IIIA LOS TREINTA AÑOS
Un joven de gran porvenir, y que pertenecía a una de estas casas históricas cuyos apellidos, a pesar de las leyes, estarán siempre íntimamente vinculados a la gloria de Francia, encontrábase en el baile de la casa de la señora Firmiani. Esta dama le había dado algunas cartas de recomendación para dos o tres de sus amigas en Nápoles. El señor Carlos de Vandenesse, que así se llamaba el joven, iba a darle las gracias y a despedirse de ella. Vandenesse, después de haber cumplido varias misiones con talento, había sido recientemente agregado a uno de nuestros ministros plenipotenciarios enviados al congreso de Laybach, y quería aprovechar su viaje para estudiar Italia. Esta fiesta era, pues, una especie de despedida de los goces de París, de esa vida rápida, de ese torbellino de ideas y placeres que la gente calumnia con frecuencia, pero al que es tan agradable abandonarse. Acostumbrado desde hacía tres años a saludar las capitales europeas, y a abandonarlas según los caprichos de su destino diplomático, Carlos de Vandenesse, al salir de París, tenía, sin embargo, poco que echar de menos. Las mujeres ya no le causaban ninguna impresión, ya porque considerase una pasión verdadera como algo que ocupaba demasiado espacio en la vida de un hombre político, ya porque las mezquinas ocupaciones de una galantería superficial le pareciesen demasiado vacías para un alma fuerte. Todos pretendemos poseer una alma fuerte. En Francia, ningún hombre, por mediocre que fuese, consiente en pasar por sencillamente inteligente. Así, Carlos, aunque joven (apenas contaba treinta años), ya se había acostumbrado filosóficamente a ver ideas, resultados, medios, allí donde los hombres de su edad advertían sentimientos, placeres e ilusiones. Rechazaba el calor y la exaltación natural a los jóvenes hacia las profundidades de su alma que la naturaleza había creado generosa. Esforzábase en hacerse frío, Calculador; en convertir en maneras, en formas amables, en artificios de seducción, las riquezas morales que había recibido del azar; verdadera tarea de ambicioso; papel triste, emprendido con la finalidad de alcanzar lo que actualmente llamamos una buena posición. Lanzaba una última ojeada a los salones en los que se bailaba. Antes de abandonar el baile, quería sin duda llevarse la imagen, como un espectador no sale de su palco de la Ópera sin mirar el cuadro final. Pero también, por un capricho fácil de comprender, el señor de Vandenesse estudiaba la acción, muy francesa, la alegría y los rostros risueños de aquella fiesta parisiense, relacionándolas con el pensamiento con las nuevas fisonomías, con las escenas pintorescas que le aguardaban en Nápoles, donde se proponía pasar algunos días antes de ocuparse de su misión. Parecía comparar a Francia, tan cambiante y tan pronto estudiada, con un país cuyas costumbres y lugares sólo le eran conocidos a través de opiniones verbales contradictorias o a través de libros, en su mayor parte mal escritos. Algunas reflexiones bastante poéticas, pero que hoy han llegado a ser muy vulgares, cruzaron entonces por su mente, y respondieron, quizá sin darse cuenta de ello, a los secretos deseos de su corazón, más exigente que hastiado, más ocioso que marchito.
—He aquí —decíase— las mujeres más elegantes, las más ricas, las de mayores títulos de París. Aquí se encuentran las celebridades del momento, las personalidades de tribuna, de la aristocracia, de la literatura; allí los artistas; allí los hombres de poder. Y, sin embargo, no veo más que pequeñas intrigas, amores abortados, sonrisas que nada dicen, desdenes sin causa, miradas sin fuego, mucho ingenio, pero prodigado sin objeto. Todos esos rostros blancos y rosados buscan menos el placer que las distracciones. Ninguna emoción es verdadera. Si queréis tan sólo plumas bien colocadas, gasas frescas, lindos vestidos, frágiles mujeres; si para vosotros la vida no es más que una superficie que rozar, he aquí vuestro mundo. Contentaos con estas frases insignificantes, con estas encantadoras muecas, y no pidáis un sentimiento en los corazones. Por lo que a mí respecta, tengo horror a esas intrigas banales que acabarán en bodas, subprefecturas, o si se trata de amor, en arreglos secretos, tanta vergüenza inspira lo que tiene algo de pasión. No veo uno solo de esos rostros elocuentes que os anuncian un alma abandonada a una idea como a un remordimiento. Aquí, la tristeza o la desgracia se ocultan púdicamente bajo las bromas. No veo a ninguna de esas mujeres con las que me gustaría luchar, y que os arrastran a un abismo. ¿Dónde encontrar energía en París? Un puñal es una curiosidad que se suspende de un clavo dorado, que se adorna con una linda vaina. Mujeres, ideas, sentimientos, lodo se parece. Ya no existen pasiones, porque las individualidades han desaparecido. Los rangos, las inteligencias, las fortunas, todo ha sido nivelado, y todos nosotros hemos adoptado el traje negro como para llevar luto por la muerta Francia. No amamos a los que son iguales a nosotros. Entre dos amantes debe haber diferencias que borrar, distancias que colmar. Este encanto del amor desapareció en 1789. Nuestro tedio, nuestras costumbres insulsas son el resultado del sistema político. Por lo menos, en Italia, lodo está bien delimitado. Las mujeres son allí todavía animales dañinos, sirenas peligrosas, sin razón, sin otra lógica que la de sus aficiones, de sus apetitos, y de las que hay que desconfiar como uno desconfía de los tigres…
La señora Firmiani vino a interrumpir este monólogo cuyos mil pensamientos contradictorios, inacabados, confusos, no pueden traducirse. El mérito de lo que se sueña estando despierto se halla por entero en su carácter vago, ¿no es acaso una especie de vapor intelectual?
—Quiero presentaros —le dijo cogiéndole del brazo— a una mujer que siente el más vivo deseo de conoceros después de lo que oye decir de vos.
Llevóle a un salón vecino, donde le mostró con un gesto, una sonrisa y una mirada realmente parisienses, a una mujer sentada en el rincón de la chimenea.
—¿Quién es? —inquirió vivamente el conde Vandenesse.
—Una mujer de quien ciertamente habéis hablado más de una vez para alabarla o para criticarla, una mujer que vive en la soledad, un verdadero misterio.
—Si alguna vez habéis sido clemente en vuestra vida, decidme, por favor, cómo se llama.
—La marquesa D’Aiglemont.
—Voy a tomar lecciones a su lado: esa mujer ha sabido hacer de un marido muy mediocre un par de Francia, de un hombre nulo una capacidad política. Pero decidme, ¿creéis que lord Grenville murió por ella, como algunas mujeres han pretendido?
—Tal vez. Después de esa aventura, falsa o verdadera, la pobre mujer ha cambiado mucho. Todavía no ha vuelto a la vida de sociedad. Ya es algo, en París, una constancia de cuatro años. Si la veis aquí… —la señora Firmiani se interrumpió; luego añadió con ironía—: Olvidaba que debo guardar silencio. Id a hablar con ella.
Carlos permaneció un instante inmóvil, con la espalda ligeramente apoyada en el jambaje de la puerta, ocupado por completo en examinar a una mujer que había llegado a ser célebre sin que nadie pudiera comprender los motivos en los que tal fama se basaba. El mundo ofrece muchas de estas curiosas anomalías. La reputación de la señora D’Aiglemont no era ciertamente más extraordinaria que la de ciertos hombres que constantemente trabajan en una obra desconocida: estadísticos considerados como profundos sobre la base de cálculos que se guardan bien de publicar; políticos que viven gracias a un artículo de periódico; autores o artistas cuya obra permanece siempre en cartera; personas que son sabias con aquellos que no saben nada de ciencia, como Sganarelle es latinista con los que no saben latín; hombres a quienes se concede capacidad sobre un punto, sea la dirección de las artes, sea una misión importante. Esta admirable frase: es una especialidad parece haber sido creada para esa masa de acéfalos políticos o literarios. Carlos permaneció más tiempo de lo que hubiera querido en la contemplación, y contrarióle el estar tan preocupado por una mujer; pero es que la presencia de aquella mujer refutaba las ideas que momentos antes el joven diplomático había concebido a la vista del baile.
La marquesa, que a la sazón contaba treinta años, era hermosa aunque de una excesiva delicadeza física. Su mayor encanto consistía en una fisonomía cuya serenidad traicionaba una asombrosa profundidad de alma. Sus ojos muy brillantes, pero que parecían velados por un pensamiento constante, revelaban una vida febril y la resignación más intensa. Sus párpados, casi siempre castamente bajados hacia el suelo, raras veces se levantaban. Si lanzaba miradas en derredor, era con un movimiento triste, y diríase que reservaba el fuego de sus ojos para ocultas contemplaciones. Así, todo hombre superior sentíase curiosamente atraído hacia aquella mujer dulce y silenciosa. Si la inteligencia trataba de adivinar los misterios de la perpetua reacción que se efectuaba en ella del presente hacia el pasado, del mundo hacia la soledad, el alma no se hallaba menos interesada en iniciarse en los secretos de un corazón en cierto modo orgullo de sus sufrimientos. Por otra parte, nada había en ella que desmintiese las ideas que de momento inspiraba. Como casi todas las mujeres de cabellera muy larga, era pálida y muy blanca. Su piel, de una finura prodigiosa, síntoma que raras veces engaña, revelaba una verdadera sensibilidad, justificada por los rasgos de sus facciones, que poseían esa maravillosa perfección que los pintores chinos esparcen en sus fantásticas figuras. Su cuello era quizá demasiado largo; pero esta clase de cuellos son los más graciosos, y dan a las cabezas femeninas una vaga afinidad con las magnéticas ondulaciones de la serpiente. Si no existiera uno solo de los mil indicios por los cuales los caracteres más disimulados se revelan al observador, bastaría examinar atentamente los gestos de la cabeza y las torsiones del cuello, tan variados, tan expresivos, para juzgar a una mujer. En la señora D’Aiglemont, el modo de arreglarse estaba en armonía con la idea que dominaba a su persona. Las largas trenzas de su cabellera formaban en lo alto de su cabeza una corona a la que no se mezclaba ningún adorno, ya que parecía haberse despedido para siempre de los caprichos de la toilette. Así, jamás sorprendía nadie en ella aquellos cálculos de coquetería que tanto perjudican a muchas mujeres. El lujo de su vestido consistía en un corte sumamente distinguido; y si pueden buscarse ideas en la disposición de una tela, podríamos decir que los pliegues numerosos y sencillos de su vestido comunicábanle una gran nobleza. No obstante, quizá revelaba las indelebles debilidades de la mujer en los cuidados minuciosos a que sometía sus manos y sus pies; pero si los mostraba con tanto agrado, habríale resultado difícil a la más maliciosa rival encontrar afectados sus gestos, tan involuntarios parecían, o debidos a hábitos infantiles. Este vestigio de coquetería se hacía, incluso, disculpar por una graciosa indolencia. Todo el conjunto de rasgos, de pequeñas cosas que hacen que una mujer sea fea o linda, atractiva o desagradable, sólo pueden indicarse, sobre todo cuando, como en el caso de la señora D’Aiglemont, el alma es el lazo de todos los detalles y les imprime una deliciosa unidad. Así, su porte armonizaba perfectamente con el carácter de su rostro y del modo como iba vestida. Sólo a cierta edad, algunas mujeres selectas saben ellas solas imprimir un lenguaje a su actitud. ¿Es la tristeza, es la felicidad, lo que confiere a la mujer de treinta años, a la mujer feliz o desgraciada, el secreto de esta actitud elocuente? Constituirá siempre un enigma viviente que cada cual interpreta a la medida de sus deseos, de sus esperanzas o de su sistema. El modo como la marquesa tenía apoyados los codos en los brazos de su sofá, y juntaba las extremidades de los dedos de cada mano; la curvatura de su cuello, la indolencia de su cuerpo fatigado, pero flexible, el abandono de sus piernas, lo despreocupado de su actitud, sus movimientos llenos de lasitud, todo revelaba a una mujer sin interés por la vida, que no ha conocido los placeres del amor, pero que los ha soñado, y que se inclina bajo los fardos con que su memoria la abruma; una mujer que desde hace tiempo desespera del porvenir y de ella misma; una mujer desocupada que confunde el vacío con la nada. Carlos de Vandenesse admiró aquel magnífico cuadro, pero como un producto de una ejecución más hábil que la de las mujeres corrientes. Conocía a D’Aiglemont. A la primera mirada que dirigió a aquella mujer, a la que aún no había visto, el joven diplomático reconoció entonces las desproporciones, las incompatibilidades, empleemos la palabra legal, demasiado intensas entre ambas personas para que le fuera posible a la marquesa amar a su marido. Sin embargo, la señora D’Aiglemont ofrecía una conducta irreprochable, y su virtud confería aún un valor más alto a todos los misterios que un observador podía presentir en ella. Cuando hubo pasado su primer movimiento de sorpresa, Vandenesse buscó el mejor modo de abordar a la señora D’Aiglemont, y con un ardid de diplomacia bastante vulgar, propúsose ponerla en un aprieto para saber cómo acogería una tontería.
—Señora —le dijo tomando asiento a su lado—, una feliz indiscreción me ha hecho saber que poseo, si bien desconozco la razón, el honor de ser distinguido por vos. Os quedo tanto más agradecido cuanto que jamás había sido objeto de semejante favor. Por lo tanto, seréis responsable de uno de mis defectos. Desde ahora ya no quiero ser modesto…
—Os equivocáis, caballero —dijo riendo la marquesa—, hay que dejar la vanidad a aquellos que no poseen otra cosa que exhibir.
Establecióse entonces entre la marquesa y el joven una conversación que, según la costumbre, abordó en un momento un sinfín de temas: pintura, música, literatura, política, los hombres, los acontecimientos y las cosas. Luego, por una pendiente insensible, llegaron al tema eterno de las conversaciones francesas y extranjeras, al amor, a los sentimientos y a las mujeres.
—Somos esclavas.
—Sois reinas.
Las frases más o menos ingeniosas que dijeron Carlos y la marquesa podían reducirse a esta sencilla expresión de todos los discursos presentes y futuros sobre semejante materia. Dos frases que quizás en un momento dado equivaldrán a: Amadme. Os amaré.
—Señora —exclamó Carlos de Vandenesse—, sois la causa de que lamente vivamente tener que ausentarme de París. Ciertamente no encontraré en Italia unas horas de tan amena conversación como ésta.
—Encontraréis quizá la felicidad, señor, y es mejor que todos los pensamientos brillantes, verdaderos o falsos, que cada noche se dicen en París.
Antes de cumplimentar a la marquesa, Carlos obtuvo permiso para ir a despedirse de ella. Consideróse muy dichoso de haber dado a su petición las formas de la sinceridad, cuando, por la noche, al acostarse, y al día siguiente, durante toda la jomada, le fue imposible borrar de su mente el recuerdo de aquella mujer. Tan pronto se preguntaba por qué la marquesa le había distinguido; cuáles podían ser sus intenciones al querer despedirse de él; e hizo interminables comentarios. Tan pronto creía hallar los motivos de aquella curiosidad, embriagábase entonces; de esperanza, o se enfriaba, según las interpretaciones por las cuales se explicaba aquel deseo cortés, tan corriente en París. Tan pronto era todo, tan pronto no era nada. En fin, quiso resistir a la inclinación que lo arrastraba hacia la señora D’Aiglemont; pero fue a su casa. Hay pensamientos a los que obedecemos sin conocerlos; están en nosotros sin que lo sepamos. Aunque esta reflexión pueda parecer más paradójica que verdadera, cada persona de buena fe hallará mil pruebas de ella en la vida. Al dirigirse a la casa de la marquesa, Carlos obedecía a uno de esos textos preexistentes de los cuales nuestra existencia y las conquistas de nuestro espíritu sólo son, más tarde, los desarrollos sensibles. Una mujer de treinta años posee irresistibles atractivos para un joven; y nada más natural, más fuertemente entretejido, mejor preestablecido que los afectos profundos a la manera de tantos ejemplos que nos ofrece el mundo entre una mujer como la marquesa y un joven como Vandenesse. En efecto, una joven tiene demasiadas ilusiones, demasiada inexperiencia, y el sexo es demasiado cómplice de su amor para que un hombre joven pueda sentirse halagado; mientras que una mujer conoce toda la extensión de los sacrificios a realizar. Allí donde la una se ve arrastrada por la curiosidad, por seducciones ajenas a las del amor, la otra obedece a un sentimiento del que tiene plena conciencia. La una cede, la otra escoge. ¿Esta elección no constituye ya un supremo halago? Armada de un saber casi siempre pagado muy caro por las desgracias, dándose, la mujer experimentada parece dar algo más que ella misma; en tanto que la joven, ignorante y crédula, sin saber nada, no puede comparar nada, apreciar nada; acepta el amor y lo estudia. La una nos instruye, nos aconseja a una edad en la que gusta dejarse guiar, en que la obediencia constituye un placer; la otra quiere aprenderlo todo y se muestra ingenua allí donde la otra es cariñosa. Aquélla no os presenta más que un triunfo, ésta os obliga a combates constantes. La primera sólo tiene lágrimas y placeres, la segunda tiene placeres y remordimientos. Para que una joven gobierne a su amante, debe ser muy corrompida, y entonces se la abandona con horror; mientras que una mujer tiene mil medios de conservar a la vez su poder y su dignidad. La una, demasiado sumisa, os ofrece las tristes seguridades del reposo; la otra pierde demasiado para no pedirle al amor sus mil metamorfosis. La una se deshonra ella sola, la otra mata en provecho vuestro a una familia entera. La joven sólo tiene una coquetería, y cree haberlo dicho todo cuando se ha despojado del vestido; pero la mujer tiene innumerables vestidos y se oculta bajo mil velos; en fin, acaricia todas las vanidades, y la novicia no halaga más que una sola. Por otra parte, el hombre tiene que hacer frente a las indecisiones, temores, turbaciones y tempestades que asaltan a la mujer de treinta años, que no se encuentran jamás en el amor de una joven. Llegada a esta edad, la mujer pide a un joven que le restituya la estima que ella le ha sacrificado; no vive más que para él, se ocupa de su porvenir, quiere que tenga una vida hermosa, gloriosa; obedece, ruega y ordena, se humilla y se ensalza, y sabe consolar en mil ocasiones en que la joven sólo sabe gemir. En fin, además de todas las ventajas de su posición, la mujer de treinta años puede convertirse en joven, representar todos los papeles, ser púdica, y hacer gala incluso de una desgracia. Entre ambas se encuentra la inconmensurable diferencia que va de lo previsto a lo imprevisto, de la fuerza a la debilidad. La mujer de treinta años lo satisface todo, y la joven, so pena de dejar de serlo, no debe satisfacer nada. Estas ideas se desarrollan en el corazón de un joven y componen en él la más fuerte de las pasiones, porque junta los sentimientos artificiales creados por las costumbres a los sentimientos reales de la naturaleza.
El paso más importante y decisivo de la vida de las mujeres es precisamente aquel que una mujer considera siempre como el más insignificante. Casada, ya no pertenece a sí misma, es la reina y la esclava del hogar doméstico. La santidad de las mujeres es inconciliable con los deberes y las libertades del mundo. Emancipar a las mujeres es corromperlas. Al conceder a un extraño el derecho a entrar en el santuario del hogar, ¿no equivale a ponerse a merced de él? Pero que una mujer lo atraiga a dicho santuario, ¿no constituye una falta, o, para ser exactos, el comienzo de una falta? Hay que aceptar esta teoría en todo su rigor o absolver las pasiones. Hasta el momento, en Francia, la Sociedad ha sabido adoptar un mezzo termine: se burla de las desgracias. Como los espartanos que sólo castigaban la falta de destreza, ella parece admitir el robo. Pero quizás este sistema sea muy sabio. El desprecio general constituye el más horrible de los castigos, porque alcanza a la mujer de lleno en el corazón. Las mujeres tienen interés y deben tenerlo en ser honradas, ya que sin estima dejan de existir. Así, es éste el primer sentimiento que piden al amor. La más corrompida de ellas exige, incluso antes que nada, una absolución para el pasado, al vencer su porvenir, y trata de hacer comprender a su amante que ella da irresistibles goces a cambio de los honores que el mundo le rehusará. No hay mujer que, al recibir en su casa por primera vez a un hombre joven, y hallándose a solas con él, no conciba algunas de estas reflexiones; sobre todo si, como Carlos de Vandenesse, es apuesto o inteligente. Análogamente, pocos son los jóvenes que dejen de fundar algunos deseos secretos en una de las mil ideas que justifican su amor innato por las mujeres hermosas, inteligentes y desgraciadas como era la señora D’Aiglemont. Así, la marquesa, al oír anunciar al señor de Vandenesse, sintióse turbada; y él mostróse casi vergonzoso, a pesar del aplomo que en los diplomáticos constituye en cierto modo un hábito. Pero la marquesa asumió pronto aquel aire afectuoso bajo el cual las mujeres se protegen contra las interpretaciones de la vanidad. Esta actitud excluye todo cálculo, y forma, por así decirlo, la contrapartida del sentimiento, atemperándolo con las formas de la cortesía. Las mujeres se mantienen entonces también todo el tiempo que quieren en esta posición equívoca, como en una encrucijada que lleva igualmente al respeto, a la indiferencia, al asombro o a la pasión. Solamente a los treinta años puede una mujer conocer los recursos de esta situación. En ella sabe reír, bromear, enternecerse sin comprometerse. Posee el necesario tacto para atacar en un hombre todas las cuerdas sensibles, y para estudiar los sonidos que ella produce. Su silencio es tan peligroso como su palabra. Nunca adivinaréis si, a esa edad, es franca o falsa, si se burla o si actúa de buena fe en sus confesiones. Después de haberos dado el derecho de luchar con ella, de pronto, por una palabra, por una mirada, por uno de esos gestos cuyo poder les es conocido, cierran el combate, os abandonan, y quedan dueñas de vuestro secreto, libres de inmolaros con una chanza, libres de ocuparse de vosotros, igualmente protegidas por su debilidad y por vuestra fuerza. Aunque la marquesa, durante esta primera visita, se colocara en este terreno neutro, supo conservar en él una gran dignidad de mujer. Sus secretos dolores flotaron siempre encima de su alegría fingida como una ligera nube que oculta de un modo imperfecto los rayos del sol. Vandenesse salió después de haber experimentado en esta conversación delicias desconocidas; pero quedó convencido de que la marquesa era de esas mujeres cuya conquista cuesta demasiado caro para que uno pueda arriesgarse en la empresa de amarlas.
—Sería —dijo al marcharse— un sentimiento imposible de distinguir a lo lejos, ¡una correspondencia fatigosa! Sin embargo, si yo quisiera… Este fatal si yo quisiera ha perdido constantemente a los obstinados. En Francia, el amor propio lleva a la pasión. Carlos volvió a la casa de la señora D’Aiglemont y creyó advertir que ella encontraba placer en su conversación. En lugar de entregarse con ingenuidad a la dicha de amar, quiso entonces representar un doble papel. Trató de parecer apasionado, luego analizar fríamente el desarrollo de esta intriga, de ser amante y diplomático. Pero era generoso y joven, y este examen había de llevarlo a un amor sin límites; ya que, artificiosa o naturalmente, la marquesa era siempre más fuerte que él. Cada vez que salía de la casa de la señora D’Aiglemont, Carlos persistía en su desconfianza y sometía las situaciones progresivas por las que pasaba su alma a un severo análisis, que mataba sus propias emociones.
—Hoy —decíase a la tercera visita— me ha dado a entender que era muy desgraciada y se sentía muy sola en la vida, que sin su hija desearía ardientemente la muerte. Se ha mostrado de una resignación perfecta. Ahora bien, yo no soy ni su hermano ni su confesor, ¿por qué me ha confiado sus penas? Ello quiere decir que me ama.
Dos días más tarde, cuando se iba, apostrofaba las costumbres modernas.
—El amor toma el color de cada siglo. En 1822 es doctrinario. En lugar de demostrarse, como antaño, mediante hechos, se le discute, se argumenta con respecto a él. Las mujeres quedan reducidas a tres medios: primero ponen en duda nuestra pasión, nos niegan el poder de amar tanto como aman ellas. ¡Coquetería! Verdadero reto que la marquesa me ha hecho esta tarde. Luego se las dan de muy desdichadas para excitar nuestra generosidad natural o nuestro amor propio. ¿Un joven no encuentra acaso un halago a su orgullo al consolar a una gran infortunada? Finalmente, ¡tienen la manía de la virginidad! Ha debido pensar que yo la creía completamente nueva. Mi buena fe puede convertirse en una excelente especulación.
Pero un día, después de haber agotado sus pensamientos de desconfianza, preguntóse si la marquesa era sincera, si tantos sufrimientos podían ser fingidos, ¿por qué afectar resignación? Vivía en una profunda soledad, y devoraba en silencio una tristeza que apenas dejaba adivinar por el acento de una interjección. A partir de aquel momento, Carlos tuvo un vivo interés por la señora D’Aiglemont. Sin embargo, al acudir a una cita habitual que hablase hecho necesaria para ambos, hora reservada por un mutuo instinto, Vandenesse hallaba aún a su amante más hábil que verdadera, y sus últimas palabras eran éstas:
—Decididamente, esta mujer es muy hábil.
Entró, vio a la marquesa en su actitud favorita, actitud llena de melancolía; levantó los ojos hacia él sin hacer un movimiento, y le dirigió una de aquellas miradas llenas que semejan una sonrisa. La señora D’Aiglemont expresaba una confianza, una amistad verdadera, pero no expresaba amor. Carlos se sentó y fue incapaz de hablar. Hallábase emocionado por una de aquellas sensaciones para las cuales falta el lenguaje preciso.
—¿Qué os ocurre? —inquirió ella con voz llena de ternura.
—Nada. Bueno, sí —repuso—, estaba pensando en una cosa que todavía no os ha afectado a vos.
—¿De qué se trata?
—Pues de que… el congreso ha terminado.
—Y vos —dijo la marquesa—, ¿debíais ir al congreso?
Una respuesta directa habría sido la más elocuente y la más delicada de las declaraciones; pero Carlos no dio tal respuesta. El rostro de la señora D’Aiglemont atestiguaba un candor de amistad que destruía todos los cálculos de la vanidad, todas las esperanzas del amor, todas las desconfianzas del diplomático; ignoraba o parecía ignorar que fuese amada; y cuando Carlos, confuso, se replegó sobre sí mismo, viose obligado a confesar que no había dicho ni hecho nada que autorizase a aquella mujer a pensar tal cosa. El señor de Vandenesse halló durante aquella velada a la marquesa tal como ella era siempre: sencilla y afectuosa, verdadera en su dolor, feliz de tener un amigo, orgullosa de encontrar un alma que supiera comprender la suya; ella no iba más allá, y no suponía que una mujer pudiera dejarse seducir dos veces; pero la marquesa había conocido el amor y lo conservaba aún sangrante en el fondo de su corazón; no se imaginaba que la felicidad pudiera traer a una mujer dos veces su embriaguez, porque ella no creía solamente en la inteligencia, sino en el alma; y para ella el amor no era una seducción, sino que comportaba todas las nobles seducciones. En aquel momento, Carlos volvió a ser el hombre joven que a veces olvidaba ser, viose subyugado por el atractivo de un carácter tan grande y quiso ser iniciado en todos los secretos de aquella existencia herida por el azar más que por una falta. La señora D’Aiglemont sólo dirigió a su amigo una mirada al oír que éste le preguntaba la causa de la pena infinita que comunicaba a su belleza todas las armonías de la tristeza; pero esta mirada profunda fue como el sello de un contrato solemne.
—No volváis a hacerme tales preguntas —dijo—. Hace tres años, en un día como éste, aquel que me amaba, el único hombre a cuya felicidad habría yo sacrificado mi propia estima, murió, murió para salvar mi honor. Este amor murió joven, puro, lleno de ilusiones. Antes de entregarme a una pasión hacia la cual me empujó una fatalidad sin ejemplo, yo había sido seducida por lo que pierde a tantas jóvenes, por un hombre nulo, pero de formas agradables. El matrimonio fue deshojando mis esperanzas una tras otra. Actualmente he perdido la felicidad legítima y esa otra felicidad a la que llaman criminal, sin haber conocido la felicidad. Nada me queda. Si no he sabido morir, por lo menos debo permanecer fiel a mis recuerdos.
A estas palabras, no lloró, bajó los ojos y retorcióse ligeramente los dedos, que había cruzado en su gesto habitual. Todo esto fue dicho de una manera sencilla, pero el acento de su voz era el acento de una desesperación tan profunda como profundo parecía ser su amor, y no dejaba a Carlos esperanza alguna. Esta horrible existencia traducida en tres frases y comentada por una torsión de mano, este intenso dolor en una débil mujer, este abismo en una linda cabecita, en fin, las melancolías, las lágrimas de un duelo de tres años fascinaron a Vandenesse, que permaneció silencioso y pequeño delante de aquella grande y noble mujer: ya no veía de ella la hermosura material tan exquisita, tan perfecta, sino el alma tan eminentemente sensible. Encontraba por fin aquel ideal tan fantásticamente soñado, tan vigorosamente invocado por todos aquellos que ponen la vida en una pasión, la buscan con ardor, y con frecuencia mueren sin haber podido gozar de todos sus tesoros soñados.
Al oír aquel lenguaje y ante aquella belleza sublime, Carlos encontró estrechas sus ideas. En la impotencia en que se encontraba de medir las palabras a la altura de esta escena, a la vez tan sencilla y tan elevada, respondió con algunos tópicos acerca del destino de las mujeres.
—Señora, es preciso saber olvidar los dolores, o bien cavar la propia tumba —dijo.
Pero la razón es siempre mezquina al lado del sentimiento; la una es, por su naturaleza, limitada, como todo lo que es positivo, el otro es infinito. Razonar allí donde es preciso sentir, es propio de las almas alicaídas. Vandenesse guardó, pues, silencio, miró largamente a la señora D’Aiglemont y salió. Presa de ideas nuevas que hacían que aquella mujer apareciera aún más grande a sus ojos, parecíase a un pintor que, después de haber tomado como tipos los vulgares modelos de su estudio, encontrase de pronto la Mnemosine del Louvre, la más bella y la menos apreciada de las esculturas de la antigüedad clásica. Carlos quedó profundamente enamorado. Amó a la señora D’Aiglemont con aquella buena fe de la juventud, con aquel fervor que comunica a las primeras pasiones una gracia inefable, un candor que el hombre sólo vuelve a encontrar en ruinas cuando más tarde ama todavía: deliciosas pasiones, casi siempre deliciosamente saboreadas por las mujeres que las hacen nacer, porque a esa hermosa edad de treinta años, cima poética de la vida de las mujeres, ellas pueden abarcar todo el curso de la vida, tanto el pasado como el porvenir. Las mujeres conocen entonces todo el valor del amor y gozan de él con el temor de perderlo: entonces su alma posee aún la belleza de la juventud que las abandona y su pasión va fortaleciéndose cada vez más a causa de un futuro que las aterra.
—Yo amo —decía esta vez Vandenesse al abandonar a la marquesa— y para mi desgracia encuentro a una mujer que no puede desprenderse de unos recuerdos. La lucha contra un muerto es difícil, ya que no puede hacer tonterías, que nunca desagrada y del que sólo se ven las bellas cualidades. ¿No es acaso querer destronar la perfección el tratar de matar los hechizos de la memoria y las esperanzas que sobreviven a un amante perdido, precisamente porque no ha suscitado más que deseos, todo lo que el amor tiene de más bello, de más seductor?
Esta triste reflexión, debida al descorazonamiento y al temor de fracasar, origen de toda pasión verdadera, fue el último cálculo de su moribunda diplomacia. Desde entonces ya no abrigó sospecha alguna, convirtióse en juguete de su amor y perdióse en las pequeñeces de aquella felicidad inexplicable que se alimenta de una palabra, de una pausa, de una vaga esperanza. Quiso amar platónicamente, fue todos los días a respirar el aire que respiraba la señora D’Aiglemont, incrustóse por así decirlo en la casa de Julia y la acompañó a todas partes con la tiranía de una pasión que mezcla su egoísmo con la abnegación más completa. El amor tiene su instinto, sabe encontrar el camino del corazón tal como el más débil insecto va hacia su flor con una irresistible voluntad que nada teme. Así, cuando un sentimiento es verdadero, su destino no es dudoso. ¡Es algo terrible para una mujer llegar a pensar que su vida depende del mayor o menor grado de verdad, de fuerza, de perseverancia que su amante pondrá en sus deseos! Ahora bien, es imposible a una mujer, a una esposa, a una madre, preservarse del amor de un hombre joven; lo único que puede hacer es dejar de verlo en el momento en que adivina ese secreto del corazón que una mujer adivina siempre. Pero el abrazar este partido parece algo demasiado decisivo para una mujer a una edad en que el matrimonio pesa, aburre o cansa, en que el afecto conyugal es menos que tibio, si es que su marido no la ha abandonado ya. Si son feas, las mujeres se sienten halagadas por un amor que las hace bellas; si jóvenes y encantadoras, la seducción debe hallarse a la altura de sus seducciones, es inmensa; virtuosas, un sentimiento terrestremente sublime las lleva a encontrar no sé qué absolución en la grandeza misma de los sacrificios que ellas hacen a sus amantes y en la gloria de esta lucha difícil. Todo es una trampa. Así, ninguna lección es demasiado fuerte para tan fuertes tentaciones. La reclusión ordenada en otro tiempo a la mujer en Grecia, en Oriente, y que se pone de moda en Inglaterra, es la única salvaguarda de la moral doméstica; pero bajo el imperio de este sistema, el lado agradable del mundo perece: ni la sociedad, ni la cortesía, ni la elegancia de las costumbres son entonces posibles. Las naciones tendrán que escoger.
Así, unos meses después de su primer encuentro, la señora D’Aiglemont halló que su vida estaba estrechamente unida a la de Vandenesse, se asombró sin excesiva perplejidad y casi con cierto placer al ver que compartía sus gustos y sus ideas. ¿Era ella quien había adoptado las ideas de Vandenesse, o era Vandenesse quien había adoptado sus menores caprichos? Julia no examinó nada. Apresada ya por la corriente de la pasión, aquella mujer adorable díjose con la falsa buena fe del miedo:
—¡Oh, no! Yo permaneceré fiel al que murió por mí.
Dijo Pascal: «Dudar de Dios es ya creer en Él». De la misma manera, una mujer no se debate más que cuando se halla cogida. El día en que la marquesa se confesó a sí misma que era amada, se encontró flotando en mil sentimientos encontrados. Las supersticiones de la experiencia dejaron oír su lenguaje. ¿Sería dichosa? Podría encontrar la felicidad fuera de las leyes mediante las cuales la sociedad, equivocadamente o con razón, hace su moral? Hasta entonces, la vida sólo habíale deparado amarguras. ¿Cabía un desenlace feliz a los vínculos que unen a dos seres separados por las conveniencias sociales? ¿Y si al fin encontrase aquella felicidad tan ardientemente deseada, y que tan natural es que se busque? La curiosidad sale siempre en defensa de los amantes. En medio de esta discusión secreta, llegó Vandenesse. Su presencia hizo desvanecerse el fantasma metafísico de la razón. Si tales son las transformaciones sucesivas por las cuales pasa un sentimiento incluso rápido en un hombre joven y en una mujer de treinta años, hay un momento en el que los matices se confunden, en que los razonamientos se funden en uno solo, en una última reflexión que se confunde en un deseo y que lo corrobora. Cuanto más larga ha sido la resistencia, más pujante es entonces la voz del amor. Así, pues, se detiene esta lección o más bien este estudio realizado en écorché, si se nos permite tomar a la pintura una de sus expresiones más pintorescas; ya que esta historia explica los peligros y el mecanismo del amor más que pintarlo. Pero a partir de aquel momento, cada día añadió colores a aquel esqueleto, revistióle de las gracias de la juventud, reavivó sus carnes, vivificó los movimientos, devolvióle el esplendor, la belleza, las seducciones del sentimiento y los alicientes de la vida. Carlos encontró pensativa a la señora D’Aiglemont; y cuando le hubo dicho con aquel acento que la dulce magia del corazón vuelve persuasivo: «¿Qué tenéis?», ella se guardó muy bien de contestarle. Esta deliciosa pregunta revelaba ya una perfecta inteligencia anímica; y con el instinto maravilloso de la mujer, la marquesa comprendió que las quejas o la expresión de su íntimo infortunio resultarían muy elocuentes. Si ya cada una de estas palabras poseía un significado entendido por los dos, ¿en qué abismo no iba ella a poner los pies? Leyó en ella misma con una mirada clara y lúcida, y guardó silencio, y su silencio fue imitado por Vandenesse.
—Sufro mucho —dijo al fin, asustada del alto alcance obtenido en un momento en el que el lenguaje de los ojos suplió por completo a la impotencia del discursa.
—Señora —respondió Carlos con voz afectuosa pero violentamente conmovida—, alma y cuerpo, todo guarda relación. Si fuerais dichosa, seríais joven y lozana. ¿Por qué rehusáis pedirle al amor todo lo que él os ha robado? Creéis la vida terminada en el momento en que, para vos, empieza. Confiaos a los cuidados de un amigo. ¡Es tan agradable ser amado!
—Ya soy vieja —dijo—; nada me dispensaría, pues, de no continuar sufriendo como he sufrido en el pasado. Por otra parte, es preciso amar, decís vos, ¿no es cierto? Pues bien, yo no debo ni puedo amar. Fuera de vos, cuya amistad proyecta cierta dulzura en mi vida, nadie me agrada, nadie sería capaz de borrar mis recuerdos. Acepto un amigo, pero huiría de un amante. Además, ¿sería generoso de mi parte el cambiar un corazón marchito por un corazón joven, acoger ilusiones que no puedo compartir, ocasionar una felicidad en la que yo misma no creería o que siempre temería perder? Yo respondería quizá con egoísmo a su abnegación, y calcularía cuando él sentiría; mi memoria ofendería la vivacidad de sus placeres. No, ya sabéis que mi primer amor jamás puede sustituirse por otro. En fin, ¿qué hombre querría a este precio mi corazón?
Estas palabras, impregnadas de una horrible coquetería, eran el último esfuerzo de la prudencia. «Si se desanima, ¡está bien!, permaneceré sola y fiel.» Este pensamiento acudió al corazón de aquella mujer, y fue para ella lo que es la rama de sauce demasiado débil que agarra un nadador antes de ser arrastrado por la corriente. Al oír estas palabras, Vandenesse dejó escapar un estremecimiento involuntario que tuvo mayor influencia sobre el corazón de la marquesa que todas sus pasadas asiduidades. Lo que conmueve más a las mujeres, ¿no es acaso el encontrar en nosotros graciosas delicadezas, sentimientos tan exquisitos como puedan ser los de ellas, ya que en ellas la delicadeza y la gracia son indicios de lo verdadero? El gesto de Carlos revelaba un verdadero amor. La señora D’Aiglemont conoció la fuerza del afecto de Vandenesse por la intensidad de su dolor. El joven dijo fríamente:
—Tal vez tengáis razón. A nuevo amor, nuevas preocupaciones.
Luego cambió de conversación y trató de cosas intrascendentes; pero estaba visiblemente emocionado, miraba a la señora D’Aiglemont con una atención concentrada, como si la hubiese visto por última vez. Finalmente la dejó, diciéndole con emoción:
—Adiós, señora.
—Hasta la vista —díjole ella con aquella fina coquetería cuyo secreto sólo poseen las mujeres selectas.
Carlos no respondió y salió.
Cuando el joven ya no estaba en la casa y su silla vacía habló en vez de él, Julia hallóse presa de mil remordimientos y se acusaba a sí misma. La pasión realiza un enorme progreso en una mujer en el instante en que cree haber actuado de un modo poco generoso, o haber herido un alma noble. Nunca hay que desconfiar de los malos sentimientos en amor, ya que son muy saludables; las mujeres sólo sucumben bajo el golpe de una virtud. El infierno está empedrado de buenas intenciones no es una paradoja de predicador. Vandenesse estuvo varios días sin ir a ver a la marquesa. Cada tarde, a la hora de la acostumbrada cita, Julia lo esperaba con una impaciencia llena de remordimientos. Escribir equivalía a una confesión; por otra parte, su instinto le decía que él volvería. El día sexto, su ayuda de cámara le anunció la anhelada visita. Jamás oyó pronunciar su nombre con mayor placer. La alegría que sintió le dio miedo.
—¡Me habéis castigado sin piedad! —le dijo al verlo.
Vandenesse la miró con aire de sorpresa.
—¡Castigado! —repitió—. ¿Y de qué?
Carlos comprendía muy bien a la marquesa; pero quería vengarse de los sufrimientos de que había sido presa, al ver que ella sospechaba tales sufrimientos.
—¿Por qué no habéis venido a verme? —le preguntó sonriendo.
—Entonces, ¿no habéis visto a nadie? —dijo el joven, eludiendo una respuesta directa.
—El señor de Ronquerolles y el señor de Marsay, el pequeño d’Esgrignon, estuvieron aquí, el uno ayer, el otro esta mañana, cerca de dos horas. He visto, creo, también a la señora Firmiani y a vuestra hermana, la señora de Listomère.
¡Otro sufrimiento! Dolor incomprensible para aquellos que no aman con este despotismo avasallador y feroz cuyo menor efecto son unos celos monstruosos, un perpetuo deseo de robar al ser amado de toda influencia que sea ajena al amor.
—¡Cómo! —dijo para si Vandenesse—. ¡Ha recibido, ha visto a seres contentos, les ha hablado, mientras yo permanecía solitario, desdichado!
Sepultó su tristeza y arrojó su amor al fondo de su corazón, como un ataúd al mar. Sus pensamientos eran de aquellos que no se expresan; poseen la rapidez de los ácidos que matan al evaporarse. Sin embargo, su frente se cubrió de nubes y la señora D’Aiglemont obedeció al instinto femenino al compartir aquella tristeza sin concebirla. No era cómplice del mal que hacía, y Vandenesse se dio cuenta de ello. Habló de su situación y de sus celos cual si se hubiera tratado de una de aquellas hipótesis que los amantes se complacen en discutir. La marquesa lo comprendió todo, y sintióse entonces tan vivamente conmovida, que no pudo contener las lágrimas. A partir de aquel instante, entraron en el cielo del amor. El cielo y el infierno son dos grandes poemas que formulan los dos únicos puntos sobre los cuales gira nuestra existencia: la alegría o el dolor. ¿No es el cielo, no será siempre una imagen del infinito de nuestros sentimientos que jamás será pintado en sus detalles, porque la felicidad es una?; ¿y no representa el infierno las torturas infinitas de nuestros dolores, de los que podemos realizar una obra de poesía, porque son todos ellos diferentes?
Una tarde, los dos amantes estaban solos, sentados uno junto al otro, en silencio, y ocupados contemplando una de las fases más bellas del firmamento, uno de esos cielos puros en los cuales los últimos rayos del sol proyectan débiles matices de oro y púrpura. En aquel momento del día, las lentas degradaciones de la luz parecen despertar los dulces sentimientos; nuestras pasiones vibran suavemente y saboreamos las molestias de cierta misteriosa violencia en medio de la calma. Al mostrarnos la felicidad por medio de vagas imágenes, la naturaleza nos invita a gozar de ella cuando ella está cerca de nosotros o bien lince que la echemos de menos cuando se ha alejado. En esos instantes fértiles en encantamientos, bajo el dosel de aquella luz cuyas tiernas armonías se unen con íntimas seducciones, ¡qué difícil es resistir a los anhelos del corazón que poseen entonces una magia tan grande! Entonces la tristeza se embota, la alegría embriaga y el dolor se hace abrumador. Las pompas del crepúsculo son la señal de las confesiones y las alientan. El silencio se hace más peligroso que la palabra, al comunicar a los ojos todo el poder del infinito de los cielos que reflejan. Si se habla, la menor palabra posee un irresistible poder. ¿No hay entonces luz en la voz, púrpura en la mirada? ¿No es como si el cielo estuviera en nosotros? Sin embargo, Vandenesse y Julieta, ya que desde hacía unos días ella se dejaba llamar así familiarmente por aquel que ella se complacía en llamar Carlos, hablaban, pero el tema primitivo de su conversación estaba ya lejos de ellos; y si ignoraban ya el sentido de sus palabras, escuchaban con delectación los pensamientos secretos que ellas cubrían. La mano de la marquesa se hallaba en la de Vandenesse, y ella se la abandonaba sin creer que ello fuera un favor que le concedía.
Inclináronse juntos para contemplar uno de esos majestuosos paisajes llenos de nieves, de heleros, de sombras grises que tiñen los flancos de fantásticas montañas; uno de esos cuadros llenos de bruscas oposiciones entre las llamas rojas y los tonos negros que decoran los cielos con una inimitable y fugaz poesía; magníficos pañales en los que renace el sol, bello sudario en el que expira. En aquel momento, los cabellos de Julieta rozaron las mejillas de Vandenesse; ella sintió aquel ligero contacto, estremecióse violentamente, y él más aun que ella; ya que ambos habían llegado gradualmente a una de esas inexplicables crisis en las que la calma comunica a los sentidos una percepción tan sutil, que el más leve choque hace derramar lágrimas y desbordar la tristeza si el corazón se halla perdido en estas melancolías, o le confiere inefables placeres si se encuentra perdido en los vértigos del amor. Julieta apretó casi involuntariamente la mano de su amigo. Esta presión persuasiva dio valor a la timidez del amante. Las alegrías de aquel momento y las esperanzas del futuro, todo se fundió en una sola emoción, la de una primera caricia, la emoción del casto y sencillo beso que la señora D’Aiglemont permitió que Carlos imprimiera en su mejilla. Cuanto más débil era el favor, tanto más poderoso y peligroso resultó. Para desgracia de ambos, no había fingimiento ni falsedad. Fue el entendimiento de dos almas hermosas, separadas por todo lo que es ley, reunidas por todo lo que es seducción en la naturaleza. En aquel momento, entró el general D’Aiglemont.
—El Ministerio ha cambiado —dijo—. Vuestro tío forma parte del nuevo gabinete. Así, tenéis muy buenas perspectivas de llegar a ser embajador, Vandenesse.
Carlos y Julia se miraron, sonrojándose. Este pudor mutuo fue un vínculo más que los unió. Ambos tuvieron el mismo pensamiento, el mismo remordimiento; vínculo terrible y tan fuerte entre dos bandidos que acaban de asesinar a un hombre como entre dos amantes culpables de un beso. Era preciso dar una respuesta al marqués.
—No quiero abandonar París —dijo Carlos de Vandenesse.
—Ya sabemos por qué —repuso el general afectando la perspicacia de un hombre que descubre un secreto—. No queréis abandonar a vuestro tío para que os declare heredero de su dignidad de par.
La marquesa dirigióse apresuradamente a su habitación, diciéndose a sí misma estas terribles palabras concernientes a su marido:
—¡Si será estúpido!