció de que el lenguaje indio no era una invención de historiadores y poetas. Era un sonido pura y originalmente americano, tanto como el chillido de la chickaree[46], y yo era incapaz de entender una sola sílaba; pero Paugus[47], de haber estado allí, lo hubiera hecho. Aquellos indios abenaki contaban chismes, reían y bromeaban en la lengua en la que está escrita la Biblia India, de Eliot[48], el lenguaje que se ha hablado en Nueva Inglaterra desde quién sabe cuánto tiempo.
Eran los sonidos que salían de los wigwams de este país antes de que Colón hubiera nacido; no se han extinguido aún; y con excepciones notablemente escasas, el idioma de sus antepasados es todavía suficiente para ellos. Esa noche sentí que me encontraba, es decir, yacía, tan cerca del hombre primitivo de América como cualquiera de sus descubridores haya estado nunca.
En mitad de la conversación, Joe se dirigió de pronto a mí para preguntar la longitud del lago Moosehead.
Mientras nosotros permanecíamos tumbados, Joe estaba fabricando y probando su cuerno de caza a fin de estar listo para salir después de medianoche. También el indio franciscano se entretenía haciéndolo sonar, o mas bien llamando a través del mismo, ya que el sonido proviene de la voz y no de soplar. Este indio parecía ser un negociante en pieles de alce. Compró la de mi compañero por dos dólares y un cuarto, sin curtir. Joe dijo que valía dos dólares y medio en Oldtown. Se la usa principalmente para mocasines. Uno o dos de aquellos indios los llevaban. Me dijeron que, por una reciente ley de Maine, no se permite a los extranjeros matar allí alces en ninguna estación; los norteamericanos blancos solo pueden hacerlo en una estación determinada, pero los indios de Maine en cualquiera. En consecuencia, el indio franciscano le pidió a mi compañero un wighiggin o contrato que poder mostrar. Vivía cerca de Sorel. Descubrí que sabía escribir muy bien su nombre, Tahmunt Swaseen. Un tal Ellis, un anciano blanco de Guilford, ciudad por la que pasamos, no lejos del extremo sur del Moosehead, era el más famoso cazador de alces de la región. Indios y blancos hablaban de él con igual respeto. Tahmunt dijo que allí había más alces que en el condado de Adirondack, en Nueva York, donde él había cazado; que tres años atrás había por los alrededores una gran cantidad de ellos, y que actualmente eran muy numerosos en el bosque, pero no se asomaban al agua. Era inútil pretender cazarlos a medianoche: no iban a salir. Le pregunté a Sabattis, cuando vino, si el alce nunca lo atacaba. Respondió que no hay que dispararle muchas veces para que no se enfurezca. «Yo le disparo una vez y le doy en el lugar preciso, y por la mañana lo busco. No irá muy lejos. Pero si uno sigue disparando, se vuelve loco. Una vez le disparé cinco balas, todas al corazón, y no hizo el menor caso; se puso más furioso». Le pregunté si no lo cazaban con perros. Él dijo que lo hacían en invierno, pero jamás en verano, pues entonces era inútil: ellos saldrían a toda carrera e irían a parar a cien millas.
Otro indio dijo que el alce, cuando se ha asustado, corre el día entero. Un perro puede colgar de sus fauces y será llevado hasta darlo contra un árbol y dejarlo caer. Son incapaces de correr sobre «un espejo», aunque pueden hacerlo sobre cuatro pies de nieve; el caribú sí puede correr sobre el hielo. Generalmente se encuentran dos o tres alces juntos. En el agua se cubren enteramente, excepto el hocico, para evitar las moscas. Este indio era propietario de una cornamenta de lo que llamaba «el alce negro de las tierras bajas». Su extensión era de tres o cuatro pies. El «alce rojo» era de otra clase, que «corre en las montañas», y tenía cuernos de seis pies de extensión. Era en lo que se distinguían. Los dos pueden mover los cuernos. Las anchas hojas planas están cubiertas de pelo y son tan blandas, cuando el animal está vivo, que se las puede hender con un cuchillo. Los indios interpretan como buena o mala señal el que el alce gire la cornamenta hacia uno u otro lado. Los cuernos de caribú del indio habían sido roídos por los ratones en su wigwam, pero él creía que ni los cuernos del caribú ni los del alce eran roídos mientras la criatura estaba viva, como algunos afirman. Un indio a quien conocí en Oldtown después que a este, y que había llevado a Maine un oso y otros animales para allí exhibirlos, me dijo que treinta años antes no había en Maine tantos alces como ahora; también afirmó que el alce es muy fácil de domesticar, y que vuelve cuando se le ha dado de comer una vez, lo mismo que el ciervo, pero no el caribú. Los indios de la vecindad están así de familiarizados con el alce, con el que han vivido en relación durante generaciones, como nosotros con el buey. El Padre Rasles[49], en su Diccionario de la Lengua Abenaki, da no solo una palabra para el alce macho (aianbé) y otra para la hembra (hèrar), sino incluso para el hueso que está en medio del corazón del alce (!), y para la pata trasera izquierda.
No había allí arriba rastros del pequeño ciervo; son más comunes alrededor de los asentamientos. Hace dos años uno entró corriendo en la ciudad de Bangor y saltó por una vidriera de costoso cristal cilindrado, dio después contra un espejo en el que creyó reconocer a otro de su especie, y volvió a salir, saltando por sobre las cabezas de la multitud, hasta que fue capturado. De esto los habitantes de la ciudad hablan como del ciervo que anduvo de compras. El indio que he mencionado en segundo lugar habló del lunxus o diablo indio (que yo supongo sería el puma, y no el gulo luscus[50]), como del único animal al que se debe temer en Maine; capaz de seguir a un hombre, y sin que lo asuste el fuego. Dijo también que los castores estaban empezando otra vez a ser bastante numerosos allá donde él iba, pero que sus pieles valían ahora tan poco que no resultaba rentable cazarlos.
Yo había puesto a secar sobre el fuego, junto con la carne del alce, sus orejas, que medían diez pulgadas de largo y que quería conservar; pero Sabattis me dijo que debía desollarlas y curarlas, pues si no se les caería todo el pelo. Comentó que con la piel de las orejas se hacen estuches para tabaco, cosiendo las dos juntas por el lado interno. Le pregunté cómo conseguía el fuego, y él sacó una cajita cilíndrica de cerillas. Tenía también piedras y acero, algo de yesca, aunque no seca, creo que de abeto amarillo. «Pero suponga que vuelca, y todo eso y la pólvora se mojan». «Entonces», dijo él, «esperamos hasta llegar adonde haya un fuego». Yo saqué del bolsillo un frasquito que contenía cerillas, con tapón a toda prueba, y le comenté que, aunque volcásemos, siguiéramos teniendo cerillas secas; ante lo cual se quedó mirándome, sin decir palabra.
Estuvimos largo rato despiertos conversando, y ellos, en particular Tahmunt, nos dijeron el significado de muchos de los nombres indios de los lagos y corrientes fluviales de los alrededores. Yo pregunté el nombre indio del lago Moosehead. Joe contestó que era Sebamook, nombre que Tahmunt pronunció como Sebemook; cuando quise saber qué significaba, ambos respondieron que lago Moosehead. Al final captaron lo que yo quería decir y empezaron a repetir alternadamente la palabra entre ellos, como haría un filólogo —comparando de vez en cuando sus percepciones en lenguaje indio—; pues existía una leve diferencia entre sus respectivos dialectos; y por último Tahmunt dijo, «¡Ah!, ya sé» —y se irguió parcialmente en el cuero de alce—, «como aquí es un lugar y allí otro lugar», señalando distintas partes del cuero, «y usted toma agua de allí y llena este, y ahí queda: eso es sebamook». Yo entendí que significaba un embalse de agua permanente, con el río que, entrando por un lado y saliendo otra vez cerca del mismo sitio, dejaba una bahía o golfo permanente. Otro indio dijo que significaba Lago de la Bahía Grande, y que Sebago y Sebec, nombres de otros lagos, eran palabras de la misma familia, con el sentido de gran extensión de agua. Joe dijo que seboois quería decir río pequeño. Yo observé su incapacidad, a la que he aludido con frecuencia, para expresar una idea abstracta. Concebida la idea, aunque de forma confusa, tanteaban en vano buscando las palabras con las que expresarla. Tahmunt creía que los blancos llamaban Moosehead al lago porque el Monte Kineo, que lo domina, tiene la forma de una cabeza de alce, y que el río Moose se llamaba así «porque la montaña apunta a través del lago directamente a su boca». John Josselyn[51], escribiendo allá por 1673, dice, «A doce millas de Casco Bay[52], y vadeable por hombres y caballos, hay un lago que los indios llaman Sebug. Sobre el borde del mismo, en un extremo, se halla la famosa roca en forma de alce, etérea, llamada Moose Rock». Jocelyn parece haber confundido el Sebamook con el Sebago, que está más cerca pero no tiene ninguna roca «etérea» en sus orillas.
Consigno más definiciones por si sirven de algo: en parte porque difieren a veces de las corrientemente admitidas. Ellos no las habían analizado nunca hasta entonces. Tras una larga deliberación y de repetir mucho la palabra, pues daba mucho trabajo, Tahmunt dijo que Chesuncook significaba «lugar donde desembocan muchas corrientes» (¿?), y pasó a enumerarlas: Penobscot, Umbazookskus, Cusabesex, Red Brook, etc. «Caucomgomoc: ¿eso qué significa?». «¿Qué son esos grandes pájaros blancos?», preguntó. «Gaviotas», dije yo. «¡Ah!, Lago de Gaviotas». Pammadumcook, creía Joe, quería decir lago con fondo o lecho de grava. Kenduskeag, concluyó finalmente Tahmunt, luego de preguntar si las canoas lo remontaban, pues él no estaba muy familiarizado con ello, quería decir algo así: «Usted remonta el Penobscot hasta llegar al Kenduskeag, y pasa de largo, no gira allí. Eso es Kenduskeag».(¿?) Pero otro indio, que conocía mejor el río, nos dijo después que significaba río de la anguila pequeña. Mattawamkeag era un lugar donde confluyen dos ríos. (¿?). Penobscot, río rocoso o pedregoso. Un autor dice que ese fue «originalmente el nombre de solo un tramo del canal principal, desde la cabecera de la marisma hasta una corta distancia más arriba de Oldtown».
Un indio muy inteligente a quien conocí más tarde, yerno de Neptuno, nos dio asimismo estas definiciones: Umbazookskus, río del prado; Millinocket, lugar de islas; Aboljacarmegus, salto de cornisa suave (y agua quieta); Aboljacarmeguscook, la corriente que desemboca (esta última es la palabra que citó cuando pregunté por Aboljacknagesik, que no reconoció); Mattahumkeag, laguna del arroyo arenoso; piscataquis, ramal de un río.
Pregunté a nuestros anfitriones qué significaba Musketaquid, el nombre indio de Concord, en Massachusetts; pero ellos lo cambiaron por Musketicook, y lo repitieron, y Tahmunt dijo que quería decir Río Sin Vida, lo que probablemente es cierto. Cook es, al parecer, río, y tal vez quid se refiera al lugar o terreno. Cuando pregunté por el significado de los nombres de dos de nuestras colinas, me respondieron que correspondían a otro idioma. Como Tahmunt comerciaba en Quebec, mi compañero quiso saber el significado, tan controvertido, de esa palabra. Él no lo sabía, pero se puso a hacer conjeturas. Preguntó cómo se llamaban esos grandes barcos que llevaban soldados. «Buques de guerra», respondimos. «Bueno», dijo él, «cuando los buques ingleses remontaron el río, no pudieron avanzar, por lo estrecho del mismo; tuvieron que volver atrás, en inglés go-back, o sea Que-bec». Cuento esto para dar una idea del valor de su autoridad en los demás casos.
Ya tarde en la noche volvieron los otros dos indios de la caza del alce, en la que no tuvieron éxito, avivaron el fuego, encendieron las pipas, fumaron un rato, bebieron algo fuerte, comieron carne de alce y, buscándose el sitio posible, se acostaron sobre las pieles de alce; y así pasamos la noche, lado a lado, dos hombres blancos y cuatro indios.