Y después de esto, podría decirse que no sucedió nada más. Tolkien volvió a Oxford, fue profesor de Anglosajón en Rawlinson y Bosworth durante veinte años, luego profesor de Lenguaje y Literatura Inglesa en Merton, paso más tarde la primera parte de su retiro en un clásico suburbio de Oxford, se trasladó luego a algún lugar de la costa, regresó a Oxford después de la muerte de su esposa, y murió pacíficamente a los ochenta y un años. La vida corriente y poco notable que llevan otros muchos eruditos; una vida académica brillante, es verdad, pero solo dentro de un campo profesional muy limitado que poco interesa a los legos. Y eso sería todo, aparte del extraño hecho de que durante esos años en que no sucedió «nada». Tolkien escribió dos libros que llegaron a ser bestsellers mundiales, y cautivaron la imaginación e influyeron sobre el pensamiento de varios millones de lectores. Es una extraña paradoja que El hobbit y El Señor de los Anillos sean obras de un oscuro profesor de Oxford especializado en el dialecto de West Midland del inglés medio, que vivió una existencia suburbana de lo más común, educando a sus hijos y cultivando su jardín.
¿O no lo es? ¿No será verdad precisamente lo contrario? ¿No deberíamos asombrarnos ante el hecho de que una mente tan luminosa sea feliz dentro de la pequeña rutina de la vida académica y doméstica? ¿De que un hombre que ansiaba el ruido de las olas rompiendo contra la costa de Cornwall, se contentara con dirigir la palabra a las señoras maduras en la recepción de un hotel en un balneario de clase media? ¿De que un poeta que se regocijaba al ver y oler el fuego crepitando en el hogar de una hostería, pudiera tener el deseo de regresar a su casa para sentarse frente a una estufa eléctrica que simulaba carbones ardientes? ¿Qué pensar de todo esto?
Tal vez sólo podamos observar, desconcertados, los años de su madurez y su ancianidad. O quizá también, lentamente, veamos emerger un cierto diseño.
1 La vida en Oxford
Hasta fines del siglo XIX los poseedores de la mayor parte de las plazas de profesores becados de Oxford —es decir, la mayoría de los profesores de la universidad— estaban obligados a tomar las órdenes sagradas y a no casarse mientras ejercieran su profesión. Los reformadores de ese momento introdujeron profesores becados no clericales y abolieron el requisito del celibato. A partir de este hecho, el rostro de Oxford cambió de manera visible, porque en los años siguientes una marea de ladrillo se extendió hacia el norte desde los viejos límites de la ciudad, cubriendo el campo, a lo largo del camino de Banbury y de Woodstock, a medida que los especuladores construían centenares de casas para los nuevos profesores casados. A comienzos del siglo XX, Oxford era una colonia concentrada de académicos, sus esposas, hijos y criados, y sus habitantes ocupaban una amplia gama de viviendas, desde los palacios góticos (con torres y vidrios de color incluidos), hasta las sencillas villas suburbanas. Surgieron iglesias, escuelas y racimos de tiendas para atender las necesidades de esta extraña comunidad, y pronto quedaron pocos terrenos sin ocupar. Aunque en pequeña medida, todavía se continuaba construyendo en la década de 1920, y los Tolkien adquirieron una modesta casa nueva, de ladrillo claro y forma de L, en una calle de North Oxford. La familia viajó desde Leeds y se estableció en 1926.
Allí, en Northmoor Road, permanecieron veintiún años. En 1929 el editor y librero Basil Blackwell dejó vacante una casa vecina, y los Tolkien decidieron adquirirla, trasladándose del número veintidós al veinte a principios del año siguiente. Esta segunda casa, amplia y gris, era más espléndida que la anterior, con pequeñas ventanas de cristales emplomados y un empinado techo de pizarra. Poco antes de la mudanza nació el cuarto y último hijo, la niña que Edith tanto había esperado y que fue bautizada Priscilla Mary Reuel.
Aparte de estos dos incidentes, el nacimiento de Priscilla y el cambio de casa en 1930, la vida en Northmoor Road no tuvo mayores acontecimientos; era, dicho con más precisión, una vida ordenada y casi rutinaria, con pequeñas interrupciones pero ningún cambio significativo. Por esto, quizá la mejor forma de describirla sea imaginarnos un día típico a principios de los años treinta.
Es el día de un santo, de modo que comienza temprano. El despertador sueña a las siete en el dormitorio de Tolkien, una habitación trasera que mira al este, al jardín. En realidad, es un cuarto de vestir contiguo a un baño, pero duerme allí porque a Edith le molesta que ronque: además él se acuesta muy tarde, lo que no armoniza con los hábitos de su esposa. Por lo tanto, cada uno tiene su habitación, y así no se estorban mutuamente.
Tolkien se levanta de mala gana (nunca, por naturaleza, le ha gustado levantarse temprano), decide afeitarse después de la misa, y va en bata por el pasillo hasta los dormitorios de los muchachos para despertar a Michael y a Christopher. John, el mayor, tiene ahora catorce años y estudia en una escuela católica de pupilos, en Berkshire; pero los dos varones menores, de once y siete, viven todavía en la casa.
Al entrar en el dormitorio de Michael, Tolkien está a punto de pisar una locomotora en miniatura abandonada en medio del suelo. Protesta para sus adentros. Michael y Christopher tienen pasión por los trenes y han dedicado un altillo íntegro a una maqueta. También les gustan los trenes reales, y dibujan (con increíble precisión) las locomotoras del Great Western Railway. Tolkien no comprende ni aprueba lo que llama su «manía ferroviaria»; para él los trenes sólo significan ruido, suciedad y deterioro del paisaje rural. Pero tolera este hobby, y a veces se deja persuadir y los lleva hasta alguna estación distante para ver pasar el Cheltenham Flyer.
Una vez despiertos los niños, se viste con su conjunto cotidiano de pantalones de franela y chaqueta de tweed. Luego él y sus hijos, quienes llevan las chaquetas azul marino de la Dragon School, sacan las bicicletas del garaje y se dirigen por Northmoor Road —donde las cortinas de las otras casas aún permanecen cerradas— hasta Linton Road y de ahí hasta la ancha Banbury Road, donde en ocasiones encuentran algún coche o autobús camino de la ciudad. Es una mañana de primavera y los bellos cerezos en flor extienden sus ramas sobre el pavimento.
Pedalean algo más de un kilómetro hasta la iglesia católica de St. Aloysius, un edificio con escaso encanto ubicado junto al hospital de Woodstock Road. La misa es a las siete y media, de modo que cuando vuelven a su casa llegan para el desayuno con unos minutos de retraso. Éste se sirve a las ocho en punto; o con más exactitud a las siete y cincuenta y cinco, ya que a Edith le gusta tener los relojes cinco minutos adelantados. Phoebe Coles, la empleada doméstica diurna, acaba de llegar y se la oye hacer ruido con la vajilla. Phoebe, que usa toca de doncella y permanece en la casa todo el día, está con la familia desde hace dos años, y según todas las señales se quedará mucho más, lo que es una bendición, porque antes de su llegada los problemas con los criados parecían interminables.
Durante el desayuno, Tolkien hojea su periódico, de modo siempre superficial. Como su amigo C. S. Lewis, considera las «noticias» la mayor parte de las veces triviales y dignas de ser ignoradas, y ambos proclaman (para fastidio de muchos de sus amigos) que la única «verdad» sólo se encuentra en la literatura. Sin embargo, a los dos les gusta resolver los crucigramas.
Cuando termina el desayuno, Tolkien va a su estudio y enciende la estufa. No es un día cálido y la casa (como la mayoría de las de clase media en esa época) no tiene calefacción central, de modo que necesita un buen fuego para que el cuarto sea habitable. Tiene prisa, a las nueve llegará una alumna y desea ordenar sus notas para las clases de la mañana, de modo que limpia apresuradamente las cenizas; aún están calientes, la noche anterior se había quedado trabajando hasta las dos de la madrugada. Después de encender el fuego arroja una buena cantidad de carbón, cierra las puertas de la estufa y abre por completo el tiraje. Luego corre arriba a afeitarse. Los niños se marchan a la escuela.
No ha terminado de rasurarse cuando suena la campanilla de la puerta de entrada. Edith atiende, luego le pide que baje; él aparece con la mitad de la cara cubierta de espuma. Sólo es el cartero, para decir que de la chimenea del estudio brota una gran humareda. ¿No debería el señor Tolkien cerciorarse de que todo anda bien? Tolkien se precipita al estudio y ve que, como ocurre con gran frecuencia, el fuego amenaza con escapar de la estufa. Arroja un poco de agua, da las gracias luego al cartero, y cambia con él algunas frases acerca del cultivo de hortalizas en primavera. Luego empieza a abrir la correspondencia, recuerda que no ha terminado de afeitarse, y sólo consigue estar presentable justo en el momento en que llega su alumna.
Es una joven graduada que estudia inglés medio. A las nueve y diez ella y Tolkien están enfrascados en su tarea, estudiando el significado de una palabra dudosa del Ancrene Wine. Si alguien metiera la cabeza en el estudio no los vería, porque en la puerta se abre un túnel de libros formado por una doble hilera de bibliotecas, y sólo al salir de él el resto de la habitación se hace visible. Hay ventanas en dos de las paredes; la que mira al sur da a un jardín vecino, y la que mira al oeste, a la calle. El escritorio de Tolkien se encuentra junto a la primera de ellas, pero Tolkien no está allí; de pie, junto a la estufa, sacude su pipa en el aire mientras habla. La muchacha frunce un poco el entrecejo ante el complicado discurso de su profesor, y lo difícil que le resulta comprenderlo por la rapidez y, a veces, la falta de claridad con que se expresa. Pero apenas empieza a entender el sentido de su argumentación y el objetivo que persigue, comienza a tomar notas en el cuaderno entusiasmada. Cuando su «hora» de supervisión concluye, a las once menos veinte, siente que ha recibido una nueva imagen de la forma en que el autor medieval elegía las palabras. Se marcha en su bicicleta, pensando que si todos los filólogos de Oxford pudieran enseñar así, la Escuela de Inglés sería un lugar más animado.
Después de acompañarla a la puerta, Tolkien regresa a su estudio y recoge sus notas para la clase. No tiene tiempo de examinarlas por completo, y espera que todo lo que vaya a necesitar esté allí. Lleva también un ejemplar del texto que piensa comentar, el poema Exodus en inglés antiguo, sabiendo que si ocurre lo peor y las notas fallan, siempre podrá improvisar sobre él. Luego, con su cartera y su toga de master en el cesto de la bicicleta, se dirige a la ciudad.
A veces da clase en su propio college, Pembroke, pero esta mañana, como suele suceder, su destino son las Examination Schools, instaladas en un edificio opresivo de estilo victoriano tardío en High Street. A los profesores de asignaturas más populares se les otorga una aula grande, como la East School, donde hoy C. S. Lewis reunirá un gran auditorio en su curso sobre estudios medievales. Tolkien suele tener un vasto público para sus conferencias sobre Beowulf, destinadas a no graduados sin especialización; pero hoy habla sobre un texto de lectura obligatoria sólo para los escasos hombres y mujeres de la Escuela de Inglés que han optado por el curso de Filología, y por consiguiente se dirige a una pequeña aula oscura de la planta baja donde apenas ocho o diez estudiantes, conocedores de su puntualidad, le esperan ya con las togas puestas. Tolkien se pone su propia toga y comienza su clase exactamente cuando las profundas campanadas del reloj de Merton, a cuatrocientos metros de distancia, dan las once.
Habla con fluidez, por lo general leyendo sus notas, pero con acotaciones improvisadas en el momento. Analiza el texto línea por línea, destacando el significado de algunas palabras y expresiones, y los problemas que éstas suscitan. Los jóvenes oyentes lo conocen bien y son fieles a sus clases, no sólo porque les ofrece una interpretación luminosa de los textos, sino también porque él les gusta: les agradan los chistes que hace y su manera crepitante de hablar, y lo encuentran humano, mucho más que a algunos de sus colegas, quienes hablan con total desprecio por su auditorio.
No tenía motivos para preocuparse de que sus anotaciones fueran insuficientes. Las campanadas de las doce y el ruido de gente en el pasillo interrumpen la clase mucho antes de que haya concluido con el material preparado. En realidad, durante los últimos diez minutos se ha apartado por completo de sus notas, para referirse a un aspecto particular de la relación entre el gótico y el inglés antiguo, sugerido por una palabra del texto. Luego recoge sus papeles, habla brevemente con uno de sus discípulos y se marcha, cediendo el aula a otro profesor.
En el pasillo encuentra a C. S. Lewis, con quien mantiene una breve conversación. Hubiera deseado que fuera lunes, día en que puede beber una pinta de cerveza con Lewis y charlar con él más o menos una hora, pero hoy ninguno de los dos tiene tiempo, y Tolkien debe hacer algunas compras antes de regresar a su casa para comer. Deja a Lewis y va en bicicleta por High Street hasta el tumultuoso Covered Market; recoge en la tienda de Lindsey, el carnicero, unas salchichas que Edith había olvidado incluir en el pedido entregado la víspera, y pasa por la papelería de la esquina de Market Street para comprar plumas. Luego retorna a su casa en bicicleta por Banbury Road, y logra destinar quince minutos a escribir una carta que debe, hace mucho tiempo, a E. V. Gordon, acerca del proyecto de colaborar en una edición de Pearl. Comienza a redactar la carta en su gran máquina de escribir Hammond, cuyos caracteres están dispuestos en un disco giratorio: su modelo posee cursivas y las letras anglosajonas ȳ, ŏ, y æ. Antes de que pueda terminar, Edith hace sonar la campanilla llamando a la mesa.
Durante la comida, en la que toda la familia está presente, se habla acerca del disgusto que siente Michael por las lecciones de natación, y también se discute si un dedo del pie lastimado puede impedir que el niño se bañe. Después de comer, Tolkien sale al jardín a ver cómo crecen las habichuelas. Edith saca a Priscilla a jugar en el césped, y estudia con su marido la posibilidad de remover la tierra en lo que ha quedado del antiguo campo de tenis, para aumentar el espacio destinado a las hortalizas. Luego, dejando que Edith alimente los canarios y los loros del aviario situado al lado de la casa, monta otra vez en su bicicleta y pedalea hasta la ciudad, ahora para una reunión de la English Faculty.
Como la facultad carece de un local propio, aparte de una biblioteca repleta de libros en el ático de las Examination Schools, y Merton es el college con el que está más estrechamente asociada, la reunión tiene lugar en él. Tolkien es miembro de Pembroke, pero no está demasiado vinculado con su college, y se siente, como todos los profesores, fiel en primer lugar a su propia facultad. La reunión comienza a las dos y media. Además de los otros profesores —Wyld, que ocupa la cátedra de Lengua y Literatura Inglesas, y Nichol Smith, profesor de Literatura Inglesa— están presentes una docena de tutores, varios de ellos mujeres. A veces estas reuniones son ásperas, y en muchas Tolkien ha sido blanco de amargos ataques por parte del sector «literario» al proponer reformas del programa. Pero esos días han pasado ya, y gran cantidad de esas reformas han sido aceptadas y están en vigencia. La reunión de hoy se refiere a asuntos rutinarios como fechas de examen, detalles menores de los programas, y el asunto de los fondos para la biblioteca de la facultad. Todo lleva tiempo, y la reunión concluye casi a las cuatro, lo que da a Tolkien apenas unos minutos para pasar por la Bodleian Library y hacer una consulta en un libro que ha pedido el día anterior. Luego regresa a su casa para tomar el té con los niños a las cuatro y media.
Después del té puede pasar una hora y media ante su escritorio, terminando la carta a E. V. Gordon y esbozando las notas para la clase del día siguiente. Cuando todo marcha bien, puede preparar un curso entero antes del comienzo de las clases; pero con demasiada frecuencia la presión del tiempo lo obliga a dejar este trabajo para último momento. En esta oportunidad poco puede hacer, ya que Michael requiere su ayuda para completar unos ejercicios de prosa latina, y esto le ocupa veinte minutos. Muy pronto llegan las seis y media y Tolkien debe cambiarse de ropa para la cena. No sale a cenar fuera más de una o dos veces a la semana, pero ésta es una noche de invitados en Pembroke, su college, y ha prometido asistir para ver al invitado de un amigo. Anuda deprisa su corbata negra, y vuelve a montar en su bicicleta; esta noche Edith cenará más temprano.
Llega al college a tiempo para el jerez en el Senior Common Room. Su situación en Pembroke es algo anómala, a causa de las confusas y desconcertantes prácticas administrativas de Oxford. Casi podría decirse que los colleges son la universidad, porque la mayoría de los miembros del profesorado poseen becas en ellos, y su primera responsabilidad consiste en instruir a los estudiantes no graduados del college al cual pertenecen. Pero los profesores tienen una posición diferente. Están fuera de ese sistema, y enseñan según los requisitos de su facultad, sin tener en cuenta de qué college son sus discípulos. Sin embargo, para que el profesor no se vea privado de las ventajas sociales y otros recursos, se le sitúa en un college otorgándole una beca exofficio. Esto a veces crea cierta animadversión, ya que en toda otra circunstancia los colleges eligen a sus propios miembros, y los profesores, como Tolkien, son en cierta medida vistos con recelo. Tolkien cree que genera algún resentimiento en Pembroke y, en efecto, la atmósfera de la sala de profesores es grave y poco amistosa. Por fortuna se encuentra allí R. B. McCallum, un profesor adjunto varios años más joven que Tolkien, y que es su aliado. Aguarda tranquilo el momento de presentar a su invitado. La cena resulta ser agradable y «comestible», ya que los platos que se sirven son sencillos y no tienen rastros de esa aburrida cocina francesa que (según estima Tolkien con disgusto) ha empezado a invadir las mesas de varios colleges.
Después de la cena se excusa y se marcha temprano, dirigiéndose al Balliol College, donde se celebra, en las habitaciones de John Bryson, una reunión de los Coalbiters. El Kolbítar, para darle su nombre islandés (que designa a quienes, en invierno, se instalan tan cerca del fuego que «muerden el carbón» —bite the coal—), es un club informal de lectura fundado por Tolkien basándose en el modelo del Viking Club de Leeds, aunque sus miembros son todos tutores. Se reúnen por la noche, varias veces durante el curso, para leer sagas islandesas. Esta noche la concurrencia es numerosa: George Gordon, ahora presidente del Magdalen College; Nevill Coghill, del Exeter College; C. T. Onions, del Dictionary; Dawkins, profesor de griego moderno y bizantino; el mismo Bryson, y, como Tolkien advierte complacido, también C. S. Lewis, quien le reprocha ruidosamente su tardanza. Están leyendo la Grettís Saga, y comienza Tolkien, lo que es habitual, dado que en el club es el mejor conocedor de la lengua. Lo hace en el punto donde habían terminado en la sesión anterior, improvisando una fluida traducción del texto que tiene abierto sobre las rodillas. Después de traducir dos páginas, continúa Dawkins. También él conoce bien el idioma, aunque no tanto como Tolkien, y cuando continúan los demás lo hacen a ritmo mucho más lento; son sólo principiantes en esa lengua nórdica, y ninguno traduce más de media página. Pero éste es el único propósito de los Coal biters, ya que Tolkien ha fundado el club para persuadir a sus amigos de que vale la pena leer en lengua original la literatura islandesa; alienta por lo tanto sus pasos algo vacilantes, y aplaude sus esfuerzos.
Más o menos a la hora llegan a un lugar apto para dar por concluida la lectura, y se abre una botella de whisky mientras analizan la saga. Luego escuchan un poema burlón y muy divertido que ha escrito Tolkien acerca de otro miembro de la Facultad de Inglés. Pasadas las once, se despiden. Tolkien camina con Lewis hasta el final de Broad Street, y toman caminos distintos, Lewis por Holywell Street hacia el Magdalen (es soltero y durante los cursos suele dormir en el college) y Tolkien, en bicicleta, hacia su casa de Northmoor Road.
Cuando llega, Edith ya se ha acostado y la casa está a oscuras. Se dirige a su estudio, llena su pipa y enciende la estufa. Sabe que debería elaborar más sus anotaciones para la clase de la mañana siguiente, pero no puede resistir la tentación de sacar de un cajón el manuscrito inconcluso de un relato que está escribiendo para entretenerse y entretener a sus hijos. Sospecha que probablemente es una pérdida de tiempo, porque, si de escribir se trata, debería trabajar en El Silmarillion. Pero algo lo atrae noche tras noche a ese divertido relato, al menos divertido para los muchachos. Se sienta ante su escritorio, pone una nueva pluma en su lapicera (prefiere una lapicera corriente a una pluma fuente), abre el tintero, toma una hoja de examen (que tiene al dorso el viejo ensayo de algún candidato sobre la batalla de Maldon) y empieza a escribir: «Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si los tenía, porque todo era tan oscuro como cuando estaban cerrados. No había nadie cerca. ¡Imaginad el miedo que pasó!».
Lo dejaremos allí. Estará en su escritorio hasta la una y media o las dos, tal vez hasta más tarde, mientras sólo el rasguido de la pluma turba el silencio, y alrededor de él todo Northmoor Road duerme.
2 Observando Fotografías
Éstos eran, pues, algunos de los aspectos externos de su vida: las clases, la preparación de las clases, la rutina doméstica, la correspondencia, esporádicas reuniones con amigos; era incluso raro que una sola jornada incluyera a la vez una cena en el college y una sesión de los Coalbiters; éstos y otros acontecimientos desusados, como la reunión de la facultad, han sido incluidos en ese día imaginario simplemente para indicar la gama de sus actividades. Un día promedio sería más tedioso.
O quizá para el lector todos los acontecimientos descritos sean tediosos, imposibles de redimir por un destello de excitación: las actividades triviales de un hombre encerrado en un estrecho modo de vida, carente del menor interés para quien sea ajeno a él. Todo esto, podría decir ese lector, desde encender la estufa y acudir en bicicleta a las clases, hasta sentirse mal recibido en la sala de profesores de una universidad, nada dice acerca del hombre que escribió El Silmarillion, El hobbit y El Señor de los Anillos, en nada ayuda a explicar el carácter de su mente y la forma en que su imaginación respondía a su ambiente. Tolkien mismo habría estado de acuerdo con esto. Una de sus convicciones más firmes era que la investigación de la vida de un autor revela muy poco acerca de su trabajo creativo. Tal vez esté en lo cierto, pero antes de abandonar nuestra tarea por imposible, intentaremos ir algo más allá del punto de vista adoptado para su día imaginario, y observar los aspectos más evidentes de su personalidad, o por lo menos aventurar algunas suposiciones sobre ellos. Y si después de esto no tenemos una idea más precisa de por qué escribió esos libros, al menos conoceremos un poco mejor al hombre que los escribió.
Acaso convendría empezar con las fotografías. Hay muchas, porque los Tolkien tomaban y guardaban infinidad de instantáneas. Al principio no conducen a ninguna parte. Las fotos de Tolkien en su madurez no revelan casi nada. Frente a la cámara hay un inglés corriente de clase media, de estatura poco destacada y no muy robusto, bastante bien parecido, con un rostro alargado, y esto es casi todo lo que se puede decir. Desde luego, la agudeza de su mirada sugiere una mente alerta, pero nada más se advierte, excepto sus ropas, que son excepcionalmente ordinarias.
Su forma de vestir era, en parte, resultado de las circunstancias, como la necesidad de mantener a una gran familia con unos ingresos que no permitían extravagancias personales. Más tarde, cuando llegó a ser un hombre adinerado, se permitió los chalecos de color. Pero su forma de vestir en la madurez es también signo de que rechazaba el dandismo, sentimiento que compartía con C. S. Lewis. Ninguno de los dos podía soportar forma alguna de afectación en el vestir, pensaban que era poco masculino y por lo tanto objetable. Lewis llevaba esto hasta el extremo no sólo de adquirir ropa ordinaria, sino de vestir con absoluta indiferencia. Tolkien, más cuidadoso, al menos llevaba los pantalones planchados. Pero en lo fundamental, ambos hombres tenían la misma actitud acerca de su apariencia, actitud que compartían muchos de sus contemporáneos. Esta preferencia por la sencilla ropa masculina era en parte una reacción contra el dandismo excesivo y la homosexualidad implícita de los «estetas» que habían aparecido en Oxford en los tiempos de Wilde, y cuyos sucesores perduraban en las décadas de 1920 y principios de 1930, con ropas de tonos delicados y maneras de matices ambiguos. Tolkien y la mayoría de sus amigos no deseaban saber nada con ese modo de vida, y a esto se debe su preferencia casi obsesiva por las chaquetas de tweed, los pantalones de franela, las corbatas poco llamativas, los sólidos zapatos marrones hechos para las caminatas por el campo, los sombreros e impermeables de colores apagados, y el pelo corto. La forma de vestir de Tolkien reflejaba también algunos de sus valores positivos, su amor a todo lo que fuera moderado, sensato, discreto y británico. Pero aparte de esto, sus ropas no dejaban traslucir la compleja y delicada naturaleza íntima del hombre que las llevaba.
¿Qué más podemos descubrir en sus fotografías? En la mayoría hay una cosa tan evidente que casi pasa inadvertida: el invariable carácter vulgar del fondo. En una foto, está tomando el té en su jardín; en otra, de pie al sol, junto a un ángulo de su casa; en otra juega con una pala, con sus hijos, en la arena de algún lugar de la costa. Uno empieza a pensar que vivía en lugares totalmente convencionales, y que incluso sólo visitaba lugares así.
Y esto era verdad. Ocupaba una casa de North Oxford que era casi indistinguible, por fuera y por dentro, de otros cientos de casas de ese distrito, y aún menos vistosa que muchas del vecindario. Llevaba a su familia a pasar las vacaciones a lugares corrientes. Durante los años centrales de su vida, el período más rico en creatividad, no hizo ningún viaje fuera de Gran Bretaña. Esto también era en parte producto de las circunstancias, de los medios limitados, ya que no carecía de deseos de viajar: por ejemplo, le hubiera gustado seguir el ejemplo de E. V. Gordon y visitar Islandia. Años después, cuando tuvo más dinero y menos responsabilidades familiares, hizo algunos pocos viajes al exterior. Pero el viajar jamás ocupó un lugar en su mente, por el sencillo hecho de que su imaginación no necesitaba del estímulo de paisajes y culturas poco familiares. Más sorprendente es que se negara también el estímulo de los sitios familiares y amados cercanos a su casa. Es verdad que durante los años en que poseyó y condujo un coche (desde 1932 hasta el comienzo de la segunda guerra mundial) le gustaba explorar los pueblos de Oxfordshire, y en particular los que se encontraban al este del condado; pero no era un andariego por naturaleza, y sólo una o dos veces se unió a C. S. Lewis en los largos paseos a pie a través del campo, que desempeñaban un papel tan importante en la vida de su amigo. Conocía las montañas de Gales, pero era raro que las visitara; amaba el mar, pero sus únicas expediciones tomaban la forma de típicas vacaciones de familia británica en balnearios de lo más corrientes. Argumentar que esto se debía a sus obligaciones domésticas no nos da una respuesta completa. Poco a poco se llega a la convicción de que no le importaba dónde se encontraba.
En un sentido esto no es cierto, y en otro sí. En verdad no era indiferente al medio que lo rodeaba, puesto que la destrucción del paisaje por el hombre le inspiraba verdadera furia. Citamos la angustiada descripción que hiciera de su retorno al paisaje infantil del molino de Sarehole en 1933, mientras llevaba a su familia a visitar a sus parientes de Birmingham, expuesta en su diario:
«No mencionaré la congoja que sentí al pasar por Hall Green, ahora un suburbio inmenso e insignificante lleno de tranvías, donde realmente me perdí, ni por lo que queda de los senderos queridos de mi infancia, ni ante la puerta misma de nuestra antigua casa, ahora en el centro de un mar de ladrillo nuevo. Aún se conserva el viejo molino, así como la vivienda de Mrs. Hunt, que se levanta junto al sendero cuando éste empieza a subir; pero el punto, más allá del lago —ahora rodeado por una cerca—, donde el camino de las campanillas azules se unía con el del molino, es hoy un cruce peligroso lleno de coches y luces rojas. La casa del Ogro Blanco (a los niños les excitaba la idea de verla) se ha convertido en un puesto de gasolina; y la mayor parte de la Short Avenue, y los olmos que había desde ella hasta el cruce, han desaparecido. Cómo envidio a aquellos que no han visto los paisajes de su niñez sufrir tan violentos y horribles cambios».
También era sensible al daño que la construcción de aeródromos en tiempos de guerra y el «mejoramiento» de los caminos infligieran al campo de Oxfordshire. Posteriormente, cuando sus opiniones más firmes empezaron a convertirse en obsesiones, cada vez que veía una nueva carretera atravesando el campo, exclamaba:
«¡Allá va la última tierra arable inglesa!». En ese momento sostenía que no quedaba en el país un solo bosque o colina intactos, y que, de haberlos, prefería no visitarlos por temor a que no estuvieran cubiertos de desechos. Pero a pesar de todo, eligió vivir en un entorno creado por el hombre, primero en los suburbios de Oxford, y luego en los de Bournemouth, casi tan «insignificantes» como la jungla de ladrillo rojo en que se había convertido Sarehole. ¿Cómo pueden reconciliarse puntos de vista tan distintos?
De nuevo, parte de la respuesta está en las circunstancias. Los sitios donde vivía no habían sido verdaderamente elegidos por él: eran nuevos lugares donde, por una cantidad de razones, se encontraba. Tal vez, pero entonces, ¿por qué su alma no se rebelaba contra ellos? La réplica llega de inmediato: muchas veces lo hacía, ante sus amigos íntimos o en su diario. Pero la mayor parte del tiempo no era así, y la explicación parece radicar en su creencia de que vivimos en un mundo caído. Si el mundo no hubiese caído, si el hombre no fuera un pecador, él mismo habría pasado la infancia sin problemas junto a su madre, en un paraíso similar al Sarehole de su memoria. Pero su madre había sido arrancada de su lado por la maldad del mundo (Tolkien terminó por creer que había muerto por el descuido y la crueldad de su familia) y ahora hasta el paisaje mismo de Sarehole había sido destruido de manera brutal. En un mundo así, donde eran imposibles la perfección y la dicha verdadera, ¿importaba en realidad dónde vivir, o qué ropas usar, o qué comer (siempre que fuera comida sencilla)? Todo eran imperfecciones temporáneas, hechos apenas transitorios. En este sentido, su actitud ante la vida era profundamente cristiana y ascética.
Hay otra explicación para el modo en apariencia despreocupado con que enfocaba los aspectos externos de la vida. Cuando llegó a la edad mediana su imaginación no necesitaba ya de estímulos prácticos, o más bien, había recibido todo el estímulo requerido en los primeros años de su vida, esos años de paisajes y acontecimientos cambiantes; ahora podía nutrirse de recuerdos acumulados. Así explicaba él mismo este proceso, al describir la creación de El Señor de los Anillos:
«Historias semejantes no nacen de la observación de las hojas de los árboles ni de la botánica o la ciencia del suelo; crecen como semillas en la oscuridad, alimentándose del humus de la mente: todo lo que se ha visto o pensado o leído, y que fue olvidado hace tiempo… La materia de mi humus es, principal y evidentemente, materia lingüística».
La materia vegetal debe descomponerse durante mucho tiempo antes de que sirva para enriquecer el suelo, y Tolkien dice que las semillas de su imaginación se nutrían de experiencias tempranas, que el tiempo había descompuesto lo suficiente. Una nueva experiencia no era necesaria ni buscada.
Tal vez hayamos sabido algo de él contemplando viejas fotografías; valdría la pena, entonces, pasar de su aspecto y su entorno a la consideración de otras características externas, como su voz y su manera de hablar. Desde la adolescencia hasta el fin de su vida fue notoria la velocidad y la imprecisión de su discurso. En realidad, es fácil exagerar y convertirlo en la caricatura del profesor que murmura para sus adentros de manera inaudible. Pero no era así. Hablaba rápidamente y con escasa claridad; pero cuando el oyente se acostumbraba a esta característica, no era difícil comprender la mayor parte de lo que decía. O más bien, la dificultad no era física sino intelectual. Se movía tan de prisa de una idea a otra, y hablaba con tantas alusiones, suponiendo que el oyente poseía igual cantidad de conocimientos, que sólo quienes poseían nociones comparables evitaban quedarse atrás. Hablar con demasiada inteligencia no tiene por qué ser más defendible que hacerlo con excesiva rapidez, y con justicia se puede acusar a Tolkien de sobrestimar la capacidad intelectual de sus oyentes. O se podría decir, también, que no se preocupaba por hablar con claridad porque en definitiva conversaba consigo mismo, exponiendo sus ideas sin la menor voluntad de diálogo real. Así ocurría en los últimos años, cuando vivía privado de compañía intelectual; el resultado era que no estaba acostumbrado a la conversación y tendía a monologar. Pero, incluso entonces, era posible desafiarlo verbalmente, y él escuchaba y respondía con entusiasmo.
Nunca tuvo el signo del hombre verdaderamente egoísta, el hombre que no escucha a nadie más. Tolkien siempre escuchaba, siempre sentía profunda preocupación por las penas y las alegrías de los demás. En consecuencia, aunque era una persona tímida, hacía amigos con facilidad. Le agradaba entablar conversación con un refugiado centroeuropeo en un tren, con el camarero de su restaurante favorito, con el botones de un hotel. Ese tipo de compañía lo hacían completamente feliz. Cuenta de un viaje en tren en 1953, mientras regresaba de dar una conferencia sobre Sir Gawain en Glasgow: «Viajé desde Motherwell hasta Wolverhampton con una monja escocesa y una muchachita a quien salvé de quedarse de pie en el pasillo de un tren repleto; se les permitió pasar a “primera” sin pagar porque le dije al inspector que me agradaba la compañía de las dos mujeres. Mi recompensa consistió en ser informado, antes de que nos separáramos (mientras yo comía), de que la muchachita había declarado: “Me gusta, pero no entiendo una palabra de lo que dice”. Sólo pude balbucir que lo último era universal, pero lo primero no tan corriente».
Durante sus últimos años mantuvo amistad con los taxistas que contrataba, con el policía que cuidaba las calles vecinas a su bungalow de Bournemouth y con el criado del college y su esposa, quienes lo atendieron hasta el fin de sus días. No había un elemento de condescendencia en estas relaciones; simplemente sucedía que le agradaba sentirse acompañado, y ésas eran las personas que tenía más cerca. No carecía, por otra parte, de conciencia de clase, sino todo lo contrario. Pero era a causa de esta certidumbre de su posición en la vida, que no había en él nada de vanidad social o intelectual. Su imagen del mundo, según la cual cada hombre pertenecía o debía pertenecer a un «estado» específico, alto o bajo, significaba que en cierto modo era un conservador a la antigua. Pero en otro sentido, esto hacía que fuera muy cordial con su prójimo; porque suelen ser quienes están inseguros de su situación en el mundo, quienes sienten que deben ponerse a prueba y, si es necesario, derribar a otros para hacerlo, los verdaderamente crueles. Tolkien era, según la jerga moderna, «de derechas»: reverenciaba a su rey y a su país y no creía en el gobierno del pueblo; pero se oponía a la democracia sólo porque pensaba que el pueblo no obtendría ningún beneficio con ella. Escribió una vez: «No soy un “demócrata”, aunque sólo sea porque igualdad y “humildad” son principios espirituales corrompidos por la intención de mecanizarlos y formalizarlos, con el resultado de que no obtenemos pequeñez y humildad universales, sino universales grandeza y orgullo, hasta que algún Orco se apodere del anillo del poder y entonces recibiremos, como estamos recibiendo, esclavitud». En cuanto a las virtudes de la antigua sociedad feudal, una vez dijo acerca del respeto por los superiores: «Quitarse el sombrero ante el Squire[20], puede ser malo para el Squire, pero es muy bueno para uno mismo».
¿Qué más podemos observar? Tal vez el relato imaginario de un día típico nos dice algo particular cuando comienza con la visita a St. Aloysius: cualquier análisis de la vida de Tolkien debe considerar la importancia que para él tuvo la religión. Su compromiso con el cristianismo, y en especial con la Iglesia Católica, era total. Esto no significa que la práctica de su fe fuera siempre para él una fuente de consuelo: Tolkien se imponía un riguroso código de conducta, especialmente en cuanto a la decisión de confesarse antes de comulgar; y cuando (como solía ocurrir), no podía obligarse a la confesión, se prohibía también la comunión y entraba en un patético estado de angustia espiritual. Otro motivo de desasosiego fue, en sus últimos años, la introducción de la misa en lengua vernácula, porque le apenaba en lo más profundo que en la liturgia se usara el inglés en lugar del latín que conocía y amaba desde la infancia. Pero incluso durante la misa en inglés en la desnuda iglesia moderna de Headington, a la cual asistía durante su retiro, y aunque le irritasen el coro de niños y los llantos de los bebés, experimentaba al recibir la comunión una honda alegría espiritual, un estado de dicha al que no podía acceder de ninguna otra manera. Por lo tanto, la religión fue uno de los elementos más fuertes y profundos de su personalidad.
En cierto nivel, su devoción por el catolicismo se explica sólo como un asunto espiritual; en otro, estaba estrechamente vinculada al amor que sentía por su madre, quien había hecho de él un católico y había muerto (creía él) por sus creencias. En verdad, el amor por la memoria de aquella mujer puede verse como una motivación imperiosa en la vida y la obra de Tolkien. La muerte de su madre hizo de él un pesimista, o mejor, un ser capaz de violentos cambios emocionales. Al perderla, ya no hubo seguridad, y una abismal incertidumbre equilibró su natural optimismo. Tal vez a consecuencia de esto no era nunca moderado: el amor, el entusiasmo intelectual, el disgusto, la ira, la inseguridad personal, la culpa, la risa, cada emoción ocupaba íntegramente y con plena potencia su mente mientras la experimentaba, y en ese momento no admitía nada que pudiera modificarla. Era por lo tanto un hombre de contrastes extremos. Cuando se encontraba deprimido, sentía que no había esperanza, para él ni para el mundo; y como éste era con frecuencia el ánimo que le llevaba a registrar sus sentimientos sobre el papel, sus diarios tienden a mostrar sólo el aspecto más triste de su naturaleza. Pero cinco minutos después, en compañía de algún amigo, era capaz de olvidar su tristeza y mostrar el mejor de los humores.
Es poco probable que alguien tan guiado por sus emociones sea un cínico, y Tolkien nunca lo era: se preocupaba demasiado por todas las cosas como para mantener un distanciamiento intelectual. En realidad, no podía tener medias palabras ni dejar de comprometerse con cualquier tema que fuera de su interés. Esto conducía a veces a extrañas actitudes. Por ejemplo, su francofobia (casi inexplicable en sí) lo llevaba a enfurecerse no sólo contra lo que consideraba una perniciosa influencia de la cocina francesa en Inglaterra, sino incluso contra la conquista normanda, que le dolía tanto como si hubiese ocurrido durante su vida. Esta potencia de las emociones se reflejaba también en su apasionamiento por la perfección en cualquier clase de trabajo escrito, y en su incapacidad de tomar con filosofía un problema doméstico. También por esto se preocupaba demasiado.
Si hubiese sido un hombre orgulloso, sus violentas emociones tal vez lo habrían hecho insoportable. Pero era en verdad muy humilde. Esto no significa que no tuviera plena conciencia de su talento, muy por el contrario, poseía una idea precisa de sus posibilidades, y una firme creencia en su capacidad como erudito y como escritor. Sin embargo, no consideraba particularmente importante ese talento (con el resultado de que, en sus últimos años, su celebridad le asombraba), ni se enorgullecía de su propio carácter. Lejos de ello, se consideraba un hombre débil, lo cual constituía un motivo más de pesimismo. Pero su humildad tenía también otra consecuencia: una profunda sensación de comedia, que surgía de verse como otro desdichado miembro de la raza humana.
Podía reírse de cualquiera; pero sobre todo de él mismo, y su completa carencia del sentido de la respetabilidad hacía que se comportara muchas veces como un tumultuoso estudiante. En una fiesta de Año Nuevo, durante la década del treinta, era capaz de disfrazarse de oso polar con la piel de oveja islandesa que estaba delante del hogar y la cara pintada de blanco, o vestirse de guerrero anglosajón, con su correspondiente hacha, y asustar a un sorprendido vecino en la calle. Años más tarde, le encantaba incluir su dentadura postiza entre las monedas con que pagaba a algún tendero distraído. «Poseo —escribió cierta vez— un sentido del humor muy elemental, que hasta mis críticos más benignos encuentran fastidioso».
Era un hombre extraño y complejo, y este intento de estudiar su personalidad no nos ha enseñado mucho. Pero como hace decir C. S. Lewis a un personaje de una de sus novelas, «creo que no es posible estudiar a los hombres; sólo se puede llegar a conocerlos, lo cual es una cosa muy diferente».
3 «Había estado dentro del lenguaje»
Quien se interese por Tolkien como autor de El Señor de los Anillos tal vez se asuste ante un capítulo cuyo tema sea «Tolkien como profesor y erudito». En efecto, dicho así suena aburrido. Lo primero que debemos aclarar, entonces, es que no lo es. No había dos Tolkien, uno académico y otro escritor. Eran el mismo hombre, y las dos facetas coincidían de tal modo que no era posible distinguirlas entre sí, o mejor, no había dos facetas, sino distintas expresiones de la misma mente y la misma imaginación. Por esto, si deseamos comprender en alguna medida su obra como escritor, deberemos detenernos en su tarea académica.
Lo primero que convendría comprender es por qué le gustaban los lenguajes. Sabemos bastante de esto gracias a los relatos de su infancia. El hecho de que lo entusiasmaran los nombres en galés de los vagones de carbón, el «brillo superficial» del griego, las extrañas formas de las palabras góticas en un libro que llegó a sus manos por casualidad, o el finlandés del Kalevala, indican que poseía una sensibilidad inusitada al sonido y apariencia de las palabras. Éstas ocupaban para él el lugar que tiene la música en la vida de muchas personas. En verdad, la respuesta que las palabras despertaban en Tolkien era casi por entero emocional.
Pero ¿por qué se especializó en el inglés antiguo? Hubiese sido más natural que una persona que amaba tanto las palabras extrañas dedicara toda su atención a las lenguas extranjeras. La respuesta debe buscarse una vez más en su capacidad de entusiasmo. Conocemos ya su respuesta emocional ante el finés, el galés y el gótico, y deberíamos entender que algo igualmente entusiasta ocurrió cuando se percató de que una gran proporción de la prosa y la poesía anglosajonas y del comienzo de la Edad Media inglesa estaba escrita en el dialecto que hablaban los antepasados de su madre. En otras palabras, aunque remota, esa lengua guardaba con él una relación personal intensa y profunda.
Ya sabemos que se sentía muy unido a las West Midlands por lo asociadas que estaban a la memoria de su madre. La familia de ella provenía de Evesham, y él creía que esa aldea y las tierras circundantes de Worcestershire habían sido el hogar de los Suffield durante incontables generaciones. Además había pasado gran parte de su infancia en Sarehole, una población de West Midland. Por tanto, esa parte del campo británico ejercía una poderosa atracción emocional sobre Tolkien; su lenguaje también.
Escribió una vez a W. H. Auden: «Soy por la sangre un nativo de West Midland, y el primer inglés medio de West Midland me pareció un idioma conocido apenas puse los ojos en él». Un idioma conocido, algo que ya le parecía familiar. Se podría desdeñar esto, considerarlo una ridícula exageración, porque, ¿cómo podría «reconocer» un lenguaje abandonado setecientos cincuenta años antes? Sin embargo, esto era lo que realmente creía, que había heredado una leve memoria ancestral de la lengua hablada por lejanas generaciones de la familia Suffield. Apenas se le ocurrió esta idea, era inevitable que estudiara ese idioma en profundidad y lo convirtiera en el centro de su vida académica.
Esto no significa que estudiara sólo el primer inglés de West Midland. Conoció bien todos los dialectos del anglosajón y el inglés medio, y leyó gran cantidad de textos islandeses. Además, durante 1919 y 1920, mientras trabajaba en el Oxford Dictionary, se familiarizó con algunas otras lenguas germánicas antiguas. Cuando inició sus tareas en la Universidad de Leeds en 1920 poseía amplios conocimientos lingüísticos.
En Leeds, y luego en Oxford, demostró que era un buen profesor. El aula no era su mejor entorno, ya que su rápido discurso y su confusa articulación obligaban a los estudiantes a concentrarse para entender lo que decía. A veces, incluso era incapaz de explicarse en términos claros, pues hallaba difícil restringir su conocimiento para que sus discípulos comprendiesen todo lo que decía. Pero siempre conseguía que el tema pareciese algo vivo, demostrando de ese modo lo importante que era.
El ejemplo más famoso, recordado por todos sus alumnos, se refiere al inicio de su serie de conferencias sobre Beowulf. Llegaba al aula en silencio, miraba al auditorio, y empezaba de pronto a recitar con voz sonora las primeras líneas del poema en el anglosajón original, comenzando con un violento grito, «Hwd!» (la primera palabra de éste y otros poemas en inglés antiguo), que algunos estudiantes interpretaban como «Quiet!», es decir, «¡silencio!». No era una lectura, era una representación conmovedora, la personificación de un bardo anglosajón, e impresionó a generaciones de estudiantes porque les hizo comprender que Beowulf no era simplemente un texto que se debía leer para aprobar un examen, sino un poderoso poema dramático. Un antiguo discípulo de Tolkien, el escritor J. I. M. Stewart, lo expresaba así: «Podía convertir un aula en una posada donde se bebía hidromiel, y donde él era el bardo y nosotros los huéspedes atentos». También asistió a sus clases W. H. Auden, quien le escribió muchos años más tarde: «Nunca le he dicho, creo, qué experiencia inolvidable fue, en mis días de estudiante, escucharle cuando recitaba Beowulf. La voz era la de Gandalf».
Una razón de la eficiencia de Tolkien como maestro residía en que no se limitaba a ser un filólogo, sino que era además un escritor y un poeta, un hombre que no sólo estudiaba las palabras, sino que las usaba para finalidades poéticas. Como le ocurría desde niño, hallaba poesía en el sonido mismo de las palabras, pero además tenía la comprensión de un poeta en lo referente a la manera de usar el lenguaje. En la necrológica de Tolkien publicada en The Times (sin duda escrita por C. S. Lewis mucho antes de la muerte de su amigo), se hablaba de su «penetración única e inmediata en el lenguaje de la poesía y la poesía del lenguaje». En términos prácticos, esto significaba que podía enseñar a sus alumnos no sólo qué expresaban las palabras sino por qué el autor había elegido una forma determinada y cómo se acomodaba ésta al esquema general de su obra. De este modo, alentaba a los estudiantes de textos antiguos a tratarlos como literatura merecedora de apreciación y crítica serias, y no como meros ejemplos de una lengua en desarrollo.
Incluso cuando se refería sólo a asuntos técnicos de lenguaje, Tolkien era un maestro apasionado. En la necrológica, Lewis sugiere que esto se debía en parte a su prolongada preocupación por los lenguajes privados, al hecho de que Tolkien no era sólo un estudioso sino un creador lingüístico: «Por extraño que pueda parecer, ésta era sin duda la fuente de esa riqueza y esa concreción sin paralelos que lo distinguieron más tarde de todos los demás filólogos. Había estado dentro del lenguaje».
«Que lo distinguieron más tarde de todos los demás filólogos» puede parecer una afirmación excesiva, pero es absolutamente cierta. La filología comparada se desarrolló en Alemania en el siglo XIX, y aunque sus maestros demostraron una concienzuda precisión, sus escritos son incomparables por lo tediosos. El propio maestro de Tolkien, Joseph Wright, había estudiado en Alemania; y aunque la contribución que hicieran sus libros a la ciencia de la lengua sea inestimable, en casi nada reflejan su vigorosa personalidad. Aunque estimaba a su antiguo mentor, Tolkien tal vez pensara en él cuando se refería al «filólogo con gafas, inglés pero formado en Alemania, donde había perdido su espíritu literario».
A Tolkien jamás le ocurrió tal cosa. Sus escritos filológicos reflejan siempre la riqueza de su mente. Sabía dar, incluso a los puntos más intrincados de un tema, gracia de expresión y conocimiento amplio de su significado: En ninguna parte se demuestra mejor esto que en su artículo (publicado en 1929) sobre el Ancrene Wisse, una obra medieval para la instrucción de un grupo de ermitaños, probablemente originaria de West Midland. En ese texto, notable y sutil, Tolkien demuestra que dos importantes manuscritos del texto (se hallan uno en Cambridge, y otro en la Bodleian Library de Oxford) no estaban escritos en un mero dialecto imperfecto, sino en un lenguaje literario con una tradición ininterrumpida que se remonta hasta antes de la conquista. Expresa esta conclusión en términos vívidos, y se debe apreciar que, en realidad, no hace sino hablar de su querido dialecto de West Midland en su totalidad:
«No es un lenguaje relegado de antiguo a las “alturas”, que lucha una vez más por la expresión emulando apologéticamente a los mejores, o movido por la compasión hacia los inferiores, sino uno que nunca ha caído en la inferioridad, y que ha logrado, en tiempos difíciles, mantener el aire de un gentilhombre, aunque sea un gentilhombre rural. Posee tradiciones, y cierta familiaridad con los libros y la pluma, y está además en estrecho contacto con un buen idioma vivo: un suelo en alguna parte de Inglaterra».
Este tipo de argumentación, de vigorosa imaginería, caracterizaba todos sus artículos y sus clases, por abstruso o poco prometedor que pudiera parecer el tema. En este sentido, casi ha fundado una nueva escuela de filología; nadie antes que él ha aportado tanta humanidad, y hasta se podría decir emoción, a su materia. Este enfoque ha ejercido influencia en muchos de sus mejores discípulos, quienes se han convertido a su vez en distinguidos filólogos.
También deberíamos citar la inmensa seriedad con que encaraba su trabajo. Afirmaciones amplias y vigorosas como la mencionada caracterizaban su obra; pero no eran meras aserciones, sino el producto de incontables horas de investigación, hasta en los más mínimos detalles del tema. Tolkien se destacaba extraordinariamente en esto, incluso para el elevado estándar de escrupulosidad de la filología comparada. En este sentido, es necesario remarcar su pasión por la exactitud, doblemente valiosa ya que se asociaba a su olfato para detectar tramas y relaciones. «Detectar» es una buena palabra; no cuesta demasiado imaginarlo como un Sherlock Holmes de la lingüística que refiere una serie de hechos en apariencia desvinculados y deduce de ellos la verdad acerca de un asunto importante. También demostraba su habilidad para «detectar» en un nivel más sencillo cuando, al estudiar con un discípulo una palabra o frase, mencionaba una amplia gama de formas y expresiones comparables de otras lenguas. Del mismo modo, le encantaba sacar a la luz, en una conversación casual, inesperadas revelaciones sobre los nombres, como su observación de que el apellido Waugh era, históricamente, el singular de Wales (Gales).
Pero quizá todo esto hace pensar en un erudito encerrado en su torre de marfil. ¿Qué hacía Tolkien? ¿Qué significa, en términos concretos, ser profesor de anglosajón en Oxford? La respuesta más simple es que significaba mucho trabajo duro. Los estatutos exigían que Tolkien dictara un mínimo de treinta y seis clases por año; pero él consideraba que eran insuficientes para desarrollar el tema, y el segundo año después de ser designado profesor dio ciento treinta y seis clases. Esto se debía en parte a que no eran muchas las personas que pudieran enseñar anglosajón e inglés medio. Más tarde logró que se nombrara a otro filólogo, un excelente aunque atemorizador maestro llamado Charles Wrenn, para colaborar con él, y pudo así cumplir un programa menos sobrecargado. A pesar de ello, durante toda la década de 1930 dictó al menos el doble de las clases establecidas, sin duda más que la mayoría de sus colegas.
Las clases, y su preparación, ocupaban gran cantidad de su tiempo. En realidad, esta pesada tarea docente era, a veces, más de lo que podía hacer con eficacia y, en ocasiones, abandonaba algún curso por falta de tiempo para prepararlo. Oxford aprovechaba con júbilo este pecado para acusarlo de que no preparaba sus conferencias como era debido, cuando en verdad las preparaba con demasiada severidad. El profundo compromiso que sentía hacia su materia le impedía tratarla si no era de modo exhaustivo, con el resultado de que muchas veces se extraviaba en la consideración de detalles subsidiarios, y jamás lograba concluir el tratamiento del tema principal.
Su trabajo exigía también que supervisara a los estudiantes graduados y que tomara exámenes en la universidad. Además, cumplía tareas free lance como examinador externo de otras universidades, porque con cuatro hijos que criar tenía necesidad de aumentar sus ingresos. En las décadas de 1920 y 1930 hizo frecuentes visitas como examinador a muchas universidades británicas, y pasó incontables horas corrigiendo trabajos. Después de la segunda guerra mundial restringió estas actividades y sólo tomó exámenes regularmente en la Universidad Católica de Irlanda, recorriendo el Eire y ganando muchos amigos. Esto le agradó mucho. Menos atractiva, y en realidad nada placentera, era la corrección de los exámenes de las escuelas secundarias británicas (el School Certificate), que emprendía anualmente en el período anterior a la guerra para ganar más dinero. Habría hecho mejor empleo de su tiempo dedicándose a la investigación o la literatura, pero su preocupación por la comodidad familiar le obligaba a pasar muchas horas entregado a esta desagradable tarea durante los veranos.
También la administración reclamaba buena cantidad de atención. Conviene recordar que un profesor de Oxford, por el sólo hecho de serlo, no ostenta necesariamente una posición de poder en su facultad, como los profesores de muchas otras universidades. No tiene autoridad sobre los tutores —que con toda probabilidad son la mayoría del elenco de la facultad— puesto que son designados por sus respectivos colleges y no responden ante el profesor. De modo que si éste desea iniciar un cambio importante del plan, debe adoptar tácticas persuasivas y no autoritarias. A su regreso a Oxford en 1925, Tolkien deseaba hacer un cambio importante, reformando los programas de la Final Honour School of English Language and Literature.
A partir de la primera guerra mundial se había ensanchado el antiguo abismo entre Lengua y Literatura, y cada facción de la English School —eran verdaderas facciones, con animosidades personales tanto como académicas— se entretenía en interferir en el programa de la otra. El sector Lang [Lengua] procuraba que los estudiantes de Lit [Literatura] pasaran buena parte de su tiempo estudiando las ramas más oscuras de la filología inglesa, mientras que el bando Lit insistía en que los estudiantes de Lang se apartaran durante muchas horas de su especialidad (anglosajón e inglés medio) para estudiar las obras de Milton y Shakespeare. Tolkien creía que esto podía remediarse. Para él era aún más lamentable que los diversos cursos de lingüística insistieran en el estudio de la filología teórica, sin exigir que los estudiantes leyeran la literatura antigua y medieval en profundidad. Su propio amor a la filología se había fundado siempre en el conocimiento de la literatura, y estaba decidido a que esa situación se modificara. Propuso también que se diera más importancia en el programa al islandés; este deseo era una de las razones de la formación del grupo de los Coalbiters.
Sus propuestas imponían el consentimiento de toda la facultad, y al principio encontraron seria oposición. Incluso C. S. Lewis, cuando no era todavía su amigo personal, se contó entre quienes votaron contra él. Pero a medida que pasaba el tiempo, Lewis y muchos otros se pusieron de parte de Tolkien y le dieron su apoyo activo. En 1931 había logrado («más allá de mis más alocadas esperanzas», escribió en su diario) que la mayoría de sus propuestas fueran aprobadas. El programa revisado fue puesto en marcha, y por primera vez en la historia de la Escuela de Inglés de Oxford se obtuvo algo parecido a una aproximación real entre Lang y Lit.
Además de ser responsables de la enseñanza y la administración, se espera que los profesores de Oxford —como de otras universidades— dediquen buena parte de su tiempo a investigaciones originales. Al respecto, los contemporáneos de Tolkien tenían grandes esperanzas puestas en él, debido a que su glosario del libro de Sisam, su edición, en colaboración con E. V. Gordon, de Sir Gawain and the Green Knight, y su artículo sobre el Ancrene Wisse, revelaban un incomparable dominio del primer inglés medio de West Midland; y se esperaba que en este campo produjera nuevas e importantes contribuciones. Tolkien tenía la intención de hacerlo: prometió a la Early English Text Society una edición del manuscrito de Cambridge del Ancrene Wisse, e hizo profundas investigaciones en esta rama del primer inglés medieval, el lenguaje con el «aire de un gentilhombre, aunque sea un gentilhombre rural», y que tanto amaba. Pero la edición no se completó hasta mucho después, y la mayor parte de sus investigaciones jamás llegó a la imprenta.
Una de las causas era la falta de tiempo. Había resuelto dedicar la mayor parte de sus horas de trabajo en Oxford a la enseñanza, y esto en sí limitaba su disponibilidad para la investigación. La corrección de exámenes para ganar dinero necesario devoraba aún más su tiempo. Y además, contaba su perfeccionismo.
Tolkien era un apasionado de la perfección en los trabajos escritos, no importaba del tipo que fueran, desde la filología hasta las narraciones. Esto se debía a su compromiso emocional con su propia tarea, lo cual no le permitía afrontarla si no era con profunda seriedad. Se negaba a que algo fuera a la imprenta si no había sido revisado, reconsiderado y pulido. Era en este sentido lo opuesto a C. S. Lewis, quien enviaba sus manuscritos casi sin mirarlos por segunda vez. Lewis, consciente de esta diferencia, escribió acerca de Tolkien: «Su nivel de autocrítica era alto; el mero hecho de que se le sugiriera publicar un escrito determinaba su automática revisión, en el curso de la cual se le ocurrían tantas ideas nuevas, que allí donde sus amigos esperaban el texto definitivo de un antiguo trabajo, recibían en realidad el primer borrador de otro distinto».
Ésta es la razón principal de que Tolkien sólo permitiera el acceso a las páginas impresas de una pequeña proporción de sus trabajos. Pero lo que publicó durante la década de 1930 fue un aporte científico esencial. Su texto sobre los dialectos del Reeve’s Tale de Chaucer es lectura obligada para cualquiera que desee comprender las variaciones regionales del inglés del siglo XIV. (Fue leída en la Sociedad Filológica en 1931 pero sólo publicada en 1934, con una típica disculpa de Tolkien por la falta de lo que él consideraba la cantidad necesaria de revisión y de mejoras). Y su conferencia sobre Beowulf los monstruos y los críticos, pronunciada ante la Academia Británica el 25 de noviembre de 1936 y publicada el año siguiente, es un hito en la historia de la crítica de este gran poema anglosajón.
Beowulf, sostenía Tolkien en esa conferencia, es un poema, y no (como a menudo han sugerido otros comentadores) una mezcla confusa de tradiciones literarias, ni un texto para exámenes académicos. Describía, con su característico modo imaginativo, la forma en que críticos anteriores habían tratado la labor poética del Beowulf: «Un hombre hereda un campo donde hay una acumulación de viejas piedras, parte de una construcción más antigua. Algunas de esas piedras habían sido ya utilizadas para construir la vivienda que habitaba, cerca de la vieja casa de sus padres. Con el resto edificó una torre. Pero al llegar sus amigos, advirtieron (sin molestarse en subir por los escalones) que esas piedras habían pertenecido a un edificio más antiguo. Entonces derribaron la torre, con bastante trabajo, buscando bajorrelieves o inscripciones ocultas, o para descubrir dónde habían hallado las piedras los remotos antepasados del hombre. Algunos sospechaban que había allí un depósito subterráneo de carbón, y empezaron a cavar, olvidándose incluso de las piedras. Todos habían dicho: “Esta torre es interesantísima”. Pero también dijeron (después de derribarla): “¡En qué estado desastroso se encuentra!”. E incluso se oyó murmurar a los descendientes del hombre, aunque se hubiese esperado que comprendieran lo que él se proponía: “Es una persona muy extraña. ¿Por qué ha usado las piedras para construir esa torre absurda? ¿Por qué no restauró la vieja casa? No tiene sentido de la proporción”. Y, sin embargo, desde la cima de esa torre el hombre había podido mirar el mar».
En su conferencia, Tolkien abogaba por la reconstrucción de esa torre. Declaró que aunque Beowulf trata de monstruos y dragones, no por eso es desdeñable como poesía heroica. «Un dragón no es una fantasía ociosa —dijo a su auditorio—. Incluso hoy, a pesar de los críticos, se pueden encontrar hombres que no ignoran la historia ni las leyendas trágicas, que han oído hablar de héroes y en verdad los han visto, y que han sentido también la fascinación del gusano».
Tolkien no hablaba como un filólogo, ni siquiera como un crítico literario, sino como un narrador. Así como Lewis decía de su filología: «Ha estado dentro del lenguaje», podríamos observar que cuando habla del dragón de Beowulf, habla como autor de El Silmarillion y (precisamente en esa época) de El hobbit. Había estado en la cueva del dragón.
A partir de la publicación de esa conferencia, muchos lectores de Beowulf han disentido del punto de vista de Tolkien acerca de la estructura del poema. Pero incluso uno de los críticos más severos de su análisis, su antiguo tutor Kenneth Sisam, admitía que ese texto poseía «una fineza de percepción y una elegancia expresiva» que lo distinguían de muchas otras obras en este campo.
La conferencia sobre Beowulf y la monografía sobre el Reeve’s Tale fueron los únicos textos importantes sobre temas filológicos que Tolkien publicó en la década de 1930. Planeaba hacer mucho más: aparte de su versión del Ancrene Wisse, se proponía editar el poema anglosajón Exodus, tarea esta última que casi había completado, pero que nunca llegó a terminar a su entera satisfacción. Proyectaba también nuevas ediciones conjuntas con E. V. Gordon, en particular la de Pearl (obra que acompañaba de un modo natural al Gawain) y de las elegías, en la misma lengua, The Wanderer y The Seafarer. Pero Gordon y Tolkien estaban ahora geográficamente apartados. En 1931 Gordon, quien había sucedido a Tolkien como profesor en Leeds, se marchó de allí para ocupar una cátedra en la Universidad de Manchester; y aunque los dos hombres se encontraban y escribían con frecuencia, la colaboración se tornaba más complicada que cuando vivían en el mismo lugar. Gordon trabajó activamente en los tres proyectos, consultando a Tolkien más que colaborando con él, pero ninguno había llegado a la imprenta en 1938.
El verano de ese año, Gordon se internó en el hospital para una operación de cálculos en la vesícula biliar. La operación pareció tener éxito, pero su estado empeoró bruscamente y murió de un trastorno hepático inesperado a los cuarenta y dos años de edad.
La muerte de Gordon privó a Tolkien no sólo de un íntimo amigo sino también de un colaborador ideal; era claro ya en ese momento que necesitaba un colaborador, aunque sólo fuera para conseguir que entregara algún material a la imprenta[21]. Pero conoció a otra filóloga que llegó a ser una asociada eficaz para estas tareas. Se trataba de Simonne d’Ardenne, una graduada belga que había estudiado inglés medio con el propio Tolkien, y que se había graduado en Oxford poco después de 1930. Tolkien había contribuido para que le fuera publicada su edición de The Life and Passion of St. Juliene, una obra religiosa medieval escrita en el dialecto del Ancrene Wisse. Paradójicamente, el Juliene de Simonne d’Ardenne contiene más opiniones de Tolkien sobre el primer inglés medio que ninguna obra publicada con su propia firma. Mlle. d’Ardenne fue luego profesora en Lieja; ella y Tolkien planearon colaborar en una edición de Katerine, otro texto en inglés medio del mismo grupo. Pero la guerra estalló, impidiendo que ambos se comunicaran durante muchos años; después de 1945 sólo concluyeron un par de artículos breves sobre temas relacionados con el manuscrito del texto mencionado. En 1951, Tolkien asistió a un congreso de filología en Bélgica, y si bien aprovechó la ocasión para trabajar con Mlle. d’Ardenne, ella advirtió con tristeza que colaborar con él ya resultaba imposible, puesto que su mente sólo se concentraba en sus relatos.
Pero aunque lamentemos lo poco que dio a la imprenta del fruto de sus investigaciones, no debemos olvidar la influencia que ejercieron sus teorías y razonamientos (con el debido reconocimiento y sin él) en todos los lugares donde se estudia la filología inglesa.
Y no se deben olvidar tampoco las traducciones que él hizo de Pearl, de Sir Gawain and the Green Knight, y de Sir Orfeo. La traducción de Pearl fue iniciada en Leeds en la década de 1920, y el mayor interés de Tolkien lo constituía el desafío que encerraba la compleja estructura métrica y verbal del poema. La terminó en 1926, pero no hizo nada para publicarla hasta que Basil Blackwell le ofreció editarla casi veinte años más tarde, a cambio de acreditar una suma en la atrasada cuenta de Tolkien en la librería de Blackwell, en Oxford. La traducción fue compuesta en tipografía, pero Blackwell esperó en vano que Tolkien escribiera la introducción del volumen, y por fin el proyecto fue abandonado. La traducción del Gawain, probablemente iniciada entre las décadas de 1930 y 1940, quedó concluida a tiempo para ser emitida, en forma dramatizada, por la BBC, en 1953. El mismo Tolkien grabó una breve introducción y un comentario final, más extenso. Después del éxito de El Señor de los Anillos, sus editores, Allen & Unwin, decidieron editar en un solo volumen las traducciones de Gawain y de Pearl. Para este fin, Tolkien revisó con detenimiento ambas traducciones, pero se requería una introducción, y él no supo cómo escribirla, inseguro de lo que se le debía explicar al lector no erudito a quien se destinaba la edición. El proyecto se postergó una vez más. Sólo después de su muerte se publicaron esas dos traducciones, junto con una versión en inglés moderno de un tercer poema del mismo período, Sir Orfeo, que Tolkien había traducido durante la guerra para un curso destinado a cadetes, en Oxford. Christopher Tolkien organizó la introducción al volumen reuniendo el material que pudo encontrar entre los papeles de su padre.
Estas traducciones fueron el último trabajo filológico publicado de Tolkien; aunque no poseen notas ni comentarios, son el resultado de sesenta años de minucioso estudio de los poemas, y muchas veces proporcionan interpretaciones acertadas y luminosas de pasajes difíciles y ambiguos del texto original. Lo que es más importante, acercan estos poemas a un público que no hubiera podido leerlos en inglés medio. Por este motivo, constituyen el adecuado final de la labor de un hombre para quien la primera función del lingüista era interpretar la literatura, y la primera función de la literatura es deleitarse en ella.
4 Jack
Cuando Tolkien regresó a Oxford en 1925, algo faltaba en su vida. Había desaparecido con la T. C., B. S. en la batalla del Somme, y desde entonces no había gozado de la amistad con el mismo grado de compromiso emocional e intelectual. Mantuvo alguna relación con el otro sobreviviente de la T. C., B. S., Christopher Wiseman; pero ahora éste se encontraba muy recargado de tareas como director de una escuela pública metodista[22], y cada vez que se veían, no encontraban muchas cosas en común.
El 11 de mayo de 1926 Tolkien asistió a una reunión de la Facultad de Inglés en el Merton College. Entre los rostros familiares había un recién llegado, un hombre robusto de veintisiete años y vestido con desaliño, al que acababan de nombrar Fellow y Tutor de Lengua y Literatura Inglesas en el Magdalen College. Era Clive Staples Lewis, a quien sus amigos llamaban «Jack».
Al principio los dos hombres giraron con desconfianza uno en torno del otro. Tolkien sabía que Lewis, aunque medievalista, pertenecía al campo de la literatura y era, en consecuencia, un posible adversario; Lewis, por su parte, anotó en su diario que Tolkien era «un tipo suave, pálido, locuaz», y agregó: «No parece peligroso; a lo sumo necesitará uno o dos golpes». Pero pronto Lewis empezó a sentir sincero afecto por ese hombre de rostro alargado y mirada vivaz a quien le gustaban la buena conversación, la risa y la cerveza; y Tolkien fue subyugado por la mente rápida de Lewis y por su espíritu, tan generoso y amplio como sus deformados pantalones de franela. En mayo de 1927 Tolkien había enrolado ya a Lewis en su asociación de los Coal biters, para que participara en las lecturas de sagas islandesas; había dado comienzo una larga y compleja amistad.
Cualquiera que desee saber algo sobre las mutuas contribuciones de Tolkien y Lewis debería leer el ensayo de este último sobre la amistad en su libro The Four Loves. Allí se cuenta que dos compañeros de trabajo se convierten en amigos cuando descubren un punto de vista compartido, que esa amistad no es celosa sino que busca la compañía de otros, que estas amistades se dan casi necesariamente entre hombres, y que el mayor placer para un grupo de amigos es llegar a una hostería después de una fatigosa caminata. «Son éstas las horas doradas —escribe Lewis— en que tenemos las pantuflas puestas, los pies extendidos hacia el fuego y la copa junto al brazo; en que el mundo entero, y algo que está más allá del mundo, se abre a nuestras mentes mientras hablamos; y ninguno tiene exigencias o responsabilidades respecto de ningún otro, sino que todos somos libres e iguales como si nos hubiéramos encontrado una hora antes, al mismo tiempo que el afecto madurado por los años nos rodea. La vida, la vida natural, no puede dar otro don más valioso.»[23]
De eso se trataba: años de compañerismo, caminatas, reuniones los jueves por la noche en las habitaciones de Lewis. Era en parte el espíritu de la época; se puede encontrar un sentido parecido de la compañía masculina en los escritos de Chesterton; y era un sentimiento compartido, aunque con menos lucidez, por muchos hombres en aquel tiempo. Tiene precedentes en las civilizaciones antiguas y, más cerca en el tiempo, era en parte producto de la primera guerra mundial, donde el que tantos amigos hubieran muerto hacía que los sobrevivientes tuviesen necesidad de estar juntos. Las amistades de este tipo eran notables, y al mismo tiempo naturales e imposibles de evitar. No eran homosexuales (Lewis considera ridícula la sugestión) pero excluían a las mujeres. Es un gran misterio en la vida de Tolkien, y no comprenderemos gran cosa si intentamos analizarlo. Al mismo tiempo, si alguna vez hemos gozado de una amistad de ese tipo, sabremos con exactitud de qué se trata. Y si ni siquiera así lo logramos, algo de esto se expresa en El Señor de los Anillos.
¿Cómo empezó? Quizá porque ambos coincidían en su interés por lo nórdico. A Lewis le cautivaba la mitología nórdica ya desde adolescente, y cuando encontró a Tolkien, un ser afín que se regocijaba con los misterios de las Edda y las complejidades de la leyenda de Volsung, fue obvio que tendría muchas cosas que compartir con él. Empezaron a encontrarse regularmente en las habitaciones de Lewis en el Magdalen, y a conversar a veces hasta la madrugada sobre la política de la Escuela de Inglés, o sobre los dioses y los gigantes de Asgard. También comentaban poesías entre ellos. Lewis leyó el manuscrito del largo poema de Tolkien La gesta de Beren y Lúthien, después de lo cual le escribió: «Puedo decir con honestidad que no pasaba una noche tan deliciosa desde hacía mucho tiempo, y que el interés personal por leer la obra de un amigo no tiene la menor relación con esto: habría sentido lo mismo si se hubiera tratado de una obra de autor desconocido recogida al azar en una librería». Envió a Tolkien una opinión detallada del trabajo disfrazada de burlona reseña erudita y con citas de críticos ficticios («Pumpernickel», «Peabody» y «Schick»), quienes daban a entender que las líneas menos acertadas del poema se debían a errores de copia, puesto que era imposible que pertenecieran al autor original. A Tolkien le divirtió la carta, pero no aceptó ninguna de las enmiendas sugeridas por Lewis, aunque reescribió casi todos los pasajes criticados, hasta el punto que la versión revisada de La gesta de Beren y Lúthien era casi otro poema. Lewis descubrió pronto en esto una característica de su amigo. «Tiene sólo dos reacciones ante la crítica —escribió—. O no se entera, o rehace toda la obra desde el principio».
En esta época —fines de 1929— Lewis apoyaba los planes de Tolkien para introducir reformas en la Escuela de Inglés. Los dos hombres discutían e intrigaban. Lewis escribió a Tolkien, en tono de conspiración: «Permíteme recordarte que hay orcos escondidos detrás de cada árbol». Juntos realizaron una hábil campaña, y fue en parte merced al apoyo de Lewis ante el Faculty Board que Tolkien consiguió que en 1931 se aceptara su programa reformado.
En Surprised by Joy, Lewis escribió que su amistad con Tolkien había «señalado el derrumbe de dos viejos prejuicios. Cuando llegué al mundo se me advirtió (implícitamente) que nunca debía confiar en un papista; cuando llegué a la English Faculty se me advirtió (explícitamente) que no debía confiar nunca en un filólogo. Tolkien era las dos cosas». Apenas fue superado el segundo prejuicio, ambos entraron en la región del primero.
Lewis, hijo de un hombre de leyes de Belfast, había sido educado como un protestante del Ulster. De adolescente había profesado el agnosticismo, descubriendo luego que encontraba mayor afinidad en la mitología pagana que en el cristianismo. Más tarde abandonó un poco esos puntos de vista. A mediados de la década de 1920, después de obtener un certificado de Primera Clase en la Escuela de Inglés (luego obtendría un doble Primera Clase en Clásicas), mientras se ganaba a duras penas la vida como tutor, llegó a lo que él llamaba su «Nueva Visión»: la creencia de que el mito cristiano contiene tanta verdad como puede comprender la mayoría de los hombres. En 1926 había ido más lejos, arribando a la conclusión de que su búsqueda de la fuente de lo que llamaba Alegría era, en realidad, la búsqueda de Dios. Pronto le resultó evidente que debía aceptar o rechazar a Dios. Entonces conoció a Tolkien.
En él halló un ser dotado de ingenio y energía intelectual que era, sin embargo, un devoto cristiano. Durante los primeros años de su amistad era común ver a Tolkien sentado en uno de los austeros sillones del gran salón de los Magdalen New Buildings mientras Lewis, con la pipa apretada entre los labios y las cejas alzadas detrás de una nube de humo, hablaba o escuchaba sin dejar de caminar de un lado a otro, para de pronto detenerse y exclamar: «¡Distinguo, Tollers! Distinguo!», como respuesta a una afirmación excesivamente osada de su amigo. Lewis discutía, pero cada vez estaba más cerca de admitir que Tolkien se hallaba en lo cierto. Hacia el verano de 1929 profesaba ya el teísmo, una simple fe en Dios. Todavía no era un cristiano.
Por regla general, sus discusiones con Tolkien tenían lugar las mañanas de los lunes, cuando podían reunirse por una o dos horas a beber cerveza en el Eastgate, un pub cercano. El sábado 19 de septiembre de 1931 se encontraron, sin embargo, de noche. Lewis había invitado a Tolkien a cenar en el Magdalen, con otra persona, Hugo Dyson, a quien Tolkien había conocido en el Exeter College en 1919. Dyson enseñaba ahora literatura inglesa en la universidad de Reading, y visitaba Oxford a menudo. Era cristiano, y hombre de ingenio felino. Después de la cena, Lewis, Tolkien y Dyson salieron a caminar. Era una noche muy ventosa, pero echaron a andar por Addison’s Walk discutiendo sobre el propósito de los mitos. Lewis, que creía ahora en Dios, no podía comprender todavía la función de Cristo en el cristianismo, ni tampoco el significado de la crucifixión y la resurrección. Declaró que no podía ver la finalidad de esos acontecimientos, ni cómo —según escribió más tarde a un amigo— «la vida y muerte de Otra Persona (quienquiera que fuese) dos mil años atrás, hubiera podido ayudarnos aquí y ahora, a no ser que nos ayudara su ejemplo».
En el transcurso de la noche, Tolkien y Dyson le demostraron que proponía una exigencia indebida. En efecto, Lewis se sentía conmovido cuando hallaba en alguna religión pagana el concepto de sacrificio, y la idea de una deidad que moría y resucitaba había excitado su imaginación, desde que leyera la historia del dios nórdico Balder. Sin embargo, continuaron ellos, Lewis pedía de los Evangelios un sentido claro más allá del mito. ¿Acaso no podía transferir al cristianismo su apreciación, comparativamente poco crítica, del sacrificio en otros mitos?
—Pero los mitos son mentiras —dijo Lewis—, aunque esas mentiras sean dichas a través de la plata[24].
—No —dijo Tolkien—. No lo son.
Y señalando las ramas de los grandes árboles de Magdalen Grove dobladas por el viento, inició una nueva argumentación.
—Llamas árbol a un árbol —dijo—, sin detenerte a pensar que no era un árbol hasta que alguien le dio ese nombre. Llamas estrella a una estrella, y dices que es sólo una bola de materia describiendo un curso matemático. Pero eso es simplemente como la ves tú. Al nombrar y describir las cosas no estás más que inventando tus propios términos. Y así como el lenguaje es invención de objetos e ideas, el mito es invención de la verdad. Venimos de Dios —continuó Tolkien—, e inevitablemente los mitos que tejemos, aunque contienen errores, reflejan también un astillado fragmento de la luz verdadera, la eterna verdad de Dios. Sólo elaborando mitos, sólo convirtiéndose en un «subcreador» e inventando historias, puede aspirar el hombre al estado de perfección que conoció antes de la Caída. Nuestros mitos pueden equivocarse, pero se dirigen, aunque vacilen, hacia el puerto verdadero, en tanto que el «progreso» materialista conduce sólo a un abismo devorador y a la Corona de Hierro de las fuerzas del Mal.
Al exponer esta creencia en la verdad inherente a la mitología, Tolkien revelaba el centro de su credo filosófico como escritor, el mismo que se encuentra en el corazón de El Silmarillion.
Por fin, volvieron a las habitaciones de Lewis y se quedaron conversando hasta las tres de la mañana, hora en que Tolkien regresó a su casa. Después de acompañarlo hasta High Street, Lewis y Dyson caminaron por el claustro sin cesar de hablar hasta que la luz apareció en el cielo.
Lewis escuchó a Dyson afirmar a su modo lo mismo que sostuviera Tolkien. «¿Quieres decir —preguntó Lewis— que la historia de Cristo no es más que un mito verdadero, un mito que actúa sobre nosotros igual que los demás, pero que realmente ocurrió? Entonces —dijo—, empiezo a comprender».
Doce días más tarde Lewis escribió a su amigo Arthur Greeves:
«He pasado de creer en Dios a creer decididamente en Cristo, en el cristianismo. Trataré de explicártelo en otro momento. Mi larga conversación nocturna con Dyson y Tolkien ha tenido mucho que ver con esto».
Mientras tanto, Tolkien, en los ratos libres que le dejaban las Examination Schools, componía un largo poema recordando lo que había dicho a Lewis. Lo llamó Mythopoeia, es decir, la acción de hacer mitos. Y escribió en su diario: «La amistad con Lewis compensa muchas cosas; y aparte del placer y el bienestar constantes, me ha hecho un gran bien el entrar en contacto con un hombre a la vez honesto, valiente e intelectual, un erudito, poeta y filósofo, y finalmente, después de una larga peregrinación, un amante de Nuestro Señor».
Lewis y Tolkien se veían mucho. Tolkien leyó a Lewis trozos de El Silmarillion, y éste lo urgió a apresurarse y completar su escritura. Tolkien dijo luego de esto: «La deuda —imposible de pagar— que tengo con él no es la “influencia”, tal como se suele comprender, sino el aliento. Fue durante largo tiempo mi único auditorio. Sólo de él recibí por fin la idea de que mis “cosas” podían ser algo más que un entretenimiento personal».
La conversión de Lewis al cristianismo determinó el comienzo de una nueva etapa en la relación de ambos hombres. Desde el comienzo de la década del treinta en adelante, los dos dependieron menos de aquella mutua y exclusiva compañía y más de la de otras personas. En The Four Loves, Lewis afirma que «dos, lejos de ser el número necesario para la amistad, no es siquiera el mejor», y sugiere que cada nuevo amigo agregado a un grupo aporta alguna característica especial a los demás.
Tolkien había experimentado esto en la T. C., B. S.; y ese grupo de amigos que empezaba ahora a congregarse era la expresión última del principio de la T. C., B. S., el ansia de organizar clubes que Tolkien había sentido desde aquellos tiempos de la adolescencia. Este grupo se llamó The Inklings[25].
The Inklings empezó a formarse poco después de 1930, cuando los Coalbiters dejaron de reunirse, una vez que leyeron las principales sagas islandesas y en especial la Edda Mayor. En sus orígenes, The Inklings fue el nombre de una sociedad literaria fundada en 1931 por un estudiante universitario llamado Tangye Lean. Lewis y Tolkien asistían a sus reuniones, donde eran leídos y criticados escritos inéditos. Cuando Lean se marchó de Oxford, el club persistió, o mejor dicho, su nombre fue transferido, medio en broma, al círculo de amigos que solían reunirse en torno de Lewis a intervalos regulares.
Ahora, The Inklings ha entrado en la historia literaria, y se ha escrito mucho sobre el grupo, a veces con excesiva solemnidad. Se trataba nada más (ni nada menos) que de un conjunto de amigos, todos varones y cristianos, y en su mayoría interesados por la literatura. Bastantes personas han afirmado que fueron «miembros» en uno u otro período, aunque en verdad la pertenencia al grupo no estaba organizada. Algunos asistían con cierta regularidad a lo largo de varios períodos, en tanto que otros sólo lo hacían en ocasiones. Lewis era el núcleo permanente; sin él ninguna agrupación hubiera sido concebible. Una lista de nombres nos dará una idea de lo que en realidad era The Inklings; pero si los nombres importan, aparte de Lewis y Tolkien (que estaba presente casi siempre) se contaban, entre quienes asistieron antes y después de la guerra, el mayor Warren Lewis (hermano de C. S. Lewis, llamado «Warnie»); R. E. Havard (un médico de Oxford que atendía a Lewis y a los Tolkien); el viejo amigo de Lewis, Owen Barfield (quien, como era procurador en Londres, rara vez asistía), y Hugo Dyson.
Eran unas reuniones absolutamente casuales. No se debe imaginar que las mismas personas concurrían una semana tras otra, o enviaban sus excusas en caso de no poder hacerlo. Sin embargo, había algunos elementos invariables. El grupo, o varios de sus miembros, se reunía un día de la semana en un pub, por lo general los martes de mañana en el Eagle and Child (también conocido como The Bird and Baby)[26], aunque durante la guerra, cuando la cerveza escaseaba y los pubs estaban repletos de militares, había mayor flexibilidad. La noche de los jueves acudían al gran salón de Lewis en el Magdalen, algo después de las nueve. Se preparaba té y se encendían las pipas, y Lewis preguntaba con voz sonora: «¿Nadie tiene nada que leer?». Alguien mostraba un manuscrito y comenzaba a leer: un poema, un cuento, un capítulo. Luego había críticas, elogios, y también censuras, ya que no era una sociedad de admiración mutua. Las lecturas podían continuar, pero la reunión por lo general se convertía en un diálogo, a veces en un acalorado debate, y terminaba muy tarde.
Hacia 1940 The Inklings era un elemento importante de la vida de Tolkien, y en sus reuniones dio a conocer partes del manuscrito, aún inédito, de El hobbit. Cuando estalló la guerra en 1939 otro hombre se unió al grupo. Era Charles Williams, quien trabajaba en las oficinas de Londres de la Oxford University Press y que ahora acababa de ser trasladado a Oxford, como el resto del personal. Williams estaba en la cincuentena; su pensamiento y sus escritos —era novelista, poeta, teólogo y crítico— eran ya conocidos y respetados, aunque por un círculo pequeño de lectores. En particular habían encontrado un público entusiasta sus «novelas de misterio espirituales», obras que trataban de acontecimientos sobrenaturales y místicos situados en entornos mundanos. Lewis conocía y admiraba a Williams desde hacía algún tiempo, pero Tolkien sólo lo había visto una o dos veces. Luego desarrolló una compleja actitud hacia él.
Williams, con su extraño rostro (mitad ángel, mitad mono, decía Lewis), su traje azul tan poco oxfordiano, el cigarrillo colgándole de la boca, y un paquete de pruebas de imprenta envueltas en Time & Tide debajo del brazo, era una persona de gran encanto natural. Tolkien recordaba veinte años después: «Nos gustábamos el uno al otro y también nos agradaba hablar (sobre todo en broma)». Pero agregaba: «Nada teníamos que decirnos a niveles más profundos (o más altos)». Esto era así en parte porque, aunque a Williams le gustaban los capítulos de El Señor de los Anillos que habían sido leídos al grupo, a Tolkien no le gustaban los libros de Williams, o al menos los que conocía. Declaró que los había encontrado «totalmente ajenos, a veces muy desagradables, en ocasiones ridículos». Y tal vez sus reservas acerca de Williams, o del lugar de Williams en The Inklings, no eran del todo intelectuales. Lewis creía, y lo había dicho en The Four Loves, que los verdaderos amigos no pueden tener celos cuando otro más se agrega. Pero Lewis hablaba aquí de Lewis; no de Tolkien. Es evidente que había resentimiento o celos por parte de éste, y no sin causa; ya que ahora el entusiasmo de su amigo parecía centrado exclusivamente en Williams. «Lewis era un hombre muy impresionable», escribió Tolkien mucho después; y en otra parte se refirió a la «influencia dominante» que, según él creía, Williams había llegado a ejercer sobre Lewis, en especial sobre su tercera novela, That Hideous Strength.
De modo que la llegada de Williams a Oxford señaló el comienzo de un leve enfriamiento por parte de Tolkien en relación con Lewis, y el comienzo de una tercera fase en la amistad de los dos hombres. Pero hubo otro motivo aún más sutil: se refería a la creciente reputación de Lewis como apologista del cristianismo. Tolkien, quien había desempeñado un importante papel en el retorno de su amigo a la fe cristiana, siempre había lamentado que no se convirtiese al catolicismo; por el contrario, Lewis había empezado a asistir a la iglesia anglicana local, continuando las prácticas religiosas de su infancia. Tolkien sentía una profunda aversión tanto por la Iglesia de Inglaterra como por sus mismos templos, y declaraba que lo entristecía a tal punto el que hubiesen sido pervertidos y apartados (a su juicio) del catolicismo que le resultaba imposible apreciar su belleza. Cuando Lewis publicó una parábola en prosa relatando la historia de su conversión, con el título de The Pilgrim’s Regress (El regreso del peregrino), a Tolkien le pareció una ironía. «El regreso de Lewis al cristianismo —dijo— no había de ser por una puerta nueva, sino por la vieja; al menos, en el sentido de que al reasumirlo, asumiría también, o volvería a despertar, los prejuicios tan arteramente implantados en su infancia y su adolescencia. Y sería otra vez un protestante de Irlanda del Norte».
A mediados de la década de 1940 Lewis había alcanzado gran fama («demasiada —dijo Tolkien— para su gusto o el de cualquiera de nosotros») por sus escritos cristianos The Problem of Pain y The Screwtape Letters. Tolkien sentía quizá, mientras observaba la creciente celebridad de su amigo en este sentido, que el alumno había superado al maestro logrando una fama casi injustificada. Una vez se refirió a Lewis, y no de modo elogioso, como el «Everyman’s Theologian», el teólogo del hombre común.
Pero a comienzos de la década de 1940, si estos pensamientos estaban en la mente de Tolkien, se encontraban muy por debajo de la superficie. Sentía aún un afecto sin límites por Lewis, y acaso alimentaba todavía la esperanza de que su amigo se convirtiese algún día al catolicismo. Y The Inklings continuaba siendo una fuente de alegría y estímulo para él. «Hwoat! we Inclinga —escribió, parodiando las líneas iniciales de Beowulf—, on oerdagum searopancolra snyttru gehierdon». «Mirad que hemos oído hablar, en los viejos días, de la sabiduría de los Inklings, de mentes perspicaces; de cómo aquellos sabios se reunían a deliberar, recitando con destreza el conocimiento y el arte de las canciones, y meditando honestamente. ¡Ésa era la verdadera dicha!».
5 Northmoor Road
«¿Qué hacían las mujeres entretanto? ¿Y cómo podría saberlo? Yo soy un hombre y jamás he espiado los misterios de la Bona Dea». Esto escribía C. S. Lewis en The Four Loves, refiriéndose a la historia de las amistades masculinas. Éste es el corolario inevitable de una vida centrada en la compañía de los hombres, y en grupos como The Inklings: las mujeres quedan excluidas.
Edith Tolkien sólo había recibido una educación limitada en una escuela interna de niñas, donde se había destacado en música, pero no en otras asignaturas. Había pasado unos años en una casa de pensión en Birmingham, luego en Cheltenham, en un hogar de clase media y nada intelectual, y después largo tiempo con su prima Jennie, de edad mediana y poco instruida. No había tenido la posibilidad de continuar su educación ni de enriquecer su mente. Además, había perdido buena parte de su independencia. Podría haber iniciado una carrera como maestra de piano y tal vez como solista; pero esa perspectiva sencillamente se había desvanecido, en primer lugar porque no tenía la necesidad inmediata de ganarse la vida, y luego porque se había casado con Ronald Tolkien. En aquellos días, era impensable, en circunstancias normales, que una esposa de clase media continuara trabajando una vez casada; habría indicado que el marido no podía ganar lo suficiente por sí solo. De modo que el piano se redujo a un mero entretenimiento, aunque continuó tocando hasta la ancianidad, y a Tolkien le encantaba su música. Él no la había alentado a desarrollar ninguna actividad intelectual, en parte porque no consideraba que esto fuera un aspecto necesario de su función de esposa y madre, y en parte porque su actitud hacia ella durante el cortejo (ejemplificada por su expresión favorita, «pequeña») no tenía relación con su propia vida intelectual; Tolkien mostraba a Edith un aspecto de su personalidad muy diferente del que percibían sus amigos varones. Así como le gustaba sentirse entre hombres con sus amigos, esperaba vivir, en su hogar, en un mundo por entero femenino.
A pesar de esto, Edith podría haber contribuido de una manera positiva en la vida universitaria de Tolkien. Muchas esposas de profesores de Oxford lo lograban. Algunas afortunadas, entre ellas Lizzie, la mujer de Joseph Wright, eran expertas en la materia de sus maridos, y podían ayudarlos en sus tareas. Otras que, como Edith, no tenían grado universitario, administrando sus hogares con habilidad llegaban a convertirlos en una especie de centros sociales para los amigos de sus esposos, y participaban así en una parte importante de la vida de éstos.
Por desgracia, todo fue muy distinto para Edith. Tendía a ser tímida, de niña y adolescente su vida social había sido muy pobre, y al llegar a Oxford en 1918 quedó intimidada por lo que vio. Ella, Ronald y el niño (y su prima Jennie, que permaneció con ellos hasta que se trasladaron a Leeds), vivían en habitaciones modestas en una calle lateral de la ciudad; para ella, que no había estado antes en Oxford, la universidad era como una fortaleza casi impenetrable, una falange de edificios sobrecogedores entre los cuales se movían de un lugar a otro hombres de aspecto importante vestidos de toga, y donde Ronald desaparecía todos los días para cumplir sus tareas. Cuando la universidad se dignó atravesar el umbral de su casa fue en la persona de jóvenes corteses pero desmañados, amigos de Ronald, que no sabían cómo hablar a las mujeres, y a quienes ella no sabía qué decir, por la sencilla razón de que sus mundos no coincidían. Los visitantes podían ser, en el peor de los casos, mujeres de profesores, como la aterradora señora Farnell, esposa del rector de Exeter, cuya presencia asustaba incluso a Ronald. Esas damas no hicieron más que confirmar la creencia de Edith de que la universidad era de una eminencia inaccesible. Venían de sus tremendas viviendas en los colleges, o de sus mansiones en North Oxford, para arrullar por deferencia al pequeño John en su cuna, y cuando se marchaban dejaban sus tarjetas de visita en la bandeja de la entrada (una tarjeta con su propio nombre; dos con el nombre del marido) para indicar que por supuesto se esperaba que la señora Tolkien devolviera la visita después de un breve tiempo. Pero a Edith le faltó el ánimo. ¿Qué podía decir a esas personas si iba a sus imponentes casas? ¿Qué tema de conversación podía compartir con esas mujeres majestuosas que hablaban de personas que ella jamás había oído nombrar, de hijas de profesores y primos nobles y otras anfitrionas de Oxford? Ronald se preocupaba, sabiendo que si su mujer no se ajustaba a la estricta etiqueta de Oxford cometería un grave error. La persuadió de que devolviera una visita a Lizzie Wright, quien a pesar de su educación se parecía muy poco a las esposas de los demás profesores, y compartía en gran medida el carácter abierto y el buen sentido de su marido; pero incluso en este caso Ronald tuvo que acompañarla hasta la puerta de los Wright y tocar la campanilla antes de dar vuelta de prisa en la esquina. Las demás tarjetas se cubrieron de polvo, las visitas no se devolvieron, y se corrió la voz de que la esposa del señor Tolkien no visitaba y que por lo tanto debía ser silenciosamente excluida de las cenas y recepciones.
Posteriormente los Tolkien se trasladaron a Leeds, y Edith halló que la situación era allí muy diferente. La gente residía en casas modestas, y nadie se preocupaba por las tarjetas de visita. A pocas puertas de su casa, en St. Mark’s Terrace, vivía la mujer de otro miembro de la universidad, y ambas se visitaban a menudo. Edith conoció también a muchos discípulos de Ronald, quienes acudían a su casa para tomar el té o hablar con su profesor; varios de ellos se convirtieron en amigos de la familia y siguieron frecuentándola hasta mucho tiempo después. Ella disfrutaba de estas visitas tanto como de los informales bailes universitarios a los que solía asistir.
Tampoco los niños quedaban a un lado, puesto que la universidad organizaba espléndidas fiestas de Navidad en las que el vicerrector solía disfrazarse de Papá Noel. Luego Ronald consiguió adquirir una casa más grande en Darnley Road, lejos del humo y la basura de la ciudad. Contrataron una criada y una niñera y, en general, Edith fue feliz allí.
Pero entonces regresaron a Oxford. Ronald compró su primera casa en Northmoor Road sin que Edith pudiera verla, ya que se encontraba todavía en Leeds. Le pareció muy pequeña cuando la conoció. Los muchachos mayores habían enfermado de exantema crónico después de usar un peine para el público en el estudio de un fotógrafo, y necesitaban un tratamiento largo y costoso. Cuando estuvieron lo bastante repuestos comenzaron a asistir a la Dragon School, pero los perturbó la conducta revoltosa de los demás chicos. Edith quedó embarazada de Priscilla. No se sintió verdaderamente en su hogar hasta después del nacimiento de la niña en 1929, y del traslado a la casa de al lado, más grande, en 1930.
Pero ni siquiera entonces la vida familiar recobró el equilibrio que había alcanzado en Leeds. Edith comenzó a sentirse ignorada por su esposo. Es cierto que Ronald pasaba muchas horas en casa, puesto que allí desarrollaba buena parte de sus tareas docentes, y sólo salía una o dos noches por semana, pero el problema estaba en los afectos. Ronald era tierno y considerado con ella; se preocupaba mucho por su salud (esto era recíproco), y por los asuntos domésticos; pero Edith era consciente de que una parte de él sólo conseguía animarse ante la presencia de otros hombres de su misma especie. En especial recelaba del afecto de Ronald hacia Jack Lewis.
Cada visita de Lewis era un motivo de alegría para los niños ya que no sólo evitaba hablarles con aire de superioridad, sino que además les regalaba libros de E. Nesbit, a los que eran muy afectos. Pero como con Edith se mostraba tímido y envarado, ella no lograba comprender el deleite que hallaba Ronald en su compañía, y se sentía algo celosa. No era ésa la única dificultad. En su infancia sólo había conocido una vida hogareña muy limitada, y no había conocido ningún ejemplo que pudiera ayudarla a llevar bien una casa. No es de sorprender entonces que enmascarara su inseguridad con autoritarismo, exigiendo que las comidas se sirvieran a una hora exacta, que los niños comieran hasta la última migaja, y que los criados cumplieran su tarea de modo impecable.
A menudo estaba muy sola, sin otra compañía que los criados y los niños, durante las horas en que Ronald se encontraba en su estudio o fuera. En esos años, la sociedad de Oxford se estaba volviendo poco a poco menos rígida; pero Edith no se encontraba a gusto, y apenas si entabló amistades, a excepción de la esposa de Charles Wrenn, Agnes. Sufría también en ocasiones severas jaquecas que la postraban uno o dos días.
Pronto fue patente para Ronald que Edith no era feliz en Oxford y, en especial, que albergaba resentimientos contra sus amigos. Comprendió claramente que su necesidad de amistades masculinas no era del todo compatible con su vida conyugal. Pero pensaba que ésta era otra de las tristezas de un mundo caído, y estimaba en general que un hombre tenía derecho a placeres masculinos y debía, si era menester, insistir en ellos. A uno de sus hijos que pensaba casarse le escribió: «Hay muchas cosas que un hombre siente legítimas aunque provoquen discusiones. ¡Que nunca mienta acerca de ellas a su esposa o amante! Evítalas o —si valen la pena— insiste. Cosas de este tipo se producen con frecuencia: la cerveza, la pipa, no escribir cartas, otra amiga, etc., etc. Si las exigencias de la otra parte no son realmente razonables (como ocurre a veces, incluso entre los amantes y las parejas casadas que más se quieren) es mucho mejor afrontarlas sobre la mesa con una disputa que con subterfugios».
Además estaba el problema de la actitud de Edith hacia el catolicismo. Antes de su casamiento Ronald la había persuadido a abandonar la Iglesia de Inglaterra y a hacerse católica, y esto había generado en ella cierta tensión. En los años siguientes, casi dejó de ir a la iglesia. Cuando llevaba una década casada sus sentimientos anticatólicos aumentaron, y ya de vuelta en Oxford, en 1925, le disgustaba que Ronald llevara los niños a misa. En parte estos sentimientos se debían a que él insistía de modo rígido, casi medieval, en la frecuencia de la confesión, y Edith siempre había odiado confesar sus pecados a un sacerdote. Él no lograba discutir el asunto con ella de modo racional, ni con la lucidez demostrada en sus argumentaciones teológicas con Lewis: a Edith le revelaba sólo su vínculo emocional con la religión, el cual ella no comprendía bien. A veces el enojo de Edith llegaba a la furia, pero después de uno de estos estallidos, en 1940, hubo una verdadera reconciliación con Tolkien, y llegó a declarar que deseaba recomenzar su práctica religiosa. Después de esto, aunque siguió sin asistir regularmente a misa, no demostró animosidad contra el catolicismo y hasta llegó a interesarse por algunas actividades eclesiásticas, de modo que incluso algunos amigos religiosos consideraban que era una católica activa.
Hasta cierto punto, Ronald y Edith vivían vidas separadas en Northmoor Road; dormían en dormitorios distintos y mantenían horarios diferentes. Él trabajaba hasta tarde, en parte porque su jornada estaba ocupada por completo, y en parte porque sólo podía permanecer en su estudio sin ser interrumpido una vez que ella se acostaba. De día, le era imposible escribir largo tiempo, bien porque Edith lo llamaba para realizar alguna tarea doméstica, bien porque debía tomar el té con alguna visita. Estas frecuentes interrupciones, que sólo eran un comprensible pedido de afecto y atención por parte de su esposa, irritaban a Tolkien, aunque las soportaba con paciencia.
Sería erróneo, sin embargo, pensar que Edith estaba excluida por completo de sus actividades. Durante esos años no le habló de su trabajo literario como lo había hecho mucho antes, en Great Haywood, y desde entonces pocas veces la había alentado en este sentido: sólo las primeras páginas de El libro de los cuentos perdidos fueron copiadas por ella. Pero Edith compartió inevitablemente el interés de la familia mientras él escribía El hobbit y El Señor de los Anillos, y aunque no conocía en detalle sus libros, ni tenía una comprensión profunda de ellos, nunca se vio apartada de este aspecto de la vida de su marido. Fue, además, la primera persona a quien él leyó dos de sus narraciones, Hoja de Niggle y El herrero de Wootton Major. Tolkien contó siempre con su aliento y aprobación.
Tenían muchos amigos en común. Entre ellos, algunos tenían que ver con la universidad, como Rosfrith Murray (hija del editor original del Oxford Dictionary, Sir James Murray) y su sobrino Robert Murray, así como algunos colegas o antiguos discípulos, entre ellos Simonne d’Ardenne, Elaine Griffiths, Stella Mills y Mary Salu. Todos los citados eran amigos de la familia, y formaban parte de la vida de Edith como de la vida de Ronald, y esto era en sí un vínculo entre ambos. No siempre hablaban de las mismas cosas con las mismas personas, y a medida que envejecían seguían más decididamente sus propios caminos, de manera que Ronald disertaba sobre el nombre de un lugar de Inglaterra sin tener conciencia de que Edith conversaba simultáneamente con el mismo visitante acerca del sarampión de uno de sus nietos. Pero esto no desconcertaba a los huéspedes regulares.
Estas personas, y otras que conocieron a Ronald y Edith Tolkien durante muchos años, no dudaron jamás de que había entre ambos un afecto profundo. Era visible en las pequeñas cosas, como el modo casi absurdo en que cada uno se preocupaba por la salud del Otro, O el cuidado con que elegían y envolvían los regalos para alguno de sus aniversarios; y también en las cosas importantes, como el abandono, por parte de Ronald, de gran parte de su vida de retiro para dar a Edith esos años finales en Bournemouth que ella se merecía, a su entender; o el orgullo que ella mostraba por la celebridad de su esposo.
Otra fuente de dicha para ambos era el amor que tenían por la familia. Éste los unió hasta el fin de sus vidas y fue, quizá, la mayor fuerza del matrimonio. Les encantaba hablar y meditar sobre cada detalle de la vida de sus hijos, y luego de sus nietos. Los enorgulleció que Michael ganara la George Medal en la segunda guerra mundial, por sus acciones como artillero antiaéreo en la defensa de los aeródromos, durante la Batalla de Inglaterra, y también que John fuera ordenado sacerdote poco después de restablecida la paz. Tolkien era inmensamente tierno y comprensivo como padre; jamás le avergonzó besar a sus hijos en público, aunque fueran ya hombres, y jamás se mostró reservado en la expresión de su calidez y su cariño.
Aunque con la perspectiva de los años la vida en Northmoor Road pueda parecernos tediosa y vacía de acontecimientos, debemos comprender que no era así como sentía la familia. Para ellos estaba llena de acción. Fue inolvidable la ocasión en que Tolkien compró, en 1932, su primer coche, un Morris Cowley al que bautizaron «Jo» por las primeras dos letras de su matrícula. Cuando aprendió a conducir, llevó a toda su familia a Eversham para visitar a su hermano Hilary. Durante el viaje, «Jo» sufrió dos pinchazos y derribó parte de un muro de piedra cerca de Chipping Norton, con el resultado de que Edith se negó a viajar en coche hasta varios meses más tarde, actitud no del todo injustificada, ya que Tolkien, al volante, era más osado que hábil. Aceleraba para cruzar las congestionadas calles principales de Oxford ignorando a los demás vehículos y gritando «¡Carga y dispérsalos!»; y en efecto, se dispersaban. Más tarde, «Jo» fue reemplazado por un segundo Morris que cumplió servicios hasta el comienzo de la segunda guerra mundial; el racionamiento de la gasolina motivó que pronto se desprendieran de él. En esa época Tolkien tomó conciencia del daño que provocaban, en el paisaje, los motores de combustión interna y los nuevos caminos, y después de la guerra no volvió a comprar un coche ni a conducir.
¿Qué otras cosas quedaron guardadas en el recuerdo de los pequeños? Largas horas de verano levantando el asfalto del viejo campo de tenis, para agrandar el espacio destinado a las hortalizas, bajo la supervisión de su padre, quien (como Edith) era un jardinero entusiasta, aunque cedía a John buena parte de la tarea concreta de cultivar las hortalizas y podar los árboles, para entregarse al cuidado de las rosas y del césped, eliminando minuciosamente las cizañas. Los primeros años, en el número 22 de Northmoor Road, cuando una sucesión de au pair islandesas les contaban relatos folklóricos de duendes. Las visitas al teatro, que tanto agradaban siempre a su padre, a pesar de que desaprobaba el género dramático. Los viajes en bicicleta por la mañana temprano, para asistir a misa en St. Aloysius, o en St. Gregory, en Woodstock Road, o en el vecino convento carmelita. El tonel de cerveza guardado en la carbonera, detrás de la cocina, con su continuo gotear que daba a la casa (según decía Edith) el olor de una cervecería. Las tardes de julio y agosto navegando por el río Cherwell (que estaba muy cerca, calle abajo) en el bote que su padre alquilaba, hasta el puente de Magdalen, o hasta Water Eaton o Islip, donde tomaban el té junto a la orilla. Las caminatas por el campo de Wood Eaton, en busca de mariposas, y el regreso por el río, y el viejo sauce, en cuyo tronco hendido se escondía Michael. Las vacaciones junto al mar, en Lyme Regis, donde el anciano padre Francis Morgan, venido desde Birmingham para reunirse con ellos, los avergonzaba con sus maneras vulgares y estridentes, tal como hiciera allí mismo, veinticinco años antes, con Ronald y Hilary. El verano que pasaron en Lamorna Cove, Cornwall, en 1932, junto a Charles Wrenn, su esposa y su hija, y la carrera de natación celebrada por Tolkien y Wrenn, con sombreros panamá y pipas encendidas. Sobre estas vacaciones escribió Tolkien más tarde: «Había un curioso personaje del lugar, un anciano que difundía chismes y pronósticos del tiempo y cosas semejantes. Para entretener a mis hijos lo llamé Gaffer Gamgee, y ese nombre se incorporó al folklore familiar para designar ancianos del mismo tipo. La elección de Gamgee había sido dictada por la aliteración; pero no se trataba de un invento. Era el nombre que se usaba cuando yo era pequeño (en Birmingham) para la tela de algodón». Hubo luego vacaciones en Sidmouth, con caminatas por las colinas y maravillosos estanques entre las rocas junto al mar, cuando el padre empezaba a escribir El Señor de los Anillos; los paseos en coche, las tardes de otoño, hasta los pueblos al este de Oxford, como Worminghall, Brill o Charlton-on-Otmoor, o al oeste, a Berkshire y a la White Horse Hill para ver la antigua tumba conocida como Wayland’s Smithy; los recuerdos de Oxford, del campo, de los relatos que su padre les contaba.
6 El narrador
Los relatos habían comenzado durante los años transcurridos en Leeds. John, el hijo mayor, solía tener dificultad para dormirse. Entonces su padre se sentaba a su lado en la cama y le narraba la historia de «Carrots», un chico pelirrojo que trepaba al reloj de cuco y vivía luego una serie de extrañas aventuras.
De este modo, Tolkien descubrió que podía utilizar la imaginación de la que se valía para desarrollar las complejidades de El Silmarillion, en inventar historias más sencillas. Tenía un sentido del humor amable e infantil, el cual se manifestaba, a medida que sus hijos crecían, en la forma ruidosa en que jugaba con ellos, y en los cuentos que creaba para Michael, su hijo menor, cuando éste tenía pesadillas. Estos cuentos, narrados en los primeros días de Northmoor Road, se referían al invencible villano «Bill Stickers», un hombre enorme al que nadie podía capturar jamás. Su nombre procedía de una advertencia pintada en un portal de Oxford: BILL STICKERS WILL BE PROSECUTED[27]; y una fuente similar proporcionó el nombre del justiciero y permanente perseguidor de Stickers, Major Road Ahead[28].
Los cuentos de Bill Stickers no fueron jamás escritos, pero sí otros. En el verano de 1925, mientras estaba de vacaciones con su familia en Filey, Tolkien escribió un extenso relato para John y Michael. Su hijo menor había perdido en la playa un perrito de juguete, y para consolarlo su padre concibió las aventuras de Rover, un perro que un mago al que molesta convierte en juguete, y es extraviado en la arena por un niño pequeño. Pero esto es sólo el principio, porque el hechicero de la arena, Psamathos Psamathides, encuentra a Rover, le otorga el poder de moverse nuevamente y lo envía a visitar la Luna, donde tiene muchas curiosas aventuras, entre las que destaca su encuentro con el Dragón Blanco. Tolkien escribió la historia con el título de Roverandom. Muchos años más tarde la ofreció a sus editores como una posibilidad muy remota, y entre varias otras, de continuar El hobbit. No fue considerada adecuada en esa ocasión, y Tolkien no volvió a pensar en publicarla.
El entusiasmo de los chicos por Roverandom alentó a Tolkien a escribir más cuentos destinados a entretenerlos. Muchos de ellos empezaron con brío pero nunca fueron terminados. Algunos nunca pasaron de las primeras frases, como la historia de Timothy Titus, un hombre muy, muy pequeño, a quien sus amigos llamaban «Tim Tit». Entre otras narraciones iniciadas y abandonadas en seguida está la de Tom Bombadil, situada «en los tiempos del Rey Bonhedig», que describe a un personaje destinado evidentemente a ser el héroe: «Tom Bombadil era el nombre de uno de los más ancianos habitantes del reino, aunque sano, fuerte y cordial. Tenía cuatro pies de altura, con las botas puestas, y tres pies de ancho. Llevaba un sombrero de copa con una pluma azul, como su chaqueta, y unas botas amarillas».
Sobre el papel, la historia no pasaba de aquí, pero Tom Bombadil era una figura muy conocida por la familia Tolkien, puesto que el personaje tenía su origen en un muñeco holandés de Michael. El muñeco, con su pluma en el sombrero, era espléndido; pero a Michael no le gustaba y un día lo arrojó a la taza del water. Tom fue rescatado, y sobrevivió y se convirtió en el héroe de un poema escrito por Ronald, Las aventuras de Tom Bombadil, que fue publicado en el Oxford Magazine, en 1934. Habla de los encuentros de Tom con «Baya de Oro, la hija de la Mujer del Río», con el «Viejo Sauce», que lo encierra en un hueco de su tronco (idea que tal vez proviniera, según dijo una vez Tolkien, de los dibujos de árboles de Arthur Rackham) junto con una familia de tejones y un «Barrow-wight», un fantasma de una tumba prehistórica de las que se encuentran en Berkshire Downs, cerca de Oxford. Por sus características, el poema parece el esbozo de una obra mayor, y cuando se estudió la posibilidad de una continuación de El hobbit, Tolkien sugirió a sus editores que podría darle una extensión adecuada y explicó que Tom Bombadil debía representar «el espíritu (que se desvanecía) del campo de Oxford y Berkshire». Los editores no aceptaron la idea, pero más tarde Tom y sus aventuras se incorporaron a El Señor de los Anillos.
La adquisición del coche en 1932 y las posteriores andanzas de Tolkien como conductor lo llevaron a escribir otro cuento infantil, El señor Bliss. Es la historia de un hombre alto y delgado que vive en una casa alta y delgada y compra un automóvil amarillo brillante por cinco chelines y con notables consecuencias (aparte de una cantidad de colisiones). La historia estaba generosamente ilustrada por el mismo Tolkien, con tinta y lápices de color, manuscrita con una hermosa caligrafía y encuadernada en un pequeño volumen. El señor Bliss debe en parte a Beatrix Potter su humor irónico, y a Edward Lear el estilo de sus dibujos, aunque las imágenes de Tolkien son menos grotescas y más delicadas. Como Roverandom y el poema sobre Bombadil, El señor Bliss fue presentado a los editores en 1937, y recibido con gran entusiasmo. Se hicieron arreglos para su publicación, no con el carácter de sucesor de El hobbit, sino con el de un entretenimiento para cubrir el intervalo hasta que estuviera lista una continuación adecuada. Los dibujos en color implicaban, sin embargo, una edición costosa, y los editores preguntaron a Tolkien si podría rehacerlos en un estilo más sencillo. Él respondió afirmativamente, pero no encontró tiempo para realizar la tarea, y el manuscrito de El señor Bliss quedó en un cajón donde permaneció hasta que muchos años más tarde fue vendido a la Universidad de Marquette, en Estados Unidos, junto con los manuscritos de las narraciones publicadas de Tolkien[29].
El hecho de que El señor Bliss estuviera ilustrado con tanto cuidado —en realidad el relato se había apoyado en las ilustraciones— indicaba la importancia que daba Tolkien al dibujo y la pintura. Nunca había abandonado del todo esa afición de su niñez, y durante sus tiempos de estudiante había ilustrado varios de sus poemas, utilizando acuarelas, tintas de color o lápices, y desarrollando un estilo que expresaba su amor por los grabados japoneses, aunque con un planteo individual de la línea y el color. La guerra y sus otras tareas interrumpieron esta actividad, pero aproximadamente en 1925 volvió a dibujar con regularidad, y uno de los primeros resultados fue una serie de ilustraciones para Roverandom. Más tarde, durante las vacaciones en Lyme Regis de 1927 y 1928, dibujó escenas de El Silmarillion. Los dibujos muestran con cuánta claridad visualizaba los paisajes donde situaba sus leyendas, porque en varios dibujos el escenario de Lyme se integra a los relatos, revestido de misterio.
Tolkien era ya un talentoso ilustrador, aunque no tenía la misma habilidad con las figuras que con los paisajes. Su especialidad era la representación de sus amados árboles; y como Arthur Rackham (cuya obra admiraba), podía dar a las raíces y ramas torcidas una siniestra movilidad que era, al mismo tiempo, absolutamente fiel a la naturaleza.
Las dotes de Tolkien como narrador e ilustrador se combinaban cada mes de diciembre cuando Papá Noel enviaba una carta a sus hijos. En 1920, cuando John tenía tres años y la familia estaba a punto de trasladarse a Leeds, Tolkien escribió con letra temblorosa una nota a su hijo, firmada «Tu P. Noel, que te quiere». Desde ese momento en adelante hizo una carta similar cada Navidad. Las «Cartas de Papá Noel» crecieron e incluyeron muchos personajes adicionales como el Oso Polar, que comparte la casa de Papá Noel; el jardinero de éste, el Hombre de la Nieve, y su secretario, el elfo Ilbereth; gnomos y elfos de la nieve, y una legión de traviesos duendes que vive en las cavernas, debajo de la casa de Papá Noel. Cada Navidad, y a menudo en el último momento, Tolkien escribía un informe detallado sobre los acontecimientos ocurridos en el Polo Norte con la temblorosa letra de Papá Noel, las mayúsculas rúnicas del Oso Polar y la caligrafía cursiva de Ilbereth. Luego añadía algunos dibujos, escribía la dirección en el sobre (donde había inscripciones como «Por gnomo-correo. A toda prisa») y recortaba y pegaba un sello postal del Polo Norte, pintado con gran realismo. Luego enviaba la carta. Esto podía hacerse de muy diversas maneras. La más sencilla consistía en dejarla sobre el hogar, como si hubiera caído por la chimenea, con el agregado de unos extraños ruidos a la mañana, muy temprano, y unas huellas de nieve en la alfombrilla de la puerta, indicadoras de que Papá Noel en persona había estado allí. Más tarde el mismo cartero actuó como cómplice, entregando las cartas. ¿Cómo podían los niños dudar de ellas? En realidad, siguieron creyendo en ellas hasta que cada uno crecía y descubría, por accidente o por deducción, que su padre era el verdadero autor. Pero aun así, nada se decía para no destruir la ilusión de los más pequeños.
Además de oír los relatos de su padre, los niños tenían repletos los estantes de la biblioteca de su cuarto. Gran parte de sus lecturas consistía en los textos favoritos de la infancia de Tolkien, como las historias de «Curdie», de George Macdonald, y las colecciones de cuentos de hadas de Andrew Lang; pero también frecuentaban expresiones más recientes de la literatura infantil como The Marvellous Land of Snergs, de E. A. Wyke-Smith, publicado en 1927. Tolkien advirtió que sus hijos se divertían mucho con los snergs, «una raza de seres apenas más altos que una mesa corriente, pero de hombros anchos y muy fuertes».
En cuanto al mismo Tolkien, sólo poseía el tiempo o la tendencia suficientes para leer cantidades limitadas de ficción. En general, prefería las novelas contemporáneas más ligeras. Le agradaban los relatos de John Buchan, y leyó también las obras de Sinclair Lewis, de quien conocía su novela Babbitt, publicada en 1922, la historia de un hombre de negocios americano de edad mediana cuya ordenada vida se desmorona poco a poco.
En los crisoles de la literatura entran extraños ingredientes, y tanto Babbitt como The Marvellous Land of Snergs tuvieron un eco en El hobbit. Tolkien escribió a W. H. Auden que el segundo «era quizá un origen inconsciente de los hobbits, no de otra cosa»; y a un periodista le dijo que la palabra hobbit «podría tener alguna asociación con el Babbitt de Sinclair Lewis. Pero no con rabbit (conejo) como piensan algunos. Babbitt tiene la misma satisfacción burguesa que los hobbits. Su mundo es también un lugar limitado».
Menos misterioso es el origen de otro relato que Tolkien escribió en algún momento de los años treinta, quizá en parte para entretener a sus hijos, pero sin lugar a dudas por placer personal. Se trata de Egidio, el granjero de Ham y está ubicado en un territorio, «El Pequeño Reino», que es en realidad Oxfordshire y Buckinghamshire; procede evidentemente de las implicaciones del nombre Worminghail (que significa vestíbulo de los reptiles o los dragones), un pueblo a pocas millas al este de Oxford. La primera versión del cuento, menos extensa que la publicada más tarde, es sencilla y directa, y extrae su humor no tanto del estilo narrativo como de los acontecimientos que se relatan. También fue propuesta a los editores como posible continuación de El hobbit, y, al igual que sucediera con las anteriores, fue considerada excelente pero no lo que se requería en ese momento.
Algunos meses más tarde, a principios de 1938, Tolkien debía leer una conferencia sobre cuentos de hadas para una sociedad de estudiantes del Worcester College. Pero no la escribió; en cambio, decidió leer Egidio, el granjero de Ham. Al reconsiderar el relato, pensó que podía mejorarlo, y en la siguiente revisión lo convirtió en una narración más larga, llena de humor sofisticado. Pocas noches más tarde la leyó en el Worcester College. «Me sorprendió mucho el resultado», escribió luego. «El público no parecía estar aburrido; en realidad se desternillaba de risa». Cuando fue evidente que la segunda parte de El hobbit no estaría lista durante largo tiempo, ofreció a sus editores la versión revisada de Egidio, el granjero de Ham, y ellos la recibieron con entusiasmo; pero las demoras del tiempo de la guerra y el desacuerdo de Tolkien con el ilustrador elegido en un principio determinaron que el libro no apareciera hasta 1949, con los dibujos de una joven artista llamada Pauline Diana Baynes. Sus ilustraciones a la manera medieval encantaron a Tolkien, quien dijo de ellas: «Más que ilustraciones, son una historia emparentada». El éxito de la señorita Baynes con Egidio, el granjero de Ham hizo que fuera aceptada como ilustradora para las historias de Narnia, de C. S. Lewis; y más tarde hizo los dibujos de la antología de poemas de Tolkien y de El herrero de Wootton Major. Ella y su marido llegaron a ser amigos de los Tolkien en años posteriores.
Egidio, el granjero de Ham no causó demasiado entusiasmo en el momento de su publicación, y sólo cuando el éxito de El Señor de los Anillos se reflejó sobre las ventas de los demás libros, alcanzó un gran público. En cierto momento, Tolkien tuvo la idea de escribir una segunda parte, y esbozó la trama con cierto detalle: trataría del hijo de Egidio, George Worming, y de un paje llamado Suet. El dragón Crysophylax volvería a aparecer, y el escenario sería el mismo que en la primera parte. Pero en 1945 la guerra había deteriorado el paisaje de Oxfordshire que Tolkien tanto amaba, y escribió a sus editores: «La segunda parte [de Egidio, el granjero de Ham] está planeada aunque no escrita, y es probable que así quede. El corazón se ha ido del Pequeño Reino, y ahora los bosques y praderas son aeródromos y campos de prácticas de bombardeo».
Aunque a veces suscitan sentimientos profundos, los cuentos que Tolkien escribió para sus hijos entre los años veinte y los treinta eran en suma jeux d’esprit. Su verdadera empresa eran los temas mayores en prosa y verso.
Siguió trabajando en su extenso poema La gesta de Beren y Lúthien, y en versos aliterativos que narraban la historia de Túrin y el dragón. En 1926 envió este poema, y otros, a R. W. Reynolds, su profesor de Literatura Inglesa en la King Edward’s. Reynolds aprobó las piezas menores, pero sólo elogió con tibieza los grandes poemas mitológicos. Sin desalentarse, contando con el apoyo de C. S. Lewis al poema de Beren y Lúthien, Tolkien siguió trabajando en éste y en la historia de Túrin. Aunque la historia tenía más de dos mil líneas y la gesta más de cuatro mil, ninguno de los dos poemas estaba terminado; y cuando Tolkien comenzó a revisar El Silmarillion (después de escribir El Señor de los Anillos) tal vez ya había abandonado toda intención de incorporarlos al texto publicado del ciclo. Sin embargo, ambos poemas eran importantes en el desarrollo de las leyendas, y en particular la gesta, donde se encuentra la versión más completa de la historia de Beren y Lúthien.
Los poemas eran también importantes para el desarrollo técnico de Tolkien como escritor. Los pareados de las primeras estrofas de la gesta tienen por momentos un ritmo monótono o rimas triviales, pero a medida que Tolkien adquiría mayor experiencia, el poema ganaba en seguridad; y es por ello que contiene muchos pasajes hermosos. Los versos de Túrin son aliterados, no rimados; su medida es una modernización de la forma de versificar anglosajona, para la que Tolkien demostraba gran habilidad. El siguiente pasaje describe la infancia y adolescencia de Túrin en el reino élfico de Doriath:
Much lore be learned, and loved wisdom,
but fortune followed him in few desires;
oft wrong and awry what he wrought turned;
what he loved he lost, what he longed for he won not;
and full friendship he found not easily,
nor was lightly loved for his looks were sad.
He was gloomy-hearted, and glad seldom
for the sundering sorrow that seared his youth.
On manhood’s threshold he was mighty holden
in the wielding of weapons; and in weaving song
he had a minstrel’s mastery; but mirth was not in it[30].
Al adaptar y modernizar este antiguo estilo poético para sus propios fines, Tolkien había obtenido algo muy poco usual y de notable fuerza. Es una pena que haya escrito, o al menos publicado, tan pocos versos aliterados, porque se ajustaban a su imaginación mucho más que la rima moderna.
Escribió otros poemas de cierta longitud, no siempre vinculados con su propia mitología. Uno, inspirado en las leyendas célticas de Bretaña, era Aotrou and Itroun (en bretón, Señor y Señora), cuyo primer manuscrito está fechado en septiembre de 1930. El poema relata la historia de un hombre sin hijos que obtiene una poción de una hechicera o «Corrigan» (término genérico para hada, en bretón). A consecuencia del filtro, la esposa del hombre tiene gemelos, pero la Corrigan pide como pago que el hombre la despose, y su negativa ocasiona trágicas consecuencias. Aotrou and Itroun fue publicado algunos años más tarde por un amigo de Tolkien, el filólogo Gwyn Jones, en la Welsh Review. Se trata también de versos aliterados, aunque con rima.
Otro poema largo de este período tiene aliteración y no es rimado. Se trata de The Fall of Arthur [«La caída de Arturo»], la única incursión imaginaria de Tolkien en el ciclo artúrico, cuyas leyendas le gustaban desde la infancia, aunque las encontraba «demasiado extensas, fantásticas, incoherentes y repetitivas». Las historias de este ciclo le parecían poco satisfactorias incluso como mitos, pues contenían de manera expresa la religión católica. En su propio poema artúrico no se refería al Grial sino que daba una versión personal de la muerte de Arturo, en la cual el rey y Gawain iban a la guerra en «tierras sajonas», pero regresaban al hogar ante la noticia de la traición de Mordred. El poema, jamás terminado, contó con la aprobación de E. V. Gordon y R. W. Chambers, este último profesor de Inglés en la Universidad de Londres, quien lo consideró «excelente material, verdaderamente heroico, muy distintivo por su valor al demostrar cómo el metro de Beowulf puede ser utilizado en el inglés moderno». Es también interesante porque es uno de los pocos textos en que Tolkien habla explícitamente de la pasión sexual, al describir el deseo de Mordred por Guinever (así es como escribe el nombre de la reina):
His bed was barren; there black phantoms
of desire unsated and savage fury
in his brain had brooded till bleak morning[31].
Pero la Guinever de Tolkien no es la heroína trágica que aman los autores arturianos en su mayoría; él nos la describe como:
Aunque The Fall of Arthur fue abandonado a mediados de la década del treinta, Tolkien escribió en 1955 que aún esperaba completarlo, pero finalmente no fue así.
Una o dos veces decidió alejarse de los temas míticos, legendarios y fantásticos, y escribió algunas narraciones breves y de ambiente moderno para lectores adultos. Los resultados no fueron notables, demostrándose así que su imaginación necesitaba del mito y la leyenda para desarrollar todo su potencial. Y en realidad la mayor parte de su atención estaba todavía centrada en El Silmarillion. Procedió a numerosas revisiones y reformas de los principales relatos del ciclo, abandonando el nombre del navegante original, Eriol, que oye las narraciones, y cambiándolo por Aetfwine, O «amigo-elfo». Pasó también mucho tiempo (quizá más que el dedicado a las narraciones mismas) elaborando los lenguajes y abecedarios élficos; inventó un nuevo alfabeto al que primero llamó Quenyatic y luego Feanorian, y a partir de 1926 su diario está escrito en él. También se ocupó de la geografía y otros temas vinculados con su ciclo de leyendas.
A fines de los años treinta toda esta labor se acumulaba en una gran cantidad de manuscritos, muchos de ellos en exquisita caligrafía. Pero Tolkien no hizo todavía el menor esfuerzo por publicarlo. Pocos conocían su existencia. Fuera de la familia, sólo C. S. Lewis tenía una idea detallada de estos textos; y dentro de ella, Christopher, el menor de los varones, era el oyente habitual de las narraciones de su padre. El muchacho, escribió Tolkien en su diario, se había convertido «en una persona nerviosa, irritable, atormentada, difícil, descarada en ocasiones. Sin embargo hay en él algo intensamente querible, al menos para mí, por lo mucho que se me parece».
Muchas noches, Christopher, acurrucado junto a la estufa del estudio, escuchaba inmóvil a su padre, quien, más improvisando que leyendo, le hablaba de las guerras de los elfos contra el poder negro, o del peligroso viaje de Beren y Lúthien al corazón mismo de la fortaleza de hierro de Morgoth. No se trataba de nuevos relatos, sino de leyendas que revivían, en la voz de aquel hombre, la expresiva historia de un mundo sombrío donde repugnantes orcos y un siniestro Nigromante custodiaban el camino, y un espantoso lobo de ojos colorados despedazaba uno a uno a los elfos amigos de Beren; pero donde, además, las tres grandes joyas élficas, las Silmarilli, brillaban con una luz extraña y poderosa; un mundo donde, contra todas las probabilidades, la búsqueda podía triunfar.
Quizá los sentimientos de Tolkien hacia su tercer hijo fueron uno de los factores que lo llevaron a comenzar el nuevo libro. Aunque más explícitamente debe su origen a C. S. Lewis, quien, según dice Tolkien, declaró un día: «Tollers, en los cuentos que se pueden leer hay muy pocas cosas que de verdad nos gustan. Temo que debamos hacer la prueba de escribir algunos nosotros mismos». «Estuvimos de acuerdo —continúa Tolkien— en que él debía intentar el viaje por el espacio, y yo el viaje por el tiempo». Y también decidieron que los relatos de ambos debían dirigirse al descubrimiento del mito.
La narración de Lewis era Out of the Silent Planet [«Fuera del planeta silencioso»], es decir, el primer libro de su trilogía «de Ransom»[33]. La respuesta de Tolkien a este desafío fue un cuento titulado El camino perdido, donde dos viajeros del tiempo, padre e hijo, se encuentran y descubren la mitología de El Silmarillion, mientras emprenden el viaje de retorno a la tierra de Númenor.
La leyenda de Númenor, la gran isla del oeste entregada a los hombres que han ayudado a los elfos en sus luchas contra Morgoth, fue probablemente escrita por Tolkien algún tiempo antes de El camino perdido, tal vez a fines de la década de 1920, o a comienzos de los años treinta. Tenía su origen en una pesadilla que lo turbaba desde niño, su «hechizo de la Atlántida», en la cual «tenía el terrible sueño de la Ola ineludible que brotaba en mitad de un mar calmo, o que avanzaba sobre los verdes litorales». Cuando los habitantes de Númenor son encantados por Sauron (el lugarteniente de Morgoth que ya había aparecido en el largo poema sobre Beren y Lúthien) para que rompan una orden divina y naveguen hacia el oeste, en busca de las tierras prohibidas, estalla una gran tormenta, una inmensa ola choca contra Númenor, y la isla íntegra se hunde en el abismo. La Atlántida se ha sumergido.
La historia de Númenor combina la leyenda platónica de la Atlántida con las cualidades imaginativas de El Silmarillion. Al final, Tolkien dice que a causa del hundimiento de Númenor la forma del mundo cambia, y las tierras del oeste «quedan apartadas para siempre de los círculos del mundo». El mundo mismo se curva, pero el Camino Recto hacia el Antiguo Oeste sigue existiendo para quienes lo encuentran. Éste es el «camino perdido» que daba nombre a la nueva historia.
El camino perdido en sí (al contrario de la historia de Númenor que estaba destinado a presentar) es una especie de autobiografía idealizada. Sus protagonistas son un padre y un hijo. El padre, un profesor de historia llamado Alboin (forma lombárdica de Adfwine), inventa lenguajes, o mejor dicho encuentra que se le transmiten palabras; palabras que parecen fragmentos de antiguas lenguas olvidadas. Muchas de esas palabras se refieren a la caída de Númenor; y la historia se interrumpe, inconclusa, cuando Alboin y su hijo parten a través del tiempo hacia la misma Númenor. El relato es un tanto empalagoso en su forma de describir la relación entre padre e hijo, tal como le hubiese gustado a Tolkien que fuera; y es notable que ni Alboin ni su propio padre (que aparece al principio de la historia) tengan esposa, por haber enviudado muy jóvenes. Probablemente la narración fue leída en The Inklings; lo cierto es que Lewis oyó la leyenda de Númenor, porque se refiere a ella en That Hideous Strength, aunque por error escribe «Numinor». (También toma algo prestado de Tolkien cuando da a su héroe Ransom el nombre de Elwin, que recuerda Adfwine, y cuando en Perelandra llama a sus Adán y Eva «Tor y Tinidril», ecos indudables, para Tolkien, de Tuor e Idril en La caída de Gondolin).
El camino perdido fue abandonado («a causa de mi lentitud y mi incertidumbre») poco después que los viajeros del tiempo llegan a Númenor. Pero Tolkien retomó el tema de los viajes por el tiempo como un modo de introducir la leyenda de Númenor cuando, a fines de 1945, comenzó a escribir Los papeles del Notion Club. Esta vez emplea como entorno The Inklings, con un leve disfraz, y los viajeros del tiempo son dos profesores de Oxford miembros del club literario informal que da título al relato. Pero, como su predecesora, también esta obra queda interrumpida al final de la introducción, cuando el viaje ha sido apenas superficialmente descrito. Los papeles del Notion Club captura en gran medida el espíritu de The Inklings, aunque Tolkien apenas intenta retratar a sus amigos. Una parte de la narración llegó a la prensa: es un poema sobre el viaje medieval de san Brendán, leyenda que Tolkien adaptó a su propia mitología. Con el título de Imram («viaje» en gaélico), el poema se publicó en Time & Tide en 1955. Es en sí un poco despojado, apenas el recuerdo de un relato inconcluso y prometedor.
De este modo, durante los años veinte y treinta, la imaginación de Tolkien siguió dos cursos paralelos. De un lado estaban los relatos compuestos por mero pasatiempo, y muchas veces, sólo para entretener a sus hijos. Del otro, los temas mayores, a veces célticos o artúricos, pero por lo general asociados con sus propias leyendas. Nada se publicaba, aparte de unos pocos poemas presentados en el Oxford Magazine, los cuales hacían pensar a sus colegas que Tolkien se divertía con cuevas de dragones y ridículos hombrecillos como Tom Bombadil: un pasatiempo inofensivo, aunque un poco infantil.
Faltaba algo, un elemento que uniera los dos aspectos de su inventiva, produciendo una historia heroica y mítica, y a la vez acorde con la imaginación popular. Por supuesto, él no era consciente de esta carencia, y no le pareció significativo que de pronto la pieza que faltaba cayera en su lugar.
Era un día de verano, y él estaba sentado junto a la ventana de su estudio en Northmoor Road, corrigiendo exámenes. Años después recordó: «Uno de los candidatos dejó piadosamente una hoja en blanco (lo mejor que puede esperar el que corrige), y en ella escribí: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”. Los nombres siempre generan relatos en mi mente. Pensé más tarde que haría bien en descubrir cómo eran los hobbits. Y eso fue sólo el principio».