Adicta a tus besos

Helen Brooks

 

 

 

 

Adicta a tus besos (1998)

Título Original: A man worth waiting for (1998) 

Editorial: Harlequin Ibérica 

Sello / Colección: Jazmín 1339 

Género: Contemporáneo 

Protagonistas: Keir Durrell y Catherine 

Argumento:

Keir Durrell era un hombre muy especial. Hacía que Catherine se sintiera a salvo y necesitada, un sentimiento que había anhelado desde que descubriera que su madre la había abandonado nada más nacer. Keir era el hombre que había estado esperando toda la vida… pero había aparecido en el peor momento. 

Keir había enviudado recientemente y parecía no tener prisa en encontrar una segunda esposa. Y lo que Catherine necesitaba era encontrar a su madre, no un marido. Pero Keir la distraía con sus besos y Catherine se estaba volviendo adicta a ellos.

Capítulo 1

—Oye, dime que te deje en paz si quieres, pero pareces haber sufrido un accidente. ¿Necesitas ayuda?

Catherine oyó la voz grave y masculina, pero le costó ver con claridad la figura corpulenta que estaba de pie delante de ella cuando alzó la vista del banco de madera en el que estaba sentada.

—No… —se quedó sin voz y volvió a intentarlo tratando de coordinar sus caóticos pensamientos—. No lo sé —susurró débilmente—. Me siento rara, pero no me acuerdo… No estoy segura de dónde estoy.

Era consciente de que lo que decía no tenía sentido, pero la nebulosa de su cabeza y las punzadas que sentía detrás de los ojos eran demasiado intensas.

—Debes de dirigirte a alguna parte —dijo el hombre poniéndose en cuclillas delante de ella, y un par de ojos grises se posaron sobre sus pupilas azules y aterradas—. Esta maleta es tuya, ¿verdad? —añadió dando unas palmaditas sobre la gruesa maleta marrón que tenía a sus pies.

—Sí, pero… —de nuevo perdió la voz.

—¿Te acompaña alguien?

—Creo que no —respondió Catherine, y las palpitaciones de dolor que sentía en la cabeza se intensificaron al tratar de pensar—. No, estoy segura de que no, pero no me pasa nada —dijo con tanta firmeza como pudo—. Necesito descansar un rato, eso es todo.

El extraño no dijo nada durante unos momentos y luego:

—Tienes un buen corte en la cabeza, así que imagino que te has dado un golpe hace poco. ¿Puedes recordar si te has caído, o si te han tirado al suelo… o algo parecido?

—No —repuso Catherine, y empezó a sentir miedo—. No puedo acordarme de nada —añadió con un ápice de desesperación.

—¿Tu nombre tal vez? —sugirió con suavidad; tranquilizándola con su voz grave—. Piensa durante un minuto, te vendrá.

Se quedó mirándolo con expresión indefensa mientras buscaba entre la niebla de su cabeza, y percibió, incluso en plena agitación, que era moreno y corpulento, con un atractivo muy masculino e intimidante por sus facciones claramente cinceladas. Llevaba el pelo ostensiblemente corto, dejando ver que no disponía de mucho tiempo para la vanidad personal. Un hombre que sabía quién y qué era, y a dónde se dirigía exactamente.

—Catherine —respondió sin comprender cómo lo sabía—. Me llamo Catherine y… —por un segundo se le pasó algo por la cabeza, pero antes de que pudiera interpretarlo había desaparecido. Se pasó la mano con perplejidad por la frente y se asustó al verla pegajosa y sangrienta.

—Bueno, Catherine, yo diría que has sufrido una pequeña conmoción cerebral —dijo el hombre poniéndose en pie mientras hablaba, y por un momento de intenso terror, Catherine pensó que iba a alejarse y dejarla allí.

Se sentía como si hubiese estado sentada en aquel diminuto parque toda la vida, observando el mundo pasar, percibiendo las imágenes y los sonidos como si fueran un sueño antes de que se fundieran en una nebulosa que no podía disipar.

—¿Una conmoción? —dijo con esfuerzo—. ¿Pero uno no se queda inconsciente con eso?

—No siempre —contestó observándola con ojos entornados, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón vaquero—. Voy a reunirme con mi hermana para almorzar dentro de poco y creo que debería examinarte —continuó con firmeza—. Es enfermera, así que sabe lo que dice… en cuestiones médicas —añadió con ironía.

—No… no lo sé.

En parte quería ir con él, era lo único sólido en aquel mundo que, de repente, se había convertido en un entorno extraño, pero ¿cómo iba a saber si podía fiarse de él? Uno no podía adentrarse en lo desconocido de la mano de un completo extraño.

—No pasa nada, no soy un violador loco o un asesino en serie —dijo el hombre como si supiera instintivamente lo que estaba pensando, y Catherine se ruborizó al percibir el leve tono cáustico de su voz—. Ni estoy tan desesperado por tener compañía femenina como para persuadir a una mujer contra su voluntad.

Al menos eso se lo creía. Contempló aquel cuerpo alto y relajado que carecía de un solo gramo de carne superflua. Sí, lo creía, pensó otra vez mientras los ojos de color gris ahumado se mantenían fijos en los suyos.

—¿Y bien? —dijo mirándola sin pestañear—. El restaurante está a un paso y no tengo intención de dejarte aquí como a una niña desamparada, me echaría a perder el almuerzo. Preferiría que caminaras; si te llevo en brazos y empiezas a dar patadas y a chillar, mi reputación se resentiría, pero, en cualquier caso, vas a ir a que te miren la cabeza. Tengo la impresión de que tendrán que darte un par de puntos.

—Estoy segura… de que me pondré bien, gracias —dijo Catherine en un tono patético, pero no sabía qué le daba más miedo, si la idea de ir con él o de que la dejara allí.

—Vamos —dijo el extraño poniendo fin a su indecisión, y se inclinó para agarrar su maleta antes de ponerla a ella en pie—. No voy a dejarte aquí. Todo el mundo tiene que confiar en alguien alguna vez y, te guste o no, hoy te ha tocado a ti. Me llamo Keir Durrell, por cierto. Soy el veterinario de la localidad.

Se dio perfecta cuenta de su estatura y corpulencia mientras la conducía desde aquel pequeño parque que era poco más que un cruce de las dos calles principales de aquella vieja población del condado de York. También percibía que emanaba autoridad de forma natural, pero el dolor de la cabeza se había vuelto insoportable y no podía pensar lúcidamente.

—El restaurante está un poco más allá —dijo Keir y, mientras atravesaban la plaza de mercado adoquinada con sus ancianas piedras, venerables y cálidas bajo el ardiente sol de junio, le indicó un pequeño edificio cuadrado de viejos ladrillos de color claro—. Janice debe de estar esperándonos.

Lo dijo con el mismo tono de ironía que había estado antes presente en su voz, pero Catherine no pudo contestar porque las náuseas estaban intensificando su confusión.

Keir abrió la pesada puerta de roble y la condujo al interior agarrándola del brazo, y cuando entraron una joven morena se incorporó detrás de una mesa y les hizo señas desde el fondo de la estancia.

—¿Keir? Aquí.

Catherine se sintió profundamente agradecida de ser capaz de derrumbarse en un asiento, y cerró los ojos tratando de combatir el mareo. Podía oír a Keir hablando a su lado, y el murmullo de las conversaciones del almuerzo, el tintineo de las copas, pero todo resultaba remoto e irreal.

—¿Catherine? —dijo una voz, y una leve presión en el brazo hizo que Catherine abriera los ojos y viera que la hermana de Keir se había sentado a su lado—. Creo que has sufrido un accidente de algún tipo. ¿Te importaría que echáramos un vistazo a tu bolso para ver si podemos encontrar un nombre, una dirección o algo? Tal vez te avive la memoria. Y creo sinceramente que debemos llevarte al hospital para que te miren la cabeza. La herida tiene mal aspecto.

—Toma —dijo Catherine quitándose el bolso del hombro y poniéndolo sobre la mesa mientras la habitación giraba a su alrededor—. Mira, por favor.

—Catherine Prentice, ¿te suena? —preguntó Keir momentos después cuando rescató un sobre del fondo de su bolso de tela.

—Sí —dijo Catherine tratando de ver con claridad aquel rostro masculino—. Sí, ésa soy yo.

—Está bien, creo que lo mejor será que te vea un médico ahora mismo —dijo Keir con voz lúgubre al ver que Catherine se balanceaba en el asiento—. Y no te muevas, voy a llevarte en brazos.

Fue lo último que oyó antes de sumirse en una completa oscuridad y luego se sintió caer y caer en aquel negro vacío sucumbiendo al dolor de la cabeza.

 

 

—¿Catherine? —dijo una voz, y Catherine luchó por contestar, abriendo los ojos pero cerrándolos inmediatamente al sentir una luz brillante que le causó punzadas de dolor en la cabeza—. Voy a ponerte una pequeña inyección —continuó la voz en el tono normalmente utilizado para hablar con los niños—. Y luego podrás seguir durmiendo, ¿de acuerdo? Tranquilízate. Ya está.

Sintió un pinchazo en el brazo, pero no intentó abrir los ojos y volvió a hundirse con gratitud en los pliegues de oscuridad y más al fondo, hacia la paz y la tranquilidad del olvido.

La siguiente vez que emergió todo estaba quieto y en silencio y, cuando abrió sus ojos cansados, ya no había ninguna luz brillante sino una cómoda y suave penumbra que era un descanso para sus sentidos. Hizo un leve movimiento e inmediatamente, la figura, que estaba a su lado se movió y oyó la misma voz que antes.

—Estás despierta, querida, eso está bien. ¿Te apetece un poco de agua?

—¿Dónde…? ¿Dónde estoy?

—En el hospital, querida —dijo un rostro maternal de mediana edad inclinándose sobre ella, y su pelo gris brilló bajo la tenue luz—. ¿Te diste un pequeño golpe en la cabeza, recuerdas?

—Keir.

—Así es, querida —dijo la enfermera, y por el tono tranquilizador de su voz se traslucía que no tenía la más remota idea de lo que hablaba Catherine—. Ahora cierra los ojos y duerme un poco más. Ya ha pasado lo peor. Estoy segura de que por la mañana te sentirás como nueva. Hay una campana junto a tu mano —Catherine sintió que presionaban algo duro sobre los dedos de su mano derecha—, así que si necesitas cualquier cosa, tócala y vendremos enseguida, ¿de acuerdo?

Quería hablar más, hacer preguntas, pero el esfuerzo era sobrehumano. Y a medida que los tupidos velos del sueño la envolvieron de nuevo, fue consciente de que murmuró aquel nombre una vez más antes de dejarse llevar por la cálida oscuridad.

 

 

—Te hemos traído un té.

El ruido de la vajilla y la alegre voz que resonó en su oído hicieron que Catherine abriera los ojos de par en par. Alguien subió una persiana y la luz blanca del sol inundó la pequeña habitación.

—Gracias —dijo Catherine, sentándose con dificultad sobre la estrecha cama de hospital, y tomó la taza que le tendió una de las enfermeras, aliviada de ver que había dejado atrás aquel horrible dolor de cabeza—. Debo de haber dormido toda la noche —dijo con vacilación al ver a las dos jóvenes mujeres sonriéndole encarecidamente.

—Has estado dormida desde que te trajeron, querida —dijo una de ellas con optimismo—. Es lo mejor para las conmociones cerebrales. ¿Cómo te sientes esta mañana?

—Mejor, mucho mejor —dijo débilmente.

—Eso está bien —repuso la enfermera con ánimo tranquilizador.

—Tuviste un accidente, ¿verdad? —preguntó la otra.

—¿Un accidente? —repuso Catherine, y entonces se acordó y dio gracias por haber recuperado la memoria—. Sí… sí, así fue. Justo después de salir de la estación de tren me caí por unas escaleras —dijo mirando a las dos mujeres mientras reproducía la escena en su cabeza—. Alguien había derramado algo, resbalé y me golpeé la cabeza en el borde de uno de los peldaños —dijo lentamente—. Creo que me hice un corte.

—Y tanto que sí. Y también alguna que otra contusión, diría yo. Pero has tenido suerte de que alguien te trajera, podrías haber estado vagando durante mucho tiempo y, aunque los de aquí son buena gente, hoy en día nunca se sabe. De todas formas, disfruta de tu té y volveremos a traerte el desayuno un poco más tarde, ¿de acuerdo?

—Gracias —dijo Catherine sonriendo un poco perpleja, y la miraron con expresión radiante.

 Pasó el resto de la mañana echando cabezadas intermitentes, ya que pasaban a tomarle la temperatura y el pulso cada media hora, y contestó toda una retahíla de preguntas que una hermana enérgica y muy eficiente le leyó de un formulario de aspecto oficial.

—Me alegro de verte tan alerta —dijo la hermana cuando se levantó para irse—. Creímos que se trataba de un simple caso de conmoción cerebral, pero además parecías realmente agotada. ¿Has estado enferma recientemente?

—Sí —dijo sin querer dar muchas explicaciones—. Con neumonía. Pero ya estoy mejor. En realidad vine a Yorkshire para tomarme unas semanas de vacaciones. Pensé que el aire aquí sería más agradable que los humos de Londres.

—Te lo garantizo —dijo la hermana sonriendo con aprobación—. Bueno, ahora descansa. El doctor se pasará a verte dentro de poco y veremos cómo te encuentra.

Fue justo después del almuerzo cuando llamaron a la puerta y Catherine se sentó en la cama con expectación, creyendo que era el doctor o alguno de sus ayudantes. Pero el hombre alto y moreno que entró en su habitación distaba de ser ninguno de ellos.

—Catherine —dijo la voz grave y ligeramente ronca que recordaba, la voz que la había rondado en sus sueños durante las últimas horas—. ¿Cómo estás?

—Bien —contestó. El feo camisón de hospital la colocaba en clara desventaja, pensó débilmente, como su cara pálida desprovista de maquillaje, y el enorme moretón que le cubría media frente. Y él era tan imponente. Incluso el día anterior, en un estado semiconsciente, se había dado cuenta de que era irresistible.

Estaba muy bronceado, tenía los cabellos de color negro azulado brillante, e irradiaba tanta virilidad que ni siquiera su estricto corte de pelo servía para suavizarla. Y, aunque las facciones atractivas y clásicas de su rostro cincelado llamaban la atención de cualquier mujer entre dieciséis y sesenta años, tenía algo más que atractivo: una confianza y seguridad en sí mismo que añadía una dimensión distinta a su arrogante masculinidad.

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó en voz baja—. Me llamo Keir, Keir Durrell. Mi hermana y yo te trajimos al hospital ayer a última hora de la mañana.

—Sí, sí, me acuerdo —dijo Catherine, dando gracias porque hubiese confundido su expresión de asombro con confusión. No podía recordar haber mirado a un hombre tan descaradamente, y la idea la ruborizó—. Eh… gracias, muchas gracias —añadió torpemente—. Has sido muy amable al…

Descartó su agradecimiento con un brusco ademán.

—Cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi lugar. Dio la casualidad de que era yo el que pasaba por allí. Entonces, has recuperado la memoria, ¿verdad? Eso está bien. La hermana me ha dicho que recuerdas haber caído por unas escaleras.

—Sí, a la salida de la estación —dijo Catherine. Nunca se había sentido tan corta de palabras, y forzó una sonrisa que esperaba pareciese natural antes de continuar—. Vaya tontería, ¿verdad? Debí tener más cuidado…

—¿Qué hacen tus padres al dejarte vagar sola?

—¿Cómo? —inquirió Catherine, mirándolo con perplejidad.

Su tono había sido seco y se percató de que el brillo de sus ojos grises era de desaprobación contenida. Aquello pareció confirmarse cuando volvió a decir, con voz fría:

—Te he preguntado que en qué estaban pensando tus padres al dejarte vagar sola.

—No estoy vagando sola —repuso Catherine alzando la barbilla, y el color que cubrió su tez pálida y cremosa se debió entonces a la irritación más que a la vergüenza—. Y sólo respondo ante mí, ante nadie más.

—¿De veras? —dijo el hombre acercándose a la cama para mirarla con ojos entornados y actitud entre irritada y crítica—. ¿Y cuántos años tiene exactamente, señorita Catherine Prentice? ¿Quince, dieciséis? Y quiero la verdad —añadió en tono de advertencia—. Si te has escapado de casa, ha llegado la hora de confesarlo.

—¿Que si…? —Catherine se quedó mirándolo con total perplejidad, y la furia disipó todo sentimiento de intimidación y encendió sus ojos de color añil—. Tengo veintiún años. Veintiuno, ¿entendido?

—No te creo —dijo llanamente, paseando la mirada por su etérea delgadez, las manos de dedos finos y los cabellos de color rubio platino que enmarcaban su pequeño rostro—. No tienes más de dieciséis años, reconócelo.

—No… ¿Cómo te atreves?

Toda su vida había oído que parecía mucho más joven para su edad, y normalmente se lo tomaba bien. Pero que él pensara que era una colegiala… Sin embargo, Keir frenó en seco sus protestas diciendo sin la más leve sombra de duda:

—Y una explosión de furia tampoco servirá. Si eres tan mayor como dices, imagino que podrás probarlo.

—¿Probarlo? —dijo en un tono demasiado agudo—. No debería ser necesario, pero puedo probarlo. ¿Me pasas el bolso, por favor? Está junto a la silla.

—Por supuesto.

—¿Te vale el permiso de conducir? —inquirió en tono sarcástico mientras hurgaba en las profundidades cavernosas de su enorme bolso de viaje de tela, y lo sacó de un compartimento de su otro bolso pequeño de cuero para tendérselo con un floreo.

—¿El permiso de conducir? —repitió Keir por primera vez con tono de incertidumbre.

—Es un documento que te da derecho a conducir un vehículo —dijo con mordacidad—, y tengo uno desde hace aproximadamente cuatro años, ¿entiendes? —Catherine sintió que le volvía a doler la cabeza, y todo por su culpa—. No me he escapado de casa ni nada parecido. Estoy aquí… estoy aquí de vacaciones.

«Bueno, lo estaba… en cierto sentido», se dijo al sentir una punzada de culpabilidad.

—Entiendo —dijo Keir levantando la vista de su permiso de conducir—. Entonces, todo indica que he cometido un error, lo siento. Si me das el teléfono o la dirección del lugar donde te alojas, les explicaré que te has retrasado un día y les pediré que te reserven la habitación.

—No será necesario —dijo Catherine—. Todavía no he reservado nada —dijo con voz tensa—. Pensé que lo mejor sería buscar alojamiento al llegar.

—¿En serio? —dijo en el tono paciente normalmente usado para tratar a un niño recalcitrante que se estaba comportando de forma absurda—. Towerby no es pequeño para ser un pueblo de Yorkshire, pero en plena temporada turística, y habiendo tenido buen tiempo durante semanas, no siempre se encuentra disponible una cama. Sin embargo, hay muchos otros pueblos y ciudades de los alrededores…

—Quería quedarme en Towerby —lo interrumpió con firmeza—. Probaré allí primero.

—¿Por qué Towerby? En el condado de Yorkshire, un pueblo se parece mucho a otro…

—Aun así, probaré primero allí —dijo Catherine con voz tensa.

—Eres persistente, ¿verdad?

Catherine se encogió de hombros. No había sido un cumplido, pero no iba a explicarle por nada del mundo por qué Towerby era tan importante para ella. «Y creía que me gustaba…», se dijo.

—Como quieras —dijo Keir contemplando sus cabellos plateados, casi luminiscentes a la luz que entraba por la ventana—. Pero podrías pasarte horas recorriendo las calles.

—No me importa.

Parecía tener doce años, sentada allí con aquel horrible camisón y el pelo todo revuelto y los ojos llameantes. Ni siquiera dieciséis, pensó Keir sombríamente. La urgencia de infundirle algo de sensatez fue abrumadora. ¿Iba a salir del hospital y dar vueltas por Towerby buscando algún sitio donde quedarse? Aquella joven estaba mal de la cabeza. Le parecía un milagro que hubiese llegado a cumplir veintiún años.

—Será mejor que me vaya, iba de camino a una granja al otro lado de Kilburn y tenía que pasar por aquí, así que se me ocurrió venir a ver cómo estabas —dijo en tono bastante inexpresivo—. Volveré a pasarme esta tarde de regreso a casa, si no te parece mal.

—Tal vez me haya ido para entonces —dijo Catherine con cautela—, pero gracias otra vez por tu ayuda. Y dale las gracias a tu hermana de mi parte, ¿lo harás?

Pensó que había hablado con el tono justo de despedida educada, hasta que lo miró y vio el brillo sarcástico en sus ojos grises.

—No te gusta que te digan que estás haciendo el tonto, ¿verdad? —murmuró con una serenidad irritante mientras se acercaba a la puerta. Una vez allí, se volvió para mirarla una vez más—. Adiós, Catherine —dijo antes de que tuviera oportunidad de hablar.

Y Catherine volvió a quedarse sola y a llamarse de todo por no replicar y ponerlo en su sitio… Había conocido a algunos hombres arrogantes y obstinados en su momento, pero Keir se llevaba la palma.

 Siguió con aquel hilo de pensamientos mientras reproducía su conversación una y otra vez en su cabeza, poniéndose más furiosa cada minuto que pasaba, hasta que, cuando el doctor apareció finalmente, le ardían las mejillas, tenía el pulso acelerado y un par de grados de fiebre.

—Quiero que pases otra noche en observación —dijo el doctor cuando le preguntó cuándo podría irse—. Ha sido un feo golpe en la cabeza, jovencita, y cuando llegaste aquí apenas te dabas cuenta de nada. ¿Imagino que estás de vacaciones? —Catherine asintió sin decir nada—. ¿Dónde te alojas?

«No, otra vez, no», pensó. Inspiró hondo antes de decir:

—Todavía no he buscado nada.

—Entiendo —dijo el médico. Tendría unos treinta años más que Keir, pero su rostro reflejaba su misma desaprobación—. ¿Crees que eso es sensato? Supongo que no tienes ningún medio de transporte.

—No… no tengo —reconoció con voz tensa.

—Y la hermana me ha dicho que has estado enferma hace poco… de neumonía. ¿Fue eso todo? —inquirió con intuición.

—No entiendo qué quiere decir —dijo con rodeos, y se puso colorada.

—Creo que sí —dijo con voz suave pero con firmeza, y Catherine supo que estaba dispuesto a llegar a la verdad—. La conmoción cerebral no ha sido demasiado seria, pero tu organismo reaccionó de tal forma que indicaba un agotamiento mental y físico completos. ¿Has tenido algún tipo de depresión nerviosa?

—Eh… no… sí —se interrumpió bruscamente—. No exactamente —dijo después de inspirar profundamente para tranquilizarse—. Estuve enferma durante un tiempo con neumonía después de tener una gripe muy fuerte, y luego me dieron malas noticias —Catherine tragó saliva antes de continuar—. No me había recuperado del todo físicamente, pero no fue algo tan serio como una depresión nerviosa. Nada tan rotundo como eso.

—Entiendo —dijo el doctor, que no había apartado los ojos de ella—. Bueno, unas vacaciones fue probablemente lo que el médico ordenó —dijo con una sonrisa afectuosa que chocaba con su rostro, severo—. Pero tendrán que empezar mañana, si es que ya estás bien para irte. Y tendremos que hacer algo en relación con el alojamiento. Seguramente, te sentirás un poco débil durante un par de días y no aprobaría que vagaras por las calles buscando algún lugar donde alojarte.

—Está bien —dijo Catherine, que no tenía ganas de discutir. De hecho, lo único que quería hacer era volver a tenderse entre las sábanas y dormir.

Sin embargo, cuando el doctor se fue, Catherine se encontró con que estaba demasiado activa como para conciliar el sueño, y permaneció acurrucada bajo la delgada sábana, contemplando las copas de los árboles por la ventana y el cielo despejado de color azul intenso.

Los últimos meses habían sido duros… Cerró los ojos y dobló las rodillas, rodeándolas con los brazos mientras permanecía encorvada en la cama. Tan duros… ¿Por qué había tenido que pasar por todo aquello? No había tenido la culpa de nada y, sin embargo, se sentía perdida, sola y abandonada. Allí estaba ella, una adulta de veintiún años que todavía no sabía quién era, y que desde luego no era la persona que había creído ser toda su vida. Y a nadie, a nadie le importaba…

—Dios mío, ayúdame —susurró, como lo había hecho todos los días en los últimos meses.

Siempre había sido consciente de que no era querida ni digna de amor. Sus padres no exteriorizaban el cariño, ni siquiera entre ellos, pero sí desplegaban cierto afecto hacia su hermano y hermana que ella no recibía. De pequeña había intentado ganar su aprobación, pero a medida que pasaban los solitarios y largos años de su niñez, había terminado por enfrentarse al hecho de que no les agradaba.

A veces se había preguntado si era por su aspecto, ya que sus hermanos eran altos y morenos como sus padres, con ojos castaños y rasgos faltos de atractivo, mientras que el cuerpo menudo de Catherine y sus cabellos rubios eran un recordatorio de que era diferente, el patito feo.

¿Por qué no se lo habrían dicho de pequeña?, se preguntó por centésima vez al recordar vividamente lo ocurrido aquella noche cuatro meses atrás.

Había estado trabajando mucho los meses anteriores como secretaria para un director de ventas en una oficina de Londres, y yendo a clases nocturnas para obtener las calificaciones necesarias para escalar profesionalmente. Su alegría al obtener unas notas excelentes en el curso se había visto mermada por una fuerte gripe que se había complicado y había acabado ingresada en el hospital durante tres semanas con neumonía y pleuresía.

Había vuelto a casa débil de cuerpo y espíritu, y con la amargura de saber que nadie de su familia la había ido a ver al hospital. Si no hubiese sido por la lealtad de sus amigos y compañeros de trabajo, se habría sentido muy sola.

Fue esa misma tarde cuando se desencadenó la discusión entre ella y su madre, con todas sus devastadoras consecuencias.

—¡No me llames «madre»! —le espetó con los puños cerrados en los costados. Había inclinado tanto su cuerpo que parecía un enorme pájaro dispuesto a picotear el suelo—. Ni una sola gota de mi sangre corre por tus sagradas venas, créeme. ¿Te atreves a juzgarme porque no te he estado atendiendo en el hospital durante las últimas semanas? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué?

—¿Qué quieres decir con que ni una sola gota de tu sangre corre por mis venas? —dijo Catherine, que estaba sentada con la espalda encorvada sobre la chimenea del pequeño salón inmaculado y frío, pero se puso en pie enseguida, con los ojos entornados. Su madre siguió mirándola con enojo sin decir nada, y su tez cetrina se puso roja. Cuando era evidente que no iba a responder, se volvió a su padre, que estaba de pie en el umbral—. ¿Qué quiere decir?

—¿Por qué no puedes tener la boca cerrada? —contestó dirigiéndose a su esposa con una mirada airada antes de volverse a Catherine—. Ignórala, olvídalo —murmuró con irritación.

—Díselo, George… vamos, díselo —dijo su madre, que pareció perder los estribos al oír la censura de su marido—. Cumplirá veintiún años dentro de una semana, lo sabrá algún día, así que, qué más da si se lo decimos ahora. Dile lo que es, dile de quién es.

—Díselo tú, yo no quiero tener nada que ver con esto —dijo su padre con el rostro tan colorado como el de su esposa—. Siempre dije que fue una locura recogerla, y más todavía no decírselo. Tú eres la que ha tenido siempre todas las respuestas… díselo tú.

Y tras esas palabras, salió a zancadas y cerró la puerta de golpe a sus espaldas.

—No eres hija nuestra —dijo su madre, o la que había creído su madre, en tono despiadado—. Te adoptamos cuando eras un bebé porque creímos que no íbamos a poder tener hijos. Eres la hija de mi hermana.

—No te creo —dijo Catherine mirando a la mujer, aunque una minúscula parte de su cerebro reconocía que aquélla era la respuesta a las preguntas que la habían atormentado durante años—. Siempre has dicho que no tenías familia, que cuando tus padres murieron…

—Sé lo que he dicho —dijo el rostro simple de mediana edad congestionado con desprecios—. Pero ahora te digo que no es cierto, ¿no? Cuando mi hermana tenía diecisiete años se prometió con un chico que resultó ser un canalla. Para mis padres era la niña de sus ojos, y la mimaron desde el día en que nació. No pudo creerlo cuando se quedó embarazada y él la abandonó; pensó que todo el mundo bailaría siempre al son que ella tocara —dijo la mujer con algo más que malicia—. Después de darte a luz no tenía dinero ni trabajo, y quería librarse de ti.

Lo estaba disfrutando, pensó Catherine confusamente mientras mantenía la mirada fija en los ojos castaños de su madre. Realmente lo estaba disfrutando.

—Te iba a dar para adopción cuando todavía estaba en el hospital, así que George y yo decidimos acogerte. Nos pareció una buena idea en aquel momento.

—Entonces, ¿eres mi tía?

—No, ya te he dicho que no tienes nada que ver conmigo —dijo la mujer con las mejillas hundidas mientras contemplaba a la joven menuda y pálida que estaba frente a ella sin el más leve rastro de lástima en su voz mientras hablaba—. A mí también me adoptaron, entiendes, por la misma razón por la que George y yo te adoptamos a ti. Pero luego llegó tu madre siete años después y, desde aquel momento, era como si no existiese. Todo se lo daban a Anna, las ropas nuevas, los juguetes, sólo tenía que pedir algo para que se lo compraran.

—Y tú la odiabas —dijo Catherine llanamente, y su cuerpo se encogió al ver el veneno en el rostro de aquella mujer.

—Sí, la odiaba —dijo casi escupiendo las palabras, y una profunda amargura acentuaba las arrugas en torno a sus ojos y labios—. Era hermosa, muy hermosa, algo que mis padres me decían cada minuto. Todo el tiempo era Anna esto, Anna aquello…

—Entonces ¿por qué la ayudaste? —preguntó Catherine con perplejidad—. ¿Si tanto la odiabas por qué me adoptaste?

La mujer parpadeó y luego bajó los ojos para volverse y acercarse a la estrecha ventana del fondo del salón con la espalda rígida.

—Porque nos convino —dijo con voz tensa sin volverse—. Has tenido un techo sobre tu cabeza durante los últimos veintiún años, ¿no? No entiendo de qué te quejas. Tienes suerte, mucha más suerte que muchos en tu misma situación —prosiguió, pero su voz se elevó al volverse para mirar a Catherine con ojos entornados y penetrantes—. Eso es lo que mis padres me decían cada vez que me apartaban a un lado o salían con Anna y me dejaban en casa. Tenía que estar agradecida, entender mi situación. Bueno… tú también.

Y Catherine entendió. Aquella mujer estaba tan llena de resentimiento y amargura que había adoptado a la hija de su hermana para llevar a cabo una retorcida venganza, para que la hija de Anna pagara por todas las penalidades que creía haber sufrido en el pasado. Por eso siempre habían dejado a Catherine a un lado, no le habían mostrado ningún tipo de afecto físico y había estado condenada al ostracismo en su propio hogar.

Y las circunstancias habían favorecido a su madre adoptiva y había dado a luz a dos hijos. Aquello debía de haber sido como la guinda del pastel, pensó Catherine confusamente. Todo había sido un plan de venganza a sangre fría. ¿Cómo podía haber alguien así? Se quedó mirando a la mujer que siempre había llamado madre y la conmoción y el horror la mantuvieron en silencio.

—¿Y bien? ¿Te ha comido la lengua el gato? —dijo la voz maligna.

—¿Y mi verdadera madre? —preguntó Catherine—. ¿Dónde está?

—No lo sé ni me importa —contestó con aspereza—. Se fue de Londres cuando terminaron las formalidades y no la he vuelto a ver. Menos mal que nos libramos de ella…

—¿A dónde fue? —preguntó Catherine otra vez—. Sé que lo sabes, lo leo en tus ojos.

—¿De verdad, cerebrito? —dijo con burla fiera y ostensible—. Te crees muy lista, ¿verdad? Como tu madre. Siempre era la primera de la clase en todo, siempre era la mejor, pero tuvo su merecido como tú tendrás el tuyo.

—¿A dónde fue? —insistió Catherine débilmente.

—A Yorkshire, a un pueblo llamado Towerby, pero eso fue hace veintiún años —dijo encogiendo sus estrechos hombros—. Se habrá ido de allí hace mucho tiempo, si es que conozco a Anna.

Catherine salió vacilante de la estancia sintiendo que le iba a explotar la cabeza y lloró durante horas en el cuestionable confort que ofrecía la ratonera que llamaba habitación. No durmió aquella noche porque la pena que la estaba destrozando era insoportable, pero cuando los primeros albores del nuevo día surcaron la noche, había tomado varias decisiones irrevocables.

Tan pronto como se recuperase se iría de aquella casa y nunca volvería. Y encontraría a su madre, a su verdadera madre. Y cuando lo hiciera… le preguntaría cómo podía haber abandonado a su bebé al cuidado de alguien tan cruel y retorcido, tan malvado, y le obligaría a escuchar la vida que había soportado en las manos de su familia adoptiva.

Y luego… Contempló sin mirar el cielo gris con los ojos secos pero ardientes. Y luego le diría que la odiaba, que nunca la perdonaría, que en referente a ella no tenía madre y entonces, se alejaría sin mirar atrás. Lo haría.